A la mañana siguiente, Lynley se descubrió tarareando en la ducha. El agua le resbalaba por el pelo y la espalda e iba por la mitad del vals de La bella durmiente de Chaikovski cuando paró bruscamente y se percató de lo que estaba haciendo. Sintió que lo invadía la culpa, pero sólo fue un momento. Lo que siguió fue un recuerdo de Helen, el primero que le hacía sonreír después de su muerte. Tenía un oído nefasto para la música, salvo para una pieza de Mozart que reconocía a menudo y con orgullo. Cuando escuchó La bella durmiente con él por primera vez, dijo:
– ¡Walt Disney! Tommy, ¿cuándo demonios has empezado a escuchar música de Disney? No parece nada propio de ti.
Él la había mirado perplejo hasta que estableció la relación con la película antigua de dibujos animados, que comprendió que Helen habría visto cuando había ido a visitar a sus sobrinos hacía poco.
– Walt Disney se la robó a Chaikovski, cariño -dijo él.
– ¡No me digas! ¿Chaikovski también escribió la letra?
Y Lynley levantó la cabeza hacia el techo y se rió. Ella no se ofendió. Nunca había sido su estilo. Se llevó una mano a los labios y dijo:
– He vuelto a hacerlo, ¿verdad? ¿Lo ves? Por eso tengo que seguir comprando zapatos. Meto tanto la pata que acabo destrozándolos.
Era una mujer imposible, pensó Lynley. Encantadora, preciosa, exasperante, desternillante. Y sabia. En el fondo, sabia de un modo que él no habría creído posible. Sabia en cuanto a él y a todo lo que era fundamental e importante entre ellos. La echó de menos en ese momento, pero también le rindió homenaje.
Con aquello sintió un ligero cambio en su interior, el primero que se producía desde el asesinato de Helen.
Reanudó su tarareo mientras se secaba. Seguía tarareando, la toalla atada en la cintura, cuando abrió la puerta.
Y se encontró cara a cara con la sargento Barbara Havers.
– Dios mío -dijo.
– Me han llamado cosas peores -dijo ella. Se rascó la mata de pelo mal cortado y despeinado-. ¿Siempre está tan alegre antes de desayunar, señor? Porque si es que sí, es la última vez que comparto baño con usted.
Por un momento sólo pudo quedarse mirándola, tan poco preparado estaba para ver a su ex compañera. Llevaba unos calcetines gruesos azul cielo en lugar de pantuflas y un pijama de franela rosa con dibujos de discos de vinilo, notas musicales y la frase Seguro que en mi vida aparecerá un amor como el tuyo. Pareció darse cuenta de que estaba examinando su atuendo porque refiriéndose a él dijo:
– Ah. Fue un regalo de Winston.
– ¿Los calcetines o lo otro?
– Lo otro. Lo vio en un catálogo. Me dijo que no había podido resistirse.
– Tendré que hablar con el sargento Nkata para que controle sus impulsos.
Ella se rió.
– Sabía que le encantaría si lo veía alguna vez.
– Havers, la palabra «encantar» no hace justicia a mis sentimientos.
La sargento señaló el baño con la cabeza.
– ¿Ha acabado con sus quehaceres matutinos ahí dentro?
Lynley se apartó.
– Adelante.
Ella pasó a su lado y se detuvo antes de cerrar la puerta.
– ¿Un té? -dijo-. ¿Un café?
– Pasa por mi habitación.
Cuando la sargento llegó, vestida para la jornada, Lynley ya estaba listo. Ya se había arreglado y había preparado el té -no estaba tan desesperado como para tomar café instantáneo- cuando Havers llamó a la puerta y dijo, innecesariamente:
– Soy yo.
Lynley abrió. Ella miró a su alrededor y comentó:
– Veo que ha exigido la habitación más elegante. A mí me han dado una que antes era la buhardilla. Me siento como Cenicienta antes de ponerse el zapatito de cristal.
Él levantó la tetera de latón. Ella asintió y se dejó caer en la cama, que Lynley había hecho. Retiró el viejo cubrecama de felpilla y examinó el trabajo.
– Esquinas de hospital -señaló-. Bien, señor. ¿Lo aprendió en Eton o en algún otro momento de su accidentado pasado?
– De mi madre -contestó-. Consideraba que hacer bien la cama y utilizar la mantelería adecuada eran esenciales en la educación de un niño. ¿Añado leche y azúcar o quieres hacer tú los honores?
– Puede hacerlo usted. Me gusta la idea de que me sirva. Es la primera vez y tal vez sea la última, así que creo que lo disfrutaré.
Lynley le entregó el té adulterado, se sirvió el suyo y se sentó con ella en la cama porque no había ninguna silla.
– ¿Qué haces aquí, Havers? -le preguntó.
La sargento señaló la habitación con la taza de té.
– Me ha invitado, ¿no?
– Ya sabes a qué me refiero.
– Quería información sobre Daidre Trahair.
– Que podrías haberme proporcionado tranquilamente por teléfono. -Pensó en aquello y recordó su conversación-. Ibas conduciendo cuando te llamé al móvil. ¿Venías hacia aquí?
– Sí.
– Barbara… -Su tono era una advertencia: no te metas en mi vida.
– No se haga ilusiones, comisario.
– Tommy. O Thomas. O lo que sea. Pero comisario no.
– ¿Tommy? ¿Thomas? Creo que no. ¿Le parece bien que le llame «señor»? -Cuando Lynley se encogió de hombros, continuó-: Bien. La inspectora Hannaford no tiene ningún agente del equipo de investigación criminal trabajando en el caso. Cuando llamó a la Met para identificarle, explicó la situación. Estoy aquí de prestado.
– ¿Y eso es todo?
– Es todo.
Lynley la miró sin alterarse. Su rostro carecía de expresión, una cara de póquer admirable que podría engañar a alguien que no la conociera tan bien como él.
– ¿De verdad quieres que me lo crea, Barbara?
– Señor, no hay nada más que creer.
Se sostuvieron la mirada para ver quién la apartaba antes. Pero no iban a sacar nada de aquello. Havers había trabajado demasiado tiempo con él como para sentirse intimidada por cualquier implicación que flotara en el silencio.
– Por cierto -dijo-, nadie ha oficializado su dimisión. Para todo el mundo está usted de baja por motivos familiares. Indefinidamente, si hace falta. -Bebió otro sorbo de té-. ¿Es lo que hace falta?
Lynley apartó la vista. Fuera, la ventana enmarcaba el día gris y el viento mecía contra el cristal una ramita de la hiedra que trepaba en esta parte del edificio.
– No lo sé -contestó-. Creo que he terminado con eso, Barbara.
– Ha salido la convocatoria de la plaza. No la antigua, sino la que tenía usted cuando… Ya sabe. La plaza de Webberly: el cargo de comisario. John Stewart se presenta, y también otros. Algunos de fuera y otros de dentro. Stewart juega con ventaja, obviamente. Entre nosotros, sería un desastre para todo el mundo que se la dieran.
– Podría ser peor.
– No, no podría ser peor. -Le puso la mano sobre el brazo. Era un gesto tan raro que tuvo que mirarla-. Vuelva, señor.
– Creo que no puedo. -Entonces Lynley se levantó, no para distanciarse de ella, sino de la idea de volver a New Scotland Yard-. Pero ¿por qué has venido aquí, en medio de la nada? Podrías haberte quedado en el pueblo, que tiene mucho más sentido si trabajas para Bea Hannaford.
– Podría preguntarle lo mismo a usted, señor.
– Me trajeron aquí la primera noche. Me pareció más fácil quedarme. Era el lugar que estaba más cerca.
– ¿De qué?
– De donde encontraron el cadáver. ¿Por qué estás transformando esto en un interrogatorio? ¿Qué sucede?
– Ya se lo he dicho.
– No todo. -Lynley la examinó sin alterarse. Si había venido a vigilarlo, que era lo más probable, porque Havers era Havers, sólo podía haber una razón-. ¿Qué has averiguado sobre Daidre Trahair? -le preguntó.
Ella asintió.
– ¿Lo ve? No ha perdido facultades. -La sargento apuró el resto del té y levantó la taza. Él le sirvió otro y añadió un terrón de azúcar y dos de las cápsulas de leche. No dijo nada más hasta que le devolvió la taza y dio un sorbo-. Una familia llamada Trahair vive en Falmouth desde siempre, así que esa parte de su historia es verdadera. El padre vende neumáticos; tiene su propia empresa. La madre hace hipotecas para casas. Pero no existe ningún expediente escolar de primaria para una niña llamada Daidre. Tenía usted razón. En algunos casos podría sugerir una escolarización a la antigua: la mandaron lejos de casa cuando tenía cinco años o así y volvía a casa para las vacaciones de final de trimestre o de verano, pero si no, nadie sabía nada de ella hasta que salía de la gran máquina de la verdadera educación -habló con cierto desdén- a los dieciocho años o así.
– Ahórrate la crítica social -dijo Lynley.
– Hablo puramente desde la rabia que me produce la envidia -dijo Havers-. Nada me habría gustado más que me mandaran a un internado cuando aprendí a sonarme la nariz.
– Havers…
– No ha perdido ese tono de paciencia de santo -señaló la sargento-. ¿Puedo fumar aquí dentro, por cierto?
– ¿Te has vuelto loca?
– Sólo preguntaba, señor. -Curvó la palma de la mano alrededor de la taza-. A ver, aunque creo que pudo estudiar la primaria fuera del pueblo, no me parece probable, porque sí fue al instituto allí a partir de los trece años. Jugaba al hockey. Era muy buena en esgrima. Cantaba en el coro del colegio. Era mezzo-soprano, por si le interesa saberlo.
– ¿Y por qué razón descartas la idea de que al principio estudiara en un internado?
– En primer lugar, porque no tiene sentido. Lo veo posible al revés: escuela primaria en el pueblo y luego internado cuando tenía doce o trece años. Pero ¿primaria en un internado y luego regresar a casa para la secundaria? Es una familia de clase media. ¿Qué familia de clase media manda a sus hijos a estudiar fuera a esa edad y luego los trae a casa cuando tienen trece años?
– Puede pasar. ¿Cuál es la segunda razón?
– ¿La segunda…? Ah. En segundo lugar, su nacimiento no está registrado. Ni rastro, ni una pista. Al menos en Falmouth.
Lynley reflexionó sobre qué significaba aquello.
– Me dijo que había nacido en casa.
– Aun así, el nacimiento tendría que haber sido registrado en un máximo de cuarenta y dos días. Y si nació en casa, la comadrona estaría allí, ¿no?
– ¿Y si su padre asistió el parto…?
– ¿Le dijo eso? Si estaban intercambiando detalles íntimos…
Lynley la miró con dureza, pero su rostro no revelaba nada.
– ¿… no habría sido algo interesante que compartir? Mamá no llegó al hospital por algún motivo: la noche era oscura y había tormenta. O el coche se averió. Se fue la corriente. Un maníaco andaba suelto por las calles. Un golpe militar que la historia no ha registrado. Un toque de queda por disturbios raciales. Los vikingos, que pasaron de largo por la costa este porque ya sabe qué sentido de la orientación tenían los vikingos, y salieron de un túnel del tiempo e invadieron la costa sur de Inglaterra. O quizás alienígenas, tal vez aterrizaran. Pero sea cual sea la razón, estaban ahí en casa con mamá de parto y papá hirviendo agua sin saber qué tenía que hacer con ella, pero la naturaleza siguió su curso de todos modos y nació una niñita a quien llamaron Daidre. -Dejó la taza de té en la mesita de noche estrecha junto a la cama-. Lo que tampoco explica por qué no registraron el nacimiento.
Lynley no dijo nada.
– Hay algo que esa mujer no le ha contado, señor. Me pregunto por qué.
– Su historia sobre el zoo concuerda -le dijo Lynley-. Sí que es veterinaria de animales grandes. Sí que trabaja en el zoo de Bristol.
– Sí, lo reconozco -dijo Havers-. Fui a casa de los Trahair en cuanto acabé de repasar el registro de nacimientos. No había nadie, así que hablé con una vecina. Daidre Trahair existe, eso seguro. Vive en Bristol y trabaja en el zoo. Pero cuando insistí un poco para conseguir más información, la mujer se cosió la boca. Sólo dijo: «La doctora Trahair es un orgullo para sus padres y para sí misma y ya puede escribirlo en esa libreta suya. Y si quiere saber más, primero tendré que hablar con mi abogado», antes de cerrarme la puerta en las narices. Demasiadas series de polis en la tele -concluyó misteriosamente-. Están acabando con nuestra capacidad de intimidar.
Lynley se descubrió luchando contra algo que le inquietaba y no era sobre Daidre Trahair.
– ¿Has ido a la casa? -dijo-. ¿Has hablado con una vecina? Havers, se suponía que esto era confidencial. ¿No lo entendiste?
La sargento frunció el ceño. Se mordió la parte interior del labio y le observó. Él no dijo nada, ella tampoco. Desde abajo, les llegó el sonido distante de los cacharros mientras empezaba a organizarse el desayuno en el Salthouse Inn.
– Se trata de comprobar el pasado, señor -dijo Havers al fin, con sumo cuidado-. Cuando se investiga un asesinato, se comprueba el pasado de todos los implicados. No es ningún secreto.
– Pero no todas esas comprobaciones las realiza New Scotland Yard. Y te identificaste cuando hablaste con la vecina. Le enseñaste tu placa. Le dijiste de dónde eras. ¿Verdad?
– Por supuesto. -Havers hablaba con cautela y aquello inquietó a Lynley: la idea de que su ex compañera le tratara con cautela, fueran cuales fuesen sus motivos-. Pero no entiendo qué importancia tiene eso, señor. Si usted no hubiera encontrado el cadáver, ¿ha pensado que…?
– Tiene mucha importancia -la interrumpió Lynley-. Ella sabe que trabajo, que trabajaba para la Met. Si ahora la Met la está investigando… La Met y no la policía local… ¿No entiendes lo que significará para ella?
– Que quizás usted esté detrás de la investigación -respondió Havers-. Pero bueno, está detrás y por una muy buena razón, maldita sea. Señor, déjeme terminar lo que estaba diciendo. Ya sabe cómo funciona esto. Si usted no hubiera encontrado el cuerpo de Santo Kerne, la primera persona en aparecer en la escena del crimen habría sido Daidre Trahair. Y ya conoce el procedimiento. No tengo que contárselo.
– Por el amor de Dios, ella no mató a Santo Kerne. No apareció para fingir que había encontrado el cadáver. Entró en su casa y me descubrió a mí dentro y yo la llevé al cuerpo porque me pidió verlo. Dijo que era médico. Quería ver si podía ayudarle.
– Pudo hacerlo por un montón de razones, y la primera de la lista es que habría quedado muy raro que no lo hiciera.
– No tiene absolutamente ningún móvil…
– De acuerdo. ¿Y si resulta que todo lo que dice usted es cierto? ¿Y si resulta que es quien dice ser y todo cuadra? ¿Qué importancia tiene que sepa que estamos investigando su historia? ¿Que yo esté investigándola? ¿Que usted esté haciendo lo mismo? ¿Que el maldito Papá Noel también lo haga? ¿Qué importancia tiene?
Lynley soltó un suspiro. Conocía una parte de la respuesta, pero sólo una parte. Y no estaba dispuesto a revelarla.
Apuró el té. Anhelaba la simplicidad donde no la había. Anhelaba respuestas que fueran «sí» o «no» en lugar de una retahíla interminable de «quizás».
La cama crujió cuando Havers se puso en pie. El suelo crujió cuando lo cruzó para ponerse detrás de él.
– Si sabe que la estamos investigando -dijo-, se pondrá nerviosa y es lo que queremos. Es lo que queremos con todos, ¿verdad? Las personas se delatan cuando se ponen nerviosas. Que se delaten juega a nuestro favor.
– No puedo entender que investigar abiertamente a esta mujer…
– Sí puede. Sé que sí. Puede y lo entiende. -Havers le tocó el hombro con suavidad, un momento. Su voz era cautelosa, pero también dulce-. Está… en una especie de estado de confusión, señor, y es normal después de lo que le ha pasado. Ojalá en este mundo la gente no se aprovechara de los demás cuando están sensibles, pero usted y yo sabemos qué clase de mundo es éste.
La amabilidad de su voz lo afectó. Era la razón principal por la que había evitado a todo el mundo desde el entierro de Helen. A sus amigos, sus colegas, sus compañeros y, al final, a su propia familia. No podía soportar su amabilidad y su compasión infinita porque no dejaban de recordarle precisamente lo que tanto deseaba olvidar.
– Debe tener cuidado -dijo Havers-. Es lo único que digo. Y que tenemos que mirarla exactamente igual que miramos a todos los demás.
– Ya lo sé -dijo él.
– Una cosa es saber, comisario. Creer siempre será otra muy distinta.
Daidre estaba sentada en un taburete en la esquina de la encimera de la cocina. Apoyó en una lata de lentejas la postal que había comprado en el rastrillo benéfico de la iglesia de St. Smithy's la tarde anterior. Examinó la caravana gitana y el campo en la que estaba, donde había un caballo de aspecto cansado masticando hierba cerca. «Pintoresco», pensó, una imagen encantadora de un tiempo pasado. De vez en cuando todavía se veía este tipo de transporte en algún camino rural de este rincón de mundo. Pero ahora -con sus techos curvados y agradables y el exterior pintado de colores alegres- básicamente era utilizado por turistas que querían jugar un rato a ser viajeros gitanos.
Cuando hubo mirado la postal tanto rato como pudo sin pasar a la acción, se marchó de casa. Subió al coche, dio marcha atrás en el sendero estrecho que llevaba a Polcare Cove y condujo hasta la playa. Estar cerca de ella hizo que pensara en la noche anterior, algo que habría preferido no recordar, pero que acabó rememorando de todos modos: su paseo lento hacia el coche con Thomas Lynley; su voz tranquila mientras le hablaba de su mujer muerta; la oscuridad casi total de forma que, aparte de las luces distantes procedentes de las casas y las cabañas en la cima del acantilado, apenas veía nada salvo su perfil patricio más bien perturbador.
Se llamaba Helen y venía de una familia no muy distinta a la de él. Hija de un conde que se había casado con una condesa, se movía con facilidad en el mundo en el que había nacido. Debido a cómo había sido educada, estaba llena de dudas sobre sí misma, al parecer, aunque a Daidre esto le resultó difícil de creer. Pero al mismo tiempo era extraordinariamente amable, ingeniosa, graciosa, sociable, amante de la diversión. Dotada de las cualidades humanas más admirables y deseables.
Daidre no se lo imaginaba sobreviviendo a la pérdida de una mujer así y no veía cómo alguien podría llegar a aceptar que esta pérdida la hubiera provocado un asesinato.
– Doce años -dijo Lynley-. Nadie sabe por qué le disparó.
– Lo siento mucho -dijo ella-. Parece un verdadero encanto.
– Lo era.
Ahora, Daidre giró donde siempre giraba, utilizando el pequeño aparcamiento de Polcare Cove para colocar su coche en la dirección que la alejaría de la zona. Detrás de ella, oyó las olas rompiendo en los arrecifes de pizarra prominentes. Delante, veía el valle antiguo y Stowe Wood encima, donde los árboles comenzaban a florecer. Muy pronto, debajo de ellos, las campanillas se abrirían y alfombrarían los bosques con un color que se mecería al ritmo de la brisa primaveral, como una sábana azul zafiro.
Subió y salió de la cala. Siguió los senderos entrecruzados que dibujaban las tierras y los límites de su propiedad. De esta manera, llegó a la A39 y desde allí se dirigió hacia el sur. El trayecto que tenía en mente era largo. En Columb Road se detuvo a tomar un café y decidió comer un pain au chocolat en la panadería. Le habló largo y tendido al joven que atendía la caja sobre el consumo de chocolate libre de culpa e incluso le pidió el recibo de la comida y la bebida y se lo guardó en el bolsillo. Nunca se sabía cuándo la policía iba a exigirte una coartada, decidió irónicamente. Era mejor llevar un registro de todos tus movimientos. Era mejor asegurarse de que la gente que te encontrabas conservaba un recuerdo claro de tu visita a su establecimiento. Por lo que al pain au chocolat se refería, ¿qué significaban unas cuantas calorías innecesarias para corroborar una declaración de inocencia?
Cuando se puso en marcha otra vez, alcanzó la rotonda que la llevó a la A30. Desde allí, la distancia no era muy grande y conocía el camino. Bordeó Redruth, se recuperó deprisa de un desvío equivocado y al final terminó en el cruce de la B3297 y una calle sin números que mostraba el cartel del pueblo de Carnkie.
Esta parte de Cornualles era totalmente distinta de los alrededores de Casvelyn. Daidre aparcó el Opel en el triángulo de hierbajos con guijarros que servía de punto de encuentro de las dos carreteras y se quedó sentada con la barbilla entre las manos y las manos en la parte superior del volante. Miró el paisaje verde de la primavera, que murmuraba a lo lejos hacia el mar y estaba salpicado periódicamente por torres abandonadas similares a las que podían verse en el campo irlandés, las moradas de poetas, ermitaños y místicos. Aquí, sin embargo, las viejas torres representaban lo que quedaba de la magnífica industria minera de Cornualles: cada una de ellas era un depósito que descansaba sobre una red subterránea de túneles, yacimientos y galerías. Eran las minas que en su día habían producido estaño y plata, cobre y plomo, arsénico y wolframio. Los depósitos contenían la maquinaria que mantenía la mina en funcionamiento: bombas para extraer el agua de las minas y los malacates que sacaban los minerales y las rocas residuales en cubos hasta la superficie.
Igual que las caravanas de los gitanos, ahora estos depósitos eran carne de postal. Pero en su día fueron el puntal de la vida de la gente, así como el símbolo de la destrucción de muchas personas. Podían verse por toda la zona occidental de Cornualles y había una cantidad exorbitante de ellos en gran parte de la costa. Por lo general, iban a pares: la torre del depósito poderoso de piedra de tres o cuatro pisos de altura y ahora sin tejado, con ventanas estrechas y arqueadas tan pequeñas como fuera posible para evitar que toda la estructura se debilitara, y al lado -a menudo por encima de ella- la chimenea, que en su día escupía nubes oscuras en el cielo. Ahora tanto el depósito como la chimenea eran un lugar donde arriba anidaban los pájaros y abajo se escondían los lirones y, en los recovecos de la estructura, crecían las coquetas flores magentas de la hierba de San Roberto, que se mezclaban con los brotes amarillos de los zuzones mientras las valerianas rojas asomaban por encima.
Daidre veía todo esto y al mismo tiempo no veía nada. Se descubrió pensando en un lugar totalmente distinto, en la costa que había al otro lado de la que estaba contemplando ahora.
Se encontraba cerca de Lamorna Cove, había dicho él. La casa y la finca en la que se hallaba la casa estaban en un lugar llamado Howenstow. Había dicho -con evidente incomodidad- que no tenía ni idea de dónde procedía el nombre del lugar y gracias a esta admisión Daidre llegó a la conclusión, incorrecta o no, de que se sentía en paz con la vida en la que había nacido. Su familia había ocupado la casa y las tierras durante más de doscientos cincuenta años y, al parecer, nunca habían tenido la necesidad de saber nada más excepto que eran suyas: una estructura jacobea en la que se había casado un antepasado lejano, el hijo menor de un barón que se emparejó con la única hija de un conde.
– Seguramente mi madre podría contártelo todo sobre la vieja mansión -había dicho-. Mi hermana también. Mi hermano y yo… Me temo que los dos suspendemos en historia familiar. Si no fuera por Judith, mi hermana, probablemente no sabría ni cómo se llamaban mis bisabuelos. ¿Y tú?
– Supongo que tuve bisabuelos en algún momento -contestó ella-. A menos, por supuesto, que naciera de una concha como Venus. Pero no es muy probable, ¿verdad? Creo que recordaría una entrada tan espectacular.
¿Y cómo era?, se preguntó. ¿Cómo fue? Se imaginó a su madre en una cama dorada espléndida, con criados a ambos lados secándole suavemente la cara con pañuelos empapados en agua de rosas mientras se esforzaba por dar a luz a su querido hijo. Fuegos artificiales por la llegada de un heredero y los arrendatarios saludando con una reverencia y alzando sus jarras de cerveza casera a medida que corría la noticia. Sabía que la imagen era absolutamente absurda, como si Thomas Hardy apareciera en un gag de los Monty Python, pero no podía quitársela de la cabeza, por muy estúpida y tonta que fuera. Al final se maldijo a sí misma y cogió la postal que había cogido de la cabaña. Salió del coche a la brisa fresca.
Encontró una piedra adecuada justo en el arcén de la B3297. La roca no pesaba mucho y no estaba medio enterrada, lo que facilitó levantarla. La llevó al cruce triangular de la carretera y el sendero, y dejó la piedra en el suelo en el vértice de este triángulo. Luego la inclinó y colocó la postal de la caravana gitana debajo. Ya estaba lista para reanudar su viaje.