CAPÍTULO 25

A las once de la mañana, el remís del diario pasa a buscar a Nurit Iscar por La Maravillosa. La noche anterior ella le había pedido que llegara más temprano, pero el hombre le recordó que vivía en Lanús y que desde allá “se hace pesado llegar”. Nurit se quedó pensando en el adjetivo que modifica al verbo: pesado llegar; se preguntó si por ser un verbo debería decirse: llegar pesadamente; o dejarlo así pero agregar un artículo: se hace pesado “el” llegar. No se decide. Mientras ella se pierde en vanas disquisiciones acerca del uso del lenguaje -cuando está nerviosa, desde chica, se concentra en el uso de las palabras para sacarse de la cabeza lo que la perturba-, el remisero insiste con lo suyo: ¿Usted sabe lo que es la avenida Pavón a esa hora? Y ella no sabe lo que es, pero se lo imagina. En realidad, a Nurit nada la apura, sólo la propia ansiedad y el temor de que el pibe de Policiales llame reclamando la tarjeta de Gandolfini que le dejó Jaime Brena y que él nunca se llevó. Le pidió a Anabella que viniera otra vez unas horas y dejara la casa impecable; le había dicho que sólo trabajaría el fin de semana pero se imagina que ella, Betibú, no estará mucho más tiempo en La Maravillosa y antes de irse quiere que todo quede en el estado en que lo encontró. Mejor aún que como lo encontró. Lleva su celular en la cartera por alguna emergencia, pero lo tiene apagado: prefiere que Jaime Brena o el pibe no la encuentren; si no, intentarán detenerla como hizo Nurit Iscar con ellos.

Frente a la barrera, el remisero devuelve la tarjeta que le dieron al entrar, luego un guardia le revisa el baúl -“¿me permite el baúl?”- y salen. Salir siempre es más fácil que entrar, dice el hombre. Y Nurit otra vez se queda pensando en algo tan abstracto como una frase, una oración de siete palabras, y se pregunta si ése no es un buen título de su próximo informe desde La Maravillosa, tal vez del último informe de Nurit Iscar: “Salir siempre es más fácil que entrar”.

En el momento en que el auto atraviesa la barrera de La Maravillosa rumbo al encuentro con Gandolfini, el pibe de Policiales está por dejar su casa para ir al diario. Le preocupa que su relación con Jaime Brena se haya resentido, pero tenía que pararlo como fuera. Tal vez debería haberlo hecho de otro modo, explicarle mejor las razones sin recurrir a golpes bajos, sobre todo sin mencionar su alejamiento de la sección Policiales de la que, hoy el pibe lo sabe, Jaime Brena nunca debería haberse ido. Pero ayer decir eso, decir: “No, no es tu trabajo, ahora es el mío, vos no estás más en Policiales”, fue todo lo que se le ocurrió. Ahora, cuando ya es tarde, se le ocurren muchas otras frases mejores que ésa. Incluso podría haberle ofrecido ir a ver a Gandolfini juntos. Se asustó, sintió que Jaime Brena iba directo a una zona de alto riesgo. Tenía que ser contundente. Pero -y eso es lo que no se perdona- sabe que, además de contundente, fue cruel.

Cuando el remís que lleva a Nurit Iscar pasa por el peaje, el pibe se sube a un taxi y Jaime Brena sale de su casa con la decisión tomada de ir caminando hasta el diario. Son veinte cuadras y su estado físico no es el mejor, pero hoy quiere caminar. Necesita caminar. Pensar. En la primera esquina en que lo detiene un semáforo, tiene que compartir cordón con un paseador de perros. Y con su atado de animales: un manojo de correas y ladridos. Eso sí que no haría, tener un perro para que lo saque a pasear otro, metido en medio de una jauría inevitablemente resentida con sus dueños. Él, Jaime Brena, quiere el perro para eso, para sacarlo a pasear con una correa. Y para llevarlo a una plaza, y para que le mueva la cola cuando llega a su casa. Es la máxima compañía que podría soportar viviendo con él, cree. Poco a poco se fue trasformando en un hombre solitario, en eso piensa Jaime Brena mientras observa a un dálmata que lo mira con la cabeza ladeada moviendo la cola en gesto amistoso. Se reconoce solitario aun desde antes de separarse de Irina. La soledad es un estado interior que puede practicarse, incluso, estando con otra gente, cree. Claro que esa otra gente, si no es un solitario como uno, se termina hartando. Como se hartó Irina. Y cree también que es eso, la soledad, lo que paradójicamente lo une con algunas personas. La soledad que une. O que junta. Una cofradía de solitarios. Con Karina Vives, por ejemplo. Con el pibe de Policiales, aunque hoy no quiera ni verlo. Con Nurit Iscar. Nurit Iscar, él apuesta, es una mujer solitaria aunque esté rodeada de amigas. Una solitaria hasta la médula, se le nota. Tanto como se le nota a él. Ser un solitario es algo constitutivo, una forma de ser, algo que no suele cambiar con el paso del tiempo ni con que se llene la casa de gente. Si él y Nurit Iscar algún día tuvieran algo, si armaran algún tipo de pareja, igual seguirían siendo dos solitarios. Felices, tal vez, bien acompañados, acariciados el uno por el otro, con buen sexo, pero dos solitarios. Y no le suena mal, casi cree que ése podría ser el modelo de pareja que él necesita: compartir lo que le queda de vida junto a una mujer tan solitaria como él. Sólo un solitario es capaz de estar al lado de otro sin sentir la necesidad, la obligación y el derecho, de poseerlo ni de cambiarlo. ¿Y de dónde salió esto de pensar en Nurit Iscar de ese modo? Mejor vuelvo al perro, se dice. Y eso hace.

La oficina de Gandolfini está en una torre en Catalinas, sobre Leandro N. Alem, una de las varias que se levantan al costado del hotel Sheraton. Para no dar tanta vuelta, el remisero deja a Nurit en la mano contraria y le indica que ahí la esperará, pero que si cuando sale no lo ve es porque alguien le pidió que se corriera y entonces él se fue a dar una vuelta a la manzana. O a varias manzanas porque en la zona hay muchas calles peatonales ahora, ¿vio?, cualquier cosa me llama al celular, dice el hombre. Cualquier cosa lo llamo, dice ella. Nurit Iscar cruza la avenida y el viento casi la voltea. No había notado que el día fuera tan ventoso. Tal vez no lo era. Siempre le llamó la atención lo fuerte que sopla el viento en esa zona de Buenos Aires, y no está segura de que la cercanía del río sea el único motivo de ese fenómeno climático. Se acuerda de una amiga de Paula Sibona, una actriz que desde hace tiempo vive en España, que cuando estaba deprimida se ponía pollera acampanada, se paraba en Leandro Alem y Córdoba y esperaba que el viento produjera en su falda un efecto Marilyn Monroe que los transeúntes ocasionales agradecían y a ella le levantaba el ánimo. A Betibú, con su pantalón negro y su camisa blanca, el viento sólo le bate los rulos que ella cada tanto acomoda en un gesto reflejo e inútil.

El edificio de Gandolfini es todo de vidrio polarizado. Negro, si uno lo mira desde afuera. Tiene tanta seguridad como La Maravillosa. Apenas uno pasa la puerta giratoria, lo detiene alguno de los guardias que están sentados detrás de un largo escritorio y que piden nombre, documento, y el piso y oficina que el ingresante quiere visitar. Cuando es su turno, Nurit dice que no se acuerda del piso pero que va a ver al señor Gandolfini. Piso 17 le responde el guardia y pregunta: ¿Tiene cita? Sí, claro, miente ella. El hombre anota sus datos en una planilla y le entrega una tarjeta de visita; a Nurit le extraña que esa parte del control sea tan fácil de vulnerar, apenas hace falta una tonta mentira: Sí, tengo cita. Y a lo mejor también una cara, un color de piel, cierta ropa, el hecho de ser mujer. El documento hay que dejarlo en custodia hasta salir del edificio y devolver la tarjeta, le indica el hombre de seguridad. Y aunque a Nurit no le hace gracia que alguien retenga su documento, se lo entrega. Antes de pasar por un molinete, ella todavía debe mostrar el bolso -como las empleadas domésticas en La Maravillosa, aunque en este caso el miedo es otro-, pasar por un detector de metales, y luego apoyar la tarjeta de visita en un lector. La identidad de todos nosotros se redujo a una cantidad variable de tarjetas para distintos usos, piensa. Se siente en una película norteamericana entrando en la CIA o en la serie 24 entrando en el edificio donde trabaja Jack Bauer. Parece mucho. En especial, si uno toma conciencia de que todo esto es para proteger, entre otros -como ella, el pibe de Policiales y Jaime Brena sospechan-, a un asesino. Alguien que paga para que asesinen gente a medida. Como quien contrata un sastre. Un sastre de la muerte, piensa y se pregunta si ése podría ser un buen título para una próxima novela: “El sastre de la muerte”, de Nurit Iscar. O “Muerte a medida”. O “Muerte XXI”. ¿Está pensando ella en una próxima novela? Se para delante del ascensor y cuando la puerta se abre sube en medio de un grupo compuesto por hombres de traje impecable, mujeres con ropa de oficina y tacos altos -de esos que ella hace años que ya no usa-, un cadete con el casco de su moto colgando de un brazo y sobres de distintos tamaños debajo del otro, y una mujer que lleva de la mano a un niño que le pregunta: ¿Acá trabaja papi? Nurit baja en el 17 y busca alguna secretaria. La encuentra detrás de una puerta de vidrio esmerilado que dice en letras blancas, talladas y difíciles de percibir: RG Business Developers. Se presenta a la chica: Mi nombre es Nurit Iscar, soy escritora, y vengo a entrevistar al señor Roberto Gandolfini por un libro de crónicas que estoy haciendo. La secretaria mira su agenda: No tengo marcada una cita con usted, ¿me repite su nombre por favor? Nurit Iscar, así como suena; qué raro, me dijeron en la editorial que estaba todo acordado. ¿Qué editorial?, conmigo no habló nadie. A lo mejor hablaron directamente con el señor Gandolfini y él se olvidó de avisarle. No creo, él siempre me avisa. Bueno, si es tan amable, consúltele si me puede atender aunque no esté la cita agendada. Me parece que no va a ser posible, el señor Gandolfini tiene el día muy cargado. ¿Lo podría intentar? La mujer duda. ¿Lo podría intentar, por favor?, insiste ella. Nurit Iscar me dijo, ¿no?, pregunta la secretaria. Sí, contesta, y dígale que me dio sus datos el señor Luis Collazo, no se olvide de eso, de mencionar a Luis Collazo. La mujer habla por teléfono con su jefe y sobre el final de la charla repite: Sí, sí, Luis Collazo. La mujer corta, la va a atender en quince minutos, espere en los sillones de recepción que en cuanto termine una reunión la hace pasar. Okey, dice Nurit Iscar, y se le fruncen las piernas. Si algo quiere, es estar ahí en ese momento. Y si algo no quiere, es exactamente lo mismo. Piensa en Jaime Brena y en el pibe de Policiales, en lo que le van a decir cuando se enteren de que estuvo allí. Se imagina el reto. En la mesa ratona que está delante de los sillones hay una Newsweek, la revista de un diario dominical de dos meses de antigüedad y el anuario de una cámara empresarial argentina. Ella cierra los ojos y espera.

En el momento en que Nurit Iscar cierra los ojos, Jaime Brena entra transpirado y con poco aire a la redacción de El Tribuno. El pibe de Policiales, que lo ve llegar, sigue atento sus movimientos tratando de decodificar si todavía está enojado con él. Brena saluda en general y se sienta en su escritorio. Sigue enojado, piensa el pibe. Jaime Brena se acomoda en su silla, se frota la cara, relaja un poco el cuello mientras enciende la computadora. En la pantalla lo está esperando el cable para su siguiente nota: El estudio de un centro médico de Lyon, Francia, que revela que los alérgicos a la penicilina tienen 64% más probabilidades de divorciarse antes de los cuarenta años que quienes no lo son. ¿Puede de verdad alguien haberse tomado el trabajo de estudiar la relación entre la penicilina y el divorcio antes de los cuarenta años? Lo lee una vez, dos veces, tres veces. Y luego apaga la computadora, saca del cajón los papeles para el retiro voluntario y los empieza a completar. El pibe de Policiales se acerca a su escritorio. Jaime Brena da vuelta los formularios para que no vea lo que está haciendo. ¿Tenés un minuto?, le pregunta el pibe. Jaime Brena lo mira pero no dice nada; el pibe sí, dice: Perdón. Jaime Brena sigue sin contestar. Perdón, vuelve a decir, me dio miedo que fueras a ver a Gandolfini sin evaluar los riesgos y me pareció que era la única manera de pararte. Okey, dice Jaime Brena, ¿algo más? El “algo más” de Brena lo deja cortado, pero el pibe hace un esfuerzo y sigue: Sí, algo más, ¿te acordás de la pregunta que me hiciste la primera vez que empezaste a instruirme sobre periodismo policial? No, dice Jaime Brena, te hice muchas preguntas, no tengo idea de cuál fue la primera. La más importante, me preguntaste a quién me quería parecer, cuál era mi modelo, pero yo todavía no sabía. No me acordaba, le responde Brena. Bueno, ahora sé, dice el pibe y espera que él le pregunte quién es ése al que quiere parecerse. Pero Brena no lo hace. Entonces lo dice sin que llegue la pregunta: A vos me quiero parecer, a Jaime Brena. Brena se lo queda mirando sin otro gesto que un imperceptible temblor en el labio inferior, como un latido involuntario; si el pibe lo conociera más, sabría que si a Jaime Brena le late así el labio inferior es porque lo que dijo acaba de clavársele en un lugar del cuerpo, no sabemos cuál, pero allí donde él todavía siente. ¿Vamos a ver juntos a Gandolfini?, dice el pibe. ¿Cómo? Que vayamos juntos, me parece una manera de bajar el riesgo, y en definitiva no podemos dejar este tema abierto por cagones, nos cuidamos entre los dos. ¿Vamos? Jaime Brena, como si fuera un día más de trabajo, como si no hubiera existido su enojo de ayer, ni los formularios del retiro voluntario a medio completar, ni la declaración de admiración del pibe de hoy, le pregunta: ¿Dónde es?, ¿te fijaste en la tarjeta que te di? El pibe maldice: La dejé en la casa de Nurit, qué tonto. Llamala y decile que te pase los datos, sugiere Brena. El pibe lo hace: Apagado, dice. ¿Para qué tiene celular esta mujer?, se pregunta Brena, como si él no fuera tan difícil de ubicar en un teléfono móvil como ella, y luego dice: Llamá a la casa. No tengo el número, voy a pedírselo a la secretaria de Rinaldi. Eso hace el pibe y vuelve al rato por el pasillo hablando con Anabella. La señora se fue, le dice la mujer, la vino a buscar el remís, ¿por qué no la llama al celular? Lo tiene apagado, ¿no sabés a dónde iba? Dijo que tenía que ver a alguien en la capital, creo. El pibe se acaricia la quijada varias veces y luego se queda con la mano abierta sobre la boca mientras niega con la cabeza, como si no quisiera sospechar que Nurit está donde está. Haceme un favor, Anabella, fijate si sobre la mesa del living la señora dejó una tarjeta que me olvidé ayer, la tarjeta de un tal Roberto Gandolfini. La mujer va a ver y cuando vuelve al teléfono le confirma su sospecha: sobre la mesa del living no hay nada. Gracias, dice el pibe, corta y va al escritorio de Jaime Brena. Nurit Iscar está yendo hacia la oficina de Gandolfini, si es que todavía no llegó. Qué mujer tremenda, se queja Brena, ¿hablaste con ella? No, pero por lo que me dijo la empleada, me juego que fue para ahí; está loca, dice el pibe. Igual de loca que nosotros, aclara Brena, pero más viva, ella lo logró. Y más allá de la admiración que le provoca esa mujer, confiesa su temor: Tenemos que alcanzarla, no me gusta pensar en lo que se puede llegar a meter. Buscá en Internet a ver si aparece la dirección de la empresa de Gandolfini, le pide Brena. Ya lo hice, contesta el pibe, no hay nada, es como si fuera un fantasma. Brena se queda pensando un instante y luego dice: Averiguá con la secretaria de Rinaldi con qué remís se maneja Nurit, si es con la agencia que siempre contrata el diario estamos salvados, si no…

Pocos minutos después el pibe habla con el remisero que llevó a Nurit Iscar a la oficina de Gandolfini, pero el hombre no tiene la dirección exacta. Sólo sabe dónde está él esperándola, estacionado en infracción, y que ella cruzó Leandro N. Alem un poco antes de Córdoba y se metió en alguno de los edificios típicos de esa zona, en cualquiera, cómo voy a saber si dos pisos más dos pisos menos son todos iguales, dice. Y que la tiene que esperar ahí. No, ya se lo dijo, no sabe en cuál edificio entró. No, ella lo va a llamar cuando termine. Por favor, no te muevas de ahí, le dice el pibe, vamos para allá. Y eso hacen.

Cuando el pibe de Policiales y Jaime Brena salen del diario Nurit Iscar ya está sentada frente a Roberto Gandolfini. Lo que puede ver a través de la inmensa ventana detrás de él es de tanta belleza que a Nurit le provoca una sensación ambivalente: por un lado, ese paisaje la atrae con su claridad y no puede impedir que sus ojos vayan hacia allí: el río, los barcos que parecen inmóviles, el reflejo del sol. Por otro lado, le resulta el marco menos adecuado para la conversación que tendrá que tener en ese mismo lugar con Gandolfini. Si ésta fuera una novela de Nurit Iscar, sacaría esa ventana. El hombre también es muy diferente de cómo ella lo había imaginado, más bajo, menos rotundo. Vestido con buena ropa, pero algo pasada de moda. Si no sospechara lo que sospecha de él, no le temería a quien está sentado delante de ella. Le parecería inofensivo. ¿Así que usted quiere entrevistarme por un libro que está escribiendo?, dice él mientras juega con una lapicera que aprieta en el extremo superior haciendo que la punta aparezca o se esconda intermitentemente. Sí, dice ella, le agradezco que me haya atendido a pesar de la confusión con la cita. Gandolfini asiente con un gesto apretado en la boca y luego dice: ¿Cuál es el tema de su libro? Bueno, estoy investigando sobre empresas que prestan servicios especiales o fuera de lo común. Ah, si es así, me temo que voy a desilusionarla, mis empresas no son algo tan extraordinario, dice, pero se le nota una falsa humildad. Tal vez para usted no, porque es cosa de todos los días, pero para los lectores sí. El hombre la mira, ella sabe que él la está estudiando. Me dijo mi secretaria que le recomendó que me viniera a ver Luis Collazo. Sí, un poco antes de su muerte, dice Nurit que va directo al punto para detectar alguna reacción en la cara de Gandolfini. Pero el hombre dice casi sin expresión: Una desgracia, me enteré de que se ahorcó. Apareció ahorcado, corrige ella; una desgracia, sí. ¿Y sobre cuál de las empresas que manejo es que quiere consultarme? Sobre una que se ocupa de eliminar gente a pedido, dice ella intentando mostrarse impasible. ¿Eliminar de dónde?, pregunta él. Eliminar del mundo. Gandolfini se sonríe: ¿Y qué le hace pensar que yo tengo una compañía que se ocupa de eso? Tal vez no sea suya, tal vez sólo la haya contratado. Otra vez, señora, no sé qué le hace pensar eso. Ciertas circunstancias y coincidencias. Circunstancias y coincidencias la pueden llevar a un lugar equivocado. El hecho de que todos los integrante del grupo “La Chacrita”, incluso su hermano, hayan muerto en condiciones muy particulares es algo que llama la atención; ¿recuerda al grupo La Chacrita, no?, y cuando ella lo nombra, espera que Gandolfini se muestre inquieto, apenas, lo suficiente como para marcar una diferencia. Sin embargo, tampoco ahora esa inquietud aparece, o ella no la nota. Claro que me acuerdo, es más, creo que todavía tengo conmigo una foto de ellos que recuperé hace algún tiempo, dice y Nurit sabe a qué foto se refiere y sospecha que de donde la recuperó es del portarretrato de Chazarreta, como si esa foto fuera su trofeo de guerra. ¿Pero qué le llama la atención de algo tan de todos los días como matarse en una ruta?, pregunta Gandolfini. Que matarse en una ruta es la manera precisa en que todos creían que iba a morir su hermano. Debería entonces haber atendido esa percepción de los demás y haber manejado más despacio; mi hermano nunca escuchó a nadie y el mayor desafío de su vida parecía ser batir su propio récord de velocidad. Opinan que manejaba muy bien, dice Nurit. Muy bien pero demasiado rápido, aclara Gandolfini, fuera de toda norma, y poniendo en riesgo no sólo a sí mismo, sino también a los demás. ¿Así que usted cree que yo hice algo para inducirlo o para provocar que se mate en la ruta? Usted o alguien que usted contrató, sí, eso me imagino, afirma Nurit. Le corté los frenos, por ejemplo. Por ejemplo. Usted tiene una imaginación prodigiosa, dice Gandolfini y se sonríe. Y a Collazo para que se cuelgue y a Bengoechea para que se mate esquiando, agrega él. Ella completa: A Miranda lo hizo matar de un disparo disfrazado de francotirador alienado, y a Chazarreta lo mandó matar como murió su mujer: degollado. Cada una de las muertes fue como debía ser, como era esperable que fuera. Gandolfini asiente con la cabeza: Ahora que lo dice, sí, en eso tengo que darle la razón: cada uno murió como debía morir. El hombre se para, va hacia la ventana, mira el río. Sin darse vuelta dice: Lo que no significa que yo haya tenido que ver con esas muertes. Ni nadie. Puede ser nada más que una coincidencia, el destino que suscribe la probabilidad estadística del riesgo de cada uno, señora Iscar. Hasta se puede tratar de justicia divina, si uno lo quiere ver desde una mirada “religiosa”, por llamarla de alguna manera. O que alguien estudió esa posibilidad y se dio cuenta de que era la mejor manera de ocultar un crimen, dice ella, que cada uno muriera como debía morir. Él se da vuelta y la mira: Y usted cree que ese alguien soy yo. Sí. Gandolfini se sonríe otra vez, vuelve a su silla, mira a Nurit sin todavía decir nada. No, pensándolo bien, si esta fuera una novela de Nurit Iscar, ella no sacaría esa ventana, es uno de los pocos elementos que les permite moverse a los personajes. Gandolfini intenta desarmar las elucubraciones de Nurit Iscar por el absurdo: O sea que para usted, yo soy casi Dios; o Dios mismo. No creo en Dios. Atea, dice él. Agnóstica, corrige ella. Gandolfini la mira, pero ahora en sus ojos hay un brillo que, Nurit Iscar cree, es más excitación que preocupación. Como cuando alguien muy competitivo en algún juego descubre que su rival es bueno, casi tan bueno como él, pero que aun así tiene muchas posibilidades de ganarle. Y que, si es así, si lo logra, le va a producir una gran satisfacción vencerlo. Más que a ninguno. Muy buena idea la suya, señora Iscar, muy buena, ¿se la puedo robar?, ¿la tiene registrada? ¿Se imagina?, yo, desde esta oficina con vista al río, equipada con la mejor tecnología y confort, decorada con un gusto excelente que no es una virtud mía sino de los arquitectos que contraté, a lo mejor yo, le decía, desde acá, puedo manejar dos o tres personas en el país y sicarios en otros países, poca gente, como para que el secreto esté bien guardado, y por una cifra que dependerá de la dificultad de cada caso, hago matar a quien sea exactamente en la forma en que todos esperan que ese alguien va a morir. Algo así, dice Nurit. No deja de ser una buena idea, sí, debo reconocérselo. Y además de sicarios debería manejar gente experta en obtener datos de las víctimas, ¿no?, continúa con entusiasmo Gandolfini. Espías a la vieja usanza y espías de red. Gente que pueda averiguar hasta la marca de la ropa interior que lleva una posible víctima. Gandolfini se sonríe, va hacia un costado de la oficina y se sirve un café. ¿Café?, pregunta. No, gracias, dice ella. Pero supongamos que usted tiene razón, que esas muertes no fueron accidentes, supongamos que sí hay una cabeza detrás de ellas, vuelvo a insistir: ¿por qué yo?, ¿por qué querría yo matarlos más allá de lo simpáticos o antipáticos que me parecieran mi hermano y sus amigos? Nurit Iscar responde sin eufemismos, va directo al punto, lo quiere ver reaccionar: Porque usted presenció la violación de Emilio Casabets. Ahora sí, por primera vez, la cara de Gandolfini sufre una pequeña transformación, ella lo nota, como si la tensión se le hubiera instalado en las mejillas, en el arco de las cejas, en el rictus. No hace una mueca, no se ríe, pero su cara se endurece. Tal vez hasta no haya sido la única violación que lo obligaron a presenciar. Y llegó un punto en el que usted no pudo más con la culpa de haber sido testigo sin haber hecho nada por evitarlo, remata Nurit. Gandolfini la mira con la misma dureza por un rato y luego dice entre dientes, casi para él: Tenía apenas ocho años. Yo no lo juzgo por nada de lo que haya pasado entonces, dice Nurit Iscar, sino por las muertes recientes. Un sentimiento que estuvo oculto durante años salió a la superficie mucho después, cuando su hermano y sus amigos aparecieron con frecuencia en los diarios por la muerte de Gloria Echagüe. Gandolfini va otra vez a la ventana, se queda con la vista perdida, toma su tiempo y después, como si se tratara de un actor que logró concentrarse y regresar a su papel dice: Usted tiene mucha imaginación. Eso no se lo niego, confirma ella. Aunque hace años haya pasado lo que pasó y yo haya estado allí, insisto: ¿qué prueba tiene para demostrar que tuve algo que ver con esas muertes? Ninguna, dice Nurit, todavía ninguna. Mire, señora Iscar, todo lo que usted dice podría ser así o podría no serlo. Pero en este mundo nada es si no puede probarse. Además, supongamos por un rato que usted tiene razón, que yo manejo sicarios en distintas partes del mundo, o hasta que tengo una empresa semejante, le digo más, supongamos que yo usé esa empresa no sólo para sacarme de encima a esta gente que menciona, sino también a algunos otros, como un negocio, para hacerla rentable. Supongamos que algo que empezó respondiendo a una necesidad personal se expandió a otros usos. ¿No cree entonces que yo sería alguien demasiado poderoso e intocable? Yo y mi compañía. Una compañía “matagente”. Sería una empresa muy exitosa, todo grupo de poder recurriría a mí, yo les prestaría servicios y me deberían favores. Gente de la política, otros empresarios, hasta religiosos de distintos credos, por qué no. Me convertiría así en alguien intocable. Imagínese que yo, o mejor dicho mi empresa, pudo haber hecho caer el helicóptero del hijo de un presidente. O pudo haber tirado a una secretaria indiscreta por la ventana de su casa simulando que quería cortar un cable de televisión. O hasta pudo haber inducido a un poderoso empresario a que se volara la cabeza de un escopetazo. Mucho poder tendría yo, señora Iscar, mucho, ¿no cree? Sería lo que se dice “un intocable”. Nadie es intocable, dice ella. Ah, no crea, muchos favores por cobrar en el momento preciso son un salvoconducto. Pero no quiero contarle más. No debo contarle más, señora. Ya bastante problema tuve después de mi encuentro del otro día con Jaime Brena. ¿Quién le hizo problema?, pregunta Nurit. Todos reportamos a alguien, ¿o no? ¿Se preguntó usted si habrá alguien arriba mío o si yo soy verdaderamente mi propio jefe? Porque eso también pasa hoy día, ¿no?, un investigador, usted, por ejemplo, cree que descubrió al asesino, pero ¿quién es el asesino? ¿El que desea la muerte de otro, el que la contrata, el que la ejecuta con un degüello, o un tiro, o el método que usted prefiera, el que organiza esa ejecución, el que la planea, el que la encubre, el que cobra por el trabajo? ¿Quién de ellos es más responsable? ¿Cómo es la pirámide del asesinato hoy? ¿Quién es en este siglo XXI el verdadero asesino, señora Iscar? Todos, responde ella. Una respuesta fácil, señora, una respuesta políticamente correcta. Y las respuestas políticamente correctas, además de mariconas, nunca dicen la verdad. ¿Sabe qué respondería yo? Que el asesino es el que queda vivo al final de todo, ese al que nadie pudo matar. Los demás son sólo eslabones. Eslabones reemplazables en la mayoría de los casos. Pero el que queda vivo al final, ése es otra cosa, ése sí que tiene poder de verdad. Gandolfini se levanta y camina por la oficina otra vez sin mirar a Nurit Iscar, con la vista perdida en el río. Luego se detiene y dice: Ay, ay, ay… estuvo cerca, pero nunca sabrá si dio en el blanco. La única persona que se lo podría confirmar soy yo, y yo no se lo confirmo, señora Iscar, lo siento. ¿Podrá soportar esta incertidumbre? ¿Podrá soportar que no le respondan a su pregunta, que no le confirmen su teoría?, ¿podrá soportar que nadie le diga si esto que usted imaginó con tanto detalle es la verdad? Yo sé que sí, que es la verdad, dice Nurit, e intenta parecer firme y decidida, aunque las piernas le tiemblan debajo de sus pantalones negros. No, no puede saberlo, en su interior hay algo que duda, que le exige dudar, yo puedo verlo. Y Gandolfini la mira como si de verdad estuviera viendo esa duda en ella. Recién después de un rato de silencio tenso, él pregunta: ¿La puedo ayudar en algo más? No, dice Nurit, creo que nada más, usted fue muy claro, más de lo que imaginé que iba a ser, me llevo mucho material. No creo que pueda usarlo, señora, no hay fuente confiable que pueda citar. Yo no soy periodista, soy escritora, puedo contar sin citar fuentes, puedo dar por hecho algo que sólo está en mi imaginación. Es sólo cuestión de llamar a lo que escribo “novela” en lugar de “crónica”, un detalle casi menor, cuenta Nurit. Gandolfini la mira, la estudia, decide qué pieza va a mover de acuerdo con su rival y no con el juego. Yo sí quiero decirle algo más, señora Iscar. ¿O prefiere que la llame Betibú?, pregunta Gandolfini ante el asombro de Nurit, mientras saca de un cajón de su escritorio una carpeta amarilla cruzada en el extremo superior derecho por dos rayas gruesas y negras, como un crespón. Betibú me dicen sólo los amigos. Ah, no quería parecer atrevido, disculpe. Sin abrir la carpeta que acaba de sacar del cajón, pero dejando su mano encima de ella como si estuviera por hacer un juramento sobre la Biblia, recita lo que probablemente es su contenido -como le contará Nurit Iscar a Jaime Brena y al pibe de Policiales en unos minutos más-, lo recita de memoria: Jaime Brena, sesenta y dos años, vida desordenada, excesos de distinto tipo: alcohol, cigarrillo, drogas, aunque ahora sólo consume marihuana. No realiza ejercicio físico. Muerte aconsejada: infarto. Nurit pasa del asombro a la conmoción. Él sigue. Paula Sibona: cincuenta y seis años, actriz, sin problemas médicos a la fecha. Etcétera, etcétera. Le gusta salir y frecuentar gente que no conoce. Muerte aconsejada: ataque de amante ocasional en su propio departamento después de una noche de sexo. Juan y Rodrigo Pérez Iscar, dice Gandolfini, ¿sus hijos, no? ¡Basta!, dice ella. ¿No quiere que siga? No. Puedo intentar con otros amigos. No me interesa saber. ¿En serio?, mire que me estoy jugando, mire que si trasciende que le estoy pasando esta información me costará bien caro. Ella sigue aterrada, sin poder emitir un sonido. Él lo nota. Quédese tranquila, es sólo un juego, un ejercicio teórico, nadie va a morir. Por el momento. No es bueno que muera gente sin motivo, eso nunca es bueno. Mi hermano y sus amigos tenían que morir, no importa si murieron en accidentes o los mataron. Se lo merecían. Hoy están muertos, y eso, para mí, es un alivio. Como si el mundo estuviera otra vez en equilibrio. Nadie me puede culpar de sentirme aliviado por la muerte de gente tan miserable, ¿entiende? Nurit se levanta: Sí, entiendo, dice y le tiemblan las piernas. ¿La acompaño? No, sé el camino. ¿No le intriga saber cuál sería la manera en que “teóricamente” debería morir usted? Nurit no contesta, pero le encantaría saberlo. Usted no es un caso sencillo, ¿sabe? Se arriesga poco. No frecuenta gente que no conoce, no bebe demasiado, no fuma ni se droga. Dígame, ¿es usted feliz? Nurit Iscar otra vez queda descolocada con una pregunta de Gandolfini, aunque ésta sea de otro tipo. Ay, señora, qué difícil es ser feliz, ¿no?, se lo digo yo que tengo, casi, todo. Si usted, si Betibú, muriera en el country donde está ahora, lo más aconsejable es que fuera por escape de monóxido de carbono. Las casas que tienen la caldera adentro, aunque sea en un gabinete aparte, en el cuarto de servicio o en un lavadero, por ejemplo, son un peligro. Eso estaría bien, no sería la primera en morir así en un country. Hubo varios casos, por más que se trate de casas caras, se preocupan por otras cosas, ¿sabe? Pero si ya estuviera de vuelta en su departamento, yo diría que lo más aconsejable sería que se cayera por el hueco del ascensor. Una salida imprevista y distraída, alguien la llama por algo urgente, usted agarra sus cosas a las apuradas, deja el teléfono, se lo olvida, no se detiene, no puede, la luz del pasillo no funciona, llama al ascensor, cree que está ahí, el mecanismo falla y usted abre la puerta y da un paso al vacío. También podría caerse de su balcón al regar las plantas, pero eso es demasiado parecido a la muerte de la secretaria que cortaba el cable de la televisión, y usted se merece más protagonismo, algo más exclusivo.

Nurit ya no quiere estar allí; como puede, va hacia la puerta y la abre. En cierta forma me halagó con sus sospechas, creerme capaz de montar una empresa así, no es algo que pueda hacer cualquiera. ¿Se acuerda de las Erinias? -¿las qué?, preguntará el pibe de Policiales un rato después cuando Nurit Iscar le cuente-; sería algo así como levantar su bandera, creo que Esquilo se equivocó al transformarlas en Euménides, pasaron de ser vengadoras impiadosas a benévolas, una pena. Las Euménides respetan la ley y la justicia, no hacen justicia por mano propia, logra decir Nurit. Por eso, una pena, dice Gandolfini, ¿no le parece justo que alguien haya hecho justicia con estos hijos de puta que violaron a un amigo? Olvídese de lo políticamente correcto y dígame exactamente lo que piensa. Que usted me da miedo, eso pienso, dice Nurit Iscar y está a punto de irse pero Gandolfini la detiene una vez más: Dos últimas cosas. Ella gira la cabeza y lo mira sin soltar el picaporte de la puerta. La primera: Ni una palabra de esto a nadie, me divierte hablar con ustedes pero no quiero tener el mismo problema que tuve después de ver a Jaime Brena. Y la segundo: Maidenform, dice Gandolfini y se sonríe. ¿Cómo? Maidenform. Entonces sí, Nurit Iscar se va, casi huye. De camino al ascensor se detiene frente a la secretaria, le pregunta por el baño y hacia allí se dirige.

Entra, se baja la bombacha y lee en la etiqueta lo que ya sabe: Maidenform.

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