CAPÍTULO 11

Nurit Iscar supone que sería bueno contar con algo de ayuda para el fin de semana. Sus amigas colaboran y son como de la familia, pero la casa es grande, entra mucho polvo, mucho polen de los árboles. Además, si llega a venir el pibe de Policiales le gustaría que todo esté bien ordenado y no tener que ocuparse de la comida, la bebida, los platos, el papel higiénico en el baño y demás menesteres hogareños, para poder así atenderlo, llevarlo a conocer el barrio, la casa de Chazarreta, que todavía está rodeada de cintas plásticas que impiden el paso -custodiada además por un policía de la Bonaerense y uno de la seguridad del barrio-, y cualquier otro lugar que el pibe quiera conocer. Se imagina que una forma de conseguir a alguien que la ayude con las tareas de la casa es preguntarle a la empleada de algún vecino si tiene una amiga, pariente o conocida para recomendarle. Sale a la puerta y espera a que aparezca alguna. Pero no aparece. En cambio, pasa un auto, a los diez minutos otro, quince minutos después una camioneta cuatro por cuatro. Supone que debe haber un método que le lleve menos tiempo, tocarle la puerta a un vecino, por ejemplo. Lo hace en la casa de la derecha, no sale nadie. Lo hace en la casa de enfrente, nadie. No se atreve a tocar el timbre en la de la izquierda: si de allí tampoco sale un ser vivo y hablante -no vale perros ni ningún otro animal doméstico-, la sensación de solitud la va a sumir en una angustia de la que no está segura de poder recuperarse. Si ella, Nurit Iscar, es el único ser humano en metros a la redonda, prefiere no saberlo. Deja pasar unos minutos más, fingiendo una calma que no tiene. Debe reconocer que la espera la inquieta. Para ver gente, se teme, va a tener que ir hasta la proveeduría, la cancha de tenis, el gimnasio o el bar del golf. Y Nurit Iscar quiere ver gente. Está a punto de ser tomada otra vez por el síndrome de abstinencia de ciudad cuando por la esquina ve venir a una empleada doméstica que camina paseando un perro chihuahua. Nurit Iscar respira aliviada, como si acabara de escapar de un peligro que sólo ella reconoce. La mujer parece bastante fastidiada por la tarea que le encargaron, cosa comprensible con sólo observar los movimientos histéricos del perro. Este bicho es el diablo, dice casi para sí cuando pasa junto a ella. Nurit asiente y aprovecha el acercamiento que provoca la confesión para preguntarle si conoce a alguien que pueda ayudarla el fin de semana. La mujer intenta detenerse para responderle, pero el perro ladra de una manera tal que las obliga a las dos a seguir caminando juntas. Yo tengo mi hija, le dice, pero el fin de semana no puede, el marido no la deja, si la quiere para la semana, sí, pero fin de semana no la deja. Y la mujer está a punto de empezar a quejarse del marido de la hija, pero Nurit Iscar la interrumpe y le aclara que lamentablemente ella sólo necesita alguien que la ayude unas horas el sábado y otras pocas horas el domingo, con el resto de la semana se arregla. Van a ser pocos, ella, dos amigas y un compañero de trabajo, pero aun así prefiere que alguien le dé una mano. Lástima, fin de semana el marido no la deja, repite la mujer. Lástima, dice Nurit. La empleada que sigue luchando con el chihuahua saluda a un jardinero que pasa en bicicleta cargando sobre el manubrio la cortadora de césped y, sin que Nurit se lo pida, la mujer le pregunta si él tiene a alguien. El hombre se detiene, ellas también intentan detenerse pero el perro ladra histérico otra vez y resulta imposible conversar con ese sonido de fondo. Entonces el hombre da vuelta la bicicleta y las acompaña unos metros en la dirección en la que el chihuahua quiere ir. Tenía, dice el hombre, mi mujer, pero ya consiguió, ayer consiguió, tres meses sin trabajar, duro, pero ayer consiguió. El hombre se acuerda de algo, le cuenta que los fines de semana, en la entrada, del otro lado de la barrera, suele haber mujeres que se ofrecen para trabajar por hora, que a lo mejor ahí puede encontrar a alguien, a veces los guardias las corren, pero es la calle, así que ellas pueden, ¿o no es la calle? Sí, es la calle, dice Nurit Iscar y se acuerda de ella misma discutiendo acerca de quién es dueño de una calle el día en que entró en La Maravillosa. Cierto, dice la empleada que pasea el chihuahua, yo también las tengo vistas, vienen los sábados tempranito. Y si necesita, hay hombres que se ofrecen para hacer asados o para lavar autos, lo que usted precise, dice el jardinero. Nurit agradece la información y regresa a la casa. El hombre retoma su camino. La mujer sigue detrás del perro y masculla: lástima, el marido de mi hija.

Al día siguiente, bien temprano, Nurit se calza las únicas zapatillas que tiene, unas que le regaló su ex marido -en ese entonces marido- cuando cumplió cuarenta y nueve años, el último cumpleaños que pasaron juntos, poco antes de separarse. Estás demasiado tiempo sentada en la computadora, le dijo, dentro de un tiempo en vez de culo vas a tener una cacerola. Ella habría preferido un regalo más romántico que un par de zapatillas y una metáfora menos gráfica que la del culo como una cacerola, pero su marido siempre fue un pragmático y para ese entonces ella ya no esperaba demasiado ni de su marido ni del matrimonio. Tampoco de las metáforas. Lo cierto es que, cinco años después, las zapatillas le vinieron bien. Aunque aún no se anima a un jogging. Por eso elige un jean -ese clásico que en la Argentina y bien combinado puede servir tanto para ir a una fiesta como para salir de picnic-, una remera, anteojos de sol, y antes de partir se pone protector solar y se rocía con repelente para mosquitos. Evidentemente en el country no encontraron un sistema para matarlos o para mantenerlos alejados, piensa. ¿O esos mosquitos estarán entrenados para reconocer al extranjero y al detectar que Nurit es una intrusa la estarán picando sólo a ella? Mira el plano que le dieron el día en que ingresó y busca cuál es el camino más directo a la salida. Hay demasiadas curvas en La Maravillosa, culs-de-sacs, rotondas y calles circulares que obligan a ser precavida para no terminar como el Minotauro atrapado en el laberinto de Dédalo. Define y luego memoriza la mejor alternativa hacia la salida, pero de todos modos dobla el mapa y se lo mete en un bolsillo. Por si a pesar de su buena memoria, se pierde. Elige uno de los libros que llevó en su equipaje -Memento Mori, de Muriel Spark- para ir leyendo mientras camina hasta la puerta, se coloca el celular en un bolsillo y algún billete en el otro por si se le ocurre comprar algo en la proveeduría. ¿Qué más?, piensa. Y por fin sale. Sí, debería haberse puesto un gorro, se lamenta a pocos metros de la casa, pero no va a volver.

Por ser sábado se cruza con más gente de la que lleva vista en estos días desde que se instaló en La Maravillosa. Ella no conoce a nadie, algunos la saludan, otros no. Le da la sensación de que algo de su aspecto les llama la atención. Como si hubiera alguna cuestión del código de vestimenta con la que ella no cumple. Pero no se da cuenta de qué. El jean no puede ser, las zapatillas tampoco. Tal vez el libro, pero a ella caminar sin leer le aburre. Quizá crean que el hábito es peligroso porque no le permite prestar atención al camino. Si es así, es que no saben que Nurit Iscar está acostumbrada a leer en cualquier circunstancia: caminando, viajando en colectivo o en subte, en la cola de un banco, hasta en un cine mientras no apagan las luces antes de que empiece la película. Y la vista clavada en el libro, sumada a los anteojos negros, siente que la protegen. No le gustaría que nadie la reconozca, que sepan que ella está en ese lugar, como si fuera una vecina más, pero espiando. Aunque quienes leen El Tribuno ya deben sospechar que Nurit Iscar está allí, no es lo mismo saber que está, a reconocerle la cara y concluir que ella es ella. Una espía. La encargada de la non fiction, como diría Lorenzo Rinaldi. Dos días atrás una mujer se le acercó en el supermercado y le dijo: Yo te conozco. Y se la quedó mirando. Puede ser, contestó Nurit. La mujer se sonrió y dijo: De la clase de pilates, ¿no? Sí, de la clase de pilates, mintió Nurit. Quiere mantenerse anónima todo el tiempo que sea posible. No es que le hayan contado tanto hasta el momento, pero en cuanto comprueben que no es una de ellos, menos le contarán. Y la mirarán mal; a ella las malas miradas le hacen mucho daño. Si el “mal de ojo” es que te miren mal, ella cree en el mal de ojo, en que alguien te puede hacer daño por mirarte con odio, bronca o desprecio. Por todo eso es que Nurit Iscar camina con anteojos negros y la vista clavada en el libro, porque le gusta leer mientras camina y para que nadie la reconozca ni la ojee. Aunque nadie la mire. La mayoría de la gente con la que se cruza, trota. Algunos caminan. Dos mujeres jóvenes pasan junto a Nurit Iscar en rollers. Varios en bicicleta. Un chico que no debe tener más de 12 años se le adelanta manejando un cuatriciclo a una velocidad alarmante. Carros de golf a batería, ciclomotores, skates, reef sticks, motos. El parque automotor no compuesto por automóviles es de lo más diverso en La Maravillosa, tanto, que ella desconoce el nombre de varios de los vehículos con los que se cruza.

En el momento en que Nurit Iscar promedia su caminata hacia la entrada del country donde se aloja, Carmen Terrada se sube al auto de Paula Sibona para ir hasta La Maravillosa e instalarse el fin de semana en ese lugar para hacerle compañía a su amiga, como le prometieron. ¿Traés malla?, le pregunta Paula. Traigo, responde Carmen. Es uno de esos días de fines de marzo que se declaran de los mejores del año: sol, cielo despejado, calor pero no agobiante. Mientras tanto, Jaime Brena duerme. El pibe de Policiales lo llama, quiere combinar el horario para pasarlo a buscar. Dame una horita, pibe, que termino un asunto. El pibe está listo y sabe que el asunto es que Jaime Brena tiene todavía la almohada pegada a la cara, pero dice que no importa, que no hay apuro, que lo espera. La novia se queja de que se va a quedar todo el fin de semana sola. Voy por trabajo, contesta el pibe y enciende la computadora para hacer tiempo hasta la hora que arregló con Brena. Tipea en el buscador de Google: José de Zer. Se entera de que el barrio al que le puso nombre es Fuerte Apache -tierra de Carlos Tévez-, hasta entonces bautizado por Cacciatore, el intendente de la dictadura, como Barrio Ejército de los Andes, olvidando -o despreciando- el nombre con que lo habían bautizado sus primeros pobladores: Carlos Mugica, por el cura asesinado en 1974. En medio de un tiroteo, De Zer, sin proponérselo, borró el Ejército de los Andes de la dictadura y lo rebautizó Fuerte Apache, dándole el nombre con el que lo conocemos hasta hoy. ¡Esto parece Fuerte Apache!, gritó a cámara mientras silbaban las balas alrededor de él. Ya con esto, se merece un lugar en la historia, piensa el pibe. Hoy en el mundo lo conocen a Tévez como “El Apache” y muchos no se imaginan que se lo deben a José de Zer. Si De Zer no hubiera rebautizado el barrio, ¿cómo llamarían hoy al jugador argentino?, ¿el soldadito del Ejército de los Andes? El pibe de Policiales se entera, también gracias a Google, de que uno de los primeros trabajos que tuvo De Zer fue en la boletería de un teatro de donde lo echaron por robar. Esa anécdota forma parte de casi todas las biografías que aparecen acerca de este periodista policial, como si fuera necesario conocerla para poder completar el personaje. Y que la frase: “Seguime, Chango, seguime” se la dijo De Zer al camarógrafo Carlos “Chango” Torres, cuando seguían las luces de supuestos ovnis que habían llegado al cerro Uritorco, y que con el tiempo se supo que eran linternas apostadas por el mismo De Zer y su equipo. Seguime, Chango, seguime, y los dos fueron detrás de la luz de esas linternas. Engaños, como el muñeco inflable que tanto tiempo dio lugar a la leyenda del monstruo del lago Ness. El pibe se ríe, ¿cómo no escuchó antes esta historia de las linternas?, se pregunta. De Zer fue un adelantado, le dirá más tarde Jaime Brena cuando conversen de camino a La Maravillosa, un precursor de cada una de las linternas que encienden hoy algunos de nuestros colegas con menos gracia y más impunidad que él, arrogándose ser los paladines del periodismo y ofendidos si alguien osara compararlos con De Zer. Y le confesará que él respeta a José de Zer, a pesar de sus lados oscuros, porque invitaba a un juego que estaba claro y uno decidía si jugaba o no. Hoy esa claridad es más difícil de conseguir, pibe, se lamentará Brena, “la nuestra es una profesión donde la claridad es cada día más oscura”, podría ser una frase de De Zer.

La novia del pibe de Policiales le pregunta otra vez por qué no puede ir con ellos. Él no le contesta y marca el número de Jaime Brena. Sabe que no pasaron ni diez minutos, pero no está dispuesto a esperar tanto. Suena el teléfono de Brena, sin embargo no es el pibe de Policiales, sino el comisario Venturini que le gana de mano. ¿Y, querido, cómo vas? Bien pero pobre, contesta Brena. ¿Cuándo me invitás con ese asado que me debés?, le pregunta el comisario. Hoy estoy yendo a La Maravillosa, El Tribuno le alquiló una casa ahí a Nurit Iscar y vamos a verla con un compañero. Ah, mirá qué justo, también voy a andar por la zona, si me queda tiempo me doy una vuelta y charlamos. Cómo no, llámeme, comisario y me acerco a donde esté, confirma Brena y corta. Otra vez suena el teléfono de Jaime Brena: ¿Y?, paso en diez minutos, ¿te parece?, le pregunta el pibe de Policiales. En quince, le contesta Brena. Quiero ir con ustedes, dice la novia y el pibe de Policiales, por no oírla más, le contesta, ma sí, vení. ¿Llevo traje de baño?, pregunta la chica.

Nurit Iscar se acerca a la entrada de La Maravillosa. Unos metros antes de llegar a la barrera ya puede ver a las mujeres que esperan. Apenas sale del barrio se le acerca una, más rápida que las otras. La necesidad tiene cara de hereje, tituló hace unos días su editorial Lorenzo Rinaldi, en el que les reprochaba a ciertos gobernadores de la oposición con problemas de caja alianzas con el Presidente. ¿Necesita empleada por hora?, le pregunta la mujer que se le acerca. Nurit Iscar no lo sabe pero esa mujer rubia que le habla es aquella que gritaba en la cola el día en que Gladys Varela esperaba para entrar en La Maravillosa, ese último día que vino a trabajar, cuando un rato después encontró a Pedro Chazarreta degollado. Sí, necesito empleada por hora, le contesta Nurit, ¿podés trabajar hoy hasta media tarde y mañana el mismo horario? Lo que necesite usted, yo puedo, dice la mujer. Okey, vamos, le dice Nurit y se dirige a la entrada otra vez. Cuando van a cruzar la barrera, caminando, las detiene el guardia. ¿La señora tiene permiso de trabajo o tarjeta?, le pregunta el hombre a Nurit pero refiriéndose a la empleada. Nurit Iscar a su vez la mira como repitiendo la pregunta. No, responde la mujer incómoda. Entonces que pase a la oficina para completar los datos de ingreso y usted le firma la autorización. Cómo no, dice Nurit, y acompaña a la mujer a hacer los trámites. La mujer da su nombre, su número de documento, lo muestra, muestra su cartera -el contenido de su cartera-, le preguntan si tiene que declarar algo de lo que ingresa, ella dice que no, pero en seguida se retracta, sí, dice, el celular, y lo entrega al guardia para que él anote la marca y el modelo. El guardia carga los datos de la mujer en la computadora, algo de lo que ve en la pantalla le llama la atención, imprime el permiso, pero antes de dárselo a Nurit Iscar para que lo firme le pide a la mujer que gritaba en la cola de entrada, el mismo día en que mataron a Pedro Chazarreta, que espere afuera. La mujer lo hace. Se para del otro lado de la puerta con desconfianza. Mira hacia adentro por la ventana. Espera. El guardia la mira a Nurit Iscar y le dice: Le pedí hablar a solas, porque me aparece en la pantalla un alerta. ¿Y eso qué quiere decir?, pregunta Nurit. Que el sistema me pide que le avise que Anabella López, dice el guardia y señala con la cabeza a la mujer que está detrás de la puerta, trabajó en la casa de una vecina y socia de La Maravillosa, la señora Campolongo, ¿la conoce? No, yo no conozco a nadie acá. Bueno, la señora Campolongo pidió que se le prohíba el ingreso en el barrio, ¿me entiende? No. Que la señora Campolongo pidió que Anabella López no ingrese en La Maravillosa. ¿Y por qué? Porque la señora Campolongo tuvo un problema con López. ¿Pero eso es legal? ¿Legal qué? Le pregunto si la señora Campolongo tiene hecha alguna denuncia, si hay alguna orden judicial para impedirle el ingreso. No, es algo de cortesía, entre los socios. De cortesía. Sí, nos manejamos así, nos manejamos con el alerta en la computadora, la señora Campolongo no puede hacer la denuncia “legal”, como dice usted, porque no tiene pruebas y estas chicas en seguida se consiguen un abogado que hace un juicio interminable y, lo que es peor, impagable. Hubo una hace años que le hizo a una socia un juicio federal por impedirle el derecho constitucional al trabajo y a la libre circulación. Todavía nos acordamos todos, casi nos cuesta el puesto, nos preguntaron si la mujer había trabajado para esa socia y dijimos que sí, porque estaba en los registros, en fin, un lío. Por eso la señora Campolongo no hizo la denuncia en la policía, pero sí la hizo acá, en la guardia y control de ingreso, para que nosotros previniéramos a posibles nuevos damnificados de esta situación. Ajá, dice Nurit, ¿y cuál es “esta situación”? Que la señora Campolongo no quiere que esta mujer ingrese. Pero cuál es el motivo, aunque no esté probado. Que aparentemente Anabella López le robó. Le robó. Sí, un queso. ¿Un qué? Una horma de queso. Una horma de queso. El hombre se la queda mirando, ella también a él. Si quiere la llamamos a la señora Campolongo y ella le cuenta mejor. ¿Me cuenta cómo le robaron el queso? Le cuenta lo que usted necesite saber. Y dígame, si yo a pesar del riesgo de que esta mujer me robe un queso la quiero tomar igual, ¿ustedes me van a dejar pasar con ella o me lo van a impedir a punta de rifle? Son escopetas. Ah, a punta de escopeta, entonces. No, nosotros no le podemos impedir que usted lleve a trabajar a su casa a quien quiera, por eso que le dije de la libre circulación y el derecho al trabajo, es sólo un consejo que la señora Campolongo les da a sus vecinos. Cortesía. Sí, cortesía. Qué amable. Sí. ¿Dónde tengo que firmar? ¿Firmar qué? La autorización de trabajo. Entonces le autoriza el ingreso. Sí, total, yo queso no como. Entiendo, dice el hombre de seguridad y ya no dice más.

Nurit sale con el permiso firmado y se lo entrega a la mujer. Tomá, dice y camina unos metros. Luego se detiene, la mira y le dice: Te voy a hacer una pregunta y de lo que me respondas depende que trabajes en mi casa o no, pensá muy bien lo que vas a contestar. ¿Vos te robaste una horma de queso de la casa de la señora Campolongo? La mujer la mira. Pensá lo que me vas a contestar, le advierte una vez más Nurit mirándola fijo. La mujer le sostiene la mirada sin todavía decir nada. Ella la espera. ¿Y?, dice Nurit y mueve la cabeza invitándola a hablar. La mujer, por fin, habla: Sí, yo me llevé el queso. Nurit se queda en silencio un instante y luego dice, okey. ¿Okey? Sí, okey, estás contratada, dice y empieza a caminar. Si necesitás llevarte algo de mi casa, me avisás y yo decido si lo podés llevar o no, ¿de acuerdo? De acuerdo, dice la mujer. Y nunca toques ni mis papeles ni mis libros, ni siquiera los muevas de lugar, ¿de acuerdo? De acuerdo. La mujer queda algo rezagada, como si esta conversación la hubiera distraído del acto natural de caminar. Dale, apurate que está por llegar gente a mi casa y todavía ni ordené la cocina. La mujer avanza más ligero hasta alcanzarla. Caminan en silencio unos metros más y luego Anabella López le dice: Y no era un queso, era medio. Medio queso, nomás, la otra mitad se la comió la gorda. ¿Qué gorda?, pregunta Nurit. La gorda Campolongo, dice la mujer.

El resto del camino lo hacen en silencio.

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