De su romántico paseo por la orilla del mar a la luz de la luna, Laura y Guido regresaron cuando ya eran más de las once.
– ¡Ha sido estupendo! -exclamó Laura-. ¡La verdad es que lo necesitaba después de un día como éste!
Guido no estaba tan entusiasmado, puesto que a medio camino a Bruno le había entrado un profundo sueño y él había tenido que llevarlo en brazos.
Desde que había vuelto a tumbarse en la terraza tras visitar con Livia el apartamento fantasma, Montalbano se debatía en una duda que ni Hamlet: ¿decirlo o no decirlo?
Si lo hacía, se armaría un alboroto indescriptible que daría lugar a una noche infernal o casi. Desde luego, estaba más que seguro de que Laura se negaría rotundamente a permanecer ni un solo minuto más bajo el mismo techo que un cadáver desconocido, y exigiría dormir en otro sitio.
Pero ¿dónde? En Marinella no había habitación de invitados. Tendrían que arreglarse. Pero ¿cómo? Pensó en cómo se colocarían Laura, Livia y Bruno en la cama de matrimonio, Guido en el sofá, y él en el sillón, y se estremeció.
No, mejor un hotel. Pero a medianoche en Vigàta, ¿dónde se podía encontrar un hotel todavía abierto? Quizá deberían buscarlo en Montelusa. Lo cual significaría llamadas y respuestas, idas y venidas en coche a y desde Montelusa para acompañar amablemente a los amigos, y por si fuera poco, la inevitable discusión con Livia hasta la madrugada:
– Pero ¿no podrías haber elegido otro chalet?
– Livia de mi alma, ¿qué sabía yo de que albergase un muerto?
– Conque no lo sabías, ¿eh? ¿Y tú dices que eres un buen policía?
No; decidió no decirle nada a nadie de momento.
Total, cualquiera sabía el tiempo que llevaba aquel cadáver encerrado en el baúl; día más día menos le daría igual. Y las investigaciones tampoco se resentirían del retraso.
Tras despedirse de sus amigos, el comisario y Livia regresaron a Marinella.
En cuanto Livia fue a ducharse, Montalbano llamó a Fazio con el móvil desde la galería y habló en voz baja.
– ¿Fazio? Soy Montalbano.
– ¿Qué ocurre, dottore?
– No tengo tiempo para explicártelo. Dentro de diez minutos me llamas a Marinella y dices que me necesitáis urgentemente en la comisaría.
– ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
– No hagas preguntas. Haz lo que te digo.
– ¿Y después qué?
– Cuelgas y sigues durmiendo.
Al cabo de cinco minutos Livia dejó libre el cuarto de baño. Montalbano entró. Cuando estaba a punto de cepillarse los dientes, oyó sonar el teléfono. Tal como había previsto, Livia fue a contestar. Todo aquello haría más creíble la comedia que había organizado.
– ¡Salvo, Fazio al teléfono!
El comisario se dirigió al comedor con el cepillo de dientes todavía en la boca y los labios manchados de dentífrico, soltando maldiciones en atención a Livia, que lo estaba mirando.
– Pero ¿será posible que uno no pueda estar tranquilo ni siquiera a esta hora? -Tomó con gesto malhumorado el auricular-: ¿Qué hay?
– Lo necesitamos inmediatamente en comisaría.
– ¿Y no podéis arreglároslas solos? ¿No? Bueno pues, voy para allá. -Colgó con brusquedad, fingiendo enfado-. Pero ¿es que éstos no van a crecer nunca? ¿Siempre van a necesitar que les eche una mano papaíto? Perdóname, Livia, pero por desgracia…
– Comprendo -dijo ella con voz glacial-. Yo me voy a la cama.
– ¿Me esperas?
– No.
Tras vestirse, Montalbano salió, subió al coche y arrancó para dirigirse a Marina di Montereale.
Hizo el camino muy despacio porque quería perder tiempo y estar seguro de que Laura y Guido ya se habían ido a dormir.
Cuando en Pizzo llegó a la altura de la segunda casa, la que estaba deshabitada pero muy bien conservada, se detuvo y bajó llevándose la linterna. El resto del camino lo hizo a pie, pues temía que si se acercaba en coche en medio del silencio nocturno, el ruido despertara a sus amigos.
A través de las ventanas no se filtraba ninguna luz, señal de que Laura y Guido ya estaban viajando por el país del sueño.
Se acercó casi de puntillas a la consabida ventana que servía de puerta del apartamento oculto y saltó por el alféizar. Una vez dentro, encendió la linterna y se dirigió al salón.
Abrió la tapa del baúl. El cadáver había sido envuelto varias veces en uno de los grandes nailons utilizados para empaquetar el apartamento clandestino, y, además, lo habían sellado con varias vueltas de cinta adhesiva, de esa marrón que se usa para hacer paquetes. El cadáver parecía algo intermedio entre una momia y un embutido listo para el envío.
Acercando un poco más la linterna, observó que el cuerpo, por lo menos lo que conseguía ver, estaba bastante bien conservado: todo aquel nailon había ejercido el efecto de un envasado al vacío, no dejaba escapar ni una pizca del terrible olor de la muerte.
Aguzó la vista y vio que, encima y alrededor de la cabeza, había cabello largo y rubio, mientras que la cara no se distinguía porque dos vueltas de cinta adhesiva le pasaban por encima.
Era una mujer, de eso estaba seguro.
No había nada más que hacer o ver. Cerró de nuevo el baúl, abandonó el apartamento, subió al automóvil y regresó a Marinella.
Encontró a Livia acostada pero no dormida. Estaba leyendo un libro.
– Cariño, he vuelto lo más pronto que he podido. Voy a ducharme, que antes no he…
– Anda, date prisa, no te entretengas. No pierdas más tiempo.
Cuando a las nueve de la mañana siguiente Livia salió del cuarto de baño, encontró a Montalbano sentado en la galería.
– Pero ¿cómo? ¿Todavía estás aquí? ¡Me habías dicho que ibas a la comisaría por el asunto de anoche!
– He cambiado de idea. Voy a tomarme medio día de vacaciones. Te acompaño a Pizzo y me paso la mañana con vosotros.
– ¡Oh, qué bien!
Laura, Guido y Bruno ya estaban listos para bajar a la playa. Laura había preparado unos cestitos porque habían decidido pasar todo el día fuera.
«¿Cuándo y cómo anunciarles la buena noticia?», se iba preguntando entretanto el angustiado comisario.
Quien le echó una mano fue precisamente Guido.
– ¿Has llamado a los de la agencia para comentarles lo del apartamento ilegal?
– Todavía no.
– ¿Y eso por qué?
– Temo que os suba el alquiler porque tenéis otra vivienda a vuestra disposición. -Había intentado bromear, pero intervino Livia:
– Vamos, ¿a qué esperas? Quiero ver la cara del que te lo alquiló.
«Pues yo quiero ver la que vas a poner tú dentro de poco», pensó él. Pero en cambio dijo:
– Es que hay una complicación muy gorda.
– ¿Cuál?
– ¿Puedes enviar a Bruno a algún sitio? -le dijo Montalbano a Laura en voz baja.
Ella lo miró perpleja, pero lo hizo.
– Bruno, hazle un favor a mamá. Ve a la cocina y saca una botella de agua mineral de la nevera.
La petición los dejó a todos sobre ascuas.
– ¿Y bien? -lo urgió Guido.
– El caso es que he encontrado un cadáver. De mujer.
– ¿Dónde?
– En el apartamento de abajo. En el salón. Dentro de un baúl.
– ¿Estás de guasa? -preguntó Laura.
– No, no está de guasa -declaró Livia-. Lo conozco bien. ¿Lo descubriste anoche cuando bajamos?
Bruno regresó con una botella.
– ¡Ve por otra! -le ordenaron todos a coro.
El niño dejó la botella en el suelo y se fue.
– Y tú -dijo Livia, que empezaba a darse cuenta de la situación-, ¿has dejado que mis amigos durmieran con un cadáver?
– ¡Vamos, Livia, está en el piso de abajo! ¡Ni que fuera contagioso!
De repente Laura lanzó uno de esos aullidos de sirena en que estaba especializada.
Ruggero, que estaba tumbado al sol encima del murete, huyó a toda velocidad. Bruno regresó, dejó la botella en el suelo y fue por otra sin necesidad de que nadie le dijera nada.
– ¡Sinvergüenza! -exclamó Guido enfadado. Y siguió a su mujer, que se había ido llorando al dormitorio.
– ¡Pero si yo lo he hecho por su bien! -trató de disculparse Montalbano con Livia.
Ella lo miró con desprecio.
– Anoche, cuando te llamó Fazio, te habías puesto de acuerdo con él para tener un pretexto para salir, ¿verdad?
– Sí.
– ¿Y regresaste aquí para examinar mejor el cadáver?
– Sí.
– ¡Y después hiciste el amor conmigo! ¡Eres un animal, un bruto!
– Pero si me duché para no…
– ¡Eres un ser repugnante!
Se levantó y fue a reunirse con sus amigos, dejándolo plantado. Regresó al cabo de cinco minutos, más fría que un témpano.
– Están haciendo las maletas.
– ¿Se van? ¿Y los billetes?
– Guido ha decidido no esperar, así que se van en coche. Acompáñame a Marinella. He de hacer la maleta porque yo también me voy. Con ellos.
– ¡Pero, Livia, sé razonable!
– ¡No quiero oír ni una palabra más!
No hubo manera. Durante todo el viaje hasta Marinella ella no abrió la boca y Montalbano no se atrevió. En cuanto estuvieron en casa, Livia hizo la maleta a la buena de Dios y después fue a sentarse en la galería con unos morros hasta el suelo.
– ¿Quieres que te prepare algo para comer?
– Tú sólo piensas en dos cosas.
No aclaró cuáles eran, pero tampoco era necesario.
Hacia la una, Guido llegó a Marinella para recoger a Livia. En el automóvil iba también Ruggero, del cual era evidente que Bruno no había querido separarse. Guido le entregó la llave del chalet a Montalbano, pero no le estrechó la mano. Laura giró la cabeza hacia el otro lado, Bruno le hizo una pedorreta y Livia ni siquiera le dio un beso.
Montalbano el rechazado, el desvalido, los vio alejarse con desconsuelo. Aunque experimentando también, muy en el fondo, una pizca de alivio.
Lo primero que hizo fue llamar a Adelina.
– Adelì, Livia ha tenido que regresar a Génova. ¿Puedes venir mañana por la mañana?
– Sí, siñor. Pero iré también dentro de un par de horas.
– No hace falta.
– No, siñor; yo voy de todos modos. ¡Mi imagino cómo habrá dejado la casa de guarra la siñurita!
En la cocina había un poco de pan duro. Montalbano se lo comió con una loncha de queso tumazzo que había en el frigorífico. Después se tumbó en la cama y se quedó dormido.
Despertó a las cuatro. Supo que Adelina ya había llegado por el ruido de platos y vasos en la cocina.
– Adelì, ¿me traes un café?
– Enseguida, dottori.
Le sirvió el café con expresión indignada.
– ¡Virgen María! ¡Los platos estaban llenos de grasa y en el cuarto de baño he encontrado unas bragas sucias!
Si había una mujer maniática de la limpieza, ésa era Livia. Sin embargo, a los ojos de Adelina parecía alguien cuyo ideal en la vida fuera vivir en una pocilga.
– Ya te he dicho que ha tenido que irse a toda prisa.
– ¿Hubo una pelea? ¿Se han separado?
– No, no nos hemos separado.
Adelina pareció decepcionada y regresó a la cocina.
Montalbano se levantó y se dirigió al teléfono.
– ¿Agencia Aurora? Soy el comisario Montalbano. Quisiera hablar con el señor Callara.
– Se lo paso ahora mismo -contestó una voz de mujer.
– ¿Comisario? Buenos días, dígame.
– ¿Estará usted en la agencia?
– Sí, hasta la hora del cierre. ¿Por qué?
– Me paso por ahí dentro de media hora y le devuelvo la llave del chalet.
– Pero ¡¿cómo?! ¿Sus amigos no se quedaban hasta…?
– Sí, pero han tenido que irse esta mañana, con unos cuantos días de adelanto, por una defunción inesperada.
– Oiga, comisario, no sé si usted ha leído el contrato.
– Le eché un vistazo. ¿Por qué?
– Porque establece bien claro que nada se le debe al cliente en caso de que se vaya anticipadamente.
– ¿Y quién le está diciendo algo, señor Callara?
– Ah, bueno. Pues entonces no se moleste en venir hasta aquí; ya mando a alguien a la comisaría para recoger la llave.
– Tengo que hablar con usted y después enseñarle una cosa.
– Pase cuando quiera.
– ¿Catarella? Soy Montalbano.
– Lo he riconocido por la voz que es la suya propia, dottori.
– ¿Hay alguna novedad?
– No, siñor dottori, ninguna. Excepto que Filippo Ragusano, usía ya lo conoce, ese que tiene la tienda de zapatos cerca de la iglesia, le ha pegado un tiro a su cuniado Gasparino Manzella.
– ¿Lo ha matado?
– No, siñor dottori; lo pilló de refilón.
– ¿Y por qué le disparó?
– Porque dice que Gasparino Manzella lo estaba provocando y él, como hacía demasiado calor y una musca se le paseaba por la cabeza y lo mulistaba, le pegó un tiro.
– ¿Está Fazio?
– No, siñor dottori. Se ha ido al sitio donde está el puente de hierro porque hay uno que le rompió la cabeza a la mujer.
– Muy bien. Quería decirte…
– Pero ha pasado una cosa…
– Ah, ¿sí? Es que me parecía que no había ocurrido nada. ¿Qué es lo que ha pasado?
– Que el subinspetor Alberto Virduzzo, que se había ido a un sitio lleno de barro, resbaló con las dos piernas y se rumpió una. Gallo lo ha llevado al hospital.
– Oye, quería decirte que iré tarde a la comisaría.
– Usía es muy dueño.
El señor Callara estaba ocupado con un cliente. Montalbano salió a la calle a fumarse un pitillo. Hacía un calor que casi fundía el asfalto y las suelas de los zapatos se pegoteaban al suelo. En cuanto estuvo libre, el propio señor Callara salió a llamarlo.
– Venga a mi despacho, comisario. Tengo aire acondicionado.
Cosa que Montalbano aborrecía. Paciencia.
– Antes de acompañarlo a ver una cosa…
– ¿Adónde quiere acompañarme?
– Al chalet que alquiló a mis amigos.
– ¿Por qué? ¿Había algo que no marchaba, algo roto?
– No; todo estaba bien. Pero es bueno que vaya conmigo.
– Como quiera.
– Creo recordar que usted, cuando me llevó a ver el chalet, me dijo que lo mandó construir uno que había emigrado a Alemania, Angelo Speciale, el cual se había casado con una viuda alemana, cuyo hijo Ralf, me parece, había venido aquí con el padrastro y había desaparecido misteriosamente durante el viaje de vuelta. ¿Es así?
Callara lo contempló con admiración.
– ¡Pero qué memoria tiene! Exactamente.
– Usted, como es natural, tendrá el nombre, la dirección y el teléfono de la señora Speciale, ¿verdad?
– Pues claro. Espere un momento que busco los datos de la señora Gudrun.
Montalbano los anotó en un trozo de papel y Callara lo miró con curiosidad.
– Pero ¿qué…?
– Lo comprenderá después. Me parece recordar también que me dijo el nombre del aparejador que había efectuado el proyecto del chalet y dirigido la obra.
– Sí. El aparejador Michele Spitaleri. ¿Quiere su teléfono?
– Sí.
También lo anotó.
– Oiga, comisario, ¿le importaría decirme por qué…?
– Se lo diré todo por el camino. Aquí tiene la llave; llévela consigo.
– ¿Será una cosa muy larga?
– No sabría decirle.
Callara lo miró con expresión inquisitiva. Montalbano se colocó una máscara neutra.
– Quizá sea mejor que avise a la empleada -dijo Callara.
Se fueron en el automóvil de Montalbano, el cual, por el camino, le contó a Callara la desaparición del pequeño Bruno, la afanosa búsqueda y, finalmente, su rescate con la ayuda de los bomberos.
Callara sólo se preocupó por una cosa.
– ¿Causaron daños?
– ¿Quiénes?
– Los bomberos. ¿Causaron daños en el chalet?
– No, por dentro no.
– Menos mal. Porque una vez, en una casa que yo tenía alquilada, se declaró un incendio en la cocina y provocaron más daños ellos que el fuego.
Ni una sola palabra acerca del apartamento ilegal.
– ¿Piensa avisar a la señora Gudrun?
– Claro, claro. Pero ella seguramente no sabrá nada, debió de ser idea de Angelo Speciale. Tendré que encargarme yo de todo.
– ¿Pedirá una regularización?
– Bueno, no sé si…
– Verá, señor Callara, es que yo soy funcionario público. No puedo comportarme como si nada.
– ¿Y si…? Es sólo una hipótesis, que conste… ¿Y si yo aviso al aparejador Spitaleri para que lo deje todo tal como estaba antes?
– Entonces yo lo denuncio a usted, a la señora Gudrun y al aparejador por actuación ilegal.
– En ese caso…
– ¡Vaya, vaya! -fue la asombrada exclamación del señor Callara cuando bajó por la ventana del cuarto de baño y lo vio todo listo para entrar a vivir.
Con la linterna encendida, Montalbano lo acompañó a las demás habitaciones.
– ¡Vaya, vaya!
Después llegaron al salón.
– ¡Vaya, vaya!
– Fíjese, hasta los marcos están preparados. Basta desempaquetarlos.
– ¡Vaya, vaya!
Como por casualidad, el comisario iluminó un instante el baúl.
– ¿Y aquello qué es? -preguntó Callara.
– Un baúl, me parece.
– ¿Qué hay dentro? ¿Usted lo ha abierto?
– ¿Yo? No. ¿Por qué iba a hacerlo?
– ¿Me deja la linterna?
– Aquí tiene.
Todo estaba siguiendo el curso previsto.
Callara levantó la tapa e iluminó el interior del baúl, pero no dijo «vaya, vaya», sino que pegó un brinco hacia atrás.
– ¿Qué hay?
– Pero… pero… aquí dentro hay… hay… ¡un muerto!
– ¡¿De verdad?!