7


Interludio

MIENTRAS caminaba por los cordiales y relativamente pobres barrios de Battersea, recordé a mi compañero de cuarto Viktor. Se emocionó mucho cuando le dije por primera vez que probablemente pasaría el verano en Londres: en la novela de espionaje que leía en ese momento, un capitán de la KGB reflexionaba que «los únicos que pueden tratar de competir con nosotros en astucia son la Orden de los Jesuitas y el Servicio de Inteligencia inglés».

También llegué a vislumbrar que me había convertido en un chiflado. Durante las siete semanas conversé con media docena de personas, y siempre mencionaba a Rusia al cabo de pocos minutos. Aunque si me apresuraba a notificar el nexo que me unía con ese país exótico era para darme ínfulas, la gran verdad era que me sentía incompetente para hablar de otro tema, aunque fuera conmigo mismo. Las verdulerías estaban repletas de suculentos aguacates. Yo no decía: «Mirad qué hermosos aguacates», sino: «En Moscú no tenemos aguacates. Tampoco tenemos judías, ni puerros.» Recordaba a un hombre que conocí en Nueva York y que había escrito once libros sobre otros temas, pero cuyo punto de referencia para todo seguía siendo la Unión Soviética, donde había estado en 1935. «En Rusia es peor. En Rusia lo hacen de otro modo...»

Descubrí, con gran sorpresa, que en las calles de Londres había chicas más guapas —y, por supuesto, más elegantes— que en las de Moscú, y pensando en Moscú, me sentía impulsado a intentar conquistas. Pero en el último momento desistía. En Bond Street habría sido inútil decir: «Discúlpeme, señorita. ¿Puedo hacerle perder un momento?—» Tantas cosas elementales parecían más fáciles en el país de las penurias.

Y había algo más importante. La fascinación que todos sentían por el mundo de los enigmas y el misterio reforzaba mi impresión de que los otros países y temas eran ajenos a las verdades íntimas de la vida. Incluso la conversación sobre Vietnam parecía abstracta cuando se la comparaba con la tristeza y la evasión magnéticas de las calles y los pisos de Moscú. La intensificación de las sensaciones, la confusión de emociones. Trataba de identificar al autor de la cita que reverberaba en mis oídos: «Oh, Rusia, qué desdichada eres, qué llena estás de luchas y dolor absurdos. ¡Y cuánto te amo!» ¿Pushkin? ¿Gogol?

También tenía la impresión de que Rusia me debía algo. Esta sensación no me abandonaba nunca, pero como no podía definir con exactitud qué era lo que me debía, empecé a pensar que lo mejor sería que me pagara en metálico. Durante varias semanas examiné diversos planes para ganar ese dinero, planes que, escarneciendo al caído Nikita, han sido catalogados como «descabellados».5 ¿Escribir una crónica sobre los placeres de las chicas rusas? ¿Comunicar a los diarios de Fleet Street que conozco secretos acerca de Raia Brezhneva, la «picante» hija del mandamás? De una manera u otra, tenía que obtener un beneficio pecuniario de mi conocimiento íntimo del país.

Después de pasar tres días en un hotel de Marble Arch, me trasladé a una pensión donde daban cama y desayuno en la zona menos recomendable de Westbourne Grove. Del otro lado de las paredes de cartón prensado, mis vecinos eran multitudes de griegos, hindúes y paquistaníes, más indigentes que yo y ansiosos por conseguir permisos de trabajo para mantener a sus críos vociferantes. Sobre el pórtico descascarado, un cartel anunciaba que esa antigua mansión de estilo Regencia era un hotel. El corredor olía a humedad rancia y a curry cocinado en hornillos portátiles, y ostentaba una alfombra pisoteada por pies descalzos que enfilaban hacia el retrete. Mis sábanas estaban pegajosas incluso en los días soleados. El Londres trashumante. La casera afirmaba que era el verano más lluvioso desde la guerra.

Podría haberme instalado en un lugar mejor si no hubiera sido por mi percance. Mi situación era tan menesterosa que mi cena consistía en dos porciones de habas sobre pan tostado ingeridas en un café de tránsito («kaf») situado detrás de la estación de Paddington. Después de abandonar Moscú, literalmente, con la ropa que llevaba puesta —había distribuido entre mis amigos todas las camisas, corbatas, suéters y camisetas, todo menos mi viejo abrigo— me encaminé hacia Oxford Street para aprovisionarme de pullovers. Mi americana descansó durante siete segundos sobre un mostrador, mientras me probaba un jersey de cuello de cisne. La detective de la tienda, una dama que parecía extraída de un filme de Alec Guinness, explicó que las liquidaciones de julio eran la Meca de los rateros, pero que mi pasaporte no serviría para nada y probablemente me lo devolverían. En la cartera llevaba mi fortuna para ese verano. A partir de entonces me vi en la necesidad de estirar los billetes que me habían quedado en el bolsillo del pantalón.

En cierto sentido, me sentí liberado por ese robo. Me liberó de las urgentes misiones encomendadas por uno de cada dos rusos que se habían enterado de que yo iba ir al extranjero.

—¿Irás a Londres?

—Así es. ;

—Ayúdanos, por favor, por favor. Necesitamos un medicamento.

—¿Qué medicamento? ¿Dónde se fabrica?

—No lo sé con exactitud. En Japón, en Francia... en algún país de Occidente.

—¿Para qué sirve, entonces? ¿Cómo se llama la enfermedad?

—No estoy seguro. Pero debes encontrarlo. Si no me lo traes, morirá mi hermana.

Estar en la ruina también tenía otras ventajas. Recorrí a pie las calles de Londres, desde Hampstead hasta las dársenas de East End, descargando mis nervios con el movimiento perpetuo de la caminata. En los pubs, las salchichas cuestan casi tan poco como los tomates en las ferias callejeras. Me cansaba, podía dormir. Pero lo más satisfactorio era la concordancia entre mi situación financiera y mi posición en la vida. Orwell tenía una respuesta para los comunistas de salón que decían a los trabajadores que tanto valía media hogaza de pan como ninguna: quienes así hablaban desconocían totalmente a la clase obrera. Por otro lado, como también lo sabía Orwell, a peces era gratificante no tener nada que perder. Saboreaba la libertad del vagabundo. En Petticoat Lane pagué una libra por un paraguas para resguardarme de la lluvia. Se convirtió en mi bastón y mi amigo.

Ya aparecería una solución; no podía ser de otra manera. Y apareció: la Betty Vogl de Joe Sourian. Al principio de ese mismo verano, ella había visitado a Joe en Cincinnati. Le telefoneó desde su cuarto de hotel y le preguntó si había visto El graduado. Después viajó a Londres en una gira de dos semanas organizada por la BOAC. Joe me lo comunicó por carta —en papel con membrete de la Universidad de Cincinnati, donde ya era profesor adjunto— por si quería disfrutar del placer de la compañía de Betty. En esa oportunidad (como estaba aprendiendo a decir), tomé un baño en su cuarto y cené en la cafetería del hotel. Pero, al compararme con Joe, me encontró flaco e indiferente... aunque esto último, desde luego, era el reflejo de la impresión que ella me causaba a mí. Prefería deambular.

Se presentaría otra solución. Por suerte ya no era dueño de mi destino. ¡Qué catarsis la del semivagabundeo, qué aspirina para la tensión del yo! Además —poco importa la contradicción— tenía un plan fabuloso. Siempre había estado convencido de que Rusia me haría rico.

Mi producto-milagroso era Domingo, una novela desconocida de Tolstoi que había exhumado en Moscú, que una ex amante había recomendado y que yo había leído de una sentada mientras Aliosha estaba de viaje por necesidades profesionales. Si bien no estaba a la altura de Ana Karenina o La guerra y la paz, ciertamente era una obra profunda (por lo cual me sentía bastante orgulloso de haber podido leerla sin ayuda).

¿Pero qué importaba mi opinión acerca de un nuevo best-seller de Lev Nikolaevich Tolstoi? Porque hacía apenas una semana que me hallaba en Londres cuando descubrí que nunca había sido traducido. ¡Una obra maestra de Tolstoi y nadie conocía siquiera su existencia! Eso ratificaba mi teoría de que Occidente ignoraba a Rusia, pero ni siquiera yo habría soñado que la atmósfera de terra incognita se extendía también a la literatura clásica. Había tenido que intervenir un sujeto de agallas como yo, que vivía al estilo nativo, para desenterrar un tesoro cultural tan importante como las reliquias de Tutankamón que enloquecían al Museo Británico... y probablemente más valioso desde el punto de vista monetario. Porque, desde luego, los derechos de autor habían expirado. Lo traduciría deprisa para asegurar mis derechos, después puliría el trabajo... y ganaría una fortuna alucinante.

La vida es imprevisible. Veintiuna horas después de que me hubieron robado la cartera, comprendí por primera vez qué era lo que tenía entre manos. Un accidente te abruma; el siguiente te salva. Un parroquiano de un pub de Russell Square, que para mí efímero bochorno demostró saber mucho más que yo sobre literatura rusa, nunca había oído hablar de Domingo. Ahí terminaba su arrogante erudición. Investigué en Foyles y en la Escuela Eslava. Allí figuraban todos los clásicos, desde Infancia hasta la Sonata a Kreutzer, pero el mío era como si nunca hubiera existido.

El secreto me sonaba como la invocación de Solyenitsin a los cuatro acordes de Beethoven. ¡Colosalmente rico y famoso de un día para otro! Especialistas para curar a Aliosha, una convalecencia en la suntuosa Riga. Todo presidido por mi sagaz comprensión de que no estaba ante un ciego golpe de suerte, sino ante la ley natural de las compensaciones justas. Si me hubiera consagrado esmeradamente al trabajo y a mi carrera, en Moscú, en lugar de perder todo el año, habría perdido esa excelsa oportunidad...

Para grabarme el sabor de la pobreza, esperé un día más antes de visitar al editor. También tenía que planificar la táctica: ¿ofrecería los derechos mundiales, globalmente, o los vendería por separado en cada país? Probablemente, la mejor manera de expresar mi discreta generosidad consistiría en crear un fondo para cualesquiera Tolstoi que siguieran vivos. Entonces llegó la hora de actuar. El mayor boom editorial desde los tiempos de la Depresión estaba a mi alcance.

Así fue como se lo planteé, precisamente, al asistente de editor con quien finalmente conseguí entrevistarme en un subsuelo de Bloomsbury. Pensé que un enfoque enérgico reduciría al mínimo el tiempo perdido y le induciría a conducirme cuanto antes al despacho de su jefe. Sus dedos de aristocrático graduado en Eton que asomaban de una manga a rayas y que se estiraron para coger un diccionario ruso situado a mis espaldas fueron los encargados de pinchar la burbuja de mi fantasía. El título que le había dado era correcto. Pero como me explicó, regañándome con el índice en alto, «voskrensenie» se traduce no sólo como «domingo» sino también como «resurrección». Mientras él iba a buscar las copas de jerez, me escabullí escaleras arriba.

Fuera me esperaba la garúa, y no ensayé un retorno sigiloso para rescatar el paraguas olvidado. El penoso episodio también me mostró con más claridad que nunca que debía marchar en la dirección opuesta, en sentido contrario a las riquezas y de regreso a Rusia. Para revivir necesitaba las aventuras y el sentimiento de lucha que sólo podría hallar en Moscú. Volvería y reconquistaría a Anastasia, a quien, en la afable extranjería de Londres, adoraba cada vez más como imagen de mi futura esposa. Y tenía que cumplir una misión. El joven internista amigo de Aliosha me había dado una lista de medicamentos, incluido uno suizo, experimental, que tal vez podrían salvarle la vida.

Otro presagio fue la rapidez con que el comité de becas aceptó patrocinarme para un tercer semestre, Deberían haberme cortado la subvención, pero una carta de diez páginas en la que aducía que precisamente antes de partir, en julio, había logrado acceso a los archivos del soviet de la ciudad, y en la que ensalzaba la administración del programa de intercambio estudiantil —en párrafos que ellos podrían citar para obtener nuevos fondos de Ford— obró el milagro. El presidente del comité de becas publicaba cada tres meses una apología de la literatura del samizdat en The New York Times Magazine, y yo mencionaba de pasada la gran ayuda que me había prestado su (inútil) perspicacia socio— política. El comité declaró que confiaba en mi juicio si yo creía importante regresar, y se limitó a hacer algunas observaciones nerviosas acerca de mi curriculum académico hasta entonces.

La parte soviética fue menos complaciente. A diferencia de los estudiantes que se disponían a partir de los Estados Unidos, que dejaban la coordinación y la solución de sus trámites por cuenta del comité, yo debía obtener mi propio visado. El embrollo se agravó en el consulado soviético, bajo la mirada del Lenin enmarcado en oro. Los consejeros Kuznetsov, Kutuzov y Rasskazov, los tres mosqueteros de la sala de espera para la concesión de los visados turísticos, plagada de propaganda, no podían entender la desmesura —¿o la desfachatez?— de mi petición. Oh no... ellos no se dejaban engañar tan fácilmente. Si yo pretendía realmente lo que decía pretender, ¿cómo explicaba la presencia en Londres de un estudiante del programa de intercambio norteamericano? ¿De modo que ellos debían cablegrafiar a su embajada en Washington para verificar mi historia? Jo, jo, ¿y a continuación sugeriría que me enviaran a la luna?

No, señor, sus cables los remitían a Moscú, gracias. Ellos conocían muy bien su cometido. Un presunto «estudiante norteamericano» no podía estar en el extranjero sin que su gobierno lo supiera y consintiera; en consecuencia, ¿por qué no era el organismo correspondiente de Washington el que trataba de resolver mis problemas? Y si yo quería que alguien consultara la correspondencia acerca de mi persona intercambiada entre un sedicente Comité de Becas norteamericano y la Comisión Estatal Soviética para la Educación Superior Especial, ¿por qué acudía a ellos con mi extraña petición? ¿Acaso no sabía en qué edificio me ‘encontraba? Y que éste cerraba a la una, hora en que todos los visitantes debían estar fuera.

El funcionamiento del consulado soviético refrescó todos mis recuerdos. Mejor que las oficinas soviéticas porque estaba equipado para engañar a los extranjeros, pero con idéntica hostilidad para con los peticionantes; las mismas manifestaciones de resentimiento, desconfianza e insolencia para con el público al que teóricamente debía servir. ¿A qué categoría pertenece este fastidioso extranjero? ¿Rata? ¿Fisgón? ¿Espía? ¿Tendremos que gastar dinero en él? (Las copias Xerox son endemoniadamente caras en Moscú: recientemente censuraron a un viceministro de Comercio por haber empleado una hoja de más para la demostración de una nueva máquina, derrochando así nueve décimas partes de un céntimo de moneda fuerte.) El telefonista —¡en pleno Londres!— me contestó con un colérico «da» (adivinen donde lo habían educado) y casi no sabía inglés. Fuera como fuere, Kuznetsov no estaba en su escritorio, Kutuzov había salido y nunca había oído hablar de Rasskazov. Sería mejor que volviera a llamar por la tarde (cuando el consulado no atendía al público).

Al día siguiente, Kuznetsov había salido, Rasskazov no estaba en su escritorio y nadie sabía dónde se encontraba Kutuzov. Cogí un autobús...y me fui a Hackney, en busca de un nuevo lugar para mis caminatas.

A mediados de agosto, el sol brillaba casi todas las mañanas, y un cheque del comité, para mis gastos, me permitió elevar la categoría de mis comidas y llevar a mi cuarto él curry comprado en una tienda de Queensway. Un farmacéutico del Sobo, el decimoséptimo a quien se lo imploré, me vendió, sin receta, una docena de tubos de un ungüento llamado «5 Fluorouracil». Estaba destinado a aliviar las quemaduras que los rayos X producían en las nalgas de Aliosha. Pero no consiguió el medicamento suizo, y un facultativo de la Fulhan Cancer Clinic me dijo, después de escuchar la traducción del diagnóstico de Aliosha, que no podía prescribir tratamiento para una persona que no era su paciente. Además, la posición en sí misma podía ser letal. Llegó a la conclusión de que en ese momento lo más humanitario que podía hacer era ayudar a que mi amigo ruso se preparase para la muerte. Era un aristócrata inglés de mierda e hizo el comentario de que Nixon debería haber arrasado Haifong.

Al día siguiente invadí la embajada, además del consulado. (Cada vez era más difícil ponerse en contacto telefónico. Cuando los operadores de la centralita oían los «blips» típicos de las llamadas hechas desde una cabina pública, cortaban la comunicación antes de que yo tuviera tiempo de introducir mis dos peniques.) Kuznetsov y Kutuzov estaban de vacaciones en Moscú... lo cual ya ni siquiera era remotamente cómico. Una voz tan potente como la mía dijo que no tenían información acerca de mi caso y que no me quedaba más remedio que esperar. Sin embargo, le parecía «improbable* que a un consulado cuya misión consistía en manejar los negocios soviéticos en el Reino Unido lo facultaran para conceder un visado de estudiante a un norteamericano. ¿Por qué no volaba a mi patria? Acostumbrado a resolver problemas mediante procesos «lógicos», Moscú aprobaría ese trámite «más directo».

Me senté entre las institutrices de Hyde Park, oscilando entre la furia y el temblor. La estupidez burocrática —no podía darme el lujo de suponer que se trataba de algo más— constituía ahora un agravio personal: Rusia no pagaba la deuda que había contraído conmigo. Al cabo de otra semana tendría que pedir dinero prestado y volar realmente a Washington. Aliosha necesitaba los medicamentos, y yo necesitaba estar con él. Habíamos urdido un plan para encontrarnos en Bucarest, si a mí me resultaba imposible regresar: Aliosha conseguiría que los médicos avalaran su solicitud de una autorización especial para viajar al extranjero, arguyendo que estaba gravemente enfermo. Pero sus amigos médicos más antiguos, los mismos que habían firmado miles de certificados para que sus amiguitas pudieran faltar al trabajo, se encogieron tristemente de hombros. A ellos les resultaría tan fácil conseguirle un visado como a Pravda obtener la libertad de los negros de Scottsboro, falsamente acusados de haber violado a una mujer blanca. No podría viajar a ninguna parte. El hecho de que ahora todo dependiese de mí simbolizaba el desplazamiento antinatural que se había registrado en el equilibrio de nuestra relación. Yo debía encontrar fuerzas que pudieran compensar la declinación de las suyas.

En el momento más crítico, reconocí su escritura en un sobre que vi desde lo alto de la escalera del hotel. «Llegaron noticias de un país extranjero como si allí descansaran mi tesoro y mi fortuna». Mientras pugnaba con el cierre engomado, temí lo peor y esperé un milagro.

«¡Hola, muchacho! El cielo estival es azul y la cosecha de rábano se agolpa en nuestros mercados. Acepta nuestras felicitaciones por el advenimiento del Día de los 'Trabajadores de Máquinas Herramientas. Sé que puedo estar seguro de que continuar ras conmemorando nuestras fiestas patrióticas. Por nuestra parte, preparamos una celebración acorde...»

Tal vez el censor interpretaría literalmente el texto, no obstante su tono cursi, y pasaría por alto el resto. Pero me brotaban las lágrimas porque estas primeras noticias suyas que recibía desde el día de mi partida demostraban que por lo menos una parte de él seguía indemne.

Ese año el Día de los Trabajadores de Máquinas Herramientas se festejaba el 29 de septiembre, agregaba. Me lo advertía con anticipación porque toda mi correspondencia dirigida a él, y que yo había despachado a lo largo de julio y agosto, le había llegado junta, la semana anterior. «Sin duda los camaradas ingleses están nuevamente en huelga. No tengo derecho a entrometerme, ¿pero acaso se puede pretender que los trabajadores explotados presten un servicio eficiente?»

Objetaba dos de mis tarjetas postales —la reina Isabel vestida con todas sus galas, y un desnudo de Modigliani— que obviamente le habían complacido, y las cotejaba críticamente con la que él me remitía de la famosa estatua del Obrero y la Campesina, que, so pretexto de la admiración por la Amazona que empuñaba la hoz, le permitía notificarme el talle de suéter de una nueva amiga enamorada de las ropas. Luego seguía la hilarante descripción de una visita a la Exposición de Realizaciones Económicas, cuyo verdadero mensaje consistía en una reseña de su cacería de iconos por el monasterio Zagorsk, donde un sacerdote mojigato había discutido encubiertamente los precios, más o menos como Aliosha lo hacía ahora. Colocados en situación parecida a la de un fontanero que dialoga con un naturalista, no podían estar seguros de entenderse recíprocamente, y el sacerdote se plantó antes de vender.

«Oh, sí, los vándalos robaron la última franja cromada que le quedaba al Volga, en el aparcamientos que el monasterio reserva para los turistas occidentales. Pero esto no es tan trágico como alguien podría pensar, porque la desaparición de la ornamentación no menoscaba en absoluto las cualidades mecánicas del coche.»

Ahora el coche disfrutaba de unos pocos días de descanso, los mismos que él estaba pasando en una clínica —una clínica excelente, administrada por el Instituto Central para Especialización Médica Avanzada— donde evaluarían los resultados de la primera serie de tratamientos con rayos X. (¿La primera serie? Me estremecí al entender lo que esto implicaba.) Los primeros análisis ya estaban casi concluidos, y justificaban la esperanza de que pudiera disfrutar de otras décadas de trabajo honesto. «Al fin y al cabo, me faltan siglos para jubilarme». Si pedía nuevamente el «5 Eluorouracil», ello era sobre todo porque sus médicos estaban ansiosos por experimentarlo. La carta la escribía desde su lecho de la clínica, donde le habían visitado una docena de samaritanas... incluida Anastasia. La comida era buena. Lo único que fastidiaba al cocinero aficionado era la regularidad de las tres comidas diarias, servidas por personas bienintencionadas pero ajenas. Y puesto que tocaba el tema, ¿qué comía yo, pobre de mí, ahora que el gobierno soviético había comprado treinta millones de toneladas de cereales para salvar a los agricultores occidentales de la bancarrota?

Sólo un párrafo dejaba traslucir el hondo pesimismo que aún le embargaba. «No puedo perdonarme aquél arranque —escribía—. En esos primeros días sentí que necesitaba compartir mi angustia y por ello te llené de pena. Semejante actitud me parece más necia que nunca, ahora que estoy constantemente de buen ánimo (lo cual no debe confundirse con la fortaleza de ánimo que, con un extraño toque de oscurantismo en nuestras clínicas por lo demás progresistas, nuestra jefa de enfermeras considera perjudicial para la recuperación). Confío en un futuro de salud litoide (callosa), y puesto que de todos modos no puedo llegar hasta tu hombro sin la ayuda de una silla, prometo no volver a dejar mis babas sobre tu pecho. El desaliento es enemigo del pueblo.»

El autorreproche era superfino. Después de la noche de borrachera en que tuve conocimiento de su enfermedad, nos despertamos a mediodía. Durante ese día y él siguiente lloró ocasionalmente, reiterando que esa forma de cáncer no respondía al tratamiento médico, y que éste implicaría un autoengaño. Su proceso mental de preparación para el entierro, dijo, ya habla empezado. ¡Qué cambios se producen en la vida! ¡Cuánto amaba su existencia vacía! Pero esos pocos días fueron los únicos en que se convirtió en una «carga imperdonable» para mí, y ya se había excusado vehementemente por ellos antes de que yo partiera. A partir de ese momento volvió a controlarse, afirmando que su optimismo era «incorruptible», y esta nueva referencia a la primera crisis no podía augurar nada bueno.

La carta concluía con un brindis por mi «suerte, amor, dicha, riqueza, salud; escoge el orden que más te plazca, agrega lo que haya olvidado», y estaba firmada «Tu viejo amigo y honrado colega». Pero «honrado» también podía significar «confiable», tal como lo aplicábamos siempre di fiel Volga, y está era una promesa de que seguiríamos marchando eternamente, a pesar de los pequeños contratiempos. Y al ridiculizar la acepción soviética de «colega» con su falsa connotación de funcionario virtuoso que trabajaba por El Pueblo, evocaba una docena de imágenes de nuestras actividades clandestinas conjuntas. Era uña disquisición satírica para un auditorio unipersonal. Y aunque no contenía ninguna referencia directa a mi retorno —antes de que yo partiera, Aliosha no se cansó de repetir que debía progresar en la vida y que no debía poner a prueba mi suerte al regresar— cada una de las cuatro páginas de escritura apretada era una impetración arrojada al mar en una botella.

La posdata estaba escrita con oirá estilográfica. «Té envío grandes abrazos y besos. (Mi enfermedad no es contagiosa.) Es maravilloso disponer nuevamente dé tiempo para la lectura. ¿Puedes sugerirme algún libró instructivo? Casualmente, aquí Sé pone de moda pasar las noches, ya sea leyendo o realizando alguna otra actividad útil, a la luz dé la vela y no con la ayuda dé vulgares lamparillas. De modo que si tus cortes de energía té dejan circunstancialmente sin electricidad, podrás recurrir a fuentes dé luz más en boga. Cuando tú digas, podré enviarte algunas velas. Y resígnate a estas cartas largas y tediosas. Con saludos clínicos, Alexei.»

El semestre para los estudiantes del programa de intercambio comenzaría el 8 de septiembre... Jornada de los Tanguistas según el «Calendario Leninista» que se exhibía en la embajada soviética. Fui inmediatamente al consulado, seguro de que si fracasaba ese día, 6 de septiembre, perdería el comienzo del curso, claro indicio de que no tenían intención de dejarme volver. Un individuo que probablemente era el Monsieur de Tréville de los Mosqueteros echó una mirada a mi expediente, cubrió el micrófono del teléfono interno para formular una pregunta, y deslizó un visado en las páginas de mi pasaporte, todo ello en el lapso de dos minutos. Era bastante obvio que la autorización descansaba en su escritorio desde hacía varias semanas, a la espera de ese toque final cuyo sentido se me escapaba.

—¿Irá a nuestra capital para estudiar —no entendí bien si la idea en sí misma, o mi pretensión en ese contexto, era disparatada—. Comunique al Comité del Estado el momento exacto de su llegada. Buena suerte.

El magnetismo de la Madre Rusia me llevó a Heathrow con varias horas de anticipación, y también embotó mis sentidos con una mezcla de aprensión y alivio. Un grupo de turistas soviéticos —caras tan chatas como los zapatos, trajes que chillaban «siviético» a pesar de que habían sido expresamente comprados para la «Gira por Occidente»— se apiñaban en el vestíbulo en torno de su guía. Años atrás, acostumbraba a acercarme a esos corrillos para probar mi dominio del ruso, pero la forma patética en que me rehuían me enseñó a desistir. Miedo de verse comprometidos, de que los confidentes los delataran, recelo al mundo exterior por sí mismo... ¿Qué era lo que me empujaba hacia el país que producía todo esto?

(Una mañana, en la embajada, vi al gallito Alek, el amigo de Anastasia, que integraba una delegación de estudiantes de medicina. Cuando se dio vuelta y me vio, su mirada siguió siendo tan inexpresiva que por un momento pensé que me había equivocado. Me di cuenta de lo que sucedía y fingí no reconocerlo, pero escudriñé desesperadamente a los otros por si Anastasia también había venido. Luego recordé que su relación conmigo era motivo suficiente para excluirla de cualquier delegación oficial enviada al exterior.)

«Air India, vuelo 506, Hueva Delhi vía Moscú.» «¿Es vegetariano, señor...?» «Serviremos bebidas, ¿tolera usted el alcohol?» No importaba, seguramente el piloto se había adiestrado en Gran Bretaña, y partimos puntualmente. Los rajas hindúes viajaban en primera clase, en tanto los funcionarios soviéticos y los turistas occidentales se hacinaban en los asientos de clase turista, como victimas igualmente humildes del escarnio del Tercer Mundo.

El Boeing volaba a una altura pasmosa. El sol de la tarde se ocultó en algún lugar de Europa septentrional mientras enfilábamos velozmente hacia el Este, alejándonos de la fuente de calor y de luz. Como si aún conociera su rumbo —a esa altura gloriosa, hacia el Espíritu Santo del Ártico— la cabina se enfrió. Las azafatas vestidas con saris servían jugo de mango pero la sensación de dejación terrestre aumentaba a medida que nos internábamos en la penumbra de las nuevas zonas horarias. Zambulléndonos entre las nubes para descender en Moscú, sobrevolamos kilómetro tras kilómetro de marismas rusas y bosques deshabitaos. Sentí deseos de estirar la mano y acariciar el continente de la congoja perdurable.

Nos posamos en el aeropuerto internacional Sheremetievo, correteamos, nos detuvimos cerca de la terminal... y nadie se ocupó de nosotros. Cuatro horas antes, Heathrow había sido una mezcla de tiendas Woolworth y Feria Mundial, bullicioso, palpitante, poblado de mercancías refulgentes y de pasajeros apresurados que corrían hacia un Hit Parade de vuelos. Ahora, el nuestro era el único avión detenido en la zona de desembarco, y la desidia, la pachorra, vibraban en el aire. Un flaco letrero de neón que proclamaba MOSCÚ se esforzaba por permanecer encendido. El personal que transportaba la rampa para pasajeros no tenía prisa. Tres trabajadores calzados con pesadas botas hurgaban en busca de fósforos. Les leí los labios.

—Nu, Fedia, vamos.

—Ten paciencia, muchacho. Voy a terminar mi cigarrillo.

—Me dijeron que en éste viaja un personaje.

—Se aguantará. Le hará bien.

Un inmenso cuervo se posó sobre la torre de radar. El lodo, las agujas de abeto, la lluvia de otoño y los fusiles ametralladores saludaron a los recién llegados. Y los obreros se embelesaban con el milagro del crio arropado de un colega. A través de las junturas herméticas del avión se filtraba en la cabina el olor de Rusia: una mezcla aceitosa, polvorienta, de gases de motores Diesel, eneldo, brea, lana impregnada de sudor, savia de abedul, desinfectante de letrinas y tabaco de los Balcanes... Un guía encolerizado de Intourist vituperaba al conductor de nuestro autobús. Nada había cambiado. La fiebre que me producía el estar perdido en la desolación se apoderó de mí, y al mismo tiempo tomé conciencia de los espíritus que vagan por la masa terrestre como vientos de la pradera, suspirando acerca de la inutilidad e importancia de la existencia.

Finalmente, se abrió la escotilla para dejar paso a una ráfaga de aire tónico acompañada por un oficial del ejército, armado, que vestía el capote hasta los tobillos del uniforme invernal completo. Ingresó en la cabina dando grandes zancadas, y completó el escrutinio general con un «¡Pasa-portes!», cuya Acritud sorprendió a los pasajeros que oían hablar por primera vez a un ruso en territorio local. En tanto los soldados se apostaban entre la rampa y el autobús, un caballero diminuto en tránsito hacia Nueva Delhi trató de tomar contacto.

—Parece que aquí ya ha llegado el invierno. Es asombroso.

El oficial no dio muestras de haberle oído, y cogió el pasaporte del hindú como si fuera un vaso de gaseosa servido por una máquina automática.

—¿El invierno? ¿Tan pronto? Pero vosotros podéis resistirlo. Sois un pueblo vigoroso.

Los ojos del robot apuntaron hacia abajo, se clavaron en el hindú y lo estudiaron en silencio. (¿Dónde estará Kemal?, me pregunté. Fuera de la Universidad, rechazado por las facultades norteamericanas. Nunca volveré a verle.) Replegándose, el caballero le susurró a su esposa: «¡Vaya bienvenida a este país!» Pero de un autocar próximo al avión salió una bandada de azafatas de Aeroflot para entrelazar sus brazos, estrujar cinturas, besar mejillas.

—Do svidania, muñeca, envíame una tarjeta postal.

—No olvides el suéter, Sveta.

—Galka, llama a Kolia de mi parte. Olvidé despedirme.

Abrazadas antes de la separación, las muchachas exhibían con la mayor naturalidad la otra cara de la moneda, en lo que concernía a las relaciones personales dentro del país.

No me había equivocado: esa era la patria de los sujetos paradigmáticos. El soldado rústico del mostrador de pasaportes que leía cuatro veces cada visado, lentamente, desde la primera hasta la última letra. Y cuando reapareció nuestro equipaje extraviado, la vista de aduanas con aire de camarera de taberna que revisó hasta la última hoja de material impreso, y que confiscó mi Time porque mostraba la foto de una estrellita con un nuevo peinado llamado «Romanov», pero que dejó pasar benévolamente las dos docenas de pantys que traía para regalar.

—Aceptaré su palabra de que el contrabando de ropas no oculta una bomba atómica —comentó, mientras volvía a adoptar su expresión huraña para intimidar al próximo sospechoso.

El taxista rezongó porque habían cerrado su cervecería local para construir un teatro. Yo limpié la ventanilla y miré las calles.

Contra lo que pensaba el empresario de Nueva Delhi, faltaba un mes largo para que empezara el invierno, pero en tanto que Hyde Park conservaba su color esmeralda, allí el otoño había desangrado las hojas. Había olvidado cuán débil era la iluminación callejera, y también las palpitaciones carnavalescas del crepúsculo temprano. ¿Cómo era posible que este Moscú siguiera tan pobre, sin una sola tienda comparable a un puesto del mercado de Aldwich? Mas lo que yo amaba era precisamente esa opacidad... porque ahogaba la más leve pretensión de que yo mismo me convirtiera en una luz fulgurante. La escena rusa, desaliñada como un hogar auténtico, deprimía a los otros occidentales, pero yo me alegraba de sentirme aceptado en el seno de su humildad. Incluso el millón de consignas que me gustaba escarnecer —y que ahora exhortaban a realizar un adecuado aporte de trabajo en aras del Vigesimocuarto Congreso de Nuestro Venerado Partido Comunista— me daban la bienvenida.

El chófer esperó en el portón de la Universidad mientras yo dejaba mi equipaje. Me abrí paso en forma decidida sin iniciar el trámite de solicitar documentos y sin presentarme a mi nuevo compañero de cuarto. Aliosha —que no sabía que había obtenido el visado, y menos aún que había llegado— era la razón de este viaje. Los edificios que bordeaban la ruta hacia su casa me resultaban totalmente extraños y rotundamente familiares, como si la gente me estuviera preparando el té detrás de sus fachadas de falso granito. La casa de Aliosha estaba nuevamente en reparación. Sorteé las tablas de los andamios desparramadas en el atajo qué conducía a su amado e íntimo patio. Arriba, su puerta estaba entreabierta. El presagio me acobardó. ¿Hasta qué extremo había llegado, él que tanto cuidaba a sus chicas y sus tramoyas, para olvidarse de cerrar con llave? Temiendo pulsar el timbre, entré de puntillas.

En la sala de estar, una mujer madura miraba hacia arriba, elevando dificultosamente los ojos al cielo, para lo cual debía vencer el contrapeso del fastidio y la compasión. Antes de atinar a seguir la dirección eh qué estaban enfocados, sentí qué sé apoderaba de mí el pánico —a la décima potencia— que experimentaba cuando subía al escenario para leer mis poemas ante un auditorio formado por padres de alumnos. Seguramente la mujer era la tía que había ayudado a criar a Aliosha. Yo no quería saber por qué estaba allí, qué le había sucedido a Aliosha.

Pero mis temores eran infundados. ¡Estaba vivo e íntegro! Con él rostro mucho más macilento, pero tan esbelto como cuándo habíamos cruzado un arroyo desbordado en el último mes de abril, conservando el equilibrio sobre las piedras húmedas. Ahora eran sus diccionarios los que oscilaban apilados sobre la silla de la cocina. Apoyaba las puntas de los pies sobre el de arriba, mientras hurgaba entre el montón de ropa vieja apelotonada en el estante superior del armario. Apenas reconocí a la tía, intuí que se estaba preparando para internarse en el hospital. Me acerqué a él desde atrás.

—¿A cuánto vendes los calzoncillos y las camisetas, amigo?

Lo dije en voz baja, pero por un momento me pregunté si querría oírme y oír mis bromas.

—Soy yo, Aliosha. Conseguí el visado.

Giró sobre los talones, con un puñado de corbatas de los años 50 colgando de sus dedos como spaghettis. Algo se desequilibró fugazmente y estuvo a punto de derribar la silla. La vieja lanzó un chillido de terror.

—Amigo mío —exclamó, empleando la palabra vigorosa drug, como en su carta—. Hermanito, te dije que no vinieras.

Le cogí por debajo de las axilas, como mi tío al que yo más quería lo hacía conmigo cuando yo trepaba sobre su empalizada y luego no podía bajar. (Ese tío murió ahogado.) El cuerpo de Aliosha estaba mucho más delgado, pero yo sabía que perdía peso todos los veranos.

—Abraza a este viejo —dijo, con ligero tono de mando, como si no se diera cuenta de que eso era precisamente lo que estaba haciendo.

Lucía un jersey Lacoste, de cuello de cisne, y pensé en todo lo que significaba el hecho de estar estrujando una de mis prendas, en lo mucho que habían cambiado las cosas desde que la compré en Bloomingdale’s, y hasta qué punto yo no había sospechado ese cambio cuando la adquirí. Me besó en la quijada. Su olor tenía un nuevo componente: el cáncer., reflexioné, con un ligero sobresalto. Pero quizá sólo se trataba del medicamento.

Finalmente, me alejó hasta donde llegaba su brazo.

—Has perdido cinco kilos, huerfanito. ¿Cuándo ingeriste por última vez una comida caliente?

Maniobró en la cocina y yo exhibí los regalos que le traía, como si pretendiera demostrar que el biftec frito en la sartén para mí y los Levis para él tenían él mismo significado de antes. Como una mujer qué ha asistido a demasiados funerales en la familia, la tía se limitó a anunciar que la semana próxima debería ir a cuidar a una hermanastra inválida, en Rostov.

Yo estaba relatando el episodio de «Domingo» para encauzar la conversación hacia las preguntas importantes sobre su estado, cuando una gran perra caniche blanca irrumpió por la puerta abierta, con tanto ímpetu que casi lo derribó. A modo de presentación, Aliosha inició un discurso sobre el viejo refrán ruso que dice que la cola del perro siempre permanece en el mismo lugar por muchas vueltas que le des al cuerpo. Era la historia de siempre, y venció todas las resistencias hasta hacerme reír. Si no hubiera estado prevenido, habría caído en la trampa. Observé que ponía demasiado énfasis en los temas caninos... y se mostró aliviado cuando sugerí que otro día visitáramos a Alia «Tamaño Gigante» número dos.

Загрузка...