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No se equivocaron en su previsión. El mar grisáceo había recuperado su color; la arena mojada tiraba a marrón claro, pero dos horas de sol le devolverían el tono dorado. Quizá el agua estaba un poco fría, pero a mediodía, con el calor que ya hacía a las siete de la mañana, estaría como un caldo. Esa era justo la temperatura que le gustaba a Livia, mientras que a Montalbano le desagradaba, le daba la impresión de introducirse en una bañera de balneario, y cuando salía, se sentía debilitado y sin fuerzas.

Livia llegó a Pizzo a las nueve y media y se enteró de que el inicio de la mañana había sido normal; no habían encontrado ni escarabajos ni ratones ni arañas, y tampoco se habían registrado nuevas visitas tipo escorpiones o víboras. Laura, Guido y Bruno ya estaban preparados para bajar a la playa.

Estaban a punto de cruzar la pequeña verja de la terraza cuando sonó el teléfono. Guido, que era ingeniero, trabajaba en una empresa especializada en la construcción de puentes y a quien dos días atrás habían llamado desde Génova a causa de un problema que él había intentado explicarle a Montalbano pero acerca del cual éste no había entendido absolutamente nada, dijo:

– Id bajando que ya os alcanzo.

Y entró en la casa para contestar al teléfono.

– Tengo que hacer pis -le dijo Laura a Livia.

Y entró también en la casa. Livia la siguió, porque, como todo el mundo sabe, orinar es contagioso; basta con que alguien se esté aguantando para que en cuestión de un momento a todos les ocurra lo mismo. Fue al otro cuarto de baño.

Cuando todos hubieron terminado de hacer sus cosas y se reunieron en la terraza, Guido cerró la puerta cristalera, la verja, cogió el parasol porque le correspondía llevarlo a él siendo el hombre, y se encaminaron hacia la escalerita de toba que llevaba a la playa. Pero antes de iniciar el descenso, Laura miró alrededor y preguntó:

– ¿Dónde está Bruno?

– A lo mejor ha empezado a bajar solo -dijo Livia.

– ¡Dios mío, pero si solo no puede! Siempre tengo que cogerlo de la mano -replicó Laura.

Se asomaron a mirar. Desde allí se veían unos veinte peldaños, pero después la escalerita giraba hacia un lado. Bruno no estaba a la vista.

– Es imposible que haya podido bajar más -dijo Guido.

– ¡Ve a ver, por el amor de Dios! ¡Puede haberse caído! -exclamó Laura, que ya empezaba a ponerse nerviosa.

Guido, seguido por las miradas de Laura y Livia, bajó corriendo, desapareció al llegar a la curva y volvió a aparecer en ella al cabo de menos de cinco minutos.

– He recorrido toda la escalera. No está; id a ver en casa, a lo mejor lo hemos dejado encerrado dentro -indicó, levantando la voz y respirando afanosamente.

– Pero ¿cómo lo hacemos? ¡Las llaves las tienes tú!

Guido, que había tratado de ahorrarse la subida, llegó arriba soltando maldiciones, abrió la verja de la terraza y la puerta cristalera. E inmediatamente se oyó un coro:

– ¡Bruno! ¡Bruno!

– Este imbécil de niño es capaz de pasarse todo un día escondido debajo de una cama sólo para fastidiarnos -dijo Guido, que ya estaba perdiendo la paciencia.

Lo buscaron por toda la casa, debajo de las camas, dentro del armario, encima del armario, debajo del armario, en el trastero de las escobas. Nada. En determinado momento, Livia dijo:

– Pues tampoco se ve a Ruggero…

Era verdad. El gato, que por regla general se metía entre los pies de la gente como bien sabía Guido, también parecía haber desaparecido.

– Cuando lo llamamos, Ruggero suele venir o maullar. Vamos a llamarlo -sugirió Guido.

Era una ocurrencia lógica: puesto que el niño no hablaba, el único que en cierto modo podía contestar era el gato.

¡Ruggero! ¡Ruggero!

No hubo respuesta gatuna.

– Pues entonces Bruno tiene que estar fuera -concluyó Laura.

Salieron todos a buscar alrededor de la casa, comprobaron el interior de los dos vehículos aparcados. Nada.

– ¡Bruno! ¡Ruggero! ¡Bruno! ¡Ruggero!

– A lo mejor se ha ido por el caminito que lleva a la carretera provincial -apuntó Livia.

La reacción de Laura fue inmediata:

– Pero si llega hasta allí… ¡Oh, Dios mío, allí hay un tráfico tremendo!

Entonces Guido subió al coche y recorrió el caminito que llevaba a la provincial; al volver atrás vio que ante la puerta de la casita rural había un campesino de unos cincuenta años muy mal vestido y tocado con una sucia boina, mirando al suelo con tanta atención que parecía estar contando las hormigas.

Guido paró y se asomó por la ventanilla:

– ¿Ha visto pasar a un niño?

– ¿Qué?

– Un niño de tres años.

– ¿Por qué?

«¿Qué coño de pregunta es ésa?», pensó Guido, que tenía los nervios a flor de piel. Pero aun así contestó.

– Porque no lo encontramos.

– ¡Ay, ay, ay! -exclamó el cincuentón, adoptando de repente una expresión preocupada y girándose unos tres cuartos de circunferencia hacia la casa.

Guido se sorprendió.

– ¿Qué significa «ay, ay, ay»?

– Ay, ay, ay sólo significa ay, ay, ay. Yo a ese niño no lo he visto, y de todos modos, nada sé y nada quiero saber de esa historia -declaró el hombre en tono perentorio; luego entró en la casa y cerró la puerta.

– ¡Pues no, oiga! -gritó Guido enfurecido-. ¡Ésa no es manera de contestar! ¡Usted es un maleducado!

Tenía ganas de armar jaleo y desahogarse un poco. Bajó del coche y llamó a la puerta, la emprendió a patadas con ella, pero no hubo forma: la puerta permaneció cerrada. Soltando maldiciones volvió a subir al coche, lo puso en marcha, pasó por delante de la otra casa, la que tenía un aspecto más civilizado, se le antojó que estaba vacía, siguió adelante y regresó al chalet.

– ¿Nada?

– Nada.

Laura abrazó a Livia y se echó a llorar.

– ¿Habéis visto? ¿No os decía yo que ésta es una casa maldita?

– ¡Tranquilízate, Laura, por el amor de Dios! -exclamó su marido. El único resultado que obtuvo fue que arreciara el llanto de Laura.

– ¿Qué podemos hacer? -preguntó Livia.

Guido tomó una decisión.

– Voy a llamar a Emilio, el alcalde.

– ¿Por qué precisamente al alcalde?

– Le pediré que me mande la consabida cuadrilla. O algún vigilante. Cuantas más personas lo busquemos, mejor. ¿No te parece?

– Espera. ¿No sería mejor que llamaras a Salvo?

– Quizá tengas razón.

Veinte minutos después llegó Montalbano con un vehículo de servicio conducido por Gallo, el cual había realizado una carrera digna de Indianápolis.

Al bajar, el rostro del comisario parecía un poco cansado, amarillento y amargado, pero era el aspecto que siempre ofrecía tras viajar en automóvil con Gallo.

Livia, Guido y Laura se pusieron a contarle lo ocurrido todos a la vez, por lo que Montalbano sólo pudo comprender algo prestando mucha atención, tras lo cual se detuvieron a la espera de sus palabras, sin duda decisivas, con la misma actitud de quien confía en alcanzar una gracia de la Virgen de Lourdes.

– ¿Podría beber un poco de agua? -fue, por el contrario, la ansiada respuesta.

Necesitaba recuperarse, no sólo del sofocante calor sino también de la hazaña de Gallo. Mientras Guido iba por el agua, las dos mujeres lo miraron decepcionadas.

– ¿Dónde crees que puede estar? -preguntó Livia.

– ¡Y yo qué sé, Livia! ¡No soy mago! Ahora veremos, pero tranquilizaos; los nerviosismos me alteran.

Guido le llevó el agua y Montalbano se la bebió.

– ¿Queréis explicarme qué estamos haciendo aquí fuera con este sol? ¿Queréis que nos dé una insolación? Entremos en la casa. Ven tú también, Gallo.

Éste bajó del coche y todos siguieron a Montalbano obedientemente. Pero, vete tú a saber por qué, nada más entrar en el salón los nervios de Laura se quebraron de golpe. Primero emitió un fuerte gemido semejante a una sirena de bomberos y después rompió a llorar, desesperada. Se le había ocurrido un pensamiento repentino.

– ¡Me lo han secuestrado!

– Trata de razonar, Laura -la reprendió Guido.

– Pero ¿quién quieres que lo haya secuestrado? -preguntó Livia.

– ¡Y yo qué sé! ¡Los gitanos! ¡Los feriantes! ¡Los beduinos! ¡Presiento que me han secuestrado a mi pobre niño!

A Montalbano le acudió una idea perversa: si alguien hubiera secuestrado a un niño tan tremendo como Bruno, seguro que lo devolvía el mismo día. En su lugar le preguntó a Laura:

– ¿Y por qué, a tu juicio, han secuestrado también a Ruggero?

Gallo se levantó de un salto de la silla. Se había enterado de que había desaparecido un niño porque se lo había dicho el comisario, pero al llegar se había quedado en el coche y no había oído nada de lo que le habían contado a Montalbano. ¿Y ahora resultaba que los desaparecidos eran dos? Miró con expresión inquisitiva a su superior.

– Es un gato; no te preocupes.

El tema del gato ejerció un efecto milagroso. Laura pareció tranquilizarse ligeramente. Montalbano estaba abriendo la boca para decirle lo que habría que hacer cuando Livia se encaramó de un salto a una silla, abrió desmesuradamente los ojos y dijo sin la menor inflexión en la voz:

– ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!

Primero todos la miraron y después siguieron la dirección de su mirada.

En el umbral del salón estaba Ruggero, lamiéndose tranquilamente los bigotes.

Laura soltó otro pitido de sirena y se puso de nuevo a dar voces.

– ¿Veis como es verdad? ¡El gato está aquí y Bruno no está! ¡Me lo han secuestrado! ¡Me lo han secuestrado!

Y al punto se desmayó.

Guido y Montalbano la sujetaron, la llevaron al dormitorio y la tendieron en la cama. Livia se apresuró a colocarle unas compresas con hielo en la cabeza y un frasco de vinagre bajo la nariz, pero no hubo nada que hacer, Laura no abría los ojos.

Su rostro había adquirido una tonalidad grisácea, mantenía las mandíbulas fuertemente apretadas y estaba empapada de sudor frío.

– Llévala a un médico de Montereale -le dijo Montalbano a Guido-. Y tú, Livia, ve con ellos.

Tras haber colocado a Laura en el asiento de atrás con la cabeza apoyada en el regazo de Livia, Guido salió disparado a tal velocidad que hasta Gallo se quedó asombrado. El comisario y Gallo regresaron al salón.

– Ahora que ya nos los hemos quitado de encima -dijo Montalbano-, procuremos hacer algo sensato. Y lo primero es ponernos traje de baño. De lo contrario, este calor no nos dejará razonar.

– Yo no llevo traje de baño, dottore.

– Ni yo. Pero Guido tiene tres o cuatro.

Los encontró y se los pusieron. Por suerte eran elásticos; de lo contrario, el comisario habría ofrecido la pinta de Cantinflas y a Gallo lo habrían denunciado por ultraje al pudor.

– Ahora vamos a hacer una cosa. A unos diez metros de la verja de la terraza hay una escalerita de toba que baja a la playa. Es el único lugar donde, por lo que he podido comprender a través del alboroto que han armado, me parece que no han mirado bien. Bájala toda hasta el final y detente en cada escalón; el pequeño puede haber caído y rodado hacia alguna hendidura.

– ¿Y usía qué hace?

– Yo me hago amigo del gato.

Gallo lo miró perplejo, pero salió sin decir nada.

¡Ruggero! ¡Pero qué gato tan guapo eres! ¡Ruggero!

El gato rodó sobre la espalda levantando las patas en el aire. Montalbano le rascó la barriga.

– Ronronron -dijo Ruggero.

– ¿Qué tal si vemos qué hay en la nevera? -le propuso el comisario, encaminándose hacia la cocina.

Ruggero, que no pareció contrario a la idea, lo siguió, y mientras Montalbano abría el frigorífico y sacaba dos anchoas, no hizo más que restregarse contra sus piernas, dándole cariñosos cabezazos.

El comisario tomó un plato de cartón, puso en él las anchoas, lo depositó en el suelo, esperó a que el gato terminara de comer y después salió a la terraza, donde se dirigió a la escalerita justo a tiempo para ver asomar la cabeza de Gallo.

– Absolutamente nada, dottore. Puedo jurarle que el chiquillo no ha bajado por esta escalera.

– ¿Descartas que haya podido llegar a la orilla e incluso meterse en el agua?

Dottore, creo haber comprendido que el niño tiene tres años. No lo habría conseguido ni siquiera corriendo.

– Pues entonces quizá sea mejor mirar por el campo. No hay ninguna otra explicación.

Dottore, ¿qué le parece si llamo a la comisaría y mando venir a dos o tres hombres de refuerzo? -A Gallo le resbalaba el sudor hasta los pies.

– Esperemos todavía un poquito. Entretanto, ve a refrescarte un poco. En la explanada hay una manguera.

– Pero usía tendría que ponerse algo en la cabeza. Espere un momento. -Subió a la terraza donde permanecían abandonadas las cosas de la playa y regresó con un floreado sombrero rosa de Livia-. Póngase esto. Total, aquí no lo ve nadie.

Mientras Gallo se retiraba, Montalbano se dio cuenta de que Ruggero ya no estaba con él. Entró en la casa, se dirigió a la cocina y lo llamó. El gato había desaparecido.

Si no estaba allí lamiendo el plato de las anchoas, ¿adónde podía haber ido?

Sabía, por lo que le habían contado Laura y Guido, que el minino y el chiquillo se habían convertido en compañeros inseparables. Bruno había llorado y armado tal escándalo que había conseguido permiso para que el gato durmiera en su cama.

Por eso él se había hecho amigo de Ruggero; tenía la corazonada de que el gato sabía con toda certeza dónde estaba el niño.

Y ahora en la cocina se le ocurrió que el gato había vuelto a desaparecer porque había ido a reunirse con Bruno para hacerle compañía.

– ¡Gallo!

El policía acudió a toda prisa, dejando el suelo mojado de agua.

– Mande, dottore.

– Comprueba, mirando en todas las habitaciones, que el gato no esté en ningún sitio. Cuando hayas comprobado que no está en una habitación, cierra la ventana y la puerta de esa estancia. Debemos asegurarnos de que no está en el interior de la casa y no tenemos que darle la posibilidad de que entre de nuevo.

Gallo lo miró con auténtica sorpresa. Pero ¿no habían acudido allí para buscar a un niño extraviado? ¿Por qué el comisario se había emperrado tanto con aquel gato?

Dottore, perdone, pero ¿qué pinta aquí el animal?

– Haz lo que te digo. Y deja abierta sólo la puerta principal.

Gallo dio comienzo a la búsqueda. Montalbano salió por la verja de la terraza, caminó por el borde del precipicio que caía a pique sobre la playa y se giró para mirar la casa desde lejos.

La observó largo rato hasta tener la certeza de que lo que estaba viendo no era una simple impresión suya. De manera casi imperceptible, sólo unos centímetros, el chalet se inclinaba hacia la izquierda.

Sin duda era un efecto del movimiento de asentamiento producido unos días atrás, y que había provocado la grieta en el suelo del salón por la que habían salido los escarabajos, los ratones y las arañas.

Regresó a la terraza, tomó una pelota que Bruno había dejado encima de una tumbona y la depositó en el suelo. Lentamente, la pelota empezó a rodar hacia el murete de la izquierda.

Era la prueba que buscaba. Y que podía significarlo todo o nada.

Volvió a cruzar la verja, se apartó un poco y esta vez se puso a estudiar el lado derecho del chalet. Todas las ventanas de aquel lado estaban cerradas, señal de que por allí Gallo ya había terminado su misión. Montalbano no observó nada extraño.

Luego se dirigió a la parte de atrás, donde estaban la entrada principal del chalet y la explanada para aparcar. La puerta estaba abierta, tal como él le había dicho a Gallo que la dejara. No había nada fuera de lo normal.

Reanudó su camino hasta llegar al otro lado, hacia el cual se inclinaba el chalet de manera casi invisible. Una de las dos ventanas estaba cerrada, mientras que la otra aún permanecía abierta.

– ¡Gallo!

Éste se asomó.

– ¿Nada?

– Éste es el cuarto de baño más pequeño; acabo de terminar. El gato no está. Me queda sólo el salón. ¿Puedo cerrar?

Mientras Gallo cerraba, Montalbano reparó en que el alero encima de la ventana se había roto y había una grieta de por lo menos tres dedos de anchura.

Debía de ser una vieja grieta que nadie había mandado arreglar. Cuando llovía, el agua, en lugar de ir a parar al interior del canal que la encauzaba hacia un pozo situado junto a la terraza, salía enteramente por allí. Para evitar que se formara un gran charco en el suelo y la humedad alcanzara la pared, alguien había colocado debajo un bidón de gran tamaño, de esos que se utilizaban para el alquitrán.

Sin embargo, Montalbano observó que el bidón había sido apartado y ya no se encontraba debajo de la grieta del alero, sino a un metro de la pared.

«Si el agua no ha ido a parar al bidón -reflexionó-, aquí tendría que haber un charco muy grande, un auténtico lago, pues en estos dos días ha llovido a cántaros. Sin embargo, no hay nada. ¿Eso cómo se explica?»

Experimentó una especie de sacudida eléctrica muy leve a lo largo de la espalda. Le ocurría cuando intuía que estaba en el camino adecuado.

Se acercó al bidón. Había un poco de agua, en efecto, pero no tanta como habría tenido que haber, y estaba claro que procedía directamente del cielo.

Y fue entonces cuando reparó en que el agua que había resbalado a través de la grieta del alero durante dos días y una noche había excavado un auténtico hoyo al pie de la pared.

No se podía ver de manera inmediata porque el bidón lo ocultaba parcialmente.

Era un hoyo de más o menos un metro de diámetro; probablemente la superficie de terreno friable que cubría alguna cavidad subterránea había cedido bajo el peso del agua que caía desde arriba. Montalbano se quitó el sombrerito de Livia y se tumbó en el suelo con la cara prácticamente metida en el interior del agujero. Después se apartó un poco e introdujo un brazo sin conseguir rozar el fondo. Notó que el foso no se hundía en sentido vertical, sino que bajaba al través, siguiendo una especie de ligero declive.

Sin saber explicarse el porqué, tuvo la certeza de que el chiquillo se había introducido en el interior de aquel hoyo y ahora no era capaz de salir.

Se levantó, entró corriendo como un desesperado en la casa, se dirigió a la cocina, abrió el frigorífico, tomó el plato de las anchoas, regresó al mismo sitio de antes, se arrodilló y colocó las anchoas alrededor de la boca del agujero.

Gallo regresó en ese momento y vio al comisario, que se había puesto de nuevo el sombrerito de mujer, con el pecho y los brazos sucios, sentado en el suelo, contemplando fijamente un boquete alrededor del cual había colocado unas cuantas anchoas.

Se quedó perplejo y aturdido, y le entró la momentánea duda de si su jefe se habría vuelto loco. ¿Qué debía hacer? Seguirle la corriente tal como se hace con los locos para calmarlos.

– Muy bonito este agujero con las anchoas -dijo, esbozando una sonrisa de admiración, como si estuviera en presencia de una obra de arte moderno.

Con gesto autoritario, Montalbano le hizo señas de que se callara. Y Gallo se calló, temiendo que, en su locura, el comisario pudiera ponerse violento.

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