Transcurrieron cinco minutos y ambos seguían inmóviles. Gallo también se había puesto a contemplar el boquete adornado con anchoas, contagiado por la intensidad con que Montalbano lo vigilaba.
Parecía que sólo mantuvieran encendida la vista, todos los demás sentidos apagados: no oían el fragor del mar, no aspiraban el perfume de un jazmín que había cerca de la terraza.
Después, al cabo de lo que se les antojó una eternidad, por el agujero asomó la cabeza de Ruggero. El gato miró a Montalbano, emitió un ronroneo de gratitud y se lanzó sobre la primera anchoa.
– ¡Coño! -exclamó Gallo, que finalmente lo había comprendido.
– Me juego las pelotas a que el chiquillo está ahí dentro.
– ¡Vamos en busca de una pala!
– No digas idioteces. La más mínima cosa podría provocar un deslizamiento de tierra.
– ¿Qué hacemos?
– Quédate aquí vigilando lo que hace el gato. Yo voy a llamar a Fazio desde el coche.
– ¿Fazio?
– A sus órdenes, dottore.
– Oye, estoy con Gallo en la urbanización de Pizzo, en Montereale Marina.
– Conozco el lugar.
– Creo que hay un niño, hijo de unos amigos, que se ha introducido en un agujero muy hondo y no puede salir.
– Vamos enseguida.
– No. Llama a los bomberos de Montelusa. Esto les corresponde a ellos. Diles que el terreno es muy friable, que deben traer herramientas para cavar y apuntalar. Y sobre todo nada de sirenas, nada de ruido: los periodistas no tienen que enterarse. No quiero que esto se convierta en una segunda edición de lo de aquel niño que cayó a un pozo en Vermicino, cerca de Roma, y murió grabado por las cámaras de televisión que rodearon el lugar.
– ¿Tengo que ir yo también?
– No hace falta.
Entró en la casa y llamó al móvil de Livia desde el fijo del salón.
– ¿Cómo está Laura?
– Le han inyectado un calmante y se ha quedado un poco traspuesta. Estamos a punto de subir al coche. ¿Y Bruno?
– Creo que ya he localizado el sitio donde se encuentra.
– ¡Oh, Dios mío! ¿Eso qué significa?
– Significa que se ha metido en un hoyo, de donde le ha sido imposible salir.
– Pero… ¿está vivo?
– No lo sé… espero que sí. Dentro de poco llegarán los bomberos. Cuando le den el alta a Laura, llévala a nuestra casa en Marinella. No quiero tenerla aquí. Guido puede venir si lo desea.
– Por lo que más quieras, tenme informada.
Montalbano regresó junto a Gallo, que no se había movido.
– ¿Qué ha hecho el gato?
– Se ha comido todas las anchoas y ha entrado en la casa. ¿No lo ha visto?
– No. Habrá ido a la cocina a beber un poco de agua.
No hacía mucho, Montalbano había notado que no oía tan bien como antes. Nada grave, pero aquella nitidez del oído, que es como la nitidez de la vista, se había empañado. Antes tenía un oído que le permitía oír crecer la hierba. ¡Maldita edad!
– ¿Qué tal tienes el oído? -le preguntó a Gallo.
– Lo tengo muy fino, dottore.
– Pues prueba a ver si oyes algo.
Gallo se tumbó boca abajo e introdujo la cabeza en el hoyo.
Montalbano contuvo el aliento para no distraerlo. Alrededor reinaba un silencio absoluto; el chalet estaba verdaderamente aislado. De repente Gallo sacó la cabeza.
– Me ha parecido oír algo.
Se cubrió las orejas con las manos, respiró hondo, retiró las manos y volvió a introducir la cabeza en el boquete. Al cabo de menos de un minuto la sacó y se giró hacia Montalbano: parecía contento.
– Lo he oído llorar. Estoy seguro. A lo mejor se ha lastimado al caer. Pero suena muy lejos. ¿Qué profundidad tiene este hoyo?
– De momento, tanto si está herido como si no, tenemos la certeza de que está vivo. Y ésa ya es una buena noticia.
De pronto apareció Ruggero, hizo «rrrmau», se introdujo tranquilamente en el agujero y desapareció.
– Va a visitarlo -dijo el comisario. Al ver que Gallo hacía ademán de levantarse, se lo impidió-: Espera un minuto. Y después vuelve a escuchar, a ver si el niño sigue llorando.
Gallo lo hizo. Prestó atención un buen rato y después dijo:
– Ya no oigo nada.
– ¿Lo ves? La compañía de Ruggero lo consuela.
– ¿Y ahora qué?
– Pues ahora me voy a beber una cerveza en la cocina. ¿Quieres una tú también?
– No, señor; yo tomaré un zumo de naranja. He visto que hay.
Se sentían satisfechos, aunque el camino que les quedaba por recorrer hasta sacar al niño de allí era largo y complicado.
Montalbano se bebió con calma una botella de cerveza y después llamó a Livia.
– Está vivo.
Se lo contó todo. Al final Livia le preguntó:
– ¿Se lo digo a Laura?
– Mira, no creo que sea muy fácil sacarlo y los bomberos todavía no han llegado. Mejor no, por ahora. ¿Guido sigue con vosotras?
– No; nos ha acompañado a Marinella y ahora va para allá.
Enseguida quedó claro que el jefe de la brigada de bomberos, integrada por seis hombres, conocía muy bien su oficio. Montalbano le explicó lo que, en su opinión, había ocurrido, le describió el movimiento de asentamiento producido unos días atrás y le dijo que tenía la impresión de que el chalet se inclinaba hacia un lado. El jefe sacó un nivel de aire y una plomada y efectuó las mediciones.
– Tiene usted razón. Está inclinado.
Después dio comienzo a su trabajo. Primero tanteó el terreno que rodeaba la casa con una especie de bastón provisto de un regatón de acero, a continuación recorrió el interior de la vivienda, deteniéndose en el salón a examinar la grieta a través de la cual habían salido los escarabajos, y salió al exterior. Introdujo en el hoyo una especie de cinta métrica metálica y flexible, la hizo recorrer un buen trecho, la enrolló, después volvió a introducirla y de nuevo la enrolló. Estaba tratando de establecer la profundidad.
– Es como un plano inclinado -dijo tras realizar unos cuantos cálculos-. Empieza casi bajo la ventana del cuarto de baño más pequeño y termina bajo la del dormitorio, a aproximadamente unos tres metros de profundidad.
– ¿O sea, que el hoyo corre a lo largo de todo este lado del chalet? -preguntó Guido.
– Exactamente. Y es un recorrido muy extraño.
– ¿Por qué? -inquirió Montalbano.
– Porque si el hoyo lo ha provocado la lluvia, debajo hay algo que no ha permitido que el agua se distribuya completamente por el terreno y sea absorbida en buena parte, perdiendo de esta manera la fuerza de penetración. Al parecer, el agua ha encontrado un obstáculo, una especie de barrera sólida que la ha obligado a seguir un plano inclinado.
– ¿Podrán hacer su trabajo? -preguntó el comisario.
– Tenemos que actuar con la máxima prudencia porque el terreno que rodea la casa es distinto del resto. Cualquier cosa bastaría para provocar un corrimiento.
– ¿Qué significa el resto?
– Venga conmigo -dijo el bombero.
Se apartó unos diez pasos del chalet, seguido por Montalbano y Guido.
– Observen el color de la tierra y observen cómo, unos tres metros más allá, hacia la casa, cambia de color. Ésta sobre la cual nos encontramos ahora es la tierra del lugar, la otra más clara, de tono amarillento, es arenisca, y fue traída aquí a propósito.
– ¿Y por qué lo hicieron?
– Vaya usted a saber. Quizá para que destacara más el chalet, para darle más elegancia. Ah, aquí está finalmente la pala mecánica.
Sin embargo, antes de ponerla en marcha, el jefe quiso que se aligerara el peso de la tierra arenisca que cubría el recorrido del hoyo. Tres bomberos se pusieron a excavar con palas manuales a lo largo del chalet. Echaban la tierra en tres carretillas que sus compañeros descargaban unos diez pasos más allá.
Cuando ya habían retirado unos treinta centímetros de arenisca, se llevaron una sorpresa. Allí donde tendrían que haber empezado los cimientos empezaba, en cambio, otra pared perfectamente revocada. Para que la humedad no estropeara el revoque, habían aplicado a la parte superior una gruesa capa de nailon a modo de protección.
En resumen, era como si el chalet se prolongara empaquetado bajo tierra.
– Cavad todos bajo la ventana del cuarto de baño pequeño -ordenó el jefe de bomberos.
Y, poco a poco, se perfiló la parte superior de otra ventana perfectamente alineada con la de arriba. No tenía marco, era un cuadrado rectangular protegido por una cubierta de nailon.
– ¡Pero aquí abajo hay otro apartamento! -exclamó Guido, extrañado.
Y entonces Montalbano lo comprendió todo.
– ¡Ya basta de cavar! -ordenó.
Todos se detuvieron y lo miraron.
– ¿Alguien tiene una linterna? -preguntó.
– ¡Voy por ella! -dijo un bombero.
– ¡Romped el nailon a la altura de la ventana! -indicó el comisario.
Bastaron dos golpes con una pala. El bombero le entregó una linterna.
– Quedaos todos aquí -dijo Montalbano saltando por el alféizar.
De repente no tuvo que encender la linterna: la luz que procedía de la ventana era más que suficiente.
Se encontraba en un cuarto de baño pequeño, copia exacta del que había en el piso de arriba, y ya estaba listo para el uso, con suelo, azulejos, ducha, lavabo, inodoro y bidé.
Mientras miraba alrededor, preguntándose perplejo qué significaba todo aquello, algo le rozó una pierna y le hizo pegar un brinco a causa del sobresalto.
– Rrrmau -saludó Ruggero.
– Benditos los ojos -suspiró el comisario.
Encendió la linterna y siguió al animal, que lo condujo a la habitación de al lado. Allí, el peso del agua y la tierra había hundido el nailon que protegía la ventana y la habitación se había convertido en un pantano.
Pero allí estaba Bruno. De pie en un rincón, el niño mantenía los ojos cerrados. Tenía un corte en la frente y temblaba de pies a cabeza como si se encontrara bajo los efectos de la terciana.
– Bruno, soy yo, Salvo -dijo en voz baja el comisario.
El niño abrió los ojos, lo reconoció y corrió a su encuentro con los brazos abiertos. Montalbano lo abrazó y Bruno se echó a llorar.
Y fue entonces cuando en la habitación entró Guido, que no había conseguido resistir la espera.
– ¿Livia? Bruno está a salvo.
– ¿Está herido?
– Tiene un corte en la frente, pero nada grave, creo. En cualquier caso, Guido lo ha llevado al servicio de urgencias de Montereale. Díselo a Laura, y si quiere, acompáñala. Yo os espero a todos aquí.
El jefe de bomberos saltó por la ventana a través de la cual había salido Montalbano. Parecía perplejo.
– Pero ahí abajo hay un apartamento exactamente igual al de arriba. ¡Hay incluso una terraza protegida por una empalizada! ¡Basta colocar los marcos interiores y exteriores que están amontonados en el salón para que se pueda entrar a vivir ahora mismo! ¡Piense que hasta hay agua! ¡Y la instalación eléctrica está lista para ser conectada! ¡Pero no consigo comprender por qué lo enterraron!
En cambio, Montalbano ya se había hecho una idea muy concreta.
– Pues yo creo haberlo comprendido. Seguramente al principio se concedió un permiso de edificación que preveía la construcción de un chalet sin ninguna posibilidad de construir arriba. Pero el propietario, de acuerdo con el que proyectó y dirigió las obras, se construyó el chalet tal como ahora se ve. Y después ordenó cubrir la planta baja con tierra arenisca. Y de esa manera sólo resulta visible el piso de arriba, convertido así en planta baja.
– Sí, pero ¿por qué lo hizo?
– Esperaba una moratoria urbanística. En cuanto ésta se aprobara, habría mandado retirar en una noche la tierra que cubría el otro apartamento y se habría apresurado a pedir la regularización. De lo contrario, habría corrido el peligro, muy poco probable en nuestro país, de que alguien ordenara derribar el edificio.
El jefe de bomberos se echó a reír.
– ¡Aquí no se derriba nada! ¡Hay pueblos enteros que son ilegales!
– Sí, pero yo he sabido que el propietario vivía en Alemania. Igual había olvidado nuestras bonitas costumbres y creía que aquí la ley se respetaba tanto como en Colonia.
El hombre no pareció demasiado convencido.
– De acuerdo, ¡pero anda que este Gobierno no ha concedido regularizaciones ni nada! Pues entonces, ¿por qué…?
– Me he enterado de que murió hace unos años.
– ¿Qué hacemos? ¿Lo devolvemos todo a su sitio?
– No; vamos a dejarlo tal como está. ¿Puede haber alguna consecuencia?
– ¿En el piso de arriba, quiere decir? Ninguna.
– Quiero enseñarle este bonito trabajo al propietario de la agencia que ha alquilado el chalet.
Una vez solo, se duchó, se secó al sol y volvió a vestirse. Se bebió otra cerveza. Le había entrado un apetito descomunal. ¿Cómo era posible que se retrasara tanto toda la tropa?
– ¿Livia? ¿Aún estáis en urgencias?
– No; ya vamos para allá. Bruno no se ha hecho nada.
El comisario colgó y marcó el número de la trattoria de Enzo.
– Soy Montalbano. Sé que es muy tarde y que ya estáis cerrando. Pero si vamos cuatro con un niño dentro de media hora como máximo, ¿conseguiremos que nos deis de comer?
– Para usía siempre está abierto.
Tal como siempre ocurre, el hecho de haberse librado de una desgracia les provocó a todos un regocijo tan grande y un hambre tan canina que Enzo, oyéndolos reír de aquella manera y comer como si llevaran una semana de ayuno, les preguntó qué estaban celebrando. Bruno parecía aquejado del mal de San Vito, no paraba de moverse: primero tiró los cubiertos al suelo, después un vaso que por suerte no se rompió, y finalmente vertió sobre los pantalones de Montalbano el contenido de la aceitera. El comisario lamentó fugazmente haberlo sacado demasiado pronto del hoyo, pero se arrepintió enseguida del pensamiento. Al terminar de comer, Livia y sus amigos regresaron a Pizzo. En cambio, Montalbano regresó a toda prisa a Marinella para cambiarse los pantalones y después se fue a trabajar a su despacho.
Por la noche le preguntó a Fazio si había algún vehículo que pudiera acompañarlo.
– Está Gallo, dottore.
– ¿No hay nadie más? -Quería evitar otra carrera de Indianápolis como la de aquella mañana.
– No, señor.
Nada más acomodarse en el automóvil, hizo una petición:
– Esta vez no hay ninguna prisa, Gallo. Circula despacio.
– Dígame usía a cuánto tengo que ir.
– A treinta como máximo.
– ¡¿A treinta?! Dottore, yo a treinta no sé conducir. Hay peligro de accidente. ¿Podríamos hacer cincuenta-sesenta?
– De acuerdo.
Todo se desarrolló con la mayor tranquilidad hasta que abandonaron la carretera provincial para enfilar el camino de tierra que llevaba al chalet. Justo a la altura de la casita rural, un perro cruzó la calle. Para esquivarlo, Gallo dio un volantazo y estuvo a punto de estrellarse contra la puerta de la casita; rompió una tinaja de barro que había al lado.
– Has causado daños -dijo Montalbano.
Mientras ambos bajaban del coche, se abrió la puerta de la casita y apareció un campesino de unos cincuenta años, mal vestido y con una sucia boina en la cabeza.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó el hombre, encendiendo una bombilla que había encima de la puerta.
– Le hemos roto una tinaja y queríamos compensarle los daños -contestó Gallo en perfecto italiano.
Entonces ocurrió una cosa muy rara. El hombre contempló el coche de policía, dio media vuelta, apagó la bombilla, entró en la casa y cerró la puerta. Gallo se quedó perplejo.
– Ha visto que somos polis. Está claro que no nos quiere -dijo Montalbano-. Prueba a llamar.
Gallo llamó. Nadie abrió.
– ¡Ah de la casa! -gritó.
Nada.
– Vámonos -dijo el comisario.
Laura y Livia habían puesto la mesa en la terraza. La noche era tan bonita que hasta provocaba punzadas de melancolía. El calor del día se había transformado milagrosamente en un frescor que daba gusto, y en el cielo flotaba una luna tan brillante que habrían podido cenar a su luz.
Las dos mujeres habían preparado cosas ligeras, pues a la trattoria de Enzo habían ido muy tarde y, encima, se habían dado un atracón.
Mientras permanecían sentados alrededor de la mesa, Guido contó lo que le había ocurrido por la mañana con el campesino de la casita.
– En cuanto le expliqué que había desaparecido un niño, el hombre dijo «ay ay ay» y se encerró a toda prisa en la casa. Llamé, pero no me abrió.
«Entonces no es sólo la policía», pensó el comisario. Pero no comentó nada acerca del trato recibido.
Después Guido y Laura propusieron dar un paseo por la orilla del mar a la luz de la luna. Livia declinó la invitación y Montalbano también. Por suerte, Bruno optó por irse a pasear con sus padres.
Cuando ya llevaban un rato en las tumbonas disfrutando del silencio, roto tan sólo por el ronroneo de Ruggero que se lo estaba pasando en grande tumbado sobre la barriga del comisario, Livia dijo:
– ¿Me llevas al sitio donde has encontrado a Bruno? Es que, al regresar, Laura no me ha dejado ver dónde había caído.
– Bueno. Voy al coche a buscar la linterna.
– Guido también tendrá alguna en algún sitio. Voy por ella.
Se reunieron delante de la ventana desenterrada, con sendas linternas en la mano. Montalbano saltó primero por el alféizar, miró si había ratones y después ayudó a Livia a entrar. Como es natural, detrás de ellos saltó también Ruggero.
– ¡Increíble! -exclamo Livia, contemplando el cuarto de baño.
La atmósfera resultaba húmeda y opresiva; la única ventana a través de la cual podía entrar el aire del exterior no bastaba para ventilar el recinto. Se dirigieron a la habitación donde el comisario había encontrado a Bruno.
– Te conviene no entrar, Livia. Es un pantano.
– ¡Cómo se habrá asustado el pobre chiquillo! -exclamó ella, dirigiéndose al salón.
A la luz de las linternas vieron los marcos envueltos en plástico. Y Montalbano vio, adosado a una pared, un baúl bastante grande. Presa de la curiosidad y puesto que no estaba cerrado ni con llave ni con candado, lo abrió.
Parecía el mismísimo actor Cary Grant en Arsénico por compasión. Volvió a cerrar de golpe la tapa y se sentó encima. Cuando la linterna de Livia lo enfocó, esbozó automáticamente una sonrisa.
– ¿Por qué sonríes?
– ¡¿Yo?! No, no sonrío.
– Pues entonces, ¿por qué pones esa cara?
– ¿Qué cara?
– ¿Qué hay dentro del baúl?
– Nada; está vacío.
¿Podía decirle que dentro había un cadáver?