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Montalbano examinó la ficha que Catarella le había imprimido.

MORREALE Caterina, llamada Rina

hija de Giuseppe y de Francesca Dibetta

nacida en Vigàta el 3-7-1983

domiciliada en Vigàta, via Roma, 42

desaparecida el 12 de octubre de 1999

denuncia presentada por su padre con fecha del 13 de octubre de 1999

Estatura: 1,75

Cabello: Rubio

Ojos: Azules

Complexión: Delgada

Señas particulares: Pequeña cicatriz de intervención de apendicitis y dedo gordo del pie varo.

nota: Comunicado presentado por la comisaría de policía de Fiacca

Dejó a un lado la ficha con la foto y apoyó la cabeza entre las manos.

Degollada como un animal cualquiera, ni siquiera con el ritual de una oveja.

Ahora que había visto cómo era la chica, tuvo la certeza, vete tú a saber por qué, de que el doctor Pasquano tenía razón y, al mismo tiempo, estaba equivocado.

Tenía razón en lo que suponía acerca de cómo la habían matado, pero se equivocaba en cuanto al móvil. Pasquano había planteado la hipótesis de un chantaje, pero Rina Morreale, con aquellos ojos tan claros y serenos que tenía, jamás habría sido capaz de hacer chantaje.

Aunque hubiera accedido a hacer el amor con el hombre que más tarde la mataría, ¿era posible que lo hubiese seguido voluntariamente al piso ilegal oculto bajo tierra, al cual se accedía a través de una entrada estrecha e incluso peligrosa? Por si fuera poco, allí dentro debía de estar muy oscuro. ¿Acaso el asesino llevaba una linterna? Pero ¿es que no había otro sitio mejor? ¿No podían hacerlo dentro del coche? Pizzo era un lugar solitario y no habrían tenido ningún problema.

No; seguramente Rina Morreale había sido obligada por el asesino a entrar en lo que sería su tumba.

Catarella se había puesto a su lado para contemplar la fotografía de la chica. Quizá antes no le había prestado demasiada atención.

– ¡Qué guapa era! -murmuró emocionado.

La foto correspondía a las señas particulares y mostraba a una muchacha de insólita belleza, incluso tenía un cuello que parecía pintado por Botticelli.

O sea, que ya no era necesario realizar más investigaciones, sólo quedaba avisar a la familia para que alguien se trasladara a Montelusa y efectuara el reconocimiento.

Montalbano sintió que se le encogía el corazón.

– ¡Qué guapa era! -repitió en voz baja Catarella.

El comisario levantó la vista y lo sorprendió girado ciento ochenta grados, enjugándose los ojos con la manga del uniforme.

Mejor cambiar inmediatamente de tema.

– ¿Ha vuelto Fazio?

– Sí, siñor.

– ¿Me lo mandas aquí?

Cuando entró, Fazio también sujetaba una hoja de papel.

– Catarella me ha dicho que la chica ha sido identificada. ¿Puedo verla?

Montalbano le entregó la ficha, Fazio la miró y se la devolvió.

– Pobrecita.

– Cuando lo pillemos, porque vamos a pillarlo, eso seguro, le parto la cara -dijo el comisario sin la menor inflexión en la voz. Luego se le ocurrió una idea-. ¿Cómo es posible que los padres de la chica denunciaran la desaparición en la comisaría de Fiacca?

– No lo entiendo, dottore, a pesar de que en aquel período se había planteado la cuestión de la interacción entre las distintas comisarías sin claras jurisdicciones territoriales. ¿Recuerda el follón que se armó?

– Vaya si lo recuerdo. Teniendo que encargarnos de todo, no nos encargábamos de nada. En cualquier caso, no olvidemos preguntárselo a los familiares.

– Por cierto, ¿quién los avisa?

– Tú. Pero primero comunícaselo a Tommaseo. Es más, hazlo ahora mismo desde aquí, así nos quitamos este problema de en medio.

Fazio habló con el fiscal, el cual pidió que le enviaran la ficha por correo electrónico. Porque, antes de avisar a la familia, quería hablar con el doctor Pasquano y confirmar la identificación.

– ¡Catarella!

– Aquí estoy, dottori.

– Ven a recoger la ficha de la chica y envíasela ahora mismo al dottor Tommaseo.

Después de que Catarella acudiera a recogerla, Montalbano se lanzó al ataque.

– ¿Cómo has tardado toda una mañana en encontrar el nombre de los obreros, Fazio?

– No era yo quien tenía que encontrarlos, dottori, sino el aparejador Spitaleri.

– Pero ¿no tienen un ordenador, algún tipo de fichero?

– Lo tienen, pero en el despacho sólo conservan los datos de los últimos cinco años, y como el chalet se construyó hace seis…

– ¿Y los demás dónde los conservan?

– En casa de la hermana del aparejador, la cual, por su parte, se había ido a Montelusa, y hemos tenido que esperar a que regresara.

– No entiendo por qué guarda esos documentos en casa de su hermana.

– Yo sí.

– Explícamelo.

– Por la Policía Fiscal, dottore. En previsión de una repentina visita de la Policía Fiscal. De esta manera, el aparejador tiene tiempo de avisar a su hermana, la cual ya ha sido previamente instruida y sabe qué documentos debe llevar al despacho y cuáles no. ¿Me he explicado?

– Perfectamente.

– Bueno, pues los albañiles que trabajaron… -empezó Fazio.

– Espera. Aún no hemos tenido ocasión de hablar de Spitaleri.

– Por lo que respecta al asesinato de la chica…

– No. De momento quiero hablar del Spitaleri especulador inmobiliario. No del Spitaleri aficionado a las jovencitas menores de edad, que de ése hablaremos después. ¿Qué te ha parecido?

Dottore, ése se encuentra en una situación muy complicada. Cuando inventamos que la autopsia no había revelado alcohol en la sangre del árabe sino sólo en su ropa, él no se movió y no dijo ni pío. En cambio, habría debido sorprenderse o decir que no podía ser cierto.

– O sea, que al pobre árabe lo empaparon de vino cuando ya había muerto para que pareciera borracho.

– ¿Usía cómo cree que ocurrieron las cosas?

– Mientras tú estabas con Spitaleri convoqué aquí al maestro de obras Dipasquale y lo interrogué. En mi opinión, el árabe se cayó de un andamio sin barandilla de protección y ningún compañero se dio cuenta. Quizá estaba trabajando solo en un lugar apartado de la obra. El vigilante, que se llama Filiberto Attanasio, lo descubre cuando todos los demás ya se han ido y llama a Dipasquale, que a su vez se lo comunica a Spitaleri. ¿Qué te pasa? ¿Me escuchas o no?

Fazio estaba pensativo.

– ¿Cómo ha dicho que se llama el vigilante?

– Filiberto Attanasio.

– ¿Me disculpa un momento?

Se levantó, se retiró y regresó al cabo de cinco minutos con una ficha en la mano.

– Lo recordaba muy bien.

Le entregó la ficha a Montalbano. Filiberto Attanasio había sido condenado varias veces por hurto, actos de violencia con circunstancias agravantes, intento de homicidio y atraco. La fotografía mostraba a un hombre de cincuenta y tantos años, de nariz desproporcionadamente grande y sin un solo pelo en la cabeza. Estaba clasificado como delincuente habitual.

– Es bueno saberlo -comentó el comisario. Y añadió-: Avisados por el vigilante, Spitaleri y Dipasquale acuden a la obra, ven la situación y deciden protegerse las espaldas colocando, con las primeras luces del alba del domingo, la barandilla de protección que antes no había. Luego vierten vino sobre el cadáver y se marchan a dormir. A la mañana siguiente, con la ayuda del vigilante, notifican lo sucedido.

– Y el comisario Lozupone pica el anzuelo.

– ¿Tú lo crees? ¿Conoces a Lozupone?

– No, señor. Pero sé muy bien quién es.

– Yo lo conozco desde hace tiempo. No…

Sonó el teléfono.

¿Dottori? Está al tilífono el fiscal Dommaseo que quiere hablar con usted personalmente en pirsona.

– Pásamelo.

– ¿Tommaseo? Montalbano.

El fiscal se desorientó.

– Quería decirle… ah, bueno… He visto la fotografía de la ficha. ¡Qué belleza de muchacha!

– Ya.

– ¡Violada y degollada!

– ¿Le ha dicho el doctor Pasquano que la violaron?

– No; sólo me ha dicho que la degollaron. Pero que la violaron yo lo adivino intuitivamente. Es más, estoy seguro.

¡Había que imaginar el cerebro de Tommaseo trabajando a pleno rendimiento en la representación de los más mínimos detalles de la violación!

Y entonces a Montalbano se le ocurrió una genial idea que quizá podría ahorrarle a él o a Fazio la obligación de comunicar la trágica noticia a los familiares de la víctima.

– ¿Sabe, dottor Tommaseo? Parece que la chica asesinada tiene una hermana gemela, por lo menos eso me han dicho, mucho más guapa que la difunta.

– ¿Todavía más guapa?

– Parece que sí.

– Por consiguiente, esa gemela ahora debe de tener veintidós años.

– Salen las cuentas.

Fazio lo estaba mirando perplejo. Pero ¿qué embuste se había inventado el comisario?

Hubo una pausa. Seguro que el fiscal, examinando la ficha con ojos desorbitados, se estaba relamiendo los bigotes de gusto ante la idea de conocer a la hermana gemela. Después habló.

– ¿Sabe qué le digo, Montalbano? Que mejor que sea yo personalmente quien les comunique a los familiares… dada la tierna edad de la víctima… la especial brutalidad…

– Tiene toda la razón, dottore. ¡Usted es un hombre de gran comprensión humana! ¿O sea que ya se encargará usted de comunicar la noticia a los familiares?

– Sí. Me parece más apropiado.

Se despidieron y colgaron. Fazio, que había comprendido el juego del comisario, se echó a reír.

– Pero éste en cuanto oye hablar de una mujer…

– No le hagas caso. Acudirá a toda prisa a casa de los Morreale con la esperanza de ver a la hermana gemela que no existe. ¿Qué te estaba diciendo?

– Me estaba hablando del dottor Lozupone.

– Ah, sí. Lozupone es un hombre experto e inteligente que sabe vivir tranquilo.

– ¿Qué quiere decir?

– Quiero decir que muy probablemente Lozupone debió de pensar lo mismo que nosotros, o sea, que la barandilla de protección la colocaron después de la desgracia, pero lo dejó correr.

– ¿Y eso por qué?

– Quizá le aconsejaron que se atuviera a lo que le habían dicho Dipasquale y Spitaleri. Pero es difícil que consigamos saber quién le dio el consejo en jefatura o bien en el Palacio de la llamada Justicia.

– Bueno, cierta idea sí se puede tener.

– ¿Cómo?

Dottore, usía me ha dicho que conoce bien a Lozupone. Pero ¿sabe con quién está casado?

– No.

– Con la hija del dottor Lattes.

Como noticia no estaba mal.

El dottor Lattes, jefe de gabinete del jefe superior de policía, apodado Latte e Miele, «leche y miel», por su empalagosidad, hombre de iglesia y oración, ¡hombre que jamás pronunciaba una palabra sin haberla untado previamente con vaselina y que daba constantemente las gracias a la Virgen tanto si venía a cuento como si no!

– ¿Y sabe quién apoya políticamente al cuñado de Spitaleri?

– ¿Al alcalde? El alcalde Alessandro pertenece al mismo partido que el presidente de la región, que por cierto es el mismo partido del dottor Lattes, y es el gran elector del honorable diputado Catapano, lo cual es mucho decir.

Gerardo Catapano era un hombre que había sido capaz de mantener buenas relaciones tanto con los Cuffaro como con los Sinagra, las dos familias mafiosas de Vigàta.

Por espacio de un instante, Montalbano se desanimó. ¿Sería posible que las cosas no cambiaran jamás? Pirilí-pirulá, las cosas siempre acababan entre parentescos peligrosos, relaciones entre mafia y política, entre mafia y empresariado, entre política y bancos de blanqueo y usura…

¡Qué baile tan obsceno! ¡Qué bosque petrificado de corrupción, estafas, negocios sucios, indignidades, especulación!

Se imaginó un posible diálogo:

– Mira bien cómo te mueves porque X, que es hombre del honorable diputado Y y es yerno de K, que es hombre del mafioso Z, mantiene excelentes relaciones con el honorable H.

– Pero ¿el honorable H no está en la oposición?

– Sí, pero da igual.

¿Qué decía el padre Dante?

¡Ay sierva Italia de dolor morada,

barca sin timón en la tormenta,

no señora de provincias sino de mancebía!

Italia seguía siendo sierva como mínimo de dos amos, Estados Unidos y la Iglesia, y la tormenta se había convertido en algo cotidiano por culpa de un timonel que mejor perderlo de vista cuanto antes. Claro que las provincias de las cuales Italia era señora superaban ahora el centenar, pero, en compensación, la mancebía también se había multiplicado de manera exponencial.

– Bueno pues, los seis albañiles… -dijo Fazio, siguiendo con el tema.

– Espera. ¿Tienes algo que hacer esta noche?

– No, señor.

– ¿Te importaría ir conmigo a Montelusa?

– ¿A hacer qué?

– A charlar un ratito con Filiberto el vigilante. Sé dónde está la obra, me lo ha explicado Dipasquale.

– Yo creo que usía quiere hacerle daño a ese Spitaleri.

– Lo has adivinado.

– Pues claro que voy con usted.

– Bueno, ¿me dices de una vez el nombre de esos albañiles o no?

Fazio lo miró con mala cara.

Dottore, hace una hora que lo estoy intentando.

Desdobló la hoja.

– Los nombres de los obreros son éstos: Antonio Dalli Cardillo, Ermete Smecca, Ignazio Butera, Antonio Passalacqua, Stefano Fiorillo y Gaspare Miccichè. Cardillo y Miccichè son los dos que trabajaron hasta el último día, los que cubrieron el piso ilegal.

– Si te hago una pregunta, ¿me contestarás con la verdad?

– Lo intentaré.

– ¿Has ido a buscar los datos completos de todos estos hombres?

Fazio se ruborizó ligeramente. No sabía resistirse a su «manía del registro civil», tal como la llamaba el comisario.

– Sí, señor dottore. Pero no se los he leído.

– No me los has leído porque no has tenido valor. ¿Has averiguado si trabajan y dónde?

– Claro. Actualmente están trabajando en las cuatro obras que tiene el aparejador.

– ¿Cuatro?

– Sí, señor. Y dentro de cinco días empieza otra. Con las influencias que tiene tanto políticas como mafiosas, ¡imagínese si a ése le va a faltar trabajo! En resumen, Spitaleri me ha dicho que prefiere tener siempre a los mismos obreros.

– Exceptuando algún que otro árabe de paso que se puede arrojar al cubo de la basura sin demasiados problemas. ¿Cardillo y Miccichè trabajan en la obra de Montelusa?

– No, señor.

– Mejor así. Tú a esos dos me los convocas para mañana por la mañana, uno a las diez y el otro al mediodía, en vista de que esta noche quizá nos retrasemos. No aceptes excusas. En caso necesario, amenázalos.

– Ahora mismo me ocupo de eso.

– Muy bien. Yo me voy a casa. Nos vemos aquí a las doce de la noche y después nos vamos a Montelusa.

– De acuerdo. ¿Me pongo el uniforme?

– Ni se te ocurra. Ése, si nos cree unos delincuentes, mejor.

En Marinella, sentado en la galería, le pareció notar un poco de fresco, pero era más bien una hipótesis de frescor, pues ni el mar ni el aire se movían.

Adelina le había preparado una pappanozza. Cebonas y patatas hervidas un buen rato y después colocadas en un plato y aplastadas con la parte convexa de un tenedor hasta convertirlas en una espesa mezcla. Condimento: aceite, una pizca de vinagre, sal y pimienta negra molida al momento. No comió otra cosa, quería mantenerse ligero.

Después estuvo leyendo hasta las once de la noche una estupenda novela policíaca de dos autores suecos que eran marido y mujer, y en la cual no había ni una sola página que no contuviera un despiadado ataque a la social-democracia y el gobierno. Montalbano lo dedicó mentalmente a todos aquellos que no se dignaban leer novelas policíacas por considerarlas un mero pasatiempo repleto de enigmas.

A las once encendió el televisor. Hablando del rey de Roma: Televigàta estaba mostrando al honorable Gerardo Catapano inaugurando la nueva perrera municipal de Montelusa.

Apagó, se refrescó bien la cara en el lavabo y salió de casa.

Llegó a la comisaría a las doce menos cuarto de la noche. Fazio ya estaba allí. Ambos vestían una chaqueta ligera y camisa de manga corta. Se miraron sonriendo porque los dos habían pensado lo mismo. Alguien que conserva la chaqueta puesta en medio de tanto calor no tiene más remedio que despertar inquietud, porque en el noventa y nueve por ciento de los casos la chaqueta sirve para ocultar el revólver que lleva remetido en la cintura o guardado en el bolsillo.

Y, en efecto, ambos iban armados.

– ¿Vamos con el suyo o con el mío?

– Con el tuyo.

Tardaron media hora escasa en llegar a la obra, que estaba en la misma Montelusa, por la parte de la vieja estación.

Aparcaron y bajaron. La obra estaba protegida por una empalizada de madera de casi dos metros de altura, con una gran verja cerrada.

– ¿Recuerda lo que había aquí? -preguntó Fazio.

– No.

– El palacete Linares.

Montalbano lo recordó. Una pequeña joya de la segunda mitad del siglo xix que los Linares, ricos comerciantes de azufre, habían encargado al famoso arquitecto Basile, el del teatro Massimo de Palermo. Más tarde los Linares se arruinaron, y con ellos el palacete. En lugar de restaurarlo, se les había ocurrido derribarlo y construir en su lugar un edificio de ocho pisos. ¡Ah, la dureza de la ley de protección de los bienes culturales!

Se acercaron a la verja de madera y miraron entre los barrotes, pero no vieron luz.

Fazio la empujó despacio tres veces seguidas.

– Está cerrada por dentro con una tranca.

– ¿Te atreves a encaramarte y abrir?

– Sí, señor. Pero no por aquí, pues podría pasar algún coche. Entro por la parte de atrás, encaramándome a la empalizada. Usía me espera aquí.

– Ten cuidado, que podría haber un perro.

– No creo; ya habría ladrado.

Tuvo tiempo de fumarse un cigarrillo antes de que en la verja se abriera un resquicio suficiente para permitirle pasar.

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