Quedaron atrapadas detrás de un autocar de turistas lento, lo que hizo que el trayecto de vuelta de la sidrería a Casvelyn fuera más largo de lo que Bea había esperado. En otro momento, no sólo se habría impacientado y tocado el claxon en una agresiva exhibición de malos modales, sino que seguramente también habría sido imprudente: no habría necesitado demasiadas excusas para intentar adelantar al autocar en aquella estrecha carretera. Pero en realidad, el retraso le dio tiempo para reflexionar y pensó en la forma de vida poco convencional de la mujer a la que acababan de interrogar. Sin embargo, hizo algo más que preguntarse sobre en qué sentido estaba relacionado ese estilo de vida con el caso, ya que le maravillaba por completo. También descubrió que no era la única, cuando la sargento Havers sacó el tema.
– Vaya tía -dijo Havers-. Se lo reconozco.
La sargento, advirtió Bea, se moría por fumarse un cigarrillo después de charlar con Aldara Pappas. Había sacado su paquete de Players del bolso bandolera y jugueteaba con un pitillo entre el pulgar y el resto de los dedos como si esperara absorber la nicotina por vía cutánea. Pero se guardaba bien de encenderlo.
– La admiro bastante -admitió Bea-. ¿Le digo la verdad? Me encantaría ser como ella, maldita sea.
– ¿Sí? Es usted un enigma, jefa. ¿Siente predilección por los chavales de dieciocho años y lo había ocultado?
– Lo digo por el tema del compromiso -contestó Bea-. Por cómo ha logrado evitarlo. -Frunció el ceño mirando el autocar que tenían delante, el negro eructo de los gases del tubo de escape. Frenó para poner cierta distancia entre su Land Rover y el vehículo que le precedía-. Parece que pasa de compromisos y que no se compromete en absoluto.
– ¿Con sus amantes, quieres decir?
– ¿Acaso no es eso lo malo de ser mujer? Te atas a un hombre y piensas que has creado un compromiso con él y entonces… ¡Pam! Hace algo para demostrarte que, a pesar del deseo, la emoción y la creencia absurdamente romántica de tu corazoncito dulce y fiel, él no está comprometido contigo.
– ¿Habla por experiencia? -preguntó Havers con astucia, y Bea notó que la examinaba.
– Si se le puede llamar así -dijo Bea.
– ¿Cómo se le podría llamar?
– Algo que acaba en divorcio cuando un embarazo no deseado trastoca los planes vitales de tu marido, aunque esto siempre me ha parecido una contradicción.
– ¿El qué? ¿El embarazo no deseado?
– No. Los planes vitales. ¿Y usted, sargento?
– Yo me mantengo al margen de todo eso. Los embarazos no deseados, los planes vitales, los compromisos. Paso de todo. Cuanto más cosas veo, más creo que una mujer está mejor en una profunda y afectuosa relación con un vibrador, y quizá también con un gato, pero no con seguridad. Siempre es bonito tener algo vivo que te espere al llegar a casa, aunque una planta seguramente también serviría, si fuera necesario.
– Sabias palabras -reconoció Bea-. Te ahorras todo el baile de malentendidos y destrucción que se crea entre hombres y mujeres, eso sin duda. Pero pienso que al final todo se reduce al compromiso: este problema que parece que tenemos con los hombres. Las mujeres se comprometen, los hombres no. Tiene que ver con la biología y seguramente nos iría mejor a todos si pudiéramos vivir en rebaños, manadas o lo que sea: un macho de la especie olisqueando a una docena de hembras y éstas aceptándolo porque así es la vida.
– Ellas paren, mientras que él… ¿Qué…? ¿Lleva a casa al animal muerto de turno para desayunar?
– Ellas crean una hermandad; él aparenta. Él las monta, pero ellas se comprometen entre sí.
– Es una forma de pensar -dijo Havers.
– Pues sí.
El autocar puso el intermitente para girar, lo que por fin dejó libre la carretera. Bea pisó el acelerador.
– Aldara parece haberse ocupado del problema entre hombres y mujeres. Esa chica no tiene compromisos con nadie, y en el caso de que esto parezca posible, que pase otro hombre. Quizá tres o cuatro.
– El rebaño a la inversa.
– Tenemos que admirarla.
Meditaron sobre aquello en silencio durante el resto del viaje, que las llevó a Princes Street y a las oficinas del Watchman. Allí mantuvieron una breve conversación con una secretaria recepcionista llamada Janna, que comentó sobre el pelo de Bea:
– ¡Genial! Es justo el color que mi abuela dice que quiere. ¿Cómo se llama?
El comentario no hizo que se ganara las simpatías de la inspectora. Por otro lado, la joven les reveló encantada que Max Priestley se encontraba en ese momento en St. Mevan Down con alguien llamado Lily y que si querían hablar con él, un breve paseo «hasta la vuelta de la esquina y luego colina arriba» los llevaría hasta él.
Bea y Havers caminaron hasta el lugar. Llegaron a la parte más alta del pueblo, donde un triángulo mal dibujado de amofilas y biznagas estaba dividido por una calle que conectaba la parte baja de Casvelyn con una zona llamada Sawsneck, donde a principios del siglo XX la flor y nata de algunas ciudades lejanas pasaba las vacaciones en unos espléndidos hoteles, ahora venidos a menos.
La tal Lily resultó ser una golden retriever que saltaba alegremente por la alta hierba persiguiendo entusiasmada una pelota de tenis. El dueño de Lily golpeaba la bola tan lejos como podía, en dirección a la colina, con una raqueta, sobre la cual la perra dejaba la pelota en cuanto la recuperaba de la densa maleza. Priestley vestía una chaqueta verde impermeable y botas de lluvia, y en la cabeza llevaba una gorra que debería parecer ridícula -decía desgarradoramente «Soy un hombre de campo»-, pero que de algún modo hacía que pareciera un modelo sacado de la revista Country Life. Era el propio hombre quien provocaba esto, pues era de los que había que describir como «guapos de facciones marcadas». Bea entendió por qué Aldara Pappas se había sentido atraída por él.
Hacía viento en la colina y Max Priestley era la única persona que estaba allí. Daba gritos de ánimo a su perra, que parecía necesitar pocos, aunque jadeaba con más intensidad de lo que sería recomendable para un animal de su edad y condición física.
Bea empezó a andar en dirección a Priestley y Havers la siguió con gran esfuerzo. No había ningún camino propiamente dicho en la colina, sólo senderos de hierba aplastada y charcos de lluvia allí donde el terreno se hundía. Ninguna de las dos llevaba el calzado adecuado para caminar por el lugar, pero las botas deportivas de la sargento Havers eran al menos preferibles a los zapatos de Bea. La inspectora soltó un taco cuando metió el pie en un charco oculto.
– ¿El señor Priestley? -dijo en cuanto estuvieron lo bastante cerca como para que la oyera-. ¿Podríamos hablar un momento con usted, por favor? -Se dispuso a sacar su placa.
Pareció que el hombre se fijaba en su pelo encendido.
– La inspectora Hannaford, supongo -dijo-. Mi reportero ha estado recabando todos los detalles pertinentes a través del sargento Collins. Parece que la respeta mucho. ¿Y ella es de Scotland Yard? -preguntó, señalando a Havers.
– Correcto en ambos casos -contestó Bea-. Es la sargento Havers.
– Tengo que hacer que Lily se mueva mientras hablamos. Estamos trabajando su peso; para bajarlo, quiero decir. Aumentarlo nunca ha supuesto ningún problema, pues aparece a la hora de las comidas puntual como un reloj y nunca he sido capaz de resistirme a esos ojos.
– Yo también tengo perros -dijo Bea.
– Entonces ya sabrá a qué me refiero. -Lanzó la pelota a unos cincuenta metros y Lily salió corriendo tras ella con un aullido-. Supongo que habrán venido a hablar de Santo Kerne -dijo-. Ya imaginaba que al final vendría alguien. ¿Quién les ha dado mi nombre?
– ¿Es un detalle importante?
– Sólo han podido ser Aldara o Daidre. No lo sabía nadie más, según Santo. El desconocimiento general que tenía el mundo del acuerdo, como señaló muy bien, impediría que mi ego resultara herido si yo era propenso a que esto sucediera. Un chico muy amable, ¿no creen?
– Resulta que Tammy Penrule lo sabía -le dijo Bea-. Al menos una parte.
– ¿En serio? Entonces Santo me mintió. Increíble. ¿Quién iba a esperar que un tipo tan estupendo no fuera sincero? ¿Fue Tammy Penrule quien les dio mi nombre?
– No, no fue ella.
– Daidre o Aldara, entonces, y yo diría que esta última. Daidre apenas suelta prenda.
Hablaba con tanta tranquilidad de toda aquella situación que, por un momento, Bea se quedó desconcertada. Con el tiempo había aprendido a no crearse expectativas sobre cómo iba a desarrollarse un interrogatorio, pero no estaba preparada para la indiferencia de Max Priestley ante el hecho de que le hubieran puesto los cuernos con un adolescente. Miró a la sargento Havers, que estaba examinando al hombre. Había aprovechado la oportunidad para acercar la llama de un mechero de plástico a su cigarrillo. Entrecerró los ojos para protegerse del humo y dirigió su mirada al rostro de aquel hombre.
Parecía bastante franco y su expresión era agradable, pero no había que malinterpretar el tono irónico de lo que estaba diciendo Priestley. A su modo de entender, este tipo de franqueza significaba, por lo general, que sus heridas eran profundas o que le habían hecho lo mismo que él había hecho. Naturalmente, en esta situación, había que contemplar una tercera alternativa: el intento de un asesino de ocultar su rastro mediante la indiferencia. Pero esto no le parecía probable en aquellos momentos y Bea no sabría decir por qué, aunque esperaba que no tuviera nada que ver con su magnetismo. Lamentablemente, Priestley estaba como un queso.
– Nos gustaría hablar con usted sobre su relación con Aldara -reconoció Bea-. Nos ha dado algunos detalles y estamos interesadas en su versión de la historia.
– ¿Si maté a Santo cuando descubrí que se estaba tirando a mi novia? -preguntó-. La respuesta es no, pero ya imaginaban que les contestaría eso, ¿verdad? El típico asesino no reconoce que lo es, precisamente.
– Normalmente no.
– ¡Ven aquí, Lil! -gritó Priestley de repente, frunciendo el ceño y mirando a lo lejos. Otro perro había aparecido con su dueño al otro lado de la colina. La retriever de Priestley lo había visto y había partido en esa dirección dando saltitos-. Maldita perra -dijo-. ¡Lily! ¡Ven! -Ella no le hizo ningún caso, él se rió compungido y volvió a mirar a Bea y a Havers-. Y pensar que antes tenía una magia especial con las mujeres.
Era una transición tan buena como cualquier otra.
– ¿Con Aldara no funcionó? -dijo Bea.
– Al principio sí, justo hasta el momento en que descubrí que su magia era más fuerte que la mía. Y entonces… -Les ofreció una sonrisa extravagante-. Probé mi propia medicina, como se dice, y no me gustó el sabor.
Al oír ese indicio más que revelador, la sargento Havers hizo su trabajo con la libreta y el lápiz, mientras mantenía el cigarrillo colgado de sus labios. Priestley lo vio y asintió con la cabeza.
– Qué diablos -dijo, y empezó a completar el cuadro de su relación con Aldara Pappas.
Se habían conocido en una reunión de empresarios de Casvelyn y alrededores. El fue para escribir un artículo sobre el encuentro; los empresarios asistían para recoger ideas a fin de aumentar el turismo durante la temporada baja. Aldara estaba un escalón por encima de los propietarios de tiendas de surf, restaurantes y hoteles. Resultaba difícil no fijarse en ella, dijo.
– Su historia era intrigante -dijo Priestley-. Una mujer divorciada que se hacía cargo de una plantación de manzanas abandonada y la transformaba en una atracción turística decente. Quise escribir un artículo sobre ella.
– ¿Sólo un artículo?
– Al principio. Soy periodista: busco historias. Hablamos durante la reunión y también después; lo organizamos todo. Aunque podría haber enviado a uno de los dos reporteros del Watchman a recabar la información, lo hice yo mismo. Me sentía atraído por ella.
– Entonces, ¿el artículo era una excusa? -inquirió Bea.
– Pensaba publicarlo y, al final, lo escribí.
– ¿En cuanto se metió en su cama? -preguntó Havers.
– Sólo se puede hacer una cosa a la vez -contestó Priestley.
– ¿Lo que significa…? -Bea dudó, y entonces vio la luz-. Ah, se acostó con ella enseguida, ese mismo día, cuando fue a entrevistarla. ¿Es su modus operandi habitual, señor Priestley, o fue algo especial para usted?
– Fue atracción mutua -dijo Priestley-. Muy intensa, imposible de evitar. Un romántico habría descrito lo que ocurrió entre ambos como amor a primera vista. Un analista del amor lo habría llamado catexis.
– ¿Y usted cómo lo llamaba? -le preguntó Bea.
– Amor a primera vista.
– Entonces, ¿es un romántico?
– Resulta que sí.
La golden retriever se acercó a él dando saltos. Después de explorar los orificios pertinentes del otro perro, Lily estaba lista para un nuevo lanzamiento de la pelota de tenis. Priestley la golpeó hacia el final de la colina.
– ¿No lo esperaba?
– Nunca. -Observó al perro un momento antes de dirigirse a ella-: Antes de Aldara, me había pasado la vida jugando. No tenía intención de atarme a nadie y para impedirlo…
– ¿Para impedir el qué? ¿El matrimonio y los hijos?
– … siempre estaba con más de una mujer a la vez.
– Igual que ella -señaló Havers.
– Con una excepción notable: yo estaba con dos o tres, y alguna vez con cuatro, pero ellas siempre lo sabían. Era sincero desde el principio.
– Ahí lo tiene, jefa -dijo Havers a Bea-. A veces pasa; él les traía el animal muerto que fuera.
Priestley parecía confuso.
– ¿Y en el caso de Aldara Pappas? -preguntó Bea.
– Nunca había estado con nadie como ella. No era sólo por el sexo, era todo el conjunto: su intensidad, su inteligencia, su dinamismo, su confianza, sus motivaciones en la vida. No hay nada tonto, estúpido o débil en ella, ni manipulación, ni maniobras sutiles. No hay mensajes dobles ni señales contradictorias o confusas: nada que descifrar o interpretar en su comportamiento. Aldara es como un hombre en el cuerpo de una mujer.
– Veo que no menciona la sinceridad -señaló Bea.
– No -dijo él-. Ese fue mi error. Llegué a creer que por fin había encontrado en Aldara Pappas a la mujer de mi vida. Nunca había pensado en casarme ni lo había querido. Había visto el matrimonio de mis padres y estaba firmemente convencido de no querer vivir como ellos: eran incapaces de llevarse bien, de hacer frente a sus diferencias o de divorciarse. Nunca fueron capaces de gestionar ninguna opción, ni tampoco vieron que tuvieran alguna. Yo no quería vivir de esa manera, pero con Aldara era distinto -dijo-. Su primer matrimonio fue horrible; su marido era un sinvergüenza que dejó que pensara que era estéril cuando vieron que no podían tener hijos. Decía que le habían hecho todo tipo de pruebas y que estaba perfectamente. Dejó que ella fuera de médico en médico y que siguiera todo tipo de tratamientos, cuando él disparaba balas de fogueo. Después de tantos años, no quería saber nada de los hombres, pero la convencí. Yo deseaba lo que ella quisiera. ¿Matrimonio? Bien. ¿Hijos? Bien. ¿Una manada de chimpancés? ¿Yo con medias y un tutú? No me importaba.
– Estaba coladito por ella -señaló Havers, alzando la vista de la libreta.
En realidad, casi sonó comprensiva y Bea se preguntó si la magia especial del hombre estaba haciendo mella en la sargento
– Era la pasión -dijo Priestley-. No había muerto entre nosotros y no veía el más mínimo indicio de que fuera a apagarse. Entonces descubrí por qué.
– Santo Kerne -dijo Bea-. La aventura de Aldara con él la mantenía ardiente con usted: la excitación, el secretismo.
– Me quedé atónito, me hundí, maldita sea. El chico vino a verme y me soltó toda la historia… porque le remordía la conciencia, me dijo.
– ¿Y usted no le creyó?
– En absoluto. No cuando sus remordimientos no le llevaron a contárselo a su novia. A ella no le afectaba, me dijo, porque no tenía ninguna intención de romper su relación con Aldara; así que no debía preocuparme por si quería algo más de lo que Aldara estuviera dispuesta a darle. Entre ellos sólo había sexo. «Tú eres el primero», me dijo. «Yo sólo estoy para recoger las migajas.»
– Qué amable, ¿no? -comentó Havers.
– No esperé demasiado para averiguarlo. Llamé a Aldara y rompí con ella.
– ¿Le dijo por qué?
– Supongo que se lo figuró: eso o Santo fue tan sincero con ella como conmigo. Y ahora que lo pienso, eso hace que Aldara tuviera un motivo para matarle, ¿no?
– ¿Es su ego el que habla, señor Priestley?
El hombre soltó una carcajada.
– Créame, inspectora, me queda muy poco ego.
– Necesitaremos sus huellas dactilares. ¿Está dispuesto a dárnoslas?
– Las huellas dactilares, las de los pies y lo que quieran. No tengo nada que ocultar.
– Muy sensato por su parte. -Bea hizo un gesto con la cabeza a Havers, que cerró su libreta. Le dijo al periodista que fuera a la comisaría, donde le tomarían las huellas. Luego le comentó-: Por curiosidad, ¿le puso a Santo Kerne un ojo morado antes de que muriera?
– Me hubiera encantado -dijo-. Pero, sinceramente, pensé que no merecía la pena el esfuerzo.
Jago le reveló a Cadan que él enfocaría el tema con una conversación de hombre a hombre: si quería poner distancia entre él y Dellen Kerne, sólo existía una forma de hacerlo y era enfrentarse a Lew Angarrack. Había mucho trabajo en LiquidEarth, así que no hacía falta que Jago se pusiera de parte de Cadan cuando hablara con su padre. Lo único que necesitaba, dijo, era una conversación sincera en la que reconociera sus errores, ofreciera sus disculpas y prometiera enmendarse.
Jago hacía que todo pareciera muy sencillo. Cadan estaba impaciente por hablar con Lew, pero el único problema era que se había ido a hacer surf -«Hoy hay grandes olas en la bahía de Widemouth», le informó Jago-, así que Cadan tendría que esperar a que su padre regresara o ir a la bahía de Widemouth para charlar cuando terminara de surfear. Esta segunda propuesta parecía una idea excelente, ya que después de coger algunas olas, Lew estaría de buen humor y seguramente accedería a los planes de Cadan. Jago le prestó el coche.
– Conduce con cuidado -le dijo, y le dio las llaves.
Cadan partió. Sin carné de conducir y consciente de la confianza que Jago había depositado en él, tuvo muchísimo cuidado. Las manos en las diez y diez, los ojos clavados en la carretera y en los retrovisores, una mirada de vez en cuando al indicador de velocidad.
La bahía de Widemouth se encontraba al sur de Casvelyn, a unos ocho kilómetros costa abajo. Flanqueada por unos acantilados friables, era exactamente lo que sugería su nombre: una bahía ancha a la que se accedía desde un gran aparcamiento al lado de la carretera de la costa. No había un pueblo propiamente dicho, sino sólo casas de veraneo que salpicaban el lado este de la carretera. Los únicos negocios que atendían a sus habitantes, a los surfistas y a los turistas de la zona eran un restaurante de temporada y una tienda que alquilaba tablas de bodysurf y de surf, además de trajes de neopreno.
En verano, la bahía era una locura porque, a diferencia de tantas otras de Cornualles, no resultaba difícil acceder a ella, así que atraía a cientos de excursionistas, turistas y también lugareños. Fuera de temporada, era territorio de surfistas, que acudían en masa cuando la marea estaba medio alta, soplaba viento del este y las olas rompían en el arrecife derecho.
Hoy, las condiciones eran magníficas, con unas olas que parecían tener metro y medio de altura, por lo que el aparcamiento estaba lleno de vehículos y la hilera de surfistas era impresionante. De todos modos, cuando Cadan entró y estacionó, distinguió a su padre rápidamente. Lew surfeaba de la misma manera que lo hacía casi todo: en solitario.
En cualquier caso, era un deporte mayoritariamente solitario, pero Lew se las arreglaba para que todavía lo fuera más. Era una figura apartada del resto, mucho más dentro del mar, contento de esperar unas olas que a esta distancia de los arrecifes sólo se formaban de vez en cuando. Al mirarle, alguien podía pensar que no tenía ni idea del deporte, pues debería estar esperando con los demás, que conseguían unas olas bastante decentes. Pero no era su estilo y cuando por fin llegó una ola que le gustó se colocó detrás sin esfuerzo, remando con el mínimo impulso y la experiencia de más de treinta años en el agua.
Los otros le observaban. La atacó con suavidad y ahí estaba, cruzando la pared verde, cortando hacia el túnel; parecía como si fuera a agarrarse a un canto en cualquier momento o que la espuma lo tiraría, pero supo cuándo cortar de nuevo para hacerse con la ola.
Cadan no necesitaba ver un marcador ni escuchar los comentarios para saber que su padre era bueno. Lew apenas hablaba de ello, pero había participado en competiciones cuando tenía veinte años y albergado el sueño de viajar por todo el mundo y ganar reconocimiento antes de que la Saltadora lo abandonara y lo dejara con dos niños a su cargo. En aquel momento, Lew se había visto obligado a replantearse el camino que había elegido. Optó por montar LiquidEarth: pasó de fabricarse sus propias tablas a hacerlo para otros. De esta manera, vivía indirectamente la vida de un surfista ambulante de talla mundial. No debía de haber sido fácil para su padre renunciar a sus sueños, se percató Cadan, y se preguntó por qué nunca había pensando en ello hasta entonces.
Cuando Lew salió del agua, Cadan estaba esperándolo; había cogido una toalla del RAV4 y se la dio. Lew apoyó su tabla corta en el coche y cogió la toalla asintiendo con la cabeza. Se quitó el gorro y se frotó el pelo con energía, antes de empezar a bajarse el traje. Cadan advirtió que todavía era el de invierno: el agua aún estaría fría dos meses más.
– ¿Qué haces aquí, Cade? -le preguntó Lew-. ¿Cómo has venido? ¿No tendrías que estar trabajando?
Se quitó el traje de neopreno y se colocó la toalla alrededor de la cintura. Sacó una camiseta del coche y luego una sudadera con el logo de LiquidEarth; se las puso y procedió a bajarse el bañador. No dijo nada más hasta que estuvo vestido y hubo cargado el equipo en la parte trasera del coche. Luego repitió:
– ¿Qué haces aquí, Cade? ¿Cómo has venido?
– Jago me ha prestado su coche.
Lew repasó el aparcamiento con la mirada y vio el Defender.
– Sin carné de conducir.
– No he corrido riesgos. He conducido como una viejecita.
– Esa no es la cuestión. ¿Y por qué no estás trabajando? ¿Te han echado?
No era lo que Cadan tenía pensado ni quería que ocurriera, pero sintió la ira repentina que siempre parecía seguir a una conversación con su padre. Sin plantearse adonde los llevaría su respuesta, dijo:
– Imagino que es lo que crees, ¿no?
– Historia pasada.
Lew pasó al lado de Cadan y se acercó a la tabla. Al fondo del aparcamiento había unas duchas, que podría haber utilizado para limpiar la sal de su equipo, pero no lo hizo porque en casa podría realizar un trabajo más minucioso y, por lo tanto, más a su gusto. Y a Cadan le pareció que ése era el estilo de su padre en todo. «A mi gusto»: ése era el lema de la vida de Lew.
– Pues resulta que no me han echado -respondió Cadan-. He hecho un trabajo cojonudo.
– Bien, felicidades. ¿Qué haces aquí, entonces?
– He venido a hablar contigo. Jago me ha dicho que estabas aquí y me ha ofrecido el coche, por cierto. No se lo he pedido yo.
– ¿Hablar conmigo de qué?
Lew cerró la puerta trasera del RAV4. En el asiento del conductor, hurgó en una bolsa de papel y sacó un sándwich envuelto de una caja de plástico. Levantó la tapa, cogió la mitad y después ofreció la otra a Cadan.
Una ofrenda de paz, decidió Cadan. Dijo que no con la cabeza, pero le dio las gracias.
– Quiero volver a LiquidEarth -pidió Cadan-. Si me dejas.
Añadió la última parte como su propia forma de ofrenda de paz. En esta situación, su padre tenía el poder y sabía que su papel era reconocer esto.
– Cadan, me dijiste…
– Ya sé lo que te dije, pero prefiero trabajar para ti.
– ¿Por qué? ¿Qué ha pasado? ¿No te gusta Adventures Unlimited?
– No ha pasado nada. Estoy haciendo lo que querías que hiciera: pensar en el futuro.
Lew miró el mar, donde los surfistas esperaban pacientemente la siguiente ola buena.
– Imagino que tendrás algún plan.
– Necesitas un diseñador -contestó Cadan.
– Y también un perfilador. Se acerca el verano y vamos retrasados en los pedidos. Competimos con esas tablas huecas por dentro y lo que nos diferencia de ellos es…
– La atención a las necesidades individuales; ya lo sé. Pero una parte de éstas es el trabajo gráfico, ¿verdad? El aspecto visual de la tabla, además de la forma. Yo puedo diseñar, es lo que se me da bien. No sé perfilar tablas, papá.
– Puedes aprender.
Al final siempre se reducía a eso: lo que quería Cadan frente a lo que creía Lew.
– Ya lo intenté: destrocé más planchas de las que hice bien y tú no quieres eso. Es una pérdida de tiempo y de dinero.
– Tienes que aprender: es parte del proceso y si no lo conoces…
– ¡Mierda! No obligaste a Santo a dominar el proceso. ¿Por qué él no tuvo que aprenderlo, de principio a fin, como yo?
Lew volvió a centrar su atención en Cadan.
– Porque no construí el maldito negocio para Santo -dijo en voz baja-. Lo hice para ti, pero ¿cómo puedo dejártelo si no lo comprendes?
– Pues déjame diseñar primero, perfeccionar esa parte, y pasar luego al perfilado.
– No, no se hace así.
– Dios mío, ¿qué coño importa cómo se haga?
– Lo hacemos a mi manera o no lo hacemos, Cadan.
– Contigo siempre es igual. ¿Alguna vez has pensado en que podrías equivocarte?
– En esto, no. Ahora sube al coche: te llevaré al pueblo.
– Tengo…
– No voy a dejarte conducir el coche de Jago, Cade. Tienes el carné retirado…
– Por ti.
– …y hasta que me demuestres que eres lo bastante responsable como para…
– Olvídalo, papá. Olvídalo todo, joder.
A grandes zancadas, Cadan cruzó el aparcamiento hacia donde había estacionado el coche. Su padre gritó su nombre con brusquedad, pero él siguió caminando.
Volvió furioso a Casvelyn. Muy bien, joder, pensó. Su padre quería pruebas, pues él se las daría hasta que se hartara, ya que sabía perfectamente cómo hacerlo.
Condujo con mucho menos cuidado durante el camino de regreso al pueblo. Cruzó como un bólido el puente del canal de Casvelyn -sin importarle el tráfico que subía en dirección contraria, con lo que se ganó que el conductor de una furgoneta de UPS le enseñara el dedo corazón- y cogió la rotonda del final del paseo sin frenar para ver si tenía preferencia. Subió la ladera, bajó a toda velocidad por St. Mevan Crescent y alcanzó la colina. Cuando llegó a Adventures Unlimited, «sudado» era la palabra que mejor describía su aspecto.
Sus pensamientos daban vueltas alrededor de la palabra «injusto». Lew, la vida, el mundo eran injustos. Su existencia sería mucho más sencilla si los demás vieran las cosas como él, pero eso nunca ocurría.
Abrió de golpe la puerta del viejo hotel, pero empleó una fuerza algo excesiva y ésta chocó contra la pared con un estrépito que retumbó por toda la recepción. El ruido de su entrada sacó a Alan Cheston de su despacho, que miró la puerta, luego a Cadan y, por último, su reloj.
– ¿No tenías que estar aquí por la mañana? -preguntó.
– Tenía que hacer unos recados -dijo Cadan.
– Creo que eso se hace en tu tiempo libre, no en el nuestro.
– No volverá a pasar.
– Espero que no. La verdad, Cade, es que no podemos permitirnos empleados que no aparecen cuando deben hacerlo. En un negocio como éste, tenemos que ser capaces de confiar…
– He dicho que no volverá a pasar. ¿Qué más quieres? ¿Una garantía escrita con sangre o algo así?
Alan cruzó los brazos, esperó un momento antes de contestar y, en ese momento, Cadan escuchó el eco de su voz petulante.
– No te gusta mucho que te supervisen, ¿verdad? -inquirió Alan.
– Nadie me dijo que tú fueras mi supervisor.
– Aquí todo el mundo es tu supervisor: hasta que demuestres tu valía estás a prueba, ya me entiendes.
Cadan le entendía, pero estaba hasta las narices de tener que demostrar su valía: a esta persona, a la otra, a su padre, a cualquiera. Él sólo quería hacer las cosas bien y nadie le dejaba. Quiso empotrar a Alan Cheston en la pared más cercana; se moría de ganas de hacerlo: sólo dejarse llevar por sus impulsos y a la mierda con las consecuencias. Qué bien se sentiría.
– Que te jodan, me largo de aquí. He venido a recoger mis trastos. -Le respondió antes de dirigirse a las escaleras.
– ¿Has informado al señor Kerne?
– Puedes hacerlo tú por mí.
– No quedará bien que…
– ¿Te crees que me importa?
Dejó a Alan mirándole, con los labios separados como si fuera a decir algo más, como si fuera a señalar -correctamente- que si Cadan Angarrack había dejado algún tipo de material en Adventures Unlimited, no estaría en los pisos superiores del edificio. Pero Alan no dijo nada y su silencio dejó a Cadan al mando, que era donde quería estar.
No tenía ningún material en Adventures Unlimited, ni trastos, ni herramientas ni nada. Pero se dijo que echaría un vistazo a cada una de las habitaciones en las que había estado durante su breve temporada como empleado de los Kerne, porque nunca se sabía dónde podías olvidar algo y después le resultaría un poco incómodo regresar a buscar cualquier cosa que se hubiera dejado…
Habitación tras habitación, abría la puerta, echaba un vistazo y cerraba la puerta. Decía en voz baja: «¿Hola? ¿Hay alguien?», como si esperara que sus supuestas pertenencias olvidadas fueran a hablarle. Por fin las encontró en el último piso, donde vivía la familia, donde podría haber subido directamente si hubiera sido sincero consigo mismo, cosa que no hizo.
Ella estaba en el cuarto de Santo. Al menos fue lo que supuso Cadan por los pósters de surf, la cama individual, la pila de camisetas encima de una silla y las deportivas que Dellen Kerne acariciaba en su regazo cuando abrió la puerta.
Vestía toda de negro: jersey, pantalones y una cinta que le despejaba el pelo rubio de la cara. No se había maquillado y un arañazo recorría su mejilla. Estaba sentada descalza en el borde de la cama y tenía los ojos cerrados.
– Eh -dijo Cadan con una voz que esperaba que fuera delicada.
Ella abrió los ojos, que se posaron en él, con unas pupilas tan grandes que el violeta del iris quedaba prácticamente oculto. Dejó caer las zapatillas al suelo con un suave golpe y extendió la mano.
Él se acercó y la ayudó a levantarse. Vio que no llevaba nada debajo del jersey: tenía los pezones grandes, redondos y duros. Cadan se excitó y, por primera vez, reconoció la verdad: por eso había venido a Adventures Unlimited. El consejo de Jago y el resto del mundo podían irse al cuerno.
Le cogió el pezón con los dedos. Ella bajó los párpados, pero no los cerró. Cadan sabía que era seguro continuar y se acercó un paso más. Le rodeó la cintura con una mano y le agarró el trasero, mientras los dedos de la otra mano permanecían donde estaban y jugaban como plumas contra su piel. Se inclinó para besarla, ella abrió la boca ávidamente y Cadan la atrajo con más firmeza hacia él, para que ella se diera cuenta de lo que él quería que notara.
– La llave que tenías ayer -le dijo cuando pudo.
Dellen no contestó. Cadan sabía que ella entendía lo que le estaba diciendo porque acercó su boca a la de él una vez más.
La besó, larga y profundamente, y siguió hasta que pensó que los ojos se le saldrían de las cuencas y le estallarían los tímpanos. Su corazón palpitante necesitaba algún sitio adonde ir que no fuera su pecho, porque si no hallaba otro hogar, creía que se moriría allí mismo. Se apretó contra ella y empezó a sentir dolor.
Entonces se separó y le dijo:
– Las casetas de la playa, tú tenías una llave. No podemos, aquí no. -En las dependencias de la familia no y menos aún en el cuarto de Santo. Era indecente, de algún modo.
– ¿No podemos qué? -Dellen apoyó la frente en su pecho.
– Ya lo sabes. Ayer, cuando estábamos en la cocina, tenías una llave; dijiste que era de una de las casetas de la playa. Vamos a utilizarla.
– ¿Para qué?
¿Para qué diablos pensaba que la quería? ¿Era de las que deseaban que las cosas se dijeran directamente? Bueno, podía hacerlo.
– Quiero follarte -respondió-. Y tú quieres que te folle, pero no aquí, sino en una de las casetas de la playa.
– ¿Por qué?
– Porque… Es obvio, ¿no?
– ¿Sí?
– Dios mío, sí. Estamos en el cuarto de Santo, ¿verdad? Y de todos modos podría entrar su padre. -No pudo decir «tu marido»-. Y si eso pasa…
Lo veía, ¿verdad? ¿Qué le ocurría?
– El padre de Santo -dijo Dellen.
– Si nos encuentra…
Aquello era ridículo; no necesitaba ni quería explicárselo. Estaba dispuesto y pensaba que ella también, pero tener que hablar de todas las razones y todos los detalles… Era evidente que todavía no se había excitado lo suficiente. Volvió a acercarse a ella y esta vez puso su boca en el pezón, por debajo del jersey, y dio un tirón suave con los dientes, y un lametazo con la lengua. Volvió a su boca y la atrajo más hacia él: qué extraño era que ella no reaccionara, pero ¿acaso importaba en realidad?
– Dios mío. Coge esa llave -murmuró.
– El padre de Santo -dijo ella-. No entrará aquí.
– ¿Cómo puedes estar segura?
Cadan la examinó más detenidamente. Parecía un poco ida, pero aun así le parecía que tenía que saber que estaban en la habitación de su hijo y en la casa de su marido. Por otro lado, no era que exactamente lo estuviera mirando y tampoco sabía si realmente le había visto -en el sentido de percatarse de su presencia- cuando le había mirado.
– No entrará -repitió-. Tal vez quiera, pero no puede.
– Nena, lo que dices no tiene sentido.
– Yo sabía lo que tenía que hacer -murmuró-, pero él me apoya, ¿sabes? Había una oportunidad, así que la aproveché, porque le quería y sabía lo que era importante. Lo sabía.
Cadan estaba desconcertado. Más aún, estaba enfriándose deprisa, se alejaba de ella y del momento.
– Dell… Dellen… Nena -dijo, no obstante, para convencerla.
Había hecho bien en hablar de las oportunidades porque si existía la más mínima opción de poder llevarla todavía a las casetas de la playa, estaba dispuesto a aprovecharla. Le cogió la mano, se la acercó a la boca y recorrió su palma con la lengua.
– ¿Qué me dices, Dellen? -dijo con la voz ronca-. ¿Qué hay de la llave?
Y Dellen respondió:
– ¿Quién eres tú? ¿Qué haces aquí?