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El día del Presidente

EL DÍA de la llegada de Nixon a Moscú amanece con el cielo cubierto por rechonchas nubes pintadas al pastel. El aire fragante como aliento de vaca me lame la piel a través de la ventana de la residencia, abierta de par en par. ¿Qué capital del mundo puede compararse con esta vasta aldea llamada Moscú cuando brilla el sol primaveral y el olor de la tierra os hace tan libres como Huck Finn? El polvo tardará horas en levantarse. El Kremlin es Disneylandia recortada contra un horizonte de color lavanda. En la residencia aún no se mueve nada, excepto los labios de Viktor para su ronquido rítmico y las pantuflas de Kemal que recorren de un extremo al otro la cocina comunitaria. Paso deprisa para no tener que rehusar el vaso de té, que me sirve al tiempo que implora consejo ahora que ha sido rechazado por el Massachusetts Institute of Technology y por una universidad de Illinois.

Me he levantado desusadamente temprano para sorprender a Yenia en esta última oportunidad, y para conseguir tal vez uno de sus dibujos «clandestinos». En esta ciudad, el rótulo de «arte clandestino» puede evocar más de una imagen equívoca. Algunos occidentales suponen que es necesariamente creativo y bueno... el corolario de su hipótesis de que la persecución convierte a los disidentes políticos en individuos honestos y virtuosos además de valientes. Los críticos no sentimentales, por el contrario, han visto tantos testimonios de esterilidad, pomposidad y autobombo vacío —débiles plagios de Chagall, experimentos superficiales con el Op Art— que sólo esperan encontrar, en los infectos estudios de los rebeldes, imitaciones exhibicionistas de las modas occidentales. Y afirman que nada más se puede esperar de una comunidad artística desgajada de sus raíces durante cuarenta años, atiborrada de mercantilismo realista socialista, que actualmente pinta exclusivamente para protectores occidentales del arte disidente, muchos de los cuales no saben distinguir, en un cuadro, la parte superior de la inferior. Cuando se sinceran ante los extranjeros, muchos intelectuales y artistas dejan flotar la convicción de que están en posesión de grandes talentos, que pasan inadvertidos sólo por culpa de la represión política. La triste verdad que se oculta detrás de esta reconfortante ilusión es otra: algunos de ellos merecen tanta compasión por esta falsa idea de sus propias dotes como por el hecho de haber sido relegados a las letrinas de la comunidad cultural.

Yenia el Gigante es una feliz excepción a esta regla. Su estudio, situado en un sótano, es tan infecto como los demás, una mazmorra de desechos y hedores. Pero su talento atrae incluso a algunos funcionarios del ministerio de Cultura, quienes le visitan —secretamente, desde luego— para contemplar sus obras más recientes: dibujos a lápiz y telas que están tan divorciados del realismo socialista como los poemas de Pasternak de los editoriales de Pravda. Los mejores son óleos de tronos cósmicos y de muchachas vestidas con trajes de época enmarcadas en playas lunares... siempre con colores enérgicamente menguados, atisbos de surrealismo erótico y omisiones desconcertantes que obligan al espectador a completar el cuadro. Nostálgico, ominoso, exasperante por sus percepciones y verdades inefables... el talante rara vez falla, porque no obstante su desaseo, su avaricia y su indiferencia al Arte —nada le importa menos que el Hermitage, para no hablar del Louvre— Yenia tiene un don singular.

Esta tarde partirá rumbo a Israel en el tren que hace escala en Viena. Es uno de los treinta mil privilegiados del año. Cuando yo llegué, la esperanza de semejante éxodo quedaba relegada a la categoría de lo irreal, pero Yenia obtuvo sus documentos con la décima parte de los problemas que aguardaba. Los casos difíciles a los que se había referido la prensa occidental aún languidecían en su limbo pavoroso, porque les prohibían no sólo partir sino también ganarse el sustento, y estaban condenados por puro espíritu de venganza a la mendicidad y la desesperación. («No te queremos aquí; te despojamos de tus empleos y pensiones. Pero tampoco te dejaremos salir, traicionera bazofia judía.») La relativa facilidad con que Yenia logró el visado reforzó su presunción de que estaba predestinado a triunfar.

El sionismo seguía sacándole de sus casillas. Se mostró grosero con los activistas del movimiento «dejad-salir-a-nuestro-pueblo» que aparecieron para felicitarle y formularle sugerencias apenas corrió la voz de que había presentado la solicitud. (Sin su activismo, claro está, nunca se le habría ocurrido la idea de que podía viajar al extranjero, y menos aún emigrar.) Despotricaba contra los comités sionistas norteamericanos que se arrogaban el derecho de hablar en nombre de sus tres millones de hermanos oprimidos, y alegaba que las tres cuartas partes de ellos no deseaban partir, incluidos los «bolches hijos de puta»: judíos miembros del Partido y del Gobierno, que ni Israel ni ningún país occidental debería recibir a menos que sus autoridades hubieran perdido la razón. Y la idea de establecerse en Israel le aterraba. Sencillamente sabía que Rusia estaba desahuciada y que se había hartado de ella. La única alternativa era Israel, donde planeaba quedarse muy poco tiempo antes de trasladarse a los Estados Unidos. El paso siguiente consistió en permitir que su hermana, profesora de gimnasia, le infundiera el valor necesario para solicitar el visado. Dio por supuesto que ella le acompañaría, para prepararle la cena y barrerle alguna vez el cuarto. No se molestó en comunicárselo a su madre, hasta más tarde.

Un día, le acompañé para echar un vistazo a la oficina donde se tramitaban las solicitudes, una dependencia del ministerio del Interior controlada por la KGB. En el despacho exterior, vimos el cuadro arquetípico de refugiados a merced de burócratas inalcanzables: a las 8,40 de la mañana había ciento cuarenta y ocho personas en la cola formada para ver a los funcionarios encerrados en cubículos. Un sargento desalmado que se hallaba detrás del mostrador de la recepción injuriaba a todos, pero preferentemente a las mujeres de sesenta años. Una de ellas —que deseaba visitar a su único pariente vivo, una sobrina que residía en Bélgica— tenía ochenta y cinco, y le temblaban tanto las manos que le pidió a Yenia que la ayudara a llenar la solicitud. «Lo he hecho cinco veces en otros tantos años —se excusó—. No recuerdo todos los lugares donde viví antes de 1905, de modo que siempre cito nombres distintos. ¿Eso me perjudicará?» Había campesinos de granjas colectivas vestidos con chaquetas acolchadas, de algodón; zorras pintarrajeadas, con botas de gamuza extranjeras, que pedían autorización para partir con sus flamantes esposos, estudiantes árabes; y ancianos que lucían sus medallas de la Brigada del Trabajo Comunista para aumentar su índice de posibilidades. Y el trato era democrático: al salir de las entrevistas, tanto los jóvenes como los viejos lloraban...

El estudio de Yenia, situado en un edificio de apartamentos próximo a la plaza Dobrininskaia, está dominado por una estatua de Lenin que podría servir como parodia de su género. Por la noche, el patio está en tinieblas para ahorrar electricidad, pero en lo alto de Vladimir Ilich una lamparita ilumina su calva para que la vean los transeúntes. Es un recordatorio cotidiano de aquello contra lo cual hay que rebelarse, y ha sido uno de los factores que más influyeron sobre Yenia para inducirle a buscar nuevas formas. Cuando él vuelve a casa, toca a menudo el zapato de El Líder, para agradecerle el «estímulo dialéctico» con que le ha impulsado hacia el arte genuino. Ahora paso junto al pedestal, bajo los peldaños rotos que conducen al refugio de Yenia, y golpeo la puerta. Se alegrará de verme en el día de la victoria, sobre todo porque le traigo algunas direcciones de Nueva York que me ha pedido.

Diez minutos más tarde, pienso que mis golpes podrían atraer una atención indeseada. Del otro lado de la puerta no llega ningún ruido.

Para matar el tiempo, camino hasta otro subsuelo cuya entrada es contigua al patio. Se trata de la «oficina de administración del edificio», una combinación de taller de reparaciones, centro de vigilancia ideológica y vía para comunicar movimientos sospechosos. Por supuesto, estoy acostumbrado a los misterios y desencuentros en Moscú, sin que ello me dé la experiencia que debería darme. El mismo Yenia ha descuidado más citas que las que ha

cumplido. Pero se supone que en este momento debería estar completamente absorbido por los preparativos para ese viaje que, cuanto menos, se podría calificar de importante. ¿Qué ha fallado? Por encima del hombro, inspecciono los automóviles aparcados fuera. Una de las hazañas de la KGB consiste en arrestar en el último momento a los judíos que se disponen a partir. Ninguno me parece sospechoso, peto un arsenal militar custodiado por guardias armados, que está en la vereda de enfrente, me induce a seguir la marcha.

La húmeda oficina de administración está tapizada con los habituales retratos de Lenin, mezclados con consignas que exhortan a trabajar más y mejor. Desde detrás del escritorio, una mujer de edad mediana que luce el sombrero de las asistentes sociales voluntarias, le suplica a un trabajador de mono mugriento que repare un retrete con historia, y que se recomponga y se ponga en condiciones para cumplir con su jornada. El individúo tiene los ojos legañosos y los carrillos fláccidos: está ebrio de vodka a las ocho de la mañana. Y no tiene ganas de recibir órdenes de Sombrerito. ¿Quién dice que los proletarios no disfrutan de verdadero poder en este país? La desconcertada dama se siente dichosa cuando la interrumpe una llamada telefónica.

—Hola, Mamachka, sí, es temprano pero estoy bien... «Al que madruga Dios le ayuda», como dicen.

Aparece tan desbordante de máximas sabias y buenas intenciones que parece imposible que la KGB haya arrestado a Yenia, a diez metros de allí.

Me encamino hacia el mercado aldeano de Dobrininskaia. Este barrio de la ciudad, que casi no se ha visto afectado por la reurbanización, tiene una atmósfera de villorrio. En un «snack bar» decrépito me desayuno con kasha y café grumoso. Después de escudriñarme, el hombre andrajoso que comparte el pequeño mostrador conmigo, me informa espontáneamente que pasó la década 1944-1954 en campos de concentración, y especialmente en el famoso complejo de Vorkuta. Le faltan los dedos de ambas manos —Vorkuta estaba por encima del Círculo Polar Ártico, me recuerda— y le resulta difícil tragar un buñuelo. ¿Puedo regalarle unos kopeks? Su crimen consistió en caer prisionero de los alemanes en. 1942, cuando su unidad quedo dispersada cerca de Rostov. Trabajó y pasó hambre hasta convertirse en un esqueleto viviente, y finalmente escapó y alcanzó sus propias líneas, donde enseguida le sentenciaron porque los ex prisioneros de guerra estaban catalogados como probables traidores. Es el primero que he conocido personalmente entre los centenares de ¿tiles que han recibido semejante trato, y no sospechaba hasta qué punto muchos de ellos aún se encuentran mal.

—Que sigas bien, hermano —dice, y aunque es un pordiosero consuetudinario, sus palabras no me suenan como un agradecimiento estereotipado por las monedas que le doy.

Encuentro una cabina telefónica en Buenas condiciones para llamar a Aliosha. Una de las dos chicas que están utilizándola mientras espero —apretujadas, aferrando sus carteras, riendo— lo visitó en una oportunidad en la Oficina de Consultas Jurídicas, pero no me reconoce. Cuando me comunico con él, Aliosha confiesa que está abatido porque una actriz que conoció la noche anterior despreció su «salaam fraterno», y le dejó solo. Para colmo, deberá desaprovechar en parte esa jornada de sol radiante porque un juez se ha negado a posponer una audiencia. La última infamia consiste en que esa mañana debe acudir al hospital.

—¿Al hospital? —repito, esperando que complete el chiste.

—No te preocupes, soy un experto en exámenes físicos dé reclutamiento. El Cairo podrá resistir sin mí... Estaré en casa a la hora del almuerzo. ¿Qué quieres comer?

Son casi las nueve y media. Cuando me apresuro hada el domicilio de Yenia para repetir el intento, tropiezo con Lev Davidovich, el abogado que visita a Aliosha para plantearle sus problemas personales. Dice que tiene entre manos un caso muy inquietante, que debe seguir siendo confidencial. Término acompañándole hasta su estación de metro mientras él, no obstante sus escrúpulos, lo desembucha todo. Un tribunal le ha designado defensor de oficio de un estudiante acusado de asesinar a sus padres. Ambas víctimas eran juristas muy estimados, y el respeto por su memoria determina que no le complazca asumir la defensa.

El acusado es un vástago típicamente consentido de la clase profesional. El conflicto empezó cuando sus padres le negaron la autorización que, por ser menor de dieciocho años, necesitaba para casarse con su amante, una dependiente de tienda mayor que él. Los maduros abogados adujeron que carecían de intereses comunes y alegaron además que la muchacha le había entregado su cuerpo pero no su amor. El chico, enfurecido por esta última afirmación, puso fin al altercado —que había durado todo el fin de semana— descuartizando a mamá y papá en su dacha suburbana.

Pero los abogados de Moscú estaban aún más afligidos por el hecho de que el asesino había usado como cómplice a Oleg, otro chico de dieciséis años. Al principio, el hijo ofendido intentó conseguir la colaboración de su condiscípulo más joven mediante la coacción pura y simple.

—No te comportes como si fueras más imbécil de lo que en verdad eres —le espetó—. Solo, no tengo la certeza de poder acabar con los dos. Y si se me escapa uno será demasiado peligroso. ¿Eres o no mi amigo?

Aunque Oleg no pestañeó al escuchar el plan de su compañero, resultó ser menos maleable de lo previsto.

—¿Qué ventaja voy a obtener de esto? —preguntó, con astucia de adolescente.

—Seré razonable. ¿Cuánto quieres?

Oleg pensó un momento.

—No trates de regatear. No lo haré por menos. ¿Harás el examen de inglés en mi lugar?

—¿El escrito? Sí, es factible.

—Trato hecho. Pero nada de promesas incumplidas.

Consiguieron una segunda hacha para Oleg, y éste ayudó a su amigo a amputar los miembros de los padres que nunca había visto antes. La brutalidad excepcional situó el crimen en una categoría que no tiene cabida en la prensa, y que en cambio exige la intervención de la KGB. Al observar que la puerta de la dacha no había sido forzada, los detectives dedujeron que la familia conocía a los asesinos, y siguieron al hijo. Éste le llevó a su ex amiga una camisa de franela ensangrentada, para que se la lavara, pero por razones ajenas al hecho ella ya no quería verle. Entonces, en compañía de amigos que lo consolaban por su terrible pérdida, recorrió las tiendas en busca de una prenda idéntica. La diafanidad con que se presentaban las pruebas sugería que el chico quería delatarse a sí mismo, pero cuando Lev Davidovich abordó esta teoría durante una entrevista celebrada en la prisión, para preparar la defensa, las preguntas acerca de sus motivaciones sólo consiguieron arrancar encogimientos de hombros.

—No tienes muchas probabilidades —dijo Lev Davidovich en el cubículo especial de la prisión—. ¿Sabes qué te sucederá ahora?

—Me fusilarán. ¿Tienes un cigarrillo?

Oleg, a quien también le aguardaba una ejecución segura, lloró.

Cuando Lev Davidovich desaparece en la boca del metro, veo una cabina telefónica. No obtengo respuesta en el estudio de Yenia, pero como en el sistema telefónico de Moscú nunca basta una sola llamada, vuelvo a marcar dos veces. La segunda vez, levantan el auricular al décimo timbrazo, pero mi saludo queda sin respuesta.

—¿Yenia? —inquiero, dirigiéndome al ominoso varío. Me sobresalto nuevamente. ¿Quién está en el otro extremo? Posiblemente un capitán de la KGB que supervisa una requisa. Me pregunto si debo llamar a Leonid, el miembro judío de la camarilla, que me presentó a Yenia hace varios meses.

—Sí, sí, sí —responde una voz bronca—. Ven. Aún no he terminado de hacer mi equipaje.

Había subestimado la mugre. Sin los bosquejos y los cuadros que antiguamente decoraban las paredes, el estudio parece exclusivamente cubierto de cochambre. En los rincones otrora atestados de telas se ven excrementos de rata y tarros llenos de encurtidos putrefactos. Aún cuelgan dos elementos: un dibujo del mundo flotando en un lago, que Anastasia compró, pagó con su dinero y no recogió nunca. (Tampoco Yenia le recordó que lo hiciera.) El otro, centrado en la pared más destacada, consiste en una cita escrita sobre papel de arroz... para ayudar, según argumentaba Yenia, a descubrir el surrealismo de la vida cotidiana.

ENTONCES SE MARCÓ CON PARTICULAR NITIDEZ LA DIVISIÓN QUE EXISTÍA ENTRE LAS TENDENCIAS PROGRESISTAS Y REACCIONARIAS DEL PAISAJISMO. LOS CRÍTICOS DE ARTE DE LOS AÑOS 1890 INTENTARON FINGIR QUE EL PAISAJE ERA UNA FORMA ARTÍSTICA AJENA A LA LUCHA IDEOLÓGICA.

El arte ruso desde la antigüedad hasta hoy Editorial «Arte», Moscú, 1972

También Yenia, y su barba espesa, parecen más grandes que de costumbre contra el fondo desnudo. O quizá se debe a que él está envanecido. Mientras realiza los últimos trabajos con el martillo y el escoplo, narra los triunfos que obtuvo en las etapas finales de la batalla por la emigración. Poco importa que a primera hora de esa mañana su valor haya flaqueado hasta el punto de acudir a refugiarse en el apartamento de un amigo, lo cual explica por qué el estudio estaba desierto cuando lo visité anteriormente, y las precauciones que tomó con el teléfono. Ahora se siente inspirado por su propia intrepidez.

Contra toda lógica los emigrantes potenciales —que tratan de abandonar el país y no entrar en él— deben presentar cartas de recomendación de los comités del Partido y los organismos estatales que han supervisado sus vidas. La clínica donde Yenia solicitó su certificado de salud pulmonar adujo no tener película, pero, previsiblemente, su soborno en metálico hizo aparecer inmediatamente la placa de rayos X deseada. Mas si estos éxitos eran vulgares, otros demostraron su aguzada imaginación mercantil. Aunque el estudio lo había recibido en préstamo de la Unión de Artistas, consiguió venderle a un desprevenido pintor ruso unos derechos inexistentes para su usufructo, y ese dinero lo empleó para pagar los gravámenes usurarios que el Estado cobraba por el visado de salida y la renuncia indispensable a la ciudadanía. Reforzaba saludablemente su amor propio al compensar la extorsión de mil rublos que practicaba el Gobierno con su propio desfalco de idénticas proporciones.

—No me importan sus defraudaciones mientras los rusos se dejen estafar, a su vez, con tanta facilidad.

Suena la campanilla del teléfono. Yenia reacciona como lo hizo ante mis primeras llamadas, y no contesta... pero ahora quizá porque no tiene ganas de que le distraigan, más que por temor a los subterfugios de la KGB. Luego me relata la hazaña que más le enorgullece: «Cómo Evitó Que El Pueblo Le Robara Sus Cuadros.» Se trata de una historia típica de triunfo sobre la burocracia contada por un adversario que no ha sido catalogado como «enemigo» porque en el curso de la defensa de sus intereses egoístas —conducta que las autoridades entienden— no proclamó que luchaba por la libertad. La actitud de Yenia ha consistido siempre en violar las reglas, no en combatirlas.

La expropiación se fundaba sobre la prohibición de que cualquiera, incluido el mismo creador, exportara una obra de arte original sin permiso del ministerio. Si esto parecía absurdo en el caso del inconformismo de Yenia —ningún gobierno racional reprime la exhibición del arte «decadente» y al mismo tiempo impide su exportación con el pretexto de que es un «tesoro nacional»— hay que pensar que se trataba sólo de una prolongación de la política merced a la cual las obras maestras de Kandinslri, Chagall, Lissitzki y otros se conservan cuidadosamente en lugares cerrados al público. Yenia sabía que era inútil protestar recurriendo a cuestiones de principios y que también era estúpido claudicar sin recurrir a maniobras igualmente arteras.

Envió a su dócil hermana a la Galería Tretiakov, sede de la comisión para el estudio inicial de las solicitudes de exportación, con cincuenta de sus mejores composiciones.

—No son más que mis borrones y garabatos —musitó, tal como le habían enseñado—. Recuerdos de mis sesiones de terapia física. Como ven, todo esto carece de valor artístico.

La secretaria sugirió que fuese a buscar a Yenia. Si no hubiera conocido su obra —varios de sus dibujos estaban en el repositorio gráfico cerrado de la misma Galería Tretiakov— tal vez el ardid habría dado fruto en ese primer momento. Pero incluso la mecanógrafa reconocía el empleo que Yenia hada de la perspectiva.

Cuando Yenia llegó a la galería, con otros den lienzos que completaban la obra que deseaba llevarse, fue recibido por la misma secretaria y por un miembro de la comisión que también valoraba sus cuadros. Yenia pasó a la ofensiva.

—Escuchad, amigos. Si quisiera, podría sacar mis cosas sin vuestra intervención. —(Esta era una referencia velada a los clientes occidentales con acceso a las valijas diplomáticas, que enunció en parte para fanfarronear y en parte para tener un medio de regateo.)— Si estoy aquí es para proceder legalmente, y todos nos ahorraremos disgustos si vosotros me ayudáis.

—Entiéndeme, Yenia —contestó el joven funcionario—. Si dependiera de nosotros, fijaríamos un gravamen de un rublo por cuadro y extenderíamos pases para los ciento cincuenta. Pero sabes que el ministerio lo revisa todo. Seamos sensatos y evitemos despertar sus sospechas, que nos perjudicarían a todos.

Así planteados los criterios antagónicos, los dos bandos comenzaron las negociaciones en torno de las obras acumuladas. Circuló la voz de que esa era la última oportunidad de ver los cuadros de Yenia, y los empleados de la Galería Tretiakov se aglomeraron en el despacho como si fueran el público de una subasta. Yenia regateó, controlando su vanidad. La comisión separó unas pocas obras, dictaminando que eran inadecuadas para la exportación, e impuso a las otras un gravamen que oscilaba entre cinco y quince rublos. Todos los presentes estrecharon la mano de Yenia y le desearon buena suerte.

Cuando acudió a la cita en el ministerio de Cultura, la lista había sido revisada y las tasas habían sido aumentadas en un veinte por ciento, aplicando la política de exprimir lo más posible. Un experto había ejecutado el trabajo, porque el viceministro, un funcionario veterano del Partido, entendía tanto de arte contemporáneo como de la jerga de Harlem. Pero fue con él con quien Yenia solicitó entrevistarse cuando se enteró de que otros cuarenta cuadros habían sido considerados excesivamente abstractos, tanto que no podrían salir del país a ningún precio.

—Por el amor de Dios, yo quiero exportarlos, no importarlos. Si son tan peligrosos, deberíais sentiros dichosos de que os libre de ellos.

El burócrata encendió un cigarrillo y hurgó en un cajón. Cuando respondió, lo hizo con el tono ofendido de un portero a quien le niegan el derecho a controlar la identidad de los visitantes del edificio.

—Lo que tú pienses es intrascendente. Tú no gobiernas este país. El pueblo soviético tiene olfato para reconocer tus depravaciones. Y... no eres tan listo como piensas.

Luego volvió a convocar a Yenia para completar su pensamiento.

—No es tan fácil engañarme como pensáis vosotros, los «artistas». Quieres sacar esta bazofia y venderla a alguna «exposición» para desacreditar a la Madre Patria. No lo harás mientras yo esté a cargo de la vigilancia. Ahora vete antes de que cambie de idea respecto de las demás obras.

A la noche siguiente, Yenia convidó a sus amigos con una botella de vino. No sólo había obtenido autorización para sacar más obras con un gravamen menor que el previsto, sino que también había logrado sacar de contrabando la mayoría de las embargadas. Yenia calculó que los vistas de aduana serían incapaces de distinguir un cuadro de otro —si bien se resistirían a confesarlo— y se limitó a embalar los prohibidos junto con los otros. Ciertamente, en tanto que registraban a fondo los equipajes de los aterrorizados emigrantes que pasaron antes y después que él por el andén de carga, en busca de diamantes y manuscritos, nadie cotejó sus telas con el largo y ambiguo inventario. Su discusión con el viceministro tampoco había sido en vano: repetida en Occidente, aumentaría el valor de sus obras. Toda la farsa en el ministerio había sido una cortina de humo para disimular su plan de embalaje, y el necio palurdo no sospechó nada.

—Esto es lo que me gusta en la casta gobernante de la buena y vieja Rusia. Vive con años luz de retraso.

Yenia completa esta parábola cuyo protagonista es él con una sonrisa jactanciosa que entreabre su barba. Sin mencionar la versión de la historia que cuenta su hermana —según la cual se cagaba en los calzoncillos y dormía en las estaciones de ferrocarril porque temía volver a su estudió— le paso las direcciones de Nueva York y una guía que consiguió Joe Sourian. Después de guardar mis obsequios en su cartera vuelve a tomar el martillo. En los meses que duró nuestra relación le he regalado camisas y libros de arte Skira —que él vendía a las librerías por un elevado precio en rublos— y le he pagado sumas fabulosas por tres dibujos. Nunca me ofreció una miserable taza de café, ni siquiera cuando lo preparaba para su propio consumo, y ahora está enfadado porque no le traigo los dólares que necesita. Pero es extraordinariamente divertido y su talento me reconforta. Creo que es uno de los pocos genios autodidactas que conseguirá en Occidente algo más que una semana de publicidad como víctima «disidente».

En rápida sucesión, dos redobles de golpes sacuden la puerta del subsuelo. Entran un traductor y el director de una revista médica: de unos cuarenta años, enfundados en chaquetas de cuero, forman parte de la comunidad de bohemios moscovitas cuyo pasatiempo es el humor negro, según la solemne definición que dan de sí mismos. Como si Yenia estuviera haciendo el equipaje para una excursión de fin de semana y no para un éxodo definitivo, los tres entablan su conversazione cotidiana acerca de los resultados del fútbol, las locuras de los amigos comunes y la estupidez oficial. Un programa sobre los aumentos trimestrales de producción de la República Autónoma de Yakutsk, que llega desde una radio encendida en una cocina, refuerza la naturalidad que impregna la atmósfera. Al enterarse de mi nacionalidad —y de que no es peligroso despotricar delante de mí, porque así lo dice Yenia— el director de la revista médica narra la aventura que le aconteció recientemente a su mejor amigo.

El amigo es un poeta cuyos versos clandestinos acerca de la ocupación de Checoslovaquia pusieron fin a su carrera editorial. Seis semanas atrás lo habían invitado a la Academia de Ciencias, distinción apabullante que se explicaba por su devorador interés en la percepción extrasensorial. Muchos aficionados rusos, que actúan movidos por la curiosidad que despierta el fruto prohibido, y que no se sienten frenados por los vetos ideológicos, saben más que los profesionales acerca de estas cuestiones esotéricas... sobre todo, como sucedía en ese caso, cuando el tema es ajeno al materialismo marxista-leninista y cuando muchos de los estudios occidentales han sido escritos por hombres que, como Koestler, son abominados por razones concomitantes. Pero nadie buscaba los conocimientos del poeta por su valor intrínseco. Un célebre parapsicólogo californiano que visitaba Moscú había solicitado una audiencia a la Academia, que deseaba aprovechar la oportunidad para entrevistar personalmente a un experto, sin revelar su propia ignorancia en la materia.

El poeta recibió dinero para comprarse zapatos nuevos, y le prometieron vagas recompensas a cambio de que simulara ser profesor por un día. Su dominio del inglés, idioma en el que había leído casi toda su bibliografía occidental sobre el tema, imperaba una gran ventaja. Más importante aún era su gran juventud, porque esto ayudaría a crear en el visitante la impresión de que los estudios soviéticos marchaban a paso acelerado.

—¿Cuántas personas están trabajando en esta disciplina, profesor? —preguntó el californiano.

El sagaz estudioso visitaba Rusia por primera vez, —a—, ni siquiera a esos norteamericanos se los engaña siempre, y un error frustraría las posibilidades del poeta de salir del trance con alguna ventaja personal. En busca de orientación, miró a los funcionarios de la Academia que le flanqueaban. Pero debía arreglarse solo. Todos los secretarios y cancerberos juntos sabían menos que él.

—En realidad, actualmente son ocho científicos —respondió, y luego agregó, como si lo hubiera pensado mejor—: Con dedicación exclusiva.

Con esa desaforada exageración había querido dar una buena imagen de la Madre Patria. Sin embargo, el visitante lo trasladó todo a la escala californiana: ocho científicos implicaban ocho laboratorios muy bien equipados, y si él conocía a los rusos, le estaban dando una versión maliciosamente recortada. Cuando regresó a los Estados Unidos presentó un informe alarmante a Washington, y pocas semanas después la administración Nixon asignó veinte millones de dólares inmovilizados del presupuesto de Salud y Educación para financiar urgentes investigaciones parapsicológicas citando la amenaza soviética en ese campo potencialmente siniestro. Superado su momento de peligro, la Academia echó a su reciente recluta «como a una Biblia por un sumidero del Kremlin».

Un mes más tarde, llegó a su apartamento un cable, en el que se le invitaba a pronunciar una conferencia en el California Institute of Technology y anunciándole que un pasaje de ida y vuelta le esperaba en las oficinas de Pan Am en Moscú. Desde que lo habían expulsado de la Unión de Escritores trabajaba en un almacén, y carecía de los seis rublos indispensables para cablegrafiar anunciando su negativa. De todos modos, sabía que a esa altura de los acontecimientos el auténtico profesor no creería una palabra de la verdad, y lo interpretaría todo como una torpe maniobra para sabotear la respuesta norteamericana al desafío de la percepción extrasensorial soviética. Al diablo, pues, con la comprensión mutua. El director de la revista médica tampoco pretende que yo crea ahora su historia, aunque, como puede confirmarlo Yenia, es palabra de Dios.

Por pura casualidad, sé que los científicos soviéticos están experimentando con la percepción extrasensorial desde la década de 1960. Pero el traductor ha creído obviamente hasta la última coma del relato, y Yenia ha asentido constantemente con movimientos de cabeza, como un hippie frente a una descripción de las supercherías burguesas.

En la puerta retumban más golpes que anuncian la llegada de varios amigos de porte bohemio que se alimentan con cigarrillos y cinismo— Pronto está en marcha un pequeño festejo, y los jóvenes de ambos sexos entran y salen con aire de importancia, en razón de la especial circunstancia, y con el sentimiento trágico de la vida, porque la partida de tantos judíos debilita aún más la ya frágil atmósfera cosmopolita de Moscú.

Yenia se escanda un generoso trago de la botella que ha traído un amigo pródigo, y sirve de anfitrión a los que se quedan. En el patio, los párvulos de edad preescolar juegan con tortas de lodo mientras sus abuelas tratan de fisgonear a través del polvo que oscurece las ventanas del estudio. Nuestra reunión produce lo que ellas interpretan como un bullicio fascinante.

Los hombres que ocupan el centro de los corrillos son los puntales de la intelligentsia «izquierdista» de Moscú. Un crítico manifiesta un desdén nabokoviano por los imbéciles que no se dan cuenta de que Vladimir Vladimirovich es el más extraordinario escritor ruso en la actualidad. (Buena parte de la fortuna que paga en el mercado negro por los libros de Nabokov la gana escribiendo artículos denigrantes contra él en un periódico literario.) Otro prohombre defiende a Solyenitsin contra la rutinaria subestimación de su complejo de mártir. Cuando todo está dicho, arguye el vehemente polemista, lo que cuenta es el genio de Alexander Isaievich.

—Sí, el genio. Para los chiflados religiosos y los papanatas occidentales que se convencen a sí mismos de la «grandeza» rusa. ¿Por qué no aprende a ver a la gente de carne y hueso? ¿Por qué mierda no escribe acerca de nosotros!

—Habrase visto estupidez... ¿A quién representas ! ¿Qué carajo somos nosotros en este lugar, sino una escoria intrusa?

—Estamos hablando de Solyenitsin.

—Del mismísimo Jesucristo, que no puede escribir sin disfrazarse de nuevo Salvador de Rusia. Y que tiene las respuestas para la salvación de toda la humanidad, además, por si fuera poco.

—¿Hablamos de literatura o estamos diciendo Sandeces? Nombra un solo gran escritor ruso que no tenga un cúmulo de ideas locas. ¿Has leído los artículos «filosóficos» de Tolstoi?

—El vegetariano que simula no ver la carne que hay en su sopa. Y nuestro nuevo San Alexander representa su comedia de pobreza. Alaba el pan negro, abomina del materialismo occidental... mientras acude a una tienda donde se paga en divisas fuertes.

—Amigo, has demostrado que tengo razón.

En otras partes, el debate se encona en proporción directa al desconocimiento del tema abordado: la eficacia de la asistencia médica escandinava, la integridad artística de Salvador Dalí. Varios interlocutores están a punto de Regar a las manos en defensa de «principios fundamentales» agraviados por comentarios aparentemente inocentes, Pero la discusión principal gira en torno a Solyenitsin, y especialmente sobre su aserto plañidero de que el mayor crimen de la Revolución ha consistido en destruir la afabilidad del pueblo ruso. Alguien afirma que a partir del siglo XVI todos los viajeros describían al campesino ruso como un individuo esencialmente dichoso y hospitalario, peto eso era cuando las tragedias del país sólo exterminaban a centenares de miles, en lugar de decenas de millones Ahora cada día encierra un peligro potencial, y la vigilancia soviética ha reemplazado a la tradicional benevolencia de la gente...

—Desde luego, siempre has sentido ese amor insaciable por el pueblo —interviene alguien—. Todos tus escritos anteriores donde decías que se trataba de «animales estúpidos» eran una ingeniosa simulación. Una gran pasión... ¿y qué te parece si idealizamos un poco los felices tiempos zaristas para ahondar la herida?

Una muchacha decorativa que está en la periferia resucita el viejo acertijo krushcheviano: cuánto se podría haber rectificado si él y su deshielo de la década de 1960 hubieran perdurado. Un artista que viste unos vaqueros Levis de cien rublos habría despreciado, en condiciones normales, semejante trivialidad, pero se ha prendado visiblemente de los pechos de la chica y la recompensa con el argumento de que su hipótesis no es válida. La caída misma de Nikita demostró que su política era inaplicable: la jerarquía del Partido tiene demasiado poder, y continuaría teniéndolo aunque a las masas les importara realmente quién pinta y escribe y cómo lo hace.

—Nosotros, los anormales, somos los únicos que anhelamos la libertad... y no sabríamos qué hacer con ella. Además, Krush tampoco era un ángel: como jefe del Partido ucraniano fue responsable de más de tres millones de asesinatos.

—Un millón —responde la joven petulante, demostrando que tiene razón cuando habla de la bondad del antiguo dirigente.

La conversación se hace más fluida porque nada de lo dicho modifica la opinión de los allí presentes, y menos aún la de algún miembro del Gobierno. El diálogo tiene tanto en común con la vida social del país como el juego del Monopoly con Wall Street. La prueba de esto es la ferviente iconoclasia, aunque todos saben que algunos de los presentes pasan información a la KGB: pequeños chismes inofensivos que se recompensan con privilegios igualmente poco considerables. Y aunque se conjetura quién es realmente el infame, y aunque cada comensal murmura acerca de su vecino, casi todos concuerdan en que un hombre —un escritor que en ese momento elogia a Bulgakov en medio de un círculo de colegas de menor magnitud— no sólo delata sino que también inventa. En Occidente le consideran un defensor de la libertad, y aquí un soplón, pero la gente se limita a tratarle con un poco más de cautela, sin eludirle.

—¿Eh, Yenia, te la harás recortar en Tel-Aviv?

El padre fanáticamente comunista de Yenia, que reemplazó el supersticioso ritual judío por la moral socialista, decidió no circuncidar a su hijo. Ahora él, el padre, detesta al Partido, pero no se atreve a renunciar porque no quiere padecer el castigo inherente a tan abominable insulto al régimen soviético. Y los hospitales soviéticos no trafican con prepucios.

La celebración está en su apogeo. Un historiador que escribe acerca de las indescriptibles abyecciones de la intervención aliada de 1918, bebe como un cosaco y me confiesa:

—Catorce jodidos ejércitos antisoviéticos combatían en suelo ruso. ¿Por qué, oh, por qué no pudieron aplastar el régimen soviético antes de que éste llegara a consolidarse?

Cerca de mí, dos perfiles iluminados por la mugrienta ventana no se oyen en absoluto el uno al otro, pero esto no estorba la delicada trama de sus argumentos. Al fin y al cabo ensayan desde hace muchos años, y ahora uno de ellos está casado con la ex esposa del otro.

Kandidat de

ciencia filológica Ilustrador de libros

...brecha de atraso político

se ensancha a medida que

aumenta la podredumbre rusa...

...huir a Occidente, donde ya

ni siquiera se busca un

Paraíso Perdido, equivale al

suicidio, para un artista...

...oscurantismo, miseria,

brutalidad, y lo más importante

es que la opción entre la

tiranía y la matanza anárquica,

determinará que se necesite

otro siglo para cambiar...

...el Occidente racionalista— legalista-materialista: frigoríficos Westinghouse — y no olvides que West significa Occidente— repletos de productos, ¿y pretendes que eso alimente el alma?...

...asqueado del romanticismo

que continúa buscando nobleza

en el estercolero de la Vieja Rusia...

el mismo autoengaño

que nos arruinó a nosotros,.

...una dictadura cínica, sí, pero yo jamás iría a un lugar donde la ética interior también está corrompida...

Las muy publicitadas secuelas de la borrachera del Kandidat permiten que su adversario más vigoroso alcance la victoria.

—Sí, estamos gobernados por déspotas con sus látigos y su mierda marxista-leninista. Pero afirmo que somos más libres, y más felices, que en los países donde todos se ofrecen voluntariamente para servir a la General Motors... Pasternak lo dijo todo en aquel mensaje de Año Nuevo. El socialismo no es más qué nuestra tentativa de poner en práctica el cristianismo que ellos predicaron durante siglos. Tomamos los sermones en serio porqué somos atrasados e ingenuos, y naturalmente lo echamos todo a perder por las mismas razones. Sufrimos espantosamente por nuestros errores. ¿Pero por qué nos odian por esto?

Me abro paso hacia el otro extremo de la habitación. No hace mucho tiempo, estaba ávido de disertaciones sobre el socialismo, pero la monotonía acaba siendo tan chocante como la hipocresía... la cual sería bastante obvia al cabo de unos pocos meses aunque no supiera que el ilustrador de libros que se complace en proclamar su encono contra la corrupción occidental vive desahogadamente gracias a los dibujos de propaganda que vende a editoriales de cariz reaccionario. Ni siquiera se abstiene de cometer auténticas vilezas en libros infantiles: campesinos alemanes orientales altos y felices, alemanes occidentales encorvados y asustados.

Sus asertos de que el ruso no debe desgajarse de la cultura rusa son más estentóreos porque compara tácitamente su talento y su futuro con los de Yenia. Y porque los focos luminosos de todas las artes, la minoría de los auténticos creadores que se mantuvieron incorruptos, evacúan él país sumados a la emigración judía. Dejan atrás el resto de la élite intelectual, buena parte de la cual está manchada por la deshonestidad. Las dachas y los privilegios de camarilla por los que venden sus materiales mercenario; parecen más lastimosos cuando los mejores hombres les vuelven la espalda.

Por contraste, los amigos íntimos de Yenia, que están apretujados cerca de la cocina, recuerdan sus viajes a las provincias donde, comisionados para pintar murales, fornicaron a diestra y siniestra, sin perdonar ni a las hijas de los presidentes de granjas colectivas ni a las detenidas en los campamentos de trabajos forestales. Antes, estas conversaciones me gustaban aún más. Son veraces: el reflejo de la despreocupada vida bohemia, cuyos protagonistas lo abandonan todo durante un mes a cambio de aventuras inciertas porque sólo les importan las buenas vibraciones. Pero lo cierto es que todos esquilman a alguien para asegurarse el sustento, así como los hippies dé la costa occidental de los Estados Unidos subsisten gracias a los cheques que sus padres les envían mensualmente. Y aunque la discusión acerca de las orgías sexuales de la noche anterior y acerca de la marca de vodka que aporta un sabor más dulce a los conos puede ser divertida, estos individuos están más obsesionados por él sexo que muchos otros moscovitas. Una ex amante de Yenia me contó en una oportunidad que si una nueva conquista no se siente cautivada por éste a primera vista, él apenas puede hablarle. Se siente tan inseguro de sí mismo, agregó la muchacha, que necesita el estímulo dé la aprobación inmediata, y sólo después recupera su desmedida naturalidad. Sea como fuere, sospecho que algunos amigos de Yenia están tomando notas minuciosas para un reportaje del samizdat sobre la vida en Moscú, donde ellos mismos desempeñarán el papel de héroes antiheroicos.

Un director de cine me empuja con el codo para abrirse paso hacia las candilejas y tropieza con el hombre de más edad que está presente en la habitación, un gordo de aspecto travieso. Cuando recojo el hilo de su monólogo, está evocando su juventud. Nacido en Polonia, se convirtió en una anomalía: un jugador de fútbol judío. No era «una bola de grasa como ahora, sino bello y esbelto como un lápiz, vaya, yaya». —Entonces se produjo la invasión nazi. Huyó hacia el Este donde el Ejército Rojo trinchaba su mitad, y pronto cayó en manos de la NKVD. El tren-jaula que lo llevó a Siberia no era digno de transportar cerdos, y vivió como un troglodita en esa colonia increíblemente primitiva, recogiendo bayas y aguzando piedras para cortar leña. Muchos murieron durante el primer invierno, pero eso era mejor que ser arreado a las cámaras de gas, como casi toda su familia. Nunca perdió el afecto por cada nuevo día, ni la gratitud hada los rusos, que no lo mataron.

Mientras aún estaba en Siberia, hizo sus primeras incursiones en el mercado negro, hada el cual la mayoría de dos inmigrantes —incluidos los tusos— orientaban la mayor parte de sus pensamientos activos. Traficantes con nervios de acero vendían y revendían el cargamento íntegro de los trenes; en algunas industrias,— desaparecía el setenta por ciento de la producción. Los investigadores llegaban de Omsk o de Moscú, confiscaban el botín, y lo vendían al mejor postor... que a veces era el delincuente desenmascarado. Su ghetto de Cracovia no había sido, ciertamente, un centro cultural, pero las leyes de la jungla que imperaban en Rusia le dejaban sin aliento.

—Aprendí las lecciones, y deprisa. Si tienes boca, come. Si tienes verga, jode. Si tienes seso, enriquécete. No pierdas ni Un minuto pensando en política. ¿Y el socialismo'? ¿De qué hablan esos dos? —señala al Kandidat y al ilustrador de libros—. Oi, no me hagas reír.

Lo extraño, continúa, es que los míseros años de posguerra podían ser formidables si uno tenía un poco de ingenio y era aficionado a los placeres físicos. Estas gratificaciones ya no le tientan; pero es demasiado tarde para partir, aunque tiene un primo en Massachusetts o podría conseguir que le invitaran a Israel. Sin embargo, Yenia procede inteligentemente al irse. Las satisfacciones que pueden obtenerse en Rusia se agotan a medida que el hombre se desgasta...

El mismo Yenia guarda ahorrativamente en la maleta sus últimos calcetines sucios. Alguien se pregunta en voz alta si sucumbirá a la tentación de copiar los estilos de moda en Occidente, renegando de su propia visión del arte. Si se convierte en el favorito de los salones y las fundaciones, agrega otra voz, su futuro será sombrío. A continuación, los preocupados —y envidiosos— comensales se preguntan si podrá seguir explotando su papel de artista indefenso para conseguir que los demás le mantengan. Incluso en Moscú, el barbudo rebelde utilizaba los «retiros creativos» dé la Unión de Artistas, que abandonaba prematuramente despotricando contra los «privilegios corruptores», para que nadie se formara una idea equivocada. El joven cicatero se convertirá: en un cicatero viejo, comenta alguien, fuera del ¿canee de los oídos de Yenia, Pero en el trayecto encontrará vetas prósperas.

La fiesta decae. Antes de partir rumbo al trabajo, algunos amigos de Yenia lo besan en la boca. Otros se despiden con un informal «hasta pronto», como si esperaran volver a encontrarlo al día siguiente. Cuando llega su hermana—, comunico que debo irme. Yenia, exultante y rezongando a un tiempo por su futuro, me acompañó hasta el patio, con un raro gesto de hospitalidad.

—Te veré en Nueva York, viejo. Me convidarás con una buena cena.

Su apretón de manos me tritura los huesos. No menciono el dibujo a lápiz que me ha prometido a cambio de pequeños favores, ni el otro, estupendo, del mundo flotando en un lago, que Anastasia se olvidó de recogerme y que yo codicio aún más.

—Sí, el buen y viejo Nueva York.

Aunque la idea de verme allí, y mucho más la de ver a Yenia, me suena como otro de sus disparates, le deseo buena suerte.

—Y deja de preocuparte. Los sinvergüenzas avispados, y talentosos, para colmo, no pueden perder en la Gran Tienda.

Aliosha me ha invitado a almorzar. Para disfrutar del aroma de las hojas de primavera, por contraposición al de los gases de los motores Diesel, regreso pasando por el mercado aldeano, donde deseo comprar mi aportación al festín. Después de las jactancias del estudio de Yenia, la población harapienta del mercado me reconforta. Tres elegantes periodistas africanos se apean majestosamente del Mercedes aparcado fuera. Van a buscar hortalizas frescas para su almuerzo. Una dama provinciana le comenta a su compañera que un buen invierno ruso les blanquearía el áspero pellejo.

Un esmirriado vendedor georgiano estudia mis zapatos obviamente importados y se me acerca con paso sigiloso como si quisiera ofrecerme fotos pornográficas.

—Pssst —susurra—. ¿Quieres comprar unos... tomates? ¿Por qué me miras así? Hablo en serio.

En su mano aparecen como por arte de magia varias esferas rojas —¡sí, tomates auténticos!— que estaban ocultas en la manga de su sayo. Cuando le digo que quiero comprar los cinco, de alguna otra parte surge una balanza en miniatura, y me informa que el precio asciende a cinco rublos, el salario que un obrero especializado gana en una jomada de trabajo. Alentado por la transacción, el georgiano se ofrece a mostrarme un auténtico pepino.

Fuera del mercado no hay taxis a la vista, de modo que hago señas a los coches que pasan, indicando que pagaré el rublo de rutina por el viaje hasta el centro de Moscú. El conductor que se detiene conduce un Volga nuevo, el cual pertenece a una de las ubicuas organizaciones a las que sólo se conoce por el número del apartado postal porque son tan secretas que ni siquiera se puede mencionar su nombre. Hace comentarios sobre el sol y la pesca, y luego describe la visita que hizo la semana anterior a su abuela en una granja colectiva del Norte, donde, en son de broma le dijo que las féculas la habían hecho engordar demasiado, y que debía comer menos patatas.

—Eso no tiene ninguna gracia. Hace meses que no vemos una patata.

La pensión de esa mujer de ochenta años no le alcanzaba ni para comprar pan. Sólo podía sobrevivir gradas a la ayuda económica de los parientes y al trabajo que realizaba en la granja, con horario reducido... El conductor pensó que su abuela le tomaba el pelo, con socarronería campesina, basta que vio la cara con que un muchacho le miraba comer el cerdo que él había llevado consigo para la excursión. La semana próxima volverá a la granja con sacos de patatas comprados en Moscú.

—Supongo que es algo así como llevar un samovar a Tula —comento.

Sonríe agriamente y pronto empieza a enumerar los defectos que tiene su coche nuevo si lo compara con el Volvo que condujo en una oportunidad para una embajada. Naturalmente, ni las apreturas de su abuela ni los defectos del Volga hacen mella en su alegre certidumbre de la superioridad soviética.

Aliosha no está en casa. Recientemente ha levantado un garaje de chapa en la tierra de nadie situada detrás de su patio, para cuando el BMW de sus fantasías reemplace al Volga. Dentro, sentada sobre un cajón, descansa una bruja que acostumbraba a cojear por la calle como un perro sin dueño hasta que Aliosha le permitió utilizar el garaje para calentarse los pies. Murmura que a Aliosha le han llevado al hospital, pero interpreto esa afirmación como otro de sus habituales desvaríos.

Dos nuevas chicas ataviadas con vestidos de verano atraviesan el patio, suben la escalera y pulsan el timbre de Aliosha. No puedo persuadirlas para que se queden, pero prometen telefonear más tarde. Vuelvo al frente del edificio y observo cómo los escasos coches que transitan esquivan el bache que se formó en la calzada cuando empezaron las primeras heladas y deshielos de noviembre. Pronto saludo la redondeada nariz del Volga que aparece en el lugar de siempre, asomándose por la esquina.

Noto una ligera palidez en las facciones de Aliosha, probablemente porque tiene que trabajar esta tarde o porque pasó una noche de juerga, pero el cálido apretón de su brazo en torno de mi cintura no tiene nada de excepcional. Después de una comida más frugal que las usuales, permanece en el cuarto de baño durante veinte estrictos minutos, pero esto no me extraña porque desde marzo sufre ligeras indisposiciones y tiene menos apetito. Como siempre, tenemos entre manos negocios turbios. Aunque los dos discos de Jimi Hendrix que he traído —y que venderemos muy caros a un coleccionista, durante el fin de semana— no son expresamente ilegales, realizamos la transacción con ademanes, susurros inconclusos y salidas al rellano para eludir los micrófonos, maniobras éstas que condimentan todos nuestros encuentros. Lo único que falta hoy es la pulla que nos haga reír del sistema y de nosotros mismos.

Aún estamos en el rellano cuando sube Ira Sin Apodo, a quien nunca puedo ver sin pensar en su historia. En la década del 60, su madre, una judía de modales histéricos, era directora de la sección francesa del Departamento Extranjero de la Unión de Escritores, y también era coronel de la KGB, encargada de supervisar la vigilancia de los africanos de habla francesa que visitaban el país. En su condición de ¿al, procuraba que los más susceptibles trabaran relación con chicas especialmente adiestradas, y a veces le hablaba a su hija de las excelentes fotografías que hacía tomar durante las sesiones ulteriores.

Pero Ira no pensó en esto cuando, a los catorce años, un joven la detuvo al regresar dé la escuela, le dijo que era muy fotogénica^ y la invitó a posar en su estudio. Ira tuvo miedo de hablarle a su madre de la violación, pero una de sus amigas le contó la historia; La enfurecida coronela se aseguró de que el violador no fuera sentenciado a la pena máxima de siete años sino a muerte, aplicando el artículo dé la ley que contemplaba las «consecuencias extremadamente graves». Cuando Ira descubrió la verdad, años más tardé, rompió definitivamente con. su madre, a quien nunca volvió a ver. Vivió su propia vida como traductora y como esposa de varios maridos prósperos.

Ahora ha venido a preguntar si un amigo de Aliosha que va a marchar al extranjero podrá comprarle algunos libros en París. (En realidad, el amigo soy yo, pero Aliosha creé prudente no decírselo cuando le promete conseguirlos? Su elegante vestido primaveral me hace pensar que jamás la fe visto totalmente cubierta. Pero aunque ella está dispuesta a damos un espectáculo, Aliosha alega que debemos irnos inmediatamente para asistir a nuestras citas de la tarde. Nos deja, intrigada por el hecho de que ni siquiera la hemos invitado a tomar un vaso de vino.

Por primera vez puntuales, enfilamos apaciblemente hacia el Tribunal del Pueblo donde Aliosha trabaja con mayor frecuencia. El edificio, que fue la mansión de un comerciante, cuartel general revolucionario, clínica y archivo médico, ha sido repintado recientemente, pero los olores de sus cien años de vida aún perduran en los corredores. El día cálido ha seducido a los jubilados, induciéndolos a buscar los bancos de las plazas, y sólo quedan unos pocos que distraen sus ocios asistiendo a los juicios más picantes. Aliosha ésta en un antiguo cuarto para la servidumbre, equipado con tres bancos para los espectadores. Su ¡dienta litiga para que la habitación que ella continúa ocupando con el marido del que acaba de divorciarse sea dividida oficialmente, para poder disponer de derechos individuales sobre siete metros cuadrados.

La audiencia es tan rutinaria que busco algo mejor en el corredor. Predominan los divorcios, las raterías y la habitual sucesión de casos dé gamberrismo: jóvenes andrajosos a quienes les esperan severas sentencias por abusar del vodka y los cuchillos. Un banquillo está ocupado por un apuesto entrenador atlético, de cabellos plateados, la imagen misma de su profesión. Mientras supervisaba las recreaciones en el «Apartado postal 1844» —obviamente uña empresa importante— presuntamente desfalcó él importe dé tres semanas de salarios a unos cuarenta obreros con la falsa promesa— de que les conseguiría sendos equipos dé atletismo valiéndose de los amigos que tenía en el mundo del deporte. Mientras los obreros prestaban su testimonio lapidario, él permaneció enhiesto, como un buen deportista en la hora de la derrota.

Al encontrarme entre los espectadores, Aliosha finge sorprenderse de que asista a semejantes babosees.

—Si la gente aprendiera a controlar su avidez por los equipos de atletismo, viviría sans souci —susurra—. Y él orden social quedaría indemne como una cucaracha, como acostumbramos a decir.

Piando concluye su audiencia, pasa unos minutos consultando a un colega maduro. Después corremos a prestar misericordiosa ayuda a una excelente mujer llamada Galia, quien por su belleza y su porte es la excepción a la regla de los «investigadores», esos rígidos y odiados detectives-inquisidores que preparan el alegato de la acusación. En este momento, Galia también está tan nerviosa que no se da cuenta de que el asiento trasero aún no ha sido reparado y que ella descansa sobre los muelles desnudos. Hace dos días interrogó en la Prisión Butirski a un sospechoso de robo, y por compasión llevó consigo a la esposa del reo. Gomo ella, la investigadora oficial, controlaba la entrevista, los guardias relajaron la vigilancia, y la esposa del detenido aprovechó la oportunidad para deslizarle a éste un poco de salchicha. La grave violación a la regla en virtud de la cual está prohibido entregar objetos a los prisioneros, descubierta cuando le registraron antes de devolverle a la celda, amenazaba cuanto menos la carrera de Galia.

Espero en el automóvil, a una manzana de distancia de la prisión, mientras ella y Aliosha cumplen con su cometido en el interior. Su principal objetivo consiste en disuadir al Alcaide Mayor de qué eleve la denuncia al procurador del distrito, que es él jefe de Galia. Al fin lo consiguen, después de implorar, rogar, suplicar; afirmando que la pobre mujer fue engañada, que no Volverá a suceder, que el oprobió público destruiría a su joven familia. Incluso en la cárcel, y aun después de una auténtica violación de las normas de seguridad, la táctica tradicional de la humilde contrición concluye con el habitual encubrimiento. El rostro ceniciento de Galia ratifica la impetración de Aliosha.

Nuevamente en el coche, la damisela rescatada nos acosa a Aliosha y a mí pata que vayamos a su casa a compartir una cena de celebración.

—Te regañaré aún más que el alcaide; cuidaré que a todos tus clientes les carguen quince años...

Cuando fijamos la fecha para más adelante, Galia nos besa, temblando aún, y se apea en una estación de metro. Me entero, con sorpresa, de que Aliosha sólo tiene relaciones profesionales con ella, y le ha ofrecido su ayuda porque es inusitadamente justa con sus clientes. Pero no aceptará la invitación porque su fama podría llevar a Galia a una situación engorrosa con su marido.

Hoy Aliosha está enigmáticamente melancólico. Me rezonga porque uno de mis comentarios acerca del tribunal es demasiado cruel, y después me pasa el brazo en torno del cuello mientras conduce con la mano izquierda.

—De un asno no podrás obtener un trino de ruiseñor —dice—. A mi edad, la fiebre primaveral puede traducirse en una jaqueca.

Las piernas desnudas son cautivantes en medio de la atmósfera cálida, pero dejamos atrás muchos pares de ellas sin detenernos. Probablemente la nueva actriz de Aliosha dejaría de mostrarse esquiva en este segundo día, más no le telefonea, y en cambió murmura que nos conviene dar un largo paseo y sugiere que vayamos al cementerio Golovinskoie, por si aún no lo he visto.

Claro que lo he visto, cuando él mismo me llevó a presenciar mi primer funeral ruso. Esa fue una de las más memorables de nuestras primeras salidas. Un día de febrero de una nueva Era Glacial— Aliosha y yo intercambiamos mi sombrero, como dos amigas que se disputan la cuenta del restaurante, y seguimos los pasos de una charanga que interpreta marchas fúnebres, pisoteando la nieve hasta un rincón apartado del cementerio. Los ecos nos condujeron hasta el entierro dé un director de fábrica. El discurso de despedida parecía copiado de nuestro chiste más viejo: «Descansa en paz, camarada. Cumpliremos el plan.»

La callada blancura de aquella mañana ha dejado paso, maravillosamente, a infinitos matices de verde. [Pero es extraño que Aliosha, capaz de recordar las alternativas de conversaciones intrascendentes que se desarrollaron meses atrás, lo haya olvidado! Cuando ya nos hemos internado mucho en el cementerio, doblamos hacia una sección situada a la derecha. Aunque la atmósfera es menos fantasmagórica que en invierno, las verjas puntiagudas que rodean la mayoría de las tumbas y los retratos coloreados de los difuntos perpetúan el efecto macabro. Crucifijos de estaño en las lápidas, parcelas apaciblemente descuidadas... Mientras superamos

un laberinto de senderos de tierra, tomo conciencia de que Aliosha busca algo. La tumba de su madre.

—Pero yo creía que tu madre había muerto en Asia Central.

No es mucho lo que me ha contado acerca de ella, excepto que murió de fiebre tifoidea, e intuyo que él mismo sabe menos de lo que desearía saber.

—Se enfermó allí pero volvió a Moscú. Buen viaje en tren.

Su falta de sentido de la orientación es tan extraño como el lapsus de su memoria. Más raro aún es el súbito arrebato que le ha inducido a visitar la tumba de su madre en lugar de disfrutar de las últimas horas de sol en la campiña. No podemos encontrar la sepultura porque ya no está allí. Nos enteramos de ello al consultar las listas en la oficina del cementerio, y al escuchar luego la explicación de un sepulturero, quien nos informa que las parcelas que permanecen descuidadas durante dos años se pueden desocupar para un nuevo entierro. Aliosha desvía perceptiblemente la vista al oír estas palabras.

—No importa —responde Aliosha, pero su voz deja traslucir hasta qué punto sí importa. Cuando volvemos al coche me dice, a modo de excusa, que dejó de ocuparse de la parcela cuando estalló la guerra.

En el trayecto de regreso al apartamento, pasamos frente a un cine hasta el cual fuimos Anastasia y yo en una oportunidad para asistir al reestreno de El teniente Kije, el filme de los años 30 con música de Prokofiev. ¡Cómo nos amamos esa noche! Aún más por ver el viejo clásico en el improbable cine anexo a la vivienda obrera. Cuando lo veo a la luz del día, recuerdo todo. Es mío, tierno y privado.

—¿Ha telefoneado?

El ritual estipula que Aliosha debe responder: «¿Quién ha telefoneado?»

—Pienso que vosotros dos deberíais anudar el vínculo y poner fin al tormento. O... eh... viceversa.

—¿Ha telefoneado?

—Perdió mi número.

No le digo lo que pienso porque él sigue convencido de que estoy representando un melodrama. Además, repite que podré reconquistarla fácilmente si eso es lo que realmente deseo, aunque la idea no le seduce mucho.

Doblamos la esquina para encontrarnos con una de esas escenas estilo Cartier-Bresson que parecen expresar el espíritu de Moscú. Sobre la empalizada que oculta una obra en construcción, la brisa de primavera hace flamear los restos de una pancarta que proclamaba «¡COMPLETAREMOS ANTES DEL PLAZO EL PLAN ANUAL!» Recortada contra las tablas combadas, una hilera de trabajadores polvorientos zigzaguea desde un quiosco de venta de cerveza, a cambio de la cual los hombres soportan jubilosamente una espera de veinte minutos y la inevitable estafa del robusto vendedor que infla descaradamente la espuma. Pero los parroquianos se muestran entusiasmados con su hallazgo. Mientras arrojan al suelo el pellejo del pescado marinado, bizquean a contraluz e intercambian chistes, y beben su recompensa proletaria con tanto deleite que nos apeamos del coche para sumamos a ellos.

—Si hay cerveza, tanto mejor; si no la hay, esperaremos —repite Aliosha, al avanzar. El viejo proverbio campesino refleja fielmente la paciencia y la gratitud de los rusos frente a los pequeños placeres. Es una lástima que la cerveza esté aguada.

De vuelta en el coche, Aliosha recuerda a un Monipodio local que le pagó su primera cerveza en 1935. Rodamos lentamente, adormecidos por el movimiento, hasta que un Moskvich moteado por sucesivas capas de pintura se detiene bruscamente en la bocacalle de la plaza Krasnopresnenskaia, y Aliosha debe pisar el freno a fondo para evitar un choque. El conductor ni siquiera nos ve hasta que nos asomamos por las ventanillas para injuriarlo. Resulta ser nada menos que Ilia, uno de los viejos amigos de Aliosha.

Protagonista de muchas anécdotas sobre caídas en baches, el rollizo ex petimetre es administrador de un célebre teatro dramático, cuyas entradas canjea hábilmente por las cosas más diversas: desde reservas de mesa en restaurantes hasta las cada vez más necesarias reparaciones de carrocería en todos los garajes oficiales y clandestinos de la ciudad. Va deprisa a las carreras de trotadores donde rematará una jomada de trabajo de cuatro horas, y nos persuade para que le acompañemos. Aliosha y yo vacilamos fugazmente antes de montar en su Moskvich proclive a los accidentes.

Pero en él no hay micrófonos ocultos y podremos conversar con más tranquilidad que en el Volga.

Rumbo al hipódromo, Aliosha mira pasivamente por la ventanilla —como yo lo hago a menudo— en tanto el jocundo Ilia cuenta el último chiste de la mañana, una variante de la nueva moda que consiste en trocarlo todo por su opuesto, para mofarse del principio hegeliano adoptado por Marx. La escena se desarrolla en los aposentos privados de Brezhnev en el Kremlin, adonde esa misma noche del 22 de mayo conducirá orgullosamente a Nixon, después del suntuoso festín. La cena opípara y el alcohol abundante han intensificado su tendencia compartida a verse como los adalides de sus mayorías silenciosas y sus nobles amigos, incomprendidos por sus respectivos intelectuales.

—Dime, Lenny —exclama el Presidente—. ¿Cómo marchan realmente las cosas aquí? Me refiero a la chusma.

—Te juro, Dick, que los rusos son fabulosos. Arrestamos a los malditos disidentes, y ni una palabra. Aumentamos el precio del pan, y siempre nada. Eliminamos los ahorros inflacionarios al desvalorizar nuestros bonos obligatorios... y siguen aplaudiendo al Partido. No hay como el pueblo ruso.

—Dios mío —gime el envidioso Nixon—. ¿Cómo podría inspirar yo un poco de patriotismo auténtico?

Brezhnev apoya la mano sobre la rodilla de Nixon.

—Disculpa, Dick. Le he prometido a Kissinger que no exportaríamos la revolución... ¿Pero no te parece que quizá deberíamos desembarazarnos de ese judío entremetido?

El chiste regocija a Ilia porque pone al desnudo el turbio cinismo que consolida la nueva distensión soviético-norteamericana: ambos bandos renuncian a todos los principios. Alentado por mi risita, examina rápidamente otras nuevas historias y planes encaminados a burlar el sistema. La iniciativa de un funcionario teatral, colega suyo, que consiguió sumarse a un grupo que viajó a Japón, estimula su curiosidad comercial. Al viajero le resultó muy difícil reunir los mil rublos —casi el salario anual del trabajador ruso medio— para pagar el precio total de la gira, pero en Tokio compró dos grandes mantas de pelo de Angora. Al regresar las cortó en cuarenta tiras que vendió como chales, a veinticinco rublos cada uno. Con eso pagó el viaje, y los rotuladores y otras chucherías fueron pura ganancia.

Ilia saluda con un silbido la proeza —o el rumor, que tanto da— y relata su última hazaña personal, encaminada a solucionar el problema de la escasez de piezas de recambio. La reparación de un Volga de propiedad privada se puede realizar generalmente en un taller oficial, mediante pago o soborno, porque la mayoría de los organismos del Gobierno utilizan dicho vehículo. Pero la reparación de un Moskvich incluso puede poner a prueba el ingenio de vividores como Ilia. Sin embargo, su propio coche acababa de ser sometido a una compostura total. Bastó con ampliar la garantía de fábrica por un lapso insignificante de ocho meses, falsificación de poca monta perpetrada por un dentista de pulso firme que le cobró menos que por una incrustación de oro.

—Experimentas una gratificación moral al defraudar a la fábrica que produjo semejante basura.

Sale bien parado de su ya habitual serie de maniobras equivocadas y llega a la Leningradski Prospekt. Allí se ha congregado un millón de policías: estamos sobre la ruta que seguirá Nixon desde el aeropuerto. Aprovechando la relativa seguridad que ofrece la ancha avenida, Ilia inicia un monólogo acerca de la obsesión de su familia, mucho más fuerte que la que le ata a los automóviles y los caballos de carrera.

Los ascendientes de Ilia eran judíos de Odesa, la Marsella de la Rusia prerrevolucionaria, con su barrio portuario, que era escenario de alborotos, mezclas raciales y actividades criminales. Su abuelo, un sastre de la alta sociedad que viajaba anualmente a París para copiar diseños y tener la satisfacción de hablar francés, era un elemento superfino en la nueva unión de obreros y campesinos. Y en verdad, un mes después de la implantación del régimen soviético en la ciudad, los reclutas de la Cheka —predecesora de la NKVD y la KGB— le visitaron para echarle un vistazo y para expropiar los bienes que les llamaron la atención. Cuando los matones se hubieron ido dando un portazo, su abuelo se dedicó a esconder el resto de su oro y sus valores en huecos dispersos por las paredes. Luego el soviet urbano requisó seis de las ocho habitaciones del apartamento, y las cedió a miembros del lumpen-proletariado que obstruían continuamente los retretes. Así se perdieron inmediatamente tres cuartas partes de la fortuna. Era impensable entrar clandestinamente y rescatarla, o proponer un trato a los nuevos vecinos, que estaban inflamados por el odio de clase típico de los desheredados victoriosos. Habría bastado que alguien elevara una denuncia a las autoridades para que fusilaran al ex explotador.

El antiguo barón de los sastres de Rusia meridional envejeció rápidamente, sin poder darse siquiera el gusto de echar una mirada ocasional a sus riquezas. Además, ahora traía a casa apenas los víveres suficientes para alimentar a sus hijos, y menos de lo indispensable para él mismo. Incluso cuando había vituallas en el mercado, él no compraba más por miedo a las delaciones, y murió en 1921, tan cerca y tan lejos de su tesoro. Al regresar del cementerio, la familia descubrió que la séptima habitación estaba ocupada por nuevos vecinos, y que les habían robado los muebles que aún conservaban. Gobernados ahora por el padre de Ilia, un escritor cómico de folletines periodísticos, los cinco miembros de la familia se hacinaron en el único cuarto que les quedaba: tres generaciones en quince metros cuadrados. Las riquezas ocultas en esas cuatro paredes les permitieron superar varias crisis inimaginables durante las hambres y purgas subsiguientes. Triunfaron, lo que equivale a decir que sobrevivieron.

Pero cuando el padre de Ilia terminó de prestar servicios en la Segunda Guerra Mundial, no regresó a ese cuarto, ni siquiera a Odesa, cuya importante comunidad de escritores judíos estaba siendo aniquilada en ese mismo momento, en el marco de la pavorosa campaña de posguerra contra los «cosmopolitas». La provinciana Kaluga, donde se estableció con su familia, estaba mucho más a salvo de las denuncias y ejecuciones. Nuevamente sobrevivieron indemnes hasta que la muerte de Stalin les libró del terror, pero el tesoro oculto se hallaba más lejos que nunca de sus manos. Esto le indignaba, especialmente a Ilia, que ya había crecido y vivía desahogadamente en Moscú. Había iniciado su vida rumbosa de ropas importadas, restaurantes costosos y mujeres bellas, y para mantenerla necesitaba urgentemente joyas y oro. No se trataba de que aborreciera el régimen soviético, o por lo menos no lo odiaba únicamente por los padecimientos de su familia. Pero al margen de la política, ese dinero desaprovechado le enfermaba.

Hizo varias visitas a la casa próxima a la célebre calle Deribasovskaia de Odesa. Cuando la miraba le transpiraban las palmas de las manos. Sentía la presencia del tesoro en su interior... pero no se le ocurría ninguna estrategia para recuperarlo. En cada oportunidad, se paseaba durante una semana como un león enjaulado y después volvía a Moscú. Cuando se enteró, tres años atrás, de que existía el plan de reconstruir el viejo edificio como anexo del museo histórico, su desesperación se intensificó y sus consultas con Aliosha asumieron un nuevo clima de urgencia. Cada vez que se encuentra con él no pierde la oportunidad de pasar revista, como dice ansiosamente, a su colección de ideas inútiles. Esto es lo que también hace hoy.

Nos aproximamos al hipódromo y se interrumpe para dedicar toda su atención a la tarea de conducir y aparcar. Una vez concluida la operación, apresuramos la marcha para sumamos a la multitud que, aprovechando la belleza del día, asiste a las últimas carreras.

Es entretenido visitar el hipódromo, de cuando en cuando, como si fuera un parque de atracciones. La idea de jugar por dinero en la Unión Soviética es regocijante, pero la pista de carreras es, en sí, tan lúgubre como una orquesta de jazz de Volgogrado. Los rostros de la multitud son los más graciosos: jubilados zaparrastrosos que pasan todas sus horas y derrochan sus últimos kopeks en las graderías; aspirantes a gángsters con bigotitos finos. Periódicamente, los diarios hacen una campaña en favor de la clausura del hipódromo, y se refieren a las carreras amañadas, a los jugadores compulsivos que desfalcan fondos del Estado, y a las «heces de la sociedad» que pululan en ese intolerable centro de oprobio enclavado en la capital de la nación. Pero aquí todos tienen la nariz metida en sus hojas de pronósticos, como si los artículos indignados hicieran relación a algo que sucede en el continente africano.

Desde el punto de vista físico, las crujientes gradas de madera también recuerdan un tanto al parque de atracciones de Coney Island. Después de abrirnos paso entre matones y adolescentes que llevan los mensajes de los tahúres de poca monta, como otrora lo hacía Aliosha, encontramos un lugar libre junto a la baranda. Por fin la tarde toma forma. No siento verdaderos deseos de estar aquí, pero no se me ocurre ningún otro lugar donde preferiría hallarme en este momento, e intuyo que un poco de acción despejará las ambigüedades.

Nuestra primera carrera, la novena y penúltima del programa, comienza a las 3,40... y luego a las 3,45 porque se produce un contratiempo y hay que alinear nuevamente los carruajes.

—¿Cuál te gusta? —pregunta urgentemente una voz rezagada por encima del bullicio.

Y cuando los siete trotadores desfilan frente a nosotros se eleva un coro de «Vamos, vamos», con una entonación universal. Pero apenas proclaman al ganador —Burma, guiado por una mujer musculosa— los tacos que salen de labios de los apostadores desilusionados son mucho más soeces que en el estadio de Yonkers.

—Mierda.

—Grandísima puta.

—Coño de yegua, molestó a los competidores.

Mientras Aliosha e Ilia están haciendo sus apuestas para la última carrera, contemplo a la mujer que está a mi derecha, una arpía arrugada con botas y abrigo de invierno. Gradualmente, tomo conciencia de que un hombre vestido con una zamarra me codea por el otro costado. Entablo una conversación intrascendente. Divaga en dialecto campesino acerca de la suerte, la vida y las penurias de Siberia, que él... «eh... ha visitado en una oportunidad», aunque por alguna razón se turba cuando le pregunto de dónde es. Por fin masculla «de Odesa», pero cuando le pregunto a qué actividad se dedica allí, pensando en la casa de Ilia, se toma belicoso. Le vuelvo la espalda al excéntrico desconocido, mas entonces palpa le tela de mis pantalones e inquiere de dónde soy yo, el muy entrometido...

—Eres norteamericano. O no. ¿De veras, de veras? Brindemos por eso. Quiero compartir una botella contigo. Insisto.

Consigo disuadirlo cuando menciono a mis compañeros, y pronto lucimos la sonrisa lela de quienes no tienen nada más que decir. Sin embargo, pocos minutos después vuelve a acercar los labios a mi oído.

—En tus Estados Unidos... ¿se cometen delitos?

Confirmo la triste verdad.

—Eso es lo que siempre dicen nuestros diarios, pero... bien, tú sabes. Es bueno oírlo de un testigo veraz. Dime, ¿hay muchos delincuentes?

—Demasiados.

—Espera, no me aturdas. Por ejemplo, ¿hay karmanchiktí

Mi memoria suministra la traducción, pero mi imaginación no funciona. Visiblemente satisfecho con mi respuesta —claro que hay carteristas— el individuo esmirriado se da vuelta con expresión pensativa, y un minuto después me encara nuevamente.

—Transmíteles nuestros saludos. Los carteristas rusos abrazamos a nuestros colegas norteamericanos, con un sincero espíritu de paz y amistad.

Cuando descifro las claves —por qué estaba tan interesado en mi ropa, por qué se aproximó tanto, qué había ido a hacer a Siberia— me alejo instintivamente un paso. El experto profesional lee en mis ojos.

—Por el amor de Dios, no te preocupes. No te desplumaré a ti. ¿Desvalijar al Tío Sam? No soy un traidor.

Es el día señalado para que me traten como norteamericano. Al enterarse de la novedad, el taxista que me conduce a la Universidad me endilga un discurso acerca de mi presidente, que ya ha llegado al aeropuerto Sheremetievo. Con la gorra calada sobre los ojos, el chófer se lamenta de que perdió noventa minutos porque buena parte del centro de la ciudad está clausurado hasta que haya transitado la comitiva. Un destacamento de policías ordenó que todos los conductores de su calle aparcaran junto a la acera, haciendo caso omiso, hasta que llegaran nuevas órdenes, de las súplicas de quienes deseaban desplazarse por otra ruta. Pero no obstante su enojo, está sorprendido de que no me haya sumado a las multitudes que vitorean a Richard Nixon.

—¿No estás orgulloso de tu propio presidente? La gente debe defender a su patria, o ésta se debilitará. Nosotros somos un ejemplo. Incluso tus patrones norteamericanos vienen aquí para aprender. Para negociar acuerdos... porque somos fuertes.

Después de la última carrera me separé de Aliosha e Ilia para ocuparme de algunos asuntos particulares en mi habitación. Ilia ha saludado los cuatro rublos que ganamos con un burlón «Nuestra Suerte Descansa en Nuestras Propias Manos», consigna que se emplea para estimular la productividad, a lo cual Aliosha respondió con un viejo proverbio ruso: «La suerte no existe... y tampoco te molestes en esperar la dicha.» Fiel a su inusitado pesimismo, y a su extraña conducta de todo el día, le pidió a Ilia que le sustituyera en una cita que tenía a las cinco con una ninfa. Volvió a su casa y me pidió que fuera a visitarle lo antes posible.

La residencia casi destila alegría en la tarde de primavera.. Antes de iniciar mis fastidiosas diligencias, respondo a una nota que me ha dejado Masha, solicitando que me comunique inmediatamente con ella. Después de señalar el techo —lo cual es una tontería, porque estoy seguro de que en su cuarto no hay micrófonos ocultos— me arrastra al corredor para anunciarme que han detenido a Chinguiz.

Está casi segura. Se lo llevaron la noche anterior. Para evitar que los activistas judíos provocaran situaciones incómodas, todos los rebeldes conocidos permanecerán encerrados mientras dure la estancia de Nixon, y en la Facultad de Filología ha circulado el rumor de que Chinguiz se había ofrecido para prestarles algunos servicios o tenía algún otro tipo de vinculación con el movimiento disidente.

Encontramos un lugar donde estamos al abrigo de oídos indiscretos, en el hueco de la escalera. Masha cuenta una historia que me duele por la parte de responsabilidad que me corresponde en la desgracia de Chinguiz. Hace un mes, le convocaron a una oficina del edificio principal y le entregaron un manuscrito. Era el borrador de un artículo periodístico en el que se hacía relación de mis pecados, desde la «depravación» hasta la «falta de respeto por los representantes electos del Soviet», y que, según entendió, sería publicado instantáneamente si me expulsaban por mezclarme con elementos nocivos. Entre los testomonios que me desenmascaraban como instigador de conversaciones antisoviéticas figuraba una declaración de Chinguiz. El autor de la nota, un periodista maduro que se especializaba en las transgresiones de la colonia occidental, le pidió que firmara su testimonio.

Chinguiz respondió que nunca me había oído hacer esos comentarios ni había observado que mi conducta fuera la que allí se describía. El periodista vociferó que ésa no era la actitud que se esperaba de un ciudadano soviético y lo amenazó con la expulsión. El relativo liberalismo del rector y la argumentación muy endeble del autor del artículo convencieron a Chinguiz de que ésa era una mala farsa, pero Masha piensa que el episodio está relacionado con la detención. Quizás el periodista recurrió al vicerrector, conocido por sus tendencias stalinistas. El hecho de que quien ordenó la confección de la denuncia haya escogido a Chinguiz para convertirlo en uno de los «testigos», también es ominoso.

La noticia asume la forma de un ataque desde muchos flancos. Como Masha no pertenece a la fraternidad de la oposición temperamental, me siento incómodo al hablar con ella de política. Hace pocas semanas, sin ninguna justificación, me acusó de pensar, «como todos los norteamericanos», que los palestinos son infrahumanos. Nuestra relación descansa sobre la premisa de eludir todo lo que separa a Oriente de Occidente, y sólo una circunstancia de esa gravedad pudo haberla inducido a franquearse acerca de la presión ejercida sobre Chinguiz y acerca de los subterfugios del periodista. Pero por supuesto, el más perjudicado es Chinguiz. No puedo hacer nada por él. Mientras no sepa a dónde lo han llevado, y por qué, sería contraproducente contar la historia a un corresponsal occidental. Cuando nos damos cuenta de nuestra impotencia, Masha y yo quedamos fugazmente unidos por un vínculo de camaradería, hasta que ella vuelve a experimentar un sentimiento de rencor y me acusa sin palabras de haber comprometido a Chinguiz con mi necio liberalismo.

La verdad es que él desdeñaba mis ideas políticas. A diferencia de otros disidentes, si es que se cuenta realmente entre ellos, Chinguiz aún consideraba que el socialismo marxista es la última esperanza para el progreso. Tenía más conciencia que la mayoría de sus compatriotas de que la sociedad soviética era, en muchos sentidos, más autocrática que los peores regímenes zaristas, pero insistía en que si se eliminaba la dictadura esto cambiaría, en tanto que las apariencias de opción que había en Occidente —un voto para el banquero, uno para el negro parado— sólo servían para subrayar las imposibilidades. El capitalismo, con su infraestructura de contradicciones, hipocresía y codicia, nunca podría dar como resultado algo noble.

En nuestro último encuentro discutimos el Homenaje a Cataluña de George Orwell, que él había leído trabajosamente con sus rudimentarios conocimientos de inglés. Lo que le impresionó no fue la campaña sanguinaria de los soviéticos encaminada a asumir el control de las fuerzas republicanas durante la guerra civil española, porque él había previsto cabalmente esa crueldad. En cambio, la confianza inalterable de Orwell en el socialismo democrático reforzaba la suya propia. Me leyó un pasaje que había copiado concienzudamente: «En todos los países del mundo, una numerosa tribu de funcionarios del Partido y de arteros profesores de baja estofa se afanan por ’demostrar que el socialismo no significa sino el capitalismo planificado del Estado, que deja intacto el espíritu de lucro. Pero afortunadamente existe una visión del socialismo muy distinta de ésta.»

Por tanto, Chinguiz nutría su idealismo con Orwell, así como antes lo había nutrido con Maiakovski... no obstante las grandes reservas y desilusiones que demostraban ambos hombres. Él también necesitaba consagrarse a algo noble. Y como última ironía, el libro de Orwell, que yo le había conseguido, era un libro prohibido. Pero no puedo hablar de nada de esto con Masha. Si Chinguiz ha desaparecido verdaderamente, no sólo lo perderé a él, sino que también perderé en parte la amistad de ella, por razones absolutamente equivocadas.

Cuando despierto en mi querida litera, me siento mejor. Quizá no fueron las noticias acerca de Chinguiz las que me dejaron tan exhausto, sino el estar en pie desde las seis de la mañana. La luz se ha reducido a una intensidad crepuscular, y hacia el Norte todo tiene la transparencia de la noche de primavera. Permanezco inmóvil, experimentando simultáneamente la gran libertad de tener a mi disposición una ciudad entera, sin que ninguna obligación me ate a nadie, y una restricción mayor sobre todas y cada una de las libertades. El infortunio de Chinguiz ya parece sellado.

Al ver que estoy despierto, Viktor enciende la radio. «Brigada del Trabajo Comunista... compromiso voluntario... plan anual de producción de linóleo...» Un coro altisonante de «Rusia, Madre Mía», refuerza mi sensación de encontrarme prisionero. ¿Y qué decir de Viktor, quien sin duda aportó sus testimonios al periodista, pero que no hizo ruido, respetando mi siesta?

No puedo prestar atención a mis obligaciones. Ahora sólo deseo hacer una cosa determinada, y la certidumbre de que sucumbiré me llena de un caviloso placer egoísta, condimentado por el remordimiento. Sí, intentaré ver a Anastasia.

Para silenciar una voz disonante doy un largo trago de la botella que guardo en el baúl, y después me encamino hacia el metro, aligerado por la ducha. El estado de trance parcial en el que caigo cuando obedezco a la llamada de Anastasia esfuma la imagen refulgente del tren cuando éste llega: filtra todo lo que cruza por mi campo visual e impide que se grabe nítidamente. Cuando atravesamos el puente sólo atino a aspirar la fragancia del río henchido. Toda la tierra está activa, como una glándula estimulada. ¡Estas sensaciones podrían unimos mucho más que las citas en escaleras húmedas! La dulce primavera, cuando la naturaleza reúne a todas las parejas, cuando mi propia naturaleza es inmensamente más dichosa y podríamos disfrutar mucho más, juntos, que durante el invierno mezquino.

Pero en la otra margen el tren se introduce bajo tierra. El viaje entre una estación y la otra dura una eternidad. Reprimo la premonición claustrofóbica de que jamás voy a salir de allí. Los respetables ciudadanos sentados frente a mí parecen tan atildados como otros tantos burgueses, y me pregunto si me habrán visto beber un trago de mi botella de bolsillo. «Reservado para Niños e Inválidos» y «¡Prohibido apoyarse aquí!», leyendas que se graban en una placa de mi memoria, como el viejo anuncio de Camels, de Times Square... Por fin llegamos a una hermosa estación nueva y un grupo de turistas queda previsiblemente atónito... ¿pero qué hacen en esta zona poco frecuentada de la ciudad? ¿Y por qué subo por esta escalera mecánica interminable cuando sé que el momento de placer que he venido a buscar no hará más que arrastrarme a los abismos?

El profesor vive en el pasaje Troitski Primero, una travesía sinuosa próxima a la antigua oficina de Aliosha. La primera vez, me resultó difícil encontrarlo, como siempre. Hay, desde luego, un Troitski Segundo y un Troitski Tercero ovillados alrededor del Primero, así como una calle Troitski. Pero nadie había oído hablar de Troitski en ninguna de sus versiones, y el hombre que finalmente dijo conocerlo hizo el habitual ademán vago y murmuró un lacónico «por ahí», como si hubiera que evitar aun en esto un exceso de orden. La propia incertidumbre refuerza mi sensación de estar en casa ahora que sé orientarme por el laberinto.

Los comparsas representan sus papeles contra el telón del atardecer apacible. Los adolescentes vagabundean, fuman, silban a las chicas reunidas en un pequeño campo de juegos por donde paso, y en una tienda de comestibles del pequeño-burgués pasaje Segundo, los clientes se apiñan en la sección de licores para asegurarse su ración de alegría. Me asocio a este homenaje al poder del vodka bebiendo otro trago de mi botella, y luego corto camino atravesando una parcela donde una mujer rolliza se levanta de un banco para pedirme que le enhebre la aguja bajo la luz menguante. ¡Oh, la naturalidad del pueblo ruso en su numerosa y a veces feliz familia! La mujer deduce que estoy achispado porque no consigo introducir el hilo, y me dice «hijo mío».

Desde la cabina que utilizo para estos menesteres le telefoneo al profesor. Sería absurdo que me quedara a esperar su regreso porque es posible que ellos ya estén en casa. Una muchacha dice «Hola», y antes de darme cuenta de que es un número equivocado la confundo con Anastasia y cuelgo deprisa. Entonces sonrío, imaginando cómo Aliosha habría perseguido a esa anónima voz adolescente de contralto. Un trago de magia blanca para serenar mi pulso, dos llamadas sin respuesta para verificar que la presa realmente no ha llegado. Me apresuro a ocupar mi atalaya antes de que vuelvan.

Me oculto dentro del zaguán que conduce a su patio. Deben pasar por aquí porque la entrada de delante está permanentemente cerrada con llave, pero no me verán detrás dé la puerta que ellos mismos abrirán. En cuclillas sobre una capa de hojas del otoño pasado, escudriño la acera de enfrente desde abajo del marco herrumbrado. Nada sospechoso, nadie me vigila a mí. El barrio consiste en una mezcla de nuevos edificios prefabricados y de claudicantes construcciones de madera convertidas en viviendas comunitarias. La casa de apartamentos prerrevolucionaria del profesor es el edificio más sólido del entorno, exceptuando la torre del Club Militar Soviético, que descubro a lo lejos cuando fuerzo la vista.

Mi reincidencia en esas travesuras infantiles es reconfortante y degradante al mismo tiempo, constituye un nexo con mi yo íntimo, una prueba de que sigo siendo el mismo. Una vez más estoy en octavo grado, espiando a la chica que me «gusta»... Me pregunto qué seré cuando crezca... Me pregunto también cuánto tiempo ha transcurrido y por qué no soporto usar un reloj. Otros tragos sorbidos de la botella alivian el entumecimiento de mis rodillas, ¿pero dónde diablos está Anastasia? Quiero verla mientras mi borrachera está bajo control. Me hace esperar, como en los viejos tiempos.

Por una ventana abierta pasa el fragor de la Tijuana Brass, y ahora una sonata de Mozart para piano que alguien practica varias plantas más abajo. En el rincón más oscuro del patio, una pareja adolescente estudia el progreso de la mano de él debajo de la blusa de ella. Un hombre rechoncho, con una camiseta de satén, se asoma de una escalera distante para ahuyentarlos, mientras bufa contra la situación en que se encuentra la moral pública. La chica se acobarda, y su enamorado retrocede, murmurando «Bésame el culo». Un niño de menos edad pasa corriendo detrás de un gato vagabundo.

El hombre rechoncho vuelve a su cuarto para ver la televisión en un aparato con un cristal amplificador ahumado. Esto lo sé porque cuando fui a buscar el apartamento del profesor por primera vez, llamé a su puerta. El protector de la moral socialista se estaba hurgando los dientes con un cortaplumas. Con los ojos clavados en el partido de fútbol, hizo un comentario acerca de mi acento, y yo le dije que era checo para alejar sus sospechas. Me informó que el ruso es el mejor idioma del mundo, y que lo habla casi toda la gente civilizada.

—Usted es un ejemplo, ve la necesidad de aprender ruso. Ahora nadie vale nada si no lo sabe hablar. La ciencia, la cultura... todo lo que importa está escrito en la lengua de la Madre Patria.

Le pregunté qué otros idiomas conocía, y ya estaba retrocediendo hacia el hueco de la escalera cuando vi que se le congestionaba el rostro.

Cuando el gordo desaparece, Irina Sergueevna entra en el patio haciendo sonar sus pantuflas descuajaringadas. Curiosamente, el gordo, su repulsivo vecino en el apartamento comunitario, fue el primero que me habló de ella. Al pasar frente a su puerta, resolló innecesariamente:

—Ha salido... al teatro.

Evidentemente, «teatro» era una palabra obscena, del enemigo de clase. En realidad, ella estaba viendo El jardín de los cerezos por trigésima vez en cuarenta años.

Sé que si rememoro la vida de Irina Sergueevna me refrescaré, pero quizás esto sea mejor. Evoco las instantáneas desteñidas que me ha mostrado: una mujer cimbreante cogida de la mano de su esposo. En una de ellas luce una capelina; en otra, un velo de encaje. Nunca imaginé que esas cosas despertaran interés durante el primer Plan Quinquenal.

Ocho años antes, ella, huérfana, estudiaba con una beca en la mejor escuela de segunda enseñanza de Kazan. Dos comunistas —los primeros que ella veía— emocionados con la victoria en la guerra civil, irrumpieron en la clase de francés para comunicarle a su profesora el nuevo programa de estudios socialistas. Ninguno de ellos sabía una palabra de francés, exceptuando el epíteto bourgeois. Pero más que esto, lo que le dio a la tímida escolar la lección de su vida, fue el ruso que hablaban los nuevos amos locales, un patois abyecto en el que se mezclaban la jerga del hampa y la malevolencia contra los mejores.

Hasta entonces, las monsergas antibolcheviques que le soltaban en la escuela la habían inducido a admirar secretamente al misterioso Lenin. Pero fuera lo que fuere lo que él intentaba hacer en Moscú, una mirada a los sujetos que controlaban la política en el nivel popular le bastó para intuir hacia dónde era probable que se encaminara el país. Irina Sergueevna sabía que era peligroso contrariar a los frecuentadores de tabernas, pero ni su mansedumbre innata ni el apocamiento que cultivó premeditadamente a partir del episodio revelador del aula la salvaron de correr la suerte reservada a millones de personas menos prudentes. Por eso, sus compañeros son el teatro y los libros.

En 1934, se trasladó a Moscú con su marido, un talentoso ingeniero, y su hijita, que era la niña de sus ojos y a la que sus vecinos apodaban «Ángel». Mamá, que se había graduado como médico, trabajaba en un hospital para tuberculosos, con doble tumo. Dos años más tarde, Irina Sergueevna le trasmitió involuntariamente a su hija la meningitis de un enfermo de su sala, y la pequeña murió. Sólo las vigilancias nocturnas de su marido la salvaron de la locura.

Sus pesadillas cesaron el bendito día en que descubrió que estaba embarazada nuevamente. Tal vez era un error traer otra criatura al mundo aterrorizado por las purgas, pero en una época en que incluso los leales amigos temían conversar con franqueza, la pareja solitaria necesitaba un vástago a quien consagrar sus instintos normales. La única esperanza que les quedaba de recuperar la esperanza misma, estaba en esa sustituta de la desaparecida Ángel. Palpaban el vientre abultado, trabajaban con más empeño que nunca, contaban las semanas.

Cuando faltaban quince semanas, el ingeniero fue detenido. Un antepasado suyo había emigrado de Wurtemburgo a Kazan, a principios del siglo XVIII, invitado por Pedro el Grande. El ingeniero aún ostentaba el apellido alemán de su familia: prueba de que era agente de la Gestapo.

Irina Sergueevna se sumó al enjambre de esposas y madres, mudas e histéricas, que pululaban en torno de las oficinas con la esperanza de averiguar si sus maridos, hijos y padres estaban vivos. Los viajes de prisión en prisión, las jornadas de espera en medio del frío invernal, le provocaron un aborto, y perdió la razón de su vida junto con su capacidad para engendrar otra criatura. Cuando le dieron de alta en el hospital, se enteró de que su esposo había sido fusilado.

Durante los primeros años vivió como un zombie. Empezó la guerra. Una sobrina enviada como enfermera al frente la revivió al dejar una hija bajo su custodia, pero alguien —probablemente el Rechoncho, su vecino— la denunció como esposa de un enemigo del pueblo, inepta para criar a una niña soviética. Le quitaron la criatura.

Irina Sergueevna se dedicó a cuidar heridos de guerra. El día de la victoria, un cirujano le propuso matrimonio, pero un funcionario del Partido que trabajaba en el hospital alertó sobre el peligro de que una mujer contaminada se casara con un «cosmopolita». El judío sospechoso fue trasladado a otro lugar; Irina Sergueevna volvió a los tuberculosos y a su excéntrico amante, el teatro, convirtiéndose insensiblemente en una jubilada de edad mediana.

Al recordar su historia, ansio hacer algo que la enaltezca... y me enaltezca a mí. Es sacrílego comparar las dos tragedias, pero la pérdida de Anastasia me ha ayudado a entender las privaciones de Irina Sergueevna. Me inspira, incluso, un mínimo de envidia: su soledad fue provocada por la crueldad ajena; la mía, por mis patéticas ilusiones. Mi compulsión de destrozar mi vida, para luego autocompadecerme... ¡Dios, qué llorón soy!

La primera gota de un traicionero chaparrón estival, traída por el viento emboscado, se estrella contra mi frente. Vuelvo a recurrir a la botella para que me proteja del agua. Mi suerte perra. O quizás un dios de la lluvia me ordena que cierre el pico. Hablo demasiado.

El café hacia el que corro después de buscar rápidamente un refugio próximo ocupa un edificio nuevo, chato, en medio de las tiendas locales. Sin ninguna razón visible, la mitad de las mesas ostentan cartelitos con la leyenda «Aquí no se atiende», y las camareras me ahuyentan para defender sus sectores vacíos. Pero ahora ha empezado además a granizar, y después de recibir algunas pedradas en la cola vuelvo a abrirme paso a empujones y me apodero de uno de los asientos libres.

He sido muy sagaz, porque el espectáculo es uno de los mejores. A la vista de los parroquianos que se empapan en la cola, varias camareras fuman congregadas en el corredor que conduce a la cocina. La jefa, una mujer desaliñada que luce un prendedor con la imagen de Lenin, devora hamburguesas en la mesa del rincón. Finalmente, un cliente se resigna a no cenar y la regaña por ese caos escandaloso que supone dejar a los ciudadanos bajo la lluvia y «engullir» mientras los demás esperan.

—¿Comer? —la respuesta es un chillido de cólera—. ¿Y por qué no habría de comer? Estoy aquí desde las seis de la mañana. ¿Usted es el único que tiene derecho a alimentarse? ¿Acaso debo trabajar como una esclava hasta desplomarme exhausta?

Después del altercado habitual, un pulcro caballero sentado a mi mesa consigue encargar su cena, y luego intensifica gradualmente el volumen de los golpes que da con el tenedor sobre el mantel encerado para demostrar hasta qué punto le impacienta la larga espera. Finalmente, nuestra camarera le sirve los tres platos simultáneamente, satisfecha porque sabe que cuando concluya la ensalada de berenjenas la sopa estará fría y la salsa de pescado congelada. A continuación, la camarera se encarniza con la mujer sentada al otro lado de mí, que ha pedido un pimentero que contenga pimienta.

—Todos los días tengo que llevar a mi hijo caminando hasta la escuela, y traerle de vuelta, de modo que no me fastidie —sisea la camarera—. Mi esposo bebe pero no presta ninguna ayuda.

La mujer murmura una excusa y prescinde de la pimienta. En ese momento, mi vecino, con el estómago lleno, se pone filosófico.

—Les bastan unos pocos borrachos por noche —reflexiona—. Timándolos ganan lo suficiente para enviar al resto de los clientes a la madre de los infiernos.

Lo que no sospechan es cuánto disfruto yo. Toda la velada ha sido demasiado cochinamente solemne. Por alguna razón —o quizá porque el nombre de Nixon resalta en la primera página del Pravda con el que mi vecino de mesa está fabricando un gorro para resguardarse de la lluvia— la escena me recuerda la proximidad de mi presidente. Uno o dos kilómetros al sur del Kremlin, debe estar atracándose en la comilona oficial: caviar, esturión bañado en champán, solomillo y carne de venado ahumada con fruta. El colmo. Y manifiesta su agradecimiento y el de Pat por la hospitalidad. Me figuro su estilo: «Los Estados Unidos y la Unión Soviética son dos grandes potencias... los nuestros son dos grandes pueblos... Nos reunimos para inaugurar una nueva era en las relaciones entre nuestras dos grandes y poderosas naciones... Nunca dos pueblos han enfrentado un desafío más formidable ni han tenido un objetivo tan extraordinario...»

Al imaginarme los brindis intercambiados en el Salón de Banquetes del Kremlin me siento más feliz que nunca de estar en ese tugurio, y levanto mi vaso rajado con una mueca burlona. Para apuntalar mi alegría bebo vino de Crimea, la única bebida alcohólica que a esa hora no está tachada en la lista. También he pedido un picadillo que la mujer me insta a terminar porque estoy «flaco»... De pronto, me harto del uno y del otro y siento necesidad de salir a tomar aire.

Nuevamente fuera, recuerdo que me he olvidado de recoger el cambio y maldigo a la puta camarera que me ha timado tres rublos. Pero qué diablos, también la admiro... y admiro a mi compañero de mesa que me advirtió discretamente lo que me iba a ocurrir. La lluvia ha formado grandes charcos sobre la acera, pero el resto del asfalto ondulado ya empieza a secarse. Para disimular mis zigzagueos juego a eludir el agua. Sin embargo, tropiezo y caigo en la alcantarilla. Mi manga de ante se cubre de cieno.

—Ha sorbido su ración —comenta una pareja al pasar. Yo me pongo en pie majestuosamente.

¿Es hora de dar por concluida la velada? Vuelvo a telefonearle al profesor y descubro, parcialmente compungido, que no está en casa, de modo que podría suspender el último acto. La claustrofobia alcohólica me impide introducirme en mi escondite habitual, pero ahora el patio está silencioso y los oiré llegar con tiempo para deslizarme detrás del portón. Eso es lo que hago cuando un coche dobla la esquina. Falsa alarma. Me pregunto si el tiempo puede retroceder realmente, como postula la nueva física. En la entrada a la casa del profesor, un cartel mural anuncia un curso de conferencias gratuitas sobre «Nuevas Formas de la Lucha de Clases Mundial». Abajo, un cartelito ofrece en venta una tabla para planchar, usada pero barata.

Me sumerjo en una nostalgia tan ansiosa que suena en mis oídos su partitura musical, Till Eulenspiegel, de Strauss. Recuerdo mi primer trabajo como mandadero de una tienda de pinturas, cuando el patrón dijo que era obvio que yo me esmeraba, pero que se veía obligado a despedirme porque los negocios marchaban mal. Omito la gratitud por el don de la memoria, y procuro descubrir la clave de mi existencia encerrada en este episodio olvidado. En ese momento se detiene un taxi. Sé que es el de ellos porque he vivido el trance anteriormente.

Lo que me paraliza no es el miedo sino la incomprensión. No puedo discernir los impulsos antagónicos que se disputan el control de mis extremidades. La luna de mayo se desprende de la última nube de tormenta. Anastasia aparece en el portal, seguida por el profesor, cuya larga pierna tropieza con el marco. Ella luce el vestido que reserva para el Bolshoi y lleva un bolso de mano. Sé que han asistido a un buen teatro. Y que ella, aunque atada todavía por la lealtad y la admiración intelectual, no puede vencer el retraimiento del profesor. Ya son desdichados cuando están juntos.

¡De modo que mi rival también es débil! Me gastaría saludarle antes de esconderme, pero mis pies continúan atascados en el lodo formado por la lluvia. Todos los movimientos de Anastasia son muy familiares, tanto como la Danza eslava de Dvorak que ahora interpreta mi orquesta cerebral. Deseo formular algún comentario acerca de su belleza, más lo único que se me ocurre decir es que la convivencia con un hombre ha pulido su esplendor. Es una Catherine Deneuve intacta.

Pero la he idealizado durante demasiado tiempo, olvidando su sensualidad. La ligera protuberancia asiática de su boca me recuerda la franqueza con que hacía el amor, su lascivia sin inhibiciones. Mi estómago empapado queda exangüe, en medio de grandes palpitaciones... más deprisa, ahora, porque su reacción al verme es de halagado deleite. Qué cosa extraña, la transforma inmediatamente en una mueca de reproche contra mi atolondramiento juvenil, apretando los labios.

¡Es un error que me haya ocultado a medias detrás de un árbol, en lugar de mostrarme totalmente! Pensará que pretendía espiarla por las ventanas... como lo hice en otra oportunidad, cuando trepé al viejo chopo imitando las hazañas de los niños por las tardes. Pero no esta noche. Se acerca a mí como si yo fuera el gandul del patio. Deseo ser imponente y sin embargo humilde, desplegar mi flamante virtud y llevarme su mano a la frente... cien cosas al mismo tiempo. El muy torturado gato vagabundo pasa corriendo entre nosotros, en dirección al portal, y le hace olvidar el discurso que pensaba endilgarme. Anhelo oír mi sentencia de labios de la encumbrada princesa, que ya avanza acompañada por los acordes de Scheherazade. El profesor la alcanza. Su expresión revela que sabe quién soy, y se siente ofuscado. El pobre parece dispuesto a cederme por esa noche a su difícil pupila, pero yo no tengo semejantes pretensiones. Queridísima Nastenka, sólo he venido a impregnarme de tu belleza.

—Queridísima Nastia, no fue mi intención beber. Sólo vine a... desearte buena suerte.

—Qué barbaridad, si ni siquiera te gusta. No puedes atribuir tus mañas al alcohol.

¿Qué mañas? ¿Acaso sabe que aún la sigo a veces en el metro?

El profesor titubea, porque quiere invitarme a entrar, pero Anastasia pasa de largo y él la sigue escaleras arriba. Su perfume queda flotando detrás de ella, como la fragancia de un hada posada sobre los olores terrenales del patio. Una cabellera rubia iluminada por la luna sobre el jersey negro, perdura en mis nervios ópticos como el punto brillante de la televisión cuando se apaga el aparato.

Nuevamente el silencio sonoro. La visión fue demasiado fugaz. Me siento en el banco favorito de las abuelas trocadas en niñeras. En el cielo todavía quedan jirones de nubes. La certidumbre de su rechazo borró mi confusión. Lo único que me duele abofa es que está mejor que nunca, más destinada a mí.

Peto es hora de seguir la marcha. Levántate y da el primer paso. Las hojas mecidas por la brisa me recuerdan que Moscú tiene inmensas ventajas sobre Nueva York, como lugar de residencia. Espacios verdes, aire para respirar, no hay que esquivar porteros. Encuentro otro banco en mi trayecto hacia la casa de Aliosha. Es bueno estar ya en marcha, pero no necesito darme prisa. Tomaremos bocado de medianoche y escucharemos a Ray Charles. Olvidé decirle que he presentado mi solicitud para realizar un viaje al Mar Negro, pues así podremos pasar una parte del verano juntos en la playa antes de que yo parta definitivamente. Y debo acordarme de mencionar el caso de Chinguiz, por si él puede prestar alguna ayuda.

No responde cuando pulso el timbre. Qué extraño... el coche está en el patio y veo las luces encendidas. Repito la nueva contraseña, y luego la muy especial que sólo yo conozco. Una obrera adolescente vive del otro lado del rellano, junto con sus padres, abuelos, tíos y tías. Acostumbraba a trasladarse sigilosamente al apartamento de Aliosha, donde copulaba sin siquiera desvestirse, hasta que su hermano mayor vino a buscarla, un día, con intenciones asesinas. Aliosha reaccionó tan bien que el hermano terminó por invitarnos a ingresar en una banda que se dedicaba a robar papel embreado de su brigada de construcción.

Me parece ominoso que no conteste. Un momento: algo ha ido mal durante todo el día. No puedo golpear, porque irritaría a los vecinos. Me siento en la escalera, descifrando la extraña configuración del hormigón.

Me tiemblan las piernas cuando oigo pasos que se acercan espasmódicamente a la puerta. ¿Aliosha borracho? Imposible, no importa lo que beba... y falso, porque el atractivo de su disipación reside en el hecho de que siempre la controla, como un colapso mental expresado en una obra de arte. A veces puedo alimentar pensamientos morbosos, aun en mayo.

Maniobra torpemente con el cerrojo. Retrocedo espantado. No sólo está rematadamente borracho sino también enajenado, como podría estarlo un hombre que acaba de perder a toda su familia en un incendio. Ni siquiera estoy seguro de que me conozca... o de que le importe.

De pronto, recuerdo su visita matutina al hospital. Los indicios patentes que se me han escapado durante todo el día. Está ENFERMO.

—Sé que se trata de eso. Por el amor de Dios, dímelo, Alioshinka. Lo enfrentaremos juntos.

Estoy nuevamente sobrio, con el sabor a vómito en el gaznate. Algo aborrecible ha atacado a mi amigo. Una película mortal empaña los ojos del símbolo de la vida. Me ha estado esperando durante todas estas horas, bebiendo a solas en su cuarto.

Le ayudo a acostarse, pero se levanta otra vez para mirar por la ventana.

—Aliosha, hermanito, háblame. La medicina moderna realiza milagros.

Se resiste a hablar. Pero cuando por fin lo hace, es peor de lo que yo imaginaba. Tiene cáncer de intestino.

Se ha extendido del recto al tracto duodenal. Un joven internista que ha conocido en el curso de su vida social y a quien le tiene más confianza que a los médicos clínicos, le ha confesado, ante su insistencia, que el tumor maligno tiene un aspecto pavoroso.

Destapa otra botella. Le acompaño, porque él así lo desea. Ojalá pudiéramos sentirnos ahora más unidos que nunca, unidos en la adversidad, pero estamos demasiado borrachos para tomar cabal conciencia de nuestras respectivas presencias.

Nos buscamos a tientas y tratamos de bailar. Recuerdo un chiste macabro que oí un día después de la muerte del presidente Kennedy. Trabajaba por la noche como aprendiz de redactor en una estación de radio, y un cínico locutor se presentó para cumplir su labor en el turno de la mañana, que consistía, esta vez, en hacer una reseña recordatoria. Era uno de esos individuos que nunca dejaban pasar una oportunidad sin lanzar un retruécano.

—¿Qué le regalarán este año a John-John para Navidad? —preguntó, arrastrando las palabras. Me quedé esperando. Él hizo esperar la conclusión—. Un monigote en una caja de resorte.4

y yo me reí.

Tenemos ganas de caminar. Creo que intentamos salir a la calle. Aliosha sospecha que ha dejado un poco de ron en el coche. Más tarde saqueamos el cajón donde guarda sus viejas fotos. En alguna de ellas aparece en Sujumi durante la guerra, posando en la playa con un bañador de cinto blanco. Vuelve a gemir.

Al amanecer me duermo en el sillón. Una movida de escenas entrecortadas endulza mi sueño y sólo me inquieta la sensación periférica de que deberé despertar pronto. Imagino que Aliosha engañará al hospital como engañó a la junta de reclutamiento. Que es víctima de una perversa campaña policial. Que estos sueños son realidad y que el cáncer es un sueño.

La radio ha quedado encendida. Las noticias me llegan desde muy, muy lejos. Y ya no sueño, sino que pongo las pistas en orden. La respuesta es un complot de Nixon. ¿Por qué ha venido aquí ese rufián? ¿Por qué se ha entrometido en mi vida con su Gran Gobierno y su Gran Capital? ¿Por qué le ha hecho esto a Aliosha?

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