Kerra se había pasado la noche en vela y había perdido casi todo el día siguiente. Había intentado llevarlo lo mejor posible, ciñéndose al horario de entrevistas concertadas durante las semanas anteriores: la búsqueda de potenciales instructores. Pensó que, al menos, podría distraerse con la esperanza improbable de que Adventures Unlimited realmente abriera en un futuro próximo. El plan no había funcionado.
«Es aquí.» Esa sencilla declaración, la flechita tímida que salía de esa frase hasta la gran cueva fotografiada en la postal, la implicación de que quien había escrito aquellas palabras y quien las había leído habían mantenido una conversación de una naturaleza que nada tenía que ver con los negocios, lo que había detrás, debajo, más allá de esas conversaciones… Estos pensamientos inquietantes y turbulentos habían poblado el día de Kerra y la noche en vela que la había precedido.
Ahora la postal llevaba algunas horas quemándole la piel desde dentro del bolsillo donde la había guardado. Cada vez que se movía era consciente de ella, porque la provocaba con sus burlas. Al final, tendría que hacer algo al respecto. Ese calor apagado se lo decía.
Kerra no pudo evitar a Alan, como le habría gustado hacer. El departamento de marketing no estaba lejos de su cubículo y aunque llevó automáticamente a los instructores candidatos al salón del primer piso para entrevistarlos allí, les recibió en los alrededores del despacho de Alan. Él asomó la cabeza en más de una ocasión para observarla y ella no tardó demasiado en comprender qué significaba su mirada silenciosa.
Era más que desaprobación por los candidatos que había elegido, todos mujeres. Ya había dejado clara su opinión sobre aquel tema y Alan no era de los que seguían insistiendo en un asunto cuando, a su entender, alguien se ponía terco. Su examen callado le decía más bien que Alegría le había mencionado la visita de Kerra a la casita rosa. Seguramente le había comentado la supuesta necesidad de su novia de encontrar un artículo personal en su habitación y él estaría preguntándose por qué Kerra no le había dicho nada. Tenía la respuesta preparada por si se molestaba en preguntárselo, pero de momento no lo había hecho.
Kerra no sabía dónde estaba su padre. Le había visto salir en dirección a la playa de St. Mevan hacía algunas horas y, que ella supiera, no había regresado. Al principio imaginó que había ido a ver a los surfistas, porque las olas eran buenas y soplaba viento de tierra y ella misma había visto a varios bajando por la colina. Si las cosas hubieran sido radicalmente distintas, su hermano, Santo, quizás habría estado entre ellos, esperando en el agua para tomar posiciones. Tal vez su padre también habría estado allí; su padre y su hermano juntos. Pero las cosas no eran diferentes y nunca lo serían. Parecía que aquélla era la maldición de la familia.
Y el origen de esa maldición era Dellen. Era como si todos ellos caminaran por un laberinto, intentando llegar a su centro misterioso, mientras durante todo aquel tiempo Dellen esperara allí, como una viuda negra. El único modo de evitarla era expulsarla, pero ya era demasiado tarde para eso.
– ¿Quieres algo?
Era Alan. Kerra estaba en su despacho, donde revisar un fajo reducido de solicitudes resultaba una actividad descorazonadora. Había estado trabajando en las clases de kayak y había hablado con cinco posibles instructoras ese día. Sólo dos contaban con la formación que buscaba y, de ellas, sólo una poseía un físico que sugería que tenía experiencia en el mar. La otra parecía salir en kayak por el río Avaon, donde el mayor reto al que se enfrentaba sería procurar no darle un porrazo con el remo a una cría de cisne.
Kerra cerró la última de las carpetas con su mísera información. Se preguntó cuál era la mejor forma de responder a la pregunta de Alan. Estaba meditándolo -decidiendo qué era mejor, si la ironía, el sarcasmo o una exhibición de agudeza- cuando él volvió a hablar.
– ¿Kerra? ¿Quieres algo? ¿Un té? ¿Un café? ¿Algo de comer? Voy a salir un rato y puedo pasar…
– No. Gracias.
No quería estar en deuda con él, ni siquiera por un tema tan nimio.
Así que se quedó mirándolo y él la miró a ella. Fue uno de esos momentos en que dos personas que han sido amantes se examinan mutuamente como antropólogos culturales que exploran un trozo de tierra en busca de los restos de una civilización antigua que se cree que habitó allí. Tenía que haber marcas, señales, indicios de un paso…
– ¿Cómo va? -preguntó.
Kerra sabía que Alan era muy consciente de cómo iba, pero le siguió el juego.
– Tengo varias posibilidades fuertes. Mañana seguiré con las entrevistas. Pero la verdadera pregunta es si vamos a abrir, ¿no? Parece que nos falta dirección, sobre todo hoy. ¿Has visto a mi padre?
– Hace horas.
– ¿Y a Cadan? ¿Ha aparecido para trabajar en los radiadores?
– No estoy seguro. Podría ser, pero no le he visto. Ha estado todo bastante tranquilo por aquí.
No mencionó a Dellen. Hoy su madre era lo que siempre había sido cuando las cosas iban mal: el nombre tabú. Sólo pensar en ella, en Dellen, el gran tema prohibido, producía un temor silencioso en todo el mundo.
– ¿Qué has estado…? -Kerra señaló el despacho de Alan con la cabeza. Él pareció tomárselo como un recibimiento, porque entró en el suyo aunque la intención de ella no había sido ésa. Quería mantener las distancias. Había decidido que las cosas habían terminado entre ellos.
– He estado intentando colocar a todo el mundo en su sitio para el vídeo. A pesar de lo que ha sucedido, sigo creyendo que… -Cogió una silla de su lugar entre la pared del despacho y la puerta abierta. Cuando se sentó, quedaron prácticamente rodilla con rodilla. Aquello no gustó a Kerra. No quería ningún tipo de cercanía con él-. Es importante. Quiero que tu padre lo entienda. Sé que no podría haber un momento peor, pero…
– ¿Mi madre no? -preguntó Kerra.
Alan parpadeó. Por un momento pareció perplejo, tal vez por su tono de voz.
– Tu madre también, pero ella ya está convencida, así que tu padre…
– Vaya. ¿Lo está? -dijo Kerra-. Claro, supongo que sí.
Que Alan hubiera integrado a su madre en el tema era sorprendente. La opinión de Dellen nunca había contado para nada prácticamente, porque era incapaz de ser coherente, así que oír que ahora alguien había contado con ella resultaba impactante. Por otro lado, sin embargo, tenía sentido. Alan trabajaba con Dellen en el departamento de marketing, en aquellas raras ocasiones en que su madre trabajaba, así que habrían hablado del proyecto del vídeo antes de que se lo presentara al padre de Kerra. Alan habría querido que Dellen estuviera de su parte: significaba un voto a favor y un voto de alguien que tendría una influencia considerable sobre Ben Kerne.
Kerra se preguntó si Alan también habría hablado con Santo. Se preguntó qué opinaba o qué habría opinado Santo sobre las ideas de Alan para Adventures Unlimited.
– Me gustaría volver a hablar con él, pero no le he visto… -Alan dudó. Entonces, pareció que por fin cedía a la curiosidad-. ¿Qué pasa? ¿Lo sabes?
– ¿Saber qué, exactamente? -Kerra mantuvo un tono educado.
– Les he oído… Antes… He subido a buscar… -Estaba sonrojándose.
Ah, pensó Kerra, ¿por fin habían llegado al fondo de la cuestión?
– ¿A buscar? -Ahora su tono era pícaro. Le gustaba y no habría pensado que fuera posible sonar pícara cuando lo que sentía era todo lo contrario.
– He oído a tu padre y a tu madre. O a tu madre, más bien. Estaba… -Bajó la cabeza. Pareció examinarse los zapatos. Eran unos zapatos de golf de dos tonos y Kerra los miró mientras él también lo hacía. ¿Qué otro hombre se pondría esos zapatos para ir por la calle?, se preguntó. ¿Y qué diablos significaba que hubiera logrado llevarlos sin parecer Bertie Wooster?-. Sé que las cosas están mal, pero no estoy seguro de qué se supone que tengo que hacer. Al principio pensé que seguir al pie del cañón era lo que tocaba, pero ahora empieza a parecerme inhumano. Es evidente que tu madre está destrozada, tu padre…
– ¿Cómo lo sabes? -La pregunta salió precipitadamente. Kerra se arrepintió al momento.
– ¿El qué? -Alan parecía confuso. Había estado hablando en un tono meditabundo y su pregunta pareció perturbar su cadena de pensamientos.
– ¿Que mi madre está destrozada?
– Ya te lo he dicho, la he oído. He subido porque no había nadie y estamos en un punto en que hay que decidir si seguimos aceptando reservas o lo tiramos todo a la basura.
– Eso te preocupa, ¿verdad?
– ¿No debería preocuparnos a todos? -Se recostó en la silla y la miró fijamente. Juntó las manos sobre la tripa y volvió a hablar-. ¿Por qué no me lo cuentas, Kerra?
– ¿El qué?
– Creo que ya lo sabes.
– Y yo creo que es una trampa.
– Estuviste en la casita rosa. Registraste mi habitación.
– Tienes una buena casera.
– ¿Qué esperabas encontrar?
– Entonces, ¿he de suponer que me estás preguntando qué buscaba?
– Le dijiste que habías olvidado algo; imagino que olvidarías algo, pero no entiendo por qué no me pediste que te lo trajera yo.
– No quería molestarte.
– Kerra. -Tomó una gran bocanada de aire y la expulsó. Se dio una palmada en las rodillas-. ¿Qué demonios está pasando?
– ¿Disculpa? -Logró sonar pícara otra vez-. Mi hermano ha sido asesinado. ¿Tiene que pasar algo más para que las cosas no sean exactamente como te gustaría que fueran?
– Ya sabes a qué me refiero. Lo que le ha ocurrido a Santo bien sabe Dios que es una pesadilla. Y una tragedia desgarradora.
– Qué amable eres por añadir eso último.
– Pero también está lo que ha ocurrido entre tú y yo y eso, quieras reconocerlo o no, comenzó el mismo día que pasó lo de Santo.
– Lo que le pasó a mi hermano fue que lo asesinaron -dijo Kerra-. ¿Por qué no puedes decirlo, Alan? ¿Por qué no puedes pronunciar la palabra «asesinato»?
– Por la razón obvia. No quiero que te sientas peor de lo que te sientes ya. No quiero que nadie se sienta peor.
– ¿Nadie?
– Nadie. Ni tú, ni tu padre, ni tu madre. Kerra…
Ella se puso de pie. La postal le chamuscaba la piel. Estaba suplicando que la sacara del bolsillo y se la arrojara a la cara. La frase «es aquí» exigía una explicación, pero ésta ya existía. Sólo quedaba la confrontación.
Kerra sabía quién tenía que estar al otro lado de esa confrontación y no era Alan. Se disculpó y salió del despacho. Utilizó las escaleras en lugar del ascensor.
Entró en la habitación de sus padres sin llamar, con la postal en la mano. En algún momento del día alguien había descorrido las cortinas, así que las motas de polvo flotaban en un tenue haz de luz primaveral, pero nadie había pensado en abrir la ventana para ventilar el cuarto apestoso. Olía a sudor y sexo.
Kerra odiaba aquel olor, por lo que declaraba sobre sus padres y el poder que ejercía una sobre el otro. Cruzó el dormitorio y abrió bruscamente la ventana tanto como pudo. El aire frío entró.
Cuando se dio la vuelta, vio que la cama de sus padres estaba revuelta y las sábanas manchadas. La ropa de su padre formaba un montón en el suelo, como si su cuerpo se hubiera disuelto y hubiera dejado aquel rastro detrás de él. La propia Dellen no se manifestó de inmediato, hasta que Kerra rodeó la cama y la encontró tumbada en el suelo, encima de una pila considerable de ropa suya. Era toda roja y parecía que correspondía a todas las prendas que tenía de esa tonalidad.
Sólo por un instante mientras la miraba, Kerra se sintió renovada: la única flor de un bulbo que por fin lograba liberarse tanto del suelo como del tallo. Pero entonces los labios de su madre se movieron y su lengua apareció entre ellos, un beso de tornillo en el aire. Abrió y cerró la mano. Sus caderas se balancearon, luego descansaron. Sus párpados temblaron. Dellen suspiró.
Al ver aquello, Kerra se preguntó por primera vez cómo era en realidad ser como esta mujer. Pero no quería planteárselo, así que utilizó el pie para apartar bruscamente la pierna derecha de su madre de encima de la pierna izquierda.
– Despierta -le dijo-. Tenemos que hablar. -Miró la fotografía de la postal para reunir las fuerzas que necesitaba. «Es aquí» decía la letra roja de su madre. Sí, pensó Kerra. Aquí estaban-. Despierta -repitió, más alto-. Levántate del suelo.
Dellen abrió los ojos. Por un momento pareció confusa, hasta que vio a Kerra. Y entonces tiró de las prendas más cercanas a su mano derecha. Las apretó contra sus pechos y, al hacerlo, destapó unas tijeras de podar y un cuchillo de trinchar. Kerra los miró, luego a su madre y luego a la ropa. Vio que todas las prendas del suelo habían quedado inservibles por culpa de las cuchilladas, los tajos y los cortes.
– Tendría que haberlos utilizado conmigo -dijo Dellen sin ánimo-. Pero no he podido. ¿Verdad que os habría alegrado que lo hiciera? ¿A ti y a tu padre? ¿Estaríais contentos? Oh, Dios mío, me quiero morir. ¿Por qué nadie me ayuda a morir?
Se echó a llorar sin lágrimas y mientras lo hacía atrajo más y más ropa hacia ella hasta que formó una almohada enorme de prendas destrozadas.
Kerra sabía qué se suponía que debía sentir: culpa. También sabía qué se suponía que debía hacer: perdonar. Perdonar y perdonar hasta convertirse en la personificación del perdón. Comprender hasta que no quedara nada más que el esfuerzo por comprender.
– Ayúdame. -Dellen alargó la mano. Luego la dejó caer al suelo. El gesto fue inútil, casi silencioso.
Kerra volvió a guardarse la postal condenatoria en el bolsillo. Agarró a su madre del brazo y la subió.
– Levanta -le dijo-. Tienes que bañarte.
– No puedo -dijo Dellen-. Me estoy hundiendo. Me iré pronto y mucho antes de que pueda… -Y entonces hubo un cambio astuto, tal vez porque vio en el rostro de Kerra una fragilidad de la que debía recelar-. Ha tirado mis pastillas. Me ha tomado esta mañana. Kerra, él… Casi me ha violado. Y luego… luego… Ha tirado mis pastillas.
Kerra cerró los ojos con fuerza. No quería pensar en el matrimonio de sus padres. Sólo quería arrancarle la verdad a su madre, pero necesitaba ser ella quien dirigiera el curso de esa verdad.
– Arriba -le dijo-. Vamos. Venga. Tienes que levantarte.
– ¿Por qué nadie me escucha? No puedo seguir así. Tengo un pozo tan profundo dentro de mi cabeza… ¿Por qué nadie me ayuda? ¿Tú, tu padre? Quiero morirme.
Su madre era como un saco de arena y Kerra la subió a la cama. Dellen se quedó tumbada allí.
– He perdido a mi niño. -Tenía la voz rota-. ¿Por qué nadie empieza a entenderlo?
– Todo el mundo lo entiende. -Kerra se sentía reducida por dentro, como si algo la aplastara y, al mismo tiempo, la quemara desde los pies. Pronto no quedaría nada de ella. Sólo hablar la salvaría-. Todo el mundo sabe que has perdido a un hijo, porque todos los demás también hemos perdido a Santo.
– Pero su madre… Sólo su madre, Kerra…
– Por favor. -Algo despertó en su interior. Cogió a Dellen y tiró de ella hacia arriba, obligándola a sentarse en el borde de la cama-. Déjate ya de tanto drama -dijo.
– ¿Drama? -Como había sucedido tantas veces en el pasado, el estado de ánimo de Dellen cambió, como un episodio sísmico imprevisto-. ¿Puedes llamar a esto «drama»? ¿Así reaccionas al asesinato de tu propio hermano? ¿Qué te pasa, acaso no tienes sentimientos? Dios mío, Kerra, ¿de quién eres hija?
– Sí -dijo Kerra-. Supongo que te habrás hecho esa pregunta muchísimas veces, ¿verdad? Contando las semanas y los meses y preguntándote… ¿A quién se parece? ¿De quién será? ¿Quién puedo decir que la engendró? Y, eso sería fundamental, ¿me creerá? Bueno, tal vez si me hago la patética… O la satisfecha. O la alegre. O lo que sea que hagas cuando sabes que tienes que explicar alguna cagada.
Los ojos de Dellen se habían vuelto oscuros. Se había ido encogiendo y apartando de Kerra.
– ¿Cómo puedes decir…? -empezó a preguntar y levantó las manos para taparse la cara con un gesto que Kerra supuso que debía interpretarse como horror.
Era el momento. Kerra sacó la postal de su bolsillo.
– Venga, para ya -dijo, y le apartó las manos y sostuvo la postal delante de la cara de su madre. Le puso una mano en la nuca para que Dellen no pudiera alejarse de su conversación-. Mira lo que he encontrado. ¿«Es aquí», mamá? ¿Qué, exactamente? ¿Qué?
– ¿De qué estás hablando? Kerra, yo no…
– Tú no, ¿qué? ¿No sabes lo que tengo en la mano? ¿No reconoces la fotografía de la postal? ¿No reconoces tu propia letra? Ah, ya entiendo: ni siquiera sabes de dónde ha salido y si lo sabes (y las dos sabemos muy bien que sí lo sabes, ¿de acuerdo?) entonces no imaginas cómo habrá llegado aquí. ¿Qué dices, mamá? Respóndeme. ¿Cuál de las dos opciones es?
– No es nada. Sólo es una postal, por el amor de Dios. Te comportas como…
– Como alguien cuya madre se ha follado al hombre con el que creía que iba a casarse -gritó Kerra-. En esta cueva donde te has follado a todos los demás.
– ¿Cómo puedes…?
– Porque te conozco. Porque te he observado. Porque he visto cómo la historia se repetía una y otra vez. Dellen está necesitada y quién estará ahí para ayudarla sino un hombre dispuesto de la edad que sea, porque eso nunca te ha importado, ¿verdad? Sólo tenerlo, fuera quien fuera y perteneciera a quien perteneciera… Porque lo que tú querías y cuándo lo querías era más importante que… -Kerra notó que le temblaban las manos. Aplastó la postal en la cara de su madre-. Debería hacerte… Dios mío. Dios mío, debería hacerte…
– ¡No! -Dellen se retorció debajo de ella-. Estás loca.
– Ni siquiera Santo puede detenerte. La muerte de Santo no puede detenerte. Pensé que te afectaría, pero no. Santo ha muerto, Dios mío, le han asesinado, y no ha cambiado nada. No te has desviado ni lo más mínimo de lo que tenías planeado.
– ¡No!
Dellen empezó a forcejear con ella, clavándole las uñas en las manos y los dedos. Dio patadas y rodó para liberarse, pero Kerra era demasiado fuerte. Así que se puso a gritar.
– ¡Has sido tú! ¡Tú! ¡Tú! -Dellen fue a por el pelo y los ojos de su hija y la tiró. Rodaron por la cama, buscando un punto de apoyo entre la masa de sábanas y mantas. Chillaron, agitaron los brazos, dieron patadas. Se agarraron, se encontraron, se soltaron. Se volvieron a coger, golpeándose y tirando mientras Dellen gritaba-: Tú. Tú. Has sido tú.
La puerta de la habitación se abrió de golpe. Unos pasos cruzaron la habitación corriendo. Kerra notó que alguien la levantaba y oyó la voz de Alan en su oído.
– Tranquila -le dijo-. Tranquila, tranquila. Dios santo. Kerra, ¿qué estás haciendo?
– Que te lo cuente -gritó Dellen, que había caído de lado sobre la cama-. Que te lo cuente todo. Que te cuente lo que le ha hecho a Santo. Que te hable de él. ¡Santo!
Sujetando a Kerra por un brazo, Alan empezó a moverse hacia la puerta.
– ¡Suéltame! -chilló Kerra-. Que te diga la verdad.
– Ven conmigo -le dijo Alan-. Ya es hora de que tú y yo hablemos en serio.
Cuando Bea y la sargento Havers se detuvieron en el antiguo aeródromo militar, los dos coches, similares a los que se habían visto en los alrededores del acantilado el día que murió Santo Kerne, estaban a un lado de LiquidEarth. Un vistazo rápido por la ventanilla y reveló que el RAV4 de Lew Angarrack contenía un equipo de surf junto con una tabla corta. En el Defender de Jago Reeth no había nada, que ellas vieran. Estaba picado de óxido por fuera -el aire salado era mortal para cualquier coche en esta parte del país-, pero por lo demás estaba todo lo limpio posible, que no era nada limpio teniendo en cuenta el tiempo y las probabilidades de que tuviera que aparcarlo al aire libre. Tenía alfombrillas y tanto en el lado del conductor como del pasajero había mucho barro seco para examinarlo.
Pero el barro era uno de los peligros de vivir en la costa desde finales de otoño hasta finales de primavera, así que su presencia en el Defender no contaba tanto como le habría gustado a Bea.
Como en estos momentos Daidre Trahair se encontraba sabía Dios dónde, salir de excursión al local del fabricante de tablas de surf había parecido el segundo paso lógico. Había que seguir todas las pistas y, al final, tanto Jago Reeth como Lewis Angarrack iban a tener que explicar qué hacían en los alrededores del lugar donde había caído Santo Kerne, por más que Bea hubiera preferido tener a Daidre Trahair en la comisaría para someterla al interrogatorio minucioso que tanto merecía.
De camino al viejo aeródromo, la inspectora había atendido una llamada de Thomas Lynley. Había ido de Newquay a Zennor y ahora estaba volviendo a Pengelly Cove otra vez. Quizá tuviera algo para ella, le dijo, pero para eso necesitaba husmear un poco más por la zona de donde era originaria la familia Kerne. Sonaba demasiado emocionado.
– ¿Y qué hay de la doctora Trahair? -le preguntó ella con brusquedad.
Todavía no la había visto, contestó Lynley, pero tampoco esperaba verla. En realidad y para ser sinceros, la verdad era que no había estado vigilándola. Tenía la cabeza en otras cosas. Esta nueva situación con los Kerne…
Bea no quería oír hablar de los Kerne, fuera nueva la situación o no. No confiaba en Thomas Lynley y aquello le fastidiaba porque quería confiar en él. Necesitaba confiar en todas las personas involucradas en la investigación de la muerte de Santo Kerne y el hecho de no poder hacerlo provocó que le interrumpiera de golpe:
– Mientras tanto, en caso de que vea a la buena y escurridiza doctora Trahair, me la trae -le dijo-. ¿Queda claro?
– Sí -la tranquilizó Lynley.
– Y si tiene pensado seguir con los Kerne, tenga presente que ella también forma parte de la historia de Santo Kerne.
– Si hay que hacer caso a lo que dice la chica Angarrack, porque una mujer despechada…
– Oh, sí. Cuánta razón tiene -declaró la inspectora con impaciencia, pero Bea sabía que había algo de verdad en lo que decía Lynley: Madlyn Angarrack no parecía más limpia que los demás.
Dentro de LiquidEarth, Bea presentó la sargento Havers a Jago Reeth, que estaba lijando el borde irregular de fibra de vidrio y resina del canto de una tabla con cola de golondrina, colocada entre dos caballetes bien acolchados para proteger el acabado de la tabla, y procuraba ser delicado con el proceso. Un armario enorme que emanaba calor estaba abierto en un lado del cuarto con más tablas dentro que, al parecer, aguardaban sus atenciones. LiquidEarth parecía tener una pretemporada lucrativa y el negocio seguía prosperando, a juzgar por el ruido que salía del cuarto de perfilado.
Como antes, Jago vestía un mono desechable. Ocultaba gran parte del polvo que cubría su cuerpo, pero no el que le cubría el pelo y la cara. Cualquier parte de él que estuviera a la vista estaba blanca, incluso los dedos, y las cutículas formaban diez grandes sonrisas en la base de sus uñas.
Jago Reeth preguntó a Bea si quería hablar con Lew o con él esta vez. Ella contestó que con los dos, pero su conversación con el señor Angarrack podía esperar, así podría permitirse charlar a solas con Jago.
La idea de que la policía quisiera hablar con él, a solas o no, no pareció desconcertar al anciano. Dijo que creía haberles contado todo lo que sabía sobre la aventura Santo-Madlyn, pero Bea le informó con tono agradable que, por lo general, prefería tomar ella esa decisión. El hombre la miró, pero no comentó nada más aparte de que seguiría lijando si no había ningún problema.
No lo había, le tranquilizó Bea. Mientras hablaba, el ruido procedente del cuarto de perfilado se detuvo. La inspectora pensó que Lew Angarrack se uniría a ellos, pero se quedó dentro.
Hannaford preguntó a Jago Reeth qué podía decirle sobre el hecho de que su Defender estuviera en las inmediaciones del lugar donde se había producido la caída de Santo Kerne el día de su muerte. Mientras hablaba, la sargento Havers desempeñaba su trabajo con la libreta y el lápiz.
Jago dejó de lijar, miró a Havers y ladeó la cabeza como si evaluara la pregunta de Bea.
– ¿En las inmediaciones? -preguntó-. ¿De Polcare Cove? No creo, no.
– Su coche fue visto en Alsperyl -le dijo Bea.
– ¿Y eso es cerca? Puede ser que Alsperyl esté cerca en línea recta, pero en coche son bastantes kilómetros.
– A pie por los acantilados es bastante fácil llegar de Alsperyl a Polcare Cove, señor Reeth. Incluso a su edad.
– ¿Alguien me vio en la cima del acantilado?
– No estoy diciendo que estuviera allí. Pero el hecho de que su Defender estuviera, ni que fuera remotamente, en la zona donde murió Santo Kerne… Entenderá mi curiosidad, espero.
– La cabaña de Hedra -dijo.
– ¿Quién? -Fue la sargento Havers quien preguntó. Su expresión decía que creía que el término era una especie de chiste típico de Cornualles.
– Es una casucha vieja de madera construida en el acantilado -le explicó Jago-. Es donde estaba.
– ¿Puedo preguntarle qué hacía allí? -dijo Bea.
Jago pareció plantearse la conveniencia de la pregunta o de contestarla.
– Un asunto privado -dijo al fin, y retomó su trabajo con el papel de lija.
– Esa decisión la tomaré yo -dijo Bea.
La puerta del cuarto de perfilado se abrió y Lew Angarrack salió. Igual que el otro día, iba vestido como Jago y llevaba una mascarilla y unas gafas alrededor del cuello. Una sección circular de piel alrededor de los ojos, la boca y la nariz lucía un rosa extraño contra el blanco que cubría el resto de su cara. Él y Jago Reeth intercambiaron una mirada indescifrable.
– Ah. Usted también estaba en los alrededores de Polcare Cove, señor Angarrack -señaló Bea en tono cordial. Registró la sorpresa en el rostro de Jago Reeth.
– ¿Cuándo? -Angarrack se quitó la mascarilla y las gafas del cuello y las dejó encima de la tabla de surf que Jago estaba lijando.
– El día que Santo Kerne cayó. O, para expresarlo mejor, el día que asesinaron a Santo Kerne. ¿Qué hacía allí?
– No estaba en Polcare Cove.
– He dicho en los alrededores.
– Entonces se referirá a Buck's Haven, que supongo que podría decirse que está en los alrededores. Estaba haciendo surf.
Jago miró deprisa a Lew Angarrack. Él no pareció darse cuenta.
– ¿Haciendo surf? -dijo Bea-. Y si vuelvo a echar un vistazo a esos gráficos que utilizan ustedes… ¿Cómo los llaman?
– Isóbaras. Sí, si vuelve a echar un vistazo verá que las olas eran horribles, que el viento soplaba en la dirección equivocada y que no tenía ningún sentido salir a surfear.
– Entonces, ¿por qué lo hizo? -preguntó la sargento Havers.
– Quería pensar. El mar siempre ha sido el mejor sitio para mí. Si además cogía algunas olas, premio. Pero no fui a eso.
– ¿En qué pensaba?
– En el matrimonio -contestó.
– ¿El suyo?
– Estoy divorciado. Desde hace años. La mujer con la que he estado saliendo… -Cambió de posición. Parecía haber pasado varias noches en vela y Bea se preguntó cuántas podía atribuir de manera realista a los dilemas de un hombre acerca de su estado marital-. Llevamos juntos algunos años. Ella quiere casarse. Yo prefiero dejar las cosas como están, o con pocos cambios.
– ¿Qué clase de cambios?
– ¿Y eso qué diablos les importa a ustedes? Los dos ya hemos pasado por eso, ya sabemos lo que es, pero ella no quiere verlo así.
Jago Reeth hizo un ruido parecido a un resoplido. Parecía indicar que él y Lew Angarrack estaban de acuerdo en este tema. Siguió lijando y Lew echó un vistazo a lo que hacía. Asintió mientras pasaba los dedos por la parte del canto que Jago ya había terminado.
– Así que estaba… ¿Qué? -preguntó Bea al surfista-. ¿Meciéndose en las olas, intentando decidir si casarse con ella o no?
– No. Eso ya lo había decidido.
– ¿Y su decisión fue…?
El hombre se alejó de los caballetes y la tabla en la que trabajaba Jago.
– No entiendo qué tiene que ver esa pregunta con nada, así que vayamos a la cuestión: si Santo Kerne se cayó del acantilado o le empujaron o su equipo de escalada falló. Como mi coche estaba a cierta distancia de Polcare Cove y como yo estaba en el agua, no pude empujarle, lo que nos deja que el equipo falló por alguna razón. Así que supongo que lo que quieren saber es quién tenía acceso a su equipo. ¿He llegado al quid de la cuestión un poquito más deprisa cogiendo el camino de la vía rápida, inspectora Hannaford?
– Yo creo que normalmente hay media docena de caminos a la verdad -le dijo Bea-. Pero puede seguir por ése, si quiere.
– No tengo ni idea de dónde guardaba su equipo -le dijo Angarrack-. Sigo sin saberlo. Supongo que lo tenía en su casa.
– Estaba en su coche.
– Bueno, es evidente que ese día lo llevaría en el coche, ¿no? -preguntó-. Había salido a escalar, mujer.
– Lew… sólo está haciendo su trabajo. -Jago habló con voz tranquilizadora antes de decirle a Bea-: Yo tenía acceso, si de eso se trata. También sabía dónde lo guardaba. El chico y su padre habían tenido una discusión más…
– ¿Por qué? -le interrumpió Bea.
Jago Reeth y Angarrack se miraron. Bea lo vio y repitió la pregunta.
– Por lo que fuera -fue la respuesta de Jago-. No coincidían en muchas cosas y Santo se llevó el equipo de escalada de la casa. Era como una forma de decirle «ahora verás», ya me entiende.
– «Ahora verás», ¿qué, exactamente, señor Reeth?
– Ahora verás… Cualquier cosa que pensara que sus padres debían ver.
Aquella respuesta no era muy satisfactoria.
– Si saben algo relevante, cualquiera de los dos, quiero que me lo cuenten, por favor -dijo Bea.
Otra mirada entre ellos, ésta más larga.
– Colega… Sabes que no me corresponde -le dijo Jago a Lew.
– Dejó embarazada a Madlyn -dijo Lew con brusquedad-. Y no tenía intención de hacer nada al respecto.
A su lado, Bea notó que la sargento Havers se revolvía. Se moría de ganas de intervenir, pero se contuvo. Por su parte, a Hannaford le extrañó que la información la proporcionara de un modo tan mecánico el hombre que habría tenido la razón más importante para hacer algo al respecto.
– Según Santo, su padre quería que hiciera las cosas bien con Madlyn -dijo Jago. Luego añadió-: Lo siento, Lew. Seguí hablando con el chico. Me pareció lo mejor, con el bebé en camino.
– Entonces, ¿su hija no interrumpió el embarazo? -preguntó Bea a Angarrack.
– Pensaba tenerlo.
– ¿Pensaba? -preguntó la sargento Havers-. Que hable en pasado significa…
– Lo perdió.
– ¿Cuándo pasó? -preguntó Bea.
– ¿El aborto? A principios de abril.
– Según ella, entonces ya había roto con él. Así que lo haría estando embarazada.
– Correcto.
Bea miró a Havers. Los labios de la sargento formaban una «o», que era como decir «oh, Dios». Se habían adentrado en un terreno de lo más interesante.
– ¿Cómo se sintió con todo esto, señor Angarrack? Y usted, señor Reeth, ya que se tomó la molestia de que el chico tuviera preservativos.
– No me sentí bien -contestó Angarrack-. Pero si hacer las cosas bien con Madlyn significaba casarse, prefería que rompieran, créame. No quería que se casara con él. Sólo tenían dieciocho años y además… -Hizo un gesto con la mano para descartar lo que iba a decir.
– ¿Además? -le instó Havers a continuar.
– Se le veía el plumero. Era un cabronazo. No quería que la chica se relacionara más con él.
– ¿Quiere decir que él quería que abortara?
– Quiero decir que le daba igual lo que hiciera, según Madlyn. Al parecer, era su estilo, sólo que al principio ella no lo sabía. Bueno, ninguno de nosotros lo sabía.
– Debió de enfurecerse cuando se enteró.
– ¿Y le maté porque estaba hecho una furia? -preguntó Lew-. No creo. No tenía ninguna razón para matarle.
– ¿Tratar mal a su hija no es razón suficiente? -preguntó Bea.
– Habían terminado. Ella estaba… está recuperándose. -Y añadió, mirando a Jago-: ¿No estás de acuerdo?
– Es un proceso lento -fue la respuesta de Jago.
– Que se vuelve más fácil con la muerte de Santo, diría yo -señaló Bea.
– Ya se lo he dicho. No sabía dónde guardaba su equipo y si lo hubiera sabido…
– Yo sí lo sabía -le interrumpió Jago Reeth-. El padre de Santo no dejaba de sermonearle después de que Madlyn supiera que estaba embarazada. Como le he dicho antes, se pelearon. Parte de la pelea era por ese rollo que los padres les sueltan a veces a sus hijos sobre que tienen que «portarse como un hombre» y en el caso de Santo era más fácil interpretar que eso significaba portarse como el padre de un bebé que está en camino. Así que cogió el equipo de escalada para hacer justo eso. En lugar de decirle «¿quieres que esté al lado de Madlyn?, pues estaré al lado de Madlyn», le pareció más fácil ponerse en el plan «¿prefieres que haga escalada que surf? Pues haré escalada, ahora verás lo que es un escalador de verdad, si de eso se trata». Y se iba a escalar. Un día, otro, cuando fuera. Guardaba el equipo en el maletero de su coche. Yo sabía que lo tenía allí.
– ¿Debo suponer que Madlyn también lo sabía?
– Estaba conmigo -dijo Jago-. Los dos fuimos a Alsperyl y caminamos hasta la cabaña de Hedra. Había algo dentro de lo que quería deshacerse. Era lo último que la ataba a Santo Kerne.
«Aparte del propio Santo», pensó Bea.
– ¿Y qué era? -preguntó.
Con delicadeza, Jago dejó el papel de lija encima de la tabla.
– Miren, estaba loca por Santo. Su primera vez (perdona, Lew, a ningún padre le gusta oír eso) fue con él. Cuando las cosas terminaron entre ellos, Madlyn se quedó muy mal. Y luego perdió al bebé. Le estaba costando superarlo todo, a quién no. Así que le dije que se deshiciera de todo lo relacionado con Santo, de principio a fin. Lo hizo, pero quedaba esta última cosita, así que por eso fuimos allí. Habían grabado sus iniciales en la cabaña, cosas de chavales, con un corazón y todo eso, ¿se lo puede creer? Fuimos para destruir eso. No la cabaña, claro. Lleva allí… Dios mío, ¿cuánto? ¿Cien años? No queríamos destrozar la cabaña. Sólo las iniciales. Dejamos el corazón como estaba.
– ¿Por qué no terminar todo esto de una manera lógica? -le preguntó Bea.
– ¿Y cuál sería?
– La obvia, señor Reeth -intervino Havers-. ¿Por qué no cargarse también a Santo Kerne?
– Espere un minuto, joder… -dijo Lew Angarrack acaloradamente.
– ¿Es una chica celosa? -le interrumpió Bea-. ¿Suele ser vengativa cuando le hacen daño? Puede responder cualquiera de los dos, por cierto.
– Si intenta decir…
– Intento llegar a la verdad, señor Angarrack. ¿Madlyn le dijo, o a usted, señor Reeth, que Santo estaba viéndose con alguien en mitad de todo esto? Y digo viéndose a modo de eufemismo, por cierto. Estaba tirándose a una mujer de por aquí mayor que él al mismo tiempo que se tiraba y dejaba embarazada a su hija. Nos lo dijo ella misma, que se tiraba a otra, al menos. Tuvo que hacerlo, porque ya la hemos pillado en más de una mentira y me temo que se vio acorralada. Al final, siguió al chico y allí estaban, en casa de la mujer, el semental lleno de energía follándose entusiasmado a la vaca vieja. ¿Lo sabía? ¿Y usted, señor Reeth?
– No. No -contestó Lew Angarrack. Se pasó la mano por el pelo canoso y provocó una caída de polvo de poliestireno-. He estado ocupado con mis propios asuntos… Sabía que ella y el chico habían roto y pensaba que con el tiempo… Madlyn siempre ha sido una niña nerviosa. Siempre he pensado que era por su madre y por el hecho de que nos dejara que no lleva bien que la dejen. Bueno, a mí me parecía bastante natural y al final siempre lo superaba cuando algo moría entre ella y otra persona. Creía que también superaría esto, incluso la pérdida del bebé. Así que cuando la vi… alterada como estaba, hice lo que pude, o lo que creí que podía hacer, para ayudarla a sobreponerse.
– ¿Y qué hizo?
– Despedí al chico y la animé para que volviera a surfear, para que volviera a ponerse en forma y volviera al circuito. Le dije que a todos nos destrozan el corazón una vez en la vida, pero que uno se recupera.
– ¿Como le pasó a usted? -preguntó Havers.
– Pues sí, en realidad.
– ¿Y qué sabía de esta otra mujer? -le preguntó Bea.
– Nada. Madlyn no me dijo nunca… No sabía nada.
– ¿Y usted, señor Reeth?
Jago cogió el papel de lija y lo examinó. Asintió despacio.
– Me lo contó. Quería que hablara con el chico, supongo que para que le hiciera entrar en razón. Pero le dije que no serviría de mucho. ¿A esa edad? Un chico no piensa con la cabeza, ¿acaso no lo veía? Le dije que había muchos peces en el mar, como se suele decir, y que lo que había que hacer era deshacerse de ese desgraciado y seguir adelante con nuestras vidas. Es la única manera.
No pareció percatarse de lo que acababa de decir. Bea lo miró detenidamente. Adivinaba que Havers estaba haciendo lo mismo.
– «Irregular» es la palabra que han utilizado para describirnos lo que Santo hacía a escondidas mientras salía con Madlyn y fue el propio Santo quien la usó. Le aconsejaron que fuera sincero al respecto, pero al parecer no lo fue con Madlyn. ¿Fue sincero con usted, señor Reeth? Parece que sintoniza bien con la gente joven.
– Sólo sé lo que sabía Madlyn -dijo Jago Reeth-. ¿Irregular, dice? ¿Fue la palabra que usó?
– Irregular, sí. Lo bastante irregular como para que pidiera consejo.
– Tirarse a una mujer mayor que él ya podría ser bastante irregular -observó Lew.
– Pero ¿lo suficiente como para pedir consejo al respecto? -preguntó Bea, más a sí misma que a ellos.
– Supongo que depende de quién fuera la mujer, ¿eh? -dijo Jago-. Al final siempre se reduce a eso.