Capítulo 24

A Bea Hannaford no le gustaba que Daidre Trahair hubiera logrado hacerse con el control del interrogatorio varias veces durante la sesión. Bea opinaba que la veterinaria se pasaba de lista, lo que provocó que todavía estuviera más resuelta a culpar de algo a aquella muchachita astuta. Sin embargo, lo que descubrieron no fue lo que Bea esperaba y deseaba obtener de ella.

En cuanto les proporcionó la información potencialmente útil sobre Aldara Pappas y Cornish Gold, la doctora Trahair les informó educadamente de que, a menos que fueran a acusarla de algo, se marchaba, muchas gracias. Aquella maldita mujer conocía sus derechos y el hecho de que decidiera ejercerlos en ese momento en concreto era exasperante, pero no les quedaba más remedio que despedirla con un saludo nada afectuoso.

Sin embargo, después de levantarse de la silla, la veterinaria dijo algo que Bea consideró revelador. Dirigió su pregunta a la sargento Havers:

– ¿Cómo era su mujer? Me ha hablado de ella, pero en realidad no me ha contado mucho.

Hasta ese momento, la agente de Scotland Yard no había dicho nada durante el interrogatorio a la doctora Trahair. El único sonido que había emitido era el que salía del lápiz con el que no había dejado de escribir. A la pregunta de la veterinaria, dio unos golpecitos rápidos con él en la libreta maltrecha, como si se planteara las ramificaciones de la consulta.

– Era jodidamente estupenda -contestó por fin sin alterarse.

– Debió de ser una pérdida terrible para él.

– Durante un tiempo pensamos que lo mataría -dijo Havers.

Daidre asintió.

– Sí, lo veo cuando le miro.

Bea quiso preguntar «¿y lo hace a menudo, doctora Trahair?», pero guardó silencio. Ya había tenido suficiente de la veterinaria y le preocupaban cosas más importantes en estos momentos que lo que significara -más allá de lo obvio- que Daidre Trahair sintiera curiosidad por la esposa asesinada de Thomas Lynley.

Una de esas preocupaciones era el propio Lynley. Después de que la doctora Trahair se marchara y en cuanto Bea averiguó dónde se encontraba la sidrería, le telefoneó mientras ella y Havers se dirigían al coche. ¿Qué diablos había descubierto en Exeter?, quería saber. ¿Y a qué otros lugares estaban llevándole sus discutibles correrías?

Se encontraba en Boscastle, le dijo. Le contó un cuento extenso sobre muerte, paternidad, divorcio y el alejamiento que puede producirse entre padres e hijos. Acabó diciendo:

– Tengo una fotografía que también me gustaría que viera.

– ¿Cómo objeto de interés o pieza del rompecabezas?

– No estoy muy seguro -contestó él.

Le vería cuando regresara, le dijo. Mientras tanto, la doctora Trahair había reaparecido y, al verse entre la espada y la pared, había aportado un nombre y un lugar nuevos.

– Aldara Pappas -repitió Lynley pensativo-. ¿Una sidrera griega?

– Estamos mirándolo todo, ¿no? -dijo Bea-. De verdad creo que lo siguiente será un oso bailando.

Colgó cuando ella y Havers llegaron al coche. Después de apartar del asiento del pasajero un balón de fútbol, tres periódicos, un chubasquero, un juguete para perros y varios envoltorios de barritas energéticas y colocarlo todo detrás, se pusieron en marcha. Cornish Gold estaba cerca del pueblo de Brandis Corner, a cierta distancia en coche de Casvelyn. Llegaron por carreteras secundarias y terciarias que iban estrechándose progresivamente como sucedía con todas las vías de Cornualles. También se volvían menos transitables progresivamente. Al final, la granja se presentó a través de un gran cartel decorado con letras rojas en un campo de manzanos marrones bien cargados y una flecha que señalaba la entrada a quien fuera demasiado limitado para comprender qué significaban las dos franjas de terreno pedregoso divididas por una tira de hierba y hierbajos que giraba a la derecha. Las recorrieron dando botes durante unos doscientos metros y al final llegaron a un aparcamiento sorprendentemente bien asfaltado. Como resultado del optimismo, una parte estaba reservada a autocares de turistas, mientras que el resto se cedía a plazas para coches. Había más de una docena desperdigados junto a la valla de troncos y siete más en el rincón más lejano.

Bea estacionó en un espacio cerca de un granero grande de madera, que se abría al aparcamiento. Dentro había dos tractores -que se usaban poco, teniendo en cuenta su aspecto inmaculado- que servían de perchas para tres pavos reales majestuosos, las plumas suntuosas de sus colas cayendo en cascada en un derroche de color sobre las cabinas y los laterales de los motores. Detrás del granero, otra estructura, ésta de granito y madera, exhibía unos toneles de roble, seguramente fermentando el producto de la granja. Detrás de esta construcción se extendía el manzanal, que subía por la ladera de una colina, hilera tras hilera de árboles podados para crecer como pirámides invertidas, una exhibición orgullosa de flores delicadas. Un camino arado dividía el manzanal. A lo lejos, parecía que un grupo que visitaba el lugar lo recorría en un carro arrastrado por un caballo de tiro lento y pesado.

Al otro lado del sendero, una verja daba acceso a las atracciones de la sidrería, que consistían en una tienda de regalos y una cafetería junto con otra verja más que parecía conducir a la zona de elaboración de la sidra, cuya visita requería comprar entrada.

O una placa de policía, resultó. Bea mostró la suya a la joven que atendía la caja de la tienda de regalos y le pidió hablar con Aldara Pappas sobre un tema urgente. El aro plateado que la chica llevaba en el labio tembló mientras conducía a Bea a los espacios interiores de la propiedad.

– Está vigilando el molino -dijo, con lo que Bea interpretó que podían encontrar a la mujer a la que buscaban en… ¿un molino troceador, quizá? ¿Qué se hacía con las manzanas, de todos modos? ¿Era la época del año para hacerlo?

Las respuestas a sus preguntas resultaron ser clasificar, lavar, cortar, picar y prensar. El molino en cuestión era una máquina -construida de acero y pintada de azul intenso- acoplada a una cuba de madera enorme a través de un conducto. La maquinaria del molino consistía en este conducto, una bañera en forma de barril, una fuente de agua, una prensa bastante siniestra parecida a un torno enorme, una tubería ancha y una cámara misteriosa en lo alto de esta tubería que ahora estaba abierta y siendo inspeccionada por dos personas. Una era un hombre que aplicaba varias herramientas a la maquinaria, que parecía operar una serie de cuchillas muy afiladas. La otra era una mujer que parecía controlar todos sus movimientos. Él llevaba un gorro de punto que le llegaba a las cejas, unos vaqueros manchados de grasa y una camisa de franela azul. Ella vestía vaqueros, botas y un jersey de felpilla grueso, pero que parecía cómodo.

– Ten cuidado, Rod -estaba diciendo-. No quiero que te desangres encima de mis cuchillas.

– No te preocupes, querida -contestó él-. Llevo ocupándome de chismes más complicados que éste desde que tú ibas en pañales.

– ¿Aldara Pappas? -dijo Bea.

La mujer se giró. Era bastante exótica para estos lares, no exactamente guapa pero llamativa, con ojos oscuros grandes, pelo negro abundante y brillante y pintalabios rojo exagerado que acentuaba su boca sensual. El resto de ella también era sensual: curvas donde había que tenerlas, como Bea sabía que habría dicho su ex marido. Parecía tener unos cuarenta y tantos años, a juzgar por las finas arrugas de sus ojos.

– Sí -dijo Aldara, y lanzó una mirada de ésas de mujer evaluando a la competencia, a Bea y a la sargento Havers. Pareció detenerse en particular en el cabello de la sargento. Lo tenía rubio rojizo y el estilo no era tanto un estilo como una declaración elocuente sobre la impaciencia: «cortado sobre la pila del baño» parecía la mejor frase para describirlo-. ¿Qué puedo hacer por ustedes? -El tono de Aldara Pappas sugería que la tarea era imposible.

– Una pequeña charla servirá.

Bea le mostró su placa. Con la cabeza, indicó a Havers que le enseñara la suya. La sargento no pareció alegrarse de hacerlo, porque requería llevar a cabo una excavación arqueológica en su bolso en busca del bulto de piel que era su cartera.

– New Scotland Yard -dijo Havers a Aldara Pappas. Bea la observó para fijarse en su reacción.

El rostro de la mujer permaneció tranquilo, aunque Rod dio un silbido de reconocimiento.

– ¿Qué has hecho esta vez, querida? -le preguntó a Aldara-. ¿Has vuelto a envenenar a los clientes?

Aldara sonrió levemente y le dijo que continuara.

– Estaré en la casa si me necesitas -le comentó.

Le dijo a Bea y a Havers que la siguieran y las llevó a través del patio de adoquines, donde el molino ocupaba una de las esquinas. En las otras había una fábrica de mermelada, un museo de la sidra y un establo vacío, seguramente para el caballo de tiro. En el centro del patio, un corral acogía a un cerdo del tamaño de un Volkswagen Escarabajo, más o menos, que gruñó sospechosamente y arremetió contra la valla.

– No tanto drama, Stamos -le dijo Aldara al animal. Comprendiendo o no, el cerdo se retiró a una pila de lo que parecía vegetación putrefacta. Metió el morro en ella y lanzó un poco al aire-. Chico listo. Come, come.

Era un Gloucester Old Spot, les dijo mientras se agachaba para pasar por la puerta arqueada que quedaba parcialmente oculta por una parra densa, en el extremo más alejado de la fábrica de mermelada. Un cartel que decía privado colgaba del pomo de la puerta.

– Su trabajo era comer las manzanas inservibles después de la cosecha: lo soltaban en el manzanal y se apartaban. Ahora se supone que tiene que añadir un toque de autenticidad al lugar para los visitantes. El problema es que desea más atacarles que fascinarles. Bueno, ¿qué puedo hacer por ustedes?

Si pensaban que Aldara Pappas pretendía hacer que se sintieran cómodas conduciéndolas a su casa y ofreciéndoles una taza calentita de algo, pronto comprobaron que no sería así. Era una casa de campo con un huerto delante en el que había montones de estiércol pestilente apilados al fondo en arriates definidos pulcramente por rieles de madera. A un lado del huerto había un pequeño cobertizo de piedra. Las llevó allí y sacó una pala y un rastrillo de su interior, junto con un par de guantes. Cogió un pañuelo para la cabeza del bolsillo de sus vaqueros y lo utilizó para cubrirse y sujetarse el pelo hacia atrás a modo de campesina o, en realidad, de ciertos miembros de la familia real. Una vez lista para la tarea, empezó a echar estiércol y abono con la pala en los arriates. Todavía no había nada plantado.

– Seguiré con mis ocupaciones mientras hablamos, si no les importa -dijo-. ¿En qué puedo ayudarles?

– Hemos venido a hablar de Santo Kerne -le informó Bea.

Hizo un gesto con la cabeza a Havers para indicarle que podía comenzar a tomar notas ostentosamente. La sargento obedeció. Observaba a Aldara fijamente y a Bea le gustó que no se sintiera en absoluto intimidada por otra mujer mucho más atractiva, además.

– Santo Kerne -dijo Aldara-. ¿Qué pasa con él?

– Nos gustaría hablar con usted sobre su relación con él.

– Mi relación con él. ¿Qué pasa con eso?

– Espero que ése no vaya a ser su estilo de respuestas -dijo Bea.

– Mi estilo de respuestas. ¿Qué quiere decir?

– Ese rollo de Señorita Repetición, señorita Pappas. ¿O es señora?

– Con Aldara vale.

– Aldara, pues. Si ése es su estilo, ese rollo de repetir, seguramente estaremos aquí todo el día y algo me dice que no le gustará. Sin embargo, estaríamos encantadas de hacerle un favor.

– No estoy segura de entender qué quiere decir.

– Se ha descubierto el pastel -le dijo la sargento Havers. Su tono era de impaciencia-. Se ha levantado la liebre. El cerdo ha revuelto la colada. Lo que sea.

– Lo que quiere decir la sargento -añadió Bea- es que su relación con Santo Kerne ha salido a la luz, Aldara. Por eso estamos aquí, para indagar.

– Se lo follaba hasta que lo dejaba seco -intervino la sargento Havers.

– Por decirlo de un modo nada fino -añadió Bea.

Aldara metió la pala en la pila de estiércol y lo echó en los arriates. Parecía preferir habérselo echado a Havers.

– Eso son suposiciones suyas.

– Es lo que nos ha contado alguien que lo sabe -dijo Bea-. Al parecer, era la que lavaba las sábanas cuando no lo hacía usted. Bien, como tenían que quedar en Polcare Cove, ¿podemos suponer que existe un señor Pappas de mediana edad en algún lugar que no estaría demasiado contento de saber que su mujer se está tirando a un chico de dieciocho años?

Aldara volvió a llenar la pala de estiércol. Trabajaba deprisa, pero apenas respiraba hondo y ni siquiera empezó a sudar levemente.

– No lo suponga. Llevo años divorciada, inspectora. Hay un señor Pappas, pero vive en St. Ives y apenas nos vemos. Nos gusta que sea así.

– ¿Tiene hijos aquí, entonces? ¿Una hija de la edad de Santo, quizá? ¿O un chico y prefiere que no vea a su madre beneficiándose a otro adolescente?

La mandíbula de Aldara se tensó. Bea se preguntó cuál de sus comentarios había dado en el blanco.

– Quedaba con Santo en Polcare Cottage para acostarme con él sólo por un motivo: porque los dos lo preferíamos así -dijo Aldara-. Era un asunto privado y era lo que queríamos los dos.

– ¿La intimidad? ¿O el secretismo?

– Las dos cosas.

– ¿Por qué? ¿Le avergonzaba hacérselo con un chaval?

– Me temo que no. -Aldara clavó la pala en la tierra y, justo cuando Bea pensaba que iba a tomarse un descanso, cogió el rastrillo. Se subió al arriate más cercano y comenzó a repartir el estiércol con energía por el suelo-. No me avergüenza el sexo; es lo que es, inspectora: sexo. Y los dos lo queríamos, Santo y yo. El uno con el otro, resultó ser. Pero como es algo difícil de entender para algunas personas, por la edad de él y la mía, elegimos un lugar privado para… -Pareció buscar un eufemismo, lo que parecía totalmente impropio de la mujer.

– ¿Atenderse mutuamente? -sugirió Havers. Se las arregló para parecer aburrida, en su rostro una expresión que decía: «Ya lo he oído antes».

– Estar juntos -dijo Aldara con firmeza-. Una hora. Al principio dos o tres, cuando todo era nuevo entre nosotros y… todavía estábamos descubriendo, lo llamaría yo.

– ¿Descubriendo qué? -dijo Bea.

– Lo que daba placer al otro. Se trata de un proceso de descubrimiento, ¿verdad, inspectora? El descubrimiento lleva al placer. ¿O no sabía que el sexo consiste en dar placer a la pareja?

Bea dejó pasar el comentario.

– Así que no era una situación de amor y sufrimiento para usted.

Aldara la miró con incredulidad y experiencia.

– Sólo un tonto equipara el sexo al amor y yo no soy tonta.

– ¿Y él?

– ¿Si me quería? ¿Si para él era una situación de amor y sufrimiento, como ha dicho usted? No tengo ni idea. No hablábamos de eso. En realidad, hablábamos muy poco después del acuerdo inicial. Como les he dicho, era sexo. Algo físico solamente. Santo lo sabía.

– ¿Acuerdo inicial? -preguntó Bea.

– ¿Está repitiendo mis palabras, inspectora? -Aldara sonrió, pero dirigió el gesto a la tierra que removía afanosamente con el rastrillo.

Por un breve momento, Bea comprendió el impulso que sienten algunos policías de darle un puñetazo a un sospechoso.

– ¿Por qué no nos explica este acuerdo inicial, Aldara? Y mientras lo hace, quizás podría mencionar su aparente indiferencia por el asesinato de su amante, que, como puede suponer, parece estar relacionado más directamente con usted de lo que quizá le gustaría.

– No tengo nada que ver con la muerte de Santo Kerne. Por supuesto que lo lamento. Y si no estoy postrada de dolor, es porque…

– Tampoco era una situación de amor y sufrimiento para usted -dijo Bea-. Está claro como el agua. ¿Qué era, entonces? ¿Qué era exactamente, por favor?

– Ya se lo he dicho. Era un acuerdo entre los dos para tener sexo.

– ¿Sabía que tenía sexo con otra al mismo tiempo que lo tenía, o lo conseguía o lo que demonios fuera, con usted?

– Claro que lo sabía. -Aldara parecía tranquila-. Era parte del tema.

– ¿El tema? ¿Qué tema? ¿El acuerdo? ¿Qué era «el tema»? ¿Un trío?

– Me temo que no. Parte del tema era el secretismo, el tener una aventura, el hecho de que estuviera con otra. Yo quería a alguien que estuviera con otra. Me gusta que sea así.

Bea vio que Havers parpadeaba, como para aclararse la vista, como si Alicia se descubriera en la madriguera con un conejo cachondo cuando la experiencia previa la había llevado a esperar sólo al Sombrerero, la Liebre de Marzo y una taza de té. Bea también sentía lo mismo.

– Así que sabía lo de Madlyn Angarrack, que estaba saliendo con Santo Kerne -dijo.

– Sí. Así conocí a Santo, en realidad. Madlyn trabajaba aquí para mí, en la fábrica de mermelada. Santo venía a recogerla a veces y lo veía entonces. Todo el mundo lo veía. Era muy difícil no ver a Santo, era un chico muy atractivo.

– Y Madlyn es una chica bastante atractiva.

– Lo es. Bueno, tenía que serlo, naturalmente. Y yo también lo soy, en realidad, una mujer atractiva. Yo creo que la gente guapa se atrae entre sí, ¿no le parece? -Otra mirada en dirección a las policías evidenció que Aldara Pappas consideraba que ninguna de las dos mujeres podía responder a esa pregunta por experiencia propia-. Santo y yo nos fijamos el uno en el otro. Yo estaba en un momento en que necesitaba justo a alguien como él…

– ¿Alguien con ataduras?

– … y pensé que serviría, porque había una franqueza en su mirada que hablaba de cierta madurez, una disposición que sugería que él y yo podríamos hablar el mismo idioma. Intercambiamos miradas, sonrisas. Era una forma de comunicación en la que dos personas que piensan igual se dicen exactamente lo que hay que decirse y nada más. Un día llegó antes de tiempo a recoger a Madlyn y lo llevé de visita por la granja. Fuimos con el tractor por la huerta y ahí fue donde…

– ¿Como Eva debajo del manzano? -dijo Havers-. ¿O usted era la serpiente?

Aldara se negó a caer en la provocación.

– No tenía nada que ver con la tentación. La tentación necesita insinuaciones y no las hubo. Fui directa con él. Le dije que me gustaba físicamente y que había estado pensando en cómo sería acostarme con él, en lo placentero que podría ser para los dos, si estaba interesado. Le dije que si quería algo más que su amiguita como compañera sexual me llamara. En ningún momento sugerí que rompiera con ella. En realidad, era lo último que quería, porque podría provocar que se encariñara demasiado de mí. Podría haber generado expectativas de algo más de lo que era posible entre nosotros. Expectativas por su parte, me refiero. Yo no tenía ninguna.

– Entiendo que podría haberle puesto en una situación ridícula si él hubiera esperado más y usted se hubiera visto obligada a dárselo para conservarlo -señaló Bea-. Una mujer de su edad saliendo del armario, por así decirlo, con un adolescente, recorriendo el pasillo de la iglesia el domingo por la mañana, saludando a los vecinos y todos pensando…, bueno, que algo le faltaba si tenía que conformarse con un amante de dieciocho años.

Aldara pasó a otra pila de estiércol. Cogió la pala y empezó a repetir el proceso que había seguido con el primer arriate. La tierra se volvió rica y oscura. Lo que tuviera pensado plantar allí iba a florecer.

– En primer lugar, inspectora, no me preocupa lo que piense la gente, eso no me quita el sueño ni un segundo. Era un asunto privado entre Santo y yo. Lo mantuve en privado. Y él también.

– No exactamente -observó Havers-. Madlyn lo descubrió.

– Fue una desgracia. No tuvo el cuidado suficiente y ella le siguió. Se produjo una de esas escenas espantosas entre ellos (lo abordó, lo acusó, él lo negó, luego lo admitió, se lo explicó, le suplicó) y ella puso fin a su relación allí mismo. Y yo me quedé en el último lugar en el que quería estar: como única amante de Santo.

– ¿Supo ella que usted era la mujer que había en la casa cuando apareció?

– Claro que lo supo. Se montó tal escena entre ellos que pensé que llegarían a las manos. Tuve que salir de la habitación y hacer algo.

– ¿Qué hizo?

– Separarles. Impedir que Madlyn destrozara la casa o le agrediera. -Se apoyó en la pala y miró hacia el norte, en dirección al manzanal, como si reviviera su proposición inicial a Santo Kerne y qué había provocado al final aquella proposición. Dijo, como si acabara de pensar en el tema-: No tenía que ser un drama. Cuando se convirtió en eso, tuve que replantearme mi relación con Santo.

– ¿También le dio la patada? -preguntó Havers-. No quería grandes dramas en su vida.

– Pensaba hacerlo, pero…

– Dudo que a él le hubiera gustado demasiado -dijo Havers-. ¿A qué tío iba a gustarle? Descubrir que ha perdido a las dos monadas de golpe en lugar de a una. Tener que conformarse con ¿qué, hacerse pajas en la ducha? Antes tenía sexo a raudales. Apuesto a que se habría encarado con usted por eso. Quizás incluso le habría dicho que podía ponerle las cosas difíciles, un poco incómodas, si intentaba romper con él.

– En efecto -dijo, sin dejar sus tareas-. Si hubiéramos llegado a ese punto, quizá lo habría hecho y habría dicho todo eso. Pero nunca llegamos. Tuve que replantearme mi relación con él y decidí que podíamos continuar, siempre que entendiera las reglas.

– ¿Cuáles eran?

– Ir con más cuidado y tener muy claros el presente y el futuro.

– ¿Lo que significa?

– Lo obvio. En cuanto al presente, que yo no iba a cambiar mi forma de comportarme para contentarle. En cuanto al futuro, que no lo había. Y le pareció perfecto. Santo vivía el momento básicamente.

– ¿Qué iba a decirnos en segundo lugar? -preguntó Bea.

Aldara la miró perpleja.

– ¿Disculpe?

– Ha dicho «en primer lugar» antes de lanzarse a hablar de su indiferencia por lo que piensa la gente. Me preguntaba en qué consistía la segunda parte.

– Ah. Consistía en mi otro amante -dijo Aldara-. Como he dicho antes, me convenía que mi aventura con Santo fuera secreta. La aventura intensifica las cosas y me gusta que éstas sean intensas. En realidad, necesito que lo sean. Cuando no es así… -Se encogió de hombros-. Para mí, la llama se apaga. El cerebro, como habrán descubierto ustedes mismas quizá, se habitúa a todo con el paso del tiempo. Cuando el cerebro se habitúa a un amante, que es lo que acaba ocurriendo, el amante se vuelve menos un amante y más… -pareció pensar en un término adecuado y lo eligió-, un inconveniente. Cuando ocurre eso, te deshaces de él o piensas en una forma de reavivar la llama del sexo.

– Entiendo. La función de Santo Kerne era hacer de llama -dijo Bea.

– Mi otro amante era un hombre muy bueno y me lo pasaba bastante bien con él. En todos los sentidos. Su compañía en la cama y fuera de ella era buena y no quería perderla. Pero para poder continuar con él (satisfacerle sexualmente y que él me satisficiera a mí) necesitaba a un segundo amante, un amante secreto. Y Santo era eso.

– ¿Todos estos amantes suyos saben de la existencia del otro? -preguntó Havers.

– No serían secretos si lo supieran. -Aldara dejó la pala y cogió el rastrillo. Sus botas, vio Bea, se habían ido cubriendo de estiércol. Parecían caras y desprenderían olor a heces de animal durante meses. Se preguntó si no le importaba-. Santo sí que lo sabía, naturalmente. Tenía que saberlo para comprender las… Supongo que podría llamarlas «reglas». Pero el otro… No. Era fundamental que el otro no lo supiera nunca.

– ¿Porque no le habría gustado?

– Por eso, claro. Pero más que por eso porque el secretismo es la clave de la excitación y la excitación es la clave de la pasión.

– Me he fijado en que habla del otro tipo en pasado. Ha dicho «era» y no «es». ¿Por qué?

Entonces Aldara dudó, como si se percatara de qué connotaciones tendría su respuesta para la policía.

– ¿Podemos suponer que el pasado es pasado?

Finito -añadió Havers por si Aldara no había entendido.

– Estamos atravesando una fase de enfriamiento -dijo Aldara-. Supongo que podría llamarse así.

– ¿Y cuándo comenzó?

– Hace algunas semanas.

– ¿Instigada por quién?

Aldara no respondió, lo cual fue respuesta suficiente.

– Necesitaremos su nombre -dijo Bea.

La griega pareció bastante sorprendida por la petición, algo que a Bea le pareció una reacción totalmente falsa.

– ¿Por qué? Él no sabía… No sabe… -Dudó. Estaba pensándolo de nuevo, contemplando todas las señales, concluyó Bea.

– Sí, cielo -le dijo Bea-, en efecto: es muy probable que lo sepa. -Le contó la conversación de Santo con Tammy Penrule y el consejo que le había dado Tammy sobre que fuera sincero-. Parece ser que Santo no preguntaba si debía contárselo a Madlyn porque Madlyn lo descubrió por sí misma. Así que es lógico pensar que quería saber si debía contárselo a otra persona. Supongo que sería su caballero. Lo cual, como puede imaginar, le sitúa en el punto de mira.

– No. Él no habría…

Volvió a dudar. Era obvio que su atractiva cabeza barajaba las posibilidades. Su mirada se volvió más turbia. Parecía comunicar todas las formas en que sabía que el hombre podría haberlo hecho.

– No soy ninguna experta, pero imagino que a la mayoría de los hombres no les gusta demasiado compartir a su mujer -señaló Bea.

– Es una especie de rollo cavernícola -añadió Havers-. Mi hogar, mi fuego, mi mamut peludo, mi mujer. Yo Tarzán, tú Jane.

– Así que Santo va a verle y le cuenta la verdad: «Los dos nos estamos tirando a Aldara Pappas, colega, y es lo que ella quiere. Sólo creía que merecías saber dónde está cuando no está contigo».

– Es absurdo. ¿Por qué iba Santo a…?

– Tiene lógica, seguramente no querría otra escena como la de Madlyn, en especial si implicaba a un hombre que podía darle una buena paliza en un enfrentamiento.

– Y alguien le golpeó -señaló Havers, para ayudar a Bea-. O al menos le dio un buen puñetazo.

– En efecto -replicó Bea a Havers y luego se dirigió a Aldara-: Y, como puede imaginar, todo eso hace que las cosas pinten mal para el otro tipo.

Aldara descartó esa posibilidad.

– No. Santo me habría informado. Era la naturaleza de nuestra relación. No habría hablado con Max… -Se contuvo.

– ¿Max? -Bea miró a Havers-. ¿Lo tiene, sargento?

– Grabado a fuego -dijo Havers.

– ¿Y el apellido? -preguntó Bea a Aldara en tono agradable.

– Santo no tenía ningún motivo para contarle nada a nadie. Sabía que si lo hacía, pondría fin a nuestro acuerdo.

– Algo que, naturalmente, le habría destrozado -apuntó Bea con ironía-, como le pasaría a cualquier hombre. De acuerdo. Pero tal vez Santo era algo más que la suma de sus partes.

– De las partes que cuelgan, quiere decir -murmuró Havers.

Aldara le lanzó una mirada.

– Tal vez Santo se sintiera culpable de verdad por lo que estaban haciendo ustedes dos -dijo Bea-. O tal vez después de la escena con Madlyn, quería de usted más de lo que le ofrecía y creyó que ésa era la manera de conseguirlo. No lo sé, aunque me gustaría averiguarlo y la forma de hacerlo pasa por hablar con su otro amante sea ex o no, se haya enfriado o no la relación. Bien, hemos llegado al fondo del asunto. Puede darnos su apellido o podemos hablar con sus empleados y que nos lo digan ellos, porque si este otro tío no era su amor secreto como Santo, es lógico pensar que no tenía que venir a verla al amparo de la noche y usted no tenía que escabullirse para quedar con él en casa de alguien. Así que alguien sabrá quién es y es probable que nos diga su apellido.

Aldara pensó en aquello un momento. Fuera, en el patio, se oyó el zumbido de una máquina, lo que sugería que los esfuerzos de Rod con el molino tenían éxito.

– Max Priestley -dijo Aldara con brusquedad.

– Gracias. ¿Y dónde podríamos encontrar al señor Priestley?

– Es el dueño del Watchman, pero…

– El periódico local -le dijo Bea a Havers-. Es del pueblo, entonces.

– … si creen que tuvo algo que ver con la muerte de Santo, se equivocan. Ni lo tuvo ni lo habría tenido.

– Dejaremos que nos lo diga él mismo.

– Pueden hacerlo, por supuesto, pero están cometiendo una estupidez. Están perdiendo el tiempo. Si Max lo hubiera sabido… Si Santo se lo hubiera contado a pesar de nuestro acuerdo… Yo lo habría sabido. Lo habría notado. Sé ver esas cosas con los hombres. Esa… Esa alteración interna que sufren. Cualquier mujer sabe verlo si hay compenetración.

Bea la miró fijamente antes de responder. «Interesante», pensó. De algún modo habían puesto el dedo en la llaga: una magulladura física que la propia mujer no esperaba que le molestara. Había un deje de desesperación en sus palabras. «¿Está preocupada por Max? -se preguntó Bea-. ¿Por sí misma?»

– ¿Estaba enamorada de él? -le preguntó a Aldara-. Apuesto a que era algo inesperado para usted.

– No he dicho…

– Sí que cree que Santo se lo contó, ¿verdad? Creo que Santo le dijo que iba a contárselo. Lo que sugiere…

– ¿Que hice algo para impedírselo antes de que pudiera hacerlo? No sea absurda. No lo hice. Max no le hizo daño, ni nadie que yo conozca.

– Naturalmente. Apunte eso, sargento. Nadie que ella conozca y todos los etcéteras que se le ocurra sacar de eso.

Havers asintió.

– Esta vez lo he esculpido.

– Bueno, ahora que estamos en ello, déjeme preguntarle algo -le dijo Bea a Aldara-. ¿Quién es el siguiente de la lista?

– ¿Qué?

– La lista de la excitación y el secretismo. Si su relación con Max se había «enfriado», pero seguía follándose a Santo, necesitaba a alguien más, ¿no? De lo contrario, sólo habría tenido a un amante, sólo a Santo, y no funcionaría. Así que ¿a quién más tenía y cuándo empezó? ¿Podemos suponer que él tampoco podía saber nada sobre Santo?

Aldara metió la pala en la tierra. Lo hizo con tranquilidad, sin enfado ni consternación.

– Creo que esta conversación ha terminado, inspectora Hannaford -dijo.

– Ah. Entonces sí que empezó con otra persona antes de que muriera Santo. Apuesto a que sería alguien más de su edad. Parece de las que aprenden deprisa y supongo que Santo y Madlyn le dieron una buena lección sobre qué significa liarse con un adolescente, por muy bueno que sea en la cama.

– Lo que usted suponga no me interesa -dijo Aldara.

– Bien, ya que no le quita el sueño ni un segundo. -Se dirigió a Havers-: Creo que ya tenemos lo que necesitamos, sargento. -Y luego a Aldara-: Salvo sus huellas, señora. Alguien pasará hoy a tomárselas.

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