Fazio y Montalbano tuvieron que echar mano de palabras alternadas con empujones, gestos de apaciguamiento y chirrido de esposas para calmar a la bestia desatada. Después, Miccichè, que desde hacía cinco minutos permanecía inmóvil con la cabeza entre las manos, concentrado en su intento de recordar, empezó a decir en voz baja:
– Espere… Espere…
– El golpe le está haciendo recuperar la memoria -le susurró el comisario a Fazio.
– Espere… Me parece que fue el mismo día que… Sí… Sí…
Volvió a levantarse de un salto, pero tanto Montalbano como Fazio se apresuraron a echársele encima e inmovilizarlo. A esas alturas, ya habían aprendido la técnica.
– ¡Pero si yo sólo quería llamar a mi mujer!
– Si es por eso… -dijo el comisario.
Fazio le alargó el teléfono. Miccichè marcó un número, pero estaba demasiado nervioso y se equivocó, le contestó una charcutería, marcó otra vez y volvió a equivocarse.
– Se lo marco yo -se ofreció Fazio.
Miccichè le dio el número, sosteniendo el auricular en la mano.
– ¿Carmelina? Soy yo. ¿Recuerdas que hace seis años nuestro hijo Michilino se rompió una pierna? No te preocupes de por qué te lo pregunto, contesta sí o no. ¿Lo recuerdas? ¿No recuerdas si fue hace seis años? Piénsalo bien. ¿Fue hace seis años? ¿Sí? ¿Y no ocurrió un doce de octubre? ¿Sí?
Colgó.
– Ahora lo voy recordando todo. Como había regresado a casa temprano, me tumbé en la cama y me quedé dormido. Después me despertó Carmelina llorando. Michilino había caído con la bicicleta y se había roto la pierna. Lo llevé al hospital de Montelusa. Mi mujer me acompañó. Nos quedamos en el hospital hasta la noche. Pueden comprobarlo.
– Es lo que vamos a hacer -aseguró Fazio.
Intercambió una mirada con Montalbano.
– Usted por ahora ya puede irse -dijo el comisario.
– Gracias. ¡Voy a romperle la cara a Spitaleri, aun a costa de perder el trabajo!
Y abandonó el despacho enseñando los dientes.
– Parece recién escapado de una jaula del zoo -comentó Fazio.
– ¿Por qué, en tu opinión, el aparejador no le dijo nada del homicidio? -preguntó el comisario.
– Porque está claro que Spitaleri, que ya se había ido, no podía saber que el hijo de Miccichè se había roto una pierna. Estaba convencido de que no tenía ninguna coartada.
– En resumen, Miccichè lo ha comprendido muy bien: Spitaleri quería liarlo. Pero la pregunta es: ¿por qué?
– Quizá piensa que en el asunto puede estar implicado Dipasquale. Y a Spitaleri le interesa más Dipasquale, que debe de saber un montón de cosas acerca de él, que un pobre desgraciado como Miccichè.
– Ya.
– ¿Qué hago? ¿Vuelvo a convocar a Dipasquale?
– ¿Acaso tienes alguna duda al respecto?
Y de esa manera, el capataz también acabó formando parte de la partida.
Antes de irse a comer a la trattoria de Enzo, el comisario se detuvo delante del trastero de Catarella, que al verlo se cuadró de inmediato.
– ¡Descanse! ¿Cómo ha acabado la historia de los ventiladores?
– No hay, dottori. Ni siquiera en Montelusa. Dicen que llegarán dentro de tres o cuatro días.
– Justo el tiempo necesario para asarnos al punto.
Catarella acompañó a Montalbano a la salida y se quedó mirándolo.
El calor que brotó del interior del vehículo en cuanto abrió la portezuela le quitó el valor de subir. Quizá fuera mejor ir a pie hasta la trattoria de Enzo, a un cuarto de hora de camino, naturalmente por la acera de la sombra.
– Dottori, pero ¿qué hace? ¿Se va a pie?
– Sí.
– Espere un momento.
Catarella entró en la comisaría y salió agitando una gorrita verde con una visera de jugador de béisbol. Se la ofreció.
– Póngase isto, que li protegerá la cabeza.
– ¡Pero, hombre, por Dios!
– ¡Dottori, que si pilla una insulación…!
– Mejor una insolación que parecer uno de esos que van a las concentraciones nacionalistas de la Liga Norte en Pontida.
– ¿Uno qui va adónde, dottori?
– Déjalo.
Cuando llevaba unos cinco minutos caminando con la cabeza gacha, oyó una voz:
– ¿Tú comprar?
Levantó los ojos. Era un árabe que vendía gafas de sol, sombreros de paja y trajes de baño. Pero el hombre sostenía a la altura de la cara un artilugio que llamó la atención del comisario: una especie de pequeño ventilador de bolsillo que debía de funcionar con pilas.
– Dame eso -le dijo, señalándolo.
– Eso es mío de mí.
– ¿No tienes otro?
– No.
– Venga, ¿cuánto quieres por él?
– Cincuenta euros.
Bueno, cincuenta euros debía de ser mucho.
– Pongamos treinta.
– Cuarenta.
Montalbano pagó los cuarenta euros, tomó el pequeño ventilador y reanudó su camino, manteniéndolo muy cerca de la cara. Resultaba increíble, pero refrescaba que daba gusto.
Sin embargo, en la mesa quiso comer ligero, sólo un segundo plato. Pero fue el pequeño ventilador el que le permitió dar su habitual paseo por el muelle y quedarse un rato sentado en la roca plana.
El artilugio disponía de una pinza. El comisario lo ajustó al borde del escritorio. No cabía la menor duda: proporcionaba un mínimo alivio al calor del despacho.
– ¡Catarella!
– ¡Hay qui ver el ingenio del hombre! -comentó admirado al ver el ventilador.
– ¿Está Fazio?
– Sí, siñor.
– Dile que venga.
Fazio también lo felicitó por el aparatito.
– ¿Cuánto le ha costado?
– Diez euros. -Le hubiera avergonzado confesar la verdad.
– ¿Dónde lo ha comprado? Yo también quiero uno.
– A un árabe que pasaba por la calle. Por desgracia, sólo tenía éste.
Sonó el teléfono.
Era el doctor Pasquano. El comisario pulsó la tecla del altavoz para que Fazio también escuchara.
– Montalbano, ¿se encuentra bien?
– Sí. ¿Por qué?
– Como esta mañana no me ha tocado los cojones, estaba empezando a preocuparme.
– ¿Ha practicado la autopsia?
– ¿Por qué lo llamaría si no? ¿Para oír su melodiosa voz que enamora?
El hecho de que lo llamara significaba que había descubierto algo importante.
– Usted dirá.
– Bueno, la chica había digerido por completo, pero no evacuado, todo lo que había comido. Por consiguiente, o la mataron sobre las seis de la tarde o sobre las once de la noche.
– Creo que sobre las seis de la tarde.
– Eso es cosa suya.
– ¿Qué más?
Al doctor no le gustaba tener que decir aquello:
– Me he equivocado.
– ¿En qué?
– La chica era virgen. Sin el menor asomo de duda.
Montalbano y Fazio se miraron alucinados.
– ¿Eso qué significa?
– ¿No sabe qué significa virgen? Bueno, debe usted saber que las mujeres que todavía no han…
– Me ha entendido muy bien, doctor.
Montalbano no estaba para bromas, pero Pasquano no contestó.
– Si la chica murió virgen, eso quiere decir que el móvil del homicidio fue otro.
– Usted es un campeón olímpico, ¿sabe, Montalbano?
El comisario se quedó estupefacto.
– Explíquese mejor.
– Usted es un campeón de los cien metros libres.
– ¿Por qué?
– Está corriendo demasiado, amigo mío. Va demasiado rápido. No es propio de usted llegar inmediatamente a una conclusión. ¿Qué le ocurre?
«Me ocurre que me he vuelto viejo -pensó con amargura-, y quiero terminar enseguida una investigación que ya me pesa demasiado.»
– Bueno pues -continuó Pasquano-. Confirmo que, en el momento de su muerte, la chica se encontraba en la posición que le dije.
– Entonces, ¿querría decirme por qué el asesino le hizo adoptar esa posición tras haberla obligado a desnudarse si no era para tirársela?
– No hemos encontrado la ropa y, por consiguiente, no sabemos si el asesino la obligó a desnudarse antes o la desnudó él después. En cualquier caso, la cuestión de la ropa carece de importancia, Montalbano.
– ¿Usted cree?
– ¡Pues claro! ¡Como también carece de importancia el hecho de que empaquetara el cuerpo y lo guardara en el baúl!
– ¿No lo hizo para esconderlo?
– Montalbano, ¿sabe que lo encuentro muy bajo de forma?
– Quizá sea la edad, doctor.
– Pero ¡¿cómo?! ¿El asesino se habría tomado la molestia de guardar el cadáver en el baúl, dejando a dos metros de distancia un charco de sangre tan grande que parecía un lago?
– Pues entonces, según usted, ¿por qué la introdujo en el baúl?
– Con todos los homicidas que han pasado por sus manos, ¿viene a preguntármelo a mí? ¡Pues para ocultársela a sí mismo, mi querido amigo, no a nosotros! Es una especie de eliminación concreta e inmediata.
Pasquano tenía razón.
¿Cuántos eran los asesinos ocasionales que cubrían el rostro de la víctima, sobre todo si era una mujer, con cualquier cosa que tuvieran a mano, un trapo, una toalla, una sábana?
– Usted debe partir del único punto fijo que tenemos -prosiguió el doctor-, y que es la posición de la chica cuando el asesino la degolló. Si lo piensa un poco, verá que…
– Comprendo lo que quiere decir.
– Pues si finalmente lo ha comprendido, dígamelo.
– Que quizá en el último momento el asesino no tuvo el valor de violarla y entonces experimentó un arrebato irresistible y sacó la navaja.
– Que, tal como nos explican en las clases de psicoanálisis, es un sustituto del miembro. Bravo.
– ¿He aprobado el examen?
– Pero podría haber otra hipótesis -añadió Pasquano.
– ¿Cuál?
– La de que el asesino la hubiera sodomizado.
– Dios mío -murmuró Fazio.
– Pero ¿cómo? -se rebeló el comisario-. ¡Usted se pasa media hora aturdiéndome con su palabrería y sólo en el último momento se digna decirme lo que tendría que haberme dicho al principio!
– Es que no estoy seguro al cien por cien. No me ha sido posible establecerlo con seguridad. Ha pasado demasiado tiempo. Pero a juzgar por ciertos detalles mínimos, me inclinaría a decir que sí. Repito: me inclinaría, en condicional.
– En resumen, no se atreve a pasar del condicional a un tiempo verbal como dios manda.
– Sinceramente, no.
– Lo peor no se acaba nunca -dijo Fazio con amargura cuando el comisario colgó.
Montalbano se había quedado pensativo.
– Dottore, ¿recuerda que me dijo que, cuando atrapáramos al asesino, usted quería partirle la cara?
– Sí. Y lo confirmo.
– ¿Me permite participar de la fiesta?
– Serás bienvenido. ¿Has convocado a Dipasquale?
– Para las seis de esta tarde, cuando termine en la obra.
Cuando Fazio iba a abandonar el despacho, sonó de nuevo el teléfono.
– Dottori, istá al tilífono el fiscal Dommaseo.
– Pásamelo.
– Escucha tú también -le dijo el comisario a Fazio volviendo a pulsar la tecla del altavoz.
– ¿Montalbano?
– ¿Dottore?
– Quería informarle que estuve en casa de los señores Morreale para comunicarles la atroz noticia. -Voz dolida y emocionada.
– Hizo usted muy bien, dottore.
– Fue terrible, ¿sabe?
– Me lo imagino.
Pero Tommaseo quería contarle el calvario que había sufrido.
– La pobre señora Francesca, la madre, se desmayó. El padre ni le digo; se puso a pasear por la casa delirando y tampoco podía sostenerse en pie.
Tommaseo esperaba algún comentario de Montalbano, el cual satisfizo su deseo.
– ¡Vaya, pobrecitos!
– Se habían pasado todos estos largos años esperando que su hija estuviera viva… Ya sabe lo que se dice. Que la esperanza…
– … es lo último que se pierde -completó el comisario para complacerlo, soltando mentalmente maldiciones por haber pronunciado una frase hecha.
– Justamente, mi querido Montalbano.
– Por consiguiente, no estuvieron en condiciones de reconocer el cadáver.
– ¡Pues lo hicieron, ya ve usted! ¡La difunta es, efectivamente, Caterina Morreale!
Montalbano y Fazio se miraron sorprendidos. ¿Por qué Tommaseo se había sacado de la manga aquel gorjeo de pajarillo cantarín? ¡No era una cosa como para alegrarse!
– Yo mismo me tomé la molestia de acompañar a Adriana en mi coche -prosiguió Tommaseo.
– Perdone, ¿quién es Adriana?
– ¿Cómo que quién es? ¿No fue usted quien me dijo que la víctima tenía una hermana gemela?
Montalbano y Fazio se miraron con incredulidad. Pero ¿qué estaba diciendo aquel tío? ¿Acaso quería corresponder a la broma que le había gastado el comisario?
– Tenía usted razón -declaró Tommaseo, con una voz ahora tan emocionada como si hubiera acertado un número de la lotería-. ¡Una chica verdaderamente espléndida!
¡De ahí el gorjeo!
– Estudia Medicina en Palermo, ¿sabe? Y, por si fuera poco, tiene un temple extraordinario, aunque después del reconocimiento sufrió una pequeña crisis y yo tuve que consolarla.
¡Vaya si el dottor Tommaseo habría estado dispuesto a consolarla con todos los medios a su disposición!
Se despidieron y colgaron.
– ¡Pero no es posible! -exclamó Fazio-. ¿Usía sabía que tenía una hermana gemela?
– Te juro que no. Pero es importante que nos hayamos enterado. Probablemente la difunta le hacía confidencias. ¿Podrías llamar a casa de los Morreale y preguntar si puedo pasarme por allí mañana sobre las diez?
– ¿Aunque estemos a quince de agosto?
– ¿Adónde quieres que vayan? Están de luto.
Fazio se retiró y regresó al cabo de cinco minutos.
– ¿Sabe que se ha puesto al teléfono nada menos que Adriana? Me ha dicho que quizá mejor que no vaya usted a casa, pues sus padres están francamente mal. Ni siquiera están en condiciones de hablar. Me ha propuesto venir ella aquí, a la comisaría a la hora que usted ha dicho.
Mientras esperaba a Dipasquale, llamó a la agencia Aurora.
– ¿Señor Callara? Soy Montalbano.
– ¿Hay alguna novedad, comisario?
– Yo no tengo ninguna. ¿Y usted?
– Pues yo sí.
– Apuesto a que ha informado a la señora Gudrun del descubrimiento del piso ilegal.
– ¡Lo ha adivinado! La llamé en cuanto me recuperé del terrible golpe que sufrí al abrir el baúl. ¡Maldita sea mi curiosidad!
– ¡Qué se le va a hacer, señor Callara! Por desgracia, las cosas ocurrieron así.
– ¡Siempre he sido un chafardero! ¿Sabe que una vez, cuando todavía era un chaval…?
Ahora sólo faltaban las memorias juveniles del señor Callara.
– Me estaba usted diciendo que llamó a la señora Gudrun…
– Ah, sí, pero no le dije nada de esa pobre chica asesinada.
– Hizo bien. ¿Qué decisión ha tomado la señora?
– Me ha pedido que me encargue de los trámites de la regularización y que le envíe los documentos, que ella los firmará.
– Es lo más correcto.
– Sí, pero en el fax que me ha enviado dice que después me hará poderes para la venta. ¿Y sabe qué se me ha ocurrido? Que casi casi que lo compro yo el chalet. ¿A usted qué le parece?
– Usted es agente inmobiliario, a usted le corresponde decidirlo. Hasta pronto.
– Espere. Tengo que decirle otra cosa. Puesto que yo le aconsejaba con toda sinceridad que no vendiera el chalet…
Con toda sinceridad en el sentido de que, si la señora lo vendía, Callara perdería el porcentaje sobre el alquiler.
– … ella me contestó que no quería volver a hablar del asunto.
– ¿Y usted le preguntó por qué?
– Sí, señor. Me dijo que me lo explicaría por escrito. Y justo esta mañana recibo un fax con la explicación de por qué quiere vender. Creo que ese fax puede interesarle a usted.
– ¿A mí?
– Sí, señor. Dice que su hijo Ralf ha muerto.
– ¡¿Cómo?!
– Sí, señor, descubrieron los restos hace aproximadamente un par de meses.
– ¿Los restos? Entonces, ¿la cosa viene de lejos?
– Sí, señor. Parece que Ralf murió mientras regresaba a Colonia con el señor Speciale. Hay también un recorte de periódico alemán con la traducción.
– ¿Cuándo podrá facilitármelo?
– Esta misma tarde cuando cierre el despacho. Paso y se lo dejo al de la entrada.
¿Cómo era posible que hubieran tardado seis años en descubrir el otro cadáver o lo que quedaba de él?