Ya hacía un ratito que habían terminado de comer, pero no hablaban; estaban bebiendo un limoncello digestivo y ahora Montalbano se sentía observado por Adriana, tal como había hecho él con ella en la comisaría.
Para conservar una actitud de cierta seriedad, porque era muy difícil comportarse como si nada teniendo encima aquellos ojos del mismo color del mar, se encendió un pitillo.
– ¿Me da uno, comisario?
Montalbano le ofreció la cajetilla, ella tomó un cigarrillo, se lo colocó entre los labios y se levantó a medias, inclinándose hacia delante para encenderlo con el mechero que él sujetaba.
«¡Sigue pensando que puede ser tu hija!», se ordenó el comisario.
Lo que estaba viendo debido a la posición de la muchacha hizo que empezara a darle vueltas la cabeza. Y debajo del bigote, la piel se le empapó de sudor.
Adriana no podía ignorar que, colocándose de esa manera, él se vería obligado a fisgar en su escote. Así pues, ¿por qué lo había hecho? ¿Para provocarlo? No parecía la clase de chica capaz de montar semejantes números.
¿O quizá lo había hecho pensando que, a aquellas alturas, él había llegado a una edad en que uno ya no miraba tanto a las mujeres? Sí, debía de ser eso.
No había tenido tiempo de hundirse en la melancolía cuando la joven, tras dar un par de caladas, apoyó repentinamente una mano en la suya.
Puesto que Adriana no daba para nada la impresión de tener calor y más bien se la veía tan fresca como la clásica rosa, el comisario se sorprendió al experimentar un contacto tan ardiente. ¿Era la suma de los dos calores, el suyo y el de ella, lo que aumentaba la temperatura? Y si no era eso, ¿a cuántos grados circulaba la sangre de aquella chica?
– La violaron, ¿verdad?
Era la pregunta que Montalbano esperaba de un momento a otro, temiéndola. Se había preparado una buena respuesta, pero ahora se le había ido por completo de la cabeza.
– No.
¿Por qué le dio aquella respuesta? ¿Para no ver apagarse de golpe la luz de la belleza?
– No me dice la verdad.
– Créame, Adriana, la autopsia estableció que…
– ¿… era virgen?
– Sí.
– Peor.
– ¿Por qué?
– Porque entonces la violencia fue todavía más terrible.
La presión de su mano, que ahora quemaba, se intensificó.
– ¿Podemos tutearnos? -preguntó Adriana.
– Si quiere… si quieres…
– Querría confesarte una cosa.
Le soltó la mano, que de pronto se quedó fría, movió la silla para colocarla al lado de la de Montalbano y se sentó. Ahora podía hablar en voz baja, en susurros.
– Violada lo fue; estoy segura. Cuando estábamos en la comisaría, no he querido decirlo delante del otro oficial. Pero contigo es distinto.
– Has comentado que unos minutos antes de aquel dolor en la garganta habías sentido otra cosa.
– Sí. Una sensación de pánico absoluto y total. Una especie de angustia prácticamente existencial. Jamás me había ocurrido.
– Explícamelo mejor.
– De repente, de pie junto al armario, vi reflejada la imagen de mi hermana. Estaba trastornada, aterrorizada. Un instante después me sentí catapultada a una espantosa oscuridad total. Percibía a mi alrededor un ambiente sombrío, viscoso, sin aire, malévolo. Un lugar, mejor dicho, un no lugar en que cualquier horror, cualquier infamia era posible. Quería gritar, pero mi voz carecía de sonido, igual que en las pesadillas. Durante unos segundos me quedé ciega, me tambaleé en el vacío con los brazos extendidos hacia delante, me fallaban las piernas, apoyé las manos en la pared para no caer. Y fue entonces cuando…
Se detuvo; Montalbano no abrió la boca, no se movió. Sólo que ahora el sudor empezó a resbalarle por la frente.
– … fue entonces cuando me sentí robada.
– ¿Cómo? -no pudo por menos que preguntar él.
– Robada a mí misma. Es difícil expresarlo con palabras. Con violencia, con brutalidad, alguien estaba poseyendo mi cuerpo separado de mí para ofenderlo, para humillarlo, para anularlo, para convertirlo en objeto, en una cosa… -La voz se le quebró.
– Ya basta -dijo Montalbano. Y le tomó las manos entre las suyas.
– ¿Fue así?
– Creemos que sí.
Pero ¿cómo era posible que no llorara? Los ojos se le volvieron de un azul oscuro, la arruga junto a la boca se marcó más, pero no lloraba.
¿Qué era lo que le daba aquella fuerza, aquella dureza interior? Tal vez el haber tenido conocimiento de la muerte de Rina en el preciso instante en que ésta moría, mientras sus padres seguían esperando que estuviera viva.
Y a lo largo de todos aquellos años de dolor, el llanto, las lágrimas se habían transformado en una especie de masa sólida, en un grumo rocoso que ya no podía disolverse en un gesto de compasión hacia Rina y hacia sí misma.
– Has dicho que viste la imagen de tu hermana reflejada en el espejo. ¿Eso qué significa?
Adriana esbozó una leve sonrisa.
– Empezó como un juego cuando teníamos cinco años. Estábamos delante de un espejo y nos pusimos a hablar. Pero no directamente: cada una se dirigía a la imagen reflejada de la otra. Después seguimos haciéndolo también de mayores. Cuando teníamos algo serio o secreto que contarnos, nos situábamos delante de un espejo.
Y entonces apoyó un instante la cabeza en el hombro de Montalbano. Y él comprendió que no era para buscar consuelo, sino para aliviar el profundo cansancio que debía de experimentar tras haber hablado con un extraño acerca de algo tan íntimo y secreto.
A continuación la joven se levantó con gesto decidido y consultó el reloj.
– Ya son las tres y media. ¿Nos vamos?
– Como quieras.
Pero ¿no había dicho que podía estar fuera hasta las cinco?
Montalbano se levantó un poco decepcionado y el camarero se acercó con la cuenta.
– Pago yo -dijo Adriana, y sacó el dinero que guardaba en el bolsillo de los vaqueros.
Pero al llegar a la explanada donde habían aparcado, ella no hizo ademán de abrir la puerta de su coche. Montalbano la miró perplejo.
– Vamos con el tuyo.
– ¿Adónde?
– Si me has comprendido, has comprendido también adónde quiero ir, no hace falta que te lo diga.
Pues claro que lo había comprendido. Lo había comprendido muy bien. Pero se estaba comportando como el soldado que no desea ir a la guerra.
– ¿Te parece oportuno?
Ella no contestó y se quedó mirándolo.
Y entonces Montalbano llegó a la conclusión de que, al final, no sabría decirle que no. El soldado iría a la guerra, no había más remedio. Además, el sol le estaba machacando la cabeza, era imposible permanecer allí un solo minuto más, discutiendo al aire libre.
– Muy bien. Sube.
Subir al coche fue como tumbarse encima de una parrilla.
Montalbano echó de menos el pequeño ventilador y Adriana abrió todas las ventanillas.
Durante todo el trayecto ella permaneció con la cabeza recostada contra el respaldo y los ojos cerrados.
El comisario, en cambio, se sentía traspasado por una pregunta: ¿no estaría haciendo una bobada monumental? ¿Por qué había accedido? ¿Sólo porque en la explanada el calor no permitía discutir? Pero ésa era una excusa circunstancial. La verdad es que le encantaba ayudar a aquella chica que…
«… ¡puede ser tu hija!», lo interrumpió su conciencia.
«¡Tú no te entrometas! -replicó enfurecido-. Estaba pensando en una cosa muy distinta: esta pobre chica lleva encima, desde hace seis años, un peso enorme, la percepción exacta de lo que le ocurrió a su hermana, y ahora está encontrando la fuerza de hablar, de librarse de ello. Es justo ayudarla.»
«Eres un hipócrita peor que Tommaseo», dijo la voz de su conciencia.
En cuanto giró para enfilar el caminito de Pizzo, Adriana abrió los ojos. Cuando estaban a punto de pasar por delante de su casa, la joven dijo:
– Para.
No bajó; se quedó mirando desde la ventanilla.
– Desde entonces no hemos vuelto. Sé que papá envía de vez en cuando a una mujer para mantenerla limpia y ordenada, pero no hemos tenido el valor de venir en verano, tal como hacíamos antes. Ya podemos irnos.
Cuando Montalbano se detuvo delante del chalet, la muchacha ya estaba abriendo la puerta del vehículo.
– ¿De veras tienes que hacerlo, Adriana?
– Sí.
El comisario dejó el coche abierto, con las llaves puestas. Total, no había ni un alma.
Pero nada más bajar, Adriana le tomó la mano, la levantó a la altura de su boca, posó un instante los labios en su dorso y siguió sujetándola con fuerza. Él la guió hacia el lado del chalet por donde se podía acceder al piso ilegal. Los de la Científica habían colocado dos tablones para facilitar la entrada. La ventana del cuarto de baño más pequeño estaba cubierta por tiras de papel coloreado, como las que se utilizan en las obras viarias. De una de las tiras colgaba una hoja de papel con timbres y firmas. Era el precinto. El comisario lo quitó todo y entró en primer lugar, diciéndole a la joven que esperara. Encendió la linterna que había llevado y recorrió todas las estancias. Le bastó aquel recorrido de pocos minutos para quedar empapado de sudor. Allí dentro se respiraba una humedad viscosa que producía una sensación de suciedad; el aire espeso y enrarecido quemaba los ojos y la garganta.
Después ayudó a Adriana a saltar por encima del alféizar.
En cuanto entró, ella le quitó la linterna y se dirigió sin el menor titubeo hacia el salón.
«Como si ya hubiera estado aquí», pensó él mientras la seguía.
Adriana se detuvo justo en el umbral del salón e iluminó con la linterna las paredes, los marcos envueltos en nailon y el baúl. Era como si se hubiera olvidado de Montalbano. No hablaba, pero respiraba afanosamente…
– Adriana…
La muchacha no lo oyó y prosiguió con su personal descenso a los infiernos.
Echó a andar, despacio y con incertidumbre. Se acercó al baúl desplazándose un poco a la izquierda, pero después se volvió hacia la derecha, avanzó tres pasos y se detuvo.
Y justo mientras efectuaba ese movimiento, Montalbano, que se encontraba situado casi delante de ella, se dio cuenta de que mantenía los ojos cerrados. La joven estaba buscando un lugar concreto, pero no con la vista, sino con otro sentido desconocido que sólo ella debía de tener.
Al llegar a la izquierda de la puerta cristalera, apoyó las manos en la pared con los brazos extendidos.
– ¡Virgen santa! -exclamó Montalbano, asustado.
¿Estaba asistiendo a una especie de recreación de lo que había ocurrido allí dentro? ¿Sería posible que Adriana estuviera en cierto modo poseída por Rina?
De repente la linterna cayó al suelo. Por suerte, no se apagó.
Adriana se encontraba exactamente en el lugar donde la Científica había localizado el charco de sangre, con el cuerpo sacudido por un incesante temblor.
«¡No es posible, no es posible!», se dijo Montalbano. Su razón se negaba a creer lo que estaba viendo.
De pronto oyó un sonido que lo dejó petrificado. No un llanto, sino un lamento. Un lamento de animal herido de muerte, largo, prolongado, bajo. Procedía de Adriana.
Montalbano pegó un brinco, recogió la linterna, agarró a la muchacha por las caderas y tiró de ella. Pero la joven oponía resistencia, era como si tuviese las manos pegadas a la pared. Entonces el comisario se introdujo entre sus brazos y la pared y le iluminó el rostro, pero ella tenía los ojos cerrados.
De la boca torcida y entreabierta le seguía brotando un lamento y un hilillo de saliva. Trastornado, el comisario la abofeteó dos veces con la mano libre, del derecho y del revés.
Adriana abrió los ojos, lo miró, lo abrazó con fuerza, pegó su cuerpo al suyo, lo empujó contra la pared y lo besó, mordiéndole los labios. El beso se prolongó bastante, mientras Montalbano sentía que el suelo se hundía bajo sus pies y se agarraba a ella casi para no caer.
Después la chica lo soltó, se dio la vuelta, echó a correr hacia la ventana del cuarto de baño y saltó por encima del alféizar. Montalbano la siguió sin tiempo de colocar de nuevo los precintos.
Adriana llegó al coche del comisario, se sentó al volante y lo puso en marcha. Montalbano apenas había tenido tiempo de subir por el otro lado cuando el vehículo salió disparado.
Adriana se detuvo delante de su casa, bajó, fue corriendo a la puerta, buscó en su bolsillo, sacó la llave y entró, dejando la puerta abierta.
Cuando Montalbano entró también, ella ya no estaba.
¿Qué debía hacer? La oyó vomitar en algún sitio.
Entonces salió y rodeó lentamente la casa. El silencio era total; mejor dicho, aparte de los millares de cigarras, reinaba un silencio total. Antaño debía de haber en la parte trasera un campo de cultivo de trigo. Quedaba sólo un almiar alto y estrecho.
Debajo de un matojo de hierba silvestre ya amarillenta, un gorrión rodaba por la hierba: era su manera de lavarse a falta de agua.
A Montalbano le entraron ganas de hacer lo mismo, necesitaba limpiarse también de toda la suciedad que se le había adherido a la piel en el apartamento subterráneo.
Entonces, sin apenas darse cuenta, hizo una cosa que solía hacer de pequeño: se quitó la camisa, los pantalones y los calzoncillos y, desnudo, restregó el cuerpo contra la paja.
Después extendió los brazos al máximo y lo abrazó, tratando de hundir en él la cabeza todo lo posible. Y entretanto se iba abriendo paso hacia el interior del almiar, empujando con todo el peso del cuerpo, moviéndolo de derecha a izquierda y viceversa. Al final empezó a percibir un olor limpio y seco de paja abrasada; lo aspiró a fondo y volvió a aspirarlo hasta percibir también un aroma que probablemente sólo existía en su imaginación, el de la brisa del mar que había conseguido penetrar hasta el compacto interior del almiar y había quedado aprisionado en él. Una brisa marina que tenía un regusto amargo, como quemado por los ardores de agosto.
De repente, medio pajar se le cayó encima y lo cubrió.
Y entonces se quedó así, inmóvil, sintiendo que lo limpiaban todas las briznas de hierba depositadas sobre su piel.
Una vez, siendo niño, había hecho lo mismo, y su tía, que no conseguía encontrarlo, se puso a llamarlo:
– ¡Salvo! ¿Dónde estás, Salvo?
Pero aquélla no era la voz de su tía; era Adriana que lo llamaba, ¡y desde muy cerca, por cierto!
¿Por qué había tenido aquella ocurrencia? ¿Acaso se había vuelto loco? ¿Era el calor lo que le hacía cometer todas esas bobadas? ¿Y ahora cómo iba a resolver la ridícula situación?
– ¿Salvo? Pero ¿dónde estás, Sal…?
¡Seguro que había visto la ropa tirada por el suelo! Comprendió que se estaba acercando.
Lo había descubierto. ¡Virgen santa, menudo papelón! Montalbano cerró los ojos, confiando en volverse invisible. La oyó troncharse de risa, seguramente echando la cabeza atrás tal como había hecho en la comisaría. El corazón empezó a palpitarle cada vez más rápido. Bueno pues, ¿por qué ahora no le daba un buen infarto? Habría sido la solución ideal. Después notó, más fuerte que el olor de la paja abrasada, más fuerte que la brisa del mar, el aroma arrebatador de la piel de Adriana. Se había duchado. Ya debía de encontrarse a pocos centímetros de él.
– Si alargas la mano, te doy la ropa -dijo Adriana.
Montalbano obedeció.
– Ahora me pongo de espaldas; quédate tranquilo -añadió.
Sólo que su risa siguió humillándolo mientras él, muerto de vergüenza, se vestía de nuevo.
– Se me ha hecho tarde -dijo Adriana cuando estaban a punto de subir al coche-. ¿Me dejas conducir?
La joven había comprendido que, en cuestión de pisar el acelerador, Montalbano no daba la talla.
Durante todo el trayecto, muy corto puesto que en un santiamén llegaron a la explanada que había delante de la trattoria, ella mantuvo la mano derecha apoyada en su rodilla, conduciendo sólo con la izquierda. ¿Fue a causa de esa manera de conducir o bien a causa del bochorno por lo que el comisario acabó empapado de sudor?
– ¿Estás casado?
– No.
– ¿Tienes novia?
– Sí, pero no vive en Vigàta. -Pero ¿por qué se lo decía?
– ¿Cómo se llama?
– Livia.
– ¿Dónde vives?
– En Marinella.
– Dame el teléfono de tu casa.
Montalbano se lo dijo y ella lo repitió.
– Memorizado.
Habían llegado. El comisario abrió la puerta. Se quedaron mirándose a los ojos un momento. Adriana se inclinó y lo besó muy suavemente.
– Gracias.
El comisario la miró mientras se alejaba derrapando.
Decidió no pasar por la comisaría e irse directamente a Marinella. Ya eran casi las seis cuando, con el bañador puesto, abrió la puerta cristalera que daba a la galería. Y allí se encontró con dos muchachos y una chica; los tres veinteañeros se habían pasado claramente todo el día en la galería, habían comido y bebido, y se habían desnudado para bañarse. En la playa todavía quedaban decenas de personas disfrutando de los últimos rayos del sol.
Pero la arena estaba llena de papeles, restos de comida, cajas, botellas… en resumen, un auténtico vertedero. Y en un vertedero se había convertido también la galería: en el suelo había todo un revoltijo de colillas de cigarrillo y porros, latas de cerveza y Coca-Cola.
– Antes de iros, limpiadlo todo -dijo Montalbano, bajando por la escalerita para acercarse a la orilla.
– Sí, pero tú límpiate el culo -replicó uno de los jóvenes a su espalda.
El otro chico y la chica se echaron a reír.
Habría podido hacer la vista gorda, pero decidió dar media vuelta y regresar muy despacio.
– ¿Quién ha hablado?
– Yo -contestó el más fornido y con más pinta de prepotente.
– Baja.
El chico miró a sus amigos.
– Le arreglo las cuentas al viejo y vuelvo.
Sonoras carcajadas.
El muchacho se le colocó delante con las piernas separadas, se preparó y le soltó un guantazo diciendo:
– Ve a bañarte, abuelo.
Montalbano lo paró y lanzó un izquierdazo que el otro esquivó, por lo que el derechazo, como era de prever, lo alcanzó en pleno rostro y lo hizo tambalearse hacia atrás, medio desmayado. No había sido un puñetazo sino un mazazo. Las carcajadas de los otros dos enmudecieron de golpe.
– Cuando regrese, tiene que estar todo limpio.
Hubo de adentrarse mucho para encontrar un poco de agua limpia, pues cerca de la orilla flotaba de todo, desde cagarros a vasos de plástico; una auténtica guarrería.
Antes de regresar, anduvo por la playa buscando un lugar donde hubiera menos gente y donde el agua quizá no estuviera tan sucia. Pero eso lo obligó a caminar aproximadamente media hora por la orilla.
Cuando por fin llegó a su casa, los chicos ya se habían ido. Y la galería estaba limpia.
Bajo la ducha, que todavía estaba caliente, pensó en el puñetazo que le había propinado al chico. ¿Sería posible que tuviera todavía tanta fuerza? Después comprendió que no se había tratado tan sólo de fuerza, sino también de una descarga violenta de toda la tensión acumulada a lo largo de aquel 15 de agosto.