18

– ¡Pues no! -exclamó Montalbano irritado-. ¡Tú no puedes joderme el efecto! ¡Así no vale! ¡El nombre debía decirlo yo! ¡Has de tenerle un poco más de respeto a un superior!

– Ya no diré nada más -prometió Fazio.

Montalbano se calmó, pero Fazio no supo si se había enfadado en broma o en serio.

– ¿Cómo has llegado a esa conclusión?

Dottore, usía ha ido a Punta Raisi en busca de una confirmación. Hasta que se demuestre lo contrario, Punta Raisi es un aeropuerto. Bueno, entre los presuntos sospechosos, ¿quién tomó un avión? Spitaleri. En cambio, Angelo Speciale y su hijastro Ralf se fueron en tren. ¿Es así?

– Es así. Entonces, al enterarme de esa huelga, me dije que nosotros siempre habíamos dado por buena la coartada de Spitaleri. Y después supe que, en su momento, los compañeros de Fiacca que se encargaban de la desaparición presionaron mucho a Spitaleri y éste salió del apuro con la historia del viaje a Bangkok. Yo creía que lo habían comprobado. Por eso nosotros jamás le pedimos que nos diera una prueba de que aquel día en concreto había emprendido efectivamente un viaje con destino a Bangkok.

– Pero una confirmación indirecta sí la hay, dottore: Dipasquale y la secretaria recibieron una llamada suya efectuada desde una escala intermedia. Y yo estoy convencido de que dicha llamada existió.

– ¿Y quién te dice que la hizo desde una escala? Si tú me llamas mediante telefonía automática desde un teléfono público o desde un móvil, a mí no me consta desde dónde llamas. Puedes decirme que estás en la discoteca Ambaradam de Milán o en el Círculo Polar Ártico y yo no tengo más remedio que creerte.

– Es verdad.

– Por eso me fui a la comisaría de Punta Raisi. Han sido amabilísimos. Hemos tardado cuatro horas, pero he dado en el blanco. Aquel doce de octubre caía en miércoles. El vuelo de la Thai despega de Roma Fiumicino a las catorce y quince. Spitaleri se dirige a Punta Raisi para tomar un vuelo de Palermo a Roma y llegar con tiempo para el otro avión. Pero ya en Punta Raisi se entera de que el aparato que tiene que llevarlo a Roma saldrá con dos horas de retraso por causas técnicas. Por consiguiente, no podrá tomar el vuelo con destino a Bangkok. De esta manera, se queda bloqueado en Punta Raisi. Consigue que le cambien el billete para el día siguiente. El perjuicio no es grave, pues el vuelo de la Thai del jueves sale a las catorce cuarenta y cinco. Hasta aquí, vamos sobre seguro.

– ¿En qué sentido?

– En el sentido de que podemos documentar lo que te he dicho. Ahora hago una suposición: Spitaleri, no teniendo nada que hacer en Palermo, regresa a Vigàta. Creo que tomó la carretera de Trapani, que para llegar aquí lo obliga a pasar primero por Montereale. Entonces decide ir a comprobar si en Pizzo ya han terminado los trabajos. Ten en cuenta que la decisión de cubrir definitivamente el apartamento ilegal al día siguiente la toma Dipasquale, y por eso Spitaleri no sabía nada al respecto. Cuando llega, ya no encuentra a nadie, ni a los albañiles ni a Speciale con Ralf. Pero observa que el apartamento ilegal no se ha cubierto y todavía se puede acceder a su interior. En este punto, y es la suposición más atrevida que hago, ocurre que ve a Rina en las inmediaciones. Y se le pasa por la cabeza la idea de que él, allí y en ese momento, no existe.

– ¿Cómo que no existe?

– Piensa un poco. A esa hora Spitaleri no podía estar en Pizzo. Para todo el mundo, se encontraba en pleno vuelo rumbo a Bangkok, y a Vigàta aún no había llegado. ¿Qué mejor ocasión? Entonces llama al despacho con el móvil. Y de esta manera confirma su coartada. Le parece que todo está en regla, pero comete un error de bulto.

– ¿Cuál?

– Precisamente la llamada. Se ve que Spitaleri no iba a Bangkok desde hacía por lo menos tres meses, porque a partir de julio los vuelos de la Thai eran directos y ya no hacían escalas.

– ¿Y después qué sucedió según usted?

– Recuerda en todo momento que me muevo en el campo de las hipótesis. Sabiendo que se encuentra a salvo, aborda a Rina, y al ver que la chica no está por la labor, saca la navaja que siempre lleva consigo y con la cual ya amenazó a Ralf, tal como nos ha dicho Adriana, y la obliga a bajar al apartamento subterráneo. El resto ya puedes imaginarlo.

– No. No quiero imaginarlo.

– Y eso explica también el contrato.

– ¿El de Speciale?

– Exactamente. El que firma con Speciale para restaurar el chalet después de la regularización. Había algo que no me convencía, eso de que Speciale no pudiera recurrir a ninguna otra empresa. Significaba que Spitaleri quería estar más que seguro de que sería él quien desenterrara el apartamento ilegal, puesto que así tendría ocasión de deshacerse del baúl con el cadáver. Es una idea que se le ocurre durante su permanencia en el extranjero, y por eso, nada más llegar, corre a ver a Speciale, confiando en que éste se encuentre todavía en Vigàta. ¿Te cuadra?

– Me cuadra.

– A tu juicio, ¿qué tengo que hacer?

– ¿Cómo que qué tiene que hacer? Mañana por la mañana va a ver al dottor Tommaseo, le cuenta toda la historia y…

– … me dan por culo.

– ¿Por qué?

– Porque, tratándose de alguien tan vinculado a Spitaleri, Tommaseo actuará como si pisara uva. Más aún: tropezará con abogados que se lo comerán crudo. Tocar a Spitaleri significa tocarle los cojones a demasiada gente, mafiosos, honorables diputados y alcaldes. A su alrededor hay muchos intereses.

– Dottore, a Tommaseo puede que lo pierdan las mujeres, pero en cuanto a honradez…

– ¡A Tommaseo se lo pasan por la piedra! Si quieres, te adelanto la línea de defensa de Spitaleri:

»-Pero la mañana del doce de octubre mi cliente salió de Punta Raisi a bordo de un aparato anterior al que sufrió la avería.

»-Sin embargo, ¡entre los nombres de los pasajeros de los vuelos anteriores no figura el de Spitaleri!

»-¡Pero sí figura el de Rossi!

»-¿Y quién es ese Rossi?

»-Un pasajero que renunció al vuelo, lo que permitió que Spitaleri saliera con antelación y tomara el avión con destino a Bangkok.

– ¿Me permite que yo interprete el papel de Tommaseo, dottore?

– Pues claro.

– ¿Y cómo explica la llamada telefónica desde la escala que no existía? -Fazio formuló la pregunta y miró al comisario con aire triunfal.

Montalbano sonrió.

– ¿Sabes cómo te contesta el abogado? Así: "¡Pero si mi cliente llamó desde Roma! ¡Aquel día el vuelo de la Thai despegó a las dieciocho treinta y no a las catorce quince!"

– ¿Es cierto que salió a esa hora?

– Lo es. Sólo que Spitaleri ignoraba que se iba a producir ese retraso. Él ya se imaginaba el avión volando con destino a Bangkok.

Fazio adoptó una expresión dubitativa.

– Claro que si planteamos la cosa de esta manera…

– ¿Ves como tengo razón? Corremos el riesgo de volver a meter la pata después de lo del albañil árabe.

– Pues entonces, ¿qué propone usted que hagamos?

– Es imprescindible conseguir una confesión.

– ¡Se dice pronto!

– Tampoco está claro que con la confesión consigamos enviarlo a la cárcel. Dirá que se la hemos arrancado por medio de torturas y palizas. La confesión es lo mínimo para poder llevarlo ante un tribunal.

– Sí, pero ¿cómo lo hacemos?

– Una media idea sí tengo.

– ¡¿De verdad?!

– Sí. Pero aquí no quiero hablar. ¿Podemos vernos esta noche en Marinella sobre las diez y media?


* * *

Llegó a Marinella a las ocho. Lo primero que hizo fue salir a la galería.

No soplaba la menor brisa, el aire semejaba un pesado manto arrojado sobre la tierra. El calor absorbido por la arena a lo largo del día empezaba a evaporarse, acrecentando la sensación de bochorno y humedad. El mar parecía muerto, la espuma blanca de la resaca era una especie de baba.

El nerviosismo provocado por la visita de Adriana y por lo que tendría que preguntarle lo estaba haciendo sudar como en una sauna.

Se desnudó y se dirigió en calzoncillos al frigorífico. Se quedó pasmado. Recordó que no miraba dentro desde que Adelina le dijera que le prepararía comida para dos días.

Aquello no era un frigorífico sino un rincón del mercado de la Vucciria de Palermo. Aspiró el aroma de un plato tras otro, todo todavía tan fresco como recién hecho.

Puso la mesa en la galería. Llevó a la mesa aceitunas, apio, queso caciocavallo y seis platos: anchoas, chipirones, pulpitos, jibias, atún y caracoles de mar, cada uno aliñado de una manera distinta. En la nevera aún quedaron cosas para comer.

Después se duchó, se cambió y decidió llamar a Livia; sentía la necesidad de oír por lo menos su voz. ¿Tal vez para blindarse con vistas a la llegada de Adriana? Le contestó la habitual voz femenina grabada, diciéndole que el teléfono al que llamaba podía estar apagado o no disponible.

¡No disponible! ¿Qué coño quería decir?

Pero ¿por qué Livia se le negaba precisamente cuando él más la necesitaba? ¿Sería posible que no captara el SOS que le estaba enviando? ¿Quizá la señorita se hallaba entretenida con las distracciones, mejor dicho, las diversiones que le ofrecía el primo Massimiliano?

Mientras se iba enfureciendo por momentos sin saber si por un ataque de celos o por el orgullo herido, llamaron a la puerta. No logró moverse. Segundo timbrazo, más prolongado.

Finalmente fue a abrir, con unos andares a medio camino entre los del condenado a muerte conducido a la silla eléctrica y los del quinceañero en su primera cita amorosa, empapado de sudor.

Adriana, vestida con vaqueros y camiseta, lo besó suavemente en la boca, casi como si entre ambos reinara una confianza de mucho tiempo, y entró en la casa rozándole el cuerpo.

Pero ¿cómo era posible que con el bochorno que hacía aquella chica siempre irradiara frescor?

– ¡Me ha costado, pero he conseguido venir! ¿Sabes que estoy un poco emocionada? Déjame ver.

– ¿Qué?

– Tu casa.

La recorrió detenidamente, habitación por habitación, como si tuviera que comprarla.

– ¿Tú en qué lado duermes? -le preguntó delante de la cama.

– En ése. ¿Por qué?

– Nada. Simple curiosidad. ¿Cómo se llamaba tu novia?

– Livia.

– ¿De dónde es?

– De Génova.

– Enséñame una foto.

– ¿De quién?

– De tu novia, ¿no?

– No tengo.

– Vamos, no me lo creo.

– Es verdad, no tengo ninguna.

– ¿Y eso por qué?

– Pues no sé.

– ¿Dónde está ahora?

– No está disponible -se le escapó.

Adriana lo miró perpleja.

– Está navegando en un barco con unos amigos -explicó. ¿Por qué no le decía la verdad?-. He preparado la mesa en la galería, ven -dijo para distraer su atención de aquel delicado tema.

Al ver la mesita puesta, Adriana se sorprendió.

– Me gusta comer, pero tantas cosas… ¡Dios mío, qué bonito es todo esto!

– Siéntate tú primero.

Adriana se sentó en el banco, pero se desplazó tan poco que Montalbano, para colocarse a su lado, tuvo que pegarse prácticamente a ella.

– No me gusta -dijo Adriana.

– ¿Qué?

– Estar así.

– Tienes razón, estamos demasiado estrechos. Pero si te desplazas un poco más hacia…

– No me has entendido. No me gusta comer sin mirarte.

Montalbano fue por una silla y se sentó delante de ella.

Él también se sentía más a gusto a cierta distancia.

Pero ¿cómo era posible que tan entrada la noche hiciese todavía tanto calor?

– ¿Me sirves un poco de vino?

Era un blanco fuerte y helado. Te bajaba por la garganta que era un gusto. En el frigorífico tenía otras dos botellas.

– Antes de empezar, he de preguntarte una cosa que me interesa saber -dijo el comisario.

– No tengo novio. Y ahora mismo no salgo con nadie.

Él la miró perplejo.

– No era eso lo que… no pretendía… ¿Tú conoces personalmente a Spitaleri?

– ¿Al constructor? ¿Al que salvó a Rina del ataque de Ralf? No, jamás lo conocí.

– ¿Y eso? Tú y tu hermana vivíais a pocos metros de su obra.

– Es verdad. Pero, mira, en aquella época yo estaba más con mis tíos de Montelusa que con mis padres en Pizzo. No, jamás lo conocí.

– ¿Estás segura?

– Sí.

– ¿Y después? ¿Durante las operaciones de búsqueda de Rina?

– Mis tíos me llevaron casi inmediatamente a Montelusa. Mis padres estaban demasiado ocupados con la búsqueda, ya no dormían, ya no comían. Mis tíos quisieron apartarme de aquella atmósfera tan agobiante.

– ¿Y más recientemente?

– No creo. No fui al entierro, he evitado las entrevistas en la televisión, sólo un periódico escribió que Rina tenía una hermana, pero no especificó que éramos gemelas.

– ¿Empezamos a comer?

– Claro. ¿Por qué me has preguntado por Spitaleri?

– Después te lo digo.

– Me habías dicho que había novedades.

– De eso también hablaremos después.


* * *

Estaban comiendo en silencio y mirándose de vez en cuando a los ojos cuando, de repente, Montalbano sintió que Adriana recostaba una rodilla contra las suyas. Las separó un poco y la pierna de la joven se introdujo de inmediato entre ellas. Y con la otra, le apresó una pierna y la apretó con fuerza.

Fue un milagro que al comisario no se le atragantara el vino. Pero sintió que se ruborizaba y se enfadó consigo mismo.

Después Adriana señaló los caracoles de mar.

– ¿Cómo se comen?

– Hay que sacarlos con esa especie de pincho que te he puesto entre los cubiertos.

Adriana probó, pero no lo consiguió.

– Dámelo tú.

Montalbano tomó el pincho, y ella abrió la boca y se dejó alimentar.

– Muy bueno. Más.

Cada vez que ella abría los labios esperando el caracol, a Montalbano casi le daba un ataque. La botella de vino se acabó en un abrir y cerrar de ojos.

– Voy por otra.

– No -dijo Adriana, apretándole más la pierna prisionera. Pero enseguida debió de percatarse de la turbación de Montalbano y de su inquietud-. Bueno, ve -aceptó, soltándolo.

Al regresar con la botella abierta, él no se sentó en su silla sino al lado de Adriana.

Terminaron de comer y Montalbano quitó la mesa, dejando tan sólo la botella y las copas. Cuando volvió a sentarse, la joven lo tomó del brazo y apoyó la cabeza en su hombro.

– ¿Por qué te escapas?

¿Había llegado el momento de una conversación en serio? Quizá fuera mejor coger el toro por los cuernos.

– Adriana, créeme, te aseguro que no tendría el menor deseo de escapar. Me gustas como raras veces me ha ocurrido. Pero ¿te das cuenta de que entre nosotros hay una diferencia de treinta y tres años?

– Cualquiera diría que quiero casarme contigo.

– Bueno, da lo mismo. Yo ya empiezo a ser una pieza de anticuario y la verdad es que no me parece que… Alguien con una edad adecuada, en cambio…

– ¿Y cuál sería el hombre con la edad adecuada? ¿Uno de veinticinco? ¿Uno de treinta? Pero ¿los has visto? ¿Los has oído hablar? ¿Sabes cómo se comportan? ¡Ésos ni siquiera saben cómo está hecha una mujer!

– Mira; yo para ti soy un deseo pasajero, mientras que tú para mí… existe el riesgo de que te conviertas en algo muy distinto. A mi edad…

– Ya basta con esa historia de la edad. Y no creas que me apeteces como podría apetecerme un cucurucho de helado. Por cierto, ¿tienes?

– ¿Helado? Sí.

Lo sacó del congelador, pero no consiguió cortarlo de lo duro que estaba.

– Nata y chocolate. ¿Te vale? -preguntó Montalbano, sentándose como antes.

Y como antes, ella lo tomó del brazo y apoyó la cabeza en su hombro.

Bastaron cinco minutos para que el helado se pudiera servir. Y Adriana se lo comió en silencio sin cambiar de posición.

Después, al retirarle el plato que tenía delante, Montalbano reparó en que la joven estaba llorando. Sintió que se le encogía el corazón. Trató de hacerle apartar la cabeza de su hombro para mirarla a la cara, pero ella opuso resistencia.

– Hay otra cosa que debes tener en cuenta, Adriana. Que hace años que estoy con una mujer a la que amo. Y que siempre he intentado serle fiel a Livia, que no está…

– Disponible -dijo ella, levantando la cabeza y mirándolo a los ojos.

Debía de ocurrir lo mismo en los castillos sitiados de las guerras de antaño. Resistían mucho tiempo soportando el hambre y la sed, rechazaban a los que se encaramaban por las murallas arrojándoles aceite hirviendo, y parecían inexpugnables. Pero después, un solo golpe de catapulta lanzado con muy buena puntería derribaba de repente la puerta de hierro, y los sitiadores irrumpían en la fortaleza sin tropezar con la menor resistencia.

No disponible, la palabra clave utilizada por Adriana. ¿Qué habría percibido la muchacha en esa palabra cuando él la pronunció? ¿Su rabia? ¿Sus celos? ¿Su debilidad? ¿Su soledad?

Montalbano la abrazó y la besó. Los labios de la joven sabían a nata y chocolate.

Y fue como hundirse en los grandes ardores de agosto.

Después Adriana dijo:

– Vamos dentro.

Se levantaron abrazados, y justo en ese momento alguien llamó a la puerta.

– ¿Quién puede ser? -preguntó Adriana.

– Es… Fazio. Le había dicho que viniera. Lo había olvidado.

Sin una palabra, la joven fue a encerrarse en el cuarto de baño.


* * *

Nada más salir a la galería, al ver las dos copas y los dos platitos manchados de helado, Fazio preguntó:

– ¿Hay otra persona?

– Sí. Adriana.

– Ah. ¿Y ahora se irá?

– No.

– Ah.

– ¿Quieres una copa de vino?

– No, señor, gracias.

– ¿Un poco de helado?

– No, señor, gracias.

Ciertamente, la presencia de la chica lo incomodaba.

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