Como Daidre Trahair vivía sola, estaba acostumbrada al silencio, y como en el trabajo la mayor parte del tiempo estaba rodeada de ruido, cuando tenía la oportunidad de pasar un rato en un lugar donde el único sonido era el del ambiente no sentía ansiedad, ni siquiera cuando se encontraba con un grupo de gente que no tenía nada que decirse. Por las noches, rara vez encendía la radio o el televisor. Cuando sonaba el teléfono en casa, a menudo ni se molestaba en contestar. Así que el hecho de que hubiera pasado como mínimo una hora sin que ninguno de sus compañeros hubiera pronunciado una sola palabra no la preocupaba.
Estaba sentada junto al fuego con un libro de planos de jardines de Gertrude Jekyll. Le parecían maravillosos. Los propios planos eran acuarelas y allí donde había jardines disponibles para hacer fotografías, éstas acompañaban a los planos. La mujer había comprendido las formas, los colores y el diseño y eso la convertía en una diosa para Daidre. La Idea -y Daidre siempre pensaba en ella con I mayúscula- era transformar la zona que rodeaba Polcare Cottage en un jardín que pudiera haber creado Gertrude Jekyll. Sería un verdadero reto por el viento y el clima y al final tal vez todo se redujera a plantas suculentas, pero Daidre quería intentarlo. En su casa de Bristol no tenía jardín y le encantaban los jardines. Le gustaba trabajar en ellos: meter las manos en la tierra y que algo naciera de aquel gesto. La jardinería iba a ser su vía de escape. Mantenerse ocupada en el trabajo no bastaba.
Levantó la vista del libro y miró a los dos hombres que estaban en el salón con ella. El policía de Casvelyn se había presentado como el sargento Paddy Collins y tenía acento de Belfast, lo que demostraba que su nombre era auténtico. Estaba sentado con la espalda erguida en una silla de respaldo recto que había traído de la mesa de la cocina, como si ocupar uno de los sillones del salón fuera a indicar una negligencia en el cumplimiento de su deber. Todavía tenía abierta una libreta sobre las rodillas y miraba al otro hombre como lo había mirado desde el principio: sin disimular su recelo.
Quién podía culparle, pensó Daidre. El excursionista era un personaje discutible. Aparte de su aspecto y mal olor -que en sí mismos podrían no haber levantado ninguna sospecha en la mente de un policía que se cuestionara su presencia por estos lares, ya que el sendero de la costa suroccidental era un camino muy transitado al menos durante los meses de buen tiempo- estaba el detalle nada desdeñable de su voz. Era obvio que era culto y seguramente de buena familia, y Paddy Collins hizo más que levantar una ceja cuando el hombre le dijo que no llevaba ninguna identificación encima.
– ¿Qué quiere decir que no lleva ninguna identificación? -había dicho Collins con incredulidad-. ¿No lleva el carné de conducir? ¿Ninguna tarjeta de crédito? ¿Nada?
– Nada -dijo Thomas-. Lo siento muchísimo.
– Entonces podría ser usted cualquiera, ¿no?
– Supongo que sí. -Parecía que Thomas deseaba que así fuera.
– ¿Y se supone que tengo que creer lo que me cuente sobre usted? -le preguntó Collins.
Thomas pareció tomarse la pregunta de manera retórica, porque no respondió. Pero al parecer no le molestó la amenaza implícita en el tono del sargento. Simplemente se acercó a la pequeña ventana y miró hacia la playa, aunque en realidad no se veía desde la cabaña. Allí se quedó el hombre, sin moverse y como si apenas respirara.
Daidre quería preguntarle cuáles eran sus heridas. Cuando lo había encontrado en la cabaña, no había sido la sangre de su cara ni de su ropa ni tampoco nada obvio en su cuerpo lo que la había impulsado a ofrecerle su ayuda como médico. Había sido la expresión de sus ojos. Su agonía era inconcebible: una herida interna, pero no física. Ahora lo veía. Reconocía las señales.
Cuando el sargento Collins se movió, se levantó y fue a la cocina -seguramente a prepararse una taza de té, puesto que Daidre le había enseñado dónde guardaba las bolsitas-, ella aprovechó la oportunidad para hablar con el excursionista.
– ¿Por qué caminaba por la costa solo y sin identificación, Thomas? -le preguntó.
El hombre no se volvió de la ventana. No contestó, aunque movió un poco la cabeza, lo que sugería que estaba escuchando.
– ¿Y si le hubiera pasado algo? -dijo Daidre-. La gente se cae por esos acantilados. Ponen mal el pie, resbalan y…
– Sí -dijo Thomas-. He visto los recordatorios, por todo el camino.
Estaban por toda la costa, esos recordatorios: a veces eran tan efímeros como un ramo de flores moribundas colocadas en el lugar de la caída fatídica, a veces un banco grabado con una frase adecuada, a veces tan duraderos y permanentes como un indicador parecido a una lápida con el nombre del fallecido cincelado en él. Cada uno servía para señalar el paso eterno de surfistas, escaladores, excursionistas y suicidas. Era imposible ir caminando por el sendero de la costa y no encontrarse ninguno.
– He visto uno muy elaborado -dijo Thomas, como si, entre todos los temas, aquél fuera del que ella quisiera hablar con él-. Una mesa y un banco, ambos de granito. Hay que utilizar granito si lo que importa es superar la prueba del tiempo, por cierto.
– No me ha contestado -señaló Daidre.
– Creía que acababa de hacerlo.
– Si se hubiera caído…
– Aún es posible que me pase -dijo-. Cuando retome el camino. Cuando acabe todo esto.
– ¿No querría que su gente lo supiera? Tendrá a alguien, digo yo. -No añadió «Los de su clase normalmente la tienen», pero la observación quedó implícita.
Thomas no respondió. En la cocina, el hervidor se apagó con un chasquido fuerte. Les llegó el sonido del agua al caer. Había acertado: una taza de té para el sargento.
– ¿Qué me dice de su mujer, Thomas? -le preguntó.
El hombre se quedó totalmente inmóvil.
– Mi mujer -dijo.
– Lleva anillo, así que supongo que está casado. Digo yo que ella querría saberlo si le pasara algo. ¿Verdad?
Collins salió de la cocina en aquel momento, pero Daidre tuvo la impresión de que Thomas no habría respondido aunque el sargento no hubiera regresado con ellos.
– Espero que no le importe -dijo Collins moviendo la taza, y vertió un poco de líquido en el platito.
– No. No pasa nada -dijo Daidre.
– Aquí está la inspectora -dijo Thomas desde la ventana. Parecía indiferente al aplazamiento.
Collins fue hacia la puerta. Desde el salón, Daidre le oyó intercambiar unas palabras con una mujer. Cuando la policía entró en la habitación, vio que era un espécimen absolutamente inverosímil.
Daidre sólo había visto a inspectores en televisión las pocas veces que veía una de las series de policías que copaban la parrilla. Siempre desplegaban una profesionalidad serena y vestían de un modo tediosamente aburrido que se suponía que debía reflejar bien sus psiques o sus vidas personales. Las mujeres eran compulsivamente perfectas -con el uniforme impecable y sin un cabello fuera de lugar- y los hombres iban despeinados. Ellas tenían que encajar en un mundo de hombres. Ellos tenían que encontrar a una buena mujer para interpretar el papel de salvador.
Esta mujer, que se presentó como la inspectora Beatrice Hannaford, no se correspondía con ese cliché. Vestía un anorak y vaqueros, calzaba unas deportivas llenas de barro y el pelo -de un rojo tan encendido que casi entró antes que ella en la habitación y dijo «Es teñido, sí, ¿qué pasa?»- lo llevaba de punta, un peinado emparentado con las crestas de los mohawk, a pesar de la lluvia. Vio que Daidre la examinaba y dijo:
– En cuanto alguien te llama «abuela» te replanteas todo el tema de hacerte mayor con dignidad.
Daidre asintió pensativa. Tenía sentido.
– ¿Y es usted abuela?
– Sí. -La inspectora dirigió su siguiente comentario a Collins-. Salga y avíseme cuando llegue el patólogo. Mantenga a todo el mundo alejado, no es que vaya a aparecer nadie con este tiempo, pero nunca se sabe. Imagino que se habrá corrido la voz. -Esto se lo dijo a Daidre mientras Collins se marchaba.
– Hemos llamado desde el hostal, o sea que allí ya lo sabrán.
– Y el resto del pueblo a estas alturas, seguro. ¿Conoce al chico muerto?
Daidre se había planteado la posibilidad de que volvieran a formularle aquella pregunta. Decidió basar su respuesta en su definición personal de la palabra «conocer».
– No -contestó-. Verá, en realidad no vivo aquí. Esta cabaña es mía, pero es mi lugar de escapada. Vivo en Bristol. Vengo a descansar cuando tengo tiempo libre.
– ¿A qué se dedica en Bristol?
– Soy médico. Bueno, en realidad no. A ver, sí lo soy, sólo que… Soy veterinaria. -Daidre sintió los ojos de Thomas sobre ella y se puso colorada. No era que la avergonzara ser veterinaria, porque se enorgullecía muchísimo de su profesión, teniendo en cuenta lo difícil que le había resultado alcanzar su objetivo, sino que cuando se habían conocido le había inducido a pensar que era otro tipo de médico. No estaba muy segura de por qué lo había hecho, aunque decirle que podía ayudarle con sus supuestas heridas porque era veterinaria le había parecido ridículo en aquel momento-. De animales grandes, básicamente.
La inspectora Hannaford había fruncido el ceño. Miró a Daidre y luego a Thomas y pareció examinar la situación entre ellos. O tal vez estaba evaluando el nivel de veracidad de la respuesta de Daidre. Parecía dársele bien, a pesar de su inapropiado pelo.
– Había un surfista -dijo Thomas-. No sabría decir si era un hombre o una mujer. Lo vi, supongo que era él, desde arriba del acantilado.
– ¿Qué? ¿En Polcare Cove?
– En la cala anterior a Polcare. Aunque podría haber salido de aquí, imagino.
– Pero no había ningún coche -señaló Daidre-. En el aparcamiento no. Así que debió de meterse en el agua en Buck's Haven. Así se llama la cala que hay al sur, a menos que se refiera a la cala del norte. No le he preguntado en qué dirección caminaba.
– Desde el sur -dijo. Y a Hannaford-: No me pareció que hiciera el tiempo adecuado para surfear. La marea tampoco era la adecuada. Los arrecifes no estaban cubiertos del todo. Si un surfista se acercara demasiado… Alguien podría hacerse daño.
– Pues alguien se hizo daño -señaló Hannaford-. Alguien murió.
– Pero no haciendo surf -dijo Daidre. Entonces se preguntó por qué lo había dicho, porque pareció como si intercediera por Thomas cuando no era su intención.
– Les gusta jugar a los detectives, ¿verdad? -les dijo Hannaford a ambos-. ¿Es una afición que tienen? -No parecía esperar una respuesta a su pregunta. Siguió hablando con Thomas-: El agente McNulty me ha dicho que le ha ayudado a mover el cadáver. Quiero su ropa para realizar análisis forenses. La de encima. Lo que llevara puesto en ese momento, que imagino que será lo que lleva ahora. -Y a Daidre-: ¿Ha tocado usted el cadáver?
– He comprobado si tenía pulso.
– Entonces también quiero su ropa.
– Me temo que no llevo nada para cambiarme -dijo Thomas.
– ¿Nada? -De nuevo, Hannaford miró a Daidre. A ésta se le ocurrió que la inspectora había dado por sentado que ella y el desconocido eran pareja. Supuso que tenía cierta lógica. Habían ido juntos a buscar ayuda, todavía estaban juntos, y ninguno de los dos había dicho nada para disuadirla de aquella conclusión-. Exactamente, ¿quiénes son ustedes y qué les trae por este rincón del mundo? -preguntó Hannaford.
– Hemos dado nuestros datos al sargento -dijo Daidre.
– Síganme la corriente.
– Ya se lo he dicho. Soy veterinaria.
– ¿Dónde?
– En el zoo de Bristol. Acabo de llegar esta tarde para pasar unos días. Bueno, una semana esta vez.
– Una época extraña para tomarse unas vacaciones.
– Para algunos, supongo. Pero yo prefiero irme de vacaciones cuando no hay aglomeraciones.
– ¿A qué hora ha salido de Bristol?
– No lo sé. No lo he mirado, la verdad. Por la mañana. A las nueve quizá. A las diez. O a y media.
– ¿Ha parado por el camino?
Daidre intentó establecer cuánto necesitaba saber la inspectora.
– Bueno… un momento, sí -contestó-. Pero no tiene nada que ver con…
– ¿Dónde?
– ¿Qué?
– ¿Dónde ha parado?
– A almorzar. No había desayunado. No lo hago, normalmente. Desayunar, quiero decir. Tenía hambre, así que he parado.
– ¿Dónde?
– Había un pub. No es un lugar donde pare normalmente. No es que normalmente pare, pero he visto un pub y tenía hambre y en la entrada ponía «comidas», así que he entrado. Sería después de dejar la M5. No recuerdo el nombre del pub, lo siento. Creo que ni he mirado el nombre. Era en las afueras de Crediton, me parece.
– Le parece. Interesante. ¿Qué ha comido?
– Un ploughman's.
– ¿Qué queso le han puesto?
– No lo sé. No me he fijado. Era un ploughman's: queso, pan, encurtidos, cebolla. Soy vegetariana.
– Por supuesto.
Daidre sintió que montaba en cólera. No había hecho nada, pero la inspectora la hacía sentir como si fuera culpable de algo.
– Inspectora, me parece bastante difícil preocuparse por los animales por un lado y, por el otro, comérselos -dijo intentando parecer digna.
– Por supuesto -dijo la inspectora Hannaford con frialdad-. ¿Conoce al chico muerto?
– Creo que ya he respondido a esa pregunta.
– Me parece que me lo he perdido. Conteste otra vez.
– Me temo que no me he fijado mucho.
– Y yo me temo que no le he preguntado eso.
– No soy de aquí. Como ya le he dicho, este lugar es una escapada para mí. Vengo algún que otro fin de semana, algún puente, vacaciones más largas. Conozco a algunas personas, pero principalmente las que viven cerca.
– ¿Y este chico no vive cerca?
– He dicho que no le conozco. -Daidre notaba el sudor en su cuello y se preguntó si también le transpiraba la cara. No estaba acostumbrada a hablar con la policía y hacerlo en estas circunstancias la ponía especialmente nerviosa.
Entonces llamaron dos veces a la puerta. Antes de que nadie se moviera para contestar, oyeron que se abría. De la entrada llegaron dos voces masculinas -una de ellas del sargento Collin-, justo por delante de los propios hombres. Daidre esperaba que el otro fuera el patólogo que la inspectora Hannaford había dicho que estaba en camino, pero al parecer no lo era. El recién llegado -alto, de pelo gris y atractivo- los saludó con la cabeza y luego le dijo a Hannaford:
– ¿Dónde lo has metido?
– ¿No está en el coche? -contestó ella.
El hombre negó con la cabeza.
– Pues resulta que no.
– Maldito niño. Te lo juro -dijo Hannaford-. Gracias por venir tan deprisa, Ray. -Luego se dirigió a Daidre y a Thomas-. Quiero su ropa, doctora Trahair -le repitió a Daidre, y a Thomas-: Cuando llegue el equipo de la policía científica, le daremos un mono para que se cambie. Mientras tanto, señor… No sé cómo se llama.
– Thomas -dijo.
– ¿Señor Thomas? ¿O Thomas es el nombre de pila?
El hombre dudó. Por un momento, Daidre pensó que iba a mentir, porque es lo que parecía. Y podía hacerlo, ¿no?, no llevaba encima ninguna identificación. Podía decir que era cualquiera. Thomas miró la chimenea como si estudiara todas las posibilidades. Luego volvió a mirar a la inspectora.
– Lynley -dijo-. Me llamo Thomas Lynley. Hubo un silencio. Daidre dirigió la mirada de Thomas a la inspectora y vio que la expresión del rostro de Hannaford se alteraba. La cara del hombre al que había llamado Ray también se alteró y, curiosamente, fue él quien habló. Lo que dijo desconcertó absolutamente a Daidre.
– ¿De New Scotland Yard?
Thomas Lynley dudó otra vez. Luego tragó saliva.
– Hasta hace poco -dijo-. Sí. De New Scotland Yard.
– Por supuesto que sé quién es -dijo Bea Hannaford lacónicamente a su ex marido-. No vivo en otro planeta.
Era típico de Ray hablar como desde las alturas. Estaba impresionado consigo mismo. Policía de Devon y Cornualles, Middlemore, señor subdirector. Un chupatintas, en realidad, según Bea. Nunca había visto que un ascenso afectara de un modo tan exasperante a la conducta de alguien.
– La única pregunta es: ¿Qué diablos está haciendo precisamente aquí? Collins me ha dicho que ni siquiera lleva ninguna identificación encima. Así que podría ser cualquiera, ¿no? -añadió Bea.
– Podría. Pero no es el caso.
– ¿Cómo lo sabes? ¿Lo conoces?
– No me hace falta conocerlo.
Otra señal de autosatisfacción. ¿Había sido siempre así y ella no lo había visto nunca? ¿Tan ciega estaba de amor o de lo que fuera que la había impulsado a casarse con aquel hombre? No era vieja ni Ray su única opción de formar un hogar y una familia. Tenía veintiún años. Y habían sido felices, ¿no? Hasta que llegó Pete, sus vidas estaban en orden: sólo un hijo -una niña-, lo cual había sido una decepción en cierto modo, pero Ginny les había dado un nieto poco después de casarse y ahora estaba a punto de darles más. La jubilación les tentaba desde el futuro y también todas las cosas que planeaban hacer con ella… Y entonces llegó Pete, una auténtica sorpresa; agradable para ella, desagradable para Ray. El resto era historia.
– En realidad -dijo Ray de esa manera tan suya de revelarse, que siempre hacía que al final le perdonara por sus peores actos de suficiencia-, vi en el periódico que es de por aquí. Su familia vive en Cornualles, en la zona de Penzance.
– Así que ha vuelto a casa.
– Ajá. Sí. Bueno, después de lo que pasó, ¿quién puede culparle de querer poner distancia con Londres?
– Esto está un poco lejos de Penzance.
– Quizá volver a casa con la familia no le dio lo que necesitaba. Pobre hombre.
Bea miró a Ray. Iban caminando de la cabaña al aparcamiento, rodeando su Porsche, que había dejado mitad dentro mitad fuera de la carretera -una estupidez, pensó, pero qué importaba si ella no era la responsable del vehículo-. Su voz sonaba taciturna y su expresión también lo era. Lo vio bajo la luz mortecina del día.
– Te afectó todo eso, ¿verdad? -dijo ella.
– No soy de piedra, Beatrice.
No, no era de piedra. El problema para Bea era que la humanidad absolutamente cautivadora de su ex marido hacía que le resultara imposible odiarle. Habría preferido con mucho odiar a Ray Hannaford, comprenderle era demasiado doloroso.
– Ah -dijo Ray-. Creo que hemos localizado a nuestro hijo desaparecido.
Señaló el acantilado que se elevaba delante de ellos a su derecha, pasado el aparcamiento de Polcare Cove. El sendero de la costa subía dibujando una raya estrecha en la tierra ascendente y, bajando desde la cima del acantilado, había dos figuras. La que iba delante iluminaba el camino oscuro bajo la lluvia con una linterna. Detrás, una figura más pequeña elegía una ruta entre las piedras mojadas que sobresalían de la tierra allí donde el sendero se había abierto de manera inadecuada.
– Maldito niño. Me va a matar a disgustos. ¡Baja de ahí, Peter Hannaford! -gritó Bea-. Te he dicho que te quedaras en el coche, hablaba muy en serio y lo sabes muy bien, maldita sea. Y usted, agente, ¿qué diablos hace, dejando que un niño…?
– No te oyen, cariño -dijo Ray-. Déjame a mí. Chilló el nombre de Pete a voz en cuello. Dio una orden que sólo un tonto no habría obedecido. Pete bajó corriendo el resto del sendero y ya tenía su excusa preparada cuando se reunió con ellos.
– No me he acercado al cuerpo -dijo-. Me has dicho que no podía y no lo he hecho. Mick puede decírtelo. Lo único que he hecho ha sido subir el camino con él. Estaba…
– No te andes con chiquitas con tu madre -le dijo Ray.
– Ya sabes cómo me siento cuando haces eso, Pete -dijo Bea-. Dile hola a tu padre y vete de aquí antes de que te dé una azotaina como te mereces.
– Hola -dijo el niño. Alargó la mano a su padre para estrechársela y Ray le complació. Bea apartó la mirada. Ella no habría permitido un apretón de manos: habría cogido al chico y le habría dado un beso.
Mick McNulty se acercó a ellos por detrás.
– Lo siento, jefa -dijo-. No sabía…
– No pasa nada. -Ray puso las manos en los hombros de Pete y le dio la vuelta con firmeza en dirección al Porsche-. He pensado que podríamos cenar comida tailandesa -le dijo a su hijo.
Pete detestaba la comida tailandesa, pero Bea dejó que se arreglaran entre ellos. Le lanzó una mirada a Pete que el chico no podía no entender: «Aquí no», decía. Él hizo una mueca.
Ray le dio a Bea un beso en la mejilla.
– Cuídate -le dijo.
– Ándate con ojo. La carretera está resbaladiza. -Y luego, porque no pudo contenerse-: No te lo he dicho antes; tienes buen aspecto, Ray.
– Me sirve de mucho -contestó él, y se marchó con su hijo. Pete se detuvo junto al coche de Bea. Sacó las botas de fútbol. Bea no le dijo que las dejara.
– Bueno, ¿qué tenemos? -le preguntó al agente McNulty.
McNulty señaló la cima del acantilado.
– Hay una mochila para que la recoja la policía científica. Supongo que será del chico.
– ¿Algo más?
– Pruebas de cómo cayó el pobre desgraciado. También lo he dejado para la científica.
– ¿Qué pruebas?
– Hay unos peldaños en la cima, a unos tres metros más o menos del borde del acantilado. Marcan el extremo oeste de un pasto de vacas. Había puesto una eslinga alrededor, que se supone que es donde fijó el mosquetón y la cuerda para descender por el acantilado.
– ¿Qué clase de eslinga?
– De nailon. Parece una red de pescar si no sabes lo que es. Se supone que es un lazo largo; la enrollas alrededor de un objeto fijo y cada extremo se ata a un mosquetón, y el lazo se convierte en un círculo. Atas la cuerda al mosquetón y te lanzas.
– Parece sencillo.
– Debería de haberlo sido. Pero la eslinga está pegada con cinta adhesiva, seguramente para reforzar un punto débil, y ahí es donde ha fallado el tema. -McNulty miró en dirección a donde había venido-. Maldito idiota. No entiendo por qué no se compraría otra eslinga.
– ¿Qué clase de cinta adhesiva utilizó para repararla?
McNulty la miró como sorprendido por la pregunta.
– Cinta aislante.
– ¿No la ha tocado?
– Claro que no.
– ¿Y la mochila?
– De lona.
– Me lo imaginaba -dijo Bea con paciencia-. ¿Dónde estaba? ¿Por qué supone que era de él? ¿Ha mirado dentro?
– Estaba junto a los peldaños, por eso he imaginado que era de él. Seguramente llevaba el equipo dentro. Ahora sólo contiene unas llaves.
– ¿De coche?
– Imagino.
– ¿Lo ha buscado?
– He pensado que era mejor bajar a informarle.
– Pues otra vez no piense, agente. Suba y encuéntreme ese coche.
Miró hacia el acantilado. Su expresión revelaba lo poco que quería subir por segunda vez bajo la lluvia. Bueno, no había otra.
– Arriba -le dijo en tono agradable-. Le vendrá súper bien el ejercicio.
– Pensaba que quizá podría subir por la carretera. Está a unos kilómetros, pero…
– Arriba -le repitió-. Y abra bien los ojos por el sendero. Puede que haya huellas y la lluvia no las haya borrado todavía. -«O tú», pensó.
McNulty no parecía contento pero dijo:
– De acuerdo, jefa. -Y se marchó por donde había venido con Pete.
Kerra Kerne estaba exhausta y calada hasta los huesos porque había roto su norma principal: tener el viento en contra durante la primera parte del paseo y regresar a casa con el viento a favor. Pero tenía prisa por marcharse de Casvelyn, así que por primera vez en más tiempo del que recordaba, no había consultado Internet antes de enfundarse la ropa de ciclista y salir del pueblo. Sólo se había puesto la equipación de licra y el casco. Había colocado los pies en los pedales y avanzado con tanta furia que se encontraba a dieciséis kilómetros de Casvelyn cuando se dio cuenta de dónde estaba. Sólo se había fijado en eso y no en el viento. Cuando comenzó a llover, lo único que habría podido hacer para evitar la tormenta era buscar refugio y no quería. De ahí que, con los músculos cansados y el cuerpo empapado, hubiera puesto todos sus esfuerzos en los últimos sesenta kilómetros que debía recorrer para llegar a casa.
Culpó a Alan, al ciego y tonto de Alan Cheston, que se suponía que era su compañero para toda la vida con todo lo que eso implicaba, pero que había decidido salirse con la suya en la única situación que ella no podía tolerar. Y culpaba a su padre que también estaba ciego y era tonto -además de estúpido-, pero de un modo totalmente distinto y por unos motivos absolutamente diferentes. Hacía al menos diez meses le había dicho a Alan:
– Por favor, no lo hagas. No funcionará. Será…
Y él la había interrumpido, algo que no hacía casi nunca, y aquel gesto tendría que haberle dicho algo sobre él que todavía no conocía, pero no.
– ¿Por qué no funcionará? Ni siquiera nos veremos tanto, si es eso lo que te preocupa.
No era eso lo que la preocupaba. Sabía que lo que decía era cierto. Él haría lo que se hiciera en el departamento de marketing -que no era exactamente un departamento sino una sala de reuniones situada detrás de lo que antes era la recepción del hotel mohoso- y ella se dedicaría a lo suyo con los instructores en prácticas. Él arreglaría el caos que había causado la madre de Kerra como directora nominal de un departamento inexistente de marketing, mientras ella -Kerra- intentaría contratar a los empleados adecuados. Tal vez se vieran por la mañana desayunando o durante el almuerzo, pero tal vez no. Así que tener contacto con él en el trabajo y luego tener otro tipo de contacto más tarde no era lo que la preocupaba.
– ¿No ves, Kerra, que tengo que tener un trabajo fijo en Casvelyn? -le había dicho-. Y éste lo es. Aquí no se encuentran trabajos así como así y tu padre ha sido muy amable al ofrecérmelo. A caballo regalado no le mires el diente.
Su padre no le había regalado ningún caballo, pensó Kerra, y la amabilidad no tenía nada que ver con el porqué le había ofrecido un empleo de marketing a Alan. Le había hecho la oferta porque necesitaban a alguien que promocionara Adventures Unlimited entre el gran público, pero también necesitaban a alguien especial para ese trabajo de marketing y, al parecer, Alan Cheston era el tipo de persona que buscaba el padre de Kerra.
Su padre había tomado la decisión basándose en la apariencia. Para él, Alan daba el tipo. O mejor dicho: Alan no daba el tipo. Su padre pensaba que el tipo de persona que había que evitar para Adventures Unlimited era alguien varonil, con las uñas sucias y capaz de tirar a una mujer en la cama y hacerle ver las estrellas. Lo que no entendía -y no había entendido nunca- era que en realidad no había un tipo concreto. Sólo había masculinidad. Y a pesar de sus hombros redondeados, las gafas, la nuez suave, las manos delicadas con esos dedos largos como espátulas, Alan Cheston era un hombre. Pensaba como un hombre, actuaba como un hombre y, lo más importante de todo, reaccionaba como un hombre. Por eso Kerra se plantó, pero al final no resultó porque lo que quería decir era «No funcionará». Como no sirvió de nada, hizo lo único que podía hacer en aquella situación, que era decirle que probablemente tendrían que poner fin a su relación. Al oír aquello, Alan respondió con calma sin mostrar el más mínimo signo de pánico en sus palabras:
– ¿Así que eso haces cuando no consigues lo que quieres? ¿Cortas con la gente?
– Sí -declaró ella-, es lo que hago. Y no cuando no consigo lo que quiero, sino cuando no escuchan lo que digo por su bien.
– ¿Cómo puede ser bueno para mí no aceptar el trabajo? Es dinero. Es un futuro. ¿No es lo que quieres?
– Al parecer no -le dijo ella.
Aun así, no había sido del todo capaz de cumplir su amenaza, en parte porque no podía imaginar cómo sería tener que trabajar con Alan a diario pero no verle por las noches. En eso fue débil, y despreciaba aquella debilidad, en especial porque le había elegido porque era él quien parecía débil: era considerado y dulce, rasgos que ella había interpretado como sinónimos de maleable e inseguro. Que Alan hubiera demostrado ser exactamente lo contrario desde que trabajaba en Adventures Unlimited le daba muchísimo miedo.
Un modo de acabar con su miedo era enfrentarse a él, lo que significaba enfrentarse a Alan. Pero ¿podía hacerlo de verdad? Al principio se puso hecha una furia, y luego esperó, observó, escuchó. Lo inevitable era simplemente eso, inevitable, y como siempre había sido así, se dedicó a intentar endurecerse, a distanciarse por dentro mientras por fuera se hacía la segura.
Lo había conseguido hasta hoy, cuando el anuncio de Alan, «bajaré un par de horas a la costa», disparó todas las alarmas en su cerebro. Entonces su única opción fue pedalear deprisa y lejos, para agotarse hasta que no pudiera pensar y hasta que tampoco le importara. De modo que, a pesar de las otras responsabilidades que le aguardaban ese día, salió: fue por St. Mevan Crescent hasta Burn View, bajó la pendiente de Lansdown Road y el paseo y desde allí salió del pueblo.
Siguió pedaleando hacia el este, mucho más allá de donde tendría que haber dado la vuelta para regresar a casa, así que la noche la sorprendió cuando se preparaba para la ascensión final por el paseo. Las tiendas estaban cerradas y los restaurantes abiertos, aunque había pocos clientes en esta época del año. Una hilera alicaída de banderitas adornaba la calle, goteando, y el único semáforo en lo alto de la cuesta proyectaba un haz rojo en su dirección. No había nadie en la acera mojada, pero dentro de dos meses todo cambiaría, cuando los turistas llenaran Casvelyn en verano para disfrutar de sus dos playas anchas, de su surfing, de su piscina de agua salada, de su parque de atracciones y -cabía esperar- de las experiencias que ofrecería Adventures Unlimited.
Este negocio vacacional era el sueño de su padre: hacerse cargo del hotel abandonado -una estructura en ruinas de 1933 asentada en una colina sobre la playa de St. Mevan- y convertirlo en un destino orientado a la práctica de ciertas actividades. Era un riesgo enorme para los Kerne y, si no resultaba, se arruinarían. Pero su padre era un hombre que ya había corrido riesgos en el pasado y había recogido sus frutos, y la única cosa que no le asustaba en la vida era trabajar. En cuanto a las otras cosas en la vida de su padre… Kerra había pasado demasiados años preguntándose por qué y no había recibido ninguna respuesta.
En lo alto de la cuesta, Kerra entró en St. Mevan Crescent. Desde allí, junto a una hilera de pensiones, hoteles viejos, un restaurante chino de comida a domicilio y un quiosco, llegó al sendero de entrada del que en su día había sido el hotel de la Colina del Rey Jorge y que ahora era Adventures Unlimited. Delante del viejo hotel, apenas iluminado, había un andamio. En la planta baja las luces estaban encendidas, pero no en el piso superior, que era donde se encontraban las estancias de la familia.
Delante de la entrada había aparcado un coche de policía. Kerra frunció el ceño cuando lo vio. Pensó en Alan al instante. No le vino a la cabeza su hermano.
El despacho de Ben Kerne en Adventures Unlimited se encontraba en el primer piso del viejo hotel. Se había instalado en una habitación sencilla que sin duda en su día fue el cuarto de alguna criada, ya que justo al lado, con una puerta que los comunicaba, había una suite que había sido convertida en un espacio adecuado para una de las familias de veraneantes en las que había apostado su futuro económico.
A Ben le pareció que era el momento propicio para aquello, su mayor empresa hasta la fecha. Sus hijos eran mayores y como mínimo uno -Kerra- era autosuficiente y totalmente capaz de conseguir un empleo remunerado en otra parte en el caso de que este negocio se hundiera. Santo era otro tema, por más de una razón que Ben prefería no plantearse, pero últimamente se había vuelto más formal, gracias a Dios, como si por fin hubiera comprendido la naturaleza importante de la empresa. Así que Ben sentía que la familia le apoyaba. La responsabilidad no recaería solamente sobre sus hombros. Ahora ya habían invertido dos años enteros en ella: la reforma estaba completada salvo por la pintura exterior y algunos detalles finales del interior. A mediados de junio abrirían las puertas y se pondrían en marcha. Hacía varios meses que entraban reservas.
Ben las estaba revisando cuando llegó la policía. Aunque las reservas representaban los frutos del trabajo de su familia, no estaba pensando en eso. Pensaba en el rojo. No en el rojo en el sentido de números rojos -situación en la que sin duda se encontraba y se encontraría durante varios años hasta que el negocio generara beneficios para compensar lo que había invertido en él-, sino en el rojo del color de un esmalte de uñas o un pintalabios, de una bufanda o una blusa, de un vestido pegado al cuerpo.
Dellen llevaba cinco días vistiendo de rojo. Primero fue el esmalte de uñas. Luego vino el pintalabios. Después una boina vistosa sobre su cabello pelirrojo al salir de casa. Esperaba que pronto vestiría un jersey rojo, que también revelaría un poquito de escote, con unos pantalones negros ajustados. Al final se pondría el vestido, que mostraría más escote además de sus muslos y, para entonces, ya habría puesto la directa y Ben vería a sus hijos mirándole como siempre le habían mirado: esperando que hiciera algo en una situación en la que no podía hacer nada de nada. A pesar de sus edades -dieciocho y veintidós años-, Santo y Kerra seguían pensando que era capaz de cambiar a su madre. Cuando no lo conseguía, tras haber fracasado en el intento cuando era más joven incluso de lo que ellos eran ahora, veía el «¿por qué?» reflejado en sus ojos, o al menos en los de Kerra. «¿Por qué la aguantas?»
Cuando Ben oyó la puerta de un coche que se cerraba pensó en Dellen. Cuando se acercó a la ventana y vio un coche patrulla y no el viejo BMW de su mujer, siguió pensando en Dellen. Después, se percató de que pensar en Kerra habría sido más lógico, ya que hacía horas que había salido en bici con un tiempo que había ido empeorando desde las dos de la tarde. Pero Dellen ocupaba el centro de sus pensamientos desde hacía veintiocho años, y como Dellen se había marchado al mediodía y todavía no había vuelto, dio por sentado que se había metido en algún lío.
Salió de su despacho y fue a la planta baja. Cuando llegó a la recepción, vio a un agente de uniforme que buscaba a alguien y que, sin duda, estaba sorprendido por haber encontrado la puerta abierta y el lugar prácticamente desierto. El policía era un hombre joven y le resultaba vagamente familiar, así que sería del pueblo. Ben comenzaba a saber quién vivía en Casvelyn y quién en los alrededores.
El agente se presentó:
– Mick McNulty. ¿Y usted es, señor…?
– Benesek Kerne -contestó Ben-. ¿Pasa algo?
Ben encendió más luces. Las automáticas se habían activado al caer la noche, pero proyectaban sombras por todas partes y Ben se descubrió queriendo eliminarlas.
– Ah -dijo McNulty-. ¿Podría hablar con usted?
Ben se percató de que el policía se refería a si podían ir a algún lugar que no fuera la recepción, así que lo condujo al piso de arriba, al salón. La estancia tenía vistas a la playa de St. Mevan, donde el oleaje era bastante fuerte y las olas rompían en rápida sucesión en las barras de arena. Entraban desde el suroeste, pero el viento las estropeaba. No había salido nadie, ni siquiera el más desesperado de los surfistas locales.
Entre la playa y el edificio, el paisaje había cambiado muchísimo desde los años de apogeo del hotel de la Colina del Rey Jorge. La piscina seguía allí, pero en lugar de la barra y el restaurante al aire libre ahora había una pared para la escalada en roca. También la pared de cuerdas, los puentes colgantes y las poleas, el equipo, las cuerdas y los cables de la tirolina. Una cabaña cuidada albergaba los kayaks y en otra guardaban el material de submarinismo. El agente McNulty asimiló lo que veía, o al menos pareció hacerlo, lo que dio tiempo a Ben Kerne a prepararse para escuchar lo que el policía hubiera venido a decirle. Pensó en Dellen en fragmentos rojos, en lo resbaladizas que estaban las carreteras y en las intenciones de su mujer, que probablemente consistieran en alejarse de la ciudad, ir por la costa y, tal vez, acabar en una de las cuevas o bahías. Pero llegar hasta allí con aquel tiempo, sobre todo si no había seguido la carretera principal, la habría expuesto al peligro. Claro que el peligro era lo que ella adoraba y deseaba, pero no de la clase que terminaba con un coche saliéndose de la carretera y despeñándose por un acantilado.
Cuando se expuso la pregunta, no fue la que Ben esperaba.
– ¿Alexander Kerne es su hijo? -dijo McNulty.
– ¿Santo? -dijo Ben, y pensó «Gracias a Dios». Era Santo el que se había metido en un lío, seguro que lo habían detenido por entrar en una propiedad privada, algo que Ben le había advertido una y otra vez que no hiciera-. ¿Qué ha hecho ahora? -preguntó.
– Ha tenido un accidente -dijo el policía-. Lamento comunicarle que se ha encontrado un cuerpo que parece ser el de Alexander. Si tiene una foto suya…
Ben oyó la palabra «cuerpo», pero no permitió que calara.
– ¿Está en el hospital, entonces? -preguntó-. ¿En cuál? ¿Qué ha pasado? -Pensó en cómo tendría que contárselo a Dellen, en qué pozo la sumiría la noticia.
– … lo siento muchísimo -estaba diciendo el agente-. Si tiene una fotografía suya, podríamos…
– ¿Qué ha dicho?
El agente McNulty parecía aturullado.
– Está muerto, me temo. El cuerpo. El joven que hemos encontrado.
– ¿Santo? ¿Muerto? Pero ¿dónde? ¿Cómo? -Ben miró hacia el mar embravecido justo cuando una ráfaga de viento golpeó las ventanas y las zarandeó contra los alféizares-. Dios mío, ha salido con este tiempo. Estaba haciendo surf.
– No, surf no -dijo McNulty.
– Entonces, ¿qué ha pasado? -preguntó Ben-. Por favor, ¿qué le ha pasado a Santo?
– Ha tenido un accidente de escalada en los acantilados de Polcare Cove. El equipo ha fallado.
– ¿Estaba escalando? -dijo Ben como un tonto-. ¿Santo estaba escalando? ¿Quién iba con él? ¿Dónde…?
– Nadie, por lo que parece de momento.
– ¿Nadie? ¿Estaba escalando solo? ¿En Polcare Cove? ¿Con este tiempo? -A Ben le parecía que lo único que podía hacer era repetir la información como un autómata programado para hablar. Hacer más significaba tener que comprenderlo y no podía soportarlo porque sabía qué significaría-. Contésteme. Que me conteste, joder.
– ¿Tiene una fotografía de Alexander?
– Quiero verle. Debo verle. Podría no ser…
– Ahora mismo no es posible. Por eso necesito una fotografía. El cuerpo… Lo han llevado a un hospital de Truro.
Ben se agarró a aquella palabra.
– Entonces no está muerto.
– Señor Kerne, lo siento. Está muerto. El cadáver…
– Ha dicho hospital.
– Al depósito, para practicarle la autopsia -dijo McNulty-. Lo siento muchísimo.
– Oh, Dios mío. -Abajo se abrió la puerta principal. Ben fue a la entrada del salón y gritó-: ¿Dellen?
Se oyeron unos pasos que procedían de las escaleras, pero fue Kerra y no la mujer de Ben la que apareció en la entrada. Llenó el suelo de gotas de agua y se quitó el casco de ciclista. El único trozo de su cuerpo que parecía seco era la parte alta de la cabeza. Miró al agente.
– ¿Ha pasado algo? -preguntó luego a su padre.
– Santo. -Ben habló con voz ronca-. Santo ha muerto.
– Santo -repitió la chica-. ¿Santo? -Kerra miró a su alrededor con una especie de pánico-. ¿Dónde está Alan? ¿Dónde está mamá?
Ben se descubrió incapaz de mirarla a los ojos.
– Tu madre no está.
– Pero ¿qué ha pasado?
Ben le contó lo poco que sabía.
– ¿Santo estaba escalando? -dijo ella, igual que su padre, y lo miró con una expresión que decía lo mismo que pensaba Ben: si Santo estaba escalando seguramente era por su padre.
– Sí -dijo Ben-, ya lo sé. Ya lo sé, no hace falta que me lo digas.
– ¿Qué es lo que sabe, señor? -Fue el policía quien habló.
A Ben se le ocurrió que estos primeros momentos eran fundamentales a los ojos de la policía. Siempre serían fundamentales porque los agentes todavía no sabían a qué se enfrentaban. Tenían un cadáver y suponían que eso se correspondía con un accidente, pero por si acaso resultaba no serlo, debían estar preparados para culpar a alguien y formular preguntas relevantes y… por el amor de Dios, ¿dónde estaba Dellen? Ben se frotó la frente. Pensó, inútilmente, que todo aquello era culpa del mar, de haber vuelto a la costa, de no sentirse totalmente a gusto a menos que tuviera cerca el sonido de las olas; le habían obligado a sentirse a gusto durante años y años mientras se pasaba todo el tiempo añorando esa gran masa ondeante, ese ruido y esa emoción que despertaba en él. Y ahora esto. Era culpa suya que Santo estuviera muerto.
«Nada de surf -le había dicho-. No quiero que hagas surf. ¿Sabes cuántos tíos echan a perder sus vidas sólo saliendo a ver qué pasa, esperando una ola? Es de locos. Un desperdicio.»
– … de relaciones -estaba diciendo el agente McNulty.
– ¿Qué? -dijo Ben-. ¿Qué es eso? ¿Relaciones?
Kerra estaba mirándole con sus ojos azules entrecerrados. Parecía estar especulando, que era la última manera como quería que su hija lo mirara en ese momento.
– El agente estaba diciéndonos que mandarán a un agente de relaciones familiares en cuanto tengan una fotografía de Santo y estén seguros -explicó Kerra, y luego se dirigió a McNulty-. ¿Por qué necesitan una foto?
– No llevaba ninguna identificación encima.
– Entonces, ¿cómo…?
– Encontramos el coche en un área de descanso cerca de Stowe Wood. Su carné de conducir estaba en la guantera y las llaves que había en su mochila encajaban en la cerradura de la puerta.
– Así que es una mera formalidad -señaló Kerra.
– Básicamente sí. Pero hay que hacerlo.
– Iré a por una foto, entonces. -Se marchó a buscarla. Ben estaba maravillado con ella. Kerra, siempre diligente. Llevaba su competencia como una coraza. Le rompía el corazón.
– ¿Cuándo podré verle? -preguntó.
– Hasta después de la autopsia no, me temo.
– ¿Por qué?
– Son las normas, señor Kerne. No les gusta que nadie se acerque al… a él… hasta después. Los forenses, ¿sabe?
– Le abrirán.
– No lo notará, no es lo que piensa. Después lo coserán, son buenos en su trabajo. No lo notará.
– No es un pedazo de carne, maldita sea.
– Por supuesto que no. Lo siento, señor Kerne.
– ¿Lo siente? ¿Tiene hijos?
– Un niño, sí. Tengo un hijo, señor. Su pérdida es lo peor que se puede experimentar. Lo sé, señor Kerne.
Ben se quedó mirándolo con los ojos encendidos. El agente era joven, seguramente tenía menos de veinticinco años. Creía que sabía cómo funcionaba el mundo, pero no tenía ni idea, ni la menor idea, de qué había ahí fuera y qué podía ocurrir. No sabía que no había forma de prepararse ni de controlarlo. En un abrir y cerrar de ojos, el tren de la vida pasaba y sólo tenías dos opciones: o subías o te arrollaba. Si intentabas encontrar un término medio, fracasabas.
Kerra regresó con una foto en la mano. Se la entregó al agente McNulty diciendo:
– Éste es Santo. Es mi hermano.
McNulty lo miró.
– Un chico guapo -comentó.
– Sí -dijo Ben resoplando-. Se parece a su madre.