Capítulo 28

Condujeron hacia el oeste y hablaron poco. Lynley quería saber por qué había mentido sobre detalles que podían comprobarse tan fácilmente: por ejemplo, Paul el cuidador de primates. Sólo hizo falta una simple llamada de teléfono para descubrir que no existía. ¿Acaso no sabía qué pensaría la policía de eso?

Daidre lo miró. Hoy no se había puesto las lentes de contacto y un mechón de pelo rubio había caído sobre el borde superior de la montura de sus gafas.

– Supongo que no te veía como a un policía, Thomas. Y las respuestas a las preguntas que me formulaste, y a las que tenías en la cabeza pero que no me hiciste, eran privadas, ¿verdad? No tenían nada que ver con la muerte de Santo Kerne.

– Pero guardarte esas respuestas para ti te convertía en sospechosa. Tienes que entenderlo.

– Estaba dispuesta a correr el riesgo.

Condujeron un rato en silencio. El paisaje cambió a medida que se acercaban a la costa: de tierras de labranza agrestes y rocosas, cuya propiedad estaba delimitada con muros irregulares de mampostería cubiertos de líquenes verdes grisáceos, las ondulaciones de los pastos y los campos daban paso a laderas y cañadas y a un horizonte marcado por los magníficos depósitos abandonados de las minas en desuso de Cornualles. Tomó una ruta que pasaba por St. Agnes, un pueblo de pizarra y granito que se extendía por una ladera sobre el mar. Sus pocas calles empinadas serpenteaban de manera atractiva y estaban flanqueadas por casas adosadas y tiendas y al final, todas conducían inexorablemente, como el curso de un río, hacia la playa de guijarros de Trevaunance Cove. Aquí, cuando la marea estaba baja, los tractores empujaban los esquifes al mar y cuando estaba media alta, el gran oleaje del oeste y el suroeste atraía a los surfistas de los alrededores, que se disputaban un sitio en las olas de tres metros. Pero en vez de terminar en la cala, adonde Lynley pensó que se dirigían, Daidre eligió una ruta que salía del pueblo, en dirección norte, siguiendo las señales que indicaban el camino a Wheal Kitty.

– No podía pasar por alto que mintieras cuando dijiste que no habías reconocido a Santo Kerne al ver su cadáver -le dijo Lynley-. ¿Por qué lo hiciste? ¿No ves que provocaste que las sospechas recayeran sobre ti?

– En aquel momento no podía ser un dato importante. Decir que lo conocía habría generado más preguntas y responder preguntas me habría obligado a señalar con el dedo… -Miró hacia él. Su expresión era de fastidio, de incredulidad-. ¿Sinceramente no tienes idea de cómo puede sentirse alguien implicando a gente a quien conoce en una investigación policial? Seguro que entiendes qué puede sentirse. Eres un tipo sensible y había asuntos confidenciales… Cosas que había prometido no revelar. Pero ¿qué estoy diciendo? Tu sargento ya te habrá puesto al corriente: desayunaste con ella, eso si no hablasteis anoche y no imagino que te mantenga muchas cosas en secreto.

– Había marcas de neumáticos en tu garaje, de más de un coche.

– El de Santo y el de Aldara. Tu sargento te habrá hablado de ella, supongo: la amante de Santo. Utilizaban mi cabaña.

– ¿Por qué no lo contaste desde el principio? Si lo hubieras hecho…

– ¿Qué? No habrías investigado mi pasado, mandado a tu sargento a Falmouth a interrogar a los vecinos, llamado al zoo, hecho… ¿Qué más? ¿También has hablado con Lok? ¿Lo localizaste? ¿Le preguntaste si realmente está lisiado o si me lo inventé? Suena fantástico, ¿verdad?, Un hermano chino con espina bífida, genial, pero retorcido. Qué historia tan intrigante.

– Sé que estudia en Oxford. -Lynley se arrepentía, pero no podía remediar lo que había hecho, pues formaba parte de su trabajo-. Eso es todo.

– Y lo descubriste… ¿Cómo?

– Es sencillo, Daidre. Los cuerpos policiales de todo el mundo colaboran entre sí, no digamos ya dentro de nuestro país. Ahora es más fácil que nunca.

– Entiendo.

– No, no lo entiendes, no puedes. No eres policía.

– Y tú tampoco lo eras o no lo eres. ¿O la cosa ha cambiado?

Lynley no podía responder a esa pregunta, pues no sabía la respuesta. Tal vez algunas cosas se llevaban en la sangre y no podían eliminarse sólo porque uno lo deseara.

No dijeron nada más. En cierto momento, en su visión periférica, Lynley vio que se llevaba una mano a la mejilla y en su mente imaginó que lloraba. Pero cuando la miró, vio que sólo se ocupaba del mechón que había caído sobre la montura de sus gafas. Se lo colocó detrás de la oreja.

En Wheal Kitty, no se acercaron al depósito minero ni a los edificios que lo rodeaban. Se encontraban a cierta distancia y había coches aparcados delante de algunos. A diferencia de casi todos los depósitos antiguos del condado, los de Wheal Kitty habían sido reformados. Ahora se utilizaban como lugar de negocios y otras empresas se habían instalado alrededor, en unos edificios largos y bajos radicalmente distintos a la época de Wheal Kitty, pero que también estaban construidos con piedra de la zona. A Lynley le alegró ver aquello. Siempre sentía una punzada de tristeza cuando veía las chimeneas fantasmales y los depósitos destrozados que marcaban el paisaje. Era bueno ver que volvía a dárseles un uso, porque los alrededores de St. Agnes eran un verdadero cementerio de pozos mineros, sobre todo por encima de Trevaunance Coombe, donde una ciudad fantasma de depósitos y chimeneas caracterizaba el paisaje como testigo silencioso de la recuperación de aquella tierra del ataque del hombre. Y éste era un lugar donde los brezos y las aulagas crecían entre afloramientos grises de granito que proporcionaban un sitio para que anidasen las gaviotas argénteas, las grajillas y las cornejas. Había pocos árboles, pues el viento que soplaba aquí no los favorecía.

Al norte de Wheal Kitty, la carretera se estrechaba. Se convertía primero en un camino y al final en un sendero que bajaba hasta un empinado barranco. El camino era apenas del ancho del Opel de Daidre, descendía en una serie de curvas pronunciadas, custodiadas por rocas a su izquierda y un arroyo rápido a la derecha. Al final, terminaba en un depósito mucho más ruinoso que cualquiera que hubieran visto en el trayecto desde Redruth. Estaba cubierto de vegetación silvestre y, justo detrás, una chimenea en un estado similar apuntaba al cielo.

– Ya hemos llegado -dijo Daidre. Pero no bajó del coche, sino que se volvió hacia él y habló en voz baja-. Imagínate esta situación: un nómada decide que quiere dejar de errar porque, a diferencia de sus padres, abuelos y bisabuelos, quiere hacer algo distinto en la vida. Tiene una idea que no es muy práctica porque nada de lo que ha hecho nunca lo ha sido, francamente, pero quiere intentarlo. Así que viene aquí, convencido, mira tú por dónde, de que podrá ganarse la vida explotando minas de estaño. No sabe leer muy bien, pero ha hecho los deberes que ha podido sobre el tema y aprende. ¿Sabes qué es la criba de lodos, Thomas?

– Sí.

Lynley miró detrás de ella y, más allá, a unos setenta metros de donde habían aparcado, vio una vieja caravana. Aunque en su día era blanca, ahora estaba casi toda teñida del color del óxido, que caía desde el tejado y las ventanas, de las cuales colgaban cortinas amarillas con flores estampadas. Al lado de esta estructura pasajera había un cobertizo en ruinas y un armario con el techo de cartón alquitranado que parecía un baño portátil.

– Es extraer estaño de unas piedras pequeñas en un arroyo y seguir éste hasta llegar a rocas más grandes -completó su explicación Lynley.

– Piedras de casiterita, sí -dijo Daidre-. Y luego seguirlas hasta la propia veta, pero si no la encuentras, en realidad no importa porque sigues teniendo el estaño en las piedras más pequeñas y puede transformarse en… En lo que sea que quieras, o puedes venderlo a metalurgias o joyeros, pero la cuestión es que si trabajas mucho y tienes suerte puedes ganarte el pan a duras penas. Así que eso es lo que decide hacer este nómada. Naturalmente, requiere mucho más trabajo del que había previsto y no es un estilo de vida especialmente saludable; además, se producen interrupciones: ayuntamientos, el Gobierno, metomentodos varios que van a inspeccionar las instalaciones. Todo esto provoca distracciones, así que el nómada termina viajando otra vez, para encontrar el arroyo apropiado en un lugar adecuado algo escondido, donde le permitan buscar su estaño en paz. Pero vaya a donde vaya, siguen surgiendo problemas porque tiene tres hijos y una esposa a quienes mantener y como no puede darles lo que necesitan, todos tienen que ayudar. Decide que los niños estudiarán en casa para ahorrar el tiempo que deben pasar en el colegio todos los días y su mujer será la maestra. Pero la vida es dura, las clases no se imparten y ninguno de los dos se preocupa mucho por educar a los niños. Tampoco por la comida decente, ni la ropa adecuada, ni las vacunas para tal o cual enfermedad, ni por llevarlos al dentista, ni por nada, en realidad. Por ninguna de las cosas que los niños dan por sentado. Cuando pasan los trabajadores sociales, los niños se esconden y, al final, como la familia no deja de moverse, los tres se pierden entre las grietas del sistema. Durante años, en realidad. Cuando por fin salen a la luz, la niña mayor tiene trece años y los dos pequeños (los mellizos, un niño y una niña), diez. No saben leer ni escribir, están llenos de llagas, tienen los dientes bastante mal, nunca han ido al médico y la niña de trece años no tiene pelo. No se lo han rapado, se le ha caído. Se los quitan de inmediato y se arma un gran revuelo. Los periódicos locales cubren la historia e incluyen fotografías. Los mellizos van a parar a una familia de Plymouth y a la niña de trece años la envían a Falmouth, donde acaba adoptándola una pareja que empieza siendo su familia de acogida. Ella se siente tan… tan llena del amor que recibe que olvida su pasado, totalmente. Se cambia el nombre y se pone uno que piensa que es bonito. Naturalmente, no tiene ni idea de cómo se escribe, así que lo hace mal, pero sus nuevos padres están encantados. Es Daidre, dicen, bienvenida a tu nueva vida. Y ella nunca vuelve a visitar a la persona que era. Lo olvida todo y no habla de ello y nadie, ninguna persona, de su vida actual sabe nada porque se avergüenza profundamente de ello. ¿Puedes comprenderlo? No, cómo ibas a entenderlo, pero así son las cosas y siguen siéndolo hasta que su hermana la localiza e insiste, le suplica, que venga aquí, al último lugar de la Tierra al que puede soportar venir, al único sitio que se ha prometido que nadie de su vida actual conocerá jamás.

– ¿Por eso le mentiste a la inspectora Hannaford sobre la ruta que tomaste hasta Cornualles? -le preguntó Lynley.

Daidre no respondió; abrió la puerta y él hizo lo mismo. Se quedaron un momento examinando la casa que había abandonado dieciocho años atrás. Aparte de la caravana -que, inconcebiblemente había sido el domicilio de cinco personas- había poco más. Una destartalada construcción parecía albergar el equipo para extraer el estaño de las piedras donde se hallaba y, apoyadas en ella, había tres carretillas antiguas y dos bicicletas con alforjas oxidadas colgando a cada lado. En su día, alguien había plantado geranios en unos tiestos de terracota, pero estaban languideciendo, dos de ellos tumbados y rotos, con las plantas desparramadas como suplicantes que rogaban un final compasivo.

– Me llamaba Edrek Udy -dijo Daidre-. ¿Sabes qué significa Edrek, Thomas?

Lynley dijo que no y vio que no quería que siguiera hablando. Le embargaba la tristeza por haber invadido sin pensar la vida que Daidre se había esforzado tanto por olvidar.

– Edrek significa «tristeza» en córnico -dijo-. Ven a conocer a mi familia.


* * *

Jago Reeth no parecía sorprendido lo más mínimo. Tampoco parecía preocupado. Estaba como la primera vez que Bea había ido a verle a LiquidEarth: dispuesto a ayudar. Se preguntó si se equivocaban con él.

Dijo que podían hablar con él, en efecto. Podían sentarse con él y con su amigo Selevan Penrule junto a la chimenea o podían conversar en un lugar más privado.

Bea dijo que, si no le importaba, creía que podían mantener su charla en la comisaría de Casvelyn.

– Me temo que sí me importa. ¿Estoy detenido, señora?

Fue la palabra «señora» lo que le dio que pensar. Fue la forma como la dijo: con el tono de alguien que cree que está en una situación privilegiada.

– Porque a menos que me equivoque -prosiguió-, no tengo por qué aceptar su hospitalidad, ya me entiende.

– ¿Hay alguna razón por la que prefiera no hablar con nosotros, señor Reeth?

– Ni mucho menos -contestó él-. Pero si tenemos que hablar, tendremos que hacerlo en un lugar donde me sienta cómodo y no es probable que me sienta cómodo en una comisaría, ya me entiende. -Sonrió afablemente, mostrando unos dientes manchados tiempo atrás por el té y el café-. Me pongo tenso si estoy encerrado demasiado rato. Y si estoy tenso no puedo hablar demasiado. Y una cosa sí sé: dentro de una comisaría, es probable que esté permanentemente tenso, ya me entiende.

Bea entrecerró los ojos.

– ¿En serio?

– Soy un poco claustrofóbico.

El compañero de Reeth escuchaba muerto de curiosidad, con su mirada alternando entre Bea y Jago.

– ¿De qué va todo esto, Jago?

– ¿Le gustaría poner al día a su amigo? -contestó Bea a eso.

– Quieren hablar sobre Santo Kerne -dijo Reeth-. Otra vez. Ya he hablado con ellas. -Luego le dijo a Bea-: Y estoy encantado de la vida de hacerlo otra vez, no crea. Tantas veces como quieran. Salgamos del bar… Podremos decidir dónde y cuándo mantener nuestra conversación.

La sargento Havers estuvo a punto de decir algo. Había abierto la boca cuando Bea le lanzó una mirada. «Espere», decía. Verían qué pretendía Jago Reeth. O era un ignorante redomado o tremendamente astuto. Bea creía saber cuál de las dos opciones era.

Lo siguieron hasta la entrada del hostal y la puerta del bar se cerró tras ellos. Dejaron al camarero limpiando vasos y observando con curiosidad. Dejaron a Selevan Penrule diciéndole a Jago Reeth:

– Cuídate, amigo.

Cuando estuvieron solos, Jago Reeth habló con una voz totalmente distinta de la que le habían oído emplear no sólo hacía un momento, sino también en sus conversaciones anteriores:

– Me temo que no ha contestado a mi pregunta. ¿Estoy detenido, inspectora?

– ¿Debería estarlo? -preguntó Bea-. Gracias por quitarse la máscara.

– Inspectora, por favor, no me tome por estúpido. Verá que conozco mis derechos mejor que la mayoría. En realidad, podría decirse que los he estudiado, así que si quiere puede arrestarme y rezar para que lo que tenga contra mí baste para retenerme como mínimo seis horas. Nueve como máximo, ya que usted misma se encargaría de la revisión después de esas seis primeras horas, ¿verdad? Pero después… ¿Qué comisario en el mundo autorizará un periodo de interrogatorio de veinticuatro horas en este punto de su investigación? Así que debe decidir qué quiere de mí. Si es una conversación, debo decirle que esa conversación no sucederá en un calabozo. Y si lo que quiere es un calabozo, entonces insistiré en la presencia de un abogado y seguramente entonces utilizaré mi derecho fundamental, un derecho que a menudo olvidan quienes desean ayudar.

– ¿Cuál es?

– Por favor, no se haga la ignorante conmigo. Sabe tan bien como yo que no tengo por qué decir ni una palabra más.

– ¿A pesar de lo que pueda parecer?

– Sinceramente, no me importa lo que pueda parecer. Bien, ¿que prefieren usted y su ayudante? ¿Una conversación sincera y mi mirada amable y silenciosa posada en ustedes o que me quede mirando la pared o el suelo de la comisaría? Y si lo que quieren es hablar, entonces seré yo, y no ustedes, quien determine dónde.

– Está bastante seguro de sí mismo, señor Reeth. ¿O debería llamarle señor Parsons?

– Inspectora, puede llamarme como le plazca. -Se frotó las manos, el gesto que utilizaría para limpiarse las manos de harina después de hacer un pastel o de tierra después de plantar-. Bueno, ¿qué será?

Al menos, se dijo Bea, tenía la respuesta a la duda de si el hombre era astuto o un ignorante.

– Como usted quiera, señor Reeth. ¿Pedimos una habitación privada aquí en el hostal?

– Se me ocurre un lugar mejor -le dijo-. Si me disculpan mientras recojo mi chaqueta… El bar tiene otra salida, por cierto, así que quizá quieran venir conmigo por si les preocupa que pueda escapar.

Bea hizo un gesto con la cabeza a Havers. La sargento parecía encantada de acompañar a Jago Reeth a donde fuera. Desaparecieron los dos en el bar durante el tiempo que el hombre tardó en coger sus pertenencias e intercambiar las palabras que considerara necesarias con su amigo en el rincón junto a la chimenea. Salieron y Jago caminó en primer lugar. Tendrían que ir en coche, dijo. ¿Alguna de las dos llevaba móvil? Preguntó esto último con deliberada cortesía. Evidentemente, sabía que llevaban móvil. Bea creyó que les pediría que no lo cogieran y estaba a punto de negarse en rotundo, pero entonces Reeth realizó una petición inesperada.

– Me gustaría que el señor Kerne estuviera presente.

– Eso no sucederá -le dijo Bea.

Otra vez la sonrisa.

– Oh, me temo que sí, inspectora Hannaford. A menos, por supuesto, que desee detenerme y retenerme esas nueve horas de que dispone. Ahora, en cuanto al señor Kerne…

– No -dijo Bea.

– Un viaje cortito a Alsperyl. Lo disfrutará, se lo aseguro.

– No pediré al señor Kerne…

– Creo que comprobará que no será necesario que se lo pida. Sólo tendrá que plantear el ofrecimiento: una charla sobre Santo con Jago Reeth. O con Jonathan Parsons, si lo prefiere. El señor Kerne se alegrará de mantener esta conversación. Cualquier padre que quiera saber exactamente qué le pasó a su hijo el día o la noche que murió mantendría esta conversación. Ya me entiende.

– Jefa -dijo la sargento Havers en tono urgente.

Bea sabía que quería intercambiar unas palabras con ella y que sin duda serían palabras de cautela. «No ponga a este tío en una situación de poder. Él no determina el rumbo de los acontecimientos. Lo hacemos nosotras.» Al fin y al cabo, ellas eran las policías.

Pero a estas alturas creer eso era un sofisma. Había que ser cauteloso, eso seguro, pero tendrían que serlo en un escenario ideado por el sospechoso. A Bea no le gustaba, pero no veía otra opción que dejarle hacer las cosas a su manera. Podían retenerle durante nueve horas, en efecto, pero si bien nueve horas en una celda o incluso a solas en una sala de interrogatorios podían poner nerviosas a algunas personas e instarlas a hablar, estaba bastante convencida de que ni nueve horas ni noventa iban a poner nervioso a Jago Reeth.

– Usted primero, señor Reeth -le dijo-. Llamaré al señor Kerne desde el coche.


* * *

Sólo había dos de ellos en la caravana. Tumbada en un banco estrecho, había una mujer, envuelta en una manta afelpada y con la cabeza sobre una almohada sin funda cuyos bordes estaban manchados de sudor. Era mayor, aunque resultaba imposible calcular su edad porque estaba escuálida y tenía el pelo gris y ralo y lo llevaba sin peinar. Tenía muy mal color y los labios escamosos.

Su compañera era una mujer más joven que podía tener entre veinticinco y cuarenta años. Tenía el pelo bastante corto y del color y estado propios del rubio oxigenado. Vestía una falda plisada larga de cuadros escoceses en la que predominaba el azul y el amarillo, calcetines rojos hasta la rodilla y un jersey grueso. Iba descalza y sin maquillar. Miró en su dirección entrecerrando los ojos cuando entraron, lo que sugería que normalmente llevaba gafas o que ahora las necesitaba.

– Mamá, Edrek está aquí -dijo. Sonaba cansada-. Ha venido con un hombre. No es un médico, ¿verdad? No habrás traído a un médico, ¿verdad, Edrek? Te dije que habíamos terminado con los médicos.

La mujer del banco movió un poco las piernas, pero no volvió la cabeza. Miraba las manchas de humedad que había arriba, en el techo de la caravana, como nubes a punto de descargar óxido. Respiraba deprisa y superficialmente, como evidenciaba el movimiento ascendente y descendente de sus manos, que tenía juntas en la parte alta del pecho en una postura inquietante que recordaba a un cadáver.

Daidre habló.

– Ella es Gwynder, Thomas, mi hermana menor. Y ella es mi madre, mi madre hasta los trece años, quiero decir. Se llama Jen Udy.

Lynley miró a Daidre. Hablaba como si estuvieran observando un cuadro vivo en un escenario.

– Thomas Lynley -le dijo Lynley a Gwynder-. No soy médico. Sólo un… amigo.

– Acento pijo -dijo Gwynder, y siguió con lo que estaba haciendo cuando entraron, que era llevar un vaso a la mujer del banco. Contenía una especie de líquido lechoso. Dijo refiriéndose a él-: Quiero que te bebas esto, mamá.

Jen Udy dijo que no con la cabeza. Levantó dos dedos y los dejó caer.

– ¿Dónde está Goron? -preguntó Daidre-. ¿Y dónde está… tu padre?

– Tu padre está bien -dijo Gwynder-, te guste o no.

Aunque podría haber habido un trasfondo de resentimiento en sus palabras, no fue así.

– ¿Dónde están?

– ¿Dónde iban a estar? Es de día.

– ¿En el arroyo o en el cobertizo?

– Cómo voy a saberlo. Están donde estén. Mamá, tienes que bebértelo. Es bueno para ti.

La mujer levantó los dedos y los dejó caer otra vez. Giró la cabeza levemente, intentando moverla hacia el respaldo del banco y lejos de las miradas.

– ¿No te ayudan a cuidarla, Gwynder? -preguntó Daidre.

– Ya te lo he dicho. Ya no estamos en la fase de cuidarla, estamos esperando. Ésa es la diferencia.

Gwynder se sentó al principio del banco, junto a la almohada manchada. Había dejado el vaso en la repisa de una ventana cuyas finas cortinas estaban corridas a la luz del sol, lo que arrojaba un resplandor ictérico en el rostro de su madre. Levantó la almohada y la cabeza y pasó el brazo por debajo. Volvió a coger el vaso. Lo sostuvo en los labios de Jen Udy con una mano y con la otra, curvada alrededor de su cabeza, obligó a su madre a abrir la boca. El líquido entró y salió. La mujer movió los músculos de la garganta mientras conseguía tragar al menos una parte.

– Tienes que sacarla de aquí -dijo Daidre-. Este sitio no es bueno para ella, y tampoco para ti. Es insalubre, hace frío y está hecho un desastre.

– Ya lo sé, ¿qué te crees? -dijo Gwynder-. Por eso quiero llevarla…

– No es posible que pienses que servirá de algo.

– Es lo que quiere ella.

– Gwynder, no es religiosa. Los milagros son para los creyentes. Llevarla hasta… Mírala. Ni siquiera tiene fuerzas para el viaje. Mírala, por el amor de Dios.

– Los milagros son para todo el mundo. Y es lo que ella quiere. Lo que necesita. Si no va, se morirá.

– Se está muriendo.

– ¿Es lo que quieres? Ah, sí, imagino que sí. Tú, que vienes aquí con tu novio pijo. No puedo creer que le hayas traído siquiera.

– No es mi… Es policía.

Gwynder se agarró despacio la parte delantera del jersey mientras asimilaba ese detalle.

– ¿Por qué has traído…? -dijo, y luego a Lynley-: No estamos haciendo nada malo. No puede obligarnos a marcharnos. El ayuntamiento sabe… Tenemos los derechos de los nómadas. No molestamos a nadie. -Y a Daidre-: ¿Hay más ahí fuera? ¿Has venido a llevártela? No se irá sin luchar. Se pondrá a gritar. No puedo creer que le hagas esto, después de todo…

– ¿Después de qué, exactamente? -La voz de Daidre sonaba angustiada-. ¿Después de todo lo que ha hecho por mí? ¿Por ti? ¿Por los tres? Parece que tienes poca memoria.

– Y la tuya se remonta al principio de los tiempos, ¿eh?

Gwynder obligó a su madre a beber más líquido. El resultado fue prácticamente el mismo que antes. Lo que salió de su boca goteó por sus mejillas y terminó en la almohada. Gwynder intentó arreglar el estropicio frotando con la mano, sin demasiado éxito.

– Puede estar en una residencia -dijo Daidre-. No puede seguir así.

– ¿Y se supone que debemos dejarla ahí sola? ¿Sin su familia? ¿Encerrarla y esperar a que nos informen de que se ha ido? Pues no pienso hacer eso, no. Y si has venido a decirme que eso es todo lo que piensas hacer para ayudarla, ya te puedes marchar con tu hombre elegante, diga quien diga ser. Este tío no es poli. Los polis no hablan como él.

– Gwynder, por favor, entra en razón.

– Vete, Edrek. Te pedí ayuda y dijiste que no. Así son las cosas y nos las arreglaremos.

– Os ayudaré dentro de lo razonable, pero no os mandaré a Lourdes, a Medjugorje o a Knock porque es absurdo, no tiene sentido, los milagros no existen…

– ¡Sí que existen! Y podría haber uno.

– Se está muriendo de un cáncer de páncreas. Nadie sobrevive a eso. Le quedan semanas, días o quizás horas y… ¿Es así como quieres que muera? ¿Así? ¿Aquí? ¿En este cuchitril? ¿Sin aire y sin luz o una ventana que dé al mar siquiera?

– Con la gente que la quiere.

– Aquí no hay amor. Nunca lo hubo.

– ¡No digas eso! -Gwynder rompió a llorar-. Sólo porque… Sólo porque… No digas eso.

Daidre hizo un gesto para avanzar hacia ella, pero se detuvo. Se llevó una mano a la boca. Detrás de las gafas, Lynley vio que tenía los ojos empañados en lágrimas.

– Déjanos con nuestras semanas o días u horas -dijo Gwynder-. Vete.

– ¿Necesitas…?

– ¡Que te vayas!

Lynley puso la mano en el brazo de Daidre. Ella lo miró. Se quitó las gafas y se secó los ojos con la manga de su abrigo, que no se había quitado.

– Ven -le dijo él, y la llevó con delicadeza hacia la puerta.

– Eres una zorra de mierda asquerosa -dijo Gwynder a sus espaldas-. ¿Me oyes, Edrek? Una zorra de mierda asquerosa. Quédate con tu dinero. Quédate con tu novio elegante. Quédate con tu vida. Aquí no te necesitamos ni te queremos, así que no vuelvas. ¿Me oyes, Edrek? Siento habértelo pedido. No vuelvas más.

Fuera de la caravana se detuvieron. Lynley vio que Daidre estaba temblando. Le pasó el brazo por los hombros.

– Lo lamento muchísimo -dijo.

– ¿Y vosotros quién coño sois? -La pregunta llegó con un grito. Lynley miró en su dirección. Dos hombres habían salido del cobertizo. Serían Goron y el padre de Daidre, decidió. Se acercaron deprisa-. ¿Qué pasa aquí? -preguntó el mayor.

El joven no dijo nada. Parecía que le pasaba algo. Se rascó los testículos sin ningún pudor. Se sorbió la nariz ruidosamente y como su melliza de la caravana, entrecerró los ojos. Los saludó con un gesto cordial. Su padre no.

– ¿Qué queréis? -preguntó Udy. Su mirada fue de Lynley a Daidre y de nuevo a Lynley. Parecía examinarlos de arriba a abajo, pero en particular sus zapatos, por algún motivo. Lynley vio por qué cuando miró los pies de Udy. Llevaba unas botas, pero hacía tiempo que habían pasado a mejor vida. Las suelas estaban abiertas en los dedos.

– De visita… -Daidre se había alejado del abrazo de Lynley. Cara a cara con su padre, no se parecía físicamente ni a él ni a su hermano.

– ¿Qué hacéis aquí? -dijo Udy-. No necesitamos ningún metomentodo por aquí. Nos espabilamos solos y siempre lo hemos hecho. Así que largaos. Esto es propiedad privada, sí, y hay un cartel colgado.

A Lynley se le ocurrió que mientras las mujeres de la caravana sabían quién era Daidre, los hombres no; que por alguna razón Gwynder había buscado y encontrado a su hermana ella sola, tal vez porque supiera a cierto nivel que su misión era en vano. Por lo tanto, Udy no tenía ni idea de que estaba hablando con su hija. Pero cuando Lynley lo meditó le pareció razonable. La niña de trece años que había sido su hija era alguien del pasado, no la mujer realizada y culta que tenía delante. Lynley esperó a que Daidre se identificara. No lo hizo.

En lugar de eso recobró la compostura jugueteando con la cremallera de su chaqueta, como si sintiera la necesidad de hacer algo con las manos.

– Sí. Bueno, ya nos vamos -le dijo al hombre.

– Hacedlo -dijo él-. Aquí tenemos un negocio y no nos gusta que entre nadie fuera de temporada. Abrimos en junio y entonces habrá un montón de cosas a la venta.

– Gracias. Lo recordaré.

– Y fijaos en el cartel. Si pone No pasar, es lo que significa. Y lo pondrá hasta que abramos, ¿entendido?

– Sin duda. Lo entendemos.

En realidad, Lynley no había visto ningún cartel, ni prohibiendo la entrada ni señalando que este lugar desolado era un negocio. Pero no parecía razonable sacar al hombre de su engaño. Era mucho más inteligente marcharse y olvidar este lugar y a esta gente y su estilo de vida. Entonces comprendió que aquello era exactamente lo que había hecho Daidre. También vio cuál era su lucha.

– Vámonos -le dijo, y volvió a pasarle el brazo por los hombros y la condujo en dirección al coche. Notaba las miradas de los dos hombres sobre ellos y, por razones que no deseaba explorar en aquellos momentos, esperó que no se dieran cuenta de quién era Daidre. No sabía qué pasaría si lo hacían. Nada peligroso, sin duda. Al menos nada peligroso en el sentido en el que uno piensa normalmente en el peligro. Pero aquí había otras amenazas aparte de la inseguridad personal. Estaba el campo de minas emocional entre Daidre y estas personas y Lynley sintió la urgencia de alejarla de allí.

Cuando regresaron al coche, le comentó que conduciría él. Daidre dijo que no con la cabeza.

– No, no. Estoy bien -dijo. Cuando subieron, sin embargo, no encendió el motor enseguida, sino que sacó algunos pañuelos de papel de la guantera y se sonó la nariz. Entonces colocó las manos en la parte de arriba del volante y miró a lo lejos hacia la caravana-. Ya lo ves.

Lynley no contestó. De nuevo, el mechón de pelo había caído sobre la montura de sus gafas. De nuevo quiso retirárselo de la cara, y de nuevo no lo hizo.

– Quieren ir a Lourdes. Quieren un milagro. No tienen nada más en lo que depositar sus esperanzas y sin duda, no tienen dinero para financiar lo que quieren hacer. Y ahí entro yo. Por eso me encontró Gwynder. ¿Lo hago por ellos? ¿Perdono a estas personas por lo que hicieron, por cómo vivíamos, por lo que no podían ser? ¿Soy responsable de ellos ahora? ¿Qué les debo aparte de la vida? Me refiero a la vida en sí y no a lo que yo he hecho con ella. Y, en cualquier caso, ¿qué significa deberle a alguien que te haya dado la vida? Seguro que no es la parte más difícil de ser padre, ¿verdad? No lo creo. Lo que significa que con el resto, el resto de lo que implica ser padre, la fastidiaron.

Entonces sí la tocó. Hizo lo que le había visto hacer a ella: coger el mechón y apartarlo. Sus dedos tocaron la curva de su oreja.

– ¿Por qué volvieron, tu hermano y tu hermana? -le preguntó-. ¿Nunca los adoptaron?

– Hubo… Lo llamaron «accidente», sus padres de acogida. Dijeron que Goron estaba jugando con una bolsa de plástico, pero yo creo que pasó algo más. Seguramente tendrían que haberlo llamado, fuera lo que fuese, «disciplinar a un niño hiperactivo de manera equivocada». En cualquier caso, sufrió daños y la gente que lo vio y se reunió con él le consideró no apto para la adopción. Gwynder podría haber sido adoptada, pero no quiso separarse de él. Así que pasaron de casa en casa juntos, por el sistema, durante años. Cuando fueron lo bastante mayores volvieron aquí. -Sonrió sombríamente mientras le miraba-. Apuesto a que este lugar, así como su historia, no se parece demasiado a lo que estás acostumbrado, ¿verdad, Thomas?

– No estoy seguro de que eso importe. -Quería decir más, pero no sabía cómo expresarlo, así que se decidió por-: ¿Quieres llamarme Tommy, Daidre? Mi familia y amigos…

Ella levantó la mano.

– Creo que no -dijo.

– ¿Por esto?

– No. Porque para mí sí importa.


* * *

Jago Reeth dejó claro que quería ver a Ben Kerne solo, sin que estuviera presente ningún otro miembro de su familia. Sugirió la cabaña de Hedra para el acto y utilizó la palabra «acto» como si allí fuera a montarse una representación.

Bea le dijo que era rematadamente estúpido si esperaba que fueran todos al acantilado donde se encontraba aquel lugar peligroso y antiguo.

El hombre contestó que estúpido o no, conocía sus derechos y, si la inspectora quería conversar con él, iba a utilizarlos.

Bea le dijo que entre sus derechos no constaba decidir dónde iba a reunirse con Ben Kerne.

Reeth sonrió y le rogó que le permitiera discrepar con ella. Tal vez no tuviera ese derecho, dijo, pero seguramente la inspectora querría que estuviera en un lugar donde se sintiera cómodo para hablar. Y la cabaña de Hedra era ese lugar. Estarían bastante confortables allí, protegidos del frío y del viento. Abrigaditos los cuatro juntitos en el mismo espacio, ya le entendía.

– Trama algo -fue la valoración de la situación que hizo la sargento Havers en cuanto empezaron a seguir al Defender de Jago Reeth en dirección a Alsperyl. Esperarían al señor Kerne en la iglesia del pueblo, les había informado Jago-. Lo mejor será que llame al comisario y le diga adónde vamos. Yo de usted pediría refuerzos también. ¿Esos tipos de la comisaría…? Tiene que haber algún modo de que puedan esconderse en los alrededores.

– A menos que se disfracen de vacas, ovejas o gaviotas, no -le dijo Bea-. Este tío ha pensado en todo.

Lynley, descubrió Bea, no contestaba al teléfono, lo que provocó que maldijera al hombre y se preguntara por qué se había molestado en darle un móvil.

– ¿Adonde se habrá marchado el condenado? -preguntó, y luego se respondió a sí misma con una declaración desalentadora-. Bueno, apuesto a que conocemos la respuesta, ¿verdad?

En Alsperyl, que no estaba demasiado lejos del Salthouse Inn, permanecieron dentro de sus coches respectivos, aparcados cerca de la iglesia del pueblo. Cuando Ben Kerne por fin se reunió con ellos llevaban allí sentados casi treinta minutos. Durante aquel tiempo, Bea había llamado a la comisaría para notificar dónde estaban y telefoneó a Ray para hacer lo mismo.

– Beatrice, ¿te has vuelto loca de remate? -dijo Ray-. ¿Tienes idea de lo irregular que es esto?

– Se me ocurren media docena de ideas -respondió-. Tampoco tengo un carajo con lo que trabajar a menos que este tipo me dé algo que pueda usar.

– No pensarás que tiene intención…

– No sé qué intención tiene. Pero nosotros seremos tres y él uno y si no podemos…

– ¿Le cachearás por si lleva armas?

– Soy estúpida, pero no tanto, Ray.

– Voy a mandar a Alsperyl a quien esté patrullando por tu zona.

– No lo hagas. Si necesito refuerzos, puedo llamar perfectamente a la comisaría de Casvelyn.

– No me importa lo que puedas o no puedas hacer. Hay que pensar en Pete y también en mí, al fin y al cabo. No estaré tranquilo a menos que sepa que dispones de los refuerzos adecuados. Dios santo, todo esto es muy irregular.

– Ya lo has dicho.

– ¿Con quién estás ahora?

– Con la sargento Havers.

– ¿Otra mujer? ¿Dónde diablos está Lynley? ¿Qué hay de ese sargento de la comisaría? No me pareció tan tonto. Por el amor de Dios, Bea…

– Ray. Este tío tiene como setenta años y una especie de espasmo. Si no podemos con él, apaga y vámonos.

– Sin embargo…

– Adiós, cariño. -Colgó y guardó el móvil en el bolso.

Poco después de terminar con las llamadas -para informar también a Collins y McNulty en la comisaría de Casvelyn de dónde estaba-, llegó Ben Kerne. Bajó del coche y se subió la cremallera de la cazadora hasta la barbilla. Miró el Defender de Jago Reeth con aparente confusión. Luego vio a Bea y a Havers aparcadas junto al muro de piedra lleno de líquenes que definía el cementerio y se acercó a ellas. Mientras se aproximaba, ellas se bajaron. Jago Reeth hizo lo mismo.

Bea vio que Jago Reeth tenía los ojos clavados en el padre de Santo Kerne. Vio que su expresión ya no transmitía la afabilidad relajada que les había mostrado en el Salthouse Inn. Ahora sus facciones estaban bastante encendidas. Imaginaba que era la mirada que en su día tenían los guerreros avezados cuando por fin pisaban los cuellos de sus enemigos con la bota y presionaban la espada en sus gargantas.

Jago Reeth no dijo nada a nadie. Sólo señaló con la cabeza una puerta de control en la parte oeste del aparcamiento, junto al tablón de anuncios de la iglesia. Bea habló.

– Si tenemos que hacerle caso, señor Reeth, yo también tengo una condición.

El hombre levantó una ceja, el gesto máximo que al parecer pretendía comunicar hasta que llegaran a su destino preferido.

– Ponga las manos sobre el capó y separe las piernas. Y créame, no me interesa comprobar a qué lado carga.

Jago colaboró. Havers y Bea le cachearon. Su única arma era un bolígrafo. Havers lo cogió y lo tiró al cementerio por encima del muro. La expresión de Jago decía: «¿Satisfechas?».

– Adelante -dijo Bea.

El hombre se dirigió hacia la puerta de control. No esperó a ver si le acompañaban. Al parecer, estaba absolutamente seguro de que lo seguirían.

– ¿Qué está pasando? -preguntó Ben Kerne a Bea-. ¿Por qué me ha pedido…? ¿Quién es ese hombre, inspectora?

– ¿No conocía al señor Reeth?

– ¿Es Jago Reeth? Santo me hablaba de él: el viejo surfista que trabaja para el padre de Madlyn. A Santo le caía bastante bien. No tenía ni idea. No, no le conocía.

– Dudo que sea surfista en realidad, aunque da el pego. ¿No le resulta familiar?

– ¿Debería?

– Como Jonathan Parsons, quizá.

Ben Kerne abrió la boca, pero no dijo nada. Observó a Reeth caminando hacia la puerta de control.

– ¿Adónde va? -preguntó.

– A un lugar donde está dispuesto a hablar. Con nosotras y con usted. -Bea puso la mano en el brazo de Kerne-. Pero no tiene por qué escucharle, no tiene por qué seguirle. Su condición para hablar con nosotras era que usted estuviera presente y soy consciente de que en parte es una locura y en parte es peligroso. Pero nos tiene bien agarrados, a la policía, no a usted, y por ahora la única forma que tenemos de sacarle algo es jugar según sus reglas.

– Por teléfono no me ha dicho nada de Parsons.

– No quería que condujera hasta aquí como un loco, y tampoco quiero que se vuelva loco ahora. Creo que ya tenemos uno y dos sería insoportable. Señor Kerne, no puedo decirle lo mucho que nos estamos arriesgando con este enfoque, así que ni siquiera voy a intentarlo. ¿Se ve capaz de escuchar lo que tenga que decir? Más aún, ¿está dispuesto a escucharle?

– ¿Él…? -Kerne pareció buscar un modo de expresarlo que no convirtiera lo que tenía que decir en un hecho que tuviera que aceptar-. ¿Mató a Santo?

– De eso queremos hablar con él. ¿Se ve capaz?

Kerne asintió. Se metió las manos en los bolsillos de la cazadora y ladeando la cabeza indicó que estaba preparado. Partieron hacia la puerta de control.

Al otro lado de la misma, un campo servía de pasto para las vacas y una alambrada flanqueaba el camino hacia el mar. El sendero que recorrieron estaba embarrado y desnivelado, con surcos profundos hechos por las ruedas de un tractor. Al final del campo había otro, separado del primero por otra alambrada y al que se accedía por otra puerta de control. Al final, caminaron como mínimo ochocientos metros o más y vieron que su destino era el sendero de la costa suroccidental, que cruzaba el segundo campo a gran altura sobre el agua.

Aquí el viento soplaba con fiereza, procedente del mar en ráfagas continuas. En ellas, las aves marinas subían y bajaban. Las gaviotas tridáctidas chillaban. Las gaviotas argénteas contestaban. Un cormorán verde solitario salió disparado de la pared del acantilado mientras más adelante Jago Reeth se acercaba al borde. El ave descendió en picado, volvió a ascender y empezó a volar en círculos. Buscaba presas en las aguas turbulentas, pensó Bea.

Se dirigieron hacia el sur por el sendero de la costa, pero al cabo de unos veinte metros, una apertura en las aulagas que crecían entre el camino y la perdición señalaba unos peldaños de piedra empinados. Aquél era su destino, vio Bea. Jago Reeth los bajó y desapareció.

– Esperen aquí -dijo Bea a sus acompañantes, y fue a ver adonde conducían los escalones de piedra. Creía que serían un modo de llegar a la playa, que estaba a unos sesenta metros de la cima del acantilado y pensaba decirle a Jago Reeth que no tenía ninguna intención de arriesgar su vida, la de Havers y la de Ben Kerne por seguirle por una ruta peligrosa hacia el agua. Pero vio que sólo había quince escalones y que terminaban en otro sendero, éste estrecho y flanqueado densamente de aulagas y juncias. También se dirigía al sur, pero no a lo largo de muchos metros. Acababa en una cabaña antigua construida en parte en la pared del acantilado que tenía detrás. Jago Reeth, vio Bea, había llegado a la puerta de la cabaña y la había abierto. El hombre la vio en los peldaños, pero no hizo ningún gesto. Sus ojos se encontraron brevemente antes de que se agachara para entrar en la vieja estructura.

Bea regresó a la cima del acantilado. Habló por encima del sonido del viento, el mar y las gaviotas.

– Está justo aquí abajo, en la cabaña. Podría tener algo escondido dentro, así que iré a mirar primero. Pueden esperar en el sendero, pero no se acerquen hasta que yo se lo diga.

Bajó los peldaños y recorrió el sendero, las aulagas rozaron las perneras de sus pantalones. Llegó a la cabaña y descubrió que Jago sí se había preparado para este momento. No con armas, sin embargo. Él u otra persona había acondicionado el lugar con anterioridad con un fogón, una jarra de agua y una caja pequeña de provisiones. Por increíble que pareciera, el hombre estaba haciendo té.

La cabaña estaba hecha con maderos de los muchos barcos que habían naufragado en aquella costa a lo largo de los siglos. Era sencilla, con un banco que recorría tres de los lados y el suelo de piedra desnivelado. Durante todo el tiempo que llevaba allí, la gente había grabado sus iniciales en las paredes, de manera que ahora parecían una piedra Rosetta de madera, escrita, sin embargo, en un lenguaje comprensible al instante que hablaba tanto de amantes como de personas cuya insignificancia interna les impulsaba a buscar una forma de expresión externa -cualquiera de ellas- que otorgara un significado a su existencia.

Bea le dijo a Reeth que se alejara del fogón y el hombre obedeció de buen grado. La inspectora lo comprobó y también el resto de provisiones, que eran bastantes: tazas de plástico, azúcar, té, sobrecitos de leche en polvo, una cucharilla para remover. Le sorprendió que el anciano no hubiera pensado en llevar unos bollos.

Se agachó para salir por la puerta e hizo un gesto a Havers y Ben Kerne para que se acercaran. En cuanto los cuatro estuvieron dentro de la cabaña, apenas quedó espacio para moverse, pero aun así Jago Reeth se las arregló para preparar el té y poner una taza en las manos de cada uno, como la anfitriona de una reunión social eduardiana. Entonces apagó la llama del fogón y lo guardó debajo del banco sobre las piedras, tal vez para convencerlos de que no tenía ninguna intención de utilizarlo como arma. Como había llevado el fogón a la cabaña con antelación, no había forma de saber qué más había escondido en aquel lugar. Pero no tenía armas encima, igual que antes.

Con la puerta doble de la cabaña cerrada a cal y canto, el sonido del viento y los chillidos de las gaviotas quedaron silenciados. El ambiente era asfixiante y los cuatro adultos ocupaban casi cada centímetro del espacio.

– Ya nos tiene aquí, señor Reeth -dijo Bea-, a su disposición. ¿Qué era lo que quería decirnos?

Jago Reeth sostenía el té con las dos manos. Asintió y se dirigió no a Bea sino a Ben Kerne. Su tono era amable.

– Perder a un hijo varón… Mi más sentido pésame. Es el peor dolor que puede conocer un hombre.

– Perder a cualquier hijo es un duro golpe.

Ben Kerne sonaba cauteloso. A Bea le pareció que intentaba analizar a Jago Reeth, igual que ella. El aire pareció crujir con expectación.

Al lado de Bea, la sargento Havers sacó su libreta. La inspectora creyó que Reeth le diría que la guardara, pero en lugar de eso el anciano asintió y dijo:

– No tengo objeciones. -Luego se dirigió a Kerne-: ¿Y usted? -Cuando Ben negó con la cabeza, Jago añadió-: Si lleva micrófono, inspectora, también me parece bien. Siempre hay cosas que documentar en una situación así.

Bea quiso decir lo que había pensado antes: el hombre lo había estudiado todo. Pero quería esperar a ver, escuchar o intuir aquello que todavía no había estudiado. Tenía que estar ahí en alguna parte y debía estar preparada para enfrentarse a ello cuando asomara la cabeza escamosa del estiércol para respirar aire fresco.

– Siga -dijo Bea.

– Pero hay algo peor que perder a un hijo varón -dijo lago Reeth a Ben Kerne-. A diferencia de una hija, un hijo lleva siempre nuestro apellido. Es el vínculo entre el pasado y el futuro. Y al final, es algo más que sólo un apellido. Lleva en él la razón de todo. De esto…

Repasó la cabaña con la mirada, como si la minúscula construcción contuviera de algún modo todo el mundo y los miles de millones de vidas presentes en él.

– Creo que yo no hago ese tipo de distinciones -dijo Ben-. Cualquier pérdida de un hijo… sea niño o niña…

No siguió. Se aclaró la garganta vigorosamente, Jago Reeth parecía satisfecho.

– Pero perder a un hijo porque lo asesinen es horroroso, ¿verdad? El hecho del asesinato es casi tan malo como saber quién lo mató y no ser capaz de mover un dedo para llevar al cabrón ante la justicia.

Kerne no dijo nada. Tampoco Bea ni Barbara Havers. Bea y Kerne sostenían el té sin probarlo y Ben dejó con cuidado la taza en el suelo. A su lado, Bea notó que Havers se movía.

– Esa parte es mala -dijo Jago-. Igual que lo es no saber.

– ¿No saber qué, exactamente, señor Reeth? -preguntó Bea.

– Los porqués de todo. Y los cómos. Un tipo puede pasarse el resto de su vida dando vueltas en la cama, preguntándose y maldiciendo y deseando… Ya me entienden, supongo. Si no ahora, ya me entenderán, ¿eh? Es un calvario y no hay modo alguno de escapar. Lo siento mucho por usted, amigo. Por lo que está pasando ahora y por lo que está por venir.

– Gracias -dijo Ben Kerne en voz baja. Bea tenía que admirarle por el autocontrol que demostraba. Veía que tenía la parte superior de los nudillos blanca.

– Yo conocía a su hijo Santo. Un chaval encantador. Un poco engreído, como todos los chicos de su edad, ¿eh?, pero encantador. Y desde que le ocurrió esta tragedia…

– Desde que lo asesinaron -corrigió Bea a Jago Reeth.

– El asesinato es una tragedia, inspectora -dijo Reeth-. No importa qué versión del juego del gato y el ratón crean que es. Es una tragedia y cuando ocurre, la única paz que se puede alcanzar es saber la verdad de lo que sucedió y que los demás también lo sepan. Ya me entienden -añadió con una sonrisa fugaz-. Y como conocía a Santo, he pensado y pensado en lo que le pasó al chaval. Y he decidido que si un tipo viejo y derrotado como yo puede proporcionarle algo de paz, señor Kerne, se lo debo.

– Usted no me debe…

– Todos nos debemos algo -le interrumpió Jago-. Olvidar eso provoca tragedias. -Hizo una pausa como para que aquella idea calara. Apuró el té y dejó la taza junto a él en el banco-. Así que lo que quiero hacer es contarle cómo creo que le pasó todo esto a su hijo. Porque he pensado en ello, verá, igual que habrá hecho usted, seguro, y también la policía. ¿Quién le habrá hecho esto a un chaval tan majo?, llevo días preguntándome. ¿Cómo lo hicieron? ¿Y por qué?

– Nada de esto hará que Santo vuelva, ¿verdad? -preguntó Ben Kerne sin alterarse.

– Claro que no. Pero saberlo… Comprenderlo todo: apuesto a que eso trae paz y es lo que tengo que ofrecerle. Paz. Así que lo que yo imagino…

– No. Creo que no, señor Reeth. -De repente, Bea atisbó lo que Reeth pretendía y con ese atisbo vio adonde podía llegar todo aquello.

– Déjele que siga, por favor -dijo Ben Kerne, sin embargo-. Quiero escucharle, inspectora.

– Pero le permitirá…

– Por favor, deje que continúe.

Reeth esperó afablemente a que Bea accediera. Ella asintió con brusquedad, pero no estaba contenta. A los términos «irregular» y «locura», ahora debía añadir «provocación».

– Lo que imagino es lo siguiente -dijo, Jago-. Alguien tenía una cuenta pendiente y ese alguien se propuso saldarla con la vida de su hijo. Qué clase de cuenta, se preguntará, ¿sí? Podría ser cualquier cosa, ¿verdad? Reciente, vieja. No importa. Pero ahí fuera esperaba alguna cuenta pendiente y la vida de Santo era el medio para saldarla. Así que este asesino o asesina (pudo ser un hombre, pudo ser una mujer, no importa demasiado, ¿verdad?, porque, verá, la cuestión era el chaval y la muerte del chaval, que es lo que los policías como estas dos siempre olvidan), este asesino llegó a conocer a su hijo porque conocerlo iba a proporcionarle acceso. Y conocer al chico también conducía al medio, porque su hijo era un chaval sincero y le gustaba hablar. Sobre esto y aquello, pero al final resultó ser que hablaba mucho sobre su padre, igual que la mayoría de los chicos. Decía que su padre era muy duro con él por muchas razones, pero básicamente porque quería ir con mujeres y hacer surf y no sentar la cabeza; quién podía culparle, si sólo tenía dieciocho años. Su padre, por otro lado, tenía sus propias expectativas para su hijo, lo que provocaba que el chico se enfadara y hablara y se enfadara un poco más. Y eso hizo que buscara… ¿Cómo llamarlo? ¿Un padre suplente…?

– Un padre sustituto. -Ahora la voz de Ben sonó más dura.

– Ésa es la palabra. O tal vez una madre sustituta, naturalmente. O un… ¿Qué? ¿Sacerdote, confesor, sacerdotisa sustitutos? Lo que fuera. En cualquier caso, esta persona, hombre o mujer, joven o viejo, vio que una puerta se abría a la confianza y él o ella la cruzó sin contemplaciones. Ya me entiende.

Mantenía abiertas sus opciones, concluyó Bea. No era ningún tonto, como había dicho él mismo, y la ventaja de que gozaba en este momento eran los años que había tenido para pensar en el enfoque que querría emplear cuando llegara el día.

– Así que esta persona… Vamos a llamarla Confesor, o Confesora, a falta de un término mejor… Este Confesor preparaba tazas de té y chocolate y le ofrecía galletas, pero lo que es más importante, le ofreció a Santo un lugar para hacer lo que quisiera hacer y con quien quisiera. Y el Confesor esperó. Y pronto creyó tener a su disposición el medio para saldar la cuenta que había que saldar. El chico tuvo otra bronca más con su padre. Fue una discusión que no iba a ninguna parte, como siempre, y esta vez el chico cogió todo su equipo de escalada de donde lo guardaba antes, junto al de su padre, y lo metió en el maletero de su coche. ¿Qué planeaba? Un clásico: «Ahora verá, sí. Ahora verá qué clase de tío soy. Cree que sólo soy un patán, pero ahora verá. Y qué mejor forma de hacerlo que con su propio deporte, porque llegaré a ser mejor de lo que él ha sido nunca». Así que eso situó el equipo de escalada del chico al alcance del Confesor, o la Confesora, y el Confesor vio lo que denominaremos «la Manera».

Entonces, Ben Kerne agachó la cabeza.

– Señor Kerne -dijo Bea-, la cuestión es que…

– No -dijo él. Levantó la cabeza con esfuerzo-. Más -le dijo a Jago Reeth.

»El Confesor esperó su oportunidad, que se presentó pronto porque el chico era abierto y natural con sus pertenencias, una de las cuales era su coche. No suponía ningún problema acceder a él porque nunca lo cerraba y con una maniobra rápida abrió el maletero: ahí estaba todo. La selección era la clave. Tal vez una cuña o un mosquetón. O una eslinga. Incluso el arnés serviría. ¿Los cuatro, quizá? No, seguramente sería sobreactuar, si me permiten la expresión. Si era la eslinga no había ningún problema porque era de nylon y se podía cortar fácilmente con unas tijeras de podar, un cuchillo afilado, una cuchilla, cualquier cosa. Si era otra cosa, el tema se volvía peliagudo, ya que todo lo demás excepto la cuerda (y la cuerda parecía una elección demasiado obvia, por no mencionar perceptible) es metálico y habría que recurrir a una herramienta cortante mecánica. ¿Cómo la encontraba? ¿Compraba una? No. Podrían rastrearla. ¿Tomaba una prestada? De nuevo, alguien se acordaría de eso. ¿Utilizaba una sin que se enterara el dueño? Eso parecía más factible y sin duda más sensato, pero ¿dónde la encontraba? ¿Un amigo, socio, conocido, jefe? ¿Alguien cuyos movimientos conociera íntimamente porque los había observado igual de íntimamente? Cualquiera de ésos. Así que el Confesor, o la Confesora, eligió el momento y llevó a cabo el acto. Con un corte bastó y después no quedó ninguna señal porque, como hemos dicho, el Confesor no es tonto y sabía que era crucial no dejar pruebas. Y lo bueno era que el chico (o incluso su padre, quizá) había marcado su equipo con cinta adhesiva para distinguirlo del de otras personas. Porque es lo que hacen los escaladores, verá: marcan su equipo porque a menudo escalan juntos. Es más seguro escalar juntos. Y aquello le dijo al Confesor que apenas existía la posibilidad de que cualquier otra persona que no fuera el chico utilizara esa eslinga, ese mosquetón, ese arnés… lo que fuera que manipulara porque, claro está, eso yo no lo sé. Lo único con lo que tuvo que ir con cuidado fue la cinta utilizada para identificar el equipo. Si él, o ella, naturalmente, compraba más cinta, existía la posibilidad de que la nueva no fuera exactamente igual o pudieran rastrearla. Sabe Dios cómo, pero la posibilidad existía, así que lo suyo era mantener la cinta en condiciones para utilizarla de nuevo. El Confesor se las arregló y era una tarea complicada porque la cinta era dura, como la cinta aislante. El, o ella, naturalmente, como ya he dicho, la volvió a enrollar igual y tal vez no quedara tan apretada como antes, pero al menos era la misma. ¿Acaso el chico iba a notarlo? Era poco probable, y aunque lo notara, lo que seguramente haría sería alisarla, poner más cinta encima, algo así. Así que cuando el acto estuvo hecho y el equipo otra vez en su lugar, lo único que quedaba era esperar. Y en cuanto pasó lo que pasó, y es una tragedia, nadie lo duda, no había nada que no pudiera justificarse en realidad.

– Siempre hay algo, señor Reeth -dijo Bea.

Jago la miró con amabilidad.

– ¿Huellas en el maletero del coche? ¿En el interior? ¿En las llaves del coche? ¿Dentro del maletero? El Confesor y el chico pasaban muchas horas juntos, tal vez incluso trabajaran juntos en… En el negocio de su padre, por ejemplo. Cada uno conducía el coche del otro, eran amigos, colegas, eran como padre e hijo, como madre e hijo, como hermanos, eran amantes, eran… Lo que fuera. Verá, no importa, porque todo podía justificarse. ¿Un cabello en el maletero? ¿Del Confesor? ¿De otra persona? Lo mismo, en realidad. El Confesor, o la Confesora, porque pudo ser una mujer, ya lo hemos visto, dejó allí el de otra persona o incluso uno suyo. ¿Qué hay de las fibras? Fibras de tejidos… ¿Tal vez en la cinta con que se marcó el equipo? ¿No sería genial? Pero el Confesor ayudó a señalar el equipo o tocó el equipo porque… ¿Por qué? Porque el maletero también se utilizaba para otras cosas (¿material de surf, ¿quizá?) y las cosas se movían de un lado para otro, se metían y se sacaban. ¿Qué hay del acceso al equipo? Todo el mundo tenía acceso a él. Todas y cada una de las personas de la vida del pobre chico. ¿Qué hay del móvil? Bueno, parece ser que prácticamente todo el mundo tenía uno. Así que al fin y al cabo, no hay respuesta. Sólo hay especulaciones, pero es imposible presentar ningún caso. Qué inútil, qué exasperante, qué sinsentido…

– Creo que ya es suficiente, señor Reeth. O señor Parsons -dijo Bea.

– Qué horror, porque el asesino, o la asesina, claro está, se marchará ahora que ya ha hecho lo que tenía que hacer.

– He dicho que ya es suficiente.

– Y la policía no podrá tocar al asesino y lo único que podrá hacer será quedarse de brazos cruzados y beberse un té y aguardar y esperar a encontrar algo en algún lugar, algún día… Pero estarán más ocupados, ¿verdad? Tendrán otras cosas entre manos. Le apartarán a usted a un lado y le dirán que no les llame todos los días, tío, porque cuando un caso se enfría, como pasará con éste, no tiene sentido llamar, así que ya le llamaremos nosotros si detenemos a alguien y cuando lo detengamos. Pero la detención nunca tendrá lugar. Así que acabará no teniendo nada más que cenizas en una urna, y ya podrían haber incinerado su cuerpo el mismo día que incineraron el del chico porque de todos modos su alma ya no existirá.

Había terminado, al parecer, completado su monólogo. Lo único que quedaba era el sonido de una respiración áspera, la de Jago Reeth, y fuera, los chillidos de las gaviotas y las ráfagas de viento y el estrépito de las olas. En una serie de televisión bien equilibrada, pensó Bea, ahora Reeth se levantaría, saldría corriendo hacia la puerta y se arrojaría por el precipicio, después de haber perpetrado por fin la venganza que había planeado y de que ya no le quedara ninguna razón más para seguir viviendo. Saltaría y se reuniría con su hijo muerto Jamie. Pero, por desgracia, no estaban en una serie de televisión.

Su rostro parecía iluminado desde dentro. Tenía baba en las comisuras de la boca y los temblores habían empeorado. Bea vio que estaba esperando la reacción de Ben Kerne a su actuación, a que Ben Kerne aceptara una verdad que nadie podía alterar y que nadie podía comprender.

Al fin, Ben levantó la cabeza y reaccionó.

– Santo -anunció- no era hijo mío.

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