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ANASTASIA

HACIA tres semanas que yo había llegado a Moscú cuando la vi por primera vez. Ella viajaba en la parte trasera de un autobús que se había detenido en la Lenin Prospekt y al que me disponía a subir. Eran poco más de las nueve de la mañana, y él autobús estaba lleno como la rampa de un corral de ganado... cosa que, entre paréntesis, les sucede a muchos de ellos a cualquier hora del día. Y en medio de la multitud de talantes solemnes que la rodeaban, de rostros curtidos por el clima y los tiempos difíciles, por demasiadas patatas y la carencia de éstas, el de ella era un junquillo. Esto parecía tanto más extraño en el oprimente otoño ruso, pero lo primero que cruzó por mi mente fue la imagen de un junquillo. Era un rostro relacionado con todo lo que florecía en primavera: blanco, dorado, terso, limpio. Y sus ojazos tenían una mirada ligeramente atónita, como si el descubrimiento de la feminidad hubiera despertado en ella el ansia de hallar deleites similares en el estúpido bulevar.

Casualmente yo llevaba en la mano un delgado volumen de poesía lírica, comprado no para disfrutar de los versos —entonces mi dominio del ruso no me permitía disfrutar de semejantes placeres— sino para emular a mis colegas más decididos que se esmeraban por acopiar bibliotecas personales de literatura clásica. Cuando el autobús se detuvo patinando y sus puertas se abrieron con un crujido, la presión de la muchedumbre hacinada expulsó a varios cuerpos. Sólo dos de entre las docenas de personas que esperaban delante de mi consiguieron subir, abriéndose paso a empujones. Entonces la muchacha se volvió hacia sus gruñidos y le llamó la atención la joto del joven y amado Esenin que ilustraba la sobrecubierta de mi libro. La miró, luego me miró a mí, e hizo un mohín pícaro que sugirió: «Arrójame tus poemas de amor, si te atreves.»

Cuando las puertas se estaban cerrando violentamente, lancé el libro por encima de los sombreros raídos y las cabezas hirsutas. Ella levantó ambos brazos por encima de la triturante marea y lo cogió, riendo por su éxito. Mientras el motor roncaba, preparándose para la partida, ella fijó sus ojos en los míos y sonrió. El mazapán de la dulzura y la provocación desencadenó dentro de mí un estallido de felicidad, atemperado sólo por la necesidad de recordar dónde había experimentado anteriormente su fuente. Para mayor exultación, lo recordé. «Y de pronto —decía él texto de Bulgakov que habla leído en el avión, y que describía cómo el Maestro había visto a Margarita por primera vez entre una muchedumbre de Moscú—, de manera totalmente inesperada, comprendí que durante toda mi vida había amado precisamente a esa mujer. Vaya broma, ¿eh? Ustedes dirán que estoy loco, por supuesto».

Durante toda mi vida, había soñado con encontrar a mi desconocida y estar a la altura de la ocasión. Ella se había comportado tal como lo estipulaba mi guión.

Las advertencias de la embajada acerca de los peligros que entrañaban las mujeres sólo sirvieron para intensificar mi júbilo. Si me habían seguido durante las primeras semanas de mi estancia en Moscú, ¿semejante conducta resultaría peligrosa en mi expediente? ¿Había violado alguna ley municipal? En diversos lugares se exhibían largas listas de reglas para el empleo de los medios de transporte público, y a veces los policías de tumo sacaban del metro a los transgresores involuntarios. Pero no había a la vista ningún uniforme gris de la policía, y una adolescente que lucía la indumentaria azul más clara de la escuela de segunda enseñanza me saludó con un gesto comprensivo. En la sombría aglomeración de la parada de autobús, nadie permitió que mi éxito alterara las preocupaciones de esa mañana de trabajo.

Me abrí paso hasta el autobús siguiente, y defendí mi puesto junto a la puerta con la insensibilidad propia de un veterano. Ya había observado la costumbre varias veces: cuando los rusos son separados por una multitud o por un conductor vengativo, el que ha subido al vehículo espera en la parada siguiente al amigo que ha quedado abajo. Generalmente esta parada estaba setecientos metros más adelante, y hacia ella enfiló mi espasmódico armatoste a velocidad exasperante. Yo no estaba en trance; ni tan aturdido como para no lamentar el hecho de no haberme puesto una camisa más elegante. Pero todavía era presa del acceso de instinto puro, que disolvía casi todas las dudas acerca de mi identidad y de lo que hacía en esa latitud y longitud. La contemplación por fin de mi imagen ancestral de la mujer bella y sin embargo natural, bastaba para explicar mi decisión de venir a Rusia, que anteriormente me había sorprendido incluso a mí. Mi ternura se extendió a todos los pasajeros del autobús. Apretujados en una masa ininterrumpida de carne, respirando un aire humedecido por las ropas viejas y las exhalaciones, se comportaban con indulgencia y dignidad rusas. Amaba a todos mis compañeros de viajé,

Pero la razón de mi dicha no esperaba en la parada siguiente. No sé encontraba entre ninguno de los enjambres humanos que esperaban a los diversos autobuses y tranvías que pasaban por allí, ni en la placita situada frente a la boca del metro. Era una cálida mañana de septiembre. Recuerdo haber visto manchas de sudor en los sobacos de las blusas de zaraza mientras inspeccionaba las colas alineadas frente a los quioscos donde vendían tarjetas postales, uvas y toscos tarros de crema fría. Una robusta matrona que ofrecía kvass al pie de un camión-cisterna dijo que no había visto a nadie que respondiera a esas señas; un hombre al que le faltaba una pierna estaba demasiado borracho para contestar. Me asomé al interior de una pastelería y de una maloliente pescadería situadas del otro lado de la plaza, y después corrí hasta el fresco vestíbulo de mármol del metro para echar una segunda mirada a las personas que tenían concertadas citas debajo de un recargado mosaico de la época de Stalin. Quizás ése era el juego de ella. O de las jóvenes rusas en general. Pero si y ó había imaginado su gesto, ¿por qué había cogido el libro?

Entonces comprendí. La chica, avispada, había vuelto a la parada de nuestro encuentro. Tardaría menos tiempo si corría que si esperaba otro autobús. Pero llegué demasiado tarde. Guando abandoné la búsqueda en el lugar de la parada original, ya había transcurrido casi una hora desde el momento en qué tíos habíamos visto por primera vez. Consagré otra hora a viajar hasta el fin del recorrido y a explorar los patios de la vieja Universidad y los puntos de acceso a la Plaza Roja. Me senté en un banco y evoqué el prisma de su mejilla.

A la semana siguiente, estuve en nuestra parada a las nueve de la mañana. Pero no encontré su rostro luminoso ni su figura cimbreante. Había visto justo lo suficiente para saber que mi mujer existía realmente. Aquélla cuyo pañuelo de cabeza podía ser un trapo campesino Ó un elegante cuadrilátero de seda; aquélla cuya belleza era tan natural que nunca nos atascaríamos en el intelectualismo o la simulación. Aquélla que, di igual que yo, era diferente, y que me habría ayudado a ser especial di tiempo que ponía fin a mi soledad.

Se llamaba Anastasia. O Nastia, Nastenka o Nastiusha, según el lugar y el talante. Pero fue la única muchacha rusa que habría de conocer cuyo nombre completo le cuadraba mejor que cualquier diminutivo.

—Necesito mear —anuncia, y crispa los dedos en torno de mis muñecas como un esquiador lo haría en torno de su bastón.

Su voz refleja irritación, desesperación, incluso acusación. No le basta con comunicarme su necesidad; también debe quejarse de ella. Seguramente alguien tiene la culpa por el agravio de esa incomodidad.

—Aquí dentro, deprisa. Ponte delante por si entra alguien —agrega.

Me arrastra hasta el patio interior de un edificio de apartamentos, cerca de Arbat, en un barrio comercial muy concurrido. El rumor oceánico de las muchedumbres vespertinas que marchan sobré él cieno de la nieve derretida llega desde una distancia de pocos metros, y estoy nervioso. Anastasia ya se ha desahogado antes en lugares poco habituales, pero éste es demasiado público. Retorciéndose de impaciencia, interrumpe mis objeciones.

—No vale la pena preocuparse, mi potro. Tardaré soló un minuto.

Y en verdad, termina antes de que aparezca alguien en el transitado patio. En cuclillas detrás de un cobertizo, emite un gorjeo para acompañar el siseo del líquido y se pone en pie para ajustar sus ropas... todo en veinte segundos. Luego echa una mirada posesiva a la evacuación: una mancha de color limón aún humeante sobre la nieve.

Seguimos caminando por Arbat, y percibo su exultación. Ha triunfado nuevamente: ha sentido una necesidad, la ha proclamado y la ha satisfecho en el acto. Y se ha salido con la suya, ha desafiado al mundo y sus mezquinas convenciones. Luciendo su sonrisa yo-soy-yo, se recuesta contra mi brazo y examina los escaparates de las tiendas, atenta a los toques de color en medio del gris.

Esta es la cualidad que más amo en ella, y que temo en igual medida. Nunca ha conocido realmente el remordimiento y no le hace falta la aprobación ajena. Le basta con expresar su espíritu auténticamente libre... y con sentir que yo la amo. Es un clisé sólo porque su excentricidad ha hecho que muchos la imaginen: una hembra que no es otra cosa sino lo que parece ser.

Por término medio, Anastasia debe evacuar la vejiga cada hora cuando está a la intemperie y en todos los entreactos del teatro. La necesidad se torna urgente un minuto o dos después de haberse manifestado, y su quisquillosidad agrava el problema. Siente náuseas con sólo ver una letrina pública inevitablemente inmunda, y se niega a entrar en ella. Una vez se introdujo corriendo en un conocidísimo edificio municipal, encontró un corredor vacío en un piso alto, y utilizó un rincón oscuro. Es imposible determinar hasta qué punto su compulsión es el producto de una necesidad puramente física, por contraposición al refinamiento de los instintos que tanto valora. Esta es la imagen de sí misma que le gusta y cultiva: una hija de la naturaleza, hostigada por poderosos apremios naturales y por los ridículos obstáculos con que la sociedad dificulta su satisfacción: falta de cafés, de filmes de Fellini y de paté foie. Al margen de que los caprichos sean reales o no, Anastasia es agudamente sensible al efecto que producen.

—El frío hace orinar —afirma.

Así me explica su conducta, subraya el hecho de que ella la aprueba, y simultáneamente me invita a colaborar con ella para hacer incluso de esto una fuente de jubilosa autoexpresión. O dice:

—Antes de salir oriné premeditadamente. Dos veces. Santo cielo, imagínate lo que ocurriría si no lo hubiera hecho.

Sin embargo, los impulsos son auténticos. La hipocresía, el falso recato y la estupidez burocrática la enferman literalmente. Su cuerpo es un papel de tornasol que registra la salud y la cordura de los ordenamientos sociales. Le tiene una confianza tan ciega, que está convencida de que lo que la irrita a ella prueba que «ellos» son estúpidos. Al diablo con todas las monsergas sociológico-filosófico-ideológicas que proclaman criterios más elevados o más bajos: la sociedad ideal es aquélla en la que puede gratificar fácilmente sus funciones naturales.

Su apetito de comida es la más extravagante y tiránica de sus compulsiones. De pronto tiene un hambre feroz, y no es posible decir, pensar o hacer otra cosa hasta que su estómago se haya apaciguado. Busca los alimentos —o los prepara, o azuza a quienes los están preparando— con impaciencia y desazón desmedidas. Su ración debe ser deliciosa o insólita: esta oportunidad de gratificarse no se repetirá, y poco importa que unas horas antes haya aprovechado otra parecida, pero no idéntica. Cuando iba a la escuela, era consecuentemente incapaz de resolver problemas tales como: «La semilla de girasol rinde el 50 por ciento de aceite y los cacahuetes rinden el 40 por ciento; si una granja colectiva planta 100 hectáreas del primero...» No podía librarse de las fantasías que le inspiraban las sabrosas semillas, para concentrarse en las ecuaciones.

Moscú protagoniza una conspiración contra su apetito. No puede soportar las cafeterías económicas con sus colas de veinte minutos, ni la hora de espera en los lugares tolerables. Cuando la aguijonea el hambre, es capaz de mentir, de fingirse enferma, de incurrir en la ira de quienes hacen cola, con tal de entrar rápidamente en un restaurante. Y cuando dejamos todas nuestras ocupa— dones para correr a un café, y lo encontramos clausurado —la tercera parte de las dispersas casas de comida de Moscú están cerradas en un día determinado por reparaciones, inventario u «operaciones sanitarias»— sucumbe a la cólera. Sus disputas con los porteros pueden alcanzar el nivel de estridencia necesario para atraer multitudes... y a veces a la policía.

—No soy ridícula, hermanos de selva, sino que apelo a la razón. Es hora de que exista un restaurante civilizado donde la gente pueda comer en paz.

Luego sugiere que nos introduzcamos subrepticiamente en el club de la Unión de Periodistas para disfrutar de un biftec reservado a los socios.

Es peligroso estar con ella cuando la acomete el gran apetito, o incluso un capricho de menor envergadura. Hemos perdido horas vagando inútilmente por el frío porque, en medio de una conversación acerca de los muebles antiguos, sintió súbitamente que se moría por una taza de café. La búsqueda del líquido vital nos lleva caminando de un establecimiento a otro situado a medio kilómetro de distancia. En vano: aquí se ha roto la máquina del espresso, allí se ha agotado la provisión de granos, el personal de un tercer establecimiento está descansando, y la mayoría de los locales sólo ofrecen un lodo lechoso. (Por mucho que porfíes no podrás conseguir que te sirvan café negro: la lista del Trust de Restaurantes del Soviet de la Ciudad de Moscú estipula que 150 gramos de café con leche cuestan ocho kopeks.) Allí donde venden el café que buscamos, la cola es inexpugnable, y Anastasia amenaza con ponerse agresiva. Una mañana saltó a un tranvía y se fue, sin despedirse. No volvió a mencionar el incidente, y menos aún contó dónde y por qué se había ido. Cuando volvimos a encontrarnos por la noche, hacía mucho que su irritación había sido reemplazada por el entusiasmo que le inspiraba un libro sobre frescos de monasterios, que acababa de comprar.

Pero el reverso de su impaciencia es un sentido muy desarrollado del placer. Cuando por fin se lo sirven, el alimento le produce un goce extraordinario. Engulle con absoluta concentración, degustando con chasquidos de deleite y autocomplacencia. (Un filme de ciencias naturales que vimos por televisión, y que mostraba a una leona que parecía acariciar con gran ternura a una cebra recién muerta, antes de devorarla, le produjo una reacción sentimental sobre la inmensa deuda que todos los seres han contraído con su alimento.) Platos extravagantes a horas extrañas: una tajada de biftec correoso con patatas fritas cuando se despierta, bacalao frito y frío con pepinos encurtidos en medio de la noche. Los comensales de los restaurantes dejan sus cuchillos y tenedores para contemplarla cuando limpia los huesos de una rodaja de salmón: el espectáculo que ella brinda con su porción es más interesante que la degustación de la propia. El volumen total se debe calcular por la frecuencia —cinco sustanciosas comidas por día, término medio— y no por la magnitud de la ingestión. Embucha hasta el último resto, saborea el triunfo durante un rato y dos horas más tarde está nuevamente famélica.

Y lo mismo se aplica al sueño. Y a la actividad sexual. Cada impulso de sus nervios o de su libido es una manifestación de la voluntad de la naturaleza, y todo lo que entorpece es una infamia moral además de una fuente de zozobra.

La fragilidad física, acostumbra a decir, es tan fundamental para la condición humana que los filósofos descuidan sus implicaciones.

—Primeramente el individuo tiene apetito... y come. Después necesita hacer el amor, y se adormece. A continuación siente otra llamada de la naturaleza, y tiene apetito nuevamente. Debe beber, debe caminar, no puede vivir sin descansar... siempre hay id go que lo manipula, pero él ni siquiera le presta atención en su afán por explicar cosas «más trascendentes». La tregua es ilusoria: no has terminado de desahogar una necesidad, cuando la siguiente ya junta fuerzas para una emboscada interior. Y esto no incluye las necesidades religiosas, que son intensas en este país porque las físicas son muy difíciles de satisfacer. Por ejemplo, ahora necesito tomar una limonada.

El tono con que enuncia estos pensamientos sugiere que está apenada por la tiranía de los apetitos. Pero sus ojos brillan.

—Además, por supuesto, hay que cepillar los dientes después de comer, y hay que lavar los platos... ¿Qué queda para nosotros?

Sólo puedo responder desde la perspectiva del motivo por el cual todo esto le parece tan importante. Aunque el resentimiento contra las convenciones estúpidas y la rutina monótona explica, en parte, su preocupación, también es válido lo contrario: Anastasia trata de inyectar un elemento de goce consciente, incluso de creatividad, en lo que ella denomina «la mitad muerta de la vida».

Dos o tres veces a la semana, estimulamos a la «mitad viva» con un concierto o una pieza teatral. Ansiosa por remontarse a las esferas del arte y del cuento de hadas, Anastasia viene dispuesta a contribuir a su propio disfrute... por lo menos hasta que se levanta el telón.

Cuando esto sucede, a menudo irrita a todos los que le rodean. No controla sus reacciones. Si la actuación es buena, hace comentarios en voz alta, se ríe en mitad de una frase, anuncia el desenlace y palmotea a discreción, no tanto para aplaudir como para alentar, para pedir más. Si es muy buena se empina, se estruja las manos hasta dejarlas exangües, mientras en su garganta se agolpa un gorgoteo típico de placer. Pero estas son las excepciones. Cuando nos endilgan la habitual ramplonería provinciana de la mayor parte del teatro ruso, Anastasia sufre un auténtico malestar físico, y se revuelve en el asiento y gruñe indignada por el agravio moral que implica ese desastre artístico.

—¿Quiere hacer el favor de comportarse correctamente, señorita? —sisean las voces adelante y atrás—. Esto es un teatro.

La increpación es absolutamente seria. No obstante la diversidad de la naturaleza rusa, muchos espectadores teatrales exhiben una pomposidad pequeño burguesa que sólo sobrevive en Viena, si es que sobrevive en algún rincón de Occidente. El teatro es un lugar donde deben imperar los modales sosegados y la veneración por el Arte (escabechado). La mayoría del público está integrado por personas de fuerte sentido religioso, que acuden en busca de esclarecimiento moral y cultural. Cuando se encienden las luces, la incongruencia les produce una segunda conmoción: ¿es posible que su rostro haya emitido esos ruidos groseros?

Sus reacciones críticas también ofenden al público general. Así como es la única clienta en la larga cola de una tienda que protesta porque las cajeras duplican la demora al relevarse mutuamente en lugar de trabajar en parejas, como está estipulado, es también, a menudo, la única disidente entre los espectadores. La ampulosidad destinada a cautivar multitudes, que es el señuelo de tantas producciones, la espanta. Mientras la audiencia aplaudía a un anciano ídolo de las funciones matutinas llamado Evgueni Samoilov —padre de Tatiana Samoilova, la famosa actriz de cine— que tomaba risible el personaje de Hamlet con sus poses escalofriantes, Anastasia se crispaba.

—¿Es posible que eso sea Hamlet? Me iré a casa.

Ella nunca había leído la obra... pero lo sabía.

Pocas semanas más tarde, el Ballet de la Ciudad de Nueva York, que llegó en el curso de una gira, desilusionó a la inmensa multitud reunida en el Palacio de los Congresos. El público moscovita, acostumbrado a la fastuosidad del Bolshoi —cien bailarines sobre el escenario, suntuosamente vestidos, ofreciendo un espectáculo aparatoso al estilo de Mille— rechazó los esbozos ascéticos y vanguardistas de Balanchine. Pero Anastasia intuyó el mérito del espectáculo, y sus aclamaciones arrancaron una nueva llamada a escena. Después, quedó extasiada: había descubierto una nueva forma de arte.

Es en el teatro donde se revela públicamente como una criatura que obedece a sus instintos, que no está sujeta a la educación, a la imitación o al entrenamiento cultural, sino a sus propios reflejos. Capta instantáneamente lo que es auténtico y lo que es espurio en cada obra, y reacciona en consecuencia. Lo que la conmueve no es la verdad material sino la artística; algunas de sus narraciones favoritas empiezan diciendo: «Habíase una vez», y la vigésima lectura de un cuento de Lermontov puede producirle placer. Cuando el mendigo de Boris Godunov entona su triste aria, las lágrimas hacen correr el rimmel por sus mejillas lechosas. Ese aria, solloza, refleja el padecimiento de su pueblo. Yo la adoro por esto.

Sin embargo, el teatro también deja al descubierto sus peores defectos. La función empieza a las seis y media, y nuestro pacto estipula que debemos encontramos en la entrada con quince minutos de antelación. Camino en torno de las columnas, abriéndome paso entre el bosque de abrigos negros y escudriñando los rostros arrebolados por la escarcha o, cuando el frío es demasiado intenso, me quedo en el vestíbulo escrutando la marea de nuevos espectadores. Ha jurado solemnemente que esta vez no llegará tarde. Trato de considerar su promesa en el contexto de la indiferencia general de los rusos por las citas. «¿Y qué? —arguyen las personas que han incumplido su compromiso. Afuera hacía frío. Supuse que no esperarías eternamente.» Pero incluso medido con este patrón, su desdén hacia la primera de las reglas de convivencia social es exasperante.

Los segundos restantes se evaporan, suena la segunda campanilla, un centenar de parejas normales intercambia saludos y enfilan presurosamente hacía sus asientos... y mi resentimiento crece. La multitud festiva se ha ido, dejándome en compañía de la media docena de desgraciados que por alguna razón no pueden asistir al espectáculo y deben vender sus entradas. ¿Me dejará plantado nuevamente? En el mejor de los casos, habremos perdido la primera escena. ¿Por qué me coloca en esta posición humillante? Nunca piensa en los demás, nunca da muestras de consideración. Pero la tendencia a llegar tarde a todas partes también es intrínseca a su personalidad. Y una parte de su sentido crítico aplaude la pose del Noble Salvaje.

Estoy furioso porque fue ella misma quien primero manifestó interés por presenciar esa obra, y por esa razón abandoné todas mis actividades y pasé el día arengando, sobornando e implorando para conseguir las entradas. He tenido que trasponer un caos de llamadas telefónicas a una taquilla beligerante, he tenido que flirtear con secretarias y trasladarme hasta la oficina de entretenimiento de Intourist instalada en un hotel, o hasta el teatro mismo cuando comprendí que el teléfono resultaba inútil. He vencido la resistencia de la mujer que custodiaba la entrada, he soportado con paciencia que me dijeran que los «patrones» no estaban en sus despachos, y le he arrancado los billetes al administrador en persona, mediante súplicas desvergonzadas, condimentadas con la mentira inocente de que partiré de Moscú al día siguiente, de modo que ésta es mi última oportunidad de ver su obra capital. (Sé tan bien como él que tiene reservada una fila de los mejores asientos por si algún jerarca del Partido hace una petición a última hora.) No obstante la pérdida de tiempo y el desgaste nervioso que implica semejante procedimiento, las ventajas del extranjero para obtener todo lo que reviste valor en este país abarcan también a la asistencia al teatro. Anastasia, por sí sola, no habría tenido la menor posibilidad.

Pero también estoy desolado porque su tardanza le da otra ventaja sobre mí. Su apatía respecto de las entradas demuestra que en tanto que yo no tengo nada importante para hacer en todo el día —la verdad es que no me fue necesario abandonar ninguna actividad para meterme en ese torbellino— su vida es un cúmulo de trabajo, vehemencias y optimismo. Y la razón más profunda, en la que no quiero hacer hincapié, es su libertad de espíritu. Durante mucho tiempo he proclamado que no estoy sometido a las convenciones, pero la que verdaderamente no lo está es ella. ¿Desperdiciar las entradas para una función importante? ¿Perder el dinero? (Casi siempre se trata del mío, pero es igualmente negligente con el suyo.) Nunca podría hacer esos desplantes sin sentir escrúpulos burgueses. A ella realmente no le importa.

El punto débil de nuestra relación es la envidia que me inspira este desenfado, envidia que corre pareja con mi orgullo herido cuando Anastasia no aparece. Aborrezco la tonta posición intermedia en que yo quedo en tal cosa. Mis amigos me conocen a mí como el hombre impulsivo que se aparta radicalmente de las convenciones de la escuela graduada. Yo también hago propaganda en favor de la gratificación instantánea: copular con Anastasia en el planetario y perder el segundo acto del Príncipe Igor para ir a tomar un vaso de jugo de mango. Pero ella sabe que mis inhibiciones, más fuertes, determinarán que sea el primero en desistir de lo verdaderamente atroz. Me obliga a representar el papel de adulto sensato. La misma libertad que pregono ante los demás me coloca a la defensiva, y actúa sobre mí como símbolo no sólo de su encanto, sino también de la discrepancia entre mi personalidad y la imagen que tengo de mí mismo.

Cada episodio de este tipo encierra la promesa de un nuevo comienzo. La telefoneo triunfalmente.

—¡Lo hemos conseguido! El administrador dijo que era «inconcebible», pero estamos en la cuarta fila.

—Estupendo. Me muero de ganas de disfrutar de un buen espectáculo.

—¿A qué hora llegarás?

—A las seis y cuarto —una pausa—. Lo prometo.

—Siempre lo prometes.

—No siempre tengo algo que decirte. Quedemos a las seis.

Llegó a las seis menos diez, con un ramillete de campanillas blancas, y ansioso por oír sus noticias. A las seis y media repica el tercer timbre, y los últimos rezagados se apresuran a entrar. Los buscadores de entradas de última hora se dispersan, como los testigos de un accidente cuyos despojos ya han sido retirados, y me quedo a solas con mi resentimiento. He pasado todo el día haciendo las gestiones precisas para complacerla con estas entradas. Lo único que pido es que llegue puntualmente... y que me demuestre un poco de gratitud.

Mientras espero, trato de parecer impasible. Envidio no sólo a quienes ya están dentro, sino también a los transeúntes nocturnos. Sí, son hombres caídos y excluidos, pero tienen dignidad. Están preocupados por la madura búsqueda de alimento calórico e intelectual, no por lo que otros pueden pensar de ellos porque su pareja se ha demorado. Recios semblantes rusos: admiro incluso su solemnidad.

Llega por fin. Con una mano aprieta los guantes, y con la otra la bolsa de celofán donde lleva sus zapatos de gala. Trae el bolso completamente abierto y se ha quedado sin aliento, porque salió corriendo de su residencia universitaria hace pocos minutos... cuando ya era tarde.

—Vamos, date prisa, pronto. Llegaremos justo antes de que caiga el telón. Yo... no pude conseguir un taxi.

Si logro persuadir al acomodador para que nos deje entrar, el primer acto —que generalmente dura una hora y media, según la tradición rusa— y la satisfacción de tener su belleza a mi lado, mitigan mi enojo. Durante el entreacto confiesa la verdadera razón de su demora. Estaba en la bañera, el agua tan caliente y una paz tan deliciosa, que no tuvo fuerzas para arrancarse de su interior. (¿Cómo se las arregla para ocupar la bañera a las horas punta todas las noches, cuando debe compartirla con otras veinte muchachas? La mayoría de las chicas rusas comparten de buen grado, por instinto, pero en su trato con sus condiscípulas y conmigo, Anastasia da por supuesto que ella merece lo mejor.) O estaba escuchando un preludio de Bach por la radio, y éste es un placer tan raro que no pudo renunciar a él. Me jacto ante mis amigos de estas respuestas cautivantes, pero también me siento maltratado.

A veces su excusa es más descarnada. Cuando llegó la hora de vestirse, tuvo una «ensoñación». Por alguna razón, no le «apetecía» salir como lo había programado. O estaba lloviendo y ella se encontraba «divinamente» cómoda en su cuarto. Me dice todo esto con la mayor naturalidad, como si su estado de ánimo fuera una explicación incontestable. No merece amonestaciones, sino una felicitación por su fino sentido de la responsabilidad. Porque en esos trances difíciles, ¿acaso su voluntad no acababa triunfando sobre su languidez, sobre esa fuerza portentosa de la naturaleza? Desde luego, la batalla determinaba que se atrasara varios minutos, lo cual era una minucia en comparación con los obstáculos superados.

En la noche que siguió a nuestras primeras horas de copulación realmente despreocupada, no apareció en absoluto. Estábamos en el estudio de un escultor viajero, que ella había conseguido merced a los buenos oficios de la amante del propietario. Más tarde nos dormimos en las tinieblas vespertinas del cuarto, pero a mí me despertó el recuerdo de los planes que habíamos trazado para la noche. Me deslicé de debajo del edredón, me vestí silenciosamente y me fui para hacer la última gestión en la compra de las entradas. Anastasia murmuró que se reuniría conmigo frente al teatro. Allí no hacía frío, pero nunca me había sentido tan humillado. Lo único que podía hacer era esperarla: el estudio no tenía teléfono y había olvidado la dirección. Después de una hora entré a la sala para presenciar el segundo acto, soportando la ignominia de que todo el auditorio viera que a mi lado había un asiento vacío. Una muchacha a la que acababa de hacerle el amor me había abandonado públicamente.

En una oportunidad le pregunté a una alumna de Radcliffe si esa noche prefería ir a la cama o a un concierto.

—Oh, al concierto —respondió, satisfecha. Pero Anastasia era el extremo opuesto, y mi educación en el marco de una cultura distinta me hizo insensible a una docena de insinuaciones suyas. Mi partida la había ofendido, y no podía traicionar su instinto asistiendo a la función. Sin embargo, ¿cómo podría haber imaginado, entonces, que nuestro placer personal era más importante que una velada en el teatro, algo que generalmente la entusiasmaba? Más tarde me enteré de que había dormido en el estudio hasta la mañana, y de que había vuelto a su residencia hambrienta y triste.

Enumero intencionadamente los problemas antes de confirmar que ella era en verdad la chica que siempre había anhelado, porque deseo fijarla en mi propia mente en la forma menos sentimental posible. La extraña frialdad con que aceptaba los regalos, incluso aquellos artículos, como un reloj suizo o una gabardina inglesa, con los cuales jamás había soñado. (También esto lo entendí más tarde. No era circunspección sino un producto de nuestra intimidad. Claro que debía recibir obsequios míos, así como ella me ofrecía todo lo que poseía y sabía. El dar y el recibir no merecían alharaca.) La forma en que podía asumir súbitamente el aspecto de una campesina: con un cuadrilátero de seda Liberty atado en torno de la cabeza, sus botas demasiado holgadas para «vadear mierda», como ella las denominaba, encerrando sus esbeltas pantorrillas, y con un mohín porque acababa de terminar su helado... era una criatura tan singular y vivaz que nunca me cansaba de abrazarla. El mohín mismo, una combinación de sentimiento espontáneo y de utilización inmediata de sus posibilidades dramáticas, complementado, como siempre, por un breve parpadeo inocente.

Su perversa negativa a anotar siquiera los datos más esenciales en una agenda de bolsillo, y la furia con que hurgaba su bolso y sus cajones en busca de un número telefónico crucial que había apuntado en una vieja servilleta. Una y otra vez reiteraba este homenaje ruso a la anarquía, y se encolerizaba aún más cuando le rogaba, por su propio bien, que tratara de esmerarse por lo menos en esto. Cualquiera que fuese la frecuencia con que se atrasaba o la identidad de las personas a las que dejaba plantadas una vez extravió la tarjeta del director que le pidió que hiciera una prueba para una obra de televisión sobre los estudiantes de medicina— no aceptaba someterse al tedioso sentido común.

La forma en que se trocaba en un abrir y cerrar de ojos de la refinada amante sueca de un magnate del cine en la granjera devota de la leche sin pasterizar... estas dos facetas de su personalidad parecían una ilusión óptica. El lunar que tiene sobre la clavícula. El perfil de su espalda mientras esperaba, acostada boca abajo y sosteniendo sus pechos de maniquí. Su frágil transparencia en una jomada calurosa cuando, por puro gusto, recorrimos la Exposición de Realizaciones Económicas Soviéticas, y entre esos kilómetros cuadrados de aplanadoras y modelos espaciales, me acometió la nostalgia por ella, como si la estuviera viendo desde la perspectiva de veinte años en el futuro.

Esto es lo que deseo recordar: ella como ser soberano, al margen de su relación conmigo. Debo evitar que se mezclen: por un lado, la semblanza de Anastasia Seriguina, y por otro, la historia de nuestro fracaso.

En el mes que siguió a nuestro primer encuentro ocurrieron muchas cosas que me indujeron a aceptar que nunca volvería a verla. Luego se produjo el segundo encuentro, producto de una coincidencia que, por lo estrafalaria, no demuestra nada, y que sin embargo entra de lleno en la categoría de las que me acontecen continuamente aquí. Ah —como dice Aliosha con una inflexión muy distinta—, ¡si pudiera volver a vivir esa dulce noche!

En octubre, un autobús cargado de estudiantes extranjeros salió de Moscú rumbo a Iaroslav, orgullosa capital de los antiguos rus. Al cabo de siete horas de traqueteo hacia el Norte entramos en su vacuidad provinciana y en su lóbrega apariencia industrial de fines de siglo. Una membrana de hielo mugriento cubría a la Madre Volga. El gris del invierno sofocaba, al promediar la tarde, casi todos los movimientos. Después de recorrer el maravilloso Kremlin del siglo XVI, nos refugiamos en un restaurante de la calle Libertad, cuyo cartel de neón ponía un toque urbano.

A medianoche salí del hotel para respirar un poco de aire fresco, y me sentí fagocitado por un álbum de estampas prerrevolucionarias. Cabañas de troncos ennegrecidos, un par de obreros borrachos que se tambaleaban sobre la nieve, un perro vagabundo solitario que exploraba un callejón... En busca de algo para beber, me encaminé hacia la estación de ferrocarril, donde los campesinos cubrían los bancos de la sala de espera, como cadáveres recogidos en un campo de batalla. Mi corazón palpitaba en medio del desamparo de esa avanzada de la civilización. Una criatura lloró, y después se prendió a la teta. Una gran tristeza reforzó el abrazo del aislamiento provinciano.

Vi cerveza en el mostrador y me sumé a la cola. El chal marrón que cubría la espalda de la mujer que estaba de pie delante de mí parecía tan anacrónico como la sala de espera, y cuando empezó a girar su cara hacia la mía, me pregunté distraídamente qué podía querer de mí esa desconocida. Antes de que terminara de desarrollar el pensamiento, esos ojos volvieron a fijarse en los míos.

Una corriente eléctrica me cosquilleó en la piel. El vasto recinto se quedó sin aire.

—¡Tú! —exclamé, con un aullido melodramático. Y me acometió un acceso de dicha porque su rostro radiante era tal como lo recordaba. Un icono moderno enmarcado por el chal... y resultaba tiernamente familiar, ya mío.

La danza de su risa a través de la penumbra circundante me produjo una segunda oleada de placer. Contuvo las palabras que afloraban a sus labios. Cuando al fin las pronunció, su voz resultó estar una octava más abajo de lo que había imaginado.

—Has sido muy astuto al encontrarme aquí. ¿Pero no te parece que deberíamos conocer nuestros respectivos nombres? Si volvemos a encontramos, tal vez no baste con decir «tú».

—No puedo creerlo.

—Yo casi tampoco lo puedo creer, a menos que hayas venido a buscar tu libro... ¿Lees a Bunin? La gente afortunada empieza a creer que encama una virtud especial.

Me pareció que la nuestra era la cháchara intrascendente de personas frívolas achispadas con champán. Volví a pensar en El Maestro y Margarita.

—¿Lees a Bulgakov? —contraataqué, pero volví a esperar antes de explayarme.

Hablamos del azar y los viajes. Ella aceptó mi condición de extranjero con tanta impasibilidad como el vaso de cerveza que le ofrecí, y no me preguntó por qué estaba en Rusia ni qué hacía en esa remota estación de ferrocarril. Se comportó como si se tratara de una costumbre normal tomar allí un trago de fin de semana... en medio de la noche, cuando, exceptuando la estación, toda la ciudad dormía desde hacía largo rato.

—¿Estás cansada?

Me pareció natural formularle esa pregunta.

—No como anoche... ¿Por qué tantos hombres navegan solos por el mundo? —preguntó, mirando la partida de los trenes—. ¿Piensas que la gente trata de amparar sus fantasías contra una comunidad universal?

—¿Eres una solitaria? —pregunté a mi vez.

—Cualquier cosa menos eso. Mi osito cuida de mí.

—Pero proteges tus pensamientos íntimos.

Volvió a examinar mis ojos.

—Menos que tú, mi amigo adusto. Mucho menos que tú.

Compartimos más cerveza, y después un coñac a modo de anticongelante. Me condujo a través de la noche gélida hasta la habitación de su tío, la mitad de una cabaña de troncos aún más rústica que las que había visto anteriormente, porque ésta se levantaba aislada, en un arrabal semejante a una aldea. Mientras bebía el vino dulce que Anastasia había ido a buscar a la estación, el veterano miraba fijamente la lámpara de aceite, graznando un monólogo acerca del piloto que se había incinerado en un Liberator mientras transportaba provisiones a su unidad, durante la guerra.

Nunca habría creído que durante el viaje vería algo más alejado de mi mundo que el plenilunio del Volga y la tétrica lobreguez de la estación, pero la cabaña y su estado de desquiciamiento eran aún más feéricos.

El tío enclenque me acusó de no haberle ayudado la semana anterior en sus faenas, y después me abrazó, perdonándome, mientras repetía el viejo aforismo ruso según el cual todos somos pecadores.

Anastasia me guió por una escalera casera hasta una buhardilla que contenía una cómoda y una cama. No fue una «noche de amor» porque sólo quedaban unas horas antes de que tuviera que contestar la llamada de nuestro «cicerone» en el hotel, y también porque estuvo demasiado llena de atónita admiración: por la tersura de su piel, por la ligereza de sus extremidades, por su provocativa naturalidad. Yo estaba demasiado sobresaltado por el entorno extraño, por el peligro que corríamos de ser descubiertos, por el compromiso de descollar. Ella olía a naranjas sevillanas. Aunque su tío dormía durante el día y cavilaba por la noche, me aseguró que era sordo. Incluso cuando me entrelacé por primera vez con sus largas piernas, noté que aceptaba nuestra aventura tal como sobrevenía, concentrándose en sus sensaciones físicas, mientras mis pensamientos rebotaban en compartimientos destinados a analizar fenómenos extraños y a evaluar mis reacciones. ¿Qué significaba el hecho de que estuviera con ella en esa situación increíble?

En la oscuridad que precedía al amanecer, me acompañó hasta el hotel, donde me aguardaba una jomada de visitas colectivas a monumentos y a una fábrica de neumáticos. En un mercado campesino castigado por la intemperie, persuadimos a una mujer de que nos vendiera su pirozki humeante antes de la hora de apertura, y allí conocí su devoción por la comida. Si hubiera tenido suficientes cojones, la habría amado tanto como el caballero (y a ratos ella conseguía que me sintiera como si fuese eso, un caballero) que había tropezado con su princesa rusa. Pero eran precisamente estos símbolos, que la noche dramática y yo habíamos forjado, los que me impedían ser auténtico.

No obstante sus asociaciones con el linaje de los Romanov y con el Palacio de Invierno, el suyo es un nombre campesino, y ella es aldeana. En consecuencia, me pregunto dónde germinó su garboso individualismo. Su actitud respecto de la religión, por ejemplo, no gira alrededor de la Iglesia o el Estado, sino que es típicamente egocéntrica. Aunque desprecia a la Iglesia Ortodoxa en general, y repudia sobre todo el criterio oscurantista con que subyuga a los creyentes —le indigna el espectáculo de las mujeres harapientas prosternadas con sus frentes sobre el suelo resquebrajado de una sacristía—, se siente atraída por las catedrales sombrías, por el misticismo de las velas que titilan en los iconos y de los coros que entonan su cautivante disonancia; y cada vez que tiene una oportunidad me arrastra a una iglesia oscura próxima a su residencia. Espantada por las actitudes de servil reverencia, celebra simultáneamente que las fuerzas primordiales rusas dominen una parte insondable de su ser.

La misma ambigüedad rodea sus propios orígenes. Se siente horrorizada —y excitada— por el lodo y el vodka de la vida aldeana, y a menudo me lleva caminando desde la última parada del metro para absorber la estimulación psíquica y la extraña ofrenda de paz que emana de la campiña. Marchamos durante horas a lo largo de los senderos sinuosos y de los lechos erosionados de los arroyos, apenados y complacidos por el atraso rural y la resistencia campesina al cambio. Incluso los estanques contaminados y las pilas de viejas tuberías refuerzan la desolación espectral.

Los sentimientos de Anastasia respecto de la misma Rusia: experimentan cambios violentos. Generalmente, la cataloga como un lugar tosco, sórdido, ideal para que en ella se cumpla la máxima de Dostoievski de que la desgracia es tan importante como la dicha para la raza humana. Menosprecia a las masas supersticiosas, pasivas, que aclaman a sus opresores, y ese menosprecio es casi tan cáustico como el que dedica a las artimañas de los dirigentes. No recuerda en qué lugar del Volga nació Lenin, ni el significado del crucero Aurora, que disparó el primer cañonazo de la revolución... a pesar de que éstos son datos que se repiten diariamente, docenas de veces, por todas las emisoras de radio... para suplir las deficiencias de quien haya perdido los centenares de clases que se dictan en las escuelas.

Habitualmente no mira siquiera los diarios ni las revistas populares. Aburrida de esperar un tren en una estación suburbana, en una oportunidad cogió el Pravda e intentó leerlo, pero el tono de «avancemos hacia el comunismo» la disuadió tan enfáticamente como el espectáculo de la mutilación de Hamlet, ejecutada por Samoilov. Después de ojear los títulos de varios artículos, me pasó el diario y cerró los ojos para dormitar. Su ceño fruncido indicaba que no volvería a repetir ese error hasta, por lo menos, dentro de un año.

Su reacción ante este tipo de cosas no deriva de un interés por la política, sino de su intuición de que el régimen soviético es «un gran incordio» porque le impide saborear las delicias del mundo: la taza de café espresso, una visita a Roma.

—¿Bananas con crema? —le dije en una oportunidad, contestando una pregunta acerca de la frase que había encontrado en sus lecturas—. Es una expresión que conocemos desde la infancia. Como comed beef con repollo, o jamón con huevos.

—Claro que sí —respondió con súbito fastidio—. En Rusia también tenemos una expresión análoga. Pan con manteca de cerdo.

El verdadero defecto del sistema, o la maldición del país, consiste en que la priva de tantos placeres del estómago y la vista. ¡No hay un restaurante francés en Moscú ni en todo el país!

Lo extraño es que estos sentimientos se alojen en la cabeza de una rústica nata. Generalmente, suelen acudir a la mente de los intelectuales moscovitas descontentos —y relativamente ricos— que les dan una connotación más política. También en el caso de su higiene personal —escrupulosa hasta el punto de que «ese lugar» siempre huele tan bien como su pelo— es la excepción que confirma la regla: es una mutación de la especie de la chica aldeana.

Pero aunque deplora la situación del país, debo tener la precaución de no «difamar». Ocasionalmente, sus arranques de pasión por la tierra rusa son más vehementes que los de una docena de Viktors. En una oportunidad estábamos en una aldea y yo meneaba la cabeza —con conmiseración, no con menosprecio— al ver a un campesino cuya cara corroída por la congelación, y cuyas anchas orejeras, delataban una vida de trabajo animal, y cuya cabaña era un himno al desaliño.

—Estoy mortalmente harta de que la gente denigre a Rusia. Occidentales remilgados que nunca entenderán la verdad acerca de este país, que no conocen sus padecimientos, ni sus placeres, porque están aislados de la vida real... incluso de la suya propia. ¿Qué patrón de medida te hace suponer que eres superior a ese hombre?

—¿Qué significa esto, Piernas Largas? Coincido contigo respecto a la campiña... incluso respecto del país. No tengo nada contra él, y sabes que no soy remilgado.

Se apaciguó con la misma rapidez.

—Supongo que no, pero he oído a demasiada gente que lo critica todo. Rusia es el blanco de todos. Su humillación ya es suficientemente grande sin que os burléis de ella.

Si le hubiera dicho que ella era la más propensa a «criticarlo todo», sólo habría conseguido reavivar su ira. Además, eso habría sido cierto únicamente desde un punto de vista literal, como acababa de recordármelo. En términos más amplios, la verdad es que si bien sus comentarios expresos acerca de Rusia son consistentemente críticos, lo que deja tácito tiene una gran dosis de afecto. Esto se resumió en su observación de que los extranjeros no sólo parecen mucho más felices que los rusos, sino que parecen entrenados para tener un aspecto feliz. Y no obstante su aversión a la propaganda, llora a moco tendido cuando ve los filmes sobre la invasión nazi que se repiten incesantemente. Me pregunto qué efecto tendrá esto cuando llegue el momento dramático y deba pensar en abandonar el país.

Sí, irse conmigo: desde el comienzo mismo una voz susurró la palabra prohibida «casamiento». Sabía que si alguna vez me decidía a tomar esposa, ésta debía ser rusa. Mientras tanto, ella me brindó mucho más que una introducción a las costumbres locales, según la receta tradicional acerca del mejor sistema que puede emplear un joven para conocer un país. Acudir al teatro con mi maravillosa acompañante rusa era un triunfo además de una oportunidad. Las lisonjas que me tributaba a mí mismo oscurecían mis pensamientos acerca de ella. Anastasia puso fin a mi aislamiento —aún corría el mes de noviembre, cuando Aliosha sólo era alguien que a veces nos prestaba su cuarto— y también inició mi anhelado romance.

Volvió de Iaroslavl un día después que yo. Sus largas horas de clase en el Segundo Instituto Médico de Moscú nos mantenían frecuentemente separados, pero su tiempo libre era un don compartido. Caminábamos durante horas, alimentándonos con el espectáculo que brindaban los callejones, abriendo nuestro apetito para darnos un banquete con salmón ahumado y shashlik en un restaurante donde se pagaba con divisas fuertes. Empecé a ver reflejada en la morriña otoñal de Moscú la fantasía que me había forjado en mi infancia acerca de la primavera de París. Las hojas desamparadas que se adherían a árboles enclenques determinaban que el Volzhski Boulevard pareciera tan pintoresco como cualquier tarjeta postal del Barrio Latino. El viento y la lluvia de otoño hacían que las últimas hojas recalcitrantes cayeran sobre nuestras gabardinas. La misma trivialidad de mis asociaciones de ideas las tornaban asombrosas: ¿a quién se le habría ocurrido imaginar a Moscú como una ciudad para amantes?

Pero las escenas tristes nos acercaban tanto como los momentos de dicha, lo cual demostraba que nuestra ternura recíproca era la que teñía nuestras sensaciones, y no a la inversa. Los ensayos para el desfile del 7 de noviembre por la Plaza Roja duraban semanas. Una tarde, mientras los rugientes equipos militares estudiaban su ruta, nos encontramos sobre el río, en el puente Krimski, cuyos airosos cables dejaban estampada su marca sobre el cielo malva cada vez más oscuro, en tanto los vehículos negros, que refulgían bajo la llovizna, bramaban a lo largo de la costanera, a nuestros pies. Unidos por la fea belleza —el siniestro esplendor de los tanques, los productos más refinados de la industria local—, ella volvió hacia mí sus facciones laponas en el momento en que yo buscaba sus labios. El río borbotaba debajo de nosotros, el cielo se perló, los tanques aerodinámicos desfilaban atronadoramente uno detrás de otro. Mientras nos abrazábamos fuertemente, nuestra pasión se entrecruzó a través de mis gruesos pantalones y de su espesa falda. Sólo sus ojos estaban maquillados. Sonrió con ellos. Yo nunca había besado así.

Transitamos a menudo por las calles, en parte porque es difícil encontrar refugio. El tío que Anastasia tiene en Iaroslavl, a quien visita dos veces por año, es su pariente más próximo desde el punto de vista geográfico. Sus familiares más próximos viven más al Norte, en una región cenagosa situada cerca de la ciudad de Vologda. Ella, a su vez, comparte la habitación de la residencia con tres condiscípulas. Incluso descartando la guardia inusitadamente severa que vigila la entrada, la presencia de las otras chicas elimina la posibilidad de usar su cama.

Aunque es más fácil colocarse en mi cuarto, no podemos utilizarlo por culpa de ella. La primera vez todo salió como estaba planeado. Le di mi salvoconducto, y ella traspuso el portal mostrando la cubierta mientras apretaba el paso. Yo me reuní con ella después de convencer a las guardianas de que había olvidado el mío en mi cuarto. El fin de semana siguiente, otro equipo de guardia —alertado, sin duda, por el rostro llamativo pero desconocido de Anastasia— le pidió que abriera el salvoconducto. Antes de que pudiera marcharse, nuestra treta había quedado al descubierto.

Cuando se ven en semejante trance, los rusos se excusan servilmente e imploran una única excepción a las reglas, por un caso de vida o muerte, para visitar a un hermano enfermo o para salvar del suicidio a un amigo deprimido. Si Anastasia hubiera seguido el procedimiento habitual, tal vez le habrían permitido entrar, aunque desenmascarada. Pero ella desdeña «el comportamiento sensato». Los funcionarios deben confiar en ella por una cuestión de principios, pero cuando la pillan traicionando precisamente esa confianza, se indigna. Fiel a sus hábitos, armó un escándalo en lugar de disculparse.

—Vaya sistema. Vivimos en un país socialista y se supone que ésta es la Universidad del pueblo. Quítenme las manos de encima, voy a entrar.

Enfurecidas, las beligerantes guardianas la cogieron por los brazos, regocijándose como si hubieran atrapado a un carterista. Dos corpulentos agentes de seguridad salieron corriendo de su oficina estratégicamente situada y se la llevaron. La expulsaron finalmente después de interrogarla agresivamente durante una hora. Anastasia siguió mascullando que si era necesario entraría a hurtadillas en el despacho de Brezhnev, pero no volvió a la Universidad durante muchos meses.

Por consiguiente permanecemos en las calles. Si yo fuera ruso, la responsabilidad de encontrar un cuarto vacío, que es la condición crucial del varón para tener amoríos en Moscú, recaería sobre mis hombros. Anastasia la asume, cuando puede, pidiéndole las llaves al escultor o llevándome al apartamento de Aliosha. Y conformándose con improvisaciones. A medida que avanza el invierno, exploramos las escaleras de mohosas casas de apartamentos próximos a su instituto. En los subsuelos o en los rellanos superiores, se entrega sobre la baranda. Sus bragas descansan en mi bolsillo. Su cuerpo está inmaculado, después de su última lánguida ensoñación en la bañera. Contra el fondo de la mugre de la escalera, la ligera delgadez de sus piernas se trueca en la gracia de una sílfide. Dada la naturaleza insólita de nuestras posturas, me estruja fuertemente con ellas, tan orgullosa del dominio que ejerce sobre esos músculos como de todas sus necesidades físicas.

La húmeda frigidez de la escalera entumece nuestras mejillas. El edificio donde entramos se parece a una casa desahuciada del Bronx: neoyorquino próxima a integrarse a un arrabal negro. El patio por donde hemos pasado al entrar está sembrado de maderas podridas y de trastos. Los ruidos domésticos —de filmes de televisión, ollas, cuerdas vocales irritadas— nos llegan a través de las delgadas paredes, y a veces resuenan pisadas sobre las escaleras polvorientas, arrastrándose ocasionalmente, porque los borrachos vuelven a esta hora de la noche. Cuando hacemos una pausa, nuestros corazones palpitan con la Benzedrina de la aprensión y la pasión; cuando reanudamos el ritmo, seguimos conteniendo el aliento. Entonces ella arquea la espalda y me embiste. Tiene los ojos abiertos. La intensidad de su deseo da alas a mi narcisismo.

Se vuelve y se alza. Más tarde, para evitar riesgos, o para satisfacer nuestro gusto por las variaciones, nos mudamos a una escalera de una calle paralela.

—Otra vez, por favor —reclama.

Estamos tentando al destino. Nuestro temor de que nos descubran aumenta. Para compensar el hecho de que no estamos desnudos, Anastasia utiliza los dedos, y los levanta de vez en cuando con su habitual apetito por los sabores exóticos.

—Ahora siéntate tú —susurra—. Toma, despliega mi abrigo. ¿No te gusta invertir los papeles?

La libertad para materializar nuestras fantasías nos hace pensar que nada importante queda fuera de nuestro alcance. «Oh, qué amor era ése —dijo Zhivago—. Absolutamente libre, único, sin par en la tierra.»

Le encantan los chistes, sobre todo acerca de la resistencia a trabajar, acerca de los mensajes sociales torcidamente interpretados para justificar los desfalcos, y acerca de las torpezas burocráticas. Uno de sus favoritos gira en torno del obrero enfermo al que le dicen que produzca un espécimen de sus materias fecales. Intimidado por el extraño lenguaje médico, trae el material en el recipiente habitual, pero la creciente turbación le impide preguntar a quién debe entregárselo. Por fin, interpela a una enfermera: «¿Dónde hay que dejar la mierda para el cagadero?»

Lo que la regocija es el simpático retomo del obrero al auténtico lenguaje de su clase, pero este chiste en particular constituye una de las raras referencias que hace a la medicina en la conversación corriente.

Su escaso interés por los estudios se refleja en el extraordinario entusiasmo que manifiesta por casi todo lo demás. La salud de los animales irracionales la preocupa ostensiblemente más que la de los seres humanos. La única vez que la vi excitada por algo remotamente relacionado con la medicina fue cuando una tenaz gata vagabunda que ella se había acostumbrado a alimentar en una de nuestras escaleras, parió gatitos. Lo que más la trastorna en los filmes de guerra es el espectáculo de los caballos heridos. Convencida de que «ninguna especie es más cruel, ni más vil», que el Homo sapiens, a menudo acepta la inhumanidad del hombre para con el hombre, pero rechina los dientes al presenciar las atrocidades que comete con las bestias. Su madre y su padre querían que fuera ingeniero, pues esta profesión constituía para ellos, el paradigma de la virtud social y el éxito personal. La idea de la medicina vino después, pero dudo que alguna profesión pueda conmoverla... y menos aún si exige largas horas «locamente aburridas» de estudio.

Lo que le interesa es la literatura. A rachas, lee tan vorazmente como el —falso— estereotipo del ruso ávido de cultura. Cuando releyó El idiota, mantuvo los ojos clavados en el libro desde el momento en que ingresó en una estación de metro hasta que volvió a salir en el punto de destino... y luego durante el resto del día y la noche, porque faltó a las clases para terminarlo, mientras murmuraba constantemente acerca de la extraña compenetración de Dostoievski con personas que ella conocía.

Los clásicos, incontaminados por el estudio coactivo y la vulgarización política en la escuela, la seducen, sobre todo cuando se trata de los cuentos dé Lermontóv, con sus toques byronianos. Pero el mayor afecto lo reserva para los maestros secundarios, ligeramente excéntricos —Alexander Green, Mijaií Saltiakov-Shchedrin, Alexei Konstantinovich Tolstoi, Andrei Platonov— cuya recreación del espíritu de la vida rusa la seduce aún más porque los autores carecen de fama mundial—. Cuanto más desconocido es el escritor, tanto mayor es la ternura con que ella acoge sus textos.

—Exactamente, y no te retractes.

—No tienes derecho a suponer eso, gracias a Dios hiciste...

—Sí, cien veces . Eres muy inteligente, pero has omitido la parte más importante.

Un poema falsamente heroico la deleita particularmente por el cuadro que pinta de la rutina cotidiana. Titulado «Hogar dulce hogar», fue escrito por un poeta de la década de 1920, prohibido durante mucho tiempo, que se hacía llamar Sasha Chorni («Sasha Negro») por contraposición al gran simbolista dé fines de siglo Andrei Beli («Andrei Blanco»). La escena se desarrolla en un apartamento comunitario de vecinos chillones, sórdidas perspectivas y mezquinas rencillas. Las imágenes son las de un niño indeterminado que trata de aplicarle un enema a un gato, la última gota de vodka que desapareció el día anterior, una cucaracha meditabunda montaba sobre un plato cómo una gran ciruela y una melancólica adolescente con chaqueta de trabajo que aporrea un piano gangoso.

Anastasia recita los versos tragicómicos con los ojos entrecerrados... para poder imaginar mejor, dice, el apartamento de Iaroslavi donde antaño ella y su madre tenían alquilada medía alcoba. Pero el poema también la fascina por el uso festivo que hace de los diminutivos, los términos coloquiales, los apodos, los deslices gramaticales— y los solecismos campesinos que enriquecen y personalizan el lenguaje, confiriéndole ese candor íntimo que es propio del diálogo personal y que se manifiesta en todos los aspectos de la vida privada rusa. La tajante disparidad entre el mundo exterior, público, y el mundo interior dé la familia y los amigos, se refleja en el contraste entre los dos lenguajes. Para expresar su afecto por la jerga cotidiana, los espíritus sensibles, irreverentes, saborean sus sutilezas y sugerencias. El argot inventivo refuerza la sensación de compartir secretos, de mantener la lealtad del «nosotros» contra el «ellos»... e incluso de placer sensual. La propensión de Anastasia por esto —que es lo que Aliosha más amaba— se expresa particularmente en su vivaz estima por las palabras acuñadas.

En homenaje a mí, produce centenares además de las ya conocidas —«mi dicha», «mi adorado y único»— que resultarían insustancialmente chocantes en inglés. Una semana, soy diversos matices de «conejito»... no sólo él habitual zaichík, riño media docena de variantes semánticas, todas mutables, pero no intercambiables, y acordes con su estado de ánimo, O soy diez matices de «garito», o, últimamente, de «zarpa de garito»: lapuska, lapinka, lapunik, lapunia, lapusik y lapushka.

—Pero lapa es cualquier tipo de zarpa —simulo protestar—. ¿Cómo sé que soy un garito y no un tigre?

—¿Es que no adviertes la forma en que lo digo, mi tigroinok (feroz y dulce tigrecito)?

O se trata de una palabra absurda, que cambia diariamente, a veces de hora en hora, concordando con el tiempo o con la runa de una golosina recién engullida. Es tan proclive a las dulces naderías como al hedonismo y la pasión.

Estamos él uno en Brazos del otro, en el sofá de Aliosha, esperando mi recuperación. La habitación que pronto conoceré tan bien, iluminada a través de la ventana por una evanescente blancura crepuscular, parece suspendida en el espacio. El mismo Aliosha, que aún no es otra cosa que el viejo y un poco misterioso amigo de Anastasia, ha inventado un compromiso urgente en otra parte para dejarnos solos, y se ha disculpado con afectada seudocontrición porque no podrá volver antes de que anochezca. Durante una pausa, le pido a Anastasia que me hable de su primer amante.

Pronto renunciaré a esto: algo débil se encubre detrás de mí argumento de que la vieja adoración refuerza la hueva. Pero a veces me siento turbado durante la espera, y a mi secreta esperanza de que las reminiscencias de Anastasia contribuyan a abreviarla sumo en este caso la excusa de que estoy investigando las costumbres rusas. Aguardo, en parte, que Anastasia ponga objeciones, pero después de un fugaz titubeo responde con naturalidad.

El primero fue un ingeniero checo que desempeñaba un cargo en Moscú. Él tenía treinta y dos años; ella —que visitaba la capital con sus compañeras de curso de la escuela de segunda" enseñanza— acababa de cumplir quince. Él se fijó en ella cuando se hallaba en compañía de sus condiscípulas y Anastasia le dijo que tenía dieciocho años y esa noche salió furtivamente del albergue donde dormía el grupo, para ir a reunirse con él en la metrópoli iluminada por la luna. Cuando volvió a su aldea a la tarde siguiente, la aguardaba un telegrama de él. Durante todo ese año recibió desde Moscú —y durante los dos años ulteriores desde Praga— un diluvio de obsequios semanales, fotografías y cartas, donde le suplicaba que se casara con él.

La pausa de Anastasia se convierte en un punto final.

—¿Es todo lo que tienes que decir acerca de él?

—Por ahora, sí.

—¿Cómo se llamaba?

—Mirek.

—¿Pero qué sentías tú?

Me alivia que él no la haya ganado para sí, y al mismo tiempo experimento una extraña simpatía por esta historia... y un acceso de masoquismo por el placer que me produce su desenlace. ¿Cómo pudo haber sido tan insensible? Una parte de mi ser queda horrorizada por su crueldad adolescente, y otra parte comprende que protesto demasiado y que deseo padecer a mi vez ese mismo tormento mezquino, como cuando me quejo porque ella llega tarde a las citas.

—¿Cómo era? ¿Por qué sólo contestaste a una de sus cartas?

Dice que era afable y que ella se sintió halagada, y luego vuelve a callar. Mis celos permanecen embotellados porqué creo que los siento por ella, no por él, y siempre por razones que no son las justas.

Más tarde, nos reímos juntos de los sucesores de Mirek. El secretario de la Juventud Comunista de su escuela secundaria, que se reunía con Anastasia, cuando ésta aún era menor de edad, en una carbonera, se desahogaba en treinta segundos, y después se apresuraba a salir furtivamente del edificio, ¿ornó un ratero. El chófer de la granja colectiva que casi murió con un cuchillo clavado debajo del corazón cuando, después de Ja proyección de Los siete magníficos en el Palacio de Cultura local, se implantó la moda de imitar a Yul Brynner y arrojar puñales. Pero dé lo que realmente quiero que me hable es de su periodo promiscuo. De los fines de semana de su último año en la escuela secundaria dé Moscú, cuando se dejaba seducir a cambio de las comidas y del billete de regreso a la aldea. De las noches pasadas con directores de fábricas provinciales o con oficiales del ejército. En una oportunidad, dos traficantes georgianos del mercado negro hicieron un simulacro de secuestro, y ella, después de hacer, a su vez, un simulacro de resistencia, se plegó a sus juegos. Juntos, la poseyeron nueve veces en doce horas...

Nuevamente me siento Heno de dolor estéril, y de excitación. Anastasia seducida por georgianos enamorados de las rubias rusas... y yo estoy celoso de ella, no indignado contra ellos. Tanto más cuanto que ha recordado el episodio con obvia satisfacción.

Ella y Aliosha se tratan como afectuosos y viejos amigos con un fantasma casi benigno en su pasado. Ninguno habla de su relación, pero él lo hizo antes de comprender la intensidad de la nuestra, y ocasionalmente ella formula un comentario acerca de un inconfundible «hombre que conocí en otro tiempo». Con estos elementos, y con la ayuda de su poco agraciada compañera de cuarto, he reconstituido la historia de sus amores.

Se conocieron cuando Anastasia cursaba su primer año en el instituto, cuando su lenguaje y su indumentaria hablaban a gritos de la «aldea» y cuando «su nariz chorreaba como la de una mocosa campesina»... a pesar de lo cual ella conservó tenazmente su independencia desde el primer momento. La cháchara que Aliosha empleaba para reclutar a sus amantes le pareció encantadora, pero no aceptó subir al coche: por alguna razón había decidido no entregarse fácilmente.

En cambio, la desfachatez de Anastasia le cautivó a él. Olvidando que su lema era «si no triunfas a la primera pasa a la siguiente», Aliosha le telefoneaba dos veces por día. Ella sólo contestaba cuando le daba la gana. Él montaba guardia durante horas frente a la residencia de Anastasia, «como un Paolo pobre en homenaje a su Francesca... e... da Rimini». Una y otra vez él juraba que no perdería una hora más con esa «ninfa demoníaca», pero fue esta fuerza de voluntad la que le hizo sentirse feliz —y agradecido por la sorpresa de poder seguir hechizado— cuando ella sucumbió y se instaló castamente a su lado para realizar largas excursiones en coche.

La doblegó con flores. Por fin, Anastasia le permitió que la llevara a restaurantes y a proyecciones reservadas de filmes en la Unión de Trabajadores Cinematográficos. Lo que más hacían era polemizar... acerca de todo. A veces permanecían sentados en el coche hasta la mañana discutiendo encarnizadamente el talento de una actriz o la declinación de un sustantivo. Ella exigía que la tratara como a una igual, y no aceptaba sin más nada de lo que él decía acerca del sentido de un filme, las implicaciones de una guerra, la intención del comentario de uno de los amigos de Aliosha. O él abría los libros de Anastasia y la asesoraba para las lecciones del día siguiente, interrumpiéndose para formular comentarios seudomédicos y para reír.

La negativa de Anastasia a dejarse tocar «antes de que te sometas a una operación para curar la satiriasis», le hacía sentir exultante. Según los sondeos de Aliosha, la defensa de ella residía en la agilidad física o la rapidez de réplica. Él la cortejó —y la disfrutó— más asiduamente que a un millar de sus presas habituales.

Cuando Anastasia accedió por fin a acudir al apartamento, lo hizo en condiciones previamente estipuladas. Se sentó sola en el sillón, sorbiendo vino recatadamente. Afuera hacía un frío demencial. Aliosha le había servido un magnífico banquete y había puesto en marcha una cinta magnetofónica de Frank Sinatra. De pronto descubrió que él le estaba haciendo el amor con la boca. Comprendió que Aliosha lo había planeado todo, hasta la última gota de «Sangre de Toro», pero ya no le importaba. Bajó los ojos hacia la hirsuta cabeza gris que le hacía cosas tan estupendas y supo que le adoraba. Su rostro insertado entre las piernas se convirtió en el símbolo de algo importante, que ella misma no pudo explicar.

—¿Cuánto tiempo lo amaste? —pregunto, abstraído en la imagen. En algún recoveco de mi ser estoy celoso; en otro, estoy contento. Son mi hermano y mi hermana mayores—. ¿Cuánto duró?

—Tres semanas.

—¿Y entonces?

—Él no pudo continuar.

Es muy extraño. Ninguno de los dos desea esta conversación, pero ella contesta displicentemente, tal vez porque no quiere que vuelva a interrogarla.

—Aliosha está hecho para pasar buenos ratos y para cuando necesitas ayuda. Con él ni siquiera puedes sufrir decorosamente, si eso es lo que deseas del amor. No es lo que yo deseo, lapuska.

Me pregunto por qué insisto en esto. Sé que ella me dice la verdad, una verdad sencilla que no me turba. Lo único que siento es que debería sentir más.

—Sin embargo, seguiste viéndole.

Su suspiro indica que esto debe terminar pronto.

—Hay un solo Aliosha al que recurrir cuando estás asqueada de todo o muy triste. O —me estruja la cintura—, cuando necesitas un apartamento vacío.

—Todavía le quieres. Un amante tan ingenioso.

—Basta de tonterías. Vamos a lavarnos las orejas.

Esto es todo, pero aún siento que debería haber algo más. Anastasia y Aliosha parecen representar dos facetas de mi persona que de otra manera estarían totalmente separadas. Me gustaría que los tres pudiéramos vivir juntos. Ojalá yo fuera mayor. Y ojalá pudiera entender por qué la historia del hombre de cuarenta y seis años que cortejaba a la muchacha de diecinueve me parece tan importante.

Hoy he encontrado un refugio. Una chica llamada Evguenia que en septiembre pasado me buscó para tener un amorío, volvió a verme mientras cruzaba la calzada y me ofreció su «nidito flamante». Evguenia pertenece a la casta cada vez más numerosa de las semiprostitutas de los enclaves extranjeros, cuya vida consiste en fingir modales occidentales que armonicen con sus ropas importadas. Pero el gesto de entregarme sus llaves —y de dibujarme un plano— me recuerda que aún los rusos de su laya son proclives a compartir.

Un largo viaje en metro, otro en tranvía, una caminata hasta un chalet ruinoso y una carrera furtiva sobre el viejo suelo de tablas para entrar en una habitación desaliñada. Anastasia se arranca las ropas como si las odiara porque ciñen su cuerpo.

—Pronto, pronto —exclama, mirando casi reverencialmente la parte de mi cuerpo que más tensa está por ella—. Skorei, skorei, mi amado, mi tigre.

La más ligera caricia a sus pezones desencadena estremecimientos y gemidos. Recuerdo la escena de Age of Longing, de Koestler, que siempre me impresionó como falsa, donde un hombre transporta a su amada al clímax —que también es el de la novela— acariciando sus pechos. Algo importante deberá suceder— nos pronto.

Llenamos el cuartucho con nuestras extremidades y nuestra pasión. Ella coge mi rostro entre sus manos y solloza de dicha, y luego se desploma hacia atrás, exhausta. Mientras yace así, con los ojos cerrados y los pechos adornados con las guedejas, imagino que es eslovena o magiar... y recuerdo lo que dijo durante nuestro primer banquete en un restaurante, días después del episodio de Iaroslavl:

—La actividad sexual no es como el comer. Recibes lo que das.

Un día, una enfermera de un asilo de ancianos me preguntará si eso fue lo mejor que tuve.

—No, pero sí lo más bello.

Anastasia adora: la salsa barata de ajo; los recitales de órgano en el Conservatorio Tchaikovski; a los taxistas sarcásticos; la poesía más romántica de Byron; el kasha de alforfón nadando en manteca; el circo; desnudarse para nadar en cueros en ríos semicongelados (nunca se mete en ellos); un formidable filme soviético, casi desconocido, que se titula Sombras de nuestros antepasados olvidados; la destartalada cervecería próxima a la vieja oficina de Aliosha en la Plaza de la Granja Colectiva... Aborrece: el ballet por televisión; el patinaje sobre hielo en televisión (que las masas adoran); a Nikita Krushchev, acerca del cual no sabe casi nada, pero de quien no quiere oír hablar; los ejercicios físicos organizados; el Doctor Zhivago (del cual le hice llegar un ejemplar introducido de contrabando); los filmes soviéticos sobre niños que ganan premios en Occidente; a las mujeres norteamericanas alojadas en los hoteles del Intourist...

También recuerdo su brusquedad para con aquellas amigas con las que se sentía molesta. La evocación de su temperamento, de su puerilidad —que yo no protegía en razón de la mía propia— me lleva a preguntarme si no me atribuyo una responsabilidad excesiva por nuestro fracaso. Además —me digo— muchos de nuestros malentendidos eran inherentes a las circunstancias de nuestras vidas.

Por ejemplo, consideremos el incidente que comenzó con la llamada telefónica de Evguenia, quien me convocó a una entrevista inmediata. Una hora más tarde, nos encontramos en la entrada del hotel Metropole.

—Lo hago únicamente por tu bien —dijo—. Sólo para protegerte de un peligro que no puedes entender.

Su información era absolutamente fidedigna porque provenía de un primo que ocupaba un puesto en la cúspide de «los órganos».

—Bien, se trata, en síntesis, de que tu Anastasia está a sueldo de la KGB.

Sus últimas palabras se empinaron como la cola de un escorpión. Poco importaba que estuviera demostrando que era una embustera infame además de una puta. Había conseguido asestar el golpe y envenenamos. Porque incluso antes de encontrar tiempo para rechazar sus palabras, éstas habían formado una imagen: Anastasia como confidente. La indignación y la náusea que siguieron a la inoculación de ponzoña me dejaron destrozado.

Lo peor se produjo cuando una débil estación de la banda de onda corta de mis pensamientos se preguntó sí la acusación podía ser veraz. Recordé que ése mismo Metropole, prácticamente el único hotel abierto a los extranjeros durante la época de Stalin, siempre había estado infestado de soplones. Una tarde, mientras bailábamos en su restaurante de estilo rococó, Anastasia reflexionó acerca de lo que le habría sucedido si hubiera osado hacer eso mismo «en los viejos tiempos». Incluso entonces me pareció que ese era un comentario extraño.

Quizás era una de aquellas personas que «informaban» de minucias y tonterías sólo para mantener a la KGB, paradójicamente, tan alejada como fuera posible de su vida y sus pensamientos auténticos. Quizá lo había callado para no inquietarme. Aún destrozado, traté de tomar una decisión. Pobre Anastasia, aunque sólo una mínima parte de esta historia fuera cierta... o sobre todo si lo era.

Cuando Aliosha completó Su investigación, la evidencia me demostró que Evguenia había actuado movida por la envidia. Me había visto en restaurantes con Anastasia y estaba resentida— porque no la había invitado a ella después de lo que interpretaba como nuestra noche inaugural. Por fin se le había presentado una oportunidad para Vengarse... lo cual era tanto más fácil de lograr puesto que nosotros mismos sustentábamos la hipótesis indiscutida de que una joven rusa bonita no podía tener relaciones con un norteamericano sin autorización de la KGB. Pero antes de que afloraran estos hechos, yo le expuse el problema a Anastasia. El daño estaba hecho. Ella se marchitó. Mi estómago se crispó como cuando, a los ocho años, envenené accidentalmente a nuestro— coneja.

Cometí el error típico del marido que confiesa su falta. Porque aunque no me pareció que mis palabras encerrarán una crueldad oculta —al fin y al cabo no había renegado de ella, ¿y acaso esa estúpida historia no nos aproximaría aún más?— se sintió herida por el atisbo de incertidumbre que me había inducido a hablar del tema. ¿Cómo yo había podido pensar semejante cosa de ella, aunque sólo fuera por un instante?

Al igual que la esposa que asiste a una prueba de arrepentimiento que no ha pedido, Anastasia ya no podía tomarme la mano con confianza virginal. Yo habría de encontrarme con personas mucho más valiosas que Evguenia, incluidos algunos miembros de la intelligentsia prudentemente rebelde, que traficaban precisamente con ésos chismes de delación... pero el aborrecimiento que les tenía Anastasia era, como tantas otras facetas de su idiosincrasia, tina excepción. Ambos éramos inocentes y ambos nos sentíamos deshonrados.

Las únicas que resultaron heridas fueron nuestras ilusiones» pero habían sido esas mismas ilusiones las que nos habían alentado a ver un mensaje en nuestro vínculo. Nuestra alianza había sido apuntalada por el hecho gratificante de que dos personas que habíamos nacido separadas por una distancia de siete mil quinientos kilómetros, y en dos superculturas antagónicas, reaccionáramos, frente a los estímulos, con más analogías que las que teníamos con los niños junto a los cuales nos habíamos criado. Después de la acusación, hablamos mucho menos de este tema. Saltar el segundo acto de una pieza teatral muy elogiada porque se nos había entumecido el trasero, o «adoptar» a un chiquillo para que nos dejaran entrar en un zoológico infantil, nos pareció súbitamente mucho menos original. Antes, habíamos llevado a cabo nuestras estratagemas con la convicción de que demostrábamos algo acerca de las prioridades necesarias, de que les dábamos una lección a los petulantes del mundo. Ahora éramos dos amigos que tratábamos de idear algo sagaz.

A la semana siguiente, invité a Chinguiz para que nos acompañara en un paseo por el campo. Antes de que conociera a Anastasia, mis vagabundeos con él entre pinos y arroyos congelados estaban inspirados por el mismo estado de ánimo. Puesto que los quería a ambos, esperaba que simpatizaran entre sí.

Mientras intercambiábamos saludos en nuestro lugar de encuentro, en una estación de metro, me sentí impresionado por la semejanza que existía entre mis dos amigos estudiantes, tanto en el aspecto de la apostura como del temperamento. Chinguiz vio en un quiosco de la estación un panfleto acerca de su adorado Maiakovski y se excusó para ir a echarle un vistazo. Mientras esperábamos, Anastasia le catalogó como un «hipócrita superficial».

—Créeme, Maiakovski no le interesa en absoluto, como no sea para hacer circular un sentimentalismo autocomplaciente copiado de alguna pandilla universitaria. Y esa historia de que los pastores amaban a su padre comunista... no me hagas reír.

Lo único que sabía acerca del padre de Chinguiz era lo que yo mismo le había contado a lo largo de las semanas. Y en cuanto a su admiración por Maiakovski, la juzgaba sobre la base de un solo comentario que él había formulado al ver el panfleto, a saber, que tal vez el tempestuoso poeta habría encontrado motivos para suicidarse aunque la Revolución no hubiera fracasado. No era de ninguna manera una observación original, pero tampoco resultaba ofensiva. Ella misma podría haber dicho algo parecido. Sin embargo, aprovechó su alejamiento para sentenciar que todo él, con sus actitudes complejas, era un fraude.

—¿Qué pruebas tienes? —pregunté, con la esperanza de evitar que mis planes para la jornada se fueran a pique.

—No me des lecciones. No eres mi maestro.

Después de esto, nada de lo que Chinguiz hubiera podido decir durante el día le habría absuelto: Anastasia obedecía a los dictados de su intuición. Por primera vez, comprendí hasta qué punto su fino instinto artístico podía ser desmoralizador en situaciones que exigían objetividad. Con cuánta facilidad censuraba no sólo a los actores que la disgustaban, sino también a los seres humanos. Turbado y avergonzado por ella, cambié de tema.

Chinguiz volvió y la antipatía recíproca de ambos despidió chispas. Pero ninguno quiso ofenderme —¡ay, qué paradoja! ¡si por lo menos lo hubieran hecho!— suspendiendo la excursión. Fuimos a una zona sin urbanizar situada en las afueras de la ciudad, y su mutua hostilidad inexpresada sólo sirvió para aumentar la tensión.

Chinguiz, que era lacónico en sus mejores días, casi no habló durante las primeras horas, y mis esfuerzos por sacarle de su introversión sólo consiguieron paralizarle aún más la mandíbula. Era una mañana penetrante de cristales de nieve aislados y ramas de abetos cargadas de carámbanos refulgentes: el día de invierno más perfecto que yo había visto. Su belleza ahondó nuestra soledad. En el colosal silencio de ese vasto horizonte de campiña incontaminada, el crujido de nuestras seis botas sonaba como en el patio de una prisión.

Una vez más, podía culpar a las circunstancias. Yo había contribuido a la desgracia al violar el código que estipula que los extranjeros no deben presentar entre sí a sus amigos rusos. Por razones obvias, de las cuales la superchería de Evguenia debería haberme hecho tomar plena conciencia, las partes en cuestión no harán sino desconfiar las unas de las otras. Pensé en esto cuando vi que ambos se ponían hoscos, tratando de sondear si la relación del otro conmigo, el norteamericano, era honesta.

Pero también recordé la advertencia de un hombre sabio. «En todo triángulo la base tiene dos ángulos. El tercero corresponde al vértice solitario.» ¿Por qué había resuelto formar ese triángulo mudo? Me aguijoneaba la vaga idea de que había invitado a Chinguiz porque dudaba de mi capacidad para entretener a Anastasia: para condimentar nuestra relación, que ya era menos sustanciosa de lo que habíamos esperado después de nuestros prodigiosos primeros encuentros. Nuestro respeto mutuo también se estaba empañando: Anastasia marchaba delante de nosotros, evadiendo como siempre la responsabilidad de enfrentar las situaciones ingratas. Cada vez que tropezábamos con algo desagradable, aunque fuera como consecuencia de uno de sus caprichos, resolvía el problema alejándose, dejando que yo me arreglara solo.

—Nastinka, le contaba a Chinguiz... ¿recuerdas el día en que vimos la liebre con rabo?

—No.

Siguió caminando, fingiendo que estaba demasiado absorta en la naturaleza para prestarnos atención. Pensé en lo que le habría dicho si hubiéramos estado solos, como en nuestra excursión anterior a una hacienda campesina: «Cuando seamos ricos y famosos no gastaremos nuestro dinero en la compra de un palacio. Contrataremos mujeres para que nos pelen las semillas de girasol.»

De pronto un pájaro se elevó desde un magnífico álamo tembloroso hacia el firmamento increíblemente azul. El sol reverberaba sobre las puntas de sus alas.

—Un alionín —exclamó Chinguiz—. Les amenaza la contaminación.

—En Rusia central, cuando ven un herrerillo generalmente lo reconocen —gritó Anastasia, sin volver la cabeza. Su voz destilaba sarcasmo—. Quizá no los académicos literarios, pero el primer deber del poeta consiste en conocer los animales silvestres.

Estalló una disputa repugnante, que sólo la sobriedad de Chinguiz mantuvo por encima del nivel del comentario de Anastasia: la referencia a Rusia central en presencia del semicalmuco Chinguiz era una manifestación de racismo apenas disimulado. Yo había visto mejor el pájaro y pensaba que era un humilde gorrión, pero traté de hacerlos reír jurando que era un pelícano. La tentativa fracasó lamentablemente. Volví a la residencia con Chinguiz, porque Anastasia se fue sola, sin dejarme otra alternativa.

Si la presencia de terceros quita intimidad al lenguaje especial de toda pareja, era comprensible que el nuestro, fundado sobre la premisa de que expresaba una extraña compatibilidad entre dos personas de orígenes distintos, resultara especialmente perjudicado. Pero ese lúgubre paseo nos hizo aún más daño. Implantó la vil sospecha de que si Chinguiz podía reducimos a la condición de extraños, no sólo nuestro lenguaje fulgurante de observaciones y asociaciones compartidas, sino nuestra misma afinidad, era una baratija de feria.

Lógicamente, esa incapacidad para salvaguardar la dichosa libertad de nuestra propia compañía en presencia de Chinguiz debería habernos inducido a valorarla aún más... pero no fue así. Nuestra sensación de que éramos singulares cuando viajábamos en un autobús bullicioso o cuando veíamos una mala película desde los viejos asientos de madera terciada, experimentó un nuevo deterioro.

Sólo cuando estábamos con Aliosha podíamos conservar nuestra personalidad, a pesar de que yo aún apenas le conocía. Si queríamos, nos freía un biftec, y después se iba con una excusa grotesca. Ese era el único apartamento que le gustaba a Anastasia, en una ciudad con ocho millones de habitantes, y también era el único donde no nos sentíamos comprometidos.

Estábamos allí una tarde cuando entró con dos chicas, luego de emitir un alegre silbido de advertencia. Después de bailar un poco, los tres treparon a la cama mientras Anastasia y yo estirábamos el colchón de caucho sobre el suelo de la cocina. Pronto nos llegó el estrépito de su retozar, y me senté para espiar por una rendija de la puerta. Estos juegos aún eran nuevos para mí. Anastasia me siguió a tiempo para ver que la más bonita de las chicas me invitaba, con una seña, a hacerle compañía. Notó, asimismo, que el ademán me devolvía las fuerzas, a pesar de que habíamos terminado de copular un momento antes.

—Aliosha está ocupado y la que sigue hambrienta pide auxilio —susurró Anastasia—. ¿Por qué la desprecias?

—¿Hablas en serio?

Esperaba que sí. O que no. Sobre todo, quería que lo dijera claramente. Pero su sonrisa era en verdad enigmática. Me pareció que expresaba lo que yo estaba aprendiendo solo al asistir al desfile de chicas por el apartamento de Aliosha: ¿qué importa si me acoplo con otra para un simple acto sexual?

—¿Por qué habría de molestarme? No te lo arrancará —agregó—. Vete con ella. Pero vuelve pronto a mí.

Me urgió para que me pusiera en pie. La súbita evocación de la historia de los dos georgianos que la habían poseído nueve veces me convenció de que no bromeaba. Al fin y al cabo, ella misma me había descrito su época de promiscuidad. Marché hacia la cama. La muchacha se dio vuelta y separó sus cálidas piernas para recibirme.

Cuando regresé a la cocina, Anastasia dormía. Meses más tarde, cuando Aliosha me informó que ella había fingido dormir, y que había presenciado mi actuación con una pena y un odio feroces, comprendí que había interpretado mal todas las cosas. Incluso la razón por la que había accedido a hablar de sus anteriores amantes. Todo lo había hecho para poder observar mi reacción: ya sospechaba que marchaba por el mismo camino que Aliosha en lo que concernía a la cama.

Aparentemente te amaba —dijo Aliosha, respondiendo a mi acoso—. Yo no lo sabía. Hubo de tragarse mucho orgullo para seguir contigo después de la prueba a la que te sometió esa noche.

Lo increíble no fue que yo necesitara que otra persona me explicase que me había comportado como un cerdo, sino que incluso entonces, cuando mi insensibilidad me reverberaba en los oídos, simulara ignorar lo que le estaba haciendo, mientras se lo hacía. Había sido «un simple acto sexual».

No pudo verme durante el resto de la semana. En el fin de semana tuvimos nuestra primera disputa. Naturalmente, por una trivialidad.

Ella había perdido su «pasaporte», el documento de identificación que, teóricamente, los rusos siempre deben llevar consigo.

Era la segunda vez que extraviaba el vital documento desde que la conocía, pero esto difícilmente habría bastado para explicar mi irritación. Ella, y no yo, tendría que perder la tarde de un sábado haciendo cola en dependencias policiales para obtener uno nuevo. Le entregué los billetes para pagar la multa, y mi desdén silencioso recayó sobre ella, por su eterno descuido, y sobre mí, por la hipocresía con que desempeñaba mi papel de benefactor. Mi aborrecimiento por mi propia mezquindad volvió a encauzarse hacia su negligencia, sin la cual no se habrían desencadenado mis sórdidas reacciones.

Al día siguiente, la sorprendieron en el autobús sin el billete, y el inspector sumó una arenga a la multa de cincuenta kopeks. Anastasia perdió los estribos.

—Por favor, termine con la cantinela de la «responsabilidad social», porque ya está demasiado gastada.

El inspector llamó a un policía que la llevó a su comisaría, y yo la seguí, preguntándome si mi presencia sería útil o contraproducente. Si no hubiera sido tan bonita tal vez habría pasado quince días en una cárcel pestilente por conducta antisocial.

Salimos rematadamente tarde para una cena en un restaurante a la que nos había invitado Aliosha. Compré dos helados para celebrar su liberación, y esperamos hasta que se serenaron nuestros nervios.

—¿Por qué hiciste esto, avara? Me dijiste que habías pagado el maldito billete.

Siguió caminando, sin contestar.

—¿Qué es lo que tratas de demostrar?

—Oh, déjalo ya —espetó—. No tenía el cambio justo.

—¿Por qué no me lo pediste? Nunca pagas cuando tienes cambio.

—No insistas. No quiero continuar esta discusión.

La perentoria hostilidad de su tono me dejó mudo. Tuve la impresión de que siempre intentaba probar algo con su actitud ostensiblemente libre de inhibiciones. Puesto que no teníamos a dónde ir ni cómo telefonear a Aliosha, nos limitamos a marchar a la deriva... hacia el puente Krimski, según noté, escenario de nuestro primer beso hechizado. Comprendí que mi enojo nos alejaría aún más de esa exultación aparentemente lejana, pero no pude reprimirlo.

—Claro que no insistiré... ahora que he pagado la fianza para sacarte de la comisaría. Ya puedes volver a simular que estás por encima de todo.

Mi acritud me sorprendió. Lo peor no era la indignación por saber que ella me usaba —al aceptar mi ayuda cuando la necesitaba y al rechazar simultáneamente mis consejos— sino el bochorno, presente en alguna parte de mi ser, por la bajeza de mi resentimiento. Y, por supuesto, el primero aumentaba la magnitud del segundo. Permitía que una jovencita me dominara, incluso pedía que lo hiciera; y ella me guardaba rencor, con razón, por mi ruindad.

—¿Por qué te sales de las casillas por los cinco kopeks para el autobús? ¿Por qué no dejas que yo me preocupe por determinar lo que es justo... por saber quién es el que estafa realmente aquí?

—Soy el primero en admitir que, dada la forma en que te defrauda el sistema, te has hecho acreedora a un millón de viajes gratuitos. ¿Pero qué ganas al contraatacar con este tipo de «victorias»? El verdadero motivo es que te encanta jugar a la inocente traviesa.

Se desvió en otra dirección. Cuando la alcancé, estalló, y la disputa hizo aflorar agravios personales que nos desanimaron. Yo escupí mi resentimiento, y vi cada vez más claro que detrás de su cautivante desenfado se ocultaba la indiferencia para con los demás de una chiquilla malcriada.

—Siempre quieres «liberarte» de las «reglas mezquinas» que subyugan a las personas «menos sensibles». Como pagar los viajes o llegar puntualmente a una cita. Elevas el engaño a la categoría de principio... es un recurso espléndido para demostrar tu superioridad.

Me contestó, siseando, que Aliosha jamás se habría rebajado a jactarse de que la había ayudado a salir de la comisaría, pero que eso era típico de mí, puesto que trataba de remedarlo sin tener un ápice de su madurez o su generosidad.

A menudo eres un imitador... artificial. No te dejas gobernar por tus sentimientos, sino por cómo piensas que éstos deben ser. Por eso siempre reaccionas ante las cuestiones secundarias: las entradas de teatro y las tarifas de autobús, y no la gente. Como careces de instintos reales, tratas de guiarte... ¡qué asco!... por lo que has leído.

¡Santo cielo, cuánta razón tenía! Cuánto anhelaba poder reírme junto con ella del sargento de policía y de la multa por el pasaporte. Pero simulaba que mi pomposidad estaba ligada a una parte mejor de mi persona que, por lo menos, intentaba entender los argumentos ajenos. La prueba de que yo me guiaba por lo que pensaba que debía sentir, tal como ella lo había percibido, fue que me contuve y traté de concertar las paces, felicitándome por no haber caído en un acceso de furia como el de ella.

Dejé que disparara su última andanada, y luego la cogí por el brazo, que ella apretó sorpresivamente contra su costado. Seguimos caminando al azar. Una de sus mayores virtudes consistía en su capacidad para apaciguarse casi instantáneamente después de un estallido. Pero yo ya no sentía que debía amarla: empezaba a verla como una persona común y corriente. Y aunque quizás ella podría ayudarme a trasponer la barrera de mis abominables poses y defensas, cuanto más nos aproximábamos a nuestros núcleos interiores, tanto más intensamente percibía yo nuestras disparidades esenciales. Llegamos a la margen de un río y ella misma sintetizó una de las más importantes.

—La diferencia reside en que yo sólo ambiciono ver lo que me sucede a mí. Sería feliz tomando el sol aquí durante todo un verano. Tú te pondrías nervioso porque no estabas consiguiendo nada... y ésta es la razón por la cual algún día lo harás.

—La diferencia reside en que tú te has tendido en menos playas. Naturalmente quieres compensar esa falta.

Pero esta era una verdad a medias, enunciada para evitar discusiones ulteriores. Éramos producto de sociedades distintas. Era lógico que, por haberse criado en la suya, Anastasia creyera que la libertad consistía en hacer algo impunemente, y la buena vida en holgazanear en una playa. No era justo que me sintiera constantemente inferior. Yo tenía algo que decirle a ella acerca de los objetivos de la vida, pero no quería escucharme.

La paradoja de que yo la incitara a ser una mejor ciudadana soviética formaba parte de eso. Lo que quería decirle era que la solución no consistía en desentenderse de las cosas. Y que mi irritación por su travesura del autobús estaba relacionada con la idea de que el auténtico individualismo debe manifestarse en términos de mayor dignidad.

«Escucha, Nastiusha —repetía constantemente... para mis adentros—. Cuando se lleva a cabo la rebelión, debe ser útil para la humanidad, y no puede reducirse a tus picaduras de mosquito.»

Esta retórica me convertía en un hazmerreír, como yo quería, pero la postura desbocada de Anastasia seguía siendo obsoleta. Se parecía un poco a Zelda, que hacía todo lo que estaba a su delicioso alcance para abrumar a Scott Fitzgerald. Por muy insignificante que yo fuera, comparado con él, a veces anhelaba ser yo mismo y no la variante más audaz pero menos auténtica que fingía ser en presencia de Anastasia.

Necesitábamos seguir caminando. Era un trance curiosamente asexual, como si el hecho de haberme sincerado, aunque poco, con Anastasia, hubiese drenado mi potencia. Llegamos a una zona de cabañas de madera y de pronto pensé en la casa de Brooklyn donde había vivido hasta los cuatro años. Cada vez que volvía de alguna parte, su imagen me reconfortaba, pero la ansiedad surgía casi inmediatamente y temía entrar en ella. Decía sollozando que se derrumbaría el techo; tal vez en ese mismo instante las termitas estaban socavando los cimientos de madera. No podía confiar en esa casa donde me autoaborrecía por desear que mis padres se gritaran entre ellos en lugar de reñirme a mí. Esa estructura aparentemente sólida que podría descalabrarse delante de mis ojos... Cuán difícil era acostumbrarse a los defectos de Anastasia, que ya debilitaban nuestras vigas. ¡Cómo deseaba que su fortaleza estuviera a la altura de su belleza!

Nos separamos antes de la cena y fui solo a la casa de Aliosha. Las comodidades y distracciones de su morada aumentaban diariamente. Tenía una botella de vodka polaco. Lo que resultaba más importante olvidar era por qué, tan pocos días después de haber presenciado mi procacidad desde la cocina, ella estaba de talante para gritarle a un inspector de autobuses. El comentario de Anastasia que vibraba con más fuerza en mis oídos era el que había formulado acerca de «quién es el que estafa realmente aquí».

Aliosha y yo fuimos al cine. Anastasia siguió desentendiéndose de las alcancías donde había que depositar el precio de los billetes, en autobuses y tranvías. Por una cuestión de principio.

Durante las semanas siguientes el tiempo fue desolador. Los días pasaban como una columna de prisioneros uniformados en un campo de trabajo. Una combinación de frío normal y humedad inusitada nos dejaba doloridos los dedos de las manos y de los pies, por mucho que nos abrigáramos. La sustancia que había en el aire y sobre las aceras era el sliakot ruso en lugar del «légamo» o el «cieno» habituales. Era poco el alivio que podíamos encontrar bajo techo. Los filmes y las obras de teatro eran malas: ya habíamos visto todo lo que revestía interés. El retorno al circo fue un desastre. Y los restaurantes se tornaron deprimentes.

Las mismas comidas en el mismo reducido número de lugares habían perdido toda su emoción. La razón objetiva era la declinación invernal de la gastronomía rusa. Incluso en el The Berlin, nuestro favorito del «Viejo Mundo», la atención nos destrozaba los nervios. Durante la sudorosa hora de espera que transcurría entre un plato y otro, ocasionalmente debía tragar la bilis de frustración cuyo gusto había predominado en los restaurantes del Intourist que frecuentaba antes de conocer a Anastasia. La música nos producía jaquecas, las sillas se nos hincaban en los muslos. Generalmente renunciábamos a esas veladas cuando estábamos en la mitad, pero ahora nos quedábamos, prolongando nuestra desdicha. Las minucias actuaban a la inversa. Nuestras miradas se cruzaban cuando volvían de escudriñar otras mesas y se estremecían conjuntamente al presenciar el cuadro tácito de la fragilidad de nuestras relaciones... basadas, cada vez más, sobre el lujo grosero de esos burdeles socialistas. Su conexión con la auténtica vida rusa consistía en suministrar tres calamitosas horas de evasión respecto de su calamidad más profunda.

—¡Si por lo menos tuviéramos nuestro apartamento propio! —les impetraba entre dientes a los desconocidos que compartían nuestra mesa. El de Anastasia, el de su tío, el mío. Cualquiera donde pudiéramos estar en bata, a solas con un libro o viendo un filme de la televisión. La artificialidad de esas largas veladas que pasábamos fuera se evaporaría. Seríamos nosotros mismos... o sea, aún, los mejores amigos, a pesar de que la pasión era menos intensa. Mientras tanto, nos sentíamos víctimas del invierno y de las circunstancias soviéticas, y esperábamos los mimos de la primavera.

Pronto volvimos a ver por segunda vez nuestras piezas favoritas. Su espontaneidad en el auditorio seguía aguzando mis sentidos, y experimentaba el placer adicional de exhibirme llevándola del brazo. La mitad de la platea de los mejores teatros está ocupada por miembros de la colonia occidental que sólo conocen a unos pocos rusos, especialmente autorizados, con los que se han vinculado en el trabajo, y valoran el contacto social más fortuito con el ciudadano común menos atractivo como un testimonio de inserción en la vida real del país. La belleza obviamente rusa de Anastasia arrancaba susurros y miradas gratificantes. El invierno y las circunstancias soviéticas eran los mismos, pero el mismo yo, con el bloqueo que me impedía alcanzar mayor profundidad, disfrutaba el placer superficial del halago a mi vanidad.

Una noche, a fines de enero, fuimos a presenciar tres ballets de un acto en el Bolshoi, teatro que amábamos más que a todos los otros juntos, incluidos los nuevos y más deslumbrantes. Visto desde fuera, el edificio es más pequeño y menos portentoso de lo que da a entender su nombre, y el desorden general ruso se impone aun aquí para agrietar el techo y proyectar vetas descendentes desde los canalones herrumbrados y a lo largo del yeso amarillo. Pero el interior irradia una magia sobrenatural. Los rusos marcharían descalzos por la nieve para llegar a su exuberancia.

Era el único lugar de Moscú que me permitía olvidar que estaba allí. El espeso terciopelo escarlata, los oropeles amigos, la fusión de opulencia e intimidad, generan más calor que el espectáculo mismo en una tenebrosa noche de invierno. Apenas entrábamos, nos remontábamos de la desidia y la tristeza para ingresar en el reino de la ilusión.

En ese entorno volvía a amar a Anastasia. Lucía un vestido de jersey negro, que yo le había comprado a un diplomático francés, y que destacaba la blancura de su piel y el brillo de su pelo. Estaba más bella que nunca, tan etérea como un personaje de fábula. Caminé por el pasillo detrás de Anastasia, hasta su asiento, con la premonición de que iba a ocurrir algo excepcional. El primer ballet era El teniente Kije, de Prokofiev. La partitura, silenciada durante buena parte de la era de Stalin, ayudó a convertirlo, con sus ecos del jazz sardónico de Kurt Weill, en un favorito de la vanguardia cuando se reestrenó cuarenta años más tarde. La compañía, encantada con la tregua que le permitía olvidar la rutina de El lago de los cisnes — Silfides — Giselle, enriqueció con vigor su habitual virtuosismo técnico. Anastasia ronroneó.

Durante el entreacto fui a buscar algo para beber. Anastasia me decepcionó al insistir en quedarse en su asiento. Cuando volví, estaba en el otro extremo de nuestro pasillo, riendo con Joe Sourian.

—Nos ha invitado a acompañarle después de la función —dijo, cuando volvió a ocupar su asiento—. A casa de un corresponsal norteamericano. Han organizado una fiesta.

—¿Cómo conoces a Joe?

—¿Quién no lo conoce? —respondió, con una risita.

Tuve otro acceso de irritación. O de celos... ¿pero de Joe Sourian?

—¿Qué fiesta? No creo que debamos ir.

—¿Por qué siempre supones que puedes decidir por los dos? Aún te imaginas dispensando regalos a las chicas nativas. Programando sus movimientos.

Siempre se equivocaba respecto de la intención, tanteando mis puntos débiles para menospreciar mis consejos. Pero estaba en lo cierto cuando se trataba de mí. Ahí estábamos, tratando de olvidar nuestra última riña, pero iniciando otra nueva... que podría ser la última.

—Por favor, no tengamos una discusión esta noche. Sencillamente pienso que sería tonto que se sepa que frecuentas a otros norteamericanos. Uno solo ya entraña suficientes riesgos.

—Pamplinas.

—Sabes que lo que digo es prudente.

—Pero no es el verdadero motivo. Tienes algo contra Joe.

¿Tal vez ha desbaratado el «monopolio» que ejercías sobre los amigos rusos?

—Oh, por favor, Nastia.

—Yo acepté. Hace siglos que no bailo. Algunos de tus compatriotas saben divertirse.

No contesté. No tenía respuesta a su «última palabra» sobre la cuestión: que yo exageraba intencionadamente el peligro de los delatores. Ella conocía su propio país, y no había más que decir. Pero nunca había estado cerca de un enclave diplomático, y estaba aún más lejos de saber lo que era la vigilancia allí.

Sentía deseos dé arrancarla del asiento y llevarla... ¿a dónde? Si por lo menos esa noche no hubiera estado tan hermosa. Demasiado espléndida para perderla, demasiado exasperante para acompañaría. Llena de cualidades singulares qué sólo yo podía apreciar... y de defectos que no debería haber tenido. Se parecía tanto a lo que yo necesitaba. La perfección que casi me brindaba hacía que deseara la relación, y la detestara a ella, tanto más.

Las luces de la sala se apagaron. Geólogos, el segundo ballet, era una obra de propaganda mercenaria acerca de unos tenaces exploradores que descubrían yacimientos minerales para la Madre Patria. Los retorcimientos de Anastasia provocaron la habitual indignación entre los espectadores sentados cerca de nosotros, en tanto que su actitud para conmigo, traducida en la espalda Arqueada y la negativa a mirarme, equivalía a un ligero berrinche por el hedió de que la frenaba con una restricción «sensata».

Durante el segundo entreacto me acompañó a la cafetería, y por primera vez en mi vida pedí champán. Si lo hubiera pensado mejor, lo habría hecho para preparar una reconciliación en gran estilo... para eclipsar a aquellos compatriotas míos que «sabían divertirse». Pero no estaba en condiciones de pensar. Después de las primeras copas, me sentí sucumbir a un hechizó irresistible. Todo lo secundario se disolvió en la lejanía a medida que avanzaba hacia mis auténticos pensamientos.

Era una sensación mucho más próxima a la embriaguez de la marihuana de lo que era capaz de producir el campan, porqué me sentí remontado a la milagrosa situación en que el tiempo se estira sin límites en ambas direcciones. Yo estaba cebado por una psique llena de tomas de conciencia acerca de mí misino, las más honestas y profundas que yo podía generar, y cada minuto parecía durar un día.

Algunas de las reflexiones eran tan penetrantes que me sentí agraciado por un poder de premonición. Sentado a nuestra mesa, descubrí en las manos y el rostro de Anastasia ciertas líneas qué nunca había visto antes. No era sencillamente más bella: había alcanzado un nivel superior de belleza, que yo captaba a través de un nuevo sentimiento de comunión con ella en la medida en que era un semejante que tenía sus propios vínculos con la portentosa fuente de vida universal que fluía hacia mi interior. Cuando vino caminando hada mí lo que vi fue una figura dé dignidad sacrosanta, ataviada con el vestido negro, que la sustituía en su asiento.

El tercer ballet me precipitó hada una dimensión más profunda de las visiones. El primer sonido de flauta de Petrushka me persiguió como si jamás lo hubiera oído antes. Los bailarines de la heterogénea multitud de la escena inicial me impresionaron como si fueran los primeros intérpretes que veía en un teatro. Comprendí inmediatamente que los episodios que me habían pareado fantásticos retrataban, por el contrario, las verdades más hondas de la idiosincrasia nacional, y que lo que yo estaba a punto de ver no era un ballet sino una revelación que emanaba de las más recónditas fuentes inconscientes de los creadores. Dejante de mis ojos desfilaban la historia y el arte de Rusia, todo lo que la hada triste y grandiosa. El músico callejero levantó su concertina. Yo Comprendí por qué el hombre necesita música y dramas religiosos. Él ademán fue inmensamente melancólico y esperanzado, totalmente desconcertante y revelador. Emancipado del tiempo y el espacio, floté hada las causas últimas.

Aunque olvidé la mayoría de las visiones en el mismo micro— segundo de su revelación, algunas señales quedaron grabadas en mi retina, como sucede después de la fulguración de un rayo cósmico, El anciano que invitaba al transeúnte a entrar en el recinto de espectáculos donde actuarían los títeres —siempre en la primera escena, antes de que yo recuperara el aliento— me permitió entender por qué mi abuelo había abandonado el ghetto de Lvov en 1901, hecho éste cuya importancia yo nunca había vislumbrado, hasta el punto de que no me había formulado la pregunta. A continuación, el trajinar de la chusma en la calle de San Petersburgo me demostró que yo y mis fracasos formábamos parte de la humanidad, emparentada de alguna manera con los temas eternos del arte.

Los parches dejaron oír un redoble agorero: algo fatal iba a ocurrir en esta escena. Un viejo prestidigitador, símbolo de la magia de la feria, asumió el control del teatro. Tomé conciencia, lentamente, de que había empezado una contienda titánica entre mis fuerzas pro-Anastasia y anti-Anastasia, contienda que se hacía rápidamente más encarnizada en el contexto del apocalipsis mayor. Apenas comprendí lo que les iba a suceder al pobre Petrushka y a la casquivana Ballerina, me di cuenta también de que Anastasia y yo no deberíamos dejar las cosas como estaban. No había fórmulas intermedias para un ruso y un extranjero; el único remedio era... el MATRIMONIO.

El matrimonio, el santo himeneo, la unión eterna: quería su absolución. ¿Pero no sería quizás el remedio peor que la enfermedad?

El mundo estaba allí, sobre el escenario hipnótico. El prestidigitador jugaba con él; los sones de su flauta encantada me decían que esa era la decisión capital de mi vida, y sólo el presagio de que algo que inferiría de sus malabarismos me ayudaría a encontrar la respuesta, me salvó de lanzar un gemido de tensión.

Cuando comprendí que del veredicto dependería que yo fuera un falso calavera hasta el fin de mis días, o un hombre normal, se sumaron a la batalla distintas fuerzas de mi personalidad, virulentamente antagónicas. Mi tendencia a la soltería perenne siempre había derivado de la sospecha de que una mujer como Anastasia nunca podría amarse —lo cual era, a la vez, una trampa para no confesar que yo me sentía incapaz de amar— y esto había reforzado el miedo a comprometerme. Ahora podría vencer dicho miedo. ¿Pero esta criatura excéntrica merecía que quemara por ella todas las naves?

Se trataba de jugar a todo o nada. No casarme implicaba perderla para siempre. No podría volar desde Nueva York para visitarla los fines de semana. No se trataba de un matrimonio sino de una ruptura irreversible con el pasado... también para ella, porque debería trasladarse a un mundo nuevo.

Tal vez el viaje sería contraproducente. Su extravagancia podría ser desastrosa en Occidente: una hija de la naturaleza que perdía constantemente su pasaporte quizá se resistiría a recibir los mensajes telefónicos, arrojaría mis escritos a la basura, descubriría un principio para justificar las raterías en los supermercados. ¿No sería una locura que yo, con mi pusilánime sentido de la lealtad, asumiera ese triple riesgo?

Sin embargo, sólo un matrimonio que entrañara un desafío extraordinario podría tentarme a correr el riesgo. La atracción residía precisamente en lo inusitado. Me había escabullido de una docena de compromisos con alumnas de Wellesley a las que presuntamente estaba destinado. Nunca formularía un juramento si éste no contenía la entrega total que yo necesitaba.

La contienda bulle en mi cráneo como una riña de taberna de los filmes de Hopalong Cassidy. Las fuerzas adversas conquistan una victoria espectacular. La idea de semejante boda es tan ridícula que sólo yo, empeñado en avanzar a tientas, sin ninguna meta prefijada, podría haberla alimentado. La tentación ha sido superada definitivamente: ella es mi favorita en la etapa de Moscú, pero nada más que eso. El colosal alivio que me produce esta certidumbre dura apenas el lapso que un bailarín necesita para atravesar brincando el escenario. Ya ha sido socavada por las dudas, la añoranza y la tristeza que me provoca mi pérdida, cuando las tropas de asalto del bando pro-Anastasia asestan un golpe tremendo. De pronto descubro signos incontestables de que Anastasia es única para mí. Renunciar a ella supondría el mayor acto posible de autodestrucción. Gracias a Dios he visto la luz a tiempo, ¡gracias a Dios la decisión está tomada! Saboreo el alivio, mientras el próximo contraataque se aproxima desde los abismos de mi cerebro.

Debo hacer algo, debo adoptar una resolución. Vuelve a mí el pánico que experimenté al descubrir que no servía para nada, y que tampoco sería jamás profesor. Toda esperanza de redención gira en torno de la decisión correcta, en tanto que la errónea me privará de su belleza, y anulará toda posibilidad de obtener lo que siempre be anhelado. Anastasia es única, y evidentemente no es bastante buena. Tiene una capacidad incomparable para disfrutar, y le falta inteligencia. Alcanzará un triunfo deslumbrante en Nueva York, y parecía una rústica de segunda categoría. Y la decisión es crucial. Debo conseguir lo mejor porque... No sé por qué, pero en esta cuestión de primer orden yo soy especial y lo merezco, y es por esto, precisamente, que no...

Sé que me casaré una sola vez. Pero si lo hago ahora nunca tendré la oportunidad de hacerlo con las otras. Nunca con Liv Ullmann, la bibliotecaria del museo Frick; ni siquiera con la nueva Tania dé nuestro pabellón, quien me dio a entender que yo no estaba fantaseando: puedo poseerla. Comprometerme con Anastasia implica optar por la belleza real en lugar de la imaginaria... que siempre es más prodigiosa, ¿verdad?

¡Terrible batalla la que se libra en mi cabeza! Y ahora— mi sórdida mezquindad aplica algunos golpes bajos. ¿Tendré qué mantener a Anastasia en los Estados Unidos? Quizá no querrá estudiar, sino conseguir un empleo bien remunerado como modelo. El asco por este egoísmo me impulsa a pensar si ella podrá ser feliz lejos de Rusia. Porque la responsabilidad adicional dé hablar en ruso durante toda la vida —en el ruso de ella, con los retruécanos instantáneos— recaerá sobre mí. Anastasia será mi festín ruso trashumante con el sabor permanente dé la aventura de este año. Y en París, Venecia, Barbados, su sensibilidad aguzará la mía. ¿Qué otra podría reaccionar como lo hace ella ahora, con todas las células dé su ser, frente al cochero de punto que aparece sobre el escenario con las muchachas gitanas?

El repique ensordecedor sé acelera, como si proviniese de un metrónomo gigantesco qué ha roto sus resortes. Sí, no, alivio', espanto, sonrisa triunfal, gemido de derrota. Concertina, balalaika, flautín. Seguramente la bondad y la misericordia me seguirán hasta el fin de mis días, y terminará el suspense. Sí, imploraré su mano. No, no, NO DEBO HACERLO, no durará ni un solo día. Quiero alejarme braceando de la tensión; pero he olvidado en qué dirección está la superficie.

Sin embargo, continúo hipnotizado por el espectáculo, maguetizado por sus singulares características estéticas. La compañía actúa y baila como si quisiera expiar los cuarenta años durante los cuales se ha marginado a Stravinski, Diaghilev y Nijinski, los genios del ballet del siglo XX. Cada refulgente disonancia de la partitura —clarinetes picaros, fagots traviesos, piano tiernamente jazzístico— cosquillea mi imaginación. El oso de la feria retoza sujeto al extremo de su traílla. De pronto entiendo el lugar que los osos ocupan en la conciencia rusa. El viejo prestidigitador da vida a Petrushka, Ballerina y el Moro, con su flauta mágica, y la savia humana que anima sus extremidades fláccidas resucita mis emociones largamente disecadas. ¡Estoy vivo!

Con los sentidos alerta, descubro que el ballet no es otra cosa que un reportaje sobre la vida rusa, más penetrante que un centenar de pesados volúmenes. Los mujiks achispados que concurren a la feria son los mujiks rusos, cuya breve jiga revela todo lo que hay que saber acerca de la alegre resignación campesina, que es la clave del talante dé este país. Los mercaderes gordos, los policías prepotentes, los gitanos alucinantes... estoy absorbiendo la última palabra —¡en música y movimientos!— acerca de sus tipos clásicos. Y no sólo en el Shrovetide de San Petersburg© de los años 1830, sino también en esta misma tarde en la calle Gorki, en Sretenka y el Arbat. Ahora sé qué es lo que siempre han tratado de comunicarme las multitudes de Moscú.

Los títeres emprenden una danza popular Devoro el cotidiano gazpacho tuso de alegría y despreocupación, de mezquindad y melancolía. La infinitud de la pena que subyace en el regocijo del mercado, los espectros que se desprenden de la misma humildad de las bulliciosas escenas callejeras. Así como Chagall captó el espíritu de la aldea rusa en forma de figuras que se remontan sobre el cieno y la luna, los creadores de Petrushka descubrieron los rasgos fantasmagóricos —el mundo interior de los títeres— en su mercado aparentemente menesteroso. No es necesario explicar cómo Petrushka, Ballerina y el Moro pueden ser consumidos por el amor y los celos. En este teatro, más que en cualquier otro, semejantes «absurdos» son verdades inefables, y ahora que tengo a mi lado, rígida, a una mujer a quien le encantan las historias de «Érase una vez», revelan el lugar que ocupan en el temperamento y la filosofía del país... y de ella. Qué grave error cometí al juzgarla por el hecho de que olvida las citas, siguiendo las pautas del racionalismo mezquino. Ella está hecha de la pasta de los soñadores, o sea, de la pasta rusa.

La jarana de la «calle Peterskaia Baja» hace subir, en mí, el afecto por Rusia, tal como la luna hace subir las mareas. Pero debo recordar que sus rasgos más exasperantes, su negligente a-mí-qué-me-importa, también son rusos. Por fin estoy sobre el filo del verdadero interrogante. ¿Somos compatibles? Debo saber si nos ayudaremos o nos hundiremos el uno al otro. ¿Entenderá que tengo el potencial para lograr algo, que puedo ser menos ruin de lo que parezco? ¿Y yo le permitiré disfrutar de su individualidad? Todas las otras menudencias son triviales.

¡Bang! La puerta del cuarto de Petrushka se abre violentamente. Expulsado por la fuerza, busca solaz en su amor por Ballerina. Yo veo, me conduelo. Comprendo. Privado de mis ambiciones académicas y mis presunciones norteamericanas, también he buscado consuelo en el amor por una Princesa. Pero Ballerina se muestra indiferente, y el humilde Petrushka entona su famoso lamento. Llora, sufre, muere de angustiada adoración. Al diablo, con la compatibilidad. Tengo que permanecer con Anastasia a cualquier precio. Debo sofocar la tendencia a cargar sobre mis hombros la desolación de Petrushka. Mirad cómo él se regocija, tiembla de alegría, cuando ella le dedica una mirada apenas cordial.

Si no soluciono el problema esta noche, Anastasia irá a la fiesta del corresponsal. No quiero que mi Anastasia sea corrompida por este tipo de lisonjas norteamericanas. Es cierto que estoy celoso, pero también lo hago por su bien. Comprendo que es supersticioso atribuir algo a los signos que veo en el padecimiento de Petrushka, y sin embargo les doy crédito porque confirman verdades objetivas.

Una fanfarria me interrumpe. Un trémolo alarmante de cuerdas. Petrushka y el Moro están riñendo mientras Ballerina se desvanece. ¿Hasta qué punto mi percepción rencorosamente admirativa exagera los excesos del instinto de Anastasia? ¿En qué medida ella sólo brilla por contraste con los dientes de acero de las opacas masas rusas? No debo juzgar utilizando los patrones de medidas de Rusia, donde incluso yo sobresalgo como miembro de una raza más alta, más bella. Debo dejar de juzgar, sencillamente, y limitarme a hacer lo que es correcto.

¡Estoy tan pavorosamente exhausto! ¿Cuánto tiempo podrá durar este ciego festival de la casilla de espectáculos? Petrushka sale corriendo de su interior, pero el Moro le persigue y le mata con su espada. El buscador de belleza, traicionado y castigado, que era tan inocentemente bueno, yace con la cabeza destrozada. El prestidigitador recoge al muñeco, lastimosamente muerto en ausencia del amor, y vuelve a la casilla en tanto la multitud se dispersa como si no hubiera sucedido nada.

Pero de pronto el fantasma de Petrushka aparece sobre la casilla, blandiendo el puño en un ademán de venganza triunfal ¡Éste no es el fin!

Veo a los espectadores, en alguna parte, rígidos como estatuas por un momento, y después prorrumpiendo en burras. Busco la mano de Anastasia. Ella también se ha quedado sentada. Nuestros dedos se entrelazan. Somos las dos únicas personas que se resisten a profanar la experiencia con aplausos.

La evacuación de la sala nos deja serenamente emocionados. Los equipos de Empieza aparecen con estropajos de fabricación casera, sellando nuestro vínculo con el teatro. Sé que debo hablar mientras aún estamos dentro, pero por lo demás no siento necesidad de apresurarme. Mi decisión se materializó mientras caía el telón.

Anastasia se demora en el vestíbulo vacío. Pienso que incluso ha adivinado. El abrigo y el pañuelo rojo para la cabeza han vuelto a transformar a la elegante princesa en joven campesina. Me pregunto cuál será la mejor forma de presentar mi alegato, evitando las ampulosidades. Por fin puedo dar.

El blanco y el negro del suelo del vestíbulo llegan a su fin. Mi declaración es brusca pero apacible.

—¿Quieres ser mi esposa?

Antes de que tenga tiempo de prepararme para él suspense, incluso de escuchar el eco de las ominosas palabras, ella ya ha contestado.

—Sí, por supuesto.

Las tres palabras surgen como si fueran una sola, y están tan desprovistas de sorpresa y tensión que deseo volver a formular la pregunta.

Entre todo lo que habré de cavilar, a ese episodio le corresponderá un lugar de privilegio. Después de la revelación religiosa que impulsó mi decisión, la suprema naturalidad de su reacción parece augurar toda una vida de anticlímax. «Sí, por supuesto», como si le hubiera preguntado si quiere barquillos con su helado. Y he tenido mucho cuidado de no sobreactuar el elemento dramático que ella debía aportar. Nos han defraudado.

Ésta es la razón por la cual la interrogo. Juro que al principio estoy tan convencido como estaba antes. Lo único que pretendo obtener, con mi interpelación, es algún indicio de que valora la importancia de este trance. En una oportunidad me regañó por ser demasiado locuaz respecto del amor. «Si sabemos que existe, ¿por qué debemos proclamarlo?» ¿Pero no es justó que veamos, además de sentir, la emoción que produce el hecho de forjar esta unión maravillosa?

Sabe lo que significa para mí, porque he dicho a menudo que me propongo perseverar en la soltería. Y sé que está contenta. ¿Por qué no me echa los brazos alrededor del cuello, manifestando la euforia que seguramente debe experimentar? ¿Y por qué debo esperar que ella tome la iniciativa?

Salimos. Nos detenemos en lo alto de la escalinata, fugazmente iluminados junto a nuestras columnas; luego caminamos por la plaza que se abre ante nosotros, donde concertamos nuestro primer encuentro después del episodio de Iaroslavl. Ella marcha muy erguida, pero con una muy vaga insinuación de que dejará que yo la guíe, en su papel de desposada.

Tengo la precaución de hablar de sus graves problemas y tío de mi decepción. De la incertidumbre de que obtenga un visado de salida, aun después de la boda, y de la posibilidad de que impidan: incluso el matrimonio. Pienso en Maia, de la Biblioteca Lenin, y en Barbara, la enfermera de Joe Sourian, dos testimonios de que lo peor que le podría ocurrir a ella sería solicitar autorización para casarse con un extranjero y encontrarse con una negativa. Juro vehementemente que podrá contar conmigo hasta el fin.

¿Pero ella está absolutamente segura de que desea correr estos peligros conmigo!

—Sí, panterita mía. Un marinero al que le gusta el jugo de mango: todos los presagios son favorables.

Infla las mejillas sonrojadas y exhala un resoplido.

—¿Podrás soportar mis defectos? No conoces la mitad de ellos. Quiero que lo sepas, en aras de nuestro futuro. Y que no sé qué haré, ni dónde viviremos.

—¿Acaso no viviremos juntos?

—Cariño, toma las cosas en serio por un momento. Para empezar, el instituto te expulsará. ¿Te interesa tu carrera?

—Debo pensar en eso. Hablo en serio: estos asuntos no son mi fuerte.

—¿Y qué opinas del hecho de irte de Rusia?

—Estos no son los problemas más importantes, ¿sabes?

—Claro que no, pero muchos inmigrantes sufren. ¿Podrás ser feliz en los Estados Unidos?

—Ese no es el problema fundamental.

Aunque lo sé, y estoy resuelto a abordar ese problema fundamental —lo que se me ha escapado desde Iaroslavl así como en esta conversación—, nos evadimos por otra tangente: mis planes para los primeros pasos del día siguiente y la abnegación que ella necesitará para soportar las presiones de la KGB. Seguimos caminando porque un homosexual nos espía desde la fuente de la plaza. Un patético cartel de Aeroflot me hace volver al mundo cotidiano. «Económico, Veloz, Confortable...» y el anémico letrero de neón fulgura sobre soportes montados en lo alto del hotel Metropole, que profanara Evguenia. Las calles lóbregas, desiertas, son una imagen pasajera de nuestra vacuidad reciente. Como si quisiera aportar la avidez que esperaba de ella, me descubro disertando acerca de la importancia del matrimonio en general y la naturaleza prodigiosa del nuestro en particular. Pero tengo conciencia de que esto es muy distinto de lo que había imaginado. ¡Qué extraña inversión de papeles! Y sé, en el fondo de mi ser, que ella espera que complete mi propuesta. ¿Por qué no puedo franquearme clara y sencillamente y decirle que la amo, que nada más importa?

De pronto me toma la cabeza entre las manos. Por fin siento, a través de los guantes, la ternura esperada.

—Este es un paso descomunal para ti —murmura—. ¿Estás seguro de que quieres asumir semejante responsabilidad?

La misma previsibilidad de mi respuesta demuestra que es vulnerable. Las dudas que creía definitivamente silenciadas ya vuelven a aflorar, como una versión enloquecida del fantasma de Petrushka,

—No seas tonta. Eres tú quien da un paso gigantesco... Nunca he sido más feliz. Estoy orgulloso de haberme declarado, orgulloso de que me hayas aceptado, orgulloso de ti.

La recompensa me llega en sus labios enfriados por la noche. Siento un temblor en su boca. Ahora estamos ansiosos por tener un refugio propio, pero nos limitamos a pasar por debajo de la Prospekt Marx para contornear el Metropole, y la pringosidad del túnel subterráneo nos une y al mismo tiempo nos separa.

—Si no fuera rusa —dice—. Si no fuera rusa, ¿habrías pensado dos veces en mí como esposa?

Ahora pienso dos veces.

—Pero agradezco a Dios que seas rusa. Si no, habrías sido algo distinto. Tú eres tú, la única.

—De todas maneras, un viejo proverbio ruso dice: «Mide siete veces antes de cortar el paño.»

¡Qué extrañas suenan estas palabras en sus labios impulsivos! Cuánto la admiro por darme esta escapatoria, por pensar en mis intereses más que en los suyos, en este momento crucial. ¿Qué mejor prueba de que no es indiferente a los demás? Este es el testamento definitivo de su bondad y del acierto de mi decisión.

Sin embargo, lo más extraño de toda la singularidad de esta noche es la ligera ambigüedad en que me sume precisamente este sabio consejo. He roto mi barrera emocional. He pedido y he sido aceptado. Me he ofrecido para enfrentar los trámites burocráticos de mañana. Sin embargo, esto es mucho menos definitivo de lo que había supuesto. Estoy menos cambiado de lo que podría esperar.

¿Estamos comprometidos? Hace demasiado frío para caminar, es demasiado difícil conseguir un taxi, es demasiado tarde para encontrar una plaza en un restaurante. ¿Cómo podemos organizar una celebración acorde con las circunstancias?

Como desconfiaba de las artimañas soviéticas, acudí en primer lugar a la embajada norteamericana para pedir asesoramiento acerca de las solicitudes de matrimonio. El agregado cultural, que hacía también las funciones de consejero del departamento de intercambio estudiantil, me había conocido en el gimnasio de Harvard. La noticia que le di acabó con su espíritu de camaradería. Enseguida me endilgó un sermón impregnado de severidad política y de preocupación personal.

El matrimonio con una muchacha soviética me convertiría en un sospechoso a perpetuidad en los Estados Unidos. Con cualquier muchacha: la KGB tenía autoridad sobre todas ellas. Como un favor personal, ¿accedería a «reconsiderar toda la situación» durante veinticuatro horas? Mientras tanto, él transgrediría las reglas en homenaje a una vieja amistad y demoraría el mensaje a Washington, por si yo decidía «contener» mi impulso juvenil.

Me paseé entre los pensionistas del zoo, preguntándome qué le diría a Anastasia cuando ésta saliera de sus clases. Sentí que la incomodidad del anticlímax de la noche anterior se espesaba en el día de enero como las sombras en una nevera. Después de habernos puesto de acuerdo acerca de nuestra audaz empresa —si eso era lo que habíamos hecho, porque aún distaba mucho de estar absolutamente claro— una conversación vulgar con ella parecería miserable. Quería decir algo que sirviera para impedir que volviéramos a nuestra imperfección anterior.

El desaliento del agregado no contribuiría a ello, desde luego... y mi reacción tampoco ayudaría. En lugar de indignarme por su impasible burocratismo, cosa que haría algún día cuando necesitara transferirle a otro la culpa de mi pusilanimidad, había aceptado su sugerencia. Despreciándome, le di las gracias... e incluso alimenté, en el fondo, la esperanza de que él asumiera mi responsabilidad.

El chirrido de mis botas me erizaba los nervios. Cada hora que pasaba sin ver a Anastasia determinaba que me pareciera más importante darle noticias que estuvieran a la altura de nuestros nuevos pápeles. Decidí esperar hasta poder anunciarle, por lo menos, que los problemas relacionados con mi embajada estaban solucionados. Sabía que ella no me llamaría: me estaba dando tiempo para retractarme.

A la mañana siguiente compartí el ascensor con un funcionario más antiguo de la embajada, quien bromeó acerca de la perspectiva de uncirse el yugo con un doncella soviética. Le pregunté cómo se había enterado.

—Lo leí en los cables despachados a Washington... ¿no es oficial?

Apreté el botón de la planta baja y me fui. La traición del agregado era tan bochornosa, me dije, que no podía hablar con él y menos aún, desde luego, contarle la historia a Anastasia. Al explicar mi reacción en el episodio de Evguenia, acostumbraba a decir que el respeto de los países libres por el individuo no me había preparado para hacer frente a las duplicidades. Lo que deseaba darle a mi esposa era esto, antes que ropas o alimentos. Y la embajada había mancillado mi proyecto. Cuanto menos seguro me sentía de mí mismo, tanto más importaba mi país. Sentí que no podía hacérselo conocer por la vía de la insidia oficial.

Otro día pasado en el limbo. Un nuevo reflujo tras la cresta del Bolshoi. Un presentimiento aún mayor dé que cuanto más prolongado fuera el silencio, más necesario sería romperlo dramáticamente. Con la esperanza de que sus ojos me inspiraran las palabras indispensables, enfilé hacia el instituto. Ella bajó del edificio sola, envuelta en bufandas y pensamientos. El mismo hecho dé ver reflejado en su rostro lo mucho que me necesitaba, me acobardo. Mientras clamaba mentalmente por ella, retrocedí. Si hubieran interrogado a mi voz más meliflua, habría dicho que realmente la quería por esposa, pero no estaba preparado. Si hubieran interrogado a la más sincera, la respuesta habría sido formulada en términos de muchachas y bienes materiales muy tentadores, que no quería sacrificar. Pero nadie me interrogó. Sencillamente intuí que algo nos separaba... y esto fue todo lo que sentí. El resto de mi persona estaba anestesiado. El cabello le caía sobre los ojos.

Estaba tan bella con su vaga melancolía que tuve miedo de perturbarla.

Después empecé a abandonar mi cuarto a primera hora de la mañana, y para no pensar en lo que debía hacer, pasaba mis horas de vigilia con Aliosha. Sabía que un día Anastasia y yo nos reiríamos de ese estúpido funcionario denominado representante cultural. Le daríamos las gracias, además... por haber suministrado el telón de fondo de su ruin sentimiento de lealtad burocrática, contra el cual la importancia y la belleza de nuestra lealtad brillaría con más fulgor. Mientras tanto, me preguntaba cuál sería el mejor sistema para protegerla de las represalias cuando nos presentáramos en la oficina de matrimonios, cosa que haríamos pronto. Y también me preguntaba de qué manera yo, tan. poco imaginativo, podría estar a su altura no sólo en las rutilantes veladas teatrales, sino durante toda una vida de días pasados en común.

Pronto intuí que mi ausencia bastaba para arreglarlo todo. Nuestra comunión era tan resistente que no haría falta decir cuándo volvería, ni siquiera cuando estaba lejos. Su conciencia del tiempo dramático le haría entender que una separación temporal ahora no haría sino aumentar la tensión romántica, reforzar nuestra dependencia mutua y enternecer aún más mi corazón.

Y no obstante este autoengaño destinado a encubrir mí abyecta retirada, por lo menos una de mis premoniciones había sido correcta: hacia el fin de semana, la adoro más que nunca. La conozco tan íntimamente, estoy tan seguro de la afinidad de nuestras reacciones, que siento que su devoción crece a la par de la mía.

Obtengo una prueba de esto: preocupada por mi paradero, telefonea discretamente a Aliosha. Accediendo a mi petición, él sólo contesta que estoy bien... y caviloso.

Seguramente, Anastasia sigue pensando que trato de imitar a Aliosha, y que esto es un error. Por el contrario, Aliosha, cada vez más convencido de que somos gemelos sexuales, no puede entender mi interés «hipertenso» en ella, «cuando al fin lo único que conseguirás será derretirte de hastío». Lo cierto es que ninguno de los dos tiene razón. Hace mucho qué anhelo tener dos vidas: una para consagrarla a la familia y a la perseverancia total,

y la otra para dedicarla, en el extremo opuesto, al paroxismo del desenfreno y la lascivia. Anastasia y Aliosha se han manifestado como las dos cúspides que debo alcanzar, pero un dios benévolo —que mi remordimiento bautiza con el nombre de duplicidad

ha decretado que sea posible comprimirlos a ambos en un solo período vital.

Más aún: el uno me preparará para el otro. Porque ahora estoy enviciado con la sucesión embriagante de orgías, y razono que el libertinaje, lejos de incapacitarme para mi único amor auténtico, me purifica para él. Cuando me haya saciado de cuerpos anónimos, seré el hombre que ella merece: más bueno, capaz de tributarle una lealtad incondicional. Apto para alcanzar la devoción suprema con que siempre he soñado.

La inquietud que ella le transmite a Aliosha sobre mi paradero, refuerza todo lo que siento acerca de nosotros dos. Transcurren dos semanas durante las cuales mi amor por ella crece. Me duele la dulzura de mi separación y tengo el consuelo de saber que volveremos a estar juntos, más unidos que nunca.

Cuando circulo por los barrios que sé que le gustarían, salto del Volga para llamarla... y vuelvo a colgar los auriculares en media docena de cabinas telefónicas. Deseo intensificar aún más la expectación. Mientras tanto, la confianza y la bondad de Aliosha para con las mujeres me enriquece, y también nos ayuda a ambos. Así es como enfrento las imágenes de Anastasia que se pasean por mi mente durante las orgías.

Transcurre rápidamente otra semana. Aunque la amo por la forma en que me añora, mi remordimiento por lo que sospecho respecto de mi autoengaño se acerca al nivel de la válvula de seguridad. Bebo a solas y voy a la cabina telefónica situada en la acera de enfrente de su residencia. Mi suspenso es cautivante después de tan largo lapso. El alcohol atomiza el miedo que experimento cuando me pregunto cuál será su reacción ante mi crueldad. No puede haberse ofendido: está segura de que hago lo que debo hacer. Imagino mis respuestas seductoras, ingeniosas, tiernas, a sus preguntas. Todas ellas exaltarán la devoción que merece por su paciente espera. No me interrogará acerca de mi desaparición misteriosa ni acerca del cariño que me ha impulsado a llamarla ahora, como siempre sabía que lo haría cuando concluyera mi misión. Por primera vez, le hablo con absoluta fluidez.

Su aproximación al teléfono me remonta hacia las alturas del éxtasis.

—¡Tú! —exclama, en respuesta a mi breve saludo idolátrico.

Absorbo la dulce modulación con el atisbo de acento norteño, que es la culminación de su magnificencia.

—¿No te parece que deberíamos conocer nuestros respectivos nombres? —digo, repitiendo sus pausas de Iaroslavl junto con sus palabras—. Cuando volvamos a encontramos, el «tuteo» podría ser insuficiente.

Esto lo recibe como si asistiera a una torpe interpretación teatral. Me apresuro a agregar algo aún más cursi.

—Necesito que me devuelvas aquel libro... olvidé escribir la dedicatoria.

—Sin duda dirá que nunca olvidas a los viejos amigos.

—Dirá algo acerca de la eterna pasión por una mujer con instinto. Extraeré un verso adecuado a las circunstancias de uno de los poemas reverentes.

Su tono baja una octava.

—¿Conoces el refrán? «Cuando el tonel está vacío, es tarde para conservar el vino.»

No conozco el refrán y ahora no estoy en condiciones de captar su moraleja. Estoy pasmado por la discreción y el aplomo, nuevos y escalofriantes, que emanan de su voz. Durante todo el interregno, la imaginé envolviéndose la cabeza con el pañuelo rojo y corriendo alegremente a nuestro reencuentro. Es medianoche, la hora ideal para esta fusión. Pero ni siquiera habla de reunirse conmigo.

—Hace cinco minutos alguien dijo «cuando volvamos a encontramos». Me han contado que cuando uno espera el desiderátum durante mucho tiempo, puede llegar a enfermar del corazón.

Ella contesta con el gruñido que merezco, y se mantiene firme. No alega que acaba de lavarse el pelo o que está cansada. Sencillamente no quiere salir ahora. Su tono ratifica que mi actitud de llamarla a esa hora es pueril, no romántica.

—Fijemos una hora y un lugar más adecuados —dice.

Mientras trato de continuar machacando, los gusanos de la duda se multiplican dentro de mí, como sobre la carne que Eisenstein mostró en el Acorazado Potemkin. ¿Qué he hecho con mi aterradora ausencia? De pronto comprendo que debo elevar las apuestas.

—Santo cielo, yo te amo, siempre te he amado, siempre...

Y ella me amará a mí, me interrumpe. Su inflexión sugiere que exagero melodramáticamente mis sentimientos y que su «amor» por mí es el de una primera bailarina por un crítico teatral. Toda la conversación está asquerosamente descentrada.

—Por favor, debo verte aunque sólo sea un minuto. De lo contrario sucederá algo terrible.

Si me parece bien, nos encontraremos al día siguiente después de clase. Lo lamenta, pero a la noche está muy ocupada. No puede ¿reglárselas ni siquiera para asistir a un ballet. Ahora una condiscípula debe usar el teléfono. Espera ansiosamente el día de mañana, a las cinco...

Aunque sabía que mi castigo no tardaría en empezar, sólo me sentí aturdido, como si acabará de recibir una bofetada. La congestión de un deseó insoportable se me subió a la cabeza, y después la sangre se filtró por todo mi Ser desdé el momento en que me convencí de que realmente no vendría. Debía mirarla a la cara. Enlazar mi brazo con el suyo. Saber que me amaba.

Después de eso todo quedó oprimido por el peso de una monumental trivialidad. Mis reacciones frente a la conmoción, se amoldaron a algo que había leído: «Cuando la vida llega al colmo del dramatismo, resulta más difícil escapar a la vulgaridad... En los momentos que llamamos excepcionales, todos nos comportamos como personajes de una novelita barata.» Pero la evocación de este pasaje, donde Koestler describe lo que experimentó mientras esperaba la ejecución inminente, en una celda franquista, no me produjo ninguna satisfacción. El dolor seguía dominándome, pero no podía enorgullecerme de él. Debía acostumbrarme a la atroz realidad de que todo lo que experimentaba era un sentimiento harto trillado.

Al día siguiente, a las cinco —¡Anastasia llego puntualmente!—, su presencia interrumpió mi añoranza. Mientras estuvo conmigo, me convencí de que nunca se había ido, o de que el antiguo magnetismo que ejercía sobre ella volvería a atraerla rápidamente. Incluso cuando explicó, me sentí vivificado y no deprimido. Estábamos los dos juntos, y mejor que en los viejos tiempos porque nuestra discusión era urgente. Ella llevaba el mismo suéter verde, sorbía el mismo té sin azúcar. La cafetería cotidiana asumió un aire enigmático. Las terribles novedades qué me comunicó habían sido extraídas de la misma novelita barata de la que pronto nos reiríamos, para luego olvidarla.

Dos semanas atrás, en un día de mucho abatimiento, estaba tratando de terminar un experimento. Un miembro del personal del instituto entró en el laboratorio y la vio llorar. Ella no quiso que la consolara, pero conversaron... y volvieron a conversar después de completar el experimento. Al caminar hacia la residencia con él, sintió que cada pasó la separaba de nosotros, pero sólo en ese momento, animada por la inteligencia de él, comprendió hasta qué punto había estado sola en mi ausencia.

No, no lo amaba. Pero no podía abandonarlo. Su toma y daca era muy distinto del nuestro, pero no debía pisoteado.

Le imploré que me acompañara en un viaje de fin de semana. A Leningrado, a Sochi, lo mejor del país. Utilizaría cualquier estratagema, ofrecería cualquier soborno a cambio de una autorización para viajar juntos. No, iba a ir con él a un albergue universitario en un lago próximo. Y ahora debía dejarme.

Pasé la triste tarde de enero en medio de Ja intensa atmósfera de Sobresaltado aburrimiento que reinaba en el café, y sentí que entendía la desesperación de sus borrachos plañideros. Eso ya no era una francachela: necesitaba anestesiarme.

A la mañana siguiente, fuera del instituto, me encontré con un estudiante pequeño y pendenciero llamado Alek, que a veces nos había acompañado a Anastasia y a mí, después de dase, para conversar acerca de los coches norteamericanos, que eran su pasión. Identificó al hombre como un profesor de neurología, casado tres veces, que atraía a las lindas estudiantes a pesar de su aspecto escuálido. Él, Alek, se preguntaba qué veían en él... sobre todo Anastasia, que me había amado tanto.

La noticia me conmovió hasta el punto de que sentí deseos de arrojarme al suelo. La amaba... como a ninguna otra. Lo demás —incluyendo mis juegos crueles y mi mezquindad emocional— era únicamente fortuito. El corazón y el alma de Anastasia estaban tan próximos a los míos —pero siendo mucho mejores que los míos— que no podía permanecer solo.

Trascurrieron dos días. La idea de pasar toda una vida sin ella me resultaba insoportable. Si por lo menos no hubiera conocido su ternura desbordante, su apoyo, su afecto, que me habían convertido en algo cien veces mejor que un fornicador desaprensivo. No podía aceptar que ya no volvería a jugar con el asa gastada de su bolso mientras ella estaba en el aseo de algún restaurante, de donde más tarde saldría para zigzaguear entre todas las otras mesas en dirección a la mía. Que su susurro exultante no sonaría en mi oído mientras marchábamos por la calle, convirtiéndome en un hombre que yo podía admirar.

Recordé la descripción que había hecho de Moscú, recientemente, un inglés bonachón que estaba deprimido por la sordidez y el clima tenebroso, pero que nunca se había sentido tan feliz de sentirse tan triste. Esto me pareció muy lúcido hasta que la desdicha concreta que yo había atraído sobre mí mismo empezó a arrastrarme hacia el fondo del abismo.

Los clisés brotaban tan profusamente que debía abrirme paso entre las malezas de mis propios pensamientos cursis. Descubrí, con espanto, que nuestra vieja charla romántica de palabras en clave y chistes personales la turbaba, como si le dijera que me proponía ataviarla con ropas robadas de una tienda. Entonces intenté chantajearla con mi deseo, que por supuesto se había reavivado. Cuando volvimos a encontrarnos después del fin de semana que ella pasó en el lago, la rocé con la erección que habitualmente la hacía entrar en éxtasis. Forzó una risita, como para conformar a un conocido que acaba de contar una historia procaz.

Acosada por mis ruegos angustiosos, confirmó que nuestra vida sexual había sido «buena», pero que ella no podía reactivarla como si se tratara de abrir un grifo.

—Y no sirvo para las dobles lealtades. Tú tienes ideas distintas acerca de la pasión.

Además de inconquistable, era insustituible. Descubrí que nuestra relación anterior, que tan insatisfecho me había dejado entonces, encerraba una riqueza que ya no tenía esperanzas de volver a alcanzar, y rogaba que el resto de mis días se trocaran en una semana de nuestra dicha anterior. En síntesis, yo era el amante desdeñoso cuyas tácticas habían resultado contraproducentes y cuyo corazón estallaba de autocompasión. ¡Ahora que Anastasia era inalcanzable, todo resultaba previsible, de mal gusto y egoísta! ¡Y qué inútil era esa toma de conciencia!

Estaba ansioso por extraer algo portentoso de mi desgracia. Releí la escena de Pabellón de cancerosos donde un ex prisionero de un campo de trabajo trata de encontrarle sentido al hecho de que el cliente de una gran tienda pida camisas de seda.

A los hombres... los arrojaban en tumbas comunes, zanjas poco profundas excavadas en la tierra congelada. A los hombres los llevaban por primera, segunda y tercera vez a los campos de trabajo, los zarandeaban de estación en estación en los camiones del presidio. Los hombres se consumían trabajando con picos hasta quedar reducidos a nada... ¡y hete aquí a este hombrecillo que recordaba la medida no sólo de su camisa sino también de su cuello!

Esta era la imagen de mi remilgada persona, incapaz de emular a las valerosas víctimas de Solyenitsin.

Alimentaba constantemente la fantasía de nacer en una época en la que me obligaran a demostrar mi valor, en lugar de mirar mis neurosis burguesas. Mi indolente generación había experimentado menos tormentos que cualquier otra de la Tierra, y era, al mismo tiempo, la que más había leído acerca de las tragedias ajenas. Yo conocía los terribles sacrificios de la guerra civil española, la alucinante brutalidad de los nazis. En grupos que podía enumerar, se encontraban un millón de los mejores hombres y mujeres del continente, a quienes les pagaban con torturas inenarrables su consagración desinteresada al perfeccionamiento de la humanidad. Aunque mi sufrimiento, por comparación, era ridículo, me compadecía a mí mismo.

Porque no tenía otra cosa. Conocía la literatura, no la vida. Criado entre los melodramas de la clase media, anhelaba el arrojo del padecimiento, y por esto me despreciaba mientras lloraba... y extrañaba doblemente a la única mujer, entre todas las que había conocido, que tenía un elemento de heroísmo, la mujer de la que estaba «incomprensiblemente» desgajado.

El mundo se me aparecía con la palidez de las mañanas que preceden a las tormentas de nieve. Permanecí postrado en mi camastro durante días, temiendo el momento en que tendría que mover las extremidades para prepararme una taza de caldo. Asustado por mis lamentos, Viktor, mi compañero de cuarto, llamó a un médico, quien diagnosticó la gripe que había afectado a la mitad de la Universidad, y me prescribió fomentos de mostaza.

—En el corazón del Hombre hay lugares que aún no existen, y el sufrimiento penetra en ellos para impartirles existencia —recité en inglés.

El médico volvió a auscultarme, pensando que deliraba.

Cuando me harte de la cama, entré en «acción», y cubrí de flores a Anastasia, refinando el contenido empalagoso de las notas que las acompañaban:

Tesoro mío, no debería enviarte estas flores. Porque cuando se hayan marchitado., ¿qué pensarás de mi amor)

Compré un maletín de médico, entré en su instituto y me agazapé en los corredores para verla transitar de un aula a otra. Era una hazaña digna de ella, y debería haberse reído. Pasó junto a mí, conversando con sus condiscípulos, y me saludó con tina fría inclinación de cabeza. Ni siquiera mi destreza para colarme furtivamente despertó su admiración.

Fui a la cafetería con el gallito Alek, quien la adoraba en secreto desde el primer día de clases en el instituto. Juntos aguardamos una señal de ternura... y mi nuevo conocido me confesó con dolor que probablemente su pequeña estatura le obligaría a esperar a alguien durante el resto de su vida.

Cuando me prohibieron la entrada al viejo edificio, encaucé mis desvelos hacia su residencia, y empecé a vigilar su ventana desde el tejado de una casa de apartamentos vecina. Estas proezas, que resucitaban mis aventuras de adolescente —cuando podía probar mi intrepidez porque la chica ya se había ido— también respondían a mi inclinación a explorar la vida rusa. ¿Qué otro extranjero ha amado a una Helena rusa, y además ha sido rechazado por ella? Mi audacia para encontrar rosas, un imponible en el invierno moscovita, también estimulaba mi engreimiento Cualquier cosa con tal de llamar la atención.

Su mejor amiga de la residencia, una tosca muchacha llamada Svetlana, vino a almorzar y me dio el solaz que yo le suplicaba al pronosticar una pronta separación de la pareja incompatible. Invertí mayores esperanzas en el purgatorio de sentarme cerca del mal aliento de ese mamarracho. Mi entusiasmo desfalleció cuando nuestra conversación se agotó a los quince minutos.

Me dije que lo más parecido a un trabajo de espionaje que un occidental podía atreverse a realizar en ese país, era seguir al cachazudo profesor. Semejante a un Galbraith desgarbado, me conducía, bamboleándose, a su casa de apartamentos. Las noches que pasé frente a ese edificio fueron seguramente tan frías como las de Groenlandia, pero recibí con beneplácito el castigo físico, tomándolo como un complemento del psíquico. Oculto detrás de una mampara del patio, los veía pasar rumbo al apartamento... y ella me resultaba tan inalcanzable, pensaba yo, como los yanquis para Aliosha.

Las yemas heladas dé mis dedos ansiaban tocar a su viejo amigo, el paño de su abrigo. Anastasia tenía los ojos refulgentes e irradiaba una vivacidad increíble, pero también estaba ligeramente incómoda por el distanciamiento de él, que se manifestaba incluso cuando lo tomaba por el brazo. Las tenues ojeras de Anastasia —¿producto de las noches de amor?— terminaron de destrozarme.

Recordé el comentario que hizo Svetlana cuando no se separaron al cabo de una semana, como lo había previsto.

—Él no está hecho para ella... pero Nastia es así cuando se prenda de sus amantes.

Hasta entonces la imagen de sus piernas de modelo sueca instaladas sobre el lecho de él me había parecido descabellada. Ahora tenía la nauseabunda prueba directa de una luz que se encendía, y luego volvía a apagarse, en el apartamento del profesor, en la cuarta planta. Una oscuridad secreta, un enemigo invulnerable. Algún día yo tendría un apartamento mucho más lujoso. Algún día, ese gusano moriría. Pero aunque siguiera pareciendo extraño, estaba más celoso de ella que de él.

Me introduje en el zaguán y subí sigilosamente por la muda escalera hasta la puerta del apartamento, imaginando el milagro que recaería sobre mí cuando diera el —próximo paso, y vacilando antes de darlo. El hierro y la piedra helados contenían un aura de misterio insondable, como si hubiera tropezado con una residencia de Trotski. Era demencial estar allí a esa hora hechicera, y más lo era aún conocer hasta la última protuberancia de la pintura de la vieja escalera, hasta la última palabra de las instrucciones para el uso del teléfono público. Mi estudio de los recovecos de los rellanos constituía un preparativo para volver a capturarla a ella del otro lado de la pared maciza. Nunca un edificio del mundo ha sido tan íntimamente mío. A lo largo de una sucesión de minutas insoportables, revivía la escena que se había desarrollado fuera del instituto cuando ella era mía y yo me había batido en retirada. Era como si hubiese perdido mi primogenitura.

El descenso que me alejaba de mi ídolo era siempre peor. Las calles estaban desiertas, exceptuando los raros trabajadores nocturnos que posiblemente me confundían con el mismo agente de paisano que, si se hubieran cumplido mis deseos expresados a medias, me habría arrestado... para poner en marcha el mecanismo de la reconciliación lacrimógena que se produciría cuando ella me visitara en la cárcel. Como un autor de folletines de radioteatro que solloza emocionado al escuchar sus propios episodios, yo tomaba en serio mis juegos personales. Cuando volvía a despuntar el día, el masoquismo de arrojar un ocasional ramo de flores a sus pies mientras se encaminaba hacia la parada del autobús era tanto más intrascendente cuanto que no me costaba nada, excepto una mayor reducción de su estima. Pero ninguna otra cosa podía llenar el vacío.

Sólo me quedaba vagabundear como un cachorro por las calles por donde ella transitaba y derrochar los preciosos momentos que pasaba a su lado, en el trascurso de los cuales sólo atinaba a suplicarle que me concediera más tiempo. El mismo énfasis que Anastasia ponía al decir que volveríamos a vemos ratificaba hasta qué punto estaba racionado el tiempo que pasaba junto a ella. Cuando yo machacaba, me interrumpía en un tono que nunca había utilizado antes.

—Preferiría no tener que decirlo, pero estoy atareada con los exámenes. Y sinceramente, otros tienen prioridad sobre mi tiempo libre.

¿Cómo podría reconquistarla, cuando me negaba la oportunidad para hacerlo? ¿Cómo podría llegar a conocer mi nueva personalidad escarmentada? Mi Soberana Rusa Anastasia recurría a la censura.

Seguí caminando. Con su fulgor extinguido, Moscú estaba tan rígido y remoto como un paisaje lunar. Unos agujeros negros sustituían las manchas de color que a menudo le hacían parpadear. Los chebureji frescos de un quiosco callejero me produjeron náuseas: junto con el aroma, paladeé el recuerdo de lo mucho que le gustaban a Anastasia. ¿Cómo podía haberla defraudado hasta el punto de simular que la rapidez de su «Sí, por supuesto» había emanado de algo que no era su certidumbre?

Sólo Anastasia conocía lo nuestro y, por tanto, la magnitud de mi privación. Pero no estaba allí para consolarme, y me despojaba incluso de esa satisfacción. El hecho de haber perdido a la única persona que necesitaba porque sólo a ella podía hablarle de la tragedia de mi amada, superaba todos los límites de la injusticia razonable.

Sin embargo sabía, igualmente, que no estaba soportando la «cruel injusticia» de mis quejas, sino más bien cosechando los frutos merecidos de mi personalidad. Cuando yo la había abandonado a ella, siguió su curso normal, saludable, en lugar de lloriquear, y ésta era una prueba aún más concluyente de que cuando quedara superada la confusión, esa mujer íntegra que se afirmaba sobre sus propios pies sería digna de convertirse en mi esposa.

También entendía que mi ilusión de que ella vitoreara al héroe conquistador al verlo regresar de su mes de correrías, no era otra cosa que la manifestación más absurda de la insensibilidad que desde el principio me había llevado a olvidarme de lo que ella sentía, de lo que ella deseaba. Esto se relacionaba, de alguna manera, con el hecho de que antes de la ruptura mi interés por ella hubiera disminuido, sólo porque aparecía tan enamorada y tan accesible. Yo tenía suficiente maestría en las poses para atraer a una Anastasia, pero era demasiado egoísta, demasiado sádico en el «juego amoroso» para suministrarle lo que necesitaba después del deslumbrante comienzo.

Mas esta también era una pose. Porque me esforzaba por describirme elocuentemente mi arrepentimiento —y en consecuencia por describírselo a ella— con el mismo propósito de recuperarla: «No se trata de que te haya herido; se trata de que no te merezco.» Sin embargo, esperaba que esta misma confesión le llevara a pensar lo contrario. Transitaba por un viejo círculo vicioso que me impulsaba a fingir cada vez que trataba de descubrir la auténtica, muy auténtica verdad acerca de mi persona. En lugar de esfumarme ya que ahora tenía conciencia de mi indignidad, me convencía de que esta conciencia me capacitaba para hacerla feliz. Ese era yo, con el más falaz de mis disfraces.

Mientras tanto me aferraba a mi herida, rastreando la sabiduría incluso en las baladas de la radio, elevando el «No puedo vivir sin ti» de un Bing Crosby aficionado a la categoría de un modelo de comprensión. «¿Por qué me dejaste antes de que sintiera que podía decirte la verdad?» Buscaba solaz en cada estribillo empalagoso, poniéndome a merced de los otros mensajes de la radio. ¿Doscientos millones de toneladas de acero al concluir el Plan Quinquenal? Espléndido, camaradas, ¿de qué forma puedo colaborar? Debo hacer algo para sumarme al resto de la honrada humanidad laboriosa.

Ahora Anastasia no hace caso de mis telegramas. Cada campanilleo del teléfono en la sala común me sobresaltaba porque podía ser ella que contestaba una de mis llamadas, y después me sobresaltaba con más fuerza aún porque no era ella. Me decidí a realizar mis súplicas por escrito.

Notas desde una ventana de la duodécima planta

Amanece. Acabo de observar la configuración de los jardines formales que ocupan la entrada al complejo universitario. Generosamente cubierto de nieve, el perímetro es visible, empero, desde esta altura, como viejas trincheras observadas desde un avión. El jardín está tan rígido como una declaración del Comité Central, pero antes yo deseaba que las flores crecieran vigorosamente esta primavera para complacer a Anastasia cuando se asomara a mi ventana. Para que disfrutara del placer estético y para disfrutar yo, al verla.

Fuera silba el viento. Pienso: conozco ese sonido, Anastasia lo escuchaba conmigo. Anastasia está conmigo, escucha el viento. La lavadora tritura mis botones, pulverizándolos, y yo oigo su dulce reproche: «córtalos, cóselos, te ahorrarás disgustos.» Y una frase que se reitera: «Daños hoy nuestro pan cotidiano.»

Sólo quiero decir que estoy aquí. Y que pienso en ti.

¿Pero por qué no te dije esto? Que te amo por tus hombros enfundados en tu traje de «lunes». Por tu único y exclusivo olor, por la forma en que muerdes una manzana como si fuera la última del mundo. Por tu porte... acerca del cual te escribo en inglés porque algún día lo entenderás.

¿Sabes que es a Anastasia a quién necesito? La redondeada tibieza que me brinda belleza y paz; la mujer que es mucho más humana que cualquier otra que haya conocido.

Un programa de radio para niños proclama: «Y no olvidéis, bandidos, que a Lenin (suspiro) le encantaba Pushkin. Durante toda su vida de revolucionario, Lenin encontró tiempo para recrearse con este extraordinario poeta ruso.» Violines, seguidos por uno-dos-tres, camaradas: los ejercicios matinales de siempre.

Sin embargo Sombras de nuestros antepasados olvidados era como tú dijiste: lírica, honesta, perfecta. No entiendo cómo proyectan filmes inspirados como éste, mientras los censores hacen picadillo herejías de mucho menor envergadura. Debemos hablar de este tema. De la razón por la cual autorizan estos filmes singulares que exploran la vida como pocas producciones occidentales pueden hacerlo, y que demuestran que ni una sola de las palabras del Partido guarda relación con las verdades importantes. Ahora me cuentan que se exhibe uno nuevo de tu Vasili Shukshin acerca de un criminal —¿puedes creerlo?— que termina trágicamente por todas las razones ideológicas más incorrectas.

¿Será posible que no lo veamos juntos? He aquí de nuevo mi cruz. Procuro llevarla silenciosamente, pero cuanto más me concentro en un tema «neutral» y me aproximo a su sentido íntimo, tanto más me desvió hacia ti, que eres mi Sentido íntimo. Y otra queja. Prometiste reservarme el nuevo Jardín de los cerezos, pero los amigos me dicen que has estado viéndolo con otro. Tal vez mis celos son femeninos. ¿Pero acaso no te gustaba a ti también trocar los papeles?

Me recordaste el estúpido comentario que le hice a Chinguiz mientras cruzábamos el arroyo, y me dolió. Quería decirte esto, y explicarte el porqué. Pero recaí en mi vieja angustia de pensar que nadie puede decir jamás la verdad absoluta sobre ningún tema. Intenté limitar las cien causas originarias para poder discutir las principales, respecto a qué era lo que había fallado en ese paseo... y en nosotros. Pero me sentía Constantemente abrumado por él problema más amplio, de índole filosófica, en virtud del cual todo está interrelacionado, y entonces renuncié porque era imposible dar una explicación realmente sincera.

Me preguntaste por qué estaba callado. Respondí que no podía decírtelo. Porque no quería mentir, ni hacerme pasar por un héroe con falsa profundidad. La misma necesidad de mantener contigo un diálogo totalmente veraz fue la perdición.

De modo que en esa oportunidad mis intenciones fueron limpias... a diferencia de lo que sucede ahora, cuando formulo precisamente ese tipo de explicación con verdades a medias que quise evitar entonces. Pero no existe ninguna justificación posible para mi maldito mes de «distanciamiento». Sólo una explicación insuficiente: estaba tan seguro de nuestra perpetuidad que nunca se me ocurrió pensar que llegaras a imaginar que ése era el fin. ¿Por qué no corrí a rodearte con mis brazos, a decirte que te amaba más que nunca? Eso fue lo que pensé durante todo el mes... y la paradoja consiste en que estaba aprendiendo de Anastasia...

Mi compañero de habitación, 'Viktor, está leyendo realmente La sonata a Kreutzer. No sabe con certeza si está furioso consigo mismo porque pierde el tiempo, u orgulloso porqué perseveró. Tampoco sabe si debe espantarse o si debe aplaudir la misoginia prerrevolucionaria de Tolstoi. Cuanto mejor lo conozco, menos temas de conversación tenemos porque no podemos ponernos de acuerdo en una sola frase. Pero es maravillosamente bondadoso, a su manera. Cuando me ve en vela durante la noche, se preocupa. Piensa qué el invierno es demasiado crudo para mí.

¿Puedes imaginar hasta qué punto éste edificio está atrozmente vacío sin ti? -«Desde que te fuiste / mis pensamientos estériles me han congelado hasta los huesos.» Y mucho más porqué imagino cómo té dejé sola en tú residenció.

Las cosas que hacíamos en la cama, ésas cosas, eran hermosas porqué eran honestas. Hemingway estaba equivocado: sucede sólo una vez en la vida del hombre. Querida Anastasia, la palabra «amor» evoca tu imagen.

Ahora están transmitiendo por la radio el resumen del Pravda, el editorial que concluye con la frase dé «la continuación e intensificación dé la lucha», que yo interpreto a mi modo en relación con la camarada Anastasia Seriguina. No te he dicho cómo me consumen mis pensamientos sobre ti. Lo importante no era el amor sino la confianza. Y el abrirse a lo que hay de hermoso y puro en la vida. Eso es lo que me diste y lo que no debe morir.

Si piensas que exagero, tal vez se deba a que eres más joven, a que no has tenido tiempo de ver la sordidez de todo lo demás.

Pero no importa lo que suceda, doy gracias a Dios por tu belleza. Él deberá hacerte feliz... conmigo, si es posible, o sin mi si no lo es.

Por cierto, aún no te he contado la historia de aquel emigrado que me enseñó ruso por primera vez.

Las mentiras inofensivas eran mínimas. No obstante la apariencia de espontaneidad, corregí el texto una docena de veces, con la esperanza de que la prosa despertara el recuerdo de nuestros mejores días. La insinuación de que lo había escrito después de | una noche de insomnio también es engañosa: lo pulí durante todo el día, y el primer párrafo lo agregué en el último momento. Pero esta fue una licencia poética, porque en verdad me refería a las anteriores noches de insomnio que había pasado en mi cuarto y frente a su residencia.

Sólo omití las verdades esenciales: que la auténtica razón por la cual desaparecí fue la cobardía, unida a la voracidad por las chicas que frecuentaban el apartamento de Aliosha. En este sentido, la carta tenía la elegancia de la simplicidad.

Aproveché la ocasión para visitar una biblioteca por primera vez en muchos meses. Allí solicité en préstamo un libro de estilística rusa. Asimismo pedí prestada una máquina de escribir para mecanografiar el texto definitivo, y también, en parte, para tener en qué ocupar el día siguiente: una página bien escrita en ruso, exigía una hora de trabajo. Además, quería conservar una copia de mi desconsuelo. Hacía mucho tiempo que no escribía nada. Me gustaba que mi angustia fuera pulcra.

El tiempo impuso su monótono alivio. Fiel a la norma rutinaria, una parte de mi ser continuó aborreciendo el hecho de que yo hubiera abandonado el papel de héroe trágico para recuperar mi vieja personalidad, aún más patética sin mi princesa. Pero también me resistía a rehabilitarme porque la idea de que la existencia podría tornarse tolerable sin Anastasia era en sí misma intolerable: la recuperación de un mutilado que se reconcilia con la perspectiva de vivir en adelante sin la pierna amputada. También a esa altura mi tendencia a dramatizar el sentimiento de pérdida no impedía que lo experimentara sinceramente. Todo era cierto.

Había empezado a pasar todos mis ¿lías con Aliosha. Y olvidé, e incluso a veces me regocijaba. En otras oportunidades me zambullía en un abismo distinto y me resultaba tan difícil halagar a una dependiente de tienda, para no hablar de acostarme con ella, como comer carbón. Esta polarización se extendía también a Anastasia. Algunas mañanas, en la cama, me sofocaba de deseos por ella como objeto puramente carnal. Mi lengua lamía el aire donde imaginaba las formas y los olores de su cuerpo. Pero generalmente mi respeto por ella superaba a la lascivia: circunscribía mi anhelo a la resurrección de nuestra camaradería. Con este consuelo podía sobrevivir, y demostrar simultáneamente mi pureza.

Cuando fantaseaba sobre lo que sucedería seis meses más adelante, a veces me veía como un tahúr temerario que había perdido estoicamente al jugar su baza. Pero durante aquellas horas en que mi pena me llenaba de ternura por todos los seres vivientes, intuía que esta nueva capacidad de sentimiento no podía existir en vano. Me había sido impuesto ese suplicio para templarme con vistas a una unión realmente santa... quizá ni siquiera con Anastasia, aunque yo trataba de reprimir este pensamiento blasfemo.

Las recidivas parecían calambres musculares. Estoy en una vieja calle comercial canonizada por nuestros paseos juntos. Paso frente a la floristería en la cual entré corriendo una tarde después de pedirle enigmáticamente que esperara, para luego volver con un ramo de azucenas que la fascinaron. La imagen del mismo escaparate me produce un espasmo, y me abro paso entre la muchedumbre en busca de una cabina telefónica, como un asmático en pos de oxígeno.

Con las sienes palpitantes, marco el número de su residencia. Afortunadamente, ella atiende el teléfono. Procuro no parecer melodramático, y me limito a informarle, como si ella fuera ya médico, que su ausencia me está sofocando. Me asombra oírle decir que me verá esa noche. Mi alivio es instantáneo.

El resto del día es un cúmulo de actividades felices. Aliosha me presta el apartamento para que la reciba «en casa». Pero yo compro la comida, satisfecho por este programa que, al fin, es digno de mi tiempo. Un corresponsal norteamericano servicial me ayuda a conseguir biftecs y tomates que proceden de la colonia occidental, y compro un mantel bordado en la mejor tienda de artículos de artesanía popular. La última hora la dedico a doblar servilletas, fregar vasos, y otras trivialidades en las que soy especialista. Siempre he inflado la importancia de este tipo de concesiones —así como de los obsequios de esmalte para uñas Revlon y entradas de teatro— porque de alguna manera procuraba convertirlas en sucedáneos de cosas más trascendentes que me abstenía de ofrecer. Pero ahora confieso estos defectos.

La mesa brilla. Anastasia quedará satisfecha. Cuarenta minutos después de la hora fijada, empiezo a rogar. Por favor, Nastenka, ven, aunque llegues con tres horas de retraso. Descubro, desolado, que mi ansiedad traspone el límite más allá del cual se convierte en el viejo resentimiento que experimentaba cuando me hacía esperar.

He empezado a preparar el biftec. No estará jugoso, como le gusta. Nunca permite que ponga en juego todas mis aptitudes... ni siquiera por ella.

Recuerdo cuánto me irritaban sus irracionalidades favoritas. Su predisposición a permitir que la comida —restos de los manjares que Aliosha nos reservaba— se pudriera, porque era aburrido volver a guardarla en la nevera. He sido un tonto al dedicar un día de trajín a ese suculento banquete que ella va a echar a perder. En última instancia, ha sido mi lucidez instintiva la que me ha salvado de la trampa de su impetuosidad.

¡Pero está golpeando! Mi corazón reacciona con un brinco, y mi rencor blasfemo se extingue como una cerilla defectuosa. Ha respondido a mi súplica y aparece recortada en el vano de la puerta, con su rostro tan prodigioso como yo lo recordaba.

Una nueva blusa de color limón, el viejo collar de ámbar: se ha vestido para mí. Sus ojos se fijan en el foie gras, y luego se elevan hacia mí. Nuevamente está enamorada de los manjares, y saborea cada plato con una amable lisonja. Además, mi lengua está a la altura del banquete: tal vez mi breve enojo ha ayudado a soltarla. No hablo de la crisis de la cabina telefónica, y menos aún de El Tema. Anastasia se sienta con la espalda erguida, como siempre, e inclina la cabeza, regocijada, cuando cuento la historia de una Navidad pasada en Dallas. Durante la conversación, me ocupo de su vaso de vino con una destreza de anfitrión digna de Aliosha.

En el tocadiscos, paso de Vivaldi a Rachmaninov. La cadencia del concierto transforma la habitación, y ella me impone un nuevo apodo, que juega con las semejanzas entre kulik y kulinar: chocha y culinario. Todo marcha tan bien que la parte abyecta de mí desea que esto termine pronto, antes de que se me agoten los temas entretenidos. En parte para hacer más emocionante la conversación, pero también porque ya siento los dolores que presagian los que experimentaré cuando se vaya, me relajo un tanto y empiezo a interrogarla.

—¿Pero cómo pudo habernos sucedido esto? ¿Esta separación imposible?

—Lo ignoro. A veces yo también me siento consternada.

Su voz destila una nueva sabiduría que me enseñará, lo juro, a preservar el romance eternamente. Por fin vamos a conversar con total sinceridad. Sospecho que he urdido todo, incluso la ruptura, sólo para llegar a esto.

—Estamos mucho mejor que los demás —digo—. Incluso esta noche.

Anastasia estira su nueva falda plisada. Recuerdo la que llevaba antes, que la hacía parecer más sencilla pero también más accesible. Las quiero a ambas: la mujer superior y la muchacha de la granja colectiva. Deseo subyugar y someterme a un ente femenino de gracia desdeñosa.

—Quiero decírtelo como se lo diría a un amigo —proclamo adustamente—. No debes despreciar una devoción de esta magnitud. Tal vez nunca vuelvas a encontrarla.

Parpadea. Me apresuro a continuar, porque temo que se ría.

—Nuestra amistad se estaba abriendo a posibilidades interiores, tuyas y mías, que pocas otras personas tienen. Créeme, soy mayor.

—Ya lo has señalado. Dime algo nuevo. ¿Qué tenéis entre manos tú y Aliosha?

Sin hacer caso de su comentario, le pregunto cautelosamente por su «amigo». Contesta únicamente que si lo abandonara en ese momento, se sentiría partida por la mitad. Maldigo mi edad amorfa.

—Pero lógicamente eres mía. El sentimiento que me inspiras es tan intenso como el instinto de supervivencia.

No puedo terminar de creer que elija precisamente este momento para excusarse. Se aleja como una empleada de oficina y cierra la puerta en lugar de invitarme, como antaño, a la ceremonia de su meada. Enfrentado con nuestra intimidad perdida, cuando vuelve debo empezar desde el principio.

—Te estoy inmensamente agradecido, pero aún no sabes por qué. Te estoy agradecido porque me has hecho conocer el amor y sus colores. Víctima de mi ignorancia, siempre despreciaba los cuentos de hadas, la poesía y las novelas románticas como imposturas. Ahora entiendo: cómo París raptó a Helena, por qué Tristan nunca olvidará a Isolda, qué es lo que motiva a las familias que habitan este mismo edificio. Los significados reales y alegóricos de la vida y la literatura... eso es lo que me has dado.

Se lleva un dedo a los labios, pero nuevamente sus ojos me autorizan a continuar. El hecho de que mis alusiones literarias hayan aflorado sin premeditación consciente refuerza la dependencia que ellas pregonan, así como la plegaria refuerza la fe. Pero no puedo descifrar lo que Anastasia piensa, excepto que desea más vino. Obviamente, el profesor le ha enseñado a beber mucho.

—Eres la mujer más bella que veré en mi vida... ¿pero sabes que eres regordeta? No esbelta como te ven los extraños, sino redonda y radiante como... como la obra de un artista de Nueva York que pinta el sol y la luna en forma de círculos concéntricos: la tibieza del día y la santa luz de la noche... ¡Aguarda, era ruso! ¿No crees que esto demuestra que tengo razón?

Si al menos pudiéramos conservar eternamente esa euforia, escuchando el tributo de mi adoración por ella —in vino varitas— que acalla todas las voces escépticas. Mientras le imploro sin vergüenza que vuelva, Anastasia me acaricia las manos, diciendo que me entiende, que es- duro para mí. Es otra vez mi mejor amiga, que me ayuda a pasar un trance difícil.

—Te estimo —dice—. No me gusta verte sufrir.

—El sufrimiento no es lo principal, ahora. Es que... sin ti soy un perro extraviado.

—Eres lo que siempre fuiste. Un muchacho estupendo.

Me pregunto si lo que me infla es su lisonja o su devastador menoscabó. Siempre usaba la palabra «estupendo» para describir el caldo de gallina.

—Mírame a la cara —murmuro—. Escucha mi corazón. Te he mentido antes, pero...

Me hinco de rodillas, apretando las suyas contra mi frente. Pero pienso que hemos recuperado nuestra camaradería en la medida suficiente para sentimos cómodo el uno con el otro, incluso en esa situación ridícula. También intuyo que estoy progresando, y que ese progreso debe consumarse con la unión física. Romperé todas las barreras y aniquilaré al profesor cuando apriete mi boca contra la de Anastasia, cuando la lleve en brazos a la ¿ama.

Bebo una copa íntegra de coñac y siento que me invade la locuacidad.

—¿Sabes que los pechos pueden ser contraproducentes? Embarazosos cuando son menudos, intimidatorios cuando son demasiado voluminosos... Nunca los he visto tan perfectos como los tuyos. Tus pezones son símbolos de tu persona. Instantáneamente sensibles al tacto.

Reverenciando su feminidad de diosa, elevo las puntas de los dedos hasta el borde de los pedios que se yerguen, como altares aztecas, debajo de la blusa casera de color limón.

—Aparta la mano.

Sólo la transformación de su semblante me convence de que el rechazo no es fingido. Nada ha cambiado, afirma. ¿Por qué tengo que estropear la velada?

—Vengo a cenar con un amigo y él se disfraza de Tristán y Paris. Me gustaría que dejes de gemir. Me pregunto si sabes hasta qué punto eso te desmerece.

Mientras aún estoy mudo, Anastasia procura mitigar el golpe.

—Cuando encuentres la meta que necesitas, no imaginarás que amas tanto. Tu inseguridad te lleva a exagerar mi importancia.

Mientras espero una respuesta a esta verdad, la futilidad de saber que me he convertido en un latoso y en una carga debilita mi espíritu de lucha. Pero insisto.

—Si no puedes aceptar mis sentimientos, enséñame a sofocarlos. Yo solo no puedo hacerlo.

—¿Cuándo te convencerás de que estoy con otro?

—Y ahora no puedes volver a mí.

—No quiero volver.

No puede ser cierto. Debo recuperar algo. Pero estoy demasiado exhausto para intentarlo. Mi vehemencia se ha agotado.

Se despide, e insiste en que no la acompañe hasta su casa. Siento que convalido mi propia condena al no desestimar sus objeciones e ir con ella, que si la obedezco ahora cometeré el mismo error fatal que cometí cuando estábamos juntos y no supe demostrarle mi afecto. Pero mi excesiva inseguridad no me permite arriesgarme al todo o nada. Mientras desprecio mi docilidad, beso el dobladillo de su abrigo.

—Por última vez, Nastenka. ¿Estás fingiendo?

Me comporto como un subordinado que pide autorización para rebelarse, y mi pregunta es doblemente peligrosa. Ella no necesita contestarla. Mucho después de que la puerta de la planta baja se ha cerrado violentamente detrás de ella y la ráfaga de aire nocturno me ha azotado el rostro, yo aún permanezco en el oscuro rellano de la escalera, reprochándome por no estar tan sumido en mi desconcierto como debería estarlo para no advertir el olor de las coles.

El apartamento vacío me pregunta qué disfraz elegiré ahora.

El cojín de la silla aún conserva su forma. Lavo tiernamente los platos, buscando hidalguía en la derrota.

Durante las semanas siguientes hago el ridículo cuando programo nuevos festejos para ella. Pero soy joven y finalmente tomaré el rumbo que juré no tomar. Aliosha me lleva a patinar sobre el hielo mientras las pistas todavía están congeladas, y sus orgías son más divertidas que mis parodias del joven Werther. En muchos sentidos, la vida es más fácil cuando le tengo a él por compañero, y no a ella.

La primera fragancia de la primavera llega mientras Aliosha está en Alma-Ata, ocupándose del caso de las drogas, y yo decido celebrarla con un concierto sinfónico. El hecho de viajar en el autobús que pasa frente a la Universidad, el mismo donde vi por primera vez el junquillo, me hace sentir, por Anastasia, una añoranza y una nostalgia más intensas que las que he sentido en muchas semanas. Cosa extraña, nunca dijo a dónde iba en esa mañana de septiembre, pero algún día volveré a verla sólo para preguntárselo. Quiero santificar la experiencia, sublimarla hasta una condición mejor que aquella en que la dejó mi torpeza, y para eso tendré que conocer más a fondo todos los detalles.

¿Ella todavía lee mi libro de poemas? Yo lo hago, utilizando el ejemplar de segunda mano que busqué por todas las librerías, como un caballero errante en ciernes que es fiel a su dama desleal. Los poemas de Esenin son un mazapán de dulzura y provocación, como la primera sonrisa de ella en el autobús. Mi poema favorito explica por qué desde el primer momento me encabrité bajo la impetuosidad de Anastasia.

Recuerdas,

recuerdas cada momento, claro está:

cómo yo aguardaba, con la espalda contra el muro;

y tú recorrías el cuarto, agitada,

arrojándome dardos al rostro.

Dijiste

que había llegado el momento de separarnos;

que estabas harta de mis bufonadas

y que debías volver a la realidad

mientras yo avanzaba, me hundía, hacia mi sino.

¡Tesoro mío!

No me amabas.

No entendías que entre las multitudes ciudadanas

yo era como un caballo que piafa exhausto;

y hostigado por las espuelas de un jinete temerario.

Ignorabas que la densa humareda de mi existencia desquiciada era lo que causaba mi angustia, impidiéndome ver

a dónde nos conducían las extrañas jugarretas del destino.

¿Estos versos la conmueven también a ella? El autobús se detiene patinando en la Lenin Prospekt. Una poderosa sensación de déja vu se apodera de mí y trato de entender qué es lo que la ha provocado, antes de volver a mi vieja Weltschmerz. «No se puede deslindar lo que es ilimitado...» Evoco esta máxima que a ella le gustaba, junto con una imagen de brazos que intentan abarcar la infinitud de los misterios universales. De pronto reconozco un cartel que identifica esto como la parada.

Mis pensamientos se desbocan por planos de tiempo y espacio, de hado y destino humano. Estos mudos edificios, faroles, árboles retorcidos que han permanecido incólumes mientras yo me crispaba en mi drama, encierran la respuesta a los enigmas de la existencia. Orgánicos y permanentes, suministran todo lo que falta en nosotros, mortales, perecederos.

Esta grandilocuencia inane me exaspera incluso mientras la elaboro mentalmente, y sin embargo el sentimiento de revelación perdura, mucho más vertiginoso que si sólo fuera producto de la coincidencia. Quizás éste es exactamente el mismo autobús. Miro hacia la plataforma trasera. ¡Veo a una chica! Corre hacía las puertas abiertas, con las mejillas arreboladas en medio de la gélida oscuridad...

La escarcha de mi ventanilla dificulta la visión, pero juro que es ella. Con el pañuelo flameando por efecto de la carrera, ya estira la mano hacia la baranda de la escalerilla posterior, que no alcanza porque el conductor se lo impide con una brusca arrancada. Mi oído interior capta su «Peste negra», la maldición que profería en tales ocasiones.

Mi corazón galopa a la par de las detonaciones del motor Diesel. Quizá son fuerzas ocultas las que me han ladeado, y no la emoción. Tomo conciencia del movimiento del autobús sólo cuando empiezo a injuriarme por no haber saltado por la puerta trasera, aprovechando esta milagrosa segunda oportunidad que se me presenta con ella. Hemos llegado a la parada siguiente, donde aquella mañana la busqué en el vestíbulo del metro. Marcho torpemente hacia la salida, pero una indignante desorientación me impide alcanzarla a tiempo. Una violenta arrancada en una primera defectuosa, un manoteo fallido en dirección a uno de los agarraderos, y mi abrigo se empapa con el cieno herrumbroso que cubre el piso.

Vuelvo a mi asiento y me digo que debo reflexionar. Un autobús destartalado con dos centímetros de escarcha en las ventanillas porque la calefacción estaba averiada. En el extremo opuesto del espectro de lo ordinario y lo fantástico, la extraña coincidencia de que su fantasma estuviera allí... Si me apeo ahora no la encontraré nunca. Pero el vozarrón alcohólico del conductor, que anuncia por el micrófono la próxima parada, trata de indicarme lo que debo hacer. «¡Camarada Seriguina, hay que apearse en la calle Herzen!» Eso es... ¡Anastasia va al Conservatorio! Poco importa que nunca haya ido allí sola, y tampoco que no sospeche que esta noche presentan La consagración de la primavera. El instinto puro la empuja hacia mí: ésta es la razón por la cual llevaba consigo el bolso de plástico donde transporta sus zapatos de gala. Su aparición en el concierto demostrará que es imposible separamos.

El autobús traquetea por la desierta plaza de Octubre y sigue por la calle Dmitrova, pasando frente a la embajada de Francia, Una vez se arriesgó a asistir a una recepción en la antigua casona, en la época en que no podíamos dejar de manoseamos. Nos refugiamos en una antesala y nos sobamos mutuamente, simulando que buscábamos nuestros abrigos entre la montaña de prendas. Nuestros apetitos eran... sí, desmedidos.

Hay una probabilidad sobre un millón de que la viera en nuestra parada. Una sobre cien millones de que aparezca en el Conservatorio. Sin embargo, ya me la imagino en medio de la multitud, buscando a un vendedor de entradas sobrantes desde el pedestal de la estatua de Tchaikovski. Doy un rodeo para cogerle el brazo desde atrás. «Enhorabuena, mi zorrito —exclama con risa gangosa—. Sabía que estarías aquí.»

Esperará junto a mí, protegiendo su rostro con el pañuelo contra la bruma extraída de una novela de Bulldog Drummond, y dará por sobrentendido que yo encontraré la forma de conseguir que nos abran las puertas. Los dos corriendo nuevamente el riesgo de la herejía, unidos para la experiencia sensual. Blandiendo mi pasaporte, argüiré a gritos, en inglés, que soy el promotor de la gira de la orquesta por Nueva York.

A continuación, nuestro ingreso en la sala de conciertos, el cuarto de música del siglo XVIII, con las austeras paredes blancas y los refulgentes tubos del órgano. Y Stravinski... aún mejor, porque sus disonancias son más electrizantes que en la Noche de la Declaración de Amor. Su rostro aparece dorado y pulcro como el salón. Estamos fusionados por el exquisito entorno, por la magnífica coincidencia de nuestro encuentro, por el alucinante paganismo ruso de la música. La consagración de nuestra primavera. Estaremos juntos...

Basta ya. Estoy harto de esta historia antes de obligarme a desistir de ella. Por fin empiezo a ver claro: mi obsesión por dramatizar y adornar las relaciones con ribetes románticos, no es, como pretende ser, un incentivo para el amor, sino un instrumento inconsciente de destrucción. Antes de que volvamos a encontramos, tendré que entablar un diálogo franco conmigo mismo. Ella no se deja ganar por los artificios teatrales. Anastasia también vive los cuentos de hadas, pero consigue de alguna manera que no falseen su existencia. Mientras yo me estaba persuadiendo de que el episodio había sido decretado en el cielo, a ella le basto con atrapar en el aire el libro de Esenin y seguir viaje. Sí, antes de volver a verla, debo aprender a ver, y ver por mí mismo.

Además, si la conservo como símbolo, lo mejor de ella me enriquecerá durante años. Puedo pasar un millar de horas de ensueño compadeciéndome, calculando hasta qué punto ella se apartaba de la norma rusa, tratando de analizar en qué medida su excelsitud era producto de mi idealización Mis recuerdos son tan conmovedores como las circunstancias mismas La imaginaré durmiendo, asomando la cabeza fuera de las sábanas y apropiándose de cada inhalación como si el oxígeno fuera una de sus adoradas vituallas. O quitándose el reloj antes de copular, como un atleta antes de realizar su exhibición. Le tenía tanta antipatía en la cama, que si notaba que aún lo llevaba puesto lo arrojaba lejos de sí.

Recordaré cómo se maquillaba, examinando su imagen reflejada en el espejo con un narcisismo tan desprejuiciado que dejaba de ser vanidoso para tomarse espontáneo. Compenetrado de los secretos de su tocador, sentía que yo era parte de ella, y del puro encanto físico que siempre había anhelado. ¡Qué lujo yacer sobre las sábanas y no hacer nada excepto disfrutar del espectáculo que ella brindaba acicalándose para nuestros bellos ojos!

Le guardo gratitud, incluso por su rechazo. Aun cuando éramos excelentes amigos, siempre sentía que competíamos con una extraña rivalidad, y todavía es posible que yo triunfe finalmente al convertir esta experiencia en algo enaltecedor. «El hombre nace para vivir, no para prepararse para la vida», dijo Zhivago. Ella hace una cosa y yo la otra... ¿pero quién será dichoso al fin?

Algún día sabré distinguir lo que ella es de lo que yo deseo que sea. Entretanto, el autobús me aleja de ella como un Greyhound en una autopista de los Estados Unidos.

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