– Esta mañana he ido al entierro -dijo Fazio.
– ¿Había gente?
– Dottore de mi alma, había mucha y con la emoción a flor de piel. Mujeres que se desmayaban, mujeres que lloraban, las antiguas compañeras del colegio con flores blancas… En resumen, el numerito de siempre. Tanto es así que cuando el féretro salió de la iglesia, todo el mundo se puso a aplaudir. ¿Podría usted explicarme por qué aplauden a los muertos?
– Quizá porque han hecho bien en morirse.
– Pero, dottore, ¿está de guasa?
– No. ¿Cuándo aplaude la gente? Cuando algo le ha gustado. Siguiendo la misma lógica, tendría que significar: me encanta que finalmente hayas dejado de tocar los cojones. ¿Quién había de la familia?
– El padre, al que sostenían un hombre y una mujer que debían de ser parientes suyos. La señorita Adriana no estaba, seguro que se quedó en casa para atender a su madre.
– Tengo que decirte una cosa que no te gustará.
Y le habló de su reunión con Lozupone. Al término de su relato, Fazio no se mostró sorprendido.
– ¿No dices nada?
– ¿Qué quiere que le diga, dottore? Me lo esperaba. De la manera que sea, Spitaleri saldrá bien librado ahora y siempre e in sécula seculorum.
– Amén. Hablando de Spitaleri, tendrías que hacerme un favor: llámalo, que a mí no me apetece nada hablar con él.
– ¿Qué tengo que preguntarle?
– Si cuando se fue a Bangkok el doce de octubre, recuerda qué día regresó.
– Voy ahora mismo.
Regresó al cabo de unos diez minutos.
– Lo he buscado en el móvil, pero lo tenía apagado. Luego lo he llamado al despacho y no estaba. Pero entonces la secretaria ha consultado una agenda antigua y me ha dicho que Spitaleri regresó el veintiséis por la tarde. También me ha dicho que recordaba muy bien aquel día.
– ¿Te ha dicho por qué?
– Dottore de mi alma, ésa es tan charlatana que, como no le pares los pies, es capaz de pasarse todo un día hablando. Me ha dicho que el veintiséis de octubre es su cumpleaños y que aquél en concreto pensaba que su jefe se habría olvidado, pero, en cambio, Spitaleri no sólo le regaló la orquídea que la Thai, la línea aérea, entrega a todos los pasajeros, sino también una caja de bombones. Y eso es todo. ¿Por qué quería saberlo?
– Verás, es que hoy he ido a darme un chapuzón a Pizzo. Al salir del chalet… -Y le contó la historia-. Lo cual significa -terminó- que al día siguiente de su regreso, quizá porque sabía que Angelo Speciale estaba a punto de volver a Alemania, Spitaleri hizo ese contrato privado.
– Yo no le veo nada de extraño -dijo Fazio-. Y seguro que el que exigió el contrato fue Speciale, tal como dice Callara. A esas alturas, el hombre confiaba en Spitaleri.
Pero Montalbano no parecía muy convencido.
– Hay algo que no me cuadra.
Sonó el teléfono. Era Catarella, muerto de miedo.
– ¡Virgen santa, Virgen santa, Virgen santa!
– ¿Qué ocurre, Catarè?
– ¡Virgen santa, Virgen Santa, Virgen Santa! ¡Está il siñor jefe supirior al tilífono!
– ¿Y bien?
– ¡Loco parece, dottori!
– Pásamelo y vete a tomar un coñacito que te cure el susto.
Pulsó la tecla de altavoz e hizo señas a Fazio de que prestara atención.
– Buenos días, señor jefe superior.
– ¡Buenos días un cuerno!
Que Montalbano recordara, jamás había oído pronunciar una palabrota a Bonetti-Alderighi. Por consiguiente, el asunto tenía que ser muy grave.
– Señor jefe superior, no comprendo por qué…
– ¡El cuestionario!
Montalbano lanzó un suspiro de alivio. ¿Sólo eso? Esbozó una sonrisita.
– Pero, señor jefe superior, el cuestionario en cuestión ya no es una cuestión. -¡Ah, qué bonito era seguir de vez en cuando las enseñanzas del gran maestro Catarella!
– Pero ¿qué dice?
– ¡Ya me encargué de enviárselo!
– ¡Vaya si se encargó! ¡Se encargó y de qué manera!
Pues entonces, ¿por qué le tocaba los cojones? ¿Por qué le comía la oreja? Tradujo las preguntas:
– Pues entonces, ¿dónde está la cuestión?
– Montalbano, ¿usted se ha propuesto atacarme los nervios por narices?
Por culpa de aquel «por narices» el comisario abandonó de repente el tono jovial y pasó al contraataque.
– Pero ¿qué coño está diciendo? ¡Usted delira!
El jefe superior hizo un esfuerzo por calmarse.
– Oiga, Montalbano, yo soy muy bueno y amable, pero si usted quiere darme por culo, sepa que…
¡Encima «bueno y amable»! ¿Es que quería dejarlo ciego de rabia?
– Dígame qué he hecho y no me amenace.
– ¿Qué ha hecho? Ha vuelto a enviarme el cuestionario del año pasado, ¡eso es lo que ha hecho!
– ¡Hay que ver cómo pasa el tiempo!
Pero el jefe superior estaba demasiado fuera de sí y ni siquiera lo oyó.
– Le doy dos horas, Montalbano. Busque el nuevo cuestionario, responda a las preguntas y envíemelo por fax dentro de dos horas. ¿Ha entendido? ¡Dos horas!
Colgó.
Montalbano contempló con desconsuelo el mar de papeles que tendría que volver a atravesar.
– Fazio, ¿me haces un favor?
– A sus órdenes, dottore.
– ¿Me pegas un tiro?
Tardaron tres horas en total, dos para encontrar el cuestionario y una para cumplimentarlo. En determinado momento se dieron cuenta de que era exactamente igual al del año anterior, las mismas preguntas en el mismo orden, sólo cambiaba la fecha del encabezamiento. No hicieron ningún comentario, a esas alturas ya no les quedaban fuerzas para decir lo que pensaban de la burocracia.
– ¡Catarella!
– Aquí estoy.
– Envía este fax enseguida y dile al siñor jefe supirior que se lo meta donde ya sabe.
Catarella palideció.
– No mi atrevo, dottori.
– Es una orden, Catarè.
– Dottori, si usía dice que es una orden…
Dio media vuelta resignado, dispuesto a retirarse. ¿Sería capaz de hacerlo?
– No; mira, envía el fax sin decirle nada.
Pero ¿cuántas toneladas de polvo hay entre los papeles de un despacho? En Marinella se pasó media hora debajo de la ducha y se cambió la ropa, que apestaba a sudor.
Se estaba dirigiendo en calzoncillos al frigorífico para ver qué le había preparado Adelina cuando sonó el teléfono.
Era Adriana. Ni siquiera saludó, ni siquiera le preguntó cómo estaba, fue directamente al grano de lo que le interesaba.
– No podré ir a tu casa esta noche. Mi amiga la enfermera no ha podido librarse de sus obligaciones. Vendrá a casa mañana por la mañana. Pero tú por la mañana trabajas, ¿verdad?
– Sí.
– Tengo ganas de verte.
«Calla, Montalbano, calla. Córtate la lengua, Salvo, pero no digas ese "yo también a ti" que ya se te estaba escapando.»
Las palabras de la joven, pronunciadas casi en un susurro, le sacaron una ligera capa de sudor.
– Es que tengo muchas ganas de verte -remarcó ella.
La capa de sudor empezó a evaporarse y convertirse en un tenue vapor acuoso porque, a pesar de que ya eran las nueve de la noche, todavía hacía un calor que tumbaba.
– ¿Sabes una cosa? -preguntó Adriana, cambiando de tono.
– Dime.
– ¿Recuerdas que mis tíos tenían que regresar a Milán a primera hora de esta tarde?
– Sí. -No podrían acusarlo de malgastar las palabras.
– Bueno, pues salieron de aquí, pero al llegar al aeropuerto se enteraron de que su vuelo se había cancelado como muchos otros por culpa de una huelga inesperada.
– ¿Y qué hicieron?
– Se fueron en tren, los pobres. Con el calor que hace, ¡imagínate el viajecito que les espera! Dime qué estabas haciendo.
– ¿Quién, yo? -preguntó, sorprendido por aquel repentino cambio de tema.
– ¿El comisario dottor Salvo Montalbano es tan amable de decir qué estaba haciendo en el momento de recibir una llamada de la estudiante Adriana Morreale?
– Iba a abrir el frigorífico para sacar algo de cenar.
– ¿Dónde pones la mesa, en la cocina, como acostumbran los que comen solos?
– No me gusta comer en la cocina.
– ¿Pues dónde te gusta?
– En la galería.
– ¿Tienes una galería? ¡Dios mío, qué maravilla! Hazme un favor, pon la mesa para dos.
– ¿Por qué?
– Porque yo también quiero estar ahí.
– ¡Pero si me has dicho que no podías venir!
– Espiritualmente, bobo. Quiero que tomes un bocado de mi plato y que yo tome uno del tuyo.
A Montalbano empezó a darle vueltas la cabeza.
– De… de acuerdo.
– Adiós. Buenas noches. Te llamo mañana. Te quiero.
– Y yo ta…
– ¿Qué has dicho?
– Idiota. He dicho idiota. A una mosca muy pesada que se me pasea por la nariz. -Salvado por los pelos.
– Ah, oye. Se me ha ocurrido una idea. ¿Por qué no me convocas mañana por la mañana en comisaría y me haces un interrogatorio en privado tal como querría hacérmelo Tommaseo?
Y colgó entre risas.
¡Qué frigorífico ni qué pamplinas! ¡Qué comida! Lo que tenía que hacer de inmediato era arrojarse al mar y darse un prolongado chapuzón que le enfriara la cabeza y le bajara la temperatura de la sangre, que en esos momentos debía de estar a punto de ebullición. Pero ¿es que Adriana también estaba contribuyendo a aumentar la intensidad de los ardores de agosto?
Justo mientras estaba nadando en medio de la oscuridad se inició el tormento. Una sensación que conocía muy bien. Se puso a hacer el muerto contemplando las estrellas.
La sensación era la de una virrina, un taladro de mano que empezó a traspasarle poco a poco el cerebro. Y a cada vuelta que daba, emitía el clásico ruido de los taladros:
Un latazo tremendo que significaba -y la cosa ya no le sorprendía porque hacía años que le ocurría- que, a lo largo del día, había oído algo muy importante, algo que podía ser decisivo para la investigación pero a lo que no había prestado atención en su momento.
Pero ¿cuándo lo había oído? ¿Quién lo había dicho?
rrr… rrr… rrr…
Una especie de carcoma que lo estaba poniendo muy nervioso.
Dando lentas y amplias brazadas regresó a la orilla.
Entró en casa y comprobó que ya no tenía apetito. Entonces cogió una botella de whisky por estrenar, un vaso y un paquete de cigarrillos, y se sentó en la galería mojado tal como estaba, sin quitarse siquiera el bañador.
Piensa que te piensa, no conseguía recordarlo.
Se rindió al cabo de una hora. Oscuridad total. «Antes -pensó-, me bastaba un poco de concentración para que me volviera a la memoria lo que se me había escapado. Pero ¿antes cuándo? -se preguntó-. Cuando eras más joven, Montalbà», fue la inevitable respuesta.
Decidió comer algo. Y recordó que Adriana le había dicho que pusiera un plato también para ella… Estuvo tentado de hacerlo, pero se sintió ridículo.
Preparó la mesa sólo para él, fue a la cocina, posó la mano en la manija del frigorífico pensando todavía en Adriana, y experimentó una fugaz sacudida.
¿Cómo era posible? Estaba claro que el frigorífico no funcionaba bien, era peligroso, había que comprar otro.
Pero ¿cómo? ¿Tenía todavía la mano sobre la manija y ya no experimentaba la sacudida? Entonces ¿no había sido una sacudida eléctrica sino algo que tenía dentro, un cortocircuito en la cabeza?
¡La sacudida había ocurrido mientras pensaba en Adriana! ¡Era por algo que había dicho ella!
Regresó a la galería.
Y de pronto acudieron a su mente las palabras de Adriana. Se levantó de un salto, cogió los cigarrillos, bajó a la playa y empezó a pasear por la orilla del mar.
Tres horas después ya se había terminado el tabaco y las piernas le dolían de tanto caminar. Regresó a casa y miró el reloj. Eran las tres de la madrugada. Se lavó, se afeitó, se puso de punta en blanco y se bebió una buena taza de café. A las cuatro menos cuarto se marchó en el coche.
A aquella hora circularía muy fresco. Y a su velocidad habitual, sin necesidad de hacer carreras a lo Gallo.
Iba al encuentro de una esperanza. Tan sutil, tan etérea, que habría bastado un soplo para que se desvaneciera por completo. Digamos mejor: iba al encuentro de una idea insensata.
Llegó a Punta Raisi cuando ya eran casi las ocho de la mañana. Había invertido el mismo tiempo que tardaba un conductor normal en un trayecto de ida y vuelta. Pero había sido un viaje tranquilo, no había pasado calor y no había tenido ocasión de pelearse con otros automovilistas.
Aparcó y bajó. Se respiraba mejor que en Vigàta. Lo primero que hizo fue dirigirse al bar: un espresso doble corto. Después se presentó en la comisaría del aeropuerto.
– Soy el comisario Montalbano. ¿Está el dottor Capuano?
Cada vez que iba allí para recibir o despedir a Livia, le hacía una visita a Capuano.
– Acaba de llegar. Puede entrar, si quiere.
Llamó con los nudillos y entró.
– ¡Montalbano! ¿Esperas a tu novia?
– No; he venido para pedirte que me eches una mano.
– A tu disposición. Dime.
Montalbano se lo explicó.
– Eso exigirá un poco de tiempo. Pero tengo a la persona apropiada. -Y llamó-: ¡Cammarota!
Era un treintañero muy moreno, con unos ojos que le brillaban de inteligencia.
– Ponte a disposición del dottor Montalbano, que es amigo mío. Podéis quedaros aquí y utilizar mi ordenador; total, yo tengo que irme a presentar un informe al jefe superior.
Permanecieron encerrados en el despacho de Capuano hasta el mediodía, consumiendo dos cafés y dos cervezas por barba. Cammarota resultó muy hábil y competente, se puso en contacto con los ministerios, aeropuertos y compañías aéreas. Al final, el comisario supo todo lo que quería saber.
Cuando volvió al coche, empezó a estornudar, efecto retardado del aire acondicionado.
A medio camino vio una trattoria delante de la cual había aparcados tres camiones, señal inequívoca de que allí se comía bien. Tras pedir, fue a hacer una llamada.
– ¿Adriana? Soy Montalbano.
– ¡Oh, qué bien! ¿Has decidido someterme a un tercer grado?
– Tengo que verte.
– ¿Cuándo?
– Esta noche sobre las nueve en Marinella. Cenamos en mi casa.
– Espero conseguir organizarme. ¿Hay alguna novedad?
¿Cómo lo había adivinado?
– Creo que sí.
– Te quiero.
– No le digas a nadie que vas a mi casa.
– ¡Está claro!
Inmediatamente después llamó a comisaría y pidió que le pasaran a Fazio.
– Dottore, pero ¿dónde está? Esta mañana he estado buscándolo porque…
– Ya me lo dirás después. Yo estoy regresando de Palermo y tengo que hablar contigo. Nos reuniremos en la comisaría a las cinco. Líbrate de todos los compromisos, por lo que más quieras.
La trattoria tenía un enorme ventilador de techo que fue un gran alivio y le permitió permanecer sentado sin que la camisa y los calzoncillos se le pegaran. Tal como esperaba, comió muy bien.
Al subir de nuevo al coche pensó que si a la ida la esperanza era tan tenue como un hilo de telaraña, ahora a la vuelta ya era tan gruesa como una cuerda. Una cuerda de ahorcado.
Se puso a cantar, desentonando de mala manera, el O Lola de la ópera Caballería rusticana.
Al llegar a Marinella se duchó, se cambió de ropa y salió enseguida para dirigirse a la comisaría. Se notaba febril, ansioso, cualquier cosa lo molestaba.
– ¡Dottori, ah, dottori! Tilifonió…
– Me importa un carajo quién haya telefoneado. Mándame enseguida a Fazio.
Encendió el pequeño ventilador. Fazio se presentó en un santiamén, devorado por la curiosidad.
– Entra, cierra la puerta y siéntate.
Fazio obedeció y se sentó en el borde de la silla, con los ojos clavados en el comisario como un perro de caza.
– ¿Sabes que ayer hubo una huelga en Punta Raisi que obligó a cancelar muchos vuelos?
– No lo sabía, dottore.
– Yo me enteré por el telediario regional -mintió; no quería decirle que se lo había contado Adriana.
– Vale, dottore. ¿Y quién no hace una huelga? Pero ¿eso qué tiene que ver con nosotros?
– Tiene que ver, vaya si tiene que ver.
– Comprendo. Usía se está alargando porque quiere que me cueza a fuego lento.
– ¿Y tú cuántas veces haces lo mismo conmigo?
– Bien, señor, pero ahora que ya se ha tomado la revancha, dígame.
– Bueno, pues me enteré de esa huelga pero no presté atención. Sin embargo, al cabo de un rato, cierta suposición comenzó a adquirir forma en mi cabeza. Empecé a pensarlo, y de pronto lo vi todo muy claro. Con una claridad meridiana. Y entonces, a primera hora de la mañana decidí desplazarme a Punta Raisi. Quería comprobar si la suposición inicial se confirmaba.
– ¿Y se confirmó?
– Totalmente.
– ¿Y entonces?
– Entonces significa que conozco el nombre del asesino de Rina.
– Spitaleri -dijo Fazio con toda tranquilidad.