Hablaron poco mientras regresaban de St. Agnes. Y cuando hablaron fue de temas mundanos. Tenía que echar gasolina, así que se desviarían de la carretera principal, si no le importaba.
No le importaba en absoluto. ¿Quería un té mientras tanto? Seguro que había un hotel o un salón de té por el camino donde podían incluso tomar una infusión de Cornualles como era debido. Un panecillo con nata cuajada y mermelada de fresa.
Recordaba los días en que era difícil encontrar nata cuajada fuera de Cornualles. ¿Y él? Sí. Y también salchichas como Dios manda, por no mencionar las empanadas. Siempre le habían encantado las buenas empanadas, pero en casa no había nunca, porque su padre pensaba que eran… Entonces calló. «Comunes» fue la palabra elegida; «vulgar», en su acepción más precisa.
Ella se la proporcionó utilizando el primer término.
– Y tú no eras común, ¿verdad? -añadió.
Él le contó que su hermano era toxicómano, porque era la verdad. Lo echaron de Oxford, su novia murió con una aguja clavada en el brazo, él había estado entrando y saliendo de rehabilitación desde entonces. Le dijo que creía que le había fallado a Peter. Cuando tendría que haber estado a su lado -presente, quería decir, presente en todos los sentidos posibles y no sólo un cuerpo caliente sentado en el sofá o algo así-, no había estado.
– Bueno, son cosas que pasan -dijo ella-. Y tú tenías tu vida.
– Igual que tú.
No dijo lo que otra mujer en su situación tal vez habría dicho al final del día que habían pasado juntos: ¿Y crees que eso nos hace iguales, Thomas?, pero él sabía que lo estaba pensando, porque ¿qué otra cosa podía pensar después de que mencionara a Peter en un tema que no tenía nada que ver ni remotamente con él? A pesar de todo, quería añadir más detalles de su vida, amontonarlos para obligarla a ver similitudes en lugar de diferencias. Quería decirle que su cuñado había sido asesinado hacía unos diez años, que él mismo había sido sospechoso del crimen y lo habían llevado a la cárcel y retenido veinticuatro horas para interrogarlo, porque odiaba a Edward Davenport y lo que éste había causado a su hermana y nunca lo había mantenido en secreto. Pero contarle aquello parecía suplicarle demasiado algo que no sería capaz de darle.
Lamentaba profundamente haberla puesto en aquella situación porque sabía cómo interpretaría su reacción a todo lo que le había revelado aquel día, por mucho que él declarara lo contrario. Existía una brecha enorme entre ellos, creada primero por su nacimiento, luego por su infancia y, en último lugar, por sus experiencias. Que esa brecha sólo existiera en la cabeza de Daidre y no en la de él era algo que Thomas no podía explicarle. Era una declaración simplista, en cualquier caso. La brecha existía en todas partes y para ella era algo tan real que nunca vería que él no la consideraba de la misma manera.
«En realidad no me conoces -quería decirle-. Quién soy, la gente con la que me relaciono, los amores que han definido mi vida. Pero, claro, ¿cómo podrías conocerme? Los artículos de los periódicos (tabloides, revistas, lo que fuera) que aparecían en Internet sólo revelan los detalles dramáticos, conmovedores, jugosos. No incluyen esos elementos de la vida que abarcan los detalles cotidianos valiosos e inolvidables. Carecen de dramatismo a la vez que describen quién es la persona.»
Tampoco importaba quién era él. Había dejado de importar con la muerte de Helen, o eso se había dicho a sí mismo. Pero lo que sentía ahora indicaba algo distinto. Que se preocupara por el sufrimiento de otra persona hablaba de… ¿Qué? ¿Un renacimiento? No quería renacer. ¿Una recuperación? No estaba seguro de querer recuperarse. Pero en lo más profundo de la persona que parecía ser notaba la presencia de la persona que era y aquello le instaba a sentirse un poco como se sentía la propia Daidre: atrapada en el centro de atención, desnuda cuando se había esforzado muchísimo por fabricarse su ropa.
– Me gustaría retroceder en el tiempo -le dijo.
Ella lo miró y Thomas vio en su expresión que Daidre pensaba que hablaba de otra cosa.
– Claro que te gustaría -respondió-. Dios mío, ¿quién en tu situación no querría hacerlo?
– No por Helen, aunque lo daría casi todo por volver a tenerla conmigo si pudiera.
– ¿Entonces?
– Por esto. Por lo que te he ocasionado.
– Forma parte de tu trabajo -dijo ella.
Pero no era su trabajo. No era policía. Había dado la espalda a esa parte de su vida porque no podía soportarlo ni un segundo más, porque le había separado de Helen y si hubiera sabido cuántas horas estaría separado de ella y que cada una de esas horas estaban escurriéndose de un vaso que contenía los días que le quedaban de vida… Lo habría dejado de inmediato.
– No -dijo-. No forma parte de mi trabajo. No estaba aquí por eso.
– Bueno, te lo pidieron. Ella te lo pidió. No puedo imaginar que lo hicieras solo. Idear un plan, lo que fuera.
– Lo hice -lo dijo con fuerza y lamentó tener que decirlo-. Pero quiero que sepas que si hubiera sabido… Porque, verás, no te pareces a…
– ¿A ellos? ¿Soy más limpia? ¿Más culta? ¿Estoy más realizada? ¿Visto mejor? ¿Hablo mejor? Bueno, he tenido dieciocho años para olvidar eso… aquel terrible… quiero llamarlo «episodio», pero no fue un episodio. Era mi vida. Me convirtió en quien soy, independientemente de quién intente ser ahora. Este tipo de cosas nos definen, Thomas, y eso me definió a mí.
– Pensar eso invalida los últimos dieciocho años, ¿no crees? Invalida a tus padres, lo que hicieron por ti, lo mucho que te querían y cómo te integraron en su familia.
– Ya has conocido a mis padres. Ya has visto a mi familia. Y cómo vivíamos.
– Me refería a tus otros padres. Los que fueron tus padres tal como deben ser unos padres.
– Los Trahair, sí. Pero eso no cambia todo lo demás, ¿no? No puede. El resto es… El resto. Y está ahí y siempre lo estará.
– No es razón para avergonzarte.
Daidre lo miró. Había encontrado la estación de servicio que buscaba y había entrado en el patio, apagado el motor y puesto la mano en el tirador de la puerta. Él había hecho lo mismo, siempre caballeroso, porque no estaba dispuesto a permitir que fuera ella quien echara la gasolina.
– Verás, es justo eso -dijo Daidre.
– ¿El qué? -le preguntó él.
– Las personas como tú…
– No, por favor. No hay personas como yo. Sólo hay personas. Sólo la experiencia humana, Daidre.
– Las personas como tú -insistió ella a pesar de todo-, creen que es cuestión de vergüenza porque es lo que tú sentirías en las mismas circunstancias. Viajar de manera errante todo el tiempo, vivir la mayor parte del tiempo en un vertedero. Comida mala, ropa vieja, dientes flojos y huesos malformados. Ojos furtivos y la mano larga. ¿Por qué leer o escribir cuando puedes robar? Es lo que piensas y no te equivocas. Pero el sentimiento, Thomas, no tiene nada que ver con la vergüenza.
– ¿Entonces…?
– Pena. Tristeza. Como mi nombre.
– Somos iguales, pues, tú y yo, le dijo él. A pesar de las diferencias…
Daidre se rió con una sola nota cansada.
– No lo somos -contestó-. Imagino que jugabais a eso, tú, tu hermano, tu hermana y tus amigos. Tus padres incluso tal vez os encontraron una caravana gitana y la aparcaron en algún lugar escondido de la finca. Podíais ir allí y disfrazaros e interpretar el papel, pero no podíais vivirlo.
Bajó del coche. Él también. Daidre se acercó a los surtidores y los examinó, como si intentara decidir qué tipo de gasolina necesitaba cuando seguramente sabía muy bien cuál usaba su coche. Mientras dudaba, Thomas cogió la manguera y empezó a llenar el depósito.
– Imagino que tu hombre lo hace por ti -dijo Daidre.
– Para -contestó él.
– No puedo evitarlo. Nunca podré evitarlo -explicó ella.
Sacudió la cabeza con fuerza, como para negar o borrar todo lo que quedaba sin decir entre ellos. Volvió a subir al coche y cerró la puerta. Thomas vio que Daidre miraba fijamente al frente, como si hubiera algo en la ventana de la tienda de la gasolinera que necesitaba memorizar.
Él fue a pagar. Cuando regresó, vio que había dejado unos billetes en su asiento para cubrir el coste de la gasolina. Los cogió, los dobló con cuidado y los metió en el cenicero vacío que había encima de la palanca de cambio.
– No quiero que pagues, Thomas -dijo.
– Lo sé, pero espero que puedas soportar que pienso hacerlo.
Daidre arrancó el motor y se reincorporaron a la carretera. Condujeron algunos minutos en silencio, flanqueados por la campiña y con la tarde envolviéndolos como un velo cambiante.
Al final, Thomas le dijo lo único que merecía la pena decirle, la única petición que tal vez le concediera en estos momentos. Ya se lo había preguntado en una ocasión y ella se había negado, pero le pareció que ahora reconsideraría su postura, aunque no sabría explicar por qué. Estaban dando botes por el aparcamiento del Salthouse Inn, donde habían comenzado el día, cuando habló una última vez.
– ¿Me llamarás Tommy? -volvió a preguntarle.
– No creo que pueda -contestó ella.
No tenía demasiada hambre, pero sabía que debía comer. Comer era vivir y le pareció que estaba condenado a vivir, al menos de momento. Después de ver marchar a Daidre, entró en el Salthouse Inn y decidió que podía enfrentarse a una comida en el bar, pero no en el restaurante.
Se agachó para pasar por la puerta baja y vio que Barbara Havers había tenido la misma idea. Se encontraba en el rincón abandonado de la chimenea, mientras que el resto de los clientes del bar abarrotaban los taburetes de las pocas mesas y la propia barra, detrás de la cual Brian servía pintas de cerveza.
Lynley fue a reunirse con ella y separó un taburete delante del banco que ocupaba la sargento, que levantó la vista de su comida. Pastel de carne picada con puré, vio. La guarnición obligatoria de zanahorias hervidas, coliflor hervida, brócoli hervido, guisantes de lata y patatas fritas. Había echado ketchup a todo, menos a las zanahorias y los guisantes, que había apartado a un lado.
– ¿No te insistía tu madre en que te comieras toda la verdura? -le preguntó.
– Es lo bueno de ser adulto -contestó ella mientras cogía puré y ternera picada con el tenedor-, puedes pasar de ciertos alimentos. -Masticó pensativamente y le observó-. ¿Y bien?
Lynley se lo contó. Mientras lo hacía, se dio cuenta de que, sin preverlo ni esperarlo, había pasado a otra etapa del viaje en el que se había embarcado. Una semana atrás no habría hablado. O si lo hubiera hecho habría recurrido a un comentario con el que abreviar la conversación al máximo. Acabó diciendo:
– No he conseguido que entendiera que este tipo de cosas… el pasado, su familia o al menos las personas que le dieron la vida… en realidad no importan.
– Claro que no -dijo Havers cordialmente-. Por supuesto que no. No importan un pimiento, ni un bledo. Y, sobre todo, no le importan a alguien que no lo ha vivido nunca, amigo.
– Havers, todos tenemos algo en nuestro pasado.
– Ajá. De acuerdo. -Pinchó un poco de brócoli bañado en ketchup y retiró con cuidado cualquier guisante que se hubiera colado-. Pero no todos tenemos fuentes de plata en nuestra vida, ya me entiende. ¿Y qué es eso que ponen en el centro de las mesas de comedor? Ya sabe a qué me refiero, todo de plata con animales saltando, o parras y uvas o lo que sea, ya sabe.
– Un epergne -le contestó-. Se llama epergne. Pero no pensarás que algo tan absurdo como un objeto de plata…
– No es por la plata, sino por la palabra. ¿Entiende? Usted sabe cómo se llama. ¿Cree que ella lo sabe? ¿Cuántas personas en el mundo lo saben?
– Ésa no es la cuestión.
– Es justo la cuestión. Hay lugares adonde la plebe no va, señor, y su mesa es uno de ellos.
– Tú has comido en mi mesa.
– Yo soy una excepción. A su gente mi ignorancia les parece encantadora. «No puede evitarlo», piensa usted. «Pensad de dónde proviene», le dice a la gente. Es como decir: «La pobre es americana, no sabe hacerlo mejor».
– Havers, espera. No he pensado ni una sola vez…
– Da igual -dijo ella, blandiendo el tenedor hacia él. Ahora había cogido patatas fritas, aunque apenas se distinguían con todo el ketchup-. Verá, no me interesa. No me importa.
– Entonces…
– Pero a ella sí. Y ése es el problema: que le importe. Si no es así, puede nadar en la ignorancia o al menos fingir. Si le importa, se encuentra desenvolviéndose con torpeza con los cubiertos. Dieciséis cuchillos y veintidós tenedores, ¿por qué comen los espárragos con los dedos?
Havers se estremeció de manera teatral. Cogió más pastel de carne y la acompañó con lo que estaba bebiendo, cerveza al parecer. Lynley la miró y dijo:
– Havers, ¿son imaginaciones mías o esta noche has bebido más de la cuenta?
– ¿Por qué? ¿Hablo arrastrando las palabras?
– No exactamente, pero…
– Me lo merezco. Un buen trago. Quince si hace falta. No tengo que conducir y tendría que ser capaz de subir las escaleras. A duras penas.
– ¿Qué ocurre? -le preguntó Lynley, porque no era propio de Havers beber en exceso. Por lo general, sólo bebía una vez a la semana.
Entonces se lo contó. Jago Reeth, Benesek Kerne, la cabaña de Hedra -a la que se refirió como «una choza disparatada en el borde del acantilado donde podríamos habernos matado todos»- y el resultado, que no era ningún resultado en absoluto. Jonathan Parsons y Pengelly Cove, Santo Kerne y…
– ¿Me estás diciendo que ha confesado? -preguntó Lynley-. Qué extraordinario.
– Señor, no lo ha entendido. No ha confesado. Ha supuesto: ha supuesto esto y lo otro y al final ha salido de esa casucha y se ha largado. La venganza es dulce y toda esa mierda.
– ¿Y es todo? -dijo-. ¿Qué ha hecho Hannaford?
– ¿Qué podía hacer? ¿Qué podría haber hecho nadie? Si fuera una tragedia griega, supongo que podríamos esperar que Tor le fulminara con un rayo en los próximos días, pero yo no contaría con ello.
– ¡Jesús! -dijo Lynley y, al cabo de un momento, añadió-: Zeus.
– ¿Qué?
– Zeus, Havers. Tor es nórdico. Zeus es griego.
– Lo que usted diga, señor. Yo pertenezco a la plebe, ya lo sabemos. La cuestión es ésta: los griegos no están involucrados en esto precisamente, así que el tío se ha librado. Hannaford tiene intención de seguir tras él, pero no tiene nada de nada, gracias a ese idiota de McNulty cuya única aportación parece ser un póster de surf; eso y revelar información cuando debía tener el pico cerrado. Es un desastre impresionante y me alegro de no ser yo la responsable.
Lynley soltó un suspiro.
– Qué horror para la familia -dijo.
– ¿Verdad? -contestó ella. Le examinó-. ¿Va a comer o qué, señor?
– Había pensado pedir algo -le dijo-. ¿Qué tal el pastel de carne?
– Es un pastel de carne. No se puede ser muy exigente cuando se pide pastel de carne en un bar, creo yo. Digámoslo así: Jamie Oliver no tiene de qué preocuparse esta noche.
Pinchó un poco con el tenedor y se lo dio a probar. Lynley lo cogió y lo cató. Podía comérselo, pensó. Empezó a levantarse para pedir en la barra. Los siguientes comentarios de Havers le detuvieron.
– Señor, si no le importa que… -Habló con tanto cuidado que Lynley ya supo qué iba a decir.
– ¿Sí?
– ¿Regresará a Londres conmigo?
Volvió a sentarse. No la miró a ella, sino al plato: los restos del pastel de carne, los guisantes y las zanahorias que había evitado con esmero. Era todo típico de Havers, pensó. La comida, las zanahorias, los guisantes, la conversación que habían mantenido y también la pregunta.
– Havers… -dijo.
– Por favor.
Entonces la miró. Facciones feas, ropa fea, peinado feo. La esencia de lo que era. Detrás de la máscara de indiferencia que mostraba al mundo vio lo que había visto en ella desde el principio: su seriedad y su honestidad, una mujer entre un millón, su compañera, su amiga.
– A su debido tiempo. Ahora no, a su debido tiempo.
– ¿Cuándo? -le preguntó ella-. ¿Puede al menos decirme cuándo?
Lynley miró por la ventana, que daba al oeste. Pensó en lo que había en esa dirección. Reflexionó sobre los pasos que había dado hasta ahora y el resto de pasos que le quedaban por dar.
– Tengo que recorrer el resto del camino -le dijo-. Después, ya veremos.
– ¿Sí? -le preguntó.
– Sí, Barbara. Ya veremos.
Fin