Capítulo 22

– Cree que mataste a Santo.

Alan no pronunció esta declaración de asombro hasta que estuvieron bien lejos de Adventures Unlimited. Había sacado a Kerra de la habitación de su madre, la había conducido por el pasillo del hotel y bajado por las escaleras. Ella se había resistido y había gruñido:

– ¡Suéltame, Alan! Que me sueltes, joder.

Pero él se mantuvo firme. Era fuerte, ¿quién habría pensado que alguien tan delgado como Alan Cheston podía ser fuerte?

La había sacado de la propiedad del hotel: cruzaron la puerta del salón, recorrieron la terraza, subieron las escaleras de piedra y pasaron por la colina en dirección a la playa de St. Mevan. Hacía demasiado frío para estar fuera sin un jersey o una chaqueta, pero no se detuvo a coger algo para protegerse de la brisa marina que arreciaba. De hecho, ni siquiera parecía consciente de que el viento era fresco y pronto sería cortante.

Bajaron a la playa y entonces Kerra abandonó la lucha y se sometió para que la guiara a donde estuviera llevándola. Sin embargo, no abandonó su ira. La desataría contra él cuando llegaran a donde había decidido llevarla.

Resultó ser el Sea Pit, al final de la playa. Subieron sus siete peldaños quebradizos y se quedaron en la terraza de hormigón que lo rodeaba. Miraron abajo al fondo de la piscina salpicado de arena y, por un momento, Kerra se preguntó si pensaba tirarla al agua como algún macho primitivo que tomaba el control de su mujer.

No lo hizo, sino que dijo:

– Cree que mataste a Santo. -Entonces la soltó.

Si hubiera dicho algo más, Kerra habría pasado al ataque verbal o físico. Pero la afirmación requería una respuesta ligeramente racional al menos, porque el tono era de confusión y miedo.

Alan volvió a hablar.

– Nunca había visto nada igual. Tú y tu madre en una pelea. Era el tipo de cosa que se ve… -Pareció que no sabía dónde vería algo así, pero era normal: Alan no era de los que frecuentaban lugares donde las mujeres se tiraban de los pelos, se arañaban, gritaban y chillaban las unas a las otras. Tampoco Kerra, en realidad, pero Dellen la había llevado al límite. Y existía una razón para lo que había ocurrido entre ellas. Alan tendría que reconocer eso como mínimo-. No sabía qué hacer. Nunca había tenido que enfrentarme a algo así…

Kerra se frotó el brazo allí donde la había agarrado.

– Santo me robó a Madlyn. La apartó de mí y yo le odiaba por ello. Dellen lo sabe, así que le ha sido fácil pasar de eso a decir que yo lo maté. Es su estilo.

Alan parecía, en todo caso, aún más confuso.

– Las personas no roban personas a otras, Kerra -dijo.

– En mi familia, sí. Entre los Kerne es algo entre un acto reflejo y una tradición declarada.

– Menuda tontería.

– Madlyn y yo éramos amigas. Entonces apareció Santo, le echó el ojo y Madlyn se volvió loca por él. Ni siquiera sabía hablar de otra cosa, así que terminamos… Madlyn y yo… Terminamos siendo nada porque ella y Santo… Y lo que hizo… Dios mío, era tan típico. Igualito que Dellen. No quería a Madlyn, sólo quería ver si podía alejarla de mí. -Ahora que por fin estaba expresándolo todo con palabras, Kerra descubrió que no podía parar. Se pasó una mano por el pelo, se lo agarró con fuerza y tiró, como si tirar de él fuera a conseguir que sintiera algo distinto a lo que había sentido durante tanto tiempo-. No necesitaba a Madlyn. Podría haber tenido a cualquiera, igual que Dellen, en realidad. Ha tenido a cualquiera siempre que le ha picado. No necesita… No lo necesita.

Alan la miraba fijamente, como si hablara un idioma cuyas palabras entendía pero cuyo significado subyacente le sonaba a chino. Una ola chocó contra el lado del Sea Pit y él se estremeció como si le sorprendieran su fuerza y proximidad. La espuma los salpicó a los dos. Era fresca y fría, salada en sus labios.

– Estoy absolutamente perdido -dijo.

– Sabes perfectamente de qué estoy hablando -dijo ella.

– Pues resulta que no. Sinceramente.

Ahora era el momento. No le quedaba más remedio que presentarle las pruebas que había recabado y decir la verdad tal como la entendía ella. Kerra había dejado la postal en el cuarto de su madre, pero el hecho que revelaba la postal seguía existiendo.

– Fui a la casa, Alan -dijo-. Registré tus cosas.

– Ya lo sé.

– De acuerdo, ya lo sabes. Encontré la postal.

– ¿Qué postal?

– «Es aquí.» Esa postal. Pengelly Cove, la cueva, la letra de Dellen en rojo y una flecha señalando directamente a la cueva. Los dos sabemos qué significa.

– ¿Lo sabemos?

– Basta. Llevas trabajando en ese despacho de marketing con ella… ¿Cuánto tiempo? Te pedí que no lo hicieras. Te pedí que cogieras un trabajo en otra parte. Pero no quisiste, ¿verdad? Así que te sentaste en el despacho con ella día tras día y no puedes decirme… Joder, no puedes afirmar que ella no… Por el amor de Dios, eres un hombre. Conoces las señales. Y hubo algo más que señales, ¿verdad?

Alan la miró fijamente. Kerra quería ponerse a patalear. El hombre no podía ser tan obtuso. Había decidido que las cosas serían así: fingiría ignorarlo todo hasta que ella bajara los brazos derrotada. Qué listo. Pero ella no era tonta.

– ¿Dónde estabas el día que murió Santo? -le preguntó.

– Dios mío. No pensarás que tuve algo que ver con…

– ¿Dónde estabas? Te fuiste, y ella también. Y tenías esa postal. Estaba en tu habitación. Ponía «es aquí» y los dos sabemos a qué se refería. Empezó con el rojo: el pintalabios, un pañuelo, unos zapatos. Cuando hacía eso… Cuando hace eso…

Kerra notó que le entraban ganas de echarse a llorar y sólo pensar en llorar por aquello, por Dellen, por ellos dos, provocó que toda su ira regresara con fuerza y se expandiera en su interior hasta tal punto que pensó que iba a escupirla por la boca, un vertido apestoso capaz de contaminar todo lo que quedara entre ella y este hombre a quien había elegido amar. Porque lo amaba, sólo que el amor era peligroso. El amor la situaba donde estaba su padre y eso le resultaba insoportable.

Al parecer, Alan empezaba a asimilar todo aquello porque dijo:

– Entiendo. No se trata de Santo, ¿verdad? Es tu madre. Crees que yo… con tu madre… el día que Santo murió. ¿Y se supone que pasó en esa cueva de la postal?

Kerra no pudo responder. Ni siquiera pudo asentir con la cabeza. Estaba esforzándose demasiado por recuperar el control, porque si tenía que sentir algo -si tenía que demostrar que sentía algo, en realidad- quería que ese algo fuera rabia.

– Kerra, ya te lo he dicho -dijo Alan-. Hablamos del vídeo, tu madre y yo. También se lo había comentado a tu padre. Tu madre no dejaba de hablar de un lugar en la costa que creía que podría irnos muy bien, por las cuevas y el ambiente que proporcionaban. Me dio esa postal y…

– No eres tan estúpido. Y yo tampoco.

Alan giró la cabeza, no hacia el mar, sino en dirección al hotel. Desde el borde del Sea Pit no se veía el viejo hotel de la Colina del Rey Jorge, pero sí las casetas de la playa, esa hilera ordenada azul y blanca, el lugar perfecto para una cita.

Alan suspiró.

– Sabía qué tenía en mente. Me sugirió que fuéramos a las cuevas a echar un vistazo y lo supe. No es nada sutil cuando se trata de indirectas. Pero imagino que nunca le ha hecho falta ser muy creativa; todavía es una mujer guapa, a su manera.

– No sigas -dijo Kerra. Por fin habían llegado al fondo del asunto y descubrió que no podía soportar escuchar los detalles. En realidad, era la misma maldita historia con la misma maldita trama. Sólo cambiaban los protagonistas masculinos.

– Seguiré -dijo Alan-. Y me escucharás y decidirás lo que quieras creer. Dellen afirmaba que las cuevas eran perfectas para el vídeo. Comentó que debíamos ir a echar un vistazo. Le contesté que tendríamos que quedar allí y como excusa le dije que tenía que hacer algunos recados porque no tenía ninguna intención de ir en el mismo coche con ella. Así que nos encontramos allí y me enseñó la cala, el pueblo y las cuevas. Y no pasó nada entre nosotros porque mi única intención era que no fuese así. -Mientras hablaba seguía con la mirada fija en las casetas de la playa, pero ahora la miró. Kerra no podía entender qué significaba eso-. Así que ahora te toca decidir, Kerra. Te toca elegir.

Entonces lo comprendió. ¿A quién iba a creer: a él o a su instinto? ¿Qué escogería: la confianza o la sospecha?

– Me arrebatan todo lo que quiero -dijo ella con voz apagada.

– Kerra, cariño, las cosas no funcionan así -dijo Alan en voz baja.

– En nuestra familia siempre han funcionado así.

– Quizás en el pasado. Quizás hayas perdido a personas que no querías perder. Quizá las hayas dejado marchar tú, o tú las hayas apartado. La cuestión es que nadie que no quiera apartarse se aparta. Y si alguien te quita a alguien, no es culpa tuya. ¿Cómo podría serlo?

Kerra escuchó las palabras y notó su calidez, y ésta la tranquilizó por dentro. Era muy extraño, también inesperado. Con lo que Alan había dicho, Kerra sintió un alivio sutil. Algo indescriptible estaba cediendo, como si se derrumbara un gran baluarte interno. También notó el escozor de las lágrimas, pero no iba a permitirse llegar tan lejos.

– A ti, entonces -dijo.

– ¿A mí, entonces? ¿Qué?

– Supongo que te elijo a ti.

– ¿Sólo lo supones?

– No puedo darte más ahora mismo… No puedo, Alan.

Él asintió con gravedad. Luego dijo:

– Me llevé a un cámara conmigo. Era el recado que tenía que hacer antes de ir a Pengelly Cove. Fui a buscar a un cámara. No fui solo a las cuevas.

– ¿Por qué no me lo has contado? ¿Por qué no me has dicho…?

– Porque quería que escogieras. Quería que me creyeras. Está enferma, Kerra. Cualquiera que tenga sentido común puede ver que está enferma.

– Siempre ha sido tan…

– Siempre ha estado tan enferma. Y pasarte la vida reaccionando a su enfermedad también hará que enfermes tú. Tienes que decidir si así es como quieres vivir. Porque yo no.

– Seguirá intentando…

– Seguramente sí. O buscará ayuda. Tomará una decisión o tu padre insistirá en que lo haga o acabará en la calle y tendrá que cambiar para sobrevivir, no lo sé. La cuestión es que yo pienso vivir mi vida como yo quiero vivirla, independientemente de lo que haga tu madre con la suya. ¿Tú qué quieres hacer exactamente? ¿Lo mismo? ¿U otra cosa?

– Lo mismo -dijo Kerra. Notaba los labios entumecidos-. Pero tengo… tanto miedo.

– Todos tenemos miedo, porque no hay ninguna garantía de nada. Así es la vida.

Ella asintió como atontada. Una ola rompió contra el Sea Pit. Kerra se estremeció.

– Alan -dijo-. No le hice daño… Nunca le habría hecho nada a Santo.

– Claro que no. Yo tampoco.


* * *

Bea estaba sola en el centro de operaciones cuando accedió al ordenador. Había enviado a Barbara Havers de nuevo a Polcare Cove para que llevara a Daidre Trahair a Casvelyn para un careo. «Si no está, espera una hora -le había dicho Bea a la sargento-. Si no aparece, déjalo y le echaremos el lazo mañana por la mañana.»

Al resto del equipo lo mandó a sus respectivas casas después de analizar largamente los progresos del día. «Comed algo decente y dormid bien -les dijo-. Por la mañana las cosas parecerán distintas, más claras y más posibles.» O eso esperaba.

Consideraba que entrar en el ordenador era un último recurso, una concesión a la forma extravagante que tenía el agente McNulty de enfocar el trabajo policial. Lo hizo porque, antes de que ella y la sargento Havers se marcharan de LiquidEarth, se había detenido delante del poster que tanto había fascinado al joven agente -el surfista cayendo en esa ola monstruosa- y había dicho refiriéndose a ella:

– Es la ola que lo mató, ¿verdad?

Estaban con ella los dos hombres: Lew Angarrack y Jago Reeth.

– ¿Quién? -Fue Angarrack el que preguntó.

– Mark Foo. ¿No es Mark Foo en la ola de Maverick's que lo mató?

– Foo murió en Maverick's, cierto -dijo Lew-. Pero ése es un chico más joven, Jay Moriarty.

– ¿Jay Moriarty?

– Sí. -Angarrack había ladeado la cabeza, interesado-. ¿Por qué?

– El señor Reeth dijo que era la última ola de Mark Foo.

Angarrack miró a Jago Reeth.

– ¿Cómo pudiste pensar que era Foo? -dijo-. La tabla no está bien, para empezar.

Jago se acercó a la puerta que separaba la zona de trabajo de la recepción y el taller de exposición, donde, entre otros, estaba colgado el póster en la pared. Se apoyó en el marco y señaló a Bea con la cabeza.

– Sobresaliente -le dijo a Hannaford, y luego a Lew-: Están haciendo el trabajo que tienen que hacer, fijándose en todo lo que tienen que fijarse. Tenía que comprobarlo, ¿no? Espero que no se lo tome como algo personal, inspectora.

Bea se molestó mucho. Todo el mundo quería intervenir en una investigación de asesinato si conocía a la víctima, pero ella detestaba cualquier cosa que le hiciera perder el tiempo y no le gustaba que la pusieran a prueba de ese modo. Aún le desagradó más la manera como la miró Jago Reeth después de aquel intercambio, con esa mirada maliciosa que a menudo adoptan los hombres que se ven obligados a tratar con mujeres que ocupan una posición superior a la de ellos.

– No vuelva a hacerlo -le dijo, y se marchó de LiquidEarth con Barbara Havers. Pero ahora, sola en el centro de operaciones, se preguntó si el error de Jago Reeth con el póster se debía realmente a que estaba poniendo a prueba la solidez de su investigación o respondía a otra razón totalmente distinta. Bea sólo podía contemplar dos posibilidades: había confundido la identidad del surfista porque no lo conocía o lo había hecho a propósito para centrar la atención en él. En cualquier caso, la pregunta era por qué, y carecía de una respuesta fácil.

Pasó los noventa minutos siguientes navegando por el enorme abismo de Internet. Buscó a Moriarty y Foo y descubrió que los dos estaban muertos. Sus nombres la condujeron a otros nombres, así que siguió el rastro dejado por esta lista de individuos sin rostro hasta que al final también tuvo sus caras en la pantalla del ordenador. Las examinó con la esperanza de recibir algún tipo de señal sobre qué debía hacer a continuación, pero si existía una conexión entre estos surfistas de olas grandes y la muerte de un escalador en un acantilado de Cornualles, no la encontró y se dio por vencida.

Se acercó a la pizarra. ¿Qué tenían después de estos días de esfuerzo? Tres materiales de escalada dañados, el estado del cuerpo que indicaba que había recibido un único puñetazo fuerte en la cara, huellas en el coche de Santo Kerne, un cabello atrapado en su equipo, la reputación del chico, dos vehículos en los alrededores del lugar de la caída y el hecho de que seguramente había puesto los cuernos a Madlyn Angarrack con una veterinaria de Bristol. Eso era todo. No tenían nada sólido con lo que trabajar y mucho menos nada en lo que basar una detención. Habían transcurrido más de setenta y dos horas desde la muerte del chico y cualquier policía vivo sabía que cada hora que pasaba sin una detención a partir del momento del asesinato dificultaba muchísimo más la resolución de caso.

Bea examinó los nombres de las personas que estaban implicadas, directa o indirectamente, en este homicidio. Le pareció que en algún momento u otro, todo el mundo que conocía a Santo Kerne había tenido acceso a su equipo de escalada, así que no tenía demasiado sentido seguir esa dirección. Por lo tanto, pensó que debían centrarse en el móvil del crimen.

«Sexo, poder, dinero», pensó. ¿Acaso no habían sido siempre el triunvirato de los móviles? Tal vez no fueran obvios en las fases iniciales de una investigación, pero ¿no acababan apareciendo siempre? Al principio se contemplaban los celos, la ira, la venganza y la avaricia. ¿No podían vincularse todos ellos al sexo, el poder o el dinero? Y si así era, ¿cómo se aplicaban estos tres móviles originales a esta situación?

Bea dio el único paso que se le ocurrió: hizo una lista. Escribió los nombres que en estos momentos le parecían probables y al lado de cada persona anotó el posible móvil de cada una. Apuntó a Lew Angarrack vengando el corazón roto de su hija (sexo); a Jago Reeth vengando el corazón roto de una chica que era como una nieta para él (sexo otra vez); a Kerra Kerne eliminando a su hermano para heredar todo Adventures Unlimited (poder y dinero); a Will Mendick esperando hacerse un hueco en los sentimientos de Madlyn Angarrack (el sexo una vez más); a Madlyn funcionando desde una perspectiva de mujer despechada (sexo de nuevo); a Alan Cheston deseando mayor control sobre Adventures Unlimited (poder); a Daidre Trahair poniendo punto final a su papel de La Otra deshaciéndose del hombre (más sexo).

Por ahora, los padres de Santo Kerne no parecían tener un móvil para cargarse a su hijo, ni tampoco Tammy Penrule. «¿Qué quedaba, entonces?», se preguntó Bea. La eslinga estaba cortada y el corte tapado con la cinta que Santo Kerne utilizaba para identificar su equipo. Dos cuñas estaban…

Tal vez las cuñas fueran la clave. Como el cable que contenían estaba hecho de alambres gruesos, haría falta una herramienta especial para cortarlos. Una cizalla, quizás. Unos alicates. Si encontraba esa herramienta, ¿encontraría al asesino? Era la mejor posibilidad que tenía.

Lo que era destacable, sin embargo, era la naturaleza pausada del crimen. El asesino confiaba en que, al final, el chico utilizaría la eslinga o una de las cuñas dañadas, pero el tiempo no era esencial. Tampoco era necesario para el asesino que el chico muriera en el acto, ya que podría haber utilizado la eslinga y las cuñas en una escalada mucho más sencilla. Podría haberse caído y hecho daño solamente, lo que habría requerido que el asesino ideara otro plan.

De manera que no estaban buscando a alguien desesperado, ni autor de un crimen pasional: estaban buscando a una persona astuta. La astucia siempre sugería que se trataba de una mujer, igual que el enfoque que se había utilizado en este crimen. Cuando una mujer mataba, nunca utilizaba un método directo.

Esa línea de pensamiento la condujo inmediatamente a Madlyn Angarrack, Kerra Kerne y Daidre Trahair. Lo que, a su vez, la llevó a preguntarse dónde diablos había estado la veterinaria ese día. Y aquello provocó inevitablemente que pensara en Thomas Lynley y en su presencia en Polcare Cove aquella mañana, lo que hizo que fuera al teléfono para marcar el número del móvil que le había dado.

– Bueno, ¿qué tenemos? -le preguntó cuando su tercer intento por establecer una conexión con dondequiera que estuviera tuvo éxito-. ¿Y dónde diablos está, comisario?

Estaba regresando a Casvelyn, le dijo. Había pasado el día en Newquay, Zennor y Pengelly Cove. A su pregunta de cómo diantre les llevaba eso a Daidre Trahair, a quien todavía deseaba ver, por cierto, Lynley le contó un cuento sobre surfistas adolescentes, sexo adolescente, drogas, alcohol, fiestas adolescentes, cuevas en la playa y una muerte. Chicos ricos, chicos pobres y chicos de clase media y la policía que no había logrado resolver el caso a pesar de que alguien había dado un chivatazo.

– Sobre Ben Kerne -dijo Lynley-. Sus amigos pensaron desde el principio que la chivata fue Dellen Kerne. El padre de Ben también lo cree.

– Y todo esto es relevante ¿por qué razón? -preguntó Bea cansinamente.

– Creo que la respuesta a eso está en Exeter.

– ¿Está yendo para allí ahora?

– Mañana -le dijo. Hizo una pausa antes de continuar-. No me he topado con la doctora Trahair, por cierto. ¿Ha aparecido? -Sonaba demasiado despreocupado para el gusto de Bea. Y ella no era estúpida.

– Ni rastro de ella. ¿Y puedo decirle lo poco que me gusta eso?

– Podría significar cualquier cosa. Podría haber vuelto a Bristol.

– Oh, por favor. No me lo trago.

Lynley permaneció en silencio. Era respuesta suficiente.

– He mandado a su sargento Havers a casa de la doctora Trahair para que la traiga aquí si ha vuelto a hurtadillas -le dijo Bea.

– No es mi sargento Havers -dijo Lynley.

– Yo no lo negaría tan deprisa -dijo Bea.

No hacía ni cinco minutos que había colgado cuando su móvil sonó y vio que la sargento Havers la llamaba.

– Nada -fue su breve informe, interrumpido en gran parte por una cobertura terrible-. ¿Sigo esperando? Si quiere, puedo hacerlo. No tengo muchas ocasiones para fumar tranquilamente y escuchar el mar.

– Ya ha cumplido -dijo Bea-. Váyase a casa. Su comisario Lynley también va hacia el hostal.

– No es mi comisario Lynley -le dijo Havers.

– Pero ¿qué demonios les pasa a ustedes dos? -preguntó Bea y colgó antes de que la sargento pudiera elaborar una respuesta.

Decidió que su última tarea antes de marcharse a casa sería llamar a Pete y hacer de madre preguntándole por la ropa, la comida, los deberes y el fútbol. También le pediría por los perros. Y si por casualidad Ray contestaba al teléfono, sería educada.

Sin embargo, fue Pete quien contestó, y le ahorró las molestias. Estaba emocionado con el nuevo jugador que había comprado el Arsenal, alguien con un nombre indescifrable de… ¿De verdad había dicho del Polo Sur? No. Tenía que ser Sao Paulo.

Bea manifestó su entusiasmo y eliminó el fútbol de su lista de temas. Pasó a la comida y a los deberes y estaba a punto de adentrarse en el tema de la ropa -Pete detestaba que le preguntaran por su ropa interior, pero llevaría los mismos calzoncillos toda la semana si ella no le estaba encima- cuando el niño dijo:

– Papá quiere que le digas cuándo es el próximo Día de los Deportes en el cole, mamá.

– Siempre le digo cuándo es el próximo Día de los Deportes en el cole -contestó ella.

– Sí, pero me refiero a que quiere ir contigo, no solo.

– ¿Lo quiere él o lo quieres tú? -preguntó Bea con astucia.

– Bueno, estaría bien, ¿no? Papá es guay.

Ray estaba haciendo más progresos, pensó Bea. Bueno, ahora mismo no podía hacer nada al respecto. Contestó que ya verían y le dijo a Pete que le quería. Él le respondió lo mismo y colgaron.

Pero los comentarios de su hijo sobre Ray enviaron a Bea otra vez al ordenador, donde esta vez entró en su página de citas. Pete necesitaba a un hombre en casa de manera permanente y creía estar preparada para algo más definido que una cita y algún que otro polvo cuando el niño se quedaba a dormir en casa de Ray.

Repasó las ofertas, intentando no examinar primero las fotografías, diciéndose que era esencial no tener prejuicios. Pero un cuarto de hora después, su desesperación con las citas había alcanzado niveles que no conseguiría nada más. Decidió que si todas las personas que decían gustarles los paseos románticos por la playa al atardecer daban paseos románticos por la playa al atardecer, la multitud de gente reunida allí se asemejaría a Oxford Street en Navidad. Menuda chorrada. ¿Quién contaba realmente entre sus intereses las cenas a la luz de las velas, los paseos románticos por la playa, las catas de vinos en Burdeos y las charlas íntimas en bañeras de agua caliente o delante de la chimenea en el Distrito de los Lagos? ¿De verdad tenía que creérselo?

«Maldita sea», pensó. El mundo de las citas era deprimente. Empeoraba cada año, lo que hacía que cada vez estuviera más resuelta a quedarse en compañía de sus perros. Seguro que disfrutaban de un remojón en agua caliente, esos tres, y al menos se ahorraría la conversación pseudoíntima que lo acompañaba.

Apagó el ordenador y se marchó. A veces irse a casa -incluso sola- era la única respuesta.


* * *

Ben Kerne completó la ascensión al acantilado a buen ritmo y le ardían los músculos del esfuerzo. Lo hizo como Santo había pensado hacerlo, bajando en rápel y luego subiendo, aunque habría podido aparcar tranquilamente abajo en Polcare Cove y hacerlo todo al revés. Incluso podría haber caminado por el sendero de la costa hasta la cima del acantilado y realizar sólo el descenso en rápel. Pero quería recorrer los pasos de Santo y eso requería estacionar el Austin no en el aparcamiento de la cala, sino en el área de descanso cerca de Stowe Wood, donde Santo había dejado su coche. Desde allí, anduvo por el sendero hasta el mar como habría hecho Santo y fijó su eslinga en el mismo poste de piedra donde había fallado la eslinga de Santo. Todo lo demás era cuestión de memoria muscular. La bajada en rápel fue muy rápida. El ascenso requirió habilidad y cabeza, pero era preferible a estar cerca de Adventures Unlimited y de Dellen.

Ben quería estar exhausto al final de la ascensión. Buscaba quedarse agotado, pero descubrió que estaba igual de inquieto que cuando había comenzado todo el ejercicio. Tenía los músculos cansados, pero su mente funcionaba con el piloto automático.

Como siempre, era en Dellen en quien pensaba. Dellen y el hecho de que ahora comprendía qué había hecho con su vida para estar con ella.

Al principio no había entendido de qué hablaba cuando gritó:

– ¡Lo conté!

Y luego, cuando comenzó a caer en la cuenta de lo que significaba, no quiso creerla. Porque creerla significaba aceptar que el halo de sospecha bajo el que había vivido en Pengelly Cove -ese que al final había provocado que tuviera que marcharse a Truro- lo había creado de manera intencionada la mujer a quien amaba.

Así que para evitar tanto esa creencia como sus repercusiones, dijo:

– ¿De qué diablos estás hablando? -Y llegó a la conclusión de que estaba arremetiendo contra él porque había vertido acusaciones contra ella, porque había tirado sus pastillas por la ventana y porque, al hacerlo, había exigido de ella algo a lo que Dellen no podía enfrentarse en aquel momento.

Tenía la cara contraída por la rabia.

– Ya lo sabes -gritó-. Oh, lo sabes muy bien. Siempre has creído que fui yo quien te delató. Veía cómo me mirabas después, lo veía en tus ojos… Y luego te marchaste a Truro y me dejaste allí con las consecuencias. Dios mío, te odié tanto. Pero luego ya no, porque te quería muchísimo. Y te quiero ahora. Y te odio… ¿Por qué no me dejas en paz?

– Tú eres la razón por la que la policía anduvo detrás de mí -dijo Ben, con voz apagada-. A eso te refieres. Hablaste con ellos.

– Te vi con ella. Querías que te viera y te vi y sabía que querías follártela. ¿Cómo piensas que me sentí?

– ¿Así que decidiste dar un paso más? Le llevaste a la cueva, te lo tiraste, le dejaste ahí y…

– No podía ser quien tú querías que fuera. No podía darte lo que tú querías, pero no tenías ningún derecho a terminar las cosas entre nosotros, porque yo no había hecho nada. Y entonces con su hermana… Lo vi porque tú querías que lo viera y querías que sufriera, y desee devolvértelo.

– Y te lo follaste.

– ¡No! -chilló-. No lo hice. Quería que te sintieras como yo, hacerte daño como tú a mí porque querías de mí todas esas cosas que yo jamás podría darte. ¿Por qué rompiste conmigo? Y ¿por qué… por qué no quieres dejarme ahora?

– ¿Así que me acusaste…?

Ahí estaba. Por fin lo había dicho.

– ¡Sí! Lo hice. Porque eres tan bueno… Eres tan rematadamente bueno, maldita sea, y esa bondad miserable es lo que no podía soportar, ni entonces ni ahora. No dejas de poner la otra puta mejilla y cuando haces eso, te desprecio. Siempre que te despreciaba rompías conmigo, y entonces era cuando te quería y cuando más te deseaba.

– Estás loca -fue lo único que pudo decir.

Había tenido que alejarse de ella. Quedarse en la habitación significaba aceptar que había construido su vida sobre una mentira. Porque cuando la policía de Newquay centró sus investigaciones en él semana tras semana y mes tras mes, acudió a Dellen en busca de consuelo y fuerza. Ella le completaba, pensaba. Ella le convertía en el hombre que era. Era una mujer difícil, sí, tenían problemas de vez en cuando. Pero cuando todo iba bien entre ellos, ¿acaso no estaban mejor de lo que podrían estar jamás con otra persona?

Así que cuando ella le siguió a Truro, él aprovechó lo que decidió que significaba aquel gesto. Cuando sus labios temblorosos pronunciaron las palabras «estoy embarazada otra vez» recibió ese anuncio como si un ángel se hubiera aparecido ante él en un sueño, como si en la vara imaginaria que llevaba todos los días hubieran florecido lirios blancos al despertar. Y cuando Dellen también se deshizo de ese bebé -como había hecho con los anteriores, suyos y de dos chicos más- la calmó y aceptó que todavía no estaba preparada, que no estaban preparados, que no era el momento adecuado. Le debía la lealtad que ella le había demostrado, decidió. Era un espíritu atormentado. La quería y podría sobrellevarlo.

Cuando por fin se casaron, se sintió como si hubiera capturado un ave exótica. Sin embargo, no podía encerrarla en una jaula: sólo podría tenerla si la dejaba volar.

– Tú eres el único a quien deseo de verdad -le decía-. Perdóname, Ben. Es a ti a quien quiero.

Ahora, en la cima del acantilado, Ben volvía a respirar con normalidad después de la ascensión. Le entró frío por culpa del sudor y la brisa marina y se percató de lo tarde que era. Se dio cuenta de que después de bajar por la pared del acantilado había estado justo en el lugar donde yació Santo, muerto o muriéndose. Y vio que, mientras recorría los pasos de su hijo por el sendero desde la carretera, mientras amarraba la eslinga en el viejo poste de piedra, mientras bajaba y se preparaba para volver subir, no había pensado en Santo ni una sola vez. Estaba allí por eso y no lo había logrado. Dellen, como siempre, había invadido su mente.

Le pareció que aquélla era la traición definitiva, la más monstruosa. No que Dellen le hubiera traicionado al dirigir las sospechas sobre él años atrás, sino que él mismo acabara de traicionar a Santo. Un peregrinaje al lugar exacto donde había fallecido Santo no había bastado para exorcizar a la madre del chico de sus pensamientos. Ben se percató de que la vivía y la respiraba como si fuera un contagio que sólo le afectara a él. Lejos de ella, tal vez también la hubiera llevado con él, razón por la cual seguía volviendo.

Estaba tan enfermo como ella, pensó. Más, en realidad. Porque si ella no podía evitar ser la Dellen que era y siempre había sido, él sí podía dejar de ser el Benesek pervertidamente leal que se lo ponía todo siempre tan fácil para que ella pudiera seguir y seguir.

Cuando se levantó de la roca donde se había sentado para recobrar el aliento, se notó agarrotado por enfriarse con la brisa. Sabía que por la mañana pagaría las consecuencias de haber ascendido tan rápido. Regresó al poste de piedra donde estaba atada la eslinga y empezó a subir la cuerda por el acantilado, enrollándola y examinándola con cuidado en busca de puntos desgastados. Incluso entonces vio que no podía concentrarse en Santo.

Todo aquello encerraba una cuestión moral, Ben lo sabía, pero descubrió que carecía del valor necesario para planteársela.


* * *

Daidre Trahair llevaba esperando en el bar del Salthouse Inn casi una hora cuando Selevan Penrule entró por la puerta. El hombre repasó la sala con la mirada cuando vio que su compañero de bebida no estaba con una Guinness en la mano al lado de la chimenea, que era el lugar del que Selevan y Jago Reeth se apropiaban a menudo, y se acercó a Daidre para sentarse con ella a su mesa junto a la ventana.

– Pensaba que ya estaría aquí -dijo Selevan sin preámbulos mientras separaba una silla-. Me ha llamado para decirme que llegaría tarde. La poli estaba hablando con él y con Lew; están hablando con todo el mundo. ¿Ya han hablado con usted?

Dedicó un saludo marinero a Brian, que había salido de la cocina después de que Selevan entrara.

– ¿Lo de siempre? -dijo Brian.

– Sí -contestó Selevan, y luego le dijo a Daidre-: Incluso han hablado con Tammy, aunque fue porque la chica tenía algo que decirles y no porque tuvieran preguntas para ella. Bueno, ¿por qué iban a tenerlas? Conocía al chaval, pero eso era todo. Ojalá hubiera sido diferente, no me importa decirlo, pero ella no estaba interesada. Mejor que mejor, por cómo han ido las cosas, ¿eh? Pero ojalá lleguen al fondo de todo esto, maldita sea. También me sabe mal por la familia.

Daidre habría preferido que el anciano no hubiera decidido sentarse con ella, pero no se le ocurrió una excusa que pudiera transmitir educadamente su deseo de estar sola. Antes de hoy nunca había entrado en el Salthouse Inn con el propósito de estar sola, así que, ¿por qué iba a suponerlo ahora? Nadie iba al Salthouse Inn para estar solo, ya que el hostal era el lugar donde los habitantes de la zona se reunían para cotillear y conversar cordialmente, no para meditar.

– Quieren hablar conmigo -dijo, y le enseñó la nota que había encontrado en la cabaña. Estaba escrita en el dorso de la tarjeta de la inspectora Hannaford-. Ya hablé con ellos el día que murió Santo. No entiendo por qué quieren volver a interrogarme.

Selevan miró la tarjeta y le dio la vuelta.

– Parece serio, si han dejado la tarjeta y eso.

– Creo que más bien es porque no tengo teléfono. Pero hablaré con ellos, claro que lo haré.

– Procure buscarse un abogado. Tammy no lo hizo, pero fue porque ella tenía algo que decirles y no al revés, ya se lo he dicho. No es que escondiera algo. Tenía información, así que se la dio. -La miró ladeando la cabeza-. ¿Está escondiendo algo, hija mía?

Daidre sonrió y se guardó la tarjeta en el bolsillo mientras el anciano le devolvía el gesto.

– Todos tenemos secretos, ¿no? ¿Por eso me sugiere que me busque un abogado?

– Yo no he dicho eso -protestó Selevan-. Pero es usted un gran misterio, doctora Trahair. Lo hemos sabido desde el principio. Ninguna chica lanza los dardos como usted sin tener algo dudoso en su pasado, en mi opinión.

– Me temo que mis oscuros secretos no van más allá del roller derby, Selevan.

– ¿Y eso qué es?

Daidre le dio unos golpecitos en la mano con la yema de los dedos.

– Tendrá que investigarlo y averiguarlo, amigo mío.

Entonces, por la ventana, vio que el Ford entraba dando botes en el aparcamiento lleno de baches del Salthouse Inn. Lynley se bajó y empezó a caminar en dirección al hostal, pero se dio la vuelta cuando otro coche entró en el patio detrás de él. Era un Mini destartalado cuyo conductor tocó el claxon como si Lynley estuviera en medio del paso.

– ¿Es Jago? -Selevan no podía ver el aparcamiento desde donde estaba sentado-. Gracias -le dijo a Brian, que le trajo su Glenmorangie y dio el primer trago con satisfacción.

– No -dijo Daidre despacio-. No es Jago.

Mientras miraba el aparcamiento, oía a Selevan charlando sobre su nieta. Tammy pensaba por sí misma, al parecer, y nada iba a apartarla del rumbo que había decidido tomar.

– Tengo que admirarla por ello -estaba diciendo Selevan-. Tal vez estemos siendo todos demasiado duros con la chica.

Daidre emitió los sonidos adecuados para indicar que estaba escuchando, pero se había concentrado en lo que sucedía en el aparcamiento, por poco que fuera. El conductor del Mini maltrecho había abordado a Lynley. Se trataba de una mujer fornida que llevaba unos pantalones de pana anchos y un chaquetón abrochado hasta el cuello. Su conversación sólo duró un momento. Una especie de movimiento con el brazo por parte de la mujer sugería un altercado menor por la manera de conducir de Lynley.

Entonces, detrás de ellos, el Defender de Jago Reeth apareció en el aparcamiento.

– Ahora sí es el señor Reeth -informó Daidre a Selevan.

– Será mejor que ocupe nuestro sitio, entonces -le dijo Selevan, que se levantó y fue junto a la chimenea.

Daidre siguió observando. Fuera se intercambiaron algunas palabras más. Lynley y la mujer se callaron cuando Jago Reeth bajó de su coche. Éste los saludó educadamente con la cabeza, como hacen los compañeros de pub, antes de dirigirse hacia la puerta. Lynley y la mujer intercambiaron algunas palabras más y luego se separaron.

Entonces, Daidre se levantó. Tardó un poco en saldar la cuenta del té que había tomado mientras esperaba a Lynley. Cuando llegó a la entrada del hotel, Jago Reeth ya se había instalado con Selevan Penrule junto a la chimenea, la mujer del aparcamiento se había marchado y el propio Lynley había regresado al parecer a su coche a buscar una caja de cartón maltrecha. Estaba metiéndola en el hostal cuando Daidre pasó a la recepción iluminada tenuemente. Allí hacía más frío por el suelo de piedra irregular y la puerta exterior, que a menudo no estaba cerrada. Tiritó y se dio cuenta de que había olvidado el abrigo en el bar.

Lynley la vio enseguida. Sonrió y dijo:

– Hola. No he visto tu coche fuera. ¿Querías darme una sorpresa?

– Quería asaltarte. ¿Qué llevas ahí?

Miró lo que sujetaba.

– Las notas de un viejo policía. O las notas viejas de un policía. Las dos cosas, supongo. Es un jubilado de Zennor.

– ¿Es donde has estado hoy?

– Allí y en Newquay. También en Pengelly Cove. He pasado por tu casa esta mañana para invitarte a venir conmigo, pero no te he encontrado por ningún lado. ¿Has pasado el día fuera?

– Me gusta conducir por el campo -dijo Daidre-. Es una de las razones por las que vengo aquí cuando puedo.

– Es comprensible. A mí también me gusta.

Cambió la caja de posición y la sostuvo inclinada sobre la cadera de esa forma típica en los hombres, tan distinta a la manera que tienen las mujeres de coger algo voluminoso. Él miró a Daidre. Thomas tenía un aspecto más saludable que hacía cuatro días, había en él una pequeña chispa de vida que no existía entonces. Daidre se preguntó si tendría que ver con el hecho de implicarse de nuevo en una investigación policial. Tal vez fuera algo que se te metía en la sangre: la emoción intelectual del rompecabezas de un crimen y la emoción física de la caza.

– Tienes trabajo. -Daidre señaló la caja-. Esperaba poder charlar contigo si tienes tiempo.

– ¿Sí? -Levantó una ceja. Otra vez la sonrisa-. Encantado de concedértelos; la charla, el tiempo, lo que sea. Deja que lleve esto a mi habitación y puedo verte… ¿en el bar? ¿En cinco minutos?

No quería ir al bar ahora que Jago Reeth y Selevan Penrule estaban dentro. A medida que transcurriera el tiempo irían llegando más clientes habituales y no le entusiasmaba la perspectiva de despertar rumores en torno a una conversación íntima entre la doctora Trahair y el inspector de Scotland Yard.

– Preferiría un lugar un poco más privado -dijo-. ¿Hay algún…? -Aparte del restaurante, cuyas puertas estaban cerradas y seguirían estándolo al menos una hora más, en realidad no había otro sitio donde pudieran hablar aparte de su habitación.

Pareció que Lynley llegaba a esta conclusión en el mismo momento que ella.

– Sube, entonces -dijo-. El ambiente es monástico, pero tengo té si no te disgustan el PG Tips y esos envasuchos pequeños de leche. Creo que también hay galletas de jengibre.

– Me acabo de tomar un té. Pero gracias, sí. Creo que tu habitación es el mejor lugar.

Lo siguió por las escaleras. Nunca había estado en la parte de arriba del Salthouse Inn y ahora resultaba extraño estar allí, recorriendo el pequeño pasillo detrás de un hombre, como si tuvieran algún tipo de cita. Se descubrió esperando que nadie los viera y malinterpretara la situación y entonces se preguntó por qué. ¿Qué importaba de todos modos?

La puerta no estaba cerrada con llave -«No tiene sentido, ya que no tengo nada que puedan robarme», señaló Lynley- y le indicó que pasara, apartándose a un lado educadamente para permitir que entrara primero en la habitación. Tenía razón al describirla como monástica, vio Daidre. Estaba bastante limpia y pintada de colores alegres, pero era austera. Sólo había la cama para sentarse a menos que alguien quisiera subirse a la pequeña cómoda. La cama parecía grande, aunque era individual. Cuando la miró, Daidre descubrió que se ruborizaba, así que apartó la vista.

En un rincón de la habitación había una pila y Lynley se acercó a ella después de dejar la caja de cartón en el suelo, con cuidado, contra la pared. Colgó la chaqueta -vio que era un hombre diligente con su ropa- y se lavó las manos.

Ahora que se encontraba aquí, Daidre no estaba segura de nada. En lugar de la ansiedad que la había invadido cuando Cilla Cormack le trajo la noticia del interés de Scotland Yard en ella y su familia en Falmouth, ahora se sentía torpe y tímida. Se dijo que era porque Thomas Lynley parecía llenar la habitación. Era un hombre bastante alto, varios centímetros por encima del metro ochenta, y el resultado de compartir un espacio tan reducido con él parecía transformarla en una ridícula doncella victoriana sorprendida en una situación comprometedora. No era por algo que el hombre estuviera haciendo en particular, sino el simple hecho de estar con él y esa aura trágica que parecía rodearlo, pese a su comportamiento agradable. Pero sentir algo distinto a lo que le habría gustado sentir impacientaba a Daidre, tanto con él como consigo misma.

Se sentó en la cabecera de la cama. Antes de hacerlo, le dio la nota que había encontrado de la inspectora Hannaford. Thomas le dijo que la policía había llegado a su cabaña poco después de él aquella mañana.

– Veo que estás solicitada -le dijo.

– He venido a pedirte consejo. -No era del todo cierto, pero era una buena manera de empezar, le pareció-. ¿Qué me recomiendas?

Lynley fue a la cabecera de la cama y se sentó.

– ¿Sobre esto? -Hizo un gesto con la tarjeta-. Te recomiendo que hables con ella.

– ¿Tienes idea de qué va todo esto?

Después de un momento de duda revelador, le contestó que no.

– Pero sea lo que sea -añadió Thomas-, te sugiero que seas absolutamente sincera. Pienso que siempre es mejor contar la verdad a los investigadores. En general, creo que lo mejor es contar la verdad y punto, sea la que sea.

– ¿Y si la verdad es que maté a Santo Kerne?

Lynley dudó un momento antes de contestar.

– No creo que ésa sea la verdad, francamente.

– ¿Tú eres un hombre sincero, Thomas?

– Intento serlo.

– ¿Incluso en mitad de un caso?

– Especialmente entonces, si es lo apropiado. A veces, con un sospechoso, no lo es.

– ¿Yo soy sospechosa?

– Sí -le dijo-. Por desgracia, lo eres.

– ¿Y por eso has ido a Falmouth a hacer preguntas sobre mí?

– ¿A Falmouth? No he ido a Falmouth por ninguna razón.

– Pero alguien ha ido a hablar con los vecinos de mis padres. Al parecer era alguien de New Scotland Yard. ¿Quién podría ser si no fuiste tú? ¿Y qué necesitarías saber sobre mí que no pudieras preguntarme directamente?

Lynley se levantó. Se acercó a su lado de la cama y se agachó delante de ella. Estaba más cerca de lo que a Daidre le habría gustado, así que se movió para levantarse. Él se lo impidió: bastó con ponerle una mano delicada en el brazo.

– No he ido a Falmouth, Daidre -aseguró-. Te lo juro.

– ¿Quién, entonces?

– No lo sé. -Clavó sus ojos en ella. Eran serios, fijos-. Daidre, ¿tienes algo que ocultar?

– Nada que pudiera interesar a Scotland Yard. ¿Por qué me están investigando?

– Cuando hay un asesinato se investiga a todo el mundo. Tú estás implicada porque el chico murió cerca de tu propiedad. Y… ¿existen otras razones? ¿Hay algo que no me hayas contado que te gustaría contarme ahora?

– No me refiero a por qué me investigan a mí. -Daidre intentó sonar despreocupada, pero la intensidad de su mirada se lo ponía difícil-. ¿Por qué Scotland Yard, quiero decir? ¿Qué hace Scotland Yard en esto?

Lynley volvió a levantarse y fue al hervidor eléctrico. Sorprendentemente, Daidre notó que sentía alivio y pena a la vez porque se hubiera alejado de ella, pues encontraba una especie de seguridad en su cercanía que no esperaba sentir. Thomas no respondió enseguida, sino que llenó el hervidor en la pila y lo encendió. Cuando habló para contestar a su siguiente pregunta, siguió sin mirarla.

– Thomas, ¿por qué están aquí?

– Bea Hannaford va escasa de personal. Debería tener una brigada de homicidios trabajando en el caso y no la tiene. Imagino que andarán cortos de recursos en el distrito y que la policía regional habrá solicitado ayuda a la Met.

– ¿Es habitual?

– ¿Involucrar a la Met? No, no lo es. Pero pasa.

– ¿Por qué querrían hacer preguntas sobre mí? ¿Y por qué en Falmouth?

Hubo silencio mientras Lynley cogía una bolsita de PG Tips y una taza. Tenía el ceño fruncido. Fuera, se cerró la puerta de un coche, luego otra. Se oyó un grito de alegría cuando unos clientes del bar se saludaron.

Al contestar, por fin se giró hacia ella.

– Como ya te he dicho, en una investigación de asesinato se examina a todo el mundo, Daidre. Tú y yo fuimos a Pengelly Cove en una misión parecida, por Ben Kerne.

– Pero no tiene sentido. Yo me crié en Falmouth, sí, de acuerdo. Pero ¿por qué pedirle a alguien que vaya allí y no a Bristol, donde está mi vida ahora?

– Quizá tengan a otra persona en Bristol -dijo Lynley-. ¿Tiene importancia por algo?

– Claro que la tiene. ¡Qué pregunta más absurda! ¿Cómo te sentirías tú si supieras que la policía está husmeando en tu pasado sin ningún motivo aparente, salvo el hecho de que un chico se cayera de un acantilado cerca de tu casa?

– Si no tuviera nada que esconder, imagino que no me importaría. Así que hemos vuelto al punto de partida. ¿Tienes algo que ocultar? ¿Tal vez sobre tu vida en Falmouth? ¿Sobre quién eres o lo que haces?

– ¿Qué podría tener que ocultar?

Lynley la miró fijamente antes de decir al fin:

– ¿Cómo podría tener yo la respuesta a eso?

Ahora Daidre sentía que iba por mal camino. Había ido a hablar con él, si no llena de indignación, al menos sí con la creencia de que estaba en una posición de fuerza: era la parte agraviada. Pero ahora tenía la sensación de que se habían vuelto las tornas. De que se habían lanzado los dados con demasiada fuerza y que, aun así, él había logrado cogerlos con destreza.

– ¿Hay algo más que quieras contarme? -volvió a preguntarle Thomas.

Daidre dijo lo único que podía decir.

– No, nada.

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