Estaba durmiendo de tal forma que ni siquiera un cañonazo lo habría despertado. O mejor: un cañonazo no, pero el timbre del teléfono sí.
Un hombre que en los tiempos que corren vive en un país civilizado como el nuestro (es un decir), si oye en pleno sueño unos cañonazos, está claro que los confunde con los truenos de un temporal, las tracas de las fiestas del santo patrón o el desplazamiento de unos muebles por parte de esos cabrones del piso de arriba, y sigue durmiendo como si tal cosa. En cambio, el sonido del teléfono, la melodía del móvil, el timbre de la puerta, eso no, ésos son ruidos de llamadas ante las cuales el hombre civilizado (es un decir) no tiene más remedio que emerger de las profundidades del sueño y contestar.
Por consiguiente, Montalbano se levantó de la cama, consultó el reloj, miró hacia la ventana, comprendió que iba a hacer mucho calor y se dirigió al comedor, donde el teléfono sonaba como un desesperado.
– Salvo, pero ¿dónde estabas? ¡Llevo media hora llamando!
– Perdona, Livia, estaba en la ducha, no oía nada.
Primera mentira de la jornada.
¿Por qué la había dicho? ¿Porque se avergonzaba de decirle a Livia que todavía estaba durmiendo o porque no quería disgustarla diciéndole que su llamada lo había despertado?
– ¿Has ido a ver el chalet?
– ¡Pero Livia! ¡Son sólo las ocho!
– Perdona, pero es que estoy muy impaciente por saber si serviría…
La cosa había empezado unos quince días atrás, cuando tuvo que comunicarle a Livia que en la primera quincena de agosto, en contra de lo acordado, él no podría moverse de Vigàta porque Mimì Augello había tenido que adelantar las vacaciones a causa de una complicación con sus suegros. El asunto no había tenido los devastadores efectos que se esperaba porque Livia apreciaba a Beba, la mujer de Mimì, y al propio Mimì. Se quejó un poquito, eso sí, pero Montalbano estaba convencido de que todo había terminado. Sin embargo, se equivocaba de medio a medio. En su llamada de la noche siguiente, Livia le salió con una historia inesperada:
– Busca enseguida una casa por esa zona con dos dormitorios y salón en primera línea de playa.
– No lo entiendo. ¿Por qué tenemos que irnos de Marinella?
– ¡Pero qué tonto eres, Salvo, cuando quieres hacerte el tonto! Yo estaba hablando de una casa para Laura, su marido y el niño.
Laura era la amiga del alma de Livia, aquella a quien le confiaba los misterios gozosos y también los menos gozosos de su vida.
– ¿Vienen aquí?
– Sí. ¿Te molesta?
– Para nada, ya sabes que Laura y su marido me caen muy bien, pero…
– Explícame ese pero.
¡Bueno, ya empezaban!
– Yo pensaba que por fin podríamos pasar un poco más de tiempo solos y…
– ¡Ajajá!
Estilo bruja de Blancanieves y los siete enanitos.
– ¿Por qué te ríes?
– Porque sabes muy bien que la que va a quedarse sola seré yo, yo, ¿comprendes?, mientras que tú te pasarás todo el día y puede que también toda la noche en la comisaría con el asesinado de turno.
– No, Livia, pero qué dices, aquí en agosto, con el calor que hace, hasta los asesinos esperan a que llegue el otoño.
– ¿Eso qué es, un chiste? ¿Tengo que reírme?
Y así se había iniciado la larga búsqueda con la ayuda poco decisiva de Catarella.
– Dottori, creo que he encontrado una casita como la qui busca usía en el término de Pezzodipane.
– ¡Pero el término de Pezzodipane está a diez kilómetros del mar!
– Muy cierto, pero en compensación hay un lago artificial.
O bien:
– Livia, he encontrado un pequeño apartamento francamente bonito en una especie de apartotel que está…
– ¿Un pequeño apartamento? Te había dicho con toda claridad una casa.
– ¿Y un pequeño apartamento no es una casa? ¿Qué es, una tienda de campaña?
– No, un pequeño apartamento no es una casa. Vosotros los sicilianos creáis la confusión y llamáis casa a lo que es un apartamento, mientras que yo, cuando digo casa, quiero decir casa. ¿Quieres que me explique mejor? Tienes que buscar un chalet unifamiliar.
En las agencias de Vigàta se le rieron en la cara.
– ¿Y el dieciséis de julio pretende usted encontrar un chalet a la orilla del mar para el uno de agosto? ¡Pero si ya está todo alquilado!
Le dijeron que dejara el número de teléfono: si por casualidad alguien rescindía el acuerdo en el último minuto, lo avisarían. Y el milagro ocurrió cuando ya prácticamente había perdido la esperanza.
– ¿Oiga, dottor Montalbano? Aquí la Agencia Aurora. Ha quedado libre un chalet como el que usted busca. Está en Marina de Montereale, en la urbanización de Pizzo. Pero tendría que pasarse enseguida por aquí; estamos a punto de cerrar.
El comisario interrumpió de golpe un interrogatorio y acudió a toda prisa a la agencia. A juzgar por las fotografías, parecía justo lo que quería Livia. Acordó con el señor Callara, el propietario de la agencia, que a la mañana siguiente sobre las nueve iría a recogerlo para ver el chalet, que se hallaba por la parte de Montereale, a menos de diez kilómetros de Marinella.
Montalbano pensó que diez kilómetros de la carretera de Montereale en pleno verano igual podían significar cinco minutos de coche como dos horas, según el tráfico que hubiera. Paciencia; Livia y Laura tendrían que aguantarse, eso era lo que había.
Una vez en el coche, el señor Callara se puso a hablar y ya no paró. Empezó por la historia más reciente, comentando que el chalet lo había alquilado un tal Jacolino que trabajaba como empleado en Cremona y había entregado la preceptiva paga y señal. Pero justo la víspera, el tal Jacolino llamó a la agencia para explicar que la madre de su mujer había sufrido un accidente y ya no podrían moverse de Cremona. Y por eso lo habían llamado a él, Montalbano.
Después el señor Callara contó una historia anterior, es decir, el cómo y el porqué de la construcción del chalet, con todo lujo de detalles. Unos seis años atrás, un septuagenario que se llamaba Angelo Speciale, natural de Montereale pero que se había pasado toda la vida trabajando en Alemania, decidió construirse un chalet para regresar definitivamente a su pueblo con su mujer alemana, la cual se llamaba Gudrun, era viuda y tenía un hijo veinteañero de nombre Ralf ¿Estaba claro? Muy claro. Angelo Speciale viajó a Montereale en compañía de su hijastro Ralf, se pasó todo un mes buscando el lugar adecuado, lo encontró, lo compró, le encomendó el proyecto al aparejador Spitaleri y esperó un año a que terminaran la obra. Ralf permaneció constantemente con él.
Después ambos regresaron a Alemania para el traslado de los muebles y todo lo demás a Montereale. Pero sucedió una cosa muy rara. Como a Angelo Speciale no le gustaba volar, viajaron en tren. Sin embargo, al llegar a la estación de Colonia, el señor Speciale no encontró a su hijastro, que viajaba con él en la litera de arriba. La maleta del joven estaba en el compartimento, pero de él no había ni rastro. El revisor de noche dijo que no lo había visto bajar del tren en las estaciones anteriores. En resumen, Ralf había desaparecido.
– Pero ¿después lo encontraron?
– ¡Qué va, señor comisario! Desde entonces jamás se ha sabido nada de nada de ese chico.
– ¿Y el señor Speciale vino a vivir a la casa?
– ¡Eso es lo bueno! ¡Nunca! El pobre señor Speciale, cuando no hacía ni un mes que había regresado a Colonia, cayó por la escalera, se golpeó la cabeza y murió, pobrecillo.
– ¿Y la señora Gudrun, dos veces viuda, vino a vivir aquí?
– ¿Qué iba a hacer la pobre aquí sin marido y sin hijo? Nos llamó por teléfono hace tres años para encargarnos que alquiláramos el chalet. Y nosotros lo alquilamos desde hace tres años, pero sólo en verano.
– ¿Y durante el año no?
– Dottore, queda demasiado aislado. Usted mismo lo verá.
En efecto, estaba muy aislado. Se llegaba hasta allí abandonando la carretera provincial y siguiendo un camino empinado a lo largo del cual sólo había una casita rural, otra casa un poco menos rústica y, al final, el chalet. Era una zona casi sin árboles ni plantas, abrasada por el sol. Pero al llegar al chalet, que se levantaba en la cima de una especie de altozano muy grande, el panorama cambiaba de golpe. ¡Una auténtica belleza! Más abajo, a derecha e izquierda, estaba la playa dorada, salpicada por algún que otro parasol, y delante un mar claro, abierto, acogedor. El chalet, de una sola planta, contaba efectivamente con dos dormitorios, uno doble y otro individual con una camita, y un salón con ventanas rectangulares a través de las cuales sólo se veían el cielo y el mar, y tenía incluso televisor. La cocina era espaciosa y con un enorme frigorífico. También había dos cuartos de baño. Y, por si fuera poco, una terraza impagable, muy apropiada para cenar en ella.
– Me parece bien -dijo el comisario-. ¿Cuánto cuesta?
– Mire, dottore, nosotros no alquilamos un chalet como éste por quince días, pero tratándose de usted…
Y disparó una suma que era un mazazo. Montalbano ni siquiera acusó el golpe; total, Laura era muy rica y podía contribuir a aliviar la pobreza del Sur.
– Me parece bien -repitió.
Al percatarse de la situación, el señor Callara, que se consideraba un experto, decidió apretar un poco más.
– Como es natural, aparte hay que contar con…
– Como es natural, aparte no hay que contar con nada -zanjó Montalbano, que no quería pasar por idiota.
– Bueno, bueno.
– ¿Cómo se baja a la playa?
– Mire, usted sale por la verja de la terraza, recorre diez metros y allí empieza una escalerita de toba que lo lleva abajo. Son cincuenta escalones.
– ¿Podría esperarme una media horita?
El señor Callara lo miró perplejo.
– Si es sólo una media horita…
Nada más verlo, Montalbano había experimentado el deseo de darse un buen chapuzón en aquel mar que parecía llamarlo. Se lo dio en calzoncillos.
A la vuelta, justo el tiempo de subir los cincuenta escalones, el sol ya se los había secado.
La mañana del primer día de agosto, Montalbano fue al aeropuerto de Punta Raisi para recoger a Livia, Laura y su hijo Bruno, que era un chiquillo de tres años. Guido, el marido de Laura, iría después en tren con el coche y el equipaje. Bruno era un niño que no conseguía estarse quieto ni dos minutos seguidos. A Laura y Guido les preocupaba un poco que el pequeño no hablara y sólo se comunicara con gestos. Ni siquiera dibujaba garabatos como todos los niños de su edad, pero, en compensación, era capaz de tocarle los cojones a todo el universo.
Se fueron a Marinella, donde Adelina había preparado el almuerzo para todo el grupo. Pero cuando llegaron, la asistenta ya no estaba, y Montalbano supo que no volvería a verla en el transcurso de los quince días que Livia iba a pasar en Marinella. A Livia le caía muy mal Adelina y ésta le correspondía de la misma manera.
Guido llegó sobre la una. Comieron, e inmediatamente después Montalbano subió al coche con Livia para servir de guía al de Guido con su familia. Cuando Laura vio el chalet, se sintió tan entusiasmada que abrazó y besó a Montalbano. Hasta Bruno, por medio de gestos, expresó que deseaba que el comisario lo levantara en brazos. Y en cuanto estuvo a la altura de su rostro, le escupió en un ojo el caramelo que estaba chupando.
Acordaron que al día siguiente Livia iría a ver a Laura con el vehículo de Salvo, quien, total, podía pedir que fueran a recogerlo a casa con un automóvil de la comisaría, y se quedaría todo el día con su amiga.
Por la tarde, cuando terminara su trabajo, Montalbano pediría que lo llevaran a Pizzo y juntos decidirían dónde cenar.
Al comisario le pareció una solución estupenda, pues de esa manera a mediodía podría zamparse lo que más le gustara en la trattoria de Enzo.
Los males en el chalet de Pizzo empezaron la mañana del tercer día. Livia, que había ido a ver a su amiga, lo encontró todo revuelto: la ropa fuera del armario y amontonada encima de unas sillas de la terraza, los colchones apoyados bajo las ventanas de los dormitorios, los utensilios de la cocina por el suelo en la explanada que había delante de la entrada principal. Bruno, en cueros y con la manguera en la mano, se dedicaba a regar la ropa, los colchones y las sábanas. Intentó regar incluso a Livia, pero ésta, que lo conocía muy bien, lo esquivó. Laura se hallaba tendida en una tumbona al lado del murete de la terraza, con un paño mojado sobre la frente.
– Pero ¿qué es lo que sucede?
– ¿Has entrado en la casa?
– No.
– Mira desde la terracita, pero ni se te ocurra entrar.
Livia cruzó la verja de la terraza y miró hacia el interior del salón.
Lo primero que vio fue que el suelo se había vuelto casi negro. Lo segundo, que el suelo estaba animado, es decir, que se movía en todas direcciones. Después ya no vio nada más porque, tras haber comprendido de qué se trataba, lanzó un grito y huyó corriendo de la terraza.
– ¡Pero si son escarabajos! ¡Miles!
– Esta mañana al amanecer -dijo Laura con dificultad, pues apenas le quedaba aliento-, desperté para beber un vaso de agua y los vi, pero aún no había tantos… Desperté a Guido, intentamos poner a salvo todo lo que pudimos, pero no lo conseguimos. Seguían saliendo de una grieta del suelo del salón…
– ¿Y ahora Guido dónde está?
– Se ha ido a Montereale; ha llamado al alcalde, que ha sido muy amable, y vuelve enseguida.
– Pero ¿no podía llamar a Salvo?
– No se atrevía a llamar a la policía por una invasión de escarabajos.
Un cuarto de hora después llegó Guido. A sus espaldas había un vehículo del ayuntamiento con cuatro barrenderos armados con bidones de desinsectación y escobas.
Livia se llevó a Laura y a Bruno a Marinella mientras Guido se quedaba en Pizzo para coordinar las operaciones de desinsectación y limpieza de la casa. A las cuatro de la tarde él también se presentó en Marinella.
– Salían precisamente de la grieta del suelo. La hemos rociado con dos bidones enteros y después la hemos tapado.
– ¿Y no habrá otras grietas parecidas? -preguntó Laura, no demasiado convencida.
– Quédate tranquila, hemos mirado bien por todas partes -contestó Guido en tono definitivo-. No volverá a ocurrir. Podemos irnos tranquilamente a casa.
– Pero ¿por qué habrán salido…? -terció Livia.
– Uno de los empleados me ha explicado que anoche el chalet debió de sufrir un imperceptible movimiento de dilatación y asentamiento que provocó la grieta. Y los escarabajos que estaban bajo tierra subieron atraídos por el olor de la comida, de nuestra presencia, vete tú a saber.
Al quinto día hubo una segunda invasión. Esa vez no de escarabajos, sino de ratones. Al levantarse, Laura vio unos quince por toda la casa, chiquitos y hasta graciosos. Huyeron a toda prisa por la puerta cristalera de la terraza en cuanto ella se movió. Encontró otros dos en la cocina, comiéndose las migajas de pan. A diferencia de casi todas las mujeres, a Laura los ratones no le causaban demasiada impresión. Guido llamó nuevamente al alcalde, fue a Montereale y regresó con dos trampas para ratones, cien gramos de queso picante y un gato pelirrojo, simpático y paciente, que no reaccionó de mala manera cuando Bruno trató enseguida de sacarle un ojo.
– Pero ¿cómo es posible que, después de los escarabajos, ahora salgan también ratones? -le preguntó Livia a Montalbano cuando ambos acababan de acostarse.
A él, teniendo a Livia desnuda a su lado, no le apetecía hablar de ratones.
– Bueno, verás, es que la casa ha estado un año deshabitada, y claro… -fue su vaga respuesta.
– A lo mejor, antes de que Laura la ocupara habrían tenido que limpiar, quitar el polvo, desinfectar…
– Yo también lo necesito -la interrumpió Montalbano.
– ¿Qué? -preguntó Livia perpleja.
– Lo segundo que has dicho.
Y la abrazó.
Al octavo día hubo una tercera invasión. Fue una vez más Laura, que se levantaba primero, quien descubrió su presencia. Vio una criatura por el rabillo del ojo, pegó un brinco y, sin siquiera saber cómo, aterrizó sobre la mesita de la cocina, donde, sintiéndose suficientemente a salvo, temblando y empapada de sudor, abrió despacio los ojos y miró al suelo.
Allí se paseaban tranquilamente una treintena de arañas que parecían una escogida representación de la especie: una era bajita y peluda, otra era sólo una cabeza redonda y unas patas muy largas que semejaban hilos de telaraña, una tercera era rojiza y tan grande como un cangrejo, una cuarta era la viva imagen de la terrible viuda negra…
Laura, que no se impresionaba demasiado en presencia de los escarabajos y a quien los ratones no le daban ningún asco, se ponía histérica en cuanto veía una araña. Sufría eso que se denomina con una palabra muy difícil, aracnofobia, y que, en palabras sencillas, significa miedo irracional e incontrolable a las arañas.
Así pues, mientras se le erizaba el vello de la nuca, lanzó un grito espantoso y cayó desmayada al suelo desde la mesita. Al caer, se golpeó la cabeza y empezó a sangrar.
Guido, despertado de golpe, se levantó precipitadamente de la cama y acudió en auxilio de su mujer. Pero no se percató de la presencia de Ruggero, que así se llamaba el gato, el cual huía a toda prisa de la cocina, aterrorizado en un primer momento por el grito de Laura y, en un segundo, por el estrépito de su caída.
El caso fue que Guido salió volando en sentido horizontal al suelo hasta que su cabeza hizo de parachoques contra el frigorífico.
Cuando Livia llegó como de costumbre para bañarse en la playa con sus amigos, tuvo la sensación de encontrarse en un hospital de campaña.
Laura y Guido llevaban la cabeza vendada, y a Bruno, por su parte, le habían vendado el pie izquierdo porque, al levantarse de la cama, había provocado la caída del vaso de agua de la mesilla, el vaso se había roto y él había pisado los añicos de vidrio. Extrañada, Livia observó que hasta Ruggero cojeaba levemente como consecuencia de su encontronazo con Guido.
Al final se presentó la consabida cuadrilla de exterminadores enviada por el alcalde, que ahora ya se había convertido en amigo de la familia. Mientras Guido dirigía las operaciones, Laura, todavía trastornada, le confió en voz baja a Livia:
– Esta casa no nos quiere.
– ¡Quita, mujer! Una casa es una casa; no puede querer ni odiar.
– ¡Pues yo te digo que esta casa no nos quiere!
– ¡Anda ya!
– ¡Está embrujada! -insistió Laura con los ojos brillantes, como si tuviera fiebre.
– Laura, te lo ruego, no digas esas chorradas. Comprendo que tienes los nervios destrozados, pero…
– ¿Sabes una cosa? Estoy pensando en todas esas películas que he visto sobre casas malditas, casas habitadas por espíritus infernales.
– ¡Pero todo eso son fantasías!
– Ya verás si tengo razón o no.
La mañana del noveno día se puso a llover a cántaros. Livia y Laura se fueron al museo de Montelusa, y Guido, invitado por el alcalde, fue a visitar la mina de sal y se llevó a Bruno. Por la noche arreció la lluvia.
La mañana del décimo día seguía diluviando. Laura llamó a Livia para decirle que iba a llevar al niño al hospital con Guido porque uno de los cortes le estaba supurando. Livia decidió aprovechar la ocasión para ordenar las cosas de Salvo. A última hora de la tarde el cielo se despejó y todos estuvieron seguros de que el día siguiente sería claro y caluroso, un día perfecto para ir a la playa.