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De esa manera, tras haber oficializado la existencia del cadáver, el comisario pudo finalmente prestarle la debida atención.

En realidad, primero tuvo que prestar atención al señor Callara, el cual, tras saltar a toda prisa por la ventana, empezó a vomitar hasta lo que había comido una semana antes.

Montalbano abrió el apartamento legal, tumbó en el sofá del salón al señor Callara, que estaba sufriendo vértigos, y le llevó un vaso de agua.

– ¿Puedo irme a casa?

– ¿Bromea usted? ¿Cómo voy a acompañarlo?

– Llamo por teléfono y viene a recogerme mi hijo.

– ¡Eso ni lo sueñe! ¡Usted tiene que esperar la llegada del ministerio público! Es usted quien ha descubierto el cadáver, ¿sí o no? ¿Más agua?

– No; tengo frío.

¿Frío con el calor que hacía?

– Voy a buscar una manta de viaje que tengo en el coche.

Una vez finalizado su papel de buen samaritano, llamó a la comisaría.

– ¿Catarella? ¿Está Fazio?

– Istá a punto de llegar, dottori.

– ¿Y eso qué significa?

– Ahora mismito tilifonió diciendo pricisamente que dintro de cinco minutos estoy aquí. O sea que llega él. Yo, en cambio, no, porque ya he llegado.

– Oye, como resulta que han descubierto un cadáver, dile que me llame enseguida a este número. -Y le facilitó el del chalet.

– ¡Ji! ¡Ji! -hizo Catarella.

– ¿Te ríes o lloras?

– Mi río, dottori.

– ¿Por qué?

– Porqui siempre soy yo el que li dice a usía que han encontrado un muerto, y en cambio, ¡esta vez es usía el que mi ha dicho a mí que lo han incontrado!

Cinco minutos después sonó el teléfono.

– ¿Qué ocurre, dottore? ¿Ha encontrado un cadáver?

– Lo ha encontrado el propietario de la agencia que alquiló el chalet a mis amigos, que por suerte se habían ido antes de enterarse de este bonito descubrimiento.

– ¿Es un muerto reciente?

– No creo; más bien lo descartaría. ¿Sabes? He tenido que prestar auxilio al pobre señor Callara, que es quien lo ha descubierto, y lo he visto sólo muy fugazmente.

– ¿O sea que es el mismo chalet al que envié los bomberos?

– Exacto. Marina di Monreale, término de Pizzo, la última casa del camino de tierra. Ven con alguien. Avisa al ministerio público, a la Científica y al doctor Pasquano, que a mí no me apetece.

– Voy ahora mismo, dottore.


* * *

Fazio, que había acudido con Galluzzo, se puso los guantes y le preguntó a Montalbano:

– ¿Puedo bajar a ver?

El comisario se disponía a disfrutar del final de la tarde desde una tumbona de la terraza.

– Pues claro. Procura no dejar ninguna huella.

– ¿Usía no viene?

– ¿Qué tengo que hacer ahí?

Media hora después se armó el consabido alboroto.

Primero llegaron los de la Científica, pero como en el salón subterráneo no se veía ni torta, perdieron otra media hora para hacer una conexión eléctrica provisional.

Después llegó el doctor Pasquano con la ambulancia y sus hombres. El doctor, comprendiendo que para lo suyo aún faltaba un rato, cogió una tumbona, se sentó al lado del comisario y se quedó dormido.

Al cabo de una hora, cuando el sol ya casi se había puesto, lo despertó uno de la Científica y le preguntó:

– Doctor, dado que el cuerpo está empaquetado, ¿qué tenemos que hacer?

– Desempaquetarlo -fue la lacónica respuesta.

– Sí, pero ¿lo hacemos nosotros o lo hace usted?

– Mejor yo -dijo Pasquano, levantándose con un suspiro.

– ¡Fazio! -llamó Montalbano.

– A sus órdenes, dottore.

– ¿Ha llegado el dottor Tommaseo?

– No, señor dottore; ha telefoneado para decir que estará aquí no antes de una hora.

– ¿Pues sabes qué te digo?

– No, señor.

– Que me marcho a comer algo y vuelvo luego. Total, me parece que la cosa va para largo.

Al pasar por el salón vio a Callara, que aún no se había movido del sofá. Le dio pena.

– Venga conmigo, lo acompaño a Vigàta. Yo le explicaré al dottor Tommaseo cómo han sucedido las cosas.

– ¡Gracias! ¡Gracias! -exclamó el hombre devolviéndole la manta.

Montalbano dejó al señor Callara delante de la agencia, ya cerrada.

– Por lo que más quiera, no hable con nadie de esta historia del muerto.

– Comisario de mi alma, creo que me ha subido la fiebre a cuarenta. Casi no puedo ni respirar, ¡imagínese si me queda aliento para hablar!

Si fuera a Enzo, seguramente perdería demasiado tiempo, así que se dirigió a Marinella.

En el frigorífico encontró un plato bastante considerable de caponatina con sus berenjenas fritas aderezadas con aceitunas y hierbas aromáticas, y un buen trozo de queso caciocavallo de Ragusa. Adelina le había comprado incluso pan recién hecho. Tenía tanto apetito que hasta le ardían los ojos. Tardó una hora larga en zampárselo todo con el acompañamiento de media botella de vino. Después se lavó la cara, subió al coche y regresó a Pizzo.

Nada más llegar, el fiscal Tommaseo, que se encontraba en la explanada de la parte anterior del chalet tomando el fresco, corrió a su encuentro.

– ¡Parece que es un delito con connotaciones sexuales!

Le brillaban los ojos y el tono de su voz sonaba casi alegre. Así estaba hecho el dottor Tommaseo: en todo delito pasional, en todo asesinato por cuernos o por sexo, se revolcaba como un bendito. Montalbano estaba convencido de que era un auténtico obseso, aunque sólo mental.

Detrás de cada mujer a la que interrogaba se le caía la baba como a un caracol, pero no se le conocían ni relaciones ni amistades femeninas.

– ¿El doctor Pasquano está dentro todavía?

– Sí.

En el apartamento ilegal faltaba el aire. Demasiadas personas entrando y saliendo, demasiado calor procedente de las dos bombillas de gran potencia que los de la Científica habían encendido. El aire cargado de antes estaba todavía más cargado, sólo que ahora apestaba a sudor humano y ahora sí llegaba hasta la nariz el hedor de la muerte.

En efecto, habían sacado el cadáver del baúl y lo habían desempaquetado de cualquier manera, dejando trozos de nailon pegados a la piel, quizá porque se habían fundido con ella. Lo habían colocado desnudo tal como estaba en la camilla, y el doctor Pasquano, soltando maldiciones, estaba terminando de examinarlo. Montalbano comprendió que no era el momento de preguntarle nada.

– ¡Llamen al ministerio público! -ordenó de repente el doctor.

Se presentó Tommaseo.

– Oiga, fiscal, yo aquí no puedo continuar, hace demasiado calor, el cadáver se me está licuando a ojos vistas. ¿Puedo mandar que se lo lleven?

Tommaseo miró con semblante inquisitivo al jefe de la Científica.

– Por mí, sí -dijo Arquà.

Vanni Arquà y Montalbano se tenían manía. No se saludaban, y sólo hablaban en caso de extrema necesidad.

– Pues entonces retirad el cadáver y colocad precintos en la ventana -ordenó Tommaseo.

Pasquano miró a Montalbano. Éste, sin hablar con nadie, regresó arriba y sacó una botella de cerveza de la nevera. Guido había hecho acopio de cerveza y el comisario se fue a descansar en su habitual tumbona de la terraza. Oyó el ruido de los automóviles que se marchaban. Al poco rato apareció el doctor Pasquano y se sentó en el mismo sitio de antes.

– Veo que usted conoce la casa. ¿Podría tomar yo también una cerveza?

Mientras se dirigía a la cocina, Montalbano vio entrar a Fazio y Galluzzo.

Dottore, ¿nosotros podemos irnos?

– Pues claro. Toma este papel. El número de teléfono es de un tal aparejador Michele Spitaleri. Búscamelo ahora mismo, tienes que localizarlo sin falta y decirle que mañana a las nueve en punto lo espero en la comisaría. Buenas noches.

Le llevó la cerveza fría a Pasquano y le explicó cómo y por qué conocía la casa. Después dijo:

– Doctor, la noche es demasiado hermosa para que lo haga enfadar. Dígame si quiere responder a alguna pregunta o no.

– No más de cuatro o cinco.

– ¿Ha conseguido establecer la edad de la víctima?

– Sí. Quince o dieciséis años. Una.

– Tommaseo me ha dicho que se trata de un delito con connotaciones sexuales.

– Tommaseo es un cabrón pervertido. Dos.

– ¿Cómo que dos? Ésa no puede considerarla una pregunta. ¡No haga trampa! ¡Seguimos estando en la primera!

– De acuerdo.

– Segunda pregunta: ¿la violaron?

– No estoy en condiciones de decirlo. Puede que tampoco lo esté después de la autopsia. Pero imagino que sí.

– Tercera: ¿cómo la mataron?

– Le cortaron la garganta.

– Cuarta: ¿cuánto tiempo hace?

– Cinco o seis años. Se ha conservado porque la empaquetaron muy bien.

– Quinta: según usted, ¿la mataron aquí o en otro sitio?

– Eso tendría que preguntárselo a los de la Científica. En cualquier caso, Arquà ha encontrado abundantes restos de sangre en el suelo.

– Sexta…

– ¡Pues no! Se ha acabado el tiempo y la cerveza. Buenas noches. -Y se levantó y se fue.

Montalbano también se levantó, pero para ir a la cocina a tomarse otra cerveza.

No tenía valor para abandonar la terraza en una noche como aquélla. De repente sintió la ausencia de Livia. La víspera estaban sentados en aquel lugar, se llevaban bien…

Y entonces la noche se le antojó de golpe muy fría.

Fazio ya estaba en la comisaría a las ocho de la mañana. Montalbano llegó media hora después.

Dottore, usía me perdonará, pero yo no me lo creo.

– ¿Qué no te crees?

– Cómo fue el descubrimiento del cadáver.

– ¿Y cómo quieres que fuera, Fazio? El señor Callara vio por casualidad el baúl, levantó la tapa y…

Dottore, a mi juicio usted se las arregló para que fuera Callara el que lo descubriese.

– ¿Y por qué iba a hacer yo eso?

– Porque usía el cadáver ya lo había encontrado la víspera, cuando fue a buscar al niño. ¡Usía es un perro de caza! ¡Imagínese si no iba a abrir el baúl! No lo dijo enseguida para que sus amigos pudieran irse tranquilos.

Lo había comprendido todo. Las cosas no se habían desarrollado exactamente así, pero en términos generales Fazio había dado en el blanco.

– Mira, piensa lo que quieras. ¿Localizaste a Spitaleri?

– Su mujer me dio el número del móvil. Primero no contestaba porque lo tenía apagado, pero al cabo de una hora contestó. Vendrá a las nueve en punto.

– ¿Has buscado información?

– Pues claro, dottore. -Sacó un papel del bolsillo y empezó a leer-: Michele Spitaleri, hijo de Bartolomeo y de María Finocchiaro, nacido en Vigàta el seis de noviembre de mil novecientos sesenta y domiciliado en esta ciudad en via Lincoln cuarenta y cuatro, casado con…

– Ya basta, he dejado que te desahogues un poco con tu manía del registro civil porque hoy me pillas de buenas, pero ahora ya basta.

– Gracias por su amabilidad.

– Dime quién es ese Spitaleri.

– Spitaleri, puesto que su hermana se casó con Pasquale Alessandro y puesto que Alessandro, que es el apellido, es el alcalde de Vigàta desde hace ocho años, resulta que es el cuñado del alcalde.

– Elemental, querido Watson.

– En su condición de tal y en su calidad de propietario de nada menos que tres empresas de construcción, y siendo aparejador, resulta que consigue el noventa por ciento de las contratas municipales.

– Sí, porque paga la comisión a partes iguales tanto a los Cuffaro como a los Sinagra. Naturalmente, también paga un porcentaje al cuñado.

Y de esta manera, dado que los Cuffaro y los Sinagra eran las dos familias mafiosas dominantes que competían entre sí, el aparejador estaba seguro.

– Y los gastos finales de cada adjudicación acaban siendo el doble de los establecidos al principio.

Dottore de mi alma, el pobre Spitaleri no puede hacer otra cosa, pues de lo contrario saldría perdiendo.

– ¿Algo más?

Fazio puso una cara indescifrable.

– Rumores.

– ¿O sea?

– Le gustan mucho las menores de edad.

– ¿Un pedófilo?

Dottore, no sé cómo se le puede llamar, el caso es que le gustan las chavalas de entre catorce y quince años.

– ¿Y las de dieciséis no?

– No; le parecen un poco pasadas.

– Será de esos que van a menudo al extranjero, que practican el turismo sexual.

– Sí, señor, pero aquí también encuentra. Dinero no le falta. Dicen en el pueblo que una vez los padres de una chica querían denunciarlo, pero él les soltó una millonada y salió bien librado. Otra vez, por haber desvirgado a otra chica, pagó con un apartamento.

– ¿Y dónde encuentra gente dispuesta a venderle a la hija?

Dottore, ¿ahora no tenemos libre mercado? ¿Y el libre mercado no es signo de democracia, libertad y progreso?

Montalbano lo miró estupefacto.

– ¿Por qué me mira así, dottore?

– Porque eso que has dicho habría tenido que decirlo yo…

Sonó el teléfono.

Dottori, aquí está el siñor Spitaletti, que dice que tiene…

– Sí, hazlo pasar…

– ¿Tú le dijiste el motivo de la convocatoria?

– ¿Qué dice? ¿Bromea? Pues claro que no.

Spitaleri, bronceado hasta parecer casi de color marrón, vestido con una chaqueta verdosa que semejaba una capa de cebolla, Rolex, cabello hasta los hombros, pulsera de oro, crucifijo de oro que se distinguía entre el vello que asomaba a través de la camisa desabrochada, mocasines amarillos sin calcetines, estaba visiblemente nervioso por la llamada. Bastaba ver su manera de sentarse en el extremo de la silla. Fue él quien habló en primer lugar.

– He venido tal como usted quería, pero créame que sinceramente no consigo comprender…

– Lo comprenderá.

¿Por qué le había caído tan antipático de repente? Decidió montar el consabido teatro para perder el tiempo.

– Fazio, ¿ya has terminado con Franceschini?

Allí no había ningún Franceschini, pero Fazio contaba con una larga experiencia como actor secundario de comedias.

– Todavía no, dottore.

– Mira, voy contigo y así resolvemos el asunto en cinco minutos. -Y dirigiéndose a Spitaleri mientras se levantaba, añadió-: Un poquito de paciencia y enseguida estoy con usted.

– Verá, comisario, es que tengo un compromiso que no…

– Entiendo.

Se dirigieron al despacho de Fazio.

– Dile a Catarella que me prepare un café con mi cafetera. ¿Tú quieres?

– No, señor dottore.

Montalbano se bebió el café con toda tranquilidad y después se fumó un pitillo en el aparcamiento. Spitaleri se había presentado con un Ferrari negro, lo cual contribuyó a intensificar la antipatía que le inspiraba. Un Ferrari en un pueblo es como tener un león en el cuarto de baño de un apartamento.

Cuando regresó a su despacho con Fazio, sorprendió a Spitaleri hablando por el móvil, que mantenía pegado a la oreja.

– … a Filiberto. Te llamo después -concluyó el aparejador al verlos entrar. Y se guardó el móvil en el bolsillo.

– Veo que ha llamado desde aquí -dijo severamente Montalbano, dando comienzo a una representación improvisada digna de la Comedia del Arte.

– ¿Por qué? ¿No podía hacerlo? -preguntó en tono beligerante.

– Tendría que habérmelo dicho.

Spitaleri enrojeció de rabia.

– ¡Yo no estoy obligado a decirle nada! ¡Soy un ciudadano libre hasta que se demuestre lo contrario! Si usted tiene algo…

– Cálmese, señor Spitaleri… Está usted cometiendo un grave error.

– ¡Nada de error! ¡Usted me está tratando como a un detenido!

– ¡Pero qué detenido ni qué pamplinas!

– ¡Quiero a mi abogado!

– Señor Spitaleri, preste atención a lo que voy a decirle y después decida si quiere llamar a su abogado o no.

– Dígame.

– Pues verá. Si antes me hubiera dicho que quería llamar a alguien, yo le habría advertido, cumpliendo con mi deber, de que todas las llamadas que se reciben y se hacen en las comisarías italianas, incluso las que se efectúan con los móviles, se intervienen y registran.

– ¡¿Cómo?!

– Pues sí. Lo que oye. Es una disposición muy reciente del ministerio. Ya sabe, con todo este terrorismo…

Spitaleri palideció como un muerto.

– ¡Quiero la cinta!

Fazio, el actor secundario, se echó a reír:

– ¡Ja, ja! ¡La cinta quiere!

– Sí. ¡Y no veo que haya ningún motivo para reírse!

– Se lo explico -terció Montalbano-. Nosotros no tenemos ninguna cinta aquí. Las intervenciones telefónicas van a parar directamente a los departamentos antimafia y antiterrorismo de Roma vía satélite. Y allí se registran. Para evitar interferencias, tachaduras, omisiones. ¿Comprende?

Spitaleri estaba sudando tanto que parecía una fuente.

– ¿Y después qué ocurre?

– Si cuando escuchan la conversación intervenida hay algo que no les cuadra, desde Roma nos avisan y nosotros damos comienzo a las investigaciones. Pero, usted perdone, ¿qué motivo tiene para preocuparse? Carece de antecedentes, creo, no es terrorista, no es mafioso…

– Claro, pero…

– ¿Pero?

– Es que, verá, hace veinte días, en una de mis obras de Montelusa hubo un accidente.

Montalbano miró a Fazio y éste le indicó por señas que no sabía nada de aquel asunto.

– ¿Qué clase de accidente?

– Un obrero… un árabe…

– ¿Ilegal?

– Parece que sí… pero me habían asegurado que…

– … que no lo era.

– Sí. Porque la regularización estaba…

– … en trámite.

– ¡Pues entonces usted lo sabe todo!

– Exactamente -dijo Montalbano.

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