A Cadan Angarrack no le importaba que lloviera. Tampoco le importaba el espectáculo que sabía que daba al limitado mundo de Casvelyn. Se desplazaba en su BMX freestyle, con las rodillas a la altura de la cintura y los codos hacia fuera como flechas curvadas, concentrado en llegar a casa para compartir su noticia. Pooh botaba en su hombro, graznando en protesta y gritando de vez en cuando «¡Basura de agua dulce!» al oído de Cadan. Era mucho mejor que un picotazo en el lóbulo de la oreja, algo que había sucedido en el pasado antes de que el loro aprendiera que se había portado mal, así que Cadan no intentó hacerle callar.
– Díselo tú, Pooh -le dijo.
Y el loro respondió:
– ¡Agujeros en el ático! -una expresión cuya procedencia era un misterio para su dueño.
Si hubiera estado trabajando con la bicicleta en lugar de utilizarla como medio de transporte, Cadan no habría tenido al loro con él. Al principio, se llevaba a Pooh y le buscaba una percha cerca de un lateral de la piscina vacía mientras repasaba sus rutinas y desarrollaba estrategias para mejorar no sólo sus acrobacias sino la zona en que las practicaba. Pero alguna maestra del colegio de preescolar que estaba al lado del polideportivo había dado la voz de alarma sobre el vocabulario de Pooh y lo que ocasionaba a los oídos inocentes de los niños de siete años cuyas mentes intentaba moldear y Cadan había recibido la orden: dejar al pájaro en casa si no podía tenerlo callado y si quería utilizar la piscina vacía. Así que no tuvo elección. Hasta hoy, había tenido que usar la piscina porque de momento no había hecho el más mínimo avance con el ayuntamiento para que montara pasarelas para saltos aéreos en Binner Down. Le habían mirado como habrían mirado a un psicópata y Cadan sabía qué pensaban: no sólo exactamente lo mismo que pensaba su padre sino también lo que decía: «¿Veintidós años y juegas con una bicicleta? ¿Qué coño estás haciendo?».
«Nada -pensaba Cadan-. Una mierda. ¿Crees que es fácil? ¿Un tabletop? ¿Un tailwhip? Intentadlo alguna vez.»
Pero por supuesto, nunca lo harían. Ni los concejales ni su padre. Sólo lo miraban y su expresión decía: «Haz algo con tu vida. Búscate un trabajo, por el amor de Dios».
Y eso era lo que tenía que decirle a su padre: tenía un empleo remunerado. Con Pooh en el hombro o no, había conseguido otro trabajo. Por supuesto, no hacía falta que su padre supiera cómo. No hacía falta que supiera que en realidad Cadan había preguntado si Adventures Unlimited había pensado en qué uso podía darle a su campo de golf destartalado y que le habían acabado contratando para ocuparse del mantenimiento del viejo hotel a cambio de utilizar las lomas y hondonadas del campo de golf -excepto los molinos, graneros y otras estructuras varias, naturalmente- para perfeccionar sus figuras aéreas. Lo único que tenía que saber Lew Angarrack era que, después de que lo echara del negocio familiar una vez más por sus múltiples errores -¿y quién diablos quería fabricar tablas de surf de todos modos?-, Cadan había salido y sustituido el Trabajo A por el Trabajo B en 72 horas, lo que era una especie de récord, decidió. Normalmente ofrecía una excusa a su padre para seguir cabreado con él durante cinco o seis semanas como mínimo.
Iba dando botes por la calle sin asfaltar que había detrás de Victoria Road y secándose la lluvia de la cara cuando su padre le adelantó con el coche de camino a casa. Lew Angarrack no miró a su hijo, aunque su expresión de desagrado decía a Cadan que se había quedado con la imagen que daba, por no hablar de que habría recordado por qué su vastago iba en bici bajo la lluvia y ya no al volante de su coche.
Delante de él, Cadan vio que su padre bajaba del RAV4 y abría la puerta del garaje. Dio marcha atrás con el Toyota para entrar y cuando Cadan cruzó la verja con la bicicleta y accedió al jardín trasero, Lew ya había dado un manguerazo a su tabla de surf. Estaba sacando el traje de neopreno del 4x4 para lavarlo también, mientras el agua borboteaba de la manguera sobre el césped.
Cadan le observó un momento. Sabía que se parecía a su padre, pero las similitudes no iban más allá del físico. Los dos eran bajos y fornidos, tenían el pecho y los hombros anchos, así que su constitución era triangular, y lucían la misma mata de pelo oscuro, aunque a su padre le crecía cada vez más por todo el cuerpo, por lo que empezaba a parecerse al apodo secreto que le había puesto la hermana de Cadan: Hombre Gorila. Pero ahí acababa todo. En cuanto al resto, eran como la noche y el día. La idea que tenía su padre de pasar un buen rato era asegurarse de que todo estuviera siempre en su sitio y que nada cambiara ni un ápice hasta el fin de sus días, mientras que la de Cadan era… bueno, totalmente distinta. El mundo de su padre era Casvelyn de principio a fin y si alguna vez pasaba de la orilla norte del Oahu -«un gran sueño, papá, tú sigue soñando»- sería el mayor milagro de todos los tiempos. Cadan, por otro lado, recorría kilómetros antes de irse a dormir y el objetivo de esos kilómetros iba a ser su nombre en luces brillantes, los Juegos X, medallas de oro y su careto sonriente en la portada de Ride BMX.
– Hoy había viento de mar a tierra. ¿Por qué has salido?
Lew no contestó. Pasó agua por encima del traje de neopreno, le dio la vuelta e hizo lo mismo con el otro lado. Lavó los escarpines, el gorro y los guantes antes de mirar a Cadan y luego al loro mexicano que llevaba en el hombro.
– Será mejor que apartes a ese pájaro de la lluvia -dijo.
– No le pasará nada -dijo Cadan-. En su país llueve. No has cogido ninguna ola, ¿no? La marea está subiendo. ¿Adonde has ido?
– No necesitaba olas. -Su padre recogió el traje del suelo y lo colgó donde siempre: sobre una silla plegable de aluminio cuyo asiento de tela estaba hundido por el peso fantasmagórico de mil traseros-. Quería pensar. No hacen falta olas para pensar, ¿verdad?
Entonces, ¿por qué se había tomado la molestia de preparar el equipo y bajarlo hasta el mar?, quiso preguntarle Cadan. Pero no lo hizo porque si se lo preguntaba, obtendría una respuesta y ésta no sería lo que había estado pensando su padre. Existían tres posibilidades, pero como una de ellas era el propio Cadan y su lista de transgresiones, decidió renunciar a seguir hablando del tema. Así que siguió a su padre al interior de la casa, donde Lew se secó el pelo con una toalla colgada con este objeto detrás de la puerta. Luego se acercó al hervidor de agua y lo encendió. Tomaría un café instantáneo, solo, con una cucharada de azúcar. Se lo bebería en una taza que ponía Newquay Invitational. Se quedaría junto a la ventana y miraría el jardín trasero y cuando se terminara el café, fregaría la taza. El señor Espontaneidad.
Cadan esperó a que Lew tuviera el café en la mano y se colocara junto a la ventana como siempre. Empleó ese tiempo para dejar a Pooh en el salón en su percha habitual. Regresó a la cocina y dijo:
– Tengo trabajo, papá.
Su padre bebió. No hizo ningún ruido. No sorbió el líquido caliente ni gruñó para hacerle saber que le había oído.
– ¿Dónde está tu hermana, Cade?
Cadan se negó a que la pregunta le deprimiera.
– ¿Has oído lo que te he dicho? Tengo trabajo. Un trabajo bastante bueno.
– ¿Y tú has oído lo que te he preguntado yo? ¿Dónde está Madlyn?
– Como hoy es un día laborable para ella, supongo que estará trabajando.
– Me he pasado por allí. No estaba.
– Entonces no sé dónde está. Ahogando las penas en alguna parte, llorando por los rincones… Lo que sea en lugar de tranquilizarse como haría cualquiera. Ni que se hubiera acabado el mundo.
– ¿Está en su cuarto?
– Ya te he dicho…
– ¿Dónde? -Lew todavía no se había dado la vuelta, algo que exasperaba a Cadan. Le entraron ganas de tomarse seis cervezas de golpe delante de su cara, sólo para llamar su atención.
– Ya te he dicho que no sé dónde…
– ¿Dónde es el trabajo? -Lew se giró, no sólo la cabeza sino todo el cuerpo. Se apoyó en la repisa de la ventana. Miró a su hijo y Cadan sabía que estaba estudiándolo, evaluándolo, y que el veredicto era que no daba la talla. Había visto esa expresión en el rostro de su padre desde que tenía seis años.
– En Adventures Unlimited -contestó-. Voy a encargarme del mantenimiento del hotel hasta que empiece la temporada.
– ¿Y luego qué?
– Si todo va bien, daré un curso. -Esto último era mucho imaginar, pero todo era posible, y estaban realizando el proceso de selección de instructores para el verano, ¿no? Rápel, escalada, kayak, natación, vela… Él sabía hacer todo eso y aunque no le quisieran para esas actividades, siempre quedaba el ciclismo acrobático y sus planes para modificar el maltrecho campo de golf. Aunque aquello no se lo mencionó a su padre. Una palabra sobre ciclismo acrobático y Lew leería «motivos ocultos» como si Cadan llevara la palabra tatuada en la frente.
– «Si todo va bien.» -Lew soltó el aire por la nariz, su versión de un resoplido de desdén, un gesto que decía más que un monólogo dramático y todo ello basado en el mismo tema-. ¿Y cómo piensas ir hasta allí? ¿En esa cosa de ahí fuera? -Se refería a la bici-. Porque no te voy a devolver las llaves del coche, ni el carné de conducir. Así que no creas que un trabajo cambiará las cosas.
– No te estoy pidiendo que me devuelvas las llaves, ¿no? -dijo Cadan-. No te estoy pidiendo el carné. Iré caminando. O en bici si es necesario. No me importa qué imagen dé. Hoy he ido en bici, ¿no?
Otra vez el resoplido. Cadan deseó que su padre dijera lo que pensaba en lugar de telegrafiárselo siempre a través de expresiones faciales y sonidos no tan sutiles. Si Lew Angarrack se decidiera y declarara «chico, eres un perdedor», Cadan al menos tendría algo para pelearse con él: fracasos como hijo frente a fracasos distintos como padre. Pero Lew siempre tomaba una vía indirecta y, por lo general, el vehículo que utilizaba era el silencio, la respiración fuerte y -como mucho- comparaciones directas entre Cadan y su hermana. Ella era Madlyn la santa, naturalmente, una surfista de talla mundial, directa a la cima. Hasta hacía poco, claro.
Cadan se sentía mal por su hermana y por lo que le había pasado, pero una pequeña parte repugnante de él se alegraba. A pesar de ser una cría, llevaba demasiados años haciéndole sombra.
– ¿Eso es todo, entonces? Nada de «bien hecho, Cade» o «felicidades»; ni siquiera «vaya, por una vez me has sorprendido». He encontrado trabajo y me van a pagar bien, por cierto, pero a ti no te importa una mierda porque… ¿qué? ¿No es lo bastante bueno? ¿No tiene nada que ver con el surf? Es…
– Ya tenías trabajo, Cade, y la fastidiaste. -Lew apuró el resto del café y llevó la taza al fregadero. Allí, la fregó igual que fregaba todo. Fuera manchas, fuera gérmenes.
– Vaya idiotez -dijo Cadan-. Trabajar para ti siempre fue una mala idea y los dos lo sabemos, aunque no quieras reconocerlo. No soy una persona que se fije en los detalles. Nunca lo he sido. No tengo la… No lo sé… La paciencia o lo que sea.
Lew secó la taza y la cuchara, guardó las dos cosas y pasó un paño por la encimera vieja de acero inoxidable llena de arañazos, aunque no tenía ni una miga.
– Tu problema es que quieres que todo sea divertido. Pero la vida no es así y te niegas a verlo.
Cadan señaló afuera, hacia el jardín trasero y el equipo de surf que su padre acababa de lavar.
– ¿Y eso no es divertido? Te has pasado todo el tiempo libre de tu vida cogiendo olas, pero se supone que tengo que verlo como… ¿qué? ¿Una tarea noble como curar el sida? ¿Acabar con la pobreza en el mundo? Me echas la bronca porque hago lo que quiero hacer, pero ¿acaso no has hecho tú lo mismo? No, espera. No contestes. Ya lo sé. Lo que tú haces es preparar a un campeón. Tienes un objetivo. En cambio yo…
– Tener un objetivo no es malo.
– Exacto. No es malo. Y yo tengo el mío. Sólo que no es el mismo que el tuyo. O el de Madlyn. O el que tenía Madlyn.
– ¿Dónde está? -preguntó Lew.
– Ya te he dicho…
– Ya sé lo que me has dicho. Pero alguna idea tendrás de dónde se habrá metido tu hermana si no ha ido a trabajar. La conoces. Y a él. También le conoces a él, en realidad.
– Oye, no me eches la culpa de eso. Ella conocía su reputación, todo el mundo la conoce. Pero no quiso escuchar a nadie. Además, lo que a ti te importa no es dónde está, sino que se haya descarriado. Igual que tú.
– No se ha descarriado.
– Anda que no. ¿Y en qué lugar te deja eso a ti, papá? Depositaste todos tus sueños en ella en lugar de vivir los tuyos.
– Los retomará.
– Yo no apostaría por ello.
– Y no te… -De repente, Lew se calló lo que pensaba decir.
Se quedaron mirándose cada uno desde un extremo de la cocina. Era una distancia de menos de tres metros, pero también era un abismo que se ensanchaba año tras año. Cada uno estaba en su borde respectivo y a Cadan le pareció que algún día uno de los dos se despeñaría.
Selevan Penrule se tomó su tiempo para llegar a la tienda de surf Clean Barrel, tras decidir rápidamente que sería indecoroso marcharse corriendo del Salthouse Inn en cuanto se corrió el rumor sobre Santo Kerne. Tenía motivos para salir disparado, pero sabía que no daría muy buena impresión. Además, a su edad, ya no podía salir disparado a ninguna parte. Demasiados años ordeñando vacas, arreando el maldito ganado por los pastos; iba siempre con la espalda encorvada y tenía las caderas molidas. Sesenta y ocho años y se sentía como si tuviera ochenta. Tendría que haber vendido el negocio y abierto el camping de caravanas treinta y cinco años antes, y lo habría hecho si hubiera tenido el dinero, los huevos y la visión necesarios y no una esposa e hijos. Ahora se habían ido todos, la casa se caía a pedazos y él había reconvertido la granja. Sea Dreams, la había llamado. Cuatro hileras perfectas de caravanas del tamaño de una caja de zapatos encaramadas en los acantilados sobre el mar.
Condujo con cuidado. De vez en cuando aparecían perros en los caminos rurales. También gatos, conejos, pájaros. Selevan odiaba la idea de atropellar algo, no tanto por la culpa o la responsabilidad que tal vez sintiera por haber causado una muerte, sino por las molestias que le acarrearía. Tendría que parar y detestaba hacerlo cuando había emprendido una acción. En este caso, la acción era llegar a Casvelyn y entrar en la tienda de surf donde trabajaba su nieta. Quería que Tammy supiera la noticia por él.
Cuando llegó al pueblo aparcó en el embarcadero con el morro de su viejo Land Rover señalando el canal de Casvelyn, un lugar estrecho que en su día conectaba Holsworthy y Launceston con el mar pero que ahora serpenteaba tierra adentro unos once kilómetros antes de terminar abruptamente, como un pensamiento interrumpido. Tendría que cruzar el río Cas para llegar al centro del pueblo, donde estaba la tienda de surf, pero encontrar aparcamiento allí siempre era un gran problema -hiciera el tiempo que hiciese y en cualquier época del año- y, de todos modos, le apetecía pasear. Mientras caminaba por la carretera en forma de media luna que definía el extremo suroccidental del pueblo, tendría tiempo para pensar. Debía encontrar un enfoque que transmitiera la información y le permitiera juzgar la reacción de la chica. Porque para Selevan Penrule, lo que Tammy decía que era y lo que Tammy era en realidad eran dos cosas totalmente opuestas. Sólo que ella aún no lo sabía.
Se bajó del coche y saludó con la cabeza a varios pescadores que fumaban bajo la lluvia, sus embarcaciones descansando en el muelle. Habían entrado desde el mar a través de la esclusa del canal que había al final del puerto y ofrecían un contraste marcado con los barcos y los tripulantes que llegarían a Casvelyn a principios de verano. Selevan prefería mucho más a este grupo que a los que se presentarían con el buen tiempo. Él vivía del turismo, cierto, pero no tenía por qué gustarle.
Puso rumbo al centro del pueblo, caminando por una calle de tiendas. Se detuvo a pedir un café para llevar en Jill's Juices y luego otra vez para comprar un paquete de Dunhills y un tubo de caramelos de menta en el Pukkas Pizza Etcetera (enfatizaban el «etcétera» porque sus pizzas eran malísimas), punto donde la carretera giraba hacia la playa. Desde allí subía lentamente hasta la parte de arriba del pueblo y la tienda de surf Clean Barrel se encontraba en una esquina a medio camino, justo en una calle que contaba con una peluquería, una discoteca destartalada, dos hoteles venidos a menos y un local de fish and chips para llevar.
Se terminó el café antes de llegar a la tienda. No había ninguna papelera cerca, así que dobló la taza de cartón y se la guardó en el bolsillo del chubasquero. Delante de él, vio a un joven con un corte de pelo estilo Julio César que conversaba seriamente con Nigel Coyle, el propietario de Clean Barrel. Sería Will Mendick, pensó Selevan. Había puesto muchas esperanzas en Will, pero de momento no se habían materializado. Oyó que Will le decía a Nigel Coyle:
– Reconozco que me equivoqué, señor Coyle. No tendría que haberlo sugerido siquiera. Pero no lo había hecho nunca.
– No se te da muy bien mentir, ¿verdad? -respondió Coyle antes de alejarse con las llaves del coche tintineando en la mano.
– Que te den, tío -replicó Will-. Que te den por saco. -Y cuando Selevan se acercó a él dijo-: Hola, señor Penrule. Tammy está dentro.
Selevan encontró a su nieta reponiendo un estante de folletos de colores vistosos. La observó como siempre hacía, como si fuera una especie de mamífero que no hubiera visto nunca. La mayor parte de lo que veía no le gustaba. Era un saco de huesos vestido de negro: zapatos negros, medias negras, falda negra, jersey negro. El pelo demasiado fino y demasiado corto y sin un poco de esa cosa pegajosa siquiera para darle un aspecto distinto al que tenía: una mata de pelo sin vida sobre el cráneo.
Selevan podría soportar que la chica fuera un saco de huesos y vistiera de negro si diera la más mínima señal de ser normal. Los ojos perfilados en negro y aretes plateados en las cejas y los labios y una tachuela en la lengua; lo entendía. A ver, no le gustaba, pero lo entendía: era lo que estaba de moda entre ciertos jóvenes de su edad. Ya entrarían en razón, cabía esperar, antes de desfigurarse por completo. Cuando cumplieran veintiuno o veinticinco años y descubrieran que los trabajos remunerados no llamaban a sus puertas se enmendarían, como había hecho el padre de Tammy. ¿Y qué era ahora? Teniente coronel del ejército destinado en Rhodesia o donde fuera, porque Selevan siempre le perdía la pista -y para él siempre sería Rhodesia, daba igual como quisiera llamarse el país-, con una carrera distinguida por delante.
Pero ¿Tammy? «¿Podemos mandártela, papá?», le había preguntado a Selevan el padre de la chica. Su voz a través del teléfono sonaba tan real como si estuviera en la habitación de al lado y no en un hotel de África donde había aparcado a su hija antes de meterla en un avión con destino a Inglaterra. ¿Y qué iba a contestar su abuelo? Ya tenía el billete. Ya estaba en camino. «Podemos mandártela, ¿verdad, papá? Este ambiente no es adecuado para ella. Ve demasiadas cosas. Creemos que el problema es ése.»
El propio Selevan tenía su propia idea de cuál era el problema, pero le gustaba pensar que un hijo confiaba en la sabiduría de su padre. «Mándamela -le dijo Selevan a David-. Pero a ver, si va a quedarse conmigo no voy a permitir ninguna de sus tonterías. Comerá cuando toque y recogerá su plato y…»
Eso, le dijo su hijo, no sería ningún problema.
Cierto. La chica apenas dejaba rastro tras ella. Si Selevan pensaba que le causaría alguna molestia, acabó aprendiendo que los problemas que ocasionaba venían de que no daba ningún problema. No era normal, y ése era el quid de la cuestión. Porque, maldita sea, era su nieta. Y eso significaba que se suponía que tenía que ser normal.
Tammy colocó el último folleto en su lugar y ordenó el estante. Retrocedió un paso, como para ver el efecto, justo cuando Will Mendick entraba en la tienda.
– Nada bueno, joder. Coyle no quiere que vuelva -le dijo a Tammy. Y luego a Selevan-: Hoy llega pronto, señor Penrule.
Tammy se dio la vuelta al oír aquello.
– ¿No has oído mi mensaje, yayo?
– No he pasado por casa -respondió Selevan.
– Vaya. Yo… Will y yo queríamos ir a tomar un café después de cerrar.
– ¿Eso queríais? -Selevan se puso contento. Tal vez, pensó, había juzgado mal el interés de Tammy por el joven.
– Iba a llevarme a casa después. -Luego frunció el ceño y pareció percatarse de que era demasiado pronto de todos modos para que su abuelo fuera a recogerla para llevarla a casa. Miró el reloj que colgaba de su muñeca delgada.
– Vengo del Salthouse Inn -dijo Selevan-. Ha habido un accidente en Polcare Cove.
– ¿Estás bien? -le preguntó-. ¿Has chocado con algún coche o algo? -Parecía preocupada y aquello complació a Selevan. Tammy quería a su abuelo. Tal vez fuera seco con ella, pero nunca se lo tenía en cuenta.
– Yo no -contestó él, y entonces comenzó a examinarla detenidamente-. Ha sido Santo Kerne.
– ¿Santo? ¿Qué le ha pasado?
¿Había subido la voz? ¿Era pánico? ¿Una forma de protegerse de una mala noticia? Selevan quería pensar que sí, pero el tono de su voz no cuadraba con la mirada que intercambió con Will Mendick.
– Cayó del acantilado, por lo que tengo entendido -dijo-. En Polcare Cove. La doctora Trahair ha llegado al hostal con un excursionista para avisar a la policía. Este tipo, el excursionista, ha encontrado el cuerpo.
– ¿Está bien? -preguntó Mendick.
Y al mismo tiempo Tammy dijo:
– Pero Santo está bien, ¿verdad?
Definitivamente a Selevan le complació aquello: la urgencia en las palabras de Tammy y lo que indicaba aquella urgencia sobre sus sentimientos. Daba igual que Santo Kerne fuera el objeto más despreciable en que una chica joven pudiera depositar sus afectos. Que hubiera afecto era una señal positiva y Selevan Penrule había permitido a Kerne entrar en su propiedad en Sea Dreams justo por ese motivo: para que tuviera un atajo a los acantilados o al mar, ¿quién sabía lo que podía despertar en el corazón de Tammy? Ése era el objetivo, ¿verdad? Tammy, el despertar de algo y una distracción.
– No lo sé -le dijo Selevan-. Esa tal doctora Trahair entró y le dijo a Brian del Salthouse que Santo Kerne había caído en las rocas de Polcare Cove. Es lo único que sé.
– No pinta bien -dijo Will Mendick.
– ¿Estaba haciendo surf, yayo? -preguntó Tammy. Pero no miró a su abuelo cuando habló. No apartó los ojos de Will.
Aquello hizo que Selevan mirara más detenidamente al joven. Vio que Will respiraba de una forma extraña, como un corredor, pero había palidecido. Normalmente era un chico de rostro rubicundo, así que cuando se quedaba blanco se notaba mucho.
– No sé qué estaba haciendo -dijo Selevan-. Pero le ha pasado algo, eso seguro. Y tiene mala pinta.
– ¿Por qué? -preguntó Will.
– Porque no habrían dejado al chico solo en las rocas si sólo estuviera herido y no… -Se encogió de hombros.
– ¿Muerto? -dijo Tammy.
– ¿Muerto? -repitió Will.
– Ve, Will -dijo Tammy.
– ¿Pero cómo voy a…?
– Ya se te ocurrirá algo. Tú ve. Ya tomaremos un café otro día.
Al parecer, eso fue lo único que necesitó el chico. Will se despidió de Selevan con la cabeza y se dirigió hacia la puerta. Tocó el hombro de Tammy cuando pasó a su lado.
– Gracias, Tam -le dijo-. Te llamaré.
Selevan intentó interpretar aquello como una señal positiva.
Estaba oscureciendo deprisa cuando la inspectora Bea Hannaford llegó a Polcare Cove. Se encontraba comprando unas botas de fútbol para su hijo cuando la llamaron al móvil y terminó la adquisición sin dar a Pete la oportunidad de señalar que no se había probado todos los modelos disponibles, como hacía habitualmente. Le dijo: «Las compramos ahora o vuelves luego con tu padre», y aquello bastó. Su padre le obligaría a quedarse con las más baratas y no admitiría ninguna discusión al respecto.
Salieron de la tienda a toda prisa y corrieron bajo la lluvia hasta el coche. Llamó a Ray mientras conducía. Esta noche no le tocaba quedarse con Pete, pero Ray fue flexible. También era policía y conocía las exigencias del trabajo. Se reuniría con ellos en Polcare Cove, le dijo. «¿Un suicida?», le había preguntado. «Todavía no lo sé», había contestado ella.
Los cadáveres al pie de un acantilado no eran algo raro en esta parte del mundo. La gente cometía la estupidez de subir hasta la cumbre, se acercaba demasiado al borde y caía o saltaba. Si la marea estaba alta, a veces nunca encontraban el cuerpo. Si estaba baja, la policía tenía la oportunidad de averiguar cómo había llegado hasta allí.
– Seguro que hay mogollón de sangre -estaba diciendo Pete con entusiasmo-. Seguro que se ha abierto la cabeza como una sandía y las entrañas y el cerebro están desparramados por todo el suelo.
– Peter.
Bea le lanzó una mirada. Estaba repantigado contra la puerta, con la bolsa de plástico de las botas pegada al pecho como si creyera que alguien iba a arrebatársela. Llevaba ortodoncia y tenía granos en la cara, la maldición de un joven adolescente, recordó Bea, aunque ella había pasado su adolescencia hacía ya cuarenta años. Mirándolo ahora a sus catorce años, le resultaba imposible imaginar al hombre que podría llegar a ser algún día.
– ¿Qué? -le preguntó él-. Has dicho que alguien ha caído por el acantilado. Seguro que cayó de cabeza y se aplastó el cráneo. Seguro que se tiró. Seguro…
– No hablarías así si hubieras visto a alguien que ha caído.
– Brutal -musitó Pete.
Lo hacía a propósito, pensó Bea, intentaba provocar una pelea. Estaba enfadado por tener que ir a casa de su padre y más enfadado aún porque habían trastocado sus planes, que consistían en el raro lujo de cenar pizza y ver un DVD. Había elegido una película sobre fútbol que su padre no estaría interesado en ver con él, a diferencia de su madre. Bea y Pete eran iguales cuando de fútbol se trataba.
Decidió dejar que se le pasara el enfado sin replicarle. No tenía tiempo de ocuparse del tema y, de todos modos, el chico tenía que aprender a aceptar que se produjera un cambio de planes, porque ningún plan era nunca inamovible.
Cuando al fin llegaron a las inmediaciones de Polcare Cove, llovía a cántaros. Bea Hannaford no había estado nunca en aquel lugar, así que miró por el parabrisas y avanzó lentamente por el sendero, que descendía a través de un bosque con una serie de curvas pronunciadas antes de salir de los árboles en ciernes, volver a subir por tierras de labranza definidas por setos y bajar una última vez hacia el mar. Aquí, el paisaje se abría y formaba una pradera en cuyo extremo noroccidental había una cabaña color mostaza con dos edificios anexos, la única vivienda del lugar.
En el sendero, un coche patrulla sobresalía parcialmente de la entrada de la cabaña y había otro coche de policía justo enfrente, delante de un Opel blanco aparcado cerca de la casa. Bea no paró porque con ello habría bloqueado la carretera y sabía que llegarían muchos vehículos más que necesitarían acceder a la playa antes de que terminara el día. Siguió avanzando hacia el mar y encontró lo que pretendía ser un aparcamiento: un trozo de tierra agujereada como un queso gruyer. Se detuvo allí.
Pete alargó la mano para abrir la puerta.
– Espera aquí -le dijo su madre.
– Pero quiero ver…
– Pete, ya me has oído. Espera aquí. Tu padre está de camino. Si llega y no estás en el coche… ¿Hace falta que siga?
Pete se dejó caer en el asiento, enfurruñado.
– No pasaría nada por mirar. Y esta noche no me toca quedarme con papá.
Ah. Ahí estaba. El niño sabía elegir el momento, igualito que su padre.
– Flexibilidad, Pete -dijo ella-. Sabes muy bien que es la clave de cualquier juego, incluido el juego de la vida. Ahora espera aquí.
– Pero mamá…
Lo atrajo hacia ella y le dio un beso brusco en la cabeza.
– Espera aquí -le dijo.
Un golpecito en la ventanilla captó su atención. Era un agente vestido con ropa de lluvia, tenía gotas de agua en las pestañas y una linterna en la mano. No estaba encendida, pero pronto la necesitarían. Bea salió al viento racheado y la lluvia, se subió la cremallera de la chaqueta, se puso la capucha y dijo:
– Soy la inspectora Hannaford. ¿Qué tenemos?
– Un chaval. Está muerto.
– ¿Un suicidio?
– No. Tiene una cuerda atada al cuerpo. Imagino que cayó del acantilado mientras hacía rápel. Todavía lleva un anclaje en la cuerda.
– ¿Quién está arriba en la cabaña? Hay otro coche patrulla.
– El sargento de guardia de Casvelyn. Está con los dos que encontraron el cuerpo.
– Enséñeme qué tenemos. ¿Cómo se llama, por cierto?
El hombre se presentó como Mick McNulty, agente de la comisaría de Casvelyn. Sólo dos policías trabajaban allí: él y el sargento. Era lo habitual en el campo.
McNulty caminaba en primer lugar. El cadáver estaba a unos treinta metros de las olas, pero a una buena distancia del acantilado del que debía de haber caído. El agente había tenido el aplomo de cubrir el cuerpo con un plástico azul intenso y la previsión de disponerlo de manera que -con la ayuda de las rocas- no tocara el cadáver.
Bea asintió y McNulty levantó el plástico para mostrarle el cuerpo mientras seguía protegiéndolo de la lluvia. Con el viento, el plástico crujió y se agitó como una vela azul. Bea se puso en cuclillas, levantó la mano para coger la linterna y enfocó con la luz al joven, que estaba boca arriba. Era rubio, con mechas claras por el sol, y el pelo se le rizaba como el de un querubín alrededor de la cara. Tenía los ojos azules y sin vida y la piel rozada por haberse golpeado con las rocas al caer. También tenía magulladuras -un ojo morado-, pero parecía una herida antigua. Se había vuelto amarilla a medida que había ido curándose. Iba vestido para hacer escalada: todavía llevaba el arnés abrochado alrededor de la cintura con al menos dos docenas de cachivaches metálicos colgando de él, y tenía una cuerda enrollada en el pecho que seguía atada a un mosquetón. Pero a qué había atado el mosquetón… Esa era la pregunta.
– ¿Quién es? -preguntó Bea-. ¿Le hemos identificado?
– No lleva nada encima.
La inspectora miró hacia el acantilado.
– ¿Quién ha movido el cuerpo?
– Yo y el tipo que lo ha encontrado. Era eso o arrastrarlo, jefa -explicó rápidamente, no fuera que le soltara una reprimenda-. Yo solo no podría haberlo movido.
– Pues nos quedaremos con su ropa. Y con la de él. ¿Dice que está arriba en la cabaña?
– ¿Mi ropa?
– ¿Qué esperaba, agente? -Bea sacó el móvil y abrió la tapa. Miró la pantalla y suspiró. No había cobertura.
Al menos el agente McNulty llevaba una radio en el hombro y le dijo que lo dispusiera todo para que mandaran cuanto antes a un patólogo del Ministerio del Interior. Sabía que no sería pronto, porque el patólogo tendría que venir desde Exeter, y eso si se encontraba allí y no encargándose de otro asunto. La tarde iba a ser larga y la noche, más aún.
Mientras McNulty llamaba por radio como le había ordenado, Bea miró el cuerpo una vez más. Era un adolescente. Era muy guapo. Estaba en forma, era musculoso. Iba vestido para practicar escalada, pero como muchos escaladores de su edad no llevaba casco. Quizá le habría salvado la vida, pero podría no haber servido de nada. Sólo la autopsia podría revelarlo.
Su mirada se desvió del cadáver al acantilado. Vio que el camino de la costa -una ruta senderista de Cornualles que comenzaba en Marsland Mouth y terminaba en Cremyll- describía un corredor que serpenteaba desde el aparcamiento hasta la cima de este acantilado, igual que a lo largo de la mayor parte de la costa de Cornualles. El escalador que yacía a sus pies tenía que haber dejado algo allí arriba. Algo que sirviera para identificarle era de esperar. Un coche, una moto, una bici. Estaban en medio de la nada y era imposible creer que había llegado allí a pie. Pronto sabrían quién era, pero alguien tendría que subir a ver.
– Tendrá que subir a ver si se ha dejado algo en la cima del acantilado -dijo Bea al agente McNulty-. Pero vaya con cuidado. Ese sendero debe de ser matador con la lluvia.
Intercambiaron una mirada por la palabra elegida: matador. Era demasiado pronto para decirlo, pero acabarían averiguándolo.