Capítulo 15

La inspectora Bea Hannaford interrumpió su jornada laboral por culpa de los perros. Sabía que era una excusa pobre que habría resultado embarazosa si alguien se lo hubiera comentado, pero ese hecho no disminuyó su eficacia. Había que dar de comer a Uno, Dos y Tres, sacarlos a pasear y atenderlos, y Bea se dijo que sólo alguien sin experiencia en canes pensaba realmente que los perros se hacían suficiente compañía entre ellos durante las largas horas en las que sus dueños no estaban. Así que poco después de conversar con Tammy Penrule, comprobó los progresos de los agentes en el centro de operaciones -que eran escasos, y que la mataran si el agente McNulty no estaba examinando olas enormes en la pantalla del ordenador de Santo Kerne y babeando mientras las miraba-, se subió al coche y condujo hasta Holsworthy.

Como sospechaba, los perros Uno, Dos y Tres estuvieron encantados de verla y expresaron su entusiasmo con una serie de saltos y aullidos mientras correteaban por el jardín trasero buscando algo que entregarle: Uno, un gnomo de jardín de plástico; Dos, un hueso de cuero medio roído; Tres, el mango de un desplantador con los dientes marcados. Bea aceptó estos ofrecimientos con muestras de agradecimiento adecuadas, desenterró las correas de los perros de entre una pila de botas, guantes, anoraks y jerseys que había encima de un taburete justo al lado de la puerta de la cocina y ató a los labradores sin más dilación. En lugar de llevarlos a dar un paseíto, sin embargo, los subió al Land Rover.

– Arriba -dijo mientras abría la parte trasera, y cuando los perros colaboraron y entraron de un salto, supo que pensaban que se marchaban al campo. «Oh, ¡qué divertido!»

Por desgracia, estaban equivocados: iban a casa de Ray. Si su ex marido quería a Pete, creía Bea, también estaría dispuesto a quedarse con los animales de Pete. También eran los perros de ella, cierto -en realidad, eran más suyos que de su hijo-, pero iba a dedicar muchas horas a este caso, como había señalado el propio Ray y a los perros había que vigilarlos tanto como a Pete. Cogió la bolsa enorme de pienso, además de sus cuencos y otros artículos que garantizaban el placer perruno, y se pusieron en marcha, con los animales meneando la cola y aplastando el hocico contra las ventanillas, que dejaron perdidas.

Cuando llegó a casa de Ray Bea tenía dos propósitos. El primero fue dejar a Uno, Dos y Tres en el jardín trasero, donde el poco tiempo de que disponía Ray, su falta de habilidad y su indiferencia general nunca habían producido nada más que el cuadrado de cemento que era el patio y un rectángulo de césped para dar un toque de verde. No había arriates con plantas que los perros pudieran destrozar ni nada que pudieran roer. Era perfecto para hospedar a tres labradores negros revoltosos y había traído huesos de cuero nuevos, una bolsa de juguetes y un viejo balón de fútbol para asegurarse de que no se aburrieran durante las horas que pasaran aquí. Aquello le dejaba vía libre para cumplir su segundo propósito, que era entrar en casa de Ray. Tenía que entregar la comida y los cuencos de los perros y, como estaría dentro, se aseguraría de que su ex marido estaba cuidando de Pete de manera adecuada. Al fin y al cabo, Ray era un hombre y ¿qué sabía un hombre sobre cómo criar a un niño de catorce años? Nada, ¿verdad? Sólo una madre sabía qué era lo mejor para su hijo.

Todo esto formaba parte de la excusa general, pero Bea no permitió que sus pensamientos viajaran hasta allí. Se dijo que actuaba por el bien de Pete, y como tenía llave de casa de Ray -igual que él tenía la de ella-, no supuso ningún problema introducirla en la cerradura en cuanto dejó a los perros olisqueando alegremente el césped del jardín. Podía ver lo que necesitaba ver sin que nadie se enterara, se dijo. Ray estaba trabajando, Pete estaba en el colegio. Dejaría el pienso, los cuencos y una nota sobre los perros y se marcharía después de echar un vistazo rápido a la nevera y la basura para asegurarse de que no hubiera cajas de pizza, de comida china o de curry entre los desperdicios. Y mientras estaba allí, ojearía las cintas de vídeo de Ray para cerciorarse de que no tuviera nada cuestionable que Pete pudiera ver; si encontraba alguna prueba de la predilección de su ex por las rubias curvilíneas menores de treinta años, también se desharía de ella.

Sin embargo, sólo había dado un paso después de abrir la puerta cuando comprobó que no podría desarrollar su plan sin recurrir a cierta habilidad. Porque alguien estaba bajando las escaleras -sin duda alertado por los ladridos de felicidad de los perros en el jardín- y al cabo de un momento se encontró cara a cara con su hijo.

– ¡Mamá! ¿Qué haces aquí? ¿Son los labradores? -dijo ladeando la cabeza en dirección al jardín.

Bea vio que estaba comiendo, un punto negativo en contra de su padre si el tentempié de Pete hubiera consistido en patatas fritas o chips. Pero estaba picando de una bolsa de trozos de manzana y almendras, nada más y nada menos, y el niño parecía disfrutar de verdad. Así que no podía irritarse por eso, pero sí por el hecho de que estuviera en casa.

– No te preocupes por mí -dijo-. ¿Qué haces aquí? ¿Tu padre ha dejado que te quedaras en casa y no fueras al colegio? ¿O estás haciendo pellas? ¿Qué está pasando? ¿Estás solo? ¿Quién hay arriba? ¿Qué diablos estás haciendo?

Bea sabía cómo funcionaba el tema: empezaban saltándose las clases y luego llegaban las drogas. Las drogas daban paso al allanamiento de morada. Y de ahí a la cárcel. «Muchísimas gracias, Ray Hannaford. Un trabajo estupendo. El padre del año.»

Pete retrocedió un paso. Masticó pensativo y la observó.

– Contéstame -dijo-. ¿Por qué no estás en el colegio?

– Tarde libre -contestó él.

– ¿Qué?

– Hoy tenía la tarde libre, mamá. Hay una conferencia o algo así, no lo sé. Quiero decir, lo sabía, pero no me acuerdo. La profe está haciendo algo. Ya te lo conté, te llevé la notificación.

Bea se acordaba. Se la había llevado hacía varias semanas. Estaba anotado en el calendario. Incluso se lo había dicho a Ray y habían hablado de quién iría a recoger a Pete cuando acabara la jornada acortada. Aun así, no estaba dispuesta a disculparse por haber sospechado. Todavía quedaba terreno fértil y pensaba labrarlo.

– Bueno, a ver. ¿Cómo has vuelto a casa? -le preguntó.

– Con papá.

– ¿Con tu padre? ¿Y dónde está ahora? ¿Qué haces aquí solo? -Estaba bastante decidida. Tenía que haber algo.

Pete era demasiado astuto para ella, como hijo de sus padres que era, y poseía su capacidad de herir a los demás en lo más profundo.

– ¿Por qué estás siempre tan enfadada con él?

No era una pregunta que Bea estuviera preparada para contestar.

– Ve a saludar a tus animales. Quieren verte. Ya hablaremos luego.

– Mamá…

– Ya me has oído.

Él negó con la cabeza: un movimiento oscuro de adolescente que revelaba su indignación. Pero la obedeció, aunque el hecho de que saliera sin ponerse la chaqueta anunciaba su intención de no quedarse demasiado rato fuera con los labradores. Bea no tenía mucho tiempo, así que subió las escaleras corriendo.

La casa sólo tenía dos dormitorios. Fue al de Ray. No quería que su hijo estuviera expuesto a las fotografías de las amantes de su ex marido posando de manera sugerente, con la espalda arqueada y los pechos firmes apuntando al cielo. Tampoco quería que viera sus sujetadores tirados por el suelo y sus braguitas escasas. Si había notas coquetas y cartas demasiado efusivas, estaba resuelta a encontrarlas. Si habían dejado marcas de pintalabios juguetonas en los espejos, las limpiaría. Pensaba eliminar cualquier recuerdo que su padre guardara de sus conquistas y se dijo que todo lo hacía por el bien de Pete.

Pero no encontró nada. Ray había adecentado el lugar antes de la llegada de su hijo. Las únicas pruebas que halló fueron de su paternidad: sobre la cómoda estaba la fotografía del colegio más reciente de Pete en un marco de madera, junto a la de su hija, Ginny, y la hija de ésta, Audra, y al lado de este retrato una foto de Navidad: Ray, Bea, sus dos hijos, el marido de Ginny con Audra en brazos, jugando a la familia feliz, algo que no eran. El brazo izquierdo de Ray la rodeaba a ella, el brazo derecho, a Pete.

Se dijo que era mejor que exhibir una fotografía de Britany, Courtney, Stacy, Katie, o quienquiera que fuera, sonriendo tímidamente en unas vacaciones de verano, en bikini y bronceada. Miró en el armario ropero, pero tampoco encontró nada y pasó a deslizar las manos por debajo de las almohadas de la cama, en busca de prendas de encaje que pudieran servir de pijama. Nada. Tanto mejor. Al menos era discreto. Se dio la vuelta para ir al baño y vio que Pete la observaba desde la puerta.

Ya no comía. La bolsa de su tentempié nutritivo y cuidadosamente preparado colgaba de sus dedos. Tenía la boca abierta.

– ¿Por qué no estás con los perros? -se apresuró a decir Bea-. Te lo juro, Pete, si insistes en tener mascotas y no te ocupas de ellas…

– ¿Por qué le odias tanto?

Esta vez la pregunta la dejó muerta. Igual que se quedó la cara del niño, que tenía una expresión de pena que ningún chico de catorce años debería cargar sobre sus hombros. Se sintió abatida.

– No le odio, Pete.

– Sí que le odias. Siempre le has odiado. Y no lo entiendo, mamá, porque es un buen tipo, me parece a mí. Y te quiere. Lo veo y no entiendo por qué tú no puedes quererle.

– No es tan fácil. Hay cosas…

No quería hacerle daño y la verdad le dolería. Llegaría en aquel momento de su madurez incipiente y delicada y le destrozaría. Se dispuso a pasar a su lado para entrar en el baño, para completar su investigación inútil, pero el chico estaba en la puerta y no se movió. Bea pensó en lo mucho que había crecido en el último año. Ya era más alto que ella, aunque todavía no tan fuerte.

– ¿Qué hizo? -preguntó Pete-. Porque algo debió de hacer, por eso se divorcia la gente, ¿no?

– La gente se divorcia por muchas razones.

– ¿Tenía una novia o algo?

– Pete, eso no es asunto…

– Porque ahora no tiene ninguna, si es lo que estás buscando. Y debe de ser eso, porque no pueden ser drogas ni nada así, tú sabes que no toma drogas. ¿Fue por eso? ¿Tomaba drogas? ¿O bebía o algo? Hay un tipo en el cole que se llama Barry cuyos padres se están separando porque su viejo rompió una ventana cuando estaba furioso y borracho. -Pete se quedó mirándola. Parecía intentar interpretar su expresión-. Era de doble cristal -añadió.

A su pesar, Bea sonrió. Le rodeó con sus brazos y lo atrajo hacia ella.

– De doble cristal -dijo-. Ésa sí es una razón para echar a un marido de casa.

Pete se la quitó de encima.

– No te rías. -Y se fue a su cuarto.

– Pete, vamos…

El chico no respondió, sino que cerró la puerta y la dejó mirando los paneles blancos. Podría haberle seguido, pero entró en el baño. No pudo contenerse de hacer una última comprobación, aunque sabía lo ridícula que era su actitud. Aquí, como en el resto de la casa, no había nada. Sólo los bártulos de Ray para afeitarse, toallas húmedas que colgaban torcidas en sus barras, una cortina de ducha azul cielo corrida para secarse en la bañera. Y en ésta, sólo una bandeja para jabones.

Debajo de la ventana del baño había un cesto de la ropa, pero no lo revisó, sino que se sentó en la tapa del váter y miró al suelo. No para examinar los azulejos en busca de pruebas de fechorías sexuales, sino para obligarse a parar y pensar en todas las ramificaciones de lo que había hecho.

Llevaba más de catorce años haciéndolo: pensar en las ramificaciones. Qué significaría quedarse con un hombre y tener a su hijo cuando día tras día no hacía más que repetirle que quería que pusiera fin al embarazo. «Un aborto, Beatrice. Hazlo ya. Ya hemos criado a nuestra hija. Ginny es mayor y ha dejado el nido y ahora es nuestro momento. No queremos este embarazo. Ha sido un error de cálculo estúpido y no tenemos que pagar por él el resto de nuestras vidas.»

Tenían planes, le dijo. Tenían cosas geniales y maravillosas que hacer ahora que Ginny era mayor. Sitios que visitar, monumentos que ver. «No quiero a este niño. Y tú tampoco. Una visita a la clínica y nos olvidamos.»

Era extraño pensar ahora en cómo la percepción que se tenía de una persona podía cambiar en un instante. Pero era lo que había ocurrido. Había mirado a Ray con unos ojos totalmente distintos. La pasión que puso el hombre encauzada a deshacerse de su hijo. Se había quedado fría, hasta lo más profundo de su ser.

Si bien lo que Ray había dicho era verdad -Bea descartó la idea de tener otro hijo cuando después de nacer Ginny pasó un tiempo razonable sin quedarse embarazada. Cuando Ginny fue a la universidad y se prometió, ella y Ray fueron libres para planear su futuro-, para ella no era una verdad inamovible. Nunca lo había sido, sino que se había convertido en algo que fue aceptando silenciosamente después de la decepción inicial. Pero no debía interpretarse como la decisión fundamental de su vida. No lograba aceptar que Ray hubiera llegado a creer que sí lo era.

Así que le dijo que se marchara. Lo hizo no para quitárselo de encima ni tampoco para obligarle a ver las cosas a su manera. Lo hizo porque pensaba que en realidad nunca había llegado a conocerlo. ¿Cómo podía conocerlo si lo que quería era poner fin a una vida que habían creado a partir del amor que sentían el uno por el otro?

Pero ¿contárselo a Pete? ¿Hacerle saber que su padre había deseado negarle su lugar en el mundo? No podía. Que se lo contara Ray si quería.

Fue al cuarto de su hijo. Llamó a la puerta. El niño no dijo nada, pero entró de todos modos. Estaba en el ordenador. Miraba la página del Arsenal, navegando por las fotografías de sus ídolos con una desgana que no era nada propia de él.

– ¿Y los deberes, cielo? -dijo Bea.

– Ya los he hecho -contestó él. Y luego, al cabo de un momento, añadió-: He sacado un sobresaliente en el examen de mates.

Bea se acercó a él y le dio un beso en la cabeza.

– Estoy muy orgullosa de ti -le dijo.

– Papá dice lo mismo.

– Porque es verdad. Los dos estamos orgullosos. Eres la luz de nuestras vidas, Pete.

– Me ha preguntado por esos tíos de Internet con los que quedas.

– Os habréis echado unas buenas risas -dijo ella-. ¿Le contaste que Dos se meó en la pierna de uno?

Pete gimoteó, era su concesión a una carcajada.

– Ese tío era un capullo. Dos lo sabía.

– Esa boca, Pete -murmuró Bea. Se quedó quieta un momento, mirando las fotografías del Arsenal que el niño seguía revisando-. Se acerca el Mundial -dijo innecesariamente. Lo último que Pete olvidaría eran sus planes para asistir a un partido del Mundial.

– Sí -musitó-. Se acerca el Mundial. ¿Podemos preguntarle a papá si quiere venir? Le gustará que se lo preguntemos.

Era algo sencillo, en realidad. Probablemente no iban a conseguir otra entrada, así que, ¿qué importaba si decía que sí?

– De acuerdo -contestó-. Se lo preguntaremos a papá. Puedes hacerlo esta noche cuando llegue a casa. -Le alisó el pelo y le dio otro beso en la cabeza-. ¿Estarás bien solo hasta que vuelva, Pete?

– Mamá… -Alargó muchísimo la última sílaba de la palabra. Decía: «No soy un bebé».

– Vale, vale. Me voy -dijo Bea.

– Hasta luego -respondió él-. Te quiero, mamá.


* * *

Regresó a Casvelyn. La panadería donde trabajaba Madlyn Angarrack no se encontraba muy lejos de la comisaría de policía, así que aparcó delante del edificio gris y achaparrado y fue a pie. El viento había arreciado, soplaba desde el noroeste y llevaba con él un frío que recordaba al invierno. El tiempo se mantendría así hasta finales de primavera, una estación que entraba despacio, a trancas y barrancas.

Casvelyn de Cornualles ocupaba un edificio blanco de aspecto agradable situado en la esquina de Burn View Lane, enfrente de St. Mevan Down. Bea llegó después de subir Queen Street, donde aún había compradores en las aceras y los coches todavía flanqueaban los bordillos a pesar de que la tarde estaba ya muy avanzada. Podría haber sido cualquier barrio comercial de cualquier pueblo del país, pensó Bea mientras lo recorría. Aquí, identificando las tiendas con su nombre, había los carteles de plástico omnipresentes y deprimentes colgados encima de las puertas y las ventanas. Debajo de éstas, estaban las madres cansadas empujando los cochecitos de sus bebés y los chicos con el uniforme del colegio fumando delante de un salón recreativo.

La panadería sólo se diferenciaba del resto de tiendas por el falso cartel Victoriano de madera. En el escaparate, las hileras de bandejas mostraban las empanadas doradas por las que era conocida. Dentro, dos chicas estaban metiendo algunas en sus cajas para un joven larguirucho que llevaba una sudadera con capucha con el lema Outer Bombora, Outta Sight impreso en la espalda.

Una de estas chicas sería Madlyn Angarrack, imaginó Bea. Decidió que tenía que ser la delgada, la de pelo oscuro. Era triste, pero la otra, inmensamente obesa y con granos en la cara, no parecía que hubiera podido convertirse en el objeto del deseo de un chico atractivo de dieciocho años.

Bea entró y esperó a que acabaran de atender al cliente, que les compró las últimas empanadas del día. Entonces preguntó por Madlyn Angarrack y la chica de pelo oscuro, como había sospechado, se identificó. La inspectora le mostró su placa y le preguntó si podían hablar. Madlyn se limpió las manos en el delantal a rayas, miró a su compañera, que parecía un poco demasiado interesada en el procedimiento, y dijo que hablaría con ella fuera. Cogió un anorak. Bea observó que no parecía sorprendida de recibir la visita de la policía.

– Sé lo de Santo, que lo asesinaron -dijo cuando estuvieron en la acera-. Me lo dijo Kerra, su hermana.

– Entonces no le sorprende que queramos hablar con usted.

– No me sorprende.

Madlyn no dio más información y esperó, como si estuviera perfectamente informada de sus derechos y quisiera ver cuánto sabía Bea y cuáles eran sus sospechas, si tenía alguna.

– Usted y Santo salían juntos.

– Santo era mi amante -le dijo Madlyn.

– ¿No le llamaba su novio?

Madlyn miró hacia la colina al otro lado de la calle. El viento, cada vez más fuerte, agitaba las amofilas y los elimos arenarios que crecían en el borde.

– Empezó siendo mi novio. Novio y novia, eso éramos. Quedábamos, salíamos por ahí, íbamos a surfear… Así lo conocí. Le enseñé a hacer surf. Pero luego nos convertimos en amantes, y lo llamo «amantes» porque eso éramos. Dos personas que se amaban y expresaban su amor a través del sexo.

– No se anda con rodeos.

La mayoría de las chicas de su edad no habrían sido tan directas. Bea se preguntó por qué ella sí lo era.

– Bueno, es lo que es, ¿no? -Las palabras de Madlyn sonaban crispadas-. El pene de un hombre penetrando en la vagina de una mujer. Todo lo de antes y todo lo de después también, pero al final todo se reduce a un pene en una vagina. Así que la verdad es que Santo introdujo su pene en mi vagina y yo dejé que lo hiciera. Fue mi primera vez. Para él no. Me enteré de que había muerto. No puedo decir que lo sienta, pero no sabía que le habían asesinado. Es todo lo que tengo que decirle.

– No es todo lo que necesito saber, me temo -le dijo Bea a la chica-. Mire. ¿Quiere ir a algún sitio a tomar un café?

– Todavía no he acabado de trabajar. No puedo marcharme y tampoco debería estar aquí fuera hablando con usted.

– Si quiere quedar después…

– No es necesario. No sé nada. No tengo nada más que decirle aparte de lo que ya le he dicho. Santo rompió conmigo hace casi ocho semanas y eso fue todo. No sé por qué.

– ¿No le dio ningún motivo?

– Había llegado el momento, dijo. -Su voz aún sonaba dura, pero por primera vez pareció que su serenidad flaqueaba-. Seguramente conoció a otra, pero no quiso decírmelo. Sólo que lo nuestro había sido bueno, pero que había llegado el momento de que terminara. Un día las cosas están bien y al día siguiente se han acabado. Seguramente era así con todo el mundo, pero yo no lo sabía porque no le conocía antes de que entrara en la tienda de mi padre a comprar una tabla y quisiera tomar clases. -Había estado mirando hacia la calle y la colina de detrás, pero ahora volvió la mirada hacia Bea-. ¿Es todo? No sé nada más.

– Me han comentado que Santo se había metido en algo irregular -dijo Bea-. Esa fue la palabra: «irregular». Me preguntaba si sabía qué era.

Madlyn frunció el ceño.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Le comentó a una amiga suya, de aquí del pueblo…

– Será Tammy Penrule, supongo. No le interesaba en el mismo sentido que le interesaban otras chicas. Si la ha visto, sabrá por qué.

– … que había conocido a alguien, pero que la situación era irregular. Ésa fue la palabra. ¿Tal vez quisiera decir poco corriente o anormal? No lo sabemos. Pero le pidió consejo a ella. Le preguntó si debía contárselo a todas las personas implicadas.

Madlyn soltó una carcajada áspera.

– Bueno, fuera lo que fuese, a mí no me lo contó. Pero él era… -Calló. Tenía un brillo poco natural en los ojos. Tosió y dio un pequeño golpe en el suelo con el pie-. Santo era Santo. Le quise y luego le odié. Supongo que encontró a otra para follar. Le gustaba follar, ¿sabe? Le encantaba.

– Pero si era «irregular»… ¿Qué podía ser?

– No tengo ni idea y me importa una mierda. Quizás estaba con dos chicas a la vez. Quizás estaba con una chica y un chico. Quizás había decidido follarse a su madre. Yo qué sé.

Después de eso, se marchó. Entró en el edificio y se quitó el anorak. Su rostro era impenetrable, pero Bea presentía que la chica sabía mucho más de lo que decía.

De momento, sin embargo, no iba a sacar nada más quedándose ahí parada en la acera, salvo ceder a la tentación de comprarse una empanada para cenar, algo que sin duda no le haría ningún bien. Así que volvió a la comisaría, donde encontró a los agentes del equipo de relevo -esas espinas que tenía clavadas- informando de sus acciones al sargento Collins, quien anotaba los detalles diligentemente en la pizarra.

– ¿Qué tenemos? -le preguntó Bea.

– Dos coches fueron vistos por la zona -dijo Collins-. Un Defender y un RAV4.

– ¿En los alrededores del acantilado? ¿Cerca del coche de Santo? ¿Dónde?

– Uno estaba en Alsperyl, un pueblo al norte de Polcare Cove que tiene acceso al acantilado. Hay que caminar un poco y cruzar un prado, pero es bastante fácil llegar a la cala en cuanto se toma el sendero de la costa. El vehículo visto allí es el Defender. El RAV4 estaba justo al sur de Polcare, encima de Buck's Haven.

– ¿Que es…?

– Un lugar para hacer surf. Tal vez el coche estuviera allí por eso.

– ¿Tal vez?

– No hacía un buen día para surfear en ese lugar…

– Las olas eran mejores en Widemouth Bay. -El agente McNulty intervino desde el ordenador de Santo. Bea lo miró y anotó mentalmente comprobar qué había estado haciendo durante las últimas horas.

– Lo que sea -dijo Collins-. Tráfico está comprobando todos los Defenders y RAV4 de la zona.

– ¿Tiene las matrículas? -preguntó Bea, que notó un escalofrío de emoción que pronto se esfumó.

– No hemos tenido suerte con eso -dijo Collins-, pero imagino que no habrá muchos Defenders por aquí, así que tal vez consigamos algo si vemos un nombre conocido en la lista de propietarios. Lo mismo con el RAV4, aunque cabe esperar que haya algunos más. Tendremos que revisar la lista y buscar un nombre.

A estas alturas ya habían tomado las huellas dactilares a todas las personas relevantes, explicó Collins, y las estaban introduciendo en la base de datos de la policía y comparándolas con las huellas halladas en el vehículo de Santo Kerne. Continuaban investigando el pasado de los sospechosos. Al parecer, las finanzas de Ben Kerne estaban saneadas y el único seguro de vida de Santo alcanzaba sólo para enterrarlo y nada más. De momento, la única persona de interés era un tal William Mendick, el tipo que había mencionado Jago Reeth. Tenía antecedentes, le informó Collins.

– Vaya, es fantástico -dijo Bea-. ¿Qué tipo de antecedentes?

– Lo detuvieron por agresión con agravantes en Plymouth y cumplió condena por ello. Acaban de darle la condicional.

– ¿Su víctima?

– Un joven gamberro llamado Conrad Nelson con quien se peleó. El tipo acabó paralítico y Mendick lo negó todo… O al menos lo achacó a la bebida y pidió clemencia. Los dos estaban borrachos, afirmó. Pero Mendick tiene un problema grave con la bebida. Sus pedos a menudo terminaban en peleas en Plymouth y parte de su libertad condicional consiste en asistir a reuniones de Alcohólicos Anónimos.

– ¿Podemos comprobarlo?

– No sé cómo, a menos que tenga que entregar algún tipo de documento a su agente de la condicional, para demostrar que acude. Pero ¿qué significaría eso de todos modos? Podría ir a las reuniones puntualmente y estar fingiendo durante todo el programa, ya sabe a qué me refiero.

Lo sabía. Pero Will Mendick tenía un problema con la bebida y el hecho de que contara con una condena por agresión daba un enfoque útil al caso. Pensó en aquello, en el ojo morado de Santo Kerne. Mientras reflexionaba, caminó hacia el lugar de trabajo del agente McNulty. En el monitor del ordenador de Santo Kerne vio exactamente lo que pensaba que vería: una ola enorme y un surfista cogiéndola. Maldito hombre.

– Agente, ¿qué diablos está haciendo? -le espetó.

– Jay Moriarty -dijo McNulty enigmáticamente.

– ¿Qué?

– Es Jay Moriarty -dijo señalando la pantalla con la cabeza-. En esa época tenía dieciséis años, jefa. ¿Puede creerlo? Dicen que esa ola medía quince metros.

– Agente -Bea hizo todo lo posible por contenerse-, ¿significa algo para usted la expresión «tener los días contados»?

– Era en Maverick, en el norte de California.

– Sus conocimientos me dejan estupefacta.

El hombre no advirtió su sarcasmo.

– Bueno, no sé demasiado. Sólo un poco. Intento estar al día, pero ¿quién tiene tiempo, con el pequeño en casa? Pero verá, jefa, el tema es que esta fotografía de Jay Moriarty se tomó la misma semana que…

– ¡Agente!

McNulty parpadeó.

– ¿Jefa?

– Salga de esa página y vuelva al trabajo. Y si le veo mirando otra ola más en ese monitor, le mandaré a casa de una patada hasta la semana que viene. Se supone que tiene que examinar el ordenador de Santo Kerne, buscar información relevante sobre su muerte, no emplear su tiempo para canalizar sus intereses. ¿Queda claro?

– Pero el tema es que ese tipo, Mark Foo…

– ¿Me ha entendido, agente? -Quería agarrarle de las orejas.

– Sí. Pero aquí dentro hay más cosas aparte del correo electrónico, jefa. Santo Kerne visitó estas páginas y yo también, así que es razonable pensar que cualquiera…

– Sí, ya entiendo. Cualquiera podría visitar estas páginas, muchas gracias. Yo también entraré en mi tiempo libre y leeré todo lo que digan sobre Jay Moriarty, Mark Boo y todos los demás.

– Mark Foo -dijo él-. No Mark Boo.

– Maldita sea, McNulty.

– ¿Jefa? -Collins habló desde la puerta. Señaló el pasillo con la cabeza, de donde al parecer venía mientras ella y el agente McNulty discutían.

– ¿Qué? ¿Qué quiere, sargento? -dijo.

– Hay alguien abajo que ha venido a verla. Una… señora -Pareció dudar con el término elegido.

La señora en cuestión estaba en la recepción y cuando Bea la vio, supuso que era el aspecto de la mujer lo que había provocado que Collins pareciera dubitativo respecto a cómo llamarla. Estaba leyendo el tablón de anuncios, lo que dio a Bea un momento para evaluarla. Llevaba un gorro amarillo de pescador a pesar de que ya no llovía y vestía un chaquetón lleno de pelusa y unos pantalones de pana de color barro. Calzaba unas deportivas rojas brillantes que parecían de caña alta. No tenía pinta de ser alguien que tuviera información, sino una huérfana de la tormenta.

– ¿Sí? -dijo Bea. Tenía prisa y no se esforzó por disimularlo-. Soy la inspectora Hannaford. ¿En qué puedo ayudarla?

La mujer se giró y le tendió la mano. Cuando habló, mostró un diente roto.

– Soy la sargento Barbara Havers -dijo-. De New Scotland Yard.


* * *

Cadan pedaleó como alma que lleva el diablo, lo cual era toda una proeza teniendo en cuenta que la bici de acrobacias no estaba hecha para correr como un loco por las calles. Pooh se agarraba a su hombro y lanzaba graznidos de protesta y de vez en cuando, chillaba «¡campanillas en las farolas!», una incongruencia que sólo empleaba cuando deseaba mostrar su nivel de preocupación. El pájaro tenía buenos motivos para expresar su temor, porque a esa hora del día la gente regresaba de algunos de los lugares de trabajo más distantes, así que las calles estaban abarrotadas. Aquello era especialmente cierto en Belle Vue, que formaba parte de la ruta principal que cruzaba el pueblo. Se trataba de una vía de sentido único y Cadan sabía que tendría que haber seguido al tráfico por la circunvalación construida tiempo atrás para aliviar la congestión. Pero se habría desviado de su camino durante parte del trayecto y tenía demasiada prisa.

Así que pedaleó en dirección prohibida, lo que provocó bocinazos y algunos gritos de protesta. Eran preocupaciones menores para él, comparadas con su necesidad de escapar.

La verdad de la cuestión era que Dellen Kerne -a pesar de su edad, pero tampoco era tan vieja, ¿no?- representaba justo el tipo de encuentro sexual que siempre había buscado: ardiente, corto, urgente y rápido, sin arrepentimientos ni expectativas. Pero la verdad de la cuestión también era que Cadan no era idiota. ¿Follarse a la mujer del jefe? ¿En la cocina de la familia? Eso sí que era cavar su propia tumba.

Aunque hacerlo allí en la cocina no era lo que Dellen Kerne tenía en mente, tal como se desarrollaron los hechos. La mujer se apartó de su abrazo -un abrazo que hizo que le rodara la cabeza y que la sangre acudiera a todas las partes importantes de su cuerpo- y continuó el baile sensual que había iniciado con la música latina que sonaba en la radio. Al cabo de un momento, sin embargo, regresó con Cadan. Se restregó contra él y pasó los dedos por su pecho. Desde allí, no hizo falta ningún paso de baile complicado para colocarse cadera con cadera y entrepierna con entrepierna, y el compás de la música proporcionó un ritmo primitivo cuyas intenciones era imposible obviar.

Era el tipo de momento en que se evapora todo pensamiento consciente. El cerebro deja de funcionar y el cerebelo -que sólo conoce el más atávico de los motivos- toma el control hasta que se alcanza la satisfacción. Así que cuando la mano de Dellen se deslizó por su pecho y encontró con los dedos la parte más sensible de su cuerpo, Cadan estaba dispuesto a tomarla en el suelo de la cocina si ella estaba dispuesta a permitirle aquel placer.

Le cogió el culo con una mano, un pecho con la otra, atrapó un pezón con sus dedos y le metió le lengua ávidamente en la boca. Aquélla, al parecer, fue la señal que necesitaba la mujer. Se apartó con una carcajada entrecortada y le dijo:

– Aquí no, tonto. Sabes dónde están las casetas de la playa, ¿verdad?

– ¿Las casetas de la playa? -preguntó él como un tonto, porque, naturalmente, a estas alturas el cerebro no le funcionaba y el cerebelo no sabía nada de casetas, ni de playas ni nada de nada, y tampoco le importaba.

– Cielo, las casetas de la playa -dijo Dellen-. Abajo. Justo encima de la playa. Toma, aquí tienes una llave. -La cogió de una cadena que se perdía entre las profundidades de sus pechos exuberantes. ¿Ayer la llevaba? Cadan no se había fijado y no quería pensar en lo que implicaba que se tratara de un accesorio nuevo-. Puedo estar allí dentro de diez minutos. ¿Y tú?

Le dio un beso mientras le ponía la llave en la palma de la mano. Y por si Cadan había olvidado de qué se trataba, Dellen se lo recordó otra vez con los dedos.

Cuando le soltó, él miró la llave que tenía en la mano. Intentó despejarse la cabeza. La miró. Miró la llave. La miró a ella. Entonces miró hacia la puerta. Kerra estaba allí parada, observándolos.

– ¿Interrumpo? -Estaba blanca como el papel. Dos manchas de color aparecieron en sus mejillas.

Dellen soltó una carcajada.

– Oh, Dios mío -dijo-. Es esta maldita música. A los jóvenes siempre les altera la sangre. Cadan, qué malo eres. Me haces hacer tonterías. Santo cielo, si podría ser tu madre.

Apagó la radio. El silencio que se produjo fue como una explosión.

Cadan se quedó mudo. No tenía nada en la cabeza, al menos en el cerebro. El cerebelo todavía no había captado lo que estaba ocurriendo y entre uno y otro existía un abismo del tamaño del Canal de la Mancha, en el que deseaba precipitarse y ahogarse. Se quedó mirando a Kerra, sabiendo que si se giraba hacia ella vería el enorme bulto traidor que tenía en los pantalones y, lo que era peor, la mancha húmeda que él mismo notaba. Más allá de eso, el horror por lo que le diría a su padre le tenía enmudecido. Además, estaba la necesidad de escapar.

Lo hizo. Más tarde no sería capaz de decir cómo se las había arreglado, pero cogió a Pooh del respaldo de la silla donde lo había colocado y salió de la cocina como un cohete, dejando atrás sus voces -la de Kerra principalmente, que no sonaba agradable-, y tras bajar los tres tramos de escaleras salió a la tarde. Fue a buscar la bicicleta y se marchó pitando, empujándola hasta que tuvo la velocidad que quería. Entonces montó y se fueron, él pedaleando como si acabara de ver al jinete decapitado y Pooh intentando no caer de su hombro.

«Oh, no, oh, no, maldita sea, estúpido gilipollas de mierda», era lo único que podía pensar. No estaba seguro de qué hacer o adonde ir, y de memoria, al parecer, sus piernas y brazos, que se movían con furia, guiaron la bicicleta hacia Binner Down. Necesitaba consejo y lo necesitaba deprisa. LiquidEarth era el lugar donde podría encontrarlo.

Dobló la esquina en Vicarage Road y de allí entró en Arundel Lane. No encontró ningún obstáculo y realizó un buen tiempo, pero Pooh protestó sonoramente cuando llegaron al antiguo aeródromo con sus surcos y baches. No podía evitarlo. Cadan le dijo al loro que se agarrara fuerte y al cabo de menos de dos minutos tiró la bici en la vieja rampa de hormigón que había justo delante del local donde su padre fabricaba tablas de surf.

Tras cruzar la puerta, dejó a Pooh encima de la caja registradora que había detrás del mostrador.

– No te cagues, colega -le dijo, y entró en el taller. Allí encontró a la persona que buscaba. No era su padre, que sin duda habría recibido la historia de Cadan con un sermón sobre su eterna estupidez, sino Jago, que estaba inmerso en el delicado proceso final de lijar los bordes ásperos de fibra de vidrio y resina de los cantos de una tabla con cola de golondrina.

Jago alzó la vista cuando Cadan entró a trompicones en el cuarto de lijado. Pareció interpretar su estado de inmediato, porque se acercó a apagar la música que sonaba en una radio polvorienta sobre un estante igual de polvoriento justo detrás de los caballetes que sujetaban la tabla. Se quitó las gafas y las limpió en la pernera de su mono blanco con escasos resultados.

– ¿Qué ha pasado, Cadan? -le dijo-. ¿Dónde está tu padre? ¿Está bien? ¿Dónde está Madlyn? -Tenía espasmos en la mano izquierda.

– No, no, no lo sé -contestó Cadan. Lo que quería decir era que suponía que su padre y su hermana estaban bien, pero la verdad era que no tenía ni idea. No había visto a Madlyn desde la mañana y a su padre no le había visto el pelo. No quería plantearse qué significaba aquel último detalle porque sería una información más que tendría que afrontar y ya le estallaba la cabeza. Al final dijo-: Bien, supongo. Imagino que Madlyn ha ido a trabajar.

– Bien. -Jago asintió bruscamente con la cabeza. Regresó a la tabla de surf. Cogió el papel de lija, pero antes de utilizarlo pasó las yemas de los dedos por los cantos-. Has entrado como si te persiguiera el diablo.

– No vas muy desencaminado -dijo el chico-. ¿Tienes un minuto?

Jago asintió.

– Siempre. Espero que lo sepas.

Cadan sintió como si alguien le sacara un enorme peso de encima y se ofreciera a cargarlo por él. La historia salió sola. La indignación de su padre, el sueño de Cadan de competir en los X Games, Adventures Unlimited, Kerra Kerne, Ben Kerne, Alan Cheston y Dellen. En último lugar, Dellen. Era todo un embrollo que Jago escuchó pacientemente. Lijó despacio los cantos de la tabla de surf, asintiendo mientras Cadan pasaba de un tema a otro.

Al final, se centró en lo que ambos sabían que era el detalle destacado: Cadan Angarrack sorprendido en un acto casi tan flagrante como hubiera sido que los pillaran a los dos, a él y a Dellen Kerne, retozando y jadeando en el suelo de la cocina.

– De tal palo, tal astilla, me parece a mí -dijo Jago-. ¿No pensaste en eso cuando jugó contigo, Cadan?

– No esperaba… No la conocía, ¿sabes? Pensé que había algo raro en ella cuando apareció ayer, pero no pensé… Tendrá como… Jago, podría ser mi madre.

– Me parece que no. A pesar de sus defectos, tu madre se limitaba a los de su clase, ¿no?

– ¿Qué quieres decir?

– Por lo que me ha dicho Madlyn (y, perdóname, pero no tiene muy buen concepto de ella) Wenna Angarrack, con toda su lista de apellidos, siempre se limita a los de su edad. Por lo que dices, a ésa -y por el tono de aversión de Jago Cadan interpretó que se refería a Dellen Kerne- no parece importarle con quién se lo monta. Imagino que viste las señales cuando te la encontraste.

– Me preguntó por eso -reconoció Cadan.

– ¿Eso?

– El sexo. Me preguntó qué hacía para conseguir sexo.

– ¿Y no pensaste que era un poco raro, Cade? ¿Que una mujer de su edad te preguntara algo así? Estaba preparándote.

– En realidad, yo no…

Cadan apartó su mirada incómoda de la mirada astuta de Jago. Encima de la radio había colgado un poster: una chica hawaiana que inexplicablemente no llevaba nada puesto, salvo un collar de flores alrededor del cuello y una corona de hojas de palma en la cabeza, cogía una ola bastante grande con indiferente habilidad. Mientras la contemplaba, Cadan pensó que algunas personas nacían con una confianza asombrosa y que él no era una de ellas.

– Sabías lo que estaba pasando -dijo Jago-. Supongo que pensaste que te habías ligado a una putita dispuesta a dejarse hacer de todo, ¿eh? O, en el peor de los casos, que echarías un buen polvo. Sea como sea, te quedabas contento. -Sacudió la cabeza con desaprobación-. Los chicos de tu edad sólo tenéis una cosa en la cabeza y los dos sabemos qué es.

– Me ha ofrecido algo de comer -dijo Cadan para defenderse.

Jago se rió.

– Apuesto a que sí. Y planeaba ser tu postre. -Dejó el papel de lija y se apoyó en la tabla-. Una mujer así trae problemas, Cade. Tienes que saber interpretarla desde el principio. Agarra a un tío de los huevos y le da a probar un poquito, ¿eh? Un poquito ahora y un poquito después hasta que lo cata todo. Luego se pone ahora sí, ahora no hasta que el tío no sabe qué parte de ella tiene que creerse, y se lo cree todo. Ella le hace sentir cosas que no ha sentido nunca y él piensa que nunca volverá a sentirse igual. Así funciona. Será mejor que aprendas de lo que ha pasado y te olvides.

– Pero el trabajo… -dijo Cadan-. Necesito el trabajo, Jago.

Jago le señaló con su mano temblorosa.

– Lo que no necesitas es a esa familia -dijo-. Mira qué le ha traído a Madlyn mezclarse con los Kerne. ¿Está mejor por abrirse de piernas con ese hijo suyo?

– Pero tú dejabas que utilizaran tu…

– Claro que sí. Cuando vi que no podía convencerla de que no dejara que Santo se metiera en sus bragas, lo mínimo que podía hacer era asegurarme de que lo hicieran de manera segura, así que les dije que fueran al Sea Dreams. Pero ¿sirvió de algo? Fue peor. Santo la utilizó y la dejó tirada. Lo único bueno fue que la chica tuviera a alguien con quien hablar que no le gritara: «Ya te lo advertí».

– Aunque imagino que quisiste hacerlo.

– Claro que sí, maldita sea. Pero lo hecho, hecho estaba, así que, ¿qué sentido tenía? La pregunta es, Cade, ¿vas a seguir el camino de Madlyn?

– Hay diferencias obvias. Y de todos modos, el trabajo…

– ¡A la mierda el trabajo! Haz las paces con tu padre, vuelve aquí. Nosotros tenemos trabajo. Tenemos demasiado, la temporada está a la vuelta de la esquina. Puedes hacerlo bastante bien si te lo propones. -Jago regresó a su tarea, pero antes de retomarla hizo un comentario final-. Uno de los dos tendrá que tragarse su orgullo, Cade. Te quitó las llaves del coche y el carné de conducir porque tenía sus motivos. No quería que te mataras. No todos los padres hacen ese esfuerzo, no todos los padres lo hacen y tienen éxito. Será mejor que empieces a pensar en ello, hijo mío.


* * *

– Eres asquerosa -le dijo Kerra a su madre.

Le temblaba la voz. Por alguna razón, aquello hizo que las cosas le parecieran peores. El temblor podía sugerirle a Dellen que su hija sentía miedo, vergüenza o -lo que era verdaderamente patético- alguna forma de consternación, cuando lo que Kerra sentía era cólera. Furiosa, encendida, absolutamente pura y toda dirigida hacia la mujer que tenía delante. La sentía con más intensidad de lo que la había sentido en años y no habría creído que fuera posible.

– Eres asquerosa -repitió-. ¿Me oyes, mamá?

– ¿Y tú qué te crees que eres, apareciendo así como una pequeña espía? -dijo Dellen a su vez-. ¿Estás orgullosa de ti misma?

– ¿Piensas emprenderla conmigo?

– Sí. Andas por aquí a hurtadillas como una chivata, no te creas que no lo sé. Llevas años vigilándome y contándoselo a tu padre y a cualquiera que quiera escucharte.

– Eres una zorra -dijo Kerra, más sorprendida que enfadada-. Es increíble lo zorra que eres.

– Duele un poco oír la verdad, ¿no? Pues escucha más. Has pillado a tu madre con la guardia baja y ahora tienes la oportunidad que esperabas para cargártela. Sólo ves lo que quieres ver, Kerra, en lugar de lo que tienes delante de tus narices.

– ¿Y qué es?

– La verdad. El chico se ha dejado llevar por la música. Y has visto que estaba apartándole. Es un chaval que va caliente y ha visto su oportunidad, eso es lo que ha pasado. Así que lárgate de aquí con tus especulaciones desagradables y dedica tu tiempo a algo útil. -Dellen movió la cabeza de un modo que sirvió para agitar su melena a la vez que para desechar las conclusiones que su hija pudiera haber sacado. Luego, a pesar de sus anteriores palabras, decidió que no había dicho suficiente, así que añadió-: Le he ofrecido algo de comer. No tiene nada de malo, ¿no? No puedes desaprobarlo. Era más fácil que darle conversación a un chico que apenas conozco. Ha interpretado que la música era una especie de señal. Era sexy, como es siempre la música latina, y se ha contagiado…

– Cállate -dijo Kerra-. Las dos sabemos qué tenías en mente, así que no lo empeores fingiendo que el pobre Cadan intentó seducirte.

– ¿Así se llama? ¿Cadan?

– ¡Para!

Kerra entró en la cocina y avanzó hacia su madre. Vio que Dellen se había ocupado de su maquillaje como solía hacer: los labios más gruesos, los ojos violetas grandes, todo destacado como una modelo de pasarela, lo cual era una idiotez porque lo último que tenía Dellen Kerne era cuerpo de modelo de pasarela. Pero incluso se las había arreglado para lucir un físico seductor, porque lo que sabía y había sabido siempre era que los hombres de cualquier edad respondían a la voluptuosidad. Hoy llevaba el pañuelo rojo, los zapatos rojos, el cinturón rojo. Tanto color bastaba para formarse una opinión, pero su jersey era demasiado fino para la época y el cuello caía hacia delante, mostrando centímetros de escote, y sus pantalones abrazaban con fuerza sus caderas. Y por todo aquello, Kerra podía juzgarla y llegar a una conclusión, algo que hizo con una presteza nacida de años de experiencia.

– Lo he visto todo, mamá. Y eres una cerda. Una zorra, una mierda. Eres incluso peor. Santo está muerto y ni siquiera eso te detiene. Te brinda una excusa. Pobrecita de mí… Estoy sufriendo tanto… Pero un buen polvo hará que me olvide de todo. ¿Es eso lo que te dices a ti misma, mamá?

Dellen había retrocedido mientras Kerra avanzaba. Estaba con el trasero contra la encimera. Entonces, de repente, su estado de ánimo cambió. Las lágrimas acudieron a sus ojos.

– Por favor -dijo-. Kerra, puedes ver… Es obvio que no soy yo misma. Tú sabes que hay veces… Lo sabes, Kerra… Y no significa que…

– ¡No digas eso, joder! -gritó Kerra-. Te has pasado años dando excusas y estoy harta de oír «tu mamá tiene problemas». ¿Sabes qué, mamá? Todos tenemos problemas. Y el mío está aquí en esta cocina, mirándome como un corderito camino al matadero. Todo inocencia y dolor y «mira lo que he tenido que sufrir», cuando lo único que has hecho es hacernos sufrir a nosotros. A papá, a mí, a Santo. A todos nosotros. Y ahora Santo está muerto y seguramente también es culpa tuya. Me pones enferma.

– ¿Cómo puedes decir…? Era mi hijo. -Dellen se echó a llorar. No eran lágrimas de cocodrilo, sino de verdad-. Santo -dijo sollozando-. Mi querido hijo.

– ¿Tu querido hijo? Ni se te ocurra empezar con eso. Vivo no significaba nada para ti, y yo tampoco. Éramos un obstáculo. Pero muerto Santo tiene mucho valor. Porque ahora puedes señalar su muerte y decir exactamente lo que has estado diciendo: «Es por lo de Santo. Es por esta tragedia que ha caído sobre nuestra familia». Pero no es la razón y nunca lo será, aunque es la excusa perfecta.

– ¡No me hables así! No sabes lo que he…

– ¿Qué? ¿No sé lo que has sufrido? ¿No sé lo que has sufrido durante años? ¿Es eso? ¿Porque todo esto ha sido por tu sufrimiento? ¿Lo de Stuart Mahler también fue por eso? ¿Por tu sufrimiento atroz, terrible, insoportable que nunca nadie puede comprender excepto tú?

– Para, Kerra. Por favor. Tienes que parar.

– Lo vi. No lo sabías, ¿verdad? Mi primer novio; y yo tenía trece años y ahí estabas tú, delante de él, con el top bajado y sin sujetador y…

– ¡No! ¡Eso no ocurrió nunca!

– En el jardín, mamá. Lo has borrado de tu memoria, ¿verdad?, con toda esta tragedia que estás viviendo ahora. -Kerra estaba rabiosa. Tanta energía recorría sus extremidades que no sabía si podría contenerla. Quería gritar y dar patadas en las paredes-. Deja que te la refresque, ¿vale?

– ¡No quiero escucharlo!

– Stuart Mahler, mamá. Tenía catorce años. Vino a casa. Era verano y estábamos escuchando música en el cenador. Nos besamos un poco. Ni siquiera lo hicimos con lengua porque éramos tan inocentes que no sabíamos qué hacíamos. Entré en casa a buscar bebidas y tartaletas de mermelada porque hacía calor y estábamos sudados y… no necesitaste más tiempo. ¿Te resulta familiar?

– Por favor, Kerra.

– No. Por favor, Dellen. Ése era el juego. Dellen hacía lo que le venía en gana y sigue haciéndolo. Y el resto de nosotros caminamos de puntillas por la casa porque nos da miedo que estalle otra vez.

– No soy responsable, ya lo sabes. Nunca he sido capaz… Hay cosas que no puedo…

Dellen se dio la vuelta, sollozando. Se inclinó sobre la encimera con los brazos extendidos. Su postura sugería sumisión y penitencia. Su hija podía hacer lo que quisiera con ella. La hebilla del cinturón, el flagelo, el azote, el látigo. ¿Qué importaba? «Castígame, castígame, hazme sufrir por mis pecados.»

Pero Kerra iba a guardarse de creerla a estas alturas. Demasiada agua había pasado ya por el molino de sus vidas y toda iba y siempre había ido en la misma dirección.

– Ni lo intentes -le dijo a su madre.

– Soy quien soy -dijo Dellen, llorando.

– Pues intenta ser otra persona.


* * *

Daidre intentó coger la cuenta de la cena, pero Lynley no pensaba consentirlo. No era únicamente que un caballero nunca dejaba que una dama pagara una comida que habían disfrutado juntos, le dijo, sino que también había cenado en su casa la noche anterior y si querían mantener el equilibrio entre ellos le tocaba a él hacerse cargo de la cena. Aunque ella no lo viera igual, no podía pedirle que pagara lo que apenas había ingerido en la posada Curlew Inn.

– Siento mucho lo de la cena -le dijo.

– No es culpa tuya que haya escogido eso, Thomas. Tendría que haber sido más lista y no pedir algo llamado «Sorpresa vegetariana».

Daidre había arrugado la nariz y luego se había reído al verlo; Lynley no podía culparla. Lo que le sirvieron era algo verde horneado en pan de molde, con una guarnición de arroz y verduras tan hervidas que apenas tenían color. Había bajado animosamente el arroz y la mezcla de verduras con el mejor vino de la posada Curlew Inn -un Chablis francés mediocre que no estaba lo bastante frío-, pero se había rendido tras dar un par de bocados al pan de molde.

– Estoy bastante llena -anunció alegremente-. Es muy graso, un poco como un pastel de queso.

Se quedó estupefacta cuando él no la creyó. Cuando Lynley le comentó que quería invitarla a una cena de verdad, ella le contestó que seguramente tendría que ser en Bristol, porque no era probable que en Cornualles existiera un lugar a la altura de sus estándares gastronómicos.

– Soy problemática para la comida. Tendría que ampliar mis horizontes al pescado, pero por algún motivo no lo consigo.

Se marcharon de la posada Curlew Inn y salieron a la calle, donde empezaba a caer la noche. Daidre hizo un comentario sobre el cambio de las estaciones, la manera sutil en que la luz del día comenzaba a alargarse a partir del solsticio de invierno en adelante. Dijo que nunca había entendido por que la gente odiaba tanto el invierno, ya que para ella era la estación más reconfortante.

– Lleva directamente a la renovación -dijo-. Eso me gusta. Siempre me ha sugerido perdón.

– ¿Necesitas que te perdonen?

Caminaban en dirección al coche alquilado de Lynley, que había dejado en el cruce de la calle principal y el sendero que bajaba a la playa. La miró bajo la luz tenue, esperando interpretar algo revelador en su respuesta.

– Todos lo necesitamos en algún sentido u otro, ¿no? -Utilizando aquello como introducción lógica, le contó entonces lo que había visto: a Ben Kerne en los brazos de una mujer que había supuesto que era su madre. Confesó que se había informado sobre el tema: había visitado a Ann Kerne, en efecto-. No sé si era perdón, naturalmente -concluyó-. Pero ha sido muy emotivo y el sentimiento era mutuo.

A cambio y porque le parecía justo, Lynley le dio algunos detalles de su visita al padre de Ben Kerne. No todos porque, al fin y al cabo, Daidre no estaba libre de sospecha y, a pesar de que le caía bien, sabía que no podía olvidar ese hecho. Así que se limitó a contarle el odio que Eddie Kerne sentía por la mujer de su hijo.

– Parece que ve a la señora Kerne como la raíz de todo lo malo que ha pasado en la vida de Ben.

– ¿Incluida la muerte de Santo?

– Supongo que también.

Debido a la conversación con el anciano Kerne, Lynley quería explorar las cuevas. Así que cuando estuvieron en el coche y hubo arrancado el motor no salió del pueblo, como dictaría la lógica, sino que bajó la pendiente que llevaba a la cala.

– Hay algo que quiero ver. Si prefieres quedarte en el coche…

– No. Me gustaría ir. -Daidre sonrió y añadió-: Nunca he visto trabajar a un policía.

– Se trata más de satisfacer mi curiosidad que de un trabajo policial.

– Imagino que la mayoría de las veces es lo mismo.

Cuando pensó en ello, Lynley no pudo disentir. En el aparcamiento, estacionó junto a un muro bajo que parecía recién construido, igual que la caseta de granito para los botes salvavidas, que se encontraba cerca con una boya de rescate alargada al lado. Lynley se bajó del coche y miró los acantilados que formaban una herradura alrededor de la cala. Eran altos, con afloramientos como dientes rotos, y caer desde arriba seguramente resultaría fatídico. Encima había casas y cabañas con luces encendidas en la penumbra. En la zona más al sur del acantilado, la casa más grande de todas declaraba la riqueza impresionante de alguien.

Daidre rodeó el coche y se unió a él.

– ¿Qué hemos venido a ver?

Se cerró más el abrigo. El viento era fresco.

– Las cuevas -contestó Lynley.

– ¿Aquí hay cuevas? ¿Dónde?

– En la parte de los acantilados que toca al agua. Se puede entrar cuando la marea está baja, pero cuando está alta, quedan sumergidas, al menos en parte.

Daidre se subió al muro y miró hacia el mar.

– Esto se me da fatal, lo cual es patético para alguien que pasa la mayor parte del tiempo en la costa. Yo diría que está subiendo o bajando, pero en cualquier caso, no supone una gran diferencia porque está a bastante distancia de la orilla. -Entonces lo miró y dijo-: ¿Te sirve de algo?

– No mucho -respondió él.

– Me lo imaginaba.

Daidre saltó al otro lado del muro. Lynley la siguió.

Como muchas otras playas de Cornualles, ésta empezaba con rocas grandes y alisadas una encima de la otra cerca del aparcamiento. La mayoría eran de granito, con lava mezclada, y las vetas claras ofrecían un testimonio silencioso de la naturaleza inimaginable antes líquida de algo que ahora era sólido. Lynley alargó la mano para ayudar a Daidre a bajar. Juntos, descendieron con cuidado hasta llegar a la arena.

– Está bajando -le dijo-. Sería mi primera deducción.

Daidre se detuvo y frunció el ceño. Miró a su alrededor como para entender cómo había llegado a esa conclusión.

– Ah, sí, ya veo -dijo al final-. No hay pisadas, pero podría ser por el clima, ¿verdad? Hace mal tiempo para ir a la playa.

– Sí. Pero mira los charcos al pie de los acantilados.

– ¿No los hay siempre?

– Seguramente. Sobre todo en esta época del año. Pero las rocas que hay detrás no estarían mojadas y lo están. Las luces de las casas se reflejan en ellas.

– Impresionante -dijo Daidre.

– Elemental -fue su réplica.

Caminaron por la arena. Estaba bastante blanda, lo que informó a Lynley de que deberían tener cuidado. Las arenas movedizas no eran extrañas en la costa, en especial en lugares como éste, donde el mar retrocedía una distancia considerable.

La cala se ensanchaba unos cien metros desde las rocas. En este punto, cuando la marea estaba baja, aparecía una playa magnífica en ambas direcciones. Dieron la espalda al mar cuando los acantilados quedaron detrás de ellos. Entonces, fue sencillo ver las cuevas.

Formaban un cráter en los acantilados que daban al agua, cavidades más oscuras contra la piedra oscura, como huellas manchadas, y dos de ellas eran enormes.

– Ah -dijo Lynley.

– No tenía ni idea -dijo Daidre, y juntos se aproximaron a la mayor, una caverna al pie del acantilado sobre el que habían construido la casa más grande.

La apertura de la cueva parecía tener unos nueve metros de altura y era estrecha e irregular, como una cerradura boca abajo, con un umbral de pizarra veteado de cuarzo. Dentro reinaba la penumbra, pero no la oscuridad, ya que hacia el fondo de la cueva se filtraba una luz débil procedente de una chimenea que la acción geológica de millones de años había excavado en el acantilado. Aun así, resultó difícil distinguir las paredes hasta que Daidre sacó un librito de cerillas de su bolso y le dijo a Lynley, encogiéndose de hombros y avergonzada:

– Lo siento, chicas exploradoras. También llevo una navaja suiza, por si la necesitas. Y tiritas.

– Es un consuelo -le dijo él-. Al menos uno de los dos ha venido preparado.

La luz de una cerilla les mostró al principio lo mucho que la marea afectaba a la cueva, porque centenares de miles de moluscos del tamaño de chinchetas colgaban de las paredes rugosas y veteadas, que aún eran más rugosas a unos dos metros de altura como mínimo. Los mejillones formaban racimos negros debajo de ellos e, intercalados entre estos racimos, conchas multicolores adornaban las paredes.

Cuando la cerilla empezó a apagarse, Lynley encendió otra. Él y Daidre fueron adentrándose en la cueva, agarrándose a las piedras a medida que el suelo se elevaba ligeramente, una característica que permitía que el agua retrocediera cuando bajaba la marea. Llegaron a un hueco poco profundo, luego a otro, donde el agua goteaba con un sonido rítmico e incesante. El olor que impregnaba el lugar era absolutamente primitivo. Aquí dentro resultaba muy fácil imaginar que la vida procedía del mar.

– Es maravilloso, ¿verdad? -Daidre habló en voz muy baja.

Lynley no contestó. Había estado pensando en los innumerables usos que un sitio así habría tenido a lo largo de los siglos, desde escondrijos para contrabando a lugar de citas para amantes; desde juegos de piratas a refugio de tormentas repentinas. Pero para utilizar la cueva, había que entender la marea, porque estar en la inopia respecto a las acciones del mar era tentar a una muerte segura.

Daidre permaneció en silencio junto a él mientras la cerilla se apagaba y encendía otra. Lynley imaginó al chico atrapado aquí, en esta cueva o en otra parecida. Borracho, drogado, posiblemente inconsciente y, si no inconsciente, durmiendo la mona. A fin de cuentas, no importaba. Si estaba a oscuras y se había adentrado mucho, cuando la marea subió seguramente no supo qué camino coger para intentar escapar.

– ¿Thomas?

La llama parpadeó cuando se giró hacia Daidre Trahair. La luz iluminó su rostro. Un mechón de pelo se había soltado del pasador que utilizaba para sujetárselo y caía sobre su mejilla, curvándose en sus labios. Sin pensarlo, Lynley se lo apartó de la boca. Sus ojos -inusitadamente marrones como los de él- parecieron oscurecerse.

De repente, pensó en qué significaba un momento como aquél. La cueva, la luz tenue, el hombre y la mujer cerca el uno del otro. No era una traición, sino una afirmación. La conciencia de que, de algún modo, la vida continuaba.

La cerilla se consumió hasta sus dedos. La tiró deprisa. El instante pasó y pensó en Helen. Notó una punzada de dolor en su interior porque no lograba recordar lo que este momento exigía claramente que recordara: ¿Cuándo había besado a Helen por primera vez?

No se acordaba y, lo que era peor, no sabía por qué no se acordaba. Se habían conocido muchos años antes de casarse, porque la vio por primera vez cuando ella fue a Cornualles en compañía del mejor amigo de él durante unas vacaciones de la universidad. Tal vez la hubiera besado entonces, un roce ligero en los labios para despedirse al final de aquella visita, un «encantado de conocerte» que no significó nada entonces, pero que ahora lo significaba todo. Porque era fundamental en aquel momento que recordara cada detalle de Helen en su vida. Era la única manera de mantenerla a su lado y luchar contra el vacío. Y ése era el objetivo: luchar contra el vacío. Si flotaba en él, sabía que estaría perdido.

– Deberíamos irnos -le dijo a Daidre Trahair, que sólo era una silueta en la penumbra-. ¿Nos guías?

– Por supuesto -dijo-. No debería ser difícil.

Encontró la salida con seguridad, una mano moviéndose ligeramente por encima de los moluscos de la pared. Él la siguió, el corazón le latía detrás de los ojos. Creía que debía decir algo sobre el momento que había habido entre ellos para darle algún tipo de explicación a Daidre. Pero le faltaban las palabras y aunque hubiera poseído el vocabulario necesario para expresar el nivel de dolor y pérdida que sentía, no habrían sido necesarias. Fue ella quien rompió el silencio y lo hizo cuando salieron de la cueva y emprendieron el camino de regreso al coche.

– Háblame de tu mujer, Thomas -dijo.

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