CAPÍTULO 17

El domingo amanece lloviendo. No es una lluvia torrencial, ni siquiera podría decirse que eso que cae es, estrictamente, lluvia. Apenas una garúa. Pero tupida, constante, de esas que de verdad, mojan. Nurit se levanta y mira por la ventana. Se da cuenta de que la garúa en lugar de quitarle belleza al paisaje la hace más profunda, los colores son más intensos, la variedad de distintos verdes es incontable, el olor a tierra mojada le llega a pesar de que todavía no abrió las ventanas. ¿O lo intuye? ¿Puede uno anticiparse a un olor, evocarlo como si allí estuviera? El agua corre por la canaleta de chapa que bordea el techo y baja por el desagüe. Allí, donde finalmente cae, se formó un pequeño charco. El sonido del agua sobre la canaleta le trae un recuerdo lejano que no llega a precisar. Como si ella ya hubiera escuchado esa misma lluvia en otro lugar, hace tiempo. O la hubiera soñado. Piensa que en un día así, de garúa intensa, un domingo también, fue que mataron hace unos años a Gloria Echagüe; a pesar de que no aceptó el trabajo que le pidió Rinaldi aquella vez, se acuerda muy bien de que aquel día, el de la muerte de la mujer de Chazarreta, también llovía. Va al cuarto donde descansan sus amigas, abre la puerta y espía. Las dos siguen durmiendo. Se prepara un café, levanta en el frente de la casa el ejemplar de El Tribuno que dejó el diariero esta mañana, y todas las mañanas, según ella misma se lo encargó no bien llegó a La Maravillosa. Pero los domingos Nurit Iscar quiere leer otros diarios, todos, o casi todos. Y no se conforma con la edición on line, ésa la revisa cada día, para no tener tanto gasto, pero los domingos quiere papel, tinta, dedos manchados al pasar las hojas. Un diario. Todos los diarios. Sabe que si llama por teléfono al quiosco tardarán en traerlo, más aún siendo domingo, más aún con esa garúa, entonces decide que es mejor caminar, se dice que a pesar de la lluvia no hace frío y que moverse un poco le va a venir bien. Además prometió, le prometió a Jaime Brena y al pibe de Policiales, que se ocuparía de socializar más con los vecinos para ver si consigue que alguno de ellos le dé información acerca de a qué colegio secundario fue Chazarreta y quiénes eran sus amigos de aquella época. No trajo paraguas con su equipaje, no pensó que le haría falta, pero sí una campera liviana con capucha, y se la pone. Esta vez no lleva un libro, para que no se moje. Ni anteojos negros. Avanza unos pasos, decidida, y no llega a recorrer cien metros cuando se cruza con Luis Collazo, que viene trotando en dirección contraria a la de ella. Lo mira, pero él pasa a su lado reconcentrado -o eso parece-, inspirando y exhalando con intensidad no porque le cueste respirar sino como explícita rutina de entrenamiento. Va a un trote constante. Lleva en el brazo algo que Nurit cree que es una radio pero que, sin embargo, es uno de esos aparatos que sirven para controlar el ritmo cardíaco. Ella da unos pasos más y se da vuelta. Él, sin dejar de trotar, ha vuelto la cabeza y la está mirando desde esa distancia que aumenta con cada uno de sus pasos. En cuanto se da cuenta de que ella también lo mira, vuelve la vista hacia adelante y continúa la marcha como si él no hubiese mirado a Nurit Iscar ni ella a él. Nurit está tentada de seguirlo. Muy tentada. Tanto que lo hace. Corre unos metros detrás de Luis Collazo, con pasos cortos y rápidos, como quien corre en Buenos Aires un colectivo para no perderlo. El suelo está resbaladizo y Nurit Iscar tiene miedo de terminar desparramada en el asfalto de La Maravillosa como una mancha de aceite. Cambia el trote por un paso ligero pero más seguro. Él no logra sacarle demasiada ventaja; aun así, en una curva, ella lo pierde de vista. Entonces, a pesar de que se siente ridícula, vuelve a correr. En cuanto la curva y la vegetación que la bordea le permiten ver otra vez hacia dónde la calle describe su recorrido, se da cuenta de que Luis Collazo ya no está en ese camino. Es imposible que haya trotado tan rápido como para llegar a la próxima curva. Imposible. Nurit Iscar sigue, con paso más calmo, pensando qué hacer ahora. Se acomoda la capucha para que la garúa no le empape el pelo. Se mete dentro algunas mechas que quieren escaparse. La humedad hace que sus rulos, sus rulos de Betibú, se marquen más; ella lo sabe y le gusta. Pero la última vez que dejó que la lluvia la mojara terminó con un resfrío del que le costó recuperarse. Sube el cierre de la campera hasta arriba, el gancho del que tira casi toca su cara, y luego sigue caminando. Se pregunta si alguna de esas casas que ella ve a un lado y al otro del camino será la de Luis Collazo. Las mira con descaro. Busca algún indicio, pero nada aparece. Nurit Iscar teme que si sigue caminando en esa dirección se pierda, se olvidó de traer el mapa de La Maravillosa y nunca antes en sus pocas caminatas exploró hacia ese lado del barrio. Mejor volver, dice, y gira sobre sus pies para hacerlo. Entonces Collazo, que desde que desapareció siempre estuvo escondido detrás de ella, la enfrenta: ¿Qué quiere? Ella no responde, tiene taquicardia del susto. ¡Le pregunté qué quiere!, vuelve a gritar Collazo. Nada, estaba caminando. Me estaba siguiendo, señora, yo no soy tonto. Bueno, en realidad sí, en realidad le quería hacer una pregunta. Yo no contesto preguntas. Es una pregunta tonta, sólo saber a qué colegio iba Chazarreta, usted y él eran compañeros, ¿no? Una pregunta tonta, repite Collazo, con una intención que Nurit no termina de captar, ¿qué sabe usted, señora?, dice y la agarra firmemente de un brazo. Ella mira la mano del hombre que la aprieta sobre el codo aunque sin hacer ningún movimiento para que él la suelte, y contesta: Nada, pero me gustaría saber. Si es por mí, no pierda su tiempo, dice Collazo y la suelta, yo no le tengo miedo a nada, ni siquiera a que me maten, pero no espere nunca ni usted ni nadie que yo cuente, eso nunca lo voy a hacer. Nurit sigue sin entender, en ese momento pasa junto a ellos un guardia en su carro a batería, los mira, duda si detenerse o no, saluda y pregunta: ¿Todo bien? y sigue a marcha lenta pero sin detenerse. Todo bien, responde Collazo. Sin embargo, el guardia no queda conforme y, unos metros más adelante, para. Entonces Collazo le advierte a Nurit en voz baja aunque firme: No se meta. Y de inmediato se pone en marcha otra vez. Nurit Iscar se queda allí, mirando cómo Collazo se aleja. El guardia se acerca con su carrito haciendo marcha atrás. Mientras lo hace, suena un pitido constante que advierte la maniobra en reversa y que Nurit juzga ridículo en esas circunstancias. El guardia se detiene junto a ella y le pregunta: ¿Está bien?, ¿quiere que la alcance a su casa? Ella saltea la primera pregunta y va directo a la segunda: No, a mi casa no, al quiosco, ¿puede ser? Sí, claro, contesta el hombre y Nurit Iscar se sube junto a él.

El carro anda unos metros con ellos en silencio. Poco antes de llegar al quiosco el hombre dice: ¿Quedó asustada? Un poco, responde Nurit. No, no tenga miedo. El señor Collazo está muy nervioso desde que se murió Chazarreta, se entiende, eran muy amigos, corre y corre todo el día, a cualquier hora, pero ya se le va a pasar. Llegan al quiosco. Bueno, acá la dejo, dice el hombre. Gracias, dice Nurit y luego: Antes de que se vaya, ¿le puedo hacer una pregunta? Sí, claro, contesta el guardia y detiene el carro que ya estaba en movimiento. Dígame, ¿usted sabe a qué colegio fue Chazarreta? El hombre se sorprende con la pregunta. No, no tengo la menor idea. ¿Y no se le ocurre tampoco cómo puedo averiguarlo?, insiste Nurit. ¿Le preguntó a Collazo?, dice el guardia. Sí, pero no me quiso responder, dice ella. Qué raro, es una pregunta tonta. Eso mismo le dije yo. Bueno, si lo cruzo y se me pone a charlar le saco el tema y le pregunto, usted es la del diario El Tribuno, ¿no? Sí, contesta Nurit. Yo le aviso, dice el hombre, pero usted por las dudas no le diga a nadie, a mis superiores esas cosas no les gustan, que les demos datos a los periodistas, ¿me entiende? Lo entiendo. Yo le aviso, repite el hombre y se va. Nurit entra en el quiosco y pide los diarios. ¿Cuál?, le pregunta el quiosquero. Todos menos El Tribuno, contesta ella. Un vecino que revisa entre las pastillas de menta la mira con desprecio, Nurit Iscar sabe que no es porque no compre El Tribuno, sino porque acaba de reconocerla. Ella le sostiene la mirada. El hombre pone cara de “lo que nos tenemos que aguantar acá adentro”, elige dos paquetes de pastillas del mismo sabor -mentol- pero de distinta marca, los paga y sale. El quiosquero la mira pero no dice nada, espera, es ella quien entonces avanza: Me parece que acá no me quieren. Usted no se preocupe, dice el hombre mientras enrolla los ejemplares de los diarios que ella lleva y los mete en una bolsa de plástico para que no se mojen, no se crea que acá quieren a tantos. Nurit sonríe, paga sus diarios y va hacia la puerta. El hombre desde atrás del mostrador le dice: Muy buenos sus informes, el de hoy me gustó mucho, eso del feo olor. Gracias, dice ella, y antes de cerrar la puerta le pregunta: ¿Usted no sabe a qué colegio secundario fue Chazarreta, no? No, no tengo la menor idea, le contesta el quiosquero, ¿por? Nada, algo que se me ocurrió para un informe; bueno, si de casualidad se entera, ¿me podría avisar? Sí, dice él, cualquier cosa yo le aviso.

Nurit camina otra vez bajo la garúa. Ya no está preocupada por si se moja, ni perturbada por la aparición de Collazo, ni asustada por cómo él le habló. Está entusiasmada pensando en que hay algo seguro y cierto en la pista que siguen, en la foto que falta en el escritorio de Chazarreta, que ahí está la clave, la llave que les permitirá por fin entrar en el misterio de esa muerte. Sabe que si no fuera así, Luis Collazo no se habría puesto de ese modo. ¿Dónde quedó a esta altura aquella primera duda acerca de si la muerte de Chazarreta fue suicidio o asesinato?, se pregunta. En la nada, apuesta a que eso fue sólo un método de distracción, hacer que gracias a ese cuchillo plantado, todos se concentraran en pensar los lazos entre la muerte de su mujer y la de él. Pero la de él está relacionada con otra cosa, no tiene dudas, algo seguramente más turbio, más tremendo, tanto como para que los que lo mataron se tomen semejante trabajo. Su muerte y la de sus amigos. No ve la hora de llegar a su casa, escribirle al pibe de Policiales y contarle lo que pasó. Y de paso pedirle el mail de Jaime Brena. Sí, por qué no, también eso.

Abre la puerta de la cocina y se encuentra con sus amigas desayunando. Amanecieron, dice. Nos hicieron amanecer, sonó insistentemente el teléfono, se queja Carmen con tono de reproche que esconde algo más que la molestia por haber sido despertada. No te llevaste el celular, cabeza de novia, dice Paula. Nurit se tantea los bolsillos: Cierto, no me lo llevé. Te llamó Lorenzo Rinaldi, pidió que lo llames urgente. Nurit se agarra la cabeza, ay, me olvidé de mandarle el informe de ayer. Pero si acá está, le dice Carmen Terrada mostrándole la página de El Tribuno donde su informe aparece. No, sí, se lo mandé al pibe de Policiales, él es el que lo envía a edición, pero habíamos quedado en que cada informe se lo pasaba también a él, a Rinaldi, por anticipado, y anoche me olvidé. Mucha cosa en esa cabecita, dice Paula. Mucha cosa, repite Nurit y sale. ¿Adónde vas? A llamarlo, desde mi habitación. No, amiga, lo llamás de acá, nosotras te vamos a hacer de contención y además queremos fiscalizar, dice Paula Sibona. Tenemos la obligación de cuidarte, dice Carmen. Y de fiscalizar, repite Paula. Es un llamado de trabajo, aclara una vez más Nurit, aunque sabe que sus amigas nunca van a estar seguras de que así sea. Ni ella tampoco. No importa, todas sabemos cómo puede terminar un llamado de trabajo, ¿o nosotras nunca trabajamos?, dice Carmen, agarrá el teléfono y marcá, acá, delante de tus amigas. Entonces, porque sabe que no hay margen para discutir, eso hace Nurit Iscar: agarra el teléfono y marca. No necesita fingir delante de ellas que ya no se acuerda el número de teléfono de Lorenzo Rinaldi de memoria. Espera con el tubo en la oreja. Carmen y Paula no le sacan la vista de encima. Hola, sí, Lorenzo… Nurit, sí… Mirá, te pido mil disculpas que ayer se me pasó por completo mandarte el informe, estaba con dolor de cabeza y… ah, no… ¿sí?, ¿te gustó?… me alegro, sí… sí, no era fácil, me alegra que te haya gustado. Nurit ahora escucha en silencio, mira a sus amigas, sigue escuchando. Es evidente que algo de lo que dice Rinaldi prefiere no filtrar, así que las mira y calla. Ellas se dan cuenta y están cada vez más atentas. Por fin, Nurit no tiene otra alternativa que decir algunas pocas palabras que alcanzan para que sus amigas intuyan de qué va la cosa, por ejemplo, cuando Nurit, Betibú, dice: Ajá, sí, sí, puedo. Y ellas, que la conocen, se preocupan. Mucho. Y se enojan, un poco. Entonces Nurit Iscar confirma sus sospechas: Bueno, sí, está bien, a esa hora está bien. Y no bien pronuncia “a esa hora está bien”, y un segundo después, “¿me pasás a buscar por acá?”, Paula Sibona se estampa una palmada de desaprobación en la cabeza -la mano abierta, la palma justo en el centro de la frente-, y Carmen Terrada le da la espalda, abre el diario en cualquier página y se interna en la lectura.

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