Capítulo 4

– Antes.

Daidre eligió su momento al quedarse a solas con Thomas Lynley cuando el sargento Collins se marchó a la cocina a prepararse otra taza de té. Collins ya se había bebido cuatro. Daidre esperaba que no tuvieran que quedarse allí aquella noche porque, si su olfato no le fallaba, se había servido su mejor té Russian Caravan.

Thomas Lynley se levantó. Había estado mirando la chimenea. Estaba sentado junto a ella, pero no cómodamente con sus largas piernas estiradas como cabría esperar de un hombre que quisiera disfrutar del calor del fuego, sino con los codos sobre las rodillas y las manos colgando delante de él.

– ¿Qué? -dijo.

– Cuando le ha preguntado, usted ha dicho «antes». Él ha dicho New Scotland Yard y usted ha contestado «antes».

– Sí -dijo Lynley-. Antes.

– ¿Ha dejado el trabajo? ¿Por eso está en Cornualles?

El hombre la miró. Una vez más, Daidre vio la herida que había visto antes en sus ojos.

– No lo sé muy bien. Supongo que sí. Que lo he dejado, quiero decir.

– ¿Qué clase de…? Si no le importa que le pregunte, ¿qué clase de policía era?

– Uno bastante bueno, creo.

– Lo siento. Me refería… Bueno, hay muchas clases distintas, ¿verdad? Policías especiales, los que protegen a la realeza, antivicio, policía local…

– Asesinatos.

– ¿Investigaba crímenes?

– Sí. Eso hacía exactamente. -Volvió a mirar la chimenea.

– Debía de ser… difícil. Descorazonador.

– ¿Ver la inhumanidad del ser humano? Lo es.

– ¿Por eso lo dejó? Lo siento, estoy siendo una entrometida, pero… ¿Su corazón ya no podía soportar tanto sufrimiento?

Lynley no contestó.

La puerta de entrada se abrió con un golpe y Daidre notó la ráfaga de viento que se coló en la habitación. Collins salió de la cocina con su taza de té cuando la inspectora Hannaford regresó. Llevaba un mono blanco colgado del brazo y se lo lanzó a Lynley.

– Pantalones, botas y chaqueta -dijo. Era una orden, claramente. Y a Daidre-: ¿Y su ropa?

Daidre señaló la bolsa de plástico en la que había metido su vestimenta después de ponerse unos vaqueros azules y un jersey amarillo.

– Thomas se va a quedar sin zapatos.

– No pasa nada -dijo éste.

– Sí que pasa. No puede pasearse por…

– Me compraré otro par.

– De todos modos, de momento no los necesitará -dijo Hannaford-. ¿Dónde puede cambiarse?

– En mi habitación. O en el baño.

– Adelante, pues.

Lynley ya se había puesto en pie cuando la inspectora se reunió con ellos. Menos por anticipación, parecía, que por años de educación y buenos modales. La inspectora era una mujer: un hombre se levantaba cortésmente cuando una mujer entraba en la habitación.

– ¿Ha llegado la policía científica? -le preguntó Lynley.

– Y el patólogo. También tenemos una foto del chico muerto. Se llama Alexander Kerne, un chico de Casvelyn. ¿Le conocía? -Hablaba con Daidre. El sargento Collins estaba parado en la puerta de la cocina como si no estuviera seguro de si debía tomarse un té estando de servicio.

– ¿Kerne? El nombre me suena, pero no sé de qué. Creo que no lo conozco.

– Tiene muchos conocidos por aquí, ¿verdad?

– ¿Qué quiere decir? -Daidre estaba clavándose las uñas en las palmas de las manos y se obligó a parar. Sabía que la inspectora intentaba leerle el pensamiento.

– Ha dicho que cree que no lo conoce. Es una forma extraña de expresarlo. A mí me parece que o le conoce o no le conoce. ¿Va a cambiarse? -Esto se lo dijo a Lynley, un cambio brusco que fue tan desconcertante como su mirada fija e inquisitiva.

Thomas lanzó una mirada rápida a Daidre y luego apartó la vista.

– Sí, naturalmente -dijo, y se agachó para cruzar la puerta baja que separaba el salón de un pasadizo creado por la profundidad de la chimenea. Detrás había un cuarto de baño pequeño y un dormitorio que albergaba una cama y un armario y nada más. La casa era pequeña, segura y cómoda, exactamente lo que Daidre quería que fuera.

– Creo que se puede conocer a alguien de vista -dijo a la inspectora-, tener una conversación con él, por ejemplo, y no saber nunca la identidad de esa persona. Su nombre, sus datos, lo que sea. Imagino que el sargento puede decir lo mismo y es del pueblo.

Collins se vio atrapado con la taza a medio camino de sus labios. Se encogió de hombros. Asentir o disentir, era imposible decidirse.

– Requiere un poco de esfuerzo, ¿no diría usted? -preguntó Hannaford a Daidre astutamente.

– El esfuerzo merece la pena.

– Entonces, ¿conocía a Alexander Kerne de vista?

– Tal vez. Pero como he dicho antes y como le he comentado al otro policía, al sargento Collins aquí presente, y también a usted, no me he fijado bien en el chico cuando he visto el cadáver.

En aquel momento, Thomas Lynley regresó con ellos y ahorró a Daidre más preguntas, así como seguir exponiéndose a la mirada penetrante de la inspectora Hannaford. Entregó la ropa que la policía había pedido. Era absurdo, pensó Daidre. Iba a pillar una pulmonía si se paseaba por ahí de esa guisa: sin chaqueta, sin zapatos y sólo con un fino mono blanco de los que se llevaban en la escena de un crimen para asegurarse de que los investigadores oficiales no dejaban otras pruebas. Era ridículo.

La inspectora Hannaford se dirigió a él.

– También quiero ver su identificación, señor Lynley. Es una formalidad, y lo siento, pero no podemos saltárnosla. ¿Puede conseguirla?

Thomas asintió.

– Llamaré…

– Bien. Que se la manden. De todos modos, no va a irse a ninguna parte en unos días. Parece un accidente sencillo, pero hasta que lo sepamos seguro… Bueno, imagino que ya conoce el procedimiento. Quiero que esté donde pueda encontrarle.

– Sí.

– Necesitará ropa.

– Sí. -Parecía como si no le importara una cosa u otra. Era un ser transportado por el viento sin carne, ni huesos ni determinación, sino más bien una sustancia insustancial, disecado e impotente frente a las fuerzas de la naturaleza.

La inspectora miró el salón de la cabaña como si evaluara su potencial para producir ropa para el hombre además de hospedarlo.

– En Casvelyn podría comprar ropa -dijo Daidre rápidamente-. Esta noche no, claro, estará todo cerrado, pero mañana sí. También puede dormir allí, o en el hostal Salthouse Inn. Tienen habitaciones, no muchas, nada especial, pero son adecuadas. Y está más cerca que Casvelyn.

– Bien -dijo Hannaford. Y a Lynley-: Quiero que se quede en el hostal. Tendré que hacerle más preguntas. El sargento Collins puede llevarle.

– Yo le llevaré -dijo Daidre-. Supongo que querrá tener a todo el mundo disponible para hacer lo que sea que hacen ustedes en la escena cuando alguien muere. Sé dónde está el Salthouse Inn y si no hay habitaciones libres habrá que llevarle a Casvelyn.

– No se moleste… -empezó a decir Lynley.

– No es ninguna molestia -atajó Daidre. Lo hacía por la necesidad de sacar al sargento Collins y a la inspectora Hannaford de su casa, algo que sólo podría conseguir si tenía un motivo para marcharse.

– Bien -dijo la inspectora Hannaford después de una pausa, y mientras le daba su tarjeta a Lynley, añadió-: Llámeme cuando se haya instalado en alguna parte. Quiero saber dónde encontrarle, me pasaré en cuanto acabemos de organizar el asunto aquí. Tardaremos un rato.

– Lo sé -dijo Thomas.

– Sí, me lo imagino. -La inspectora asintió con la cabeza y les dejó, llevándose con ella las bolsas con la ropa. El sargento Collins la siguió. Los coches de policía bloqueaban el acceso de Daidre a su Opel. Tendrían que moverlos si querían que llevara a Lynley al Salthouse Inn.

Cuando la policía se marchó, el silencio invadió la cabaña. Daidre notaba a Thomas Lynley mirándola, pero ella no iba a aguantar que la miraran más. Fue del salón a la entrada y dijo girándose:

– No puede salir en calcetines. Aquí fuera tengo botas de agua.

– Dudo que me quepan. No importa, me quitaré los calcetines y me los volveré a poner cuando llegue al hostal.

Daidre se detuvo.

– Es muy razonable, no se me había ocurrido. Pues si ya está listo, podemos irnos. A menos que quiera algo… ¿Un sándwich? ¿Una sopa? Brian prepara comidas en la posada, pero si prefiere no tener que cenar en el comedor… -No quería cocinar para él, pero le pareció lo apropiado. De algún modo, estaban juntos en esto: compañeros de sospechas, tal vez. Ella lo sentía así porque tenía secretos y sin duda él también parecía tenerlos.

– Supongo que puedo pedir que me suban algo a la habitación -dijo Lynley-, siempre que haya cuartos libres para esta noche.

– En marcha, pues -dijo Daidre.

La segunda vez que condujo hacia Salthouse Inn fueron más despacio, ya que no había prisa, y por el camino se cruzaron con dos coches patrulla más y una ambulancia. No hablaron y cuando Daidre miró a su compañero vio que tenía los ojos cerrados y las manos tranquilamente posadas sobre los muslos. Parecía dormido y no dudó de que lo estaba. Parecía exhausto. Se preguntó cuánto tiempo llevaba caminando por el sendero de la costa.

En Salthouse Inn detuvo el Opel en el aparcamiento, pero Lynley no se movió. Daidre le tocó el hombro con suavidad. Él abrió los ojos y parpadeó despacio, como si despertara de un sueño.

– Gracias -dijo-. Ha sido muy amable…

– No quería dejarle en las garras de la policía. Lo siento, he olvidado que es usted uno de ellos.

– En cierto modo lo soy, sí.

– Bueno, en cualquier caso… He pensado que tal vez agradecería descansar de ellos. Aunque por lo que ha dicho la inspectora… parece que no conseguirá evitarlos demasiado tiempo.

– No. Querrán hablar conmigo largo y tendido esta noche. La primera persona que aparece en la escena siempre es sospechosa. Querrán recabar la máxima información posible cuanto antes. Así se hace.

Entonces se quedaron en silencio. Una ráfaga de viento más fuerte que cualquier otra hasta ese momento golpeó el coche y lo zarandeó. Esto impulsó a Daidre a hablar de nuevo.

– Mañana pasaré a buscarle, entonces -dijo, sin pensar bien en todas las ramificaciones de lo que significaba aquello, de lo que podía significar y de lo que parecería. No era propio de ella y se sacudió mentalmente, pero las palabras ya estaban ahí y dejó que mintieran-: Necesitará comprar cosas en Casvelyn, quiero decir. Imagino que no querrá pasearse con ese mono mucho rato. También querrá unos zapatos, y otras cosas. Casvelyn es el pueblo más cercano para ir a comprar.

– Es muy amable -le dijo Lynley-. Pero no quiero molestarla.

– Ya me lo ha dicho antes. Pero no es ninguna molestia, ni usted ni llevarle a Casvelyn. Es muy extraño, pero siento que estamos juntos en esto, aunque no sé muy bien qué es esto.

– Le he causado un problema -dijo él-. Más de uno. La ventana de su cabaña, ahora la policía… lo lamento.

– ¿Y qué iba a hacer? No podía seguir caminando cuando lo ha encontrado.

– No, no podía, ¿verdad?

Thomas se quedó sentado un momento. Parecía contemplar el viento jugando con el cartel que colgaba sobre la puerta de entrada del hostal.

– ¿Puedo preguntarle algo? -dijo al fin.

– Por supuesto -contestó ella.

– ¿Por qué ha mentido?

Daidre oyó un zumbido inesperado en sus oídos. Repitió la última palabra, como si no le hubiera oído bien cuando le había oído perfectamente.

– Cuando hemos venido aquí antes, le ha dicho al dueño que el chico de la cala era Santo Kerne. Ha dicho su nombre, Santo Kerne. Pero cuando la policía le ha preguntado… -Thomas hizo un gesto, un movimiento que decía «termine usted el resto».

La pregunta recordó a Daidre que aquel hombre, desgreñado y sucio como iba, era policía, y un inspector, nada más y nada menos. A partir de este momento, debía andarse con muchísimo cuidado.

– ¿Eso he dicho? -preguntó.

– Sí. En voz baja, pero no lo suficiente. Y ahora le ha asegurado a la policía que no había reconocido al chico, dos veces como mínimo. Cuando han dicho su nombre, ha dicho que no lo conocía. Me pregunto por qué.

Thomas la miró y Daidre se arrepintió al instante de haberse ofrecido a llevarle a Casvelyn a comprar ropa por la mañana. Ese hombre era más de lo que parecía y no lo había visto a tiempo.

– Estoy aquí de vacaciones -contestó-. En ese momento me ha parecido lo que le he dicho a la policía: la mejor forma de garantizarme que tenía lo que he venido a buscar: vacaciones y descanso.

Lynley no dijo nada.

– Gracias por no traicionarme -añadió-. No podré evitar que lo haga más adelante cuando hable con ellos, por supuesto. Pero le agradecería que se planteara… Hay cosas que la policía no necesita saber de mí. Eso es todo, señor Lynley.

Él no respondió, pero no apartó la mirada y ella notó que el calor le subía por el cuello hasta las mejillas. Entonces, la puerta del hostal se abrió con un golpe. Un hombre y una mujer salieron haciendo eses en el viento. La mujer trastabilló y el hombre le pasó la mano por la cintura y le dio un beso. Ella lo apartó con un gesto juguetón. Él volvió a cogerla y se tambalearon en el viento hacia una hilera de coches.

Daidre los observó mientras Lynley la observaba a ella.

– Vendré a buscarle a las diez -dijo-. ¿Le va bien, señor Lynley?

El hombre tardó bastante en reaccionar. Daidre pensó que debía de ser un buen policía.

– Thomas -le dijo-. Llámame Thomas, por favor.


* * *

Era como una película antigua sobre el oeste americano, pensó Lynley. Entró en el bar del hostal, donde los habitantes del pueblo se reunían a beber, y se hizo el silencio. Se trataba de un rincón del mundo donde eras visitante hasta que te convertías en residente permanente y un recién llegado hasta que tu familia llevaba dos generaciones viviendo en el lugar, así que fue recibido como un extraño entre ellos. Pero era mucho más que eso: iba vestido con un mono blanco y sólo unos calcetines en los pies. No llevaba ningún abrigo con el que protegerse del frío, el viento y la lluvia, y por si aquello no bastaba para convertirle en una novedad -a menos que una novia vestida de blanco de los pies a la cabeza hubiera entrado en este local en el pasado- seguramente nadie recordaba que algo así hubiera ocurrido nunca.

El techo -con manchas de hollín de las chimeneas y del humo de los cigarrillos y cruzado con vigas de roble negro con medallones de latón clavados- estaba a menos de treinta centímetros de la cabeza de Lynley. En las paredes había una exposición de herramientas agrícolas antiguas, principalmente guadañas y horcas, y el suelo era de piedra irregular, picado, rallado, fregado. Los umbrales, hechos del mismo material que el suelo, estaban desgastados por cientos de años de entradas y salidas y la propia sala que definía el bar era pequeña y estaba dividida en dos secciones descritas por chimeneas, una grande y otra pequeña, que parecían encargarse más de convertir el aire en irrespirable que de calentar el lugar. El calor corporal de la gente se encargaba de eso.

Cuando había estado antes en el Salthouse Inn con Daidre Trahair, sólo había algún que otro bebedor de última hora de la tarde. Ahora ya se había presentado la concurrencia de la noche y Lynley tuvo que abrirse camino entre la gente y entre su silencio para llegar hasta la barra. Sabía que era más que su ropa lo que le convertía en objeto de interés. Estaba el tema nada baladí del olor que desprendía: ya llevaba siete semanas sin lavarse, sin afeitarse y sin cortarse el pelo.

El dueño -Lynley se acordaba de que Daidre Trahair se había dirigido a él como Brian- le recordaba al parecer de su anterior visita porque dijo de repente, rompiendo el silencio:

– ¿Era Santo Kerne el del acantilado?

– Me temo que no sé quién era. Pero era un chico joven, un adolescente o un poco mayor. Es lo único que puedo decirle.

Un murmullo nació y murió con aquellas palabras. Lynley oyó el nombre «Santo» repetido varias veces. Giró la cabeza. Docenas de ojos -jóvenes y viejos y de mediana edad- estaban clavados en él.

– El chico, Santo, ¿era conocido? -le preguntó a Brian.

– Vive por aquí cerca -fue su respuesta imprecisa. Aquél era el límite de lo que Brian parecía dispuesto a revelar a un desconocido-. ¿Ha venido a tomar algo? -le preguntó.

Cuando Lynley pidió una habitación en lugar de una copa, se percató de que Brian era reacio a darle alojamiento. Lo atribuyó a lo que seguramente era: la resistencia lógica a permitir que un desconocido desagradable como él accediera a las sábanas y almohadas de la posada. Sólo Dios sabía qué parásitos se arrastrarían por su cuerpo. Pero la novedad que representaba en el Salthouse Inn jugaba a su favor. Su aspecto se contradecía totalmente con su acento y su modo de hablar y si aquello no bastaba para convertirle en objeto de fascinación, estaba la cuestión intrigante de que hubiera encontrado el cadáver, que seguramente era el tema de conversación en el hostal antes de que entrara él.

– Una habitación pequeña sólo -fue la respuesta del dueño-. Pero todas son así, pequeñas. La gente no necesitaba demasiado espacio cuando se construyó el lugar, ¿verdad?

Lynley dijo que el tamaño no importaba y que se contentaría con lo que la posada pudiera ofrecerle. En realidad no sabía hasta cuándo necesitaría la habitación, añadió. Parecía que la policía iba a requerir su presencia hasta que se decidieran algunos temas sobre el joven de la cala.

Se levantó un murmullo al oír aquello. Era por la palabra «decidir» y todo lo que implicaba.

Brian utilizó la punta del zapato para abrir suavemente una puerta en el extremo opuesto de la barra y dirigió algunas palabras a la sala que había detrás. De ella apareció una mujer de mediana edad, la cocinera del hostal por el delantal blanco manchado que vestía, que estaba quitándose deprisa. Debajo, llevaba una falda negra, una blusa blanca y unos zapatos cómodos.

Ella lo acompañaría arriba a la habitación, le dijo. La mujer se mostró diligente, como si Lynley no tuviera nada de extraño. El cuarto, prosiguió, estaba encima del restaurante, no del bar. Vería que era tranquila. Era un buen lugar para dormir.

No esperó a que le respondiera. De todos modos, seguramente no le interesaba lo que pensara Lynley. Su presencia significaba clientes, y los clientes eran difíciles de encontrar hasta finales de primavera y el verano. Cuando los mendigos mendigaban, no podían elegir quién les daba de comer, ¿no?

La mujer avanzó hacia otra puerta en el extremo del bar que daba a un pasillo de piedra gélido. El restaurante del hostal se encontraba en una sala de este corredor, aunque dentro no había nadie, mientras que al fondo había una escalera, aproximadamente del ancho de una maleta, que ascendía al piso de arriba. Resultaba difícil imaginar cómo habían subido los muebles por ahí.

En el primer piso sólo había tres habitaciones y Lynley pudo elegir, aunque su guía-Siobhan Rourke dijo que se llamaba, la compañera de toda la vida de Brian, y de años de sufrimiento, al parecer- le recomendó la más pequeña, ya que era la que había mencionado que estaba encima del restaurante y era tranquila en esta época del año. Todas compartían el mismo baño, le informó, pero no debería importar porque no tenían ningún huésped más.

A Lynley le daba igual qué habitación le dieran, así que se quedó con la primera que abrió Siobhan. Aquella serviría, le dijo. Le parecía bien. No era mucho mayor que una celda, tenía una cama individual, un armario y un tocador encajado debajo de una minúscula ventana con bisagras y paneles emplomados. Su única concesión a las comodidades modernas eran un lavamanos en un rincón y un teléfono sobre el tocador. Este último objeto era una nota discordante en una habitación que podría haber sido la de una criada de hacía doscientos años.

Lynley sólo podía ponerse recto en el centro de la habitación. Al ver aquello, Siobhan dijo:

– En aquella época eran más bajos, ¿verdad? Tal vez no sea la mejor elección, ¿señor…?

– Lynley -contestó él-. No se preocupe. ¿El teléfono funciona?

Funcionaba, sí. ¿Siobhan podía traerle algo? Había toallas en el armario y jabón y champú en el baño -pareció animarle a que los usara- y si quería cenar, podían organizarlo aquí arriba o abajo en el comedor, naturalmente, si lo prefería. Se apresuró a añadir esto último aunque estaba bastante claro que cuanto más tiempo se quedara en su habitación, más contento estaría todo el mundo.

Lynley dijo que no tenía hambre, que era más o menos la verdad. Entonces Siobhan se marchó. Cuando cerró la puerta, él miró la cama. Hacía casi dos meses que no se tumbaba en una, y ni siquiera entonces había conseguido reposar demasiado. Cuando dormía, soñaba, y sus sueños le aterraban. No porque fueran inquietantes, sino porque terminaban. Descubrió que era mucho más soportable no dormir nada.

Como no tenía sentido retrasarlo más, se acercó al teléfono y marcó los números. Esperaba que no descolgaran, que contestara una máquina para poder dejar un mensaje breve sin establecer ningún contacto humano. Pero después de cinco tonos dobles, oyó su voz. No le quedó más remedio que hablar.

– Madre. Hola -dijo.

Al principio, ella no dijo nada y Thomas supo qué estaba haciendo: estaba de pie junto al teléfono en la sala de estar o tal vez en el salón de mañana o en cualquier otra estancia de la magnífica casa donde él había nacido y encontrado su maldición, llevándose una mano a los labios, mirando a quien estuviera con ella en el cuarto, que seguramente sería su hermano pequeño o tal vez el encargado de la finca o incluso su hermana, en el improbable caso de que todavía no hubiera regresado a Yorkshire. Y sus ojos -los de su madre- transmitirían la información antes de pronunciar su nombre. Es Tommy. Ha llamado. Gracias a Dios. Está bien.

– Cielo -dijo-. ¿Dónde estás? ¿Cómo estás?

– Me he encontrado con algo… -respondió-. Una situación en Casvelyn.

– Dios mío, Tommy. ¿Tanto has caminado? ¿Sabes lo…? -Pero no terminó la frase. Pretendía preguntar si sabía lo preocupados que estaban. Pero le quería y no le abrumaría más.

Como él también la quería, contestó de todas formas.

– Lo sé, ya lo sé. Por favor, entiéndelo. Me parece que no sé qué camino seguir.

Su madre sabía, naturalmente, que no se refería a su sentido de la orientación.

– Cielo, si pudiera hacer algo por quitarte esta carga de los hombros…

Apenas podía soportar la calidez de su voz, su compasión interminable, en especial cuando ella misma había soportado tantas tragedias a lo largo de los años.

– Sí, bueno… -Se aclaró la garganta con aspereza.

– Ha llamado gente; he hecho una lista. Y no han dejado de interesarse, como cabría esperar, ya sabes qué quiero decir: una llamada de vez en cuando y ya he cumplido con mi deber. No ha sido así. Todo el mundo está muy preocupado por ti. Te quieren muchísimo, cielo.

Lynley no quería oír aquello y tenía que conseguir que lo comprendiera. No era que no valorara la preocupación de sus amigos y colegas, era que su aflicción -y el hecho de que la expresaran- tocaba una herida tan abierta en su interior que cualquier roce era como una tortura. Por eso se había marchado de casa, porque en el sendero de la costa no había nadie en marzo y poca gente en abril, y aunque se cruzara con alguien en su caminata, esa persona no sabría nada de él, de por qué avanzaba sin parar día tras día o qué le había impulsado a tomar esa decisión.

– Madre… -le dijo.

Ella lo oyó en su voz, como madre que era.

– Cariño, lo siento. No hablo más del tema. -Su voz se alteró, se volvió más formal, algo que Thomas agradeció-. ¿Qué ha pasado? Estás bien, ¿verdad? ¿No te has hecho daño?

No, le dijo. No se había hecho daño. Pero había topado con alguien que sí. Parecía que había sido el primero en encontrarlo: un chico que había muerto al caer de uno de los acantilados. La policía estaba investigando, y como había dejado en casa todo lo que pudiera identificarle… ¿Podía mandarle su cartera?

– Es una mera formalidad, diría yo. Están arreglándolo todo. Parece un accidente, pero, obviamente, hasta que lo confirmen, no quieren que me vaya. Y quieren que demuestre que soy quien digo ser.

– ¿Saben que eres policía, Tommy?

– Uno sí, al parecer. Por otro lado, sólo les he dicho mi nombre.

– ¿Nada más?

– No. -Se habría transformado todo en un melodrama victoriano: «Señor mío (o en este caso, señora), ¿sabe con quién está hablando?». Primero habría nombrado su rango y si aquello no impresionaba, lo intentaría con el título nobiliario. Aquello sí habría provocado alguna reverencia, como mínimo, aunque la inspectora Hannaford no parecía ser de las que hacían reverencias-. Así que no están dispuestos a aceptar mi palabra, y es lógico. Yo no la aceptaría. ¿Me mandarás la cartera?

– Por supuesto. Enseguida. ¿Quieres que Peter coja el coche y te la lleve por la mañana?

No creía que pudiera soportar la preocupación angustiada de su hermano.

– No le molestes con eso. Échala en el correo y ya está.

Le dijo dónde estaba y ella le preguntó -como madre que era- si el hostal era agradable, como mínimo, si la habitación era confortable, si la cama era adecuada para él. Lynley le contestó que todo estaba bien. Le dijo que, en realidad, estaba deseando darse un baño.

Su madre se tranquilizó al oír aquello, aunque no se quedó totalmente satisfecha. Si bien el deseo de darse un baño no indicaba necesariamente que deseara continuar viviendo, al menos declaraba una voluntad de seguir tirando un tiempo más. Eso serviría. Colgó después de decirle que se diera un buen remojo, largo y placentero, y oírle decir que darse un buen remojo, largo y placentero, era lo que tenía en mente.

Dejó el teléfono sobre el tocador. Dio la espalda a la mesa y, como no le quedaba más remedio, miró la habitación, la cama, el lavamanos minúsculo en el rincón. Se percató de que estaba bajo de defensas -la conversación con su madre había contribuido a ello- y que de repente su voz estaba con él. No la voz de su madre, sino la de Helen. «Es un poco monástica, ¿verdad, Tommy? Me siento como una monja decidida a ser casta, pero enfrentada a la terrible tentación de ser muy, muy mala.»

La oyó con muchísima claridad. Esa cualidad tan típica de Helen: el disparate que lo sacaba de su ensoñación cuando más necesitaba que lo sacaran. Era así de intuitiva. Lo miraba un instante por la noche y sabía exactamente qué debía hacer. Era su don: un talento para la observación y la perspicacia. A veces era el roce de su mano en la mejilla y dos palabras: «Cuéntame, cariño». Otras veces era la frivolidad superficial lo que disipaba la tensión y le arrancaba una carcajada.

– Helen -murmuró en el silencio, pero fue lo único que dijo y, sin duda, lo máximo que, de momento, podía expresar sobre lo que había perdido.


* * *

Daidre no regresó a la cabaña cuando dejó a Thomas Lynley en el Salthouse Inn, sino que condujo hacia el este. La ruta que tomó serpenteaba como una cinta tirada por el campo brumoso. Pasaba por varias aldeas donde las lámparas iluminaban las ventanas en la oscuridad, luego se adentraba en dos bosques. El camino dividía una granja de sus edificios anexos y, al final, desembocaba en la A388. Cogió la carretera hacia el sur y salió a una vía secundaria que avanzaba hacia el este a través de pastos donde pacían las ovejas y las vacas lecheras. La abandonó al encontrar un cartel que decía Cornish Gold. Las visitas son bienvenidas.

Cornish Gold estaba a unos ochocientos metros por un sendero muy estrecho, una finca de manzanares enormes circunscrita por plantaciones de ciruelos, estos últimos sembrados años atrás para crear una protección contra el viento. Los manzanos comenzaban en la cima de una colina y se extendían hacia el otro lado en un despliegue impresionante de superficie cultivada. Delante, en terrazas, había dos viejos graneros de piedra y, enfrente, una fábrica de sidra se erigía a un lado de un patio adoquinado. En el centro, un corral formaba un cuadrado perfecto, y dentro, resollaba y bufaba la razón por la que Daidre visitaba el lugar, en caso de que alguien que no fuera la propietaria de la granja le preguntara. Esta razón era un cerdo, un enorme Gloucester Old Spot muy antipático que había sido clave para que Daidre y la propietaria de la sidrería se conocieran poco después de que la mujer llegara a estos lares, un viaje que había realizado a lo largo de treinta años desde Grecia a Londres y a St. Ives y la granja.

A un lado del corral, Daidre encontró al cerdo esperando. Se llamaba Stamos, por el ex marido de la propietaria. El Stamos porcino, nada estúpido y siempre optimista, había anticipado la razón de la visita de Daidre y había colaborado acercándose pesadamente a la valla en cuando ella entró en el patio. Sin embargo, esta vez no llevaba nada para él. Meter pieles de naranja en su bolso mientras estaba en la cabaña le pareció una actividad cuestionable en presencia de la policía, decidida a observar y fijarse en los movimientos de todo el mundo.

– Lo siento, Stamos -dijo-. Pero echemos un vistazo a la oreja igualmente. Sí, sí. Es una mera formalidad, estás casi recuperado y lo sabes. Eres demasiado listo, ¿verdad?

El cerdo solía morder, así que tuvo cuidado. También miró a su alrededor en el patio para ver quién podía estar observándola porque, en cualquier caso, había que ser diligente. Pero no había nadie y era razonable, ya que era tarde y todos los empleados de la granja se habrían ido a casa hacía rato.

– Ya está perfecta -le dijo al cerdo.

Cruzó el resto del patio donde un arco conducía a una huerta pequeña empapada de agua por la lluvia. Desde allí siguió un sendero de ladrillo -irregular, lleno de maleza y encharcado- hasta una bonita casita blanca de la que provenía el sonido de una guitarra clásica a rachas. Aldara debía de estar practicando, lo cual era bueno, porque significaba que estaba sola.

Los acordes pararon al instante cuando Daidre llamó a la puerta. Unos pasos avanzaron deprisa por el suelo de madera.

– ¡Daidre! ¿Qué diablos…? -La luz interior de la cabaña iluminaba a Aldara Pappas desde atrás, así que Daidre no podía verle la cara. Pero sabía que sus preciosos ojos oscuros mostrarían especulación y no sorpresa, a pesar de su tono de voz. Aldara retrocedió diciendo-: Pasa. Eres muy bienvenida. Qué sorpresa tan agradable que hayas venido a romper el tedio de esta noche. ¿Por qué no me has llamado desde Bristol? ¿Vas a quedarte muchos días?

– Lo he decidido de repente.

Dentro hacía bastante calor, como le gustaba a Aldara. Todas las paredes estaban encaladas y en cada una de ellas colgaban cuadros de colores vivos de paisajes escarpados, áridos y con casas blancas, pequeñas construcciones con tejas en los tejados y ventanas de guillotina repletas de flores, con asnos pegados plácidamente a las paredes y niños de pelo oscuro jugando en el barro delante de las puertas. Los muebles de Aldara eran sencillos y escasos. Sin embargo, las sillas estaban tapizadas en azul y amarillo intensos y una alfombra roja cubría parte del suelo. Sólo faltaban las lagartijas, sus pequeños cuerpos curvados contra la superficie de aquello a lo que pudieran aferrarse con sus patitas succionadoras.

Sobre una mesita de café delante del sofá descansaba un cuenco de fruta y una bandeja de pimientos asados, aceitunas griegas y queso: feta, sin duda. Una botella de vino tinto aguardaba a ser abierta. Dos copas de vino, dos servilletas, dos platos y dos tenedores estaban cuidadosamente dispuestos. Aquello revelaba la mentira de Aldara. Daidre la miró y levantó una ceja.

– Sólo era una mentirijilla social. -Como siempre, Aldara no se sentía incómoda en absoluto por que la hubieran pillado-. Si hubieras entrado y visto esto, no te habrías sentido bienvenida, ¿verdad? Y tú siempre eres bienvenida en mi casa.

– Como cualquier otra persona esta noche, al parecer.

– Tú eres mucho más importante que cualquier otra persona. -Como para enfatizar sus palabras, Aldara se acercó a la chimenea, donde la leña estaba preparada y sólo había que utilizar las cerillas. Encendió una en la parte inferior de la repisa y la acercó al papel arrugado debajo de los troncos. Era madera de manzano, seca y guardada para hacer fuego cuando se podaban los árboles.

Los movimientos de Aldara eran sensuales, pero no estudiados. Desde que la conocía, Daidre se había percatado de que Aldara era sensual simplemente por ser ella. Se reía y decía «lo llevo en la sangre», como si ser griega significara ser seductora. Pero era algo más que la sangre lo que hacía que fuera cautivadora: era la confianza, la inteligencia y la ausencia total de miedo. Esta última cualidad era lo que Daidre más admiraba de ella, aparte de su belleza; tenía cuarenta y cinco años y parecía diez años más joven. Daidre tenía treinta y uno y como su piel no era aceitunada como la de la otra mujer, sabía que no correría la misma suerte dentro de catorce años.

Después de encender el fuego, Aldara se acercó al vino y lo descorchó, como para subrayar la afirmación de que Daidre era un invitado tan valorado e importante como quienquiera que estuviera esperando en realidad. Llenó las copas diciendo:

– Es fuerte, nada de ese francés suave. Ya lo sabes, me gusta que el vino desafíe al paladar. Así que come un poco de queso para acompañar o te arrancará el esmalte de los dientes.

Le entregó una copa y cogió un trozo de queso que se metió en la boca. Se lamió los dedos despacio, luego guiñó un ojo a Daidre, mofándose de sí misma.

– Delicioso -dijo-. Me lo ha enviado mamá desde Londres.

– ¿Cómo está?

– Aún busca a alguien que mate a Stamos, naturalmente. Sesenta y dos años y nadie guarda rencor como mamá. Me dice: «Higos. Le mandaré higos a ese demonio. ¿Se los comerá, Aldara? Los rellenaré de arsénico. ¿Tú qué crees?». Yo le digo que se lo quite de la cabeza. Sí, se lo digo. «No malgastes tus energías en ese hombre. Han pasado nueve años, mamá, es tiempo suficiente para desearle mal a nadie.» Y me contesta, como si yo no hubiera dicho nada: «Mandaré a tus hermanos a que le maten». Luego se pone a insultarle en griego un rato, pagando yo, naturalmente, porque soy yo quien la llama cuatro veces a la semana, como la hija obediente que siempre he sido. Cuando acaba, le digo que al menos mande a Nikko si verdaderamente tiene intención de matar a Stamos porque él es el único de mis hermanos que sabe utilizar bien una navaja y disparar un arma. Entonces se echa a reír, se pone a contarme una historia sobre uno de los hijos de Nikko y ya está.

Daidre sonrió. Aldara se dejó caer en el sofá, se quitó los zapatos de una patada y se sentó sobre sus piernas. Llevaba un vestido color caoba, el dobladillo como un pañuelo, el escote de pico hacia sus pechos. No tenía mangas y era de un material más adecuado para el verano en Creta que para la primavera en Cornualles. No le extrañaba que hiciera tanto calor en el salón.

Daidre cogió el vino y un trozo de queso como le había indicado su amiga. Aldara tenía razón: el vino era fuerte.

– Creo que lo criaron quince minutos -le dijo Aldara-. Ya conoces a los griegos.

– Tú eres la única griega que conozco -dijo Daidre.

– Qué triste. Pero las griegas son mucho más interesantes que los griegos, así que conmigo tienes lo mejor. No has venido por Stamos, ¿verdad? Me refiero al cerdo con c minúscula, no al Stamos con C mayúscula.

– He pasado a verle. Tiene las orejas curadas.

– Deberían estarlo, he seguido tus instrucciones. Está como nuevo. También me pide una novia, aunque lo último que quiero es una docena de cochinillos pegados a mis tobillos. No me has contestado, por cierto.

– ¿No?

– No. Me encanta verte, como siempre, pero hay algo en tu cara que me dice que has venido por un motivo concreto. -Cogió otro trozo de queso.

– ¿A quién estás esperando? -preguntó Daidre.

La mano de Aldara, que se llevaba el queso a la boca, se detuvo. La mujer ladeó la cabeza y miró a Daidre.

– Esa clase de pregunta no es nada propia de ti -señaló.

– Lo siento, pero…

– ¿Qué?

Daidre se aturulló, y odiaba esa sensación. Su experiencia vital -por no mencionar sexual y emocional- contrapuesta a la de Aldara era la de una persona tremendamente inexperta y aún más insegura. Cambió de tema. Lo hizo sin rodeos, puesto que era la única arma que poseía.

– Aldara, Santo Kerne ha muerto.

– ¿Qué has dicho?

– ¿Me lo preguntas porque no me has oído o porque quieres pensar que no me has oído?

– ¿Qué le ha pasado? -preguntó Aldara, y a Daidre le complació ver que dejaba el trozo de queso en la bandeja, intacto.

– Al parecer estaba escalando.

– ¿Dónde?

– En el acantilado de Polcare Cove. Ha caído y se ha matado. Un hombre que caminaba por el sendero de la costa lo ha encontrado. Ha ido a la cabaña.

– ¿Estabas ahí cuando pasó?

– No. He llegado de Bristol esta tarde. Cuando he entrado en casa, el hombre estaba dentro buscando un teléfono. Me lo he encontrado allí.

– ¿Te has encontrado a un hombre dentro de casa? Dios mío, qué miedo. ¿Cómo ha…? ¿Ha encontrado la copia de la llave?

– Ha roto una ventana para entrar. Me ha dicho que había un cuerpo en las rocas y he ido a verlo con él. Le he dicho que era médico…

– Y lo eres. Quizás habrías podido…

– No. No es eso. Bueno, en cierto modo sí, porque podría haber hecho algo, supongo.

– No debes suponerlo, Daidre. Has recibido una buena educación, estás cualificada. Has conseguido un trabajo de una responsabilidad enorme y no puedes decir…

– Aldara. Sí, muy bien, ya lo sé. Pero era más que el deseo de ayudar. Quería verle. Tenía un presentimiento.

Aldara no dijo nada. La savia de uno de los troncos crujió y el sonido atrajo su atención hacia el fuego. Lo miró largamente, como si comprobara que los troncos permanecían donde los había colocado al principio.

– ¿Creías que podría ser Santo Kerne? -dijo al fin-. ¿Por qué?

– Es obvio, ¿no?

– ¿Por qué es obvio?

– Aldara, ya lo sabes.

– No lo sé. Dímelo.

– ¿Debo?

– Por favor.

– Eres…

– No soy nada. Dime lo que quieras decirme sobre por qué las cosas son tan obvias para ti, Daidre.

– Porque incluso cuando uno cree que se ha ocupado de todo, incluso cuando cree que ha puesto todos los puntos sobres las íes, que ha dado los últimos retoques; incluso cuando cree que todas las frases tienen su punto final…

– Te estás poniendo pesada -señaló Aldara.

Daidre respiró hondo.

– Una persona ha muerto. ¿Cómo puedes hablar así?

– De acuerdo. «Pesada» no es la palabra correcta. «Histérica» es mejor.

– Estamos hablando de un ser humano, un adolescente; no tenía ni diecinueve años. Y ha muerto en las rocas.

– Ahora sí que estás histérica.

– ¿Cómo puedes ser así? Santo Kerne está muerto.

– Y lo siento. No me gusta pensar que un chico tan joven se haya caído de un acantilado y…

– Eso si se ha caído, Aldara.

La mujer alargó la mano a la copa de vino. Daidre se fijó -como hacía a veces- en que sus manos eran lo único que no tenía bonito. La propia Aldara las llamaba «manos de campesino», hechas para restregar la ropa en las rocas de un arroyo, para amasar pan, para trabajar la tierra. Con sus dedos fuertes y gruesos y las palmas anchas, no eran manos hechas para una profesión delicada.

– ¿Por qué dices «si se ha caído»? -preguntó.

– Ya sabes la respuesta.

– Pero dices que estaba escalando. No pensarás que alguien…

– Alguien no, Aldara. ¿Santo Kerne? ¿Polcare Cove? No es difícil adivinar quién podría haberle hecho daño.

– No digas tonterías. Ves demasiadas películas. El cine hace que la gente crea que los demás actúan como si estuvieran interpretando un papel escrito en Hollywood. Que Santo Kerne se cayera mientras hacía escalada…

– ¿No es un poco extraño? ¿Por qué iba a escalar con este tiempo?

– Me lo preguntas como si esperaras que supiera la respuesta.

– Por el amor de Dios, Aldara…

– Basta. -Aldara dejó la copa de vino con firmeza sobre la mesa-. Yo no soy tú, Daidre. Nunca me he sentido como… como… Oh, cómo lo diría… intimidada por los hombres como tú, no tengo esa sensación de que de algún modo son más importantes de lo que son, que son necesarios en la vida, esenciales para que una mujer esté completa. Siento muchísimo que el chico haya muerto, pero no tiene nada que ver conmigo.

– ¿No? ¿Y este…? -Daidre señaló las dos copas de vino, los dos platos, los dos tenedores, la repetición infinita de lo que debería haber sido pero que nunca acababa de ser el número dos. Y también estaba el tema de la ropa que llevaba Aldara: el vestido vaporoso que abrazaba y soltaba sus caderas cuando se movía, los zapatos que había elegido con la parte de los dedos demasiado abierta y los tacones demasiado altos para resultar prácticos en una granja, los pendientes que resaltaban su largo cuello. La mente de Daidre no albergaba ninguna duda de que las sábanas de la cama de Aldara estarían recién lavadas y olerían a lavanda y de que habría velas preparadas para encender en el dormitorio.

En estos momentos había un hombre de camino a su casa que estaba pensando en quitarle la ropa y preguntándose cuánto tardaría en poder ir al grano con ella después de llegar. Pensaba en cómo iba a hacérselo -fuerte o con ternura, contra la pared, en el suelo, en una cama- y en qué postura, y si estaría a la altura para hacerlo más de dos veces porque sabía que sólo dos no bastarían, no para una mujer como Aldara Pappas: desenfadada, sensual, dispuesta. Tenía que darle lo que buscaba porque si no lo descartaría, y no quería que eso sucediera.

– Creo que vas a verlo de otro modo, Aldara. Verás que esto… lo que le ha pasado a Santo… lo que sea que le ha pasado…

– Qué tontería -la interrumpió Aldara.

– ¿Ah, sí? -Daidre puso la palma de la mano en la mesa, entre las dos. Repitió la pregunta anterior-: ¿A quién estás esperando esta noche?

– No es de tu incumbencia.

– ¿Te has vuelto loca? He tenido a la policía en mi casa.

– Y eso te preocupa. ¿Por qué?

– Porque me siento responsable. ¿Tú no?

Aldara pareció meditar la pregunta porque tardó un momento en contestar.

– En absoluto.

– ¿Eso es todo?

– Supongo.

– ¿Por esto? ¿El vino, el queso, el fuego acogedor? ¿Vosotros dos, sea quien sea?

Aldara se levantó.

– Debes irte -dijo-. He intentado explicarme una y otra vez, pero ves mi forma de ser como una cuestión moral y no como lo que es: la manifestación del único modo en que sé funcionar. Así que sí, alguien viene hacia aquí y no, no voy a decirte quién es y preferiría que no estuvieras cuando llegue.

– No permites que nada te afecte, ¿verdad? -le preguntó Daidre.

– Le dijo la sartén al cazo, querida -respondió Aldara.

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