CAPÍTULO 18

Poco antes de que Lorenzo Rinaldi pase a buscar a Nurit Iscar por La Maravillosa para ir a almorzar, Jaime Brena se prepara su primer café del día y el pibe de Policiales, que no se despertó en toda la noche ni en lo que va de la mañana, mea desenfrenadamente para ir, de inmediato, a la computadora a ver si llegó respuesta de Gonzalo Gandolfini. Y la respuesta llegó. Hola, sí, soy el sobrino. Lamentablemente, mi tío falleció hace un tiempo en un accidente de autos. Supongo que lo conocés de la época de la Chacrita, ¡espero que tus recuerdos sean gratos! (Ja ja). Según mi viejo, no a todos les quedaron gratos recuerdos de aquella época. Un abrazo. El pibe de Policiales lee el mensaje varias veces. Se pregunta cómo seguir. Lo llama a Jaime Brena, que ahora está tomando su segundo café. ¿Qué chacrita?, pregunta Brena. No sé, ni idea, le contesta el pibe. Habrá tenido alguno de ellos una chacra. Me parece que es otra cosa, dice Chacrita con mayúscula. Un nombre, entonces. Sí, parece un nombre. ¿Te fijaste si hay algo de esa Chacrita en Internet?, pibe. Eh, Brena, ¿vos pidiéndome que busque algo en Internet? Si no puedes contra ellos, únete a ellos, pero sabiendo que la red no es Dios. Ah, ¿no es Dios?, ¿hay algo más parecido a Dios que la red? No me jodas, pibe, te acepto que sea una religión, pero no Dios. El pibe se sonríe aunque Brena no lo sepa. Sí, me fijé, dice, pero no encuentro nada que parezca un dato que sirva. ¿Y si le preguntás? ¿A quién? Al sobrino de Gandolfini. Bueno, intento. Decime, ¿alguna novedad de Nurit Iscar? Sí, te mandé el informe por mail ayer a la noche en cuanto lo recibí. Ah, yo no enciendo la computadora en casa a menos que sea una situación especial. Es una situación especial, Brena, prendela; de todos modos, el informe lo podés leer impreso en el diario de hoy. Jaime Brena abre El Tribuno que dejó sin hojear sobre la mesada de mármol gris y pasa las páginas hasta encontrar el texto de Nurit Iscar. Sí, acá está, ahora lo leo, dice y busca sus anteojos por la cocina. Avisame si hay alguna novedad de eso de la Chacrita. El pibe, frente a la computadora, dice que sí, que le avisa, y antes de cortar le advierte que en ese mismo mail le decía que encontró en Internet el nombre del que se mató esquiando, Bengoechea. Bengoechea, repite Brena, okey, y corta. El pibe de Policiales chequea otra vez sus mensajes. Acaba de entrar otro mail de Nurit Iscar. Lo lee, es un informe detallado de lo que le pasó esta mañana con Luis Collazo, y todo lo que ella pensó a partir de ese episodio. Un informe que seguramente nunca saldrá en El Tribuno, un informe privado para ese equipo de tres que armaron sin proponérselo. En la posdata Nurit le pide al pibe que le reenvíe su mail a Brena y que le pase el teléfono de los dos, así nos podemos comunicar más fácil, dice. Y ella le deja el suyo. El pibe lee otra vez el texto del mail y, mientras lo hace, siente en su cuerpo algo que no sabe describir ni explicar. ¿Será que por primera vez él empieza a reaccionar con cosas relacionadas con su trabajo? Algo dentro de él bulle, eso siente. Y ese bullir no lo produce esta vez ni una mujer, ni una final de fútbol, ni un recital de Coldplay en la cancha de River. El pibe siempre creyó que terminó la carrera de periodismo por terco y para no darle un disgusto a su madre, más que por vocación. Cuando entró en Comunicación, ni siquiera sabía si se iba a orientar a la especialidad de periodismo o a la de publicidad. Pero como la gente que mejor le caía seguía periodismo, él los siguió a ellos. O eso creía hasta hoy. Que el periodismo en su vida había sido producto del azar y de su falta de iniciativa propia. Y lo mismo creía con respecto a la sección de la que se ocupa: que terminó trabajando en Policiales porque ése fue el primer hueco que encontró en una redacción. Sin embargo, hoy piensa, no podría hacer otra cosa. No está seguro de cómo fue ni qué pasó, pero por el momento, en este domingo lluvioso, no hay nada que le interese a él más que este caso en el que está metido. Le reenvía el nuevo mail de Nurit Iscar a Jaime Brena, pero además lo llama y le dice que lo lea. Y Jaime Brena, con fastidio por tener que quebrar uno de sus principios de vida más respetados -no encender la computadora en casa-, pero tan entusiasmado con el caso como lo está el pibe, la enciende y lee el mail de Nurit Iscar. Se lo contesta: Grande, Betibú, vamos bien. Cuidate. Brena. En el momento en que Nurit Iscar lee: Cuidate. Brena., suena la bocina del auto de Lorenzo Rinaldi en el frente de su casa. Ella no sabía que él ya estaba adentro de La Maravillosa, una de sus amigas le autorizó el ingreso, pero la mufa que les produce ese hombre no le permitió a ninguna de las dos subir a su cuarto a avisarle. Nurit se asoma por la ventana y grita: Ya voy. Él no debe escuchar porque toca la bocina por segunda vez. Ella se apura, agarra su cartera y, antes de salir, pasa por el baño y se mira en el espejo. No sabe si es una buena idea, pero lo hace. Acomoda sus rulos, se pasa rápido un poco de rouge de un color suave -definitivamente no el color que usaría Betty Boop-, un rosa subido pero seco, casi tirando al marrón, un color de día, que no llama la atención pero que le da humectación, algo de brillo y hace que sus labios parezcan un poco más jóvenes. ¿Parecen más jóvenes sus labios después del rouge? Los mira girando la cabeza a un lado y al otro, abriendo la boca, forzando una sonrisa estirada. No sabe. Se acaricia el cuello, levanta el mentón, no puede decir que tenga papada pero es evidente que su piel perdió tensión. No, no hizo bien en pasar por el baño y mirarse, ahora saldrá más insegura. Suena la bocina por tercera vez. Paula Sibona aparece detrás de ella en la imagen del espejo y dice: Escuchás que este hombre te toca bocina, ¿no? Sí, sí, ahí voy. Estás linda, le dice Paula. Ella se da vuelta, le sonríe y contesta: Gracias, amiga.

Lorenzo Rinaldi se baja cuando la ve venir por la galería, gira por delante del auto, abre la puerta del acompañante y la espera así, con la puerta abierta. Siempre lo hizo -bajarse a abrir la puerta-, pero ella casi lo tenía olvidado. Rinaldi conoce y respeta todas las reglas de cortesía en el trato social hombre-mujer -reglas entre las que no está serle fiel a su mujer y no arruinarle la vida a ella con falsas expectativas que siempre supo no cumpliría-, y que hoy ya no todos los varones conservan: caminar del lado del cordón de la vereda, abrir puertas -no sólo de autos, también de ascensores, de edificios, de oficinas, de habitaciones de hotel alojamiento-, abrir también la puerta de un taxi pero entrar primero para que la mujer no tenga que atravesar todo el asiento y quede en el lugar más incómodo -detrás del conductor, que seguramente tiene su butaca corrida hacia atrás-, subir una escalera detrás de la mujer y bajarla delante, cargar los bultos que lleve, servir la bebida en un restaurante. Y, por supuesto, pagar todas las cuentas, todas. ¿Qué diría una mujer flapper de estas normas?, que un hombre tenga todas esas consideraciones con una mujer, ¿es hoy galante o humillante?, se pregunta Nurit Iscar. Humillantes son los que se dicen modernos y no pagan la cuenta, sostuvo siempre Carmen Terrada. Pero hay distintas formas de humillar, piensa Nurit, al tiempo que Lorenzo Rinaldi dice: Hola, Betibú, y le da un beso discreto en la mejilla mientras coloca la mano en su cuello, casi en la nuca, debajo de sus rulos. Y ella la siente. Siente la mano de Lorenzo Rinaldi tres años después. Nurit Iscar se deshace de esa mano y se sienta, él cierra la puerta y vuelve a su lugar de conductor. Ahora avanzan hacia la entrada de La Maravillosa. ¿Viste que cambié el auto?, le pregunta Rinaldi. Y ella dice que sí, pero miente porque no tiene ni idea de a qué auto se acaba de subir. Aunque le pusieran una pistola sobre la sien y la obligaran a contestar de qué marca es ese auto en el que está metida, qué modelo, o hasta qué color, Nurit no podría dar una respuesta. Nunca se acuerda de qué auto tiene quién. No se fija. Sin embargo, puede recordar varias patentes con las que juega a armar palabras agregando letras. Por ejemplo, el BRM de la patente de Paula que ella transforma en BROMA. O el GRL del auto de su ex marido que usan sus hijos y que Nurit transforma en GRULLA. Y el HMD de Viviana Mansini que ella cambia por HUMEDAD. Pero no tuvo oportunidad de mirar la patente del nuevo auto de Rinaldi. ¿Te gusta?, pregunta él y antes de que ella conteste, agrega: No sabés lo que cuesta, más que un departamento en Belgrano, pero le tenía ganas hace tanto… Además, departamento en Belgrano yo ya tengo, dice y se ríe. Nurit Iscar mira el reloj y se pregunta si soportará las horas que tiene por delante. Aquello que no le gustaba de Lorenzo Rinaldi, pero que ella ignoraba porque estaba enamorada de él, se le viene encima todo junto, al medio de la frente, como un piedrazo. ¿Cómo me olvidé de esta parte?, se reprocha. A vos te fue bien, ¿cobraste buena guita por los libros que tenés publicados, no?, pregunta él y confirma los pensamientos de Nurit. Ella no puede creer hacia dónde va esa conversación, ¿habrán sido así sus charlas cuando ella estaba enamorada de él?, ¿habrá el amor -y ella- disfrazado las conversaciones e intereses de Lorenzo Rinaldi con inteligencia e importancia?, ¿o él se habrá cuidado de no mostrarse tan imbécil? Nurit suspira y deja que se le pierda la vista por la ventanilla. ¿Seguís cobrando derechos, no?, insiste Rinaldi. Nurit Iscar quisiera no contestar, pero sabe que es mejor hacerlo; si no, él seguirá preguntando: Algo, dice. ¿Cuánto es algo?, pregunta él. Ah, no, piensa ella, no podés ser tan pelotudo. No sé, Lorenzo, le dice, si querés cuando llego a casa te reenvío la última liquidación de la editorial. Pero él, sin hacerse cargo de la ironía de Betibú, sigue: ¿y cuánto te podrían dar por el anticipo de tu próxima novela? Nurit Iscar mira otra vez el reloj. En dólares, completa él, porque además vos te podés hacer valer, podés presentársela a varias editoriales y que se maten por el manuscrito, dárselo al mejor postor. Como una especie de licitación, decís vos, ironiza Nurit, pero él lo toma como una descripción de la realidad. Sí, una licitación de la publicación de tu nueva novela, eso mismo. No hay nueva novela, dice ella. ¿Todavía no? No va a haber, dejé de escribir. Me estás jodiendo. No, estoy hablando en serio, ¿no te pareció raro que en estos años no saliera una nueva novela mía? No, supuse que habrías quedado medio golpeada con el asunto de la última y que por eso te tomabas más tiempo. No le fue bien a tu última novela, ¿no? No, no le fue bien. ¿Cómo era que se llamaba? Sólo si me amas. Sólo si me amas, cierto; pero igual te habrán pagado anticipo, dice Rinaldi, ellos no sabían cómo le iba a ir al libro. Nurit no responde, se dice a ella misma por enésima vez: qué hago yo acá. Mira el reloj. Yo no sé cómo vos que tenías tan claro lo que había que meter en una novela para que le vaya bien, te corriste de ese lugar, le dice Rinaldi. Nurit siente muchas ganas de darle una cachetada. Infinitas ganas. Y no lo disimula. Pero él, a quien le cuesta darse cuenta de lo que le pasa al otro, sigue: De todos modos, que te hayas equivocado una vez no quiere decir que no tengas el don. ¿Cuál don?, le pregunta Nurit con un fastidio indisimulable. El de saber qué hay que poner en un libro para que la gente quiera comprarlo: un poco de esto, un poco de esto otro. ¿Por qué no te vas al carajo, Rinaldi? Epa, qué pasó, se sorprende él. Mirá, yo no voy a discutir con vos por qué escribo, qué escribo y cómo escribo, porque vos de eso no entendés, dice ella y lo dice con tal firmeza que por primera vez Rinaldi repara en que Nurit Iscar está molesta. Bueno, parece que no empezamos bien, dice él. No, no empezamos bien, dice ella. Salen de La Maravillosa en silencio, después de dar algunos datos en la barrera. Luego, ya en la ruta, él intenta recomenzar con comentarios de rutina: la lluvia, los restaurantes de la zona, el último informe de Nurit, los negociados en los que estaría metido el Presidente, el estado desastroso en el que se encuentra el país -a su criterio, el criterio de Lorenzo Rinaldi, aunque lo diga como verdad revelada e irrefutable-, la sensación de estar perseguido por el gobierno -soy un perseguido político, dijo-, el hecho de que esa persecución en lugar de acobardarlo le genera más adrenalina. Ella no comparte casi nada de lo que escucha de Rinaldi, ni acerca del Presidente, ni del país, ni de los supuestos riesgos que corre por el ejercicio de la profesión. Nada. Ni siquiera coincide en lo que él opina acerca de los restaurantes de la zona. Pero Nurit Iscar calla, sabe que no vale la pena darle su opinión. Sabe que Lorenzo Rinaldi no puede ni siquiera sospechar que ella piense tan diferente. Si ella es inteligente, si ella es profesional, si ella se acostó con él, ¿cómo va a pensar así?, ¿cómo no se va a dar cuenta de cuál es la realidad? Hoy, la realidad es una entelequia. Una construcción teórica. Si ella mencionara que “su” realidad es tan distinta de la realidad de él, entrarían en una discusión sin sentido ni final. Lorenzo Rinaldi trataría de convencerla, aunque ella no a él. ¿Cómo pudo estar tan enamorada de alguien que hoy siente tan lejano, de alguien con quien hoy no puede ni siquiera compartir una conversación trivial en un auto? ¿Cuáles son los mecanismos del amor que hacen que uno no vea lo que no quiere ver? Porque eso que es hoy Lorenzo Rinaldi lo fue también hace tres años. No tiene dudas. Sin embargo, ella, entonces, sólo vio lo que de él le atraía. ¿Qué le atraía? Sus manos, su voz, eso es cierto. ¿Pero alcanzan una voz y un par de manos para que una mujer caiga muerta a los pies de un hombre? Si hoy ella, Nurit Iscar, tuviera que decir qué la enamoró de Lorenzo Rinaldi, diría, porque eso es lo que cree, que la enamoró que él estuviera enamorado de ella. O al menos que él dijera eso. Muy enamorado, decía. Lo repitió hasta último momento. Y que Nurit le haya creído. Eso, sentir que una mujer, ella, bautizada por él Betibú, nombrada por él, le despertara pasiones, amor, cariño, necesidad del otro a ese hombre, la enamoró. Algo que Nurit Iscar ya no sentía que le pasara desde hacía rato en su matrimonio. Y a eso apostó. A estar enamorados. ¿Se equivocó?, se pregunta mientras mira por la ventanilla y Rinaldi le habla de la pérdida de ventas desde que aparecieron los diarios on line. No, no se equivocó en apostar. Pero se equivocó en la apuesta. Había que intentarlo y eso hizo, probar si quedaba en su cuerpo algo de lo que había sentido cuando era joven, cuando el amor, la pareja, el matrimonio eran aún un misterio en el que ella quería creer. Y quedaba. ¿Queda aún? No lo sabe. ¿Cómo está tu mujer?, pregunta Nurit en medio de una frase de Rinaldi acerca del aumento de los costos de los insumos en los diarios. Bien, dice él, bien. ¿Qué es de su vida?, insiste ella como si hablara de una conocida, de alguien lejano pero que le despierta interés, aunque el verdadero propósito de sus preguntas no es ningún interés real acerca de la mujer de Rinaldi, sino establecer que él tuvo, tiene y tendrá, siempre, mujer. Está prácticamente instalada en Bariloche, le cuenta él. Tenemos ganas de retirarnos ahí. Cuando llegue el retiro, claro, no ahora. Compré unos terrenos, a un precio increíble, una sucesión con problemas que terminamos arreglando por monedas, y nos hicimos una casa al pie de un cerro con vista al lago, un lugar soñado. Soñado, repite. ¿Soñado por quién?, se pregunta Nurit, ¿por Lorenzo Rinaldi?, ¿por la mujer de Lorenzo Rinaldi?, ¿por el finado que dejó la sucesión con problemas?, ¿por la gente que es como ellos? Cuando alguien dice “soñado”, ¿es que supone que todos tenemos el mismo sueño? El lote era muy grande, loteamos, hicimos cabañas y Marisa -el nombre la perturba, ya no se trata de hablar de “la mujer de Rinaldi”, sino de alguien que tiene un nombre, Marisa, nombre que mientras Nurit y Lorenzo Rinaldi tuvieron una relación evitaban, ambos, siempre, pronunciar- se ocupa de administrarlas. Está muy entretenida allá, porque además tiene animales y plantas y eso a ella le encanta. Yo voy cada tanto, ella viene cada tanto. Un lugar soñado, vuelve a decir. Una pesadilla, piensa ella. A unos veinte kilómetros del Centro Cívico, ¿conocés? Bariloche sí, tu lote no creo. Ya casi recuperamos la inversión, algunas cabañas las alquilamos pero otras las vendimos a un precio tres o cuatro veces mayor, fue un muy buen negocio, tremendo negocio. Nurit mira otra vez por la ventanilla, en silencio.

Lorenzo Rinaldi elige un restaurante italiano, un lugar de pastas exclusivo, con pocas mesas rodeadas de sillas antiguas de distintos estilos y tapizados, una bodega en el sótano que se puede ver a través de algunos huecos vidriados en el piso concebidos para que los clientes del restaurante vean los vinos sin moverse de sus mesas. Lo que tiene de bueno estar ya ahí, se dice Nurit, es que en unos minutos más van a comer y en una o dos horas ella estará libre de Lorenzo Rinaldi y de su conversación. El tiempo que sigue transcurre un poco mejor, ella saca algunos temas que le interesan más -cine, libros, sus hijos, el caso Chazarreta- para evitar que se instale la conversación monotemática de Rinaldi. Pero él parece no meterse de verdad en los temas que ella elige. Contesta con algún monosílabo, asiente, sonríe, pero no escucha, sólo espera que termine para poder volver a hablar de él y de su mundo. Entrada, plato principal, vino elegido por Rinaldi después de dar varias vueltas y querer demostrar que de eso sabe, postre, café. Listo. Se suben al auto. Pero Rinaldi no arranca. La mira. Se sonríe. Se mete en la boca una tableta de menta para mejorar el aliento. Le ofrece una a ella; no, gracias, dice Nurit y el hecho de que él esté preocupado por su aliento la pone alerta. ¿Supiste que me operé hace un mes atrás?, pregunta Rinaldi. No, no supe, ¿algo importante? No, nada grave, pero incómodo, la semana pasada me dieron el alta. Me alegro, dice ella. Próstata, dice él. Ah, es bastante común en hombres de tu edad, ¿no? Sí, eso me dijeron, pero no fue consuelo, dice él y se ríe. Luego Rinaldi se acomoda en el asiento de manera de poder mirarla mejor y deja en claro de forma evidente que no piensa poner el auto en marcha por el momento. Soy virgen otra vez, dice. ¿Qué?, le pregunta Nurit. Que todavía no estrené el aparataje después de la operación, aclara él. ¿Este hombre me está hablando de su pija?, se pregunta Nurit Iscar en silencio sin terminar de creerlo. Me dijeron que no voy a tener problemas, pero hasta que no pruebe no voy a estar tranquilo. Ah, mirá, dice Nurit. Él le sonríe, la mira directo a los ojos. Ella se teme lo que está por venir. La tableta para el aliento, se dice a sí misma. ¿Me querés ayudar, Betibú?, pregunta Rinaldi con cara de oveja recién nacida que perdió el rebaño. ¿Vos me estás hablando en serio?, le contesta ella con otra pregunta. Nosotros funcionábamos bien juntos, bueno, por lo menos yo tengo ese recuerdo, ¿o no? Sí, funcionábamos bien, dice Nurit, hasta que dejamos de funcionar. Dale, dice él, ¿querés estrenarme?, mirá el privilegio que te estoy dando. No, no, ¡un hijo de puta!, dirá Paula Sibona un par de horas más tarde cuando Nurit le cuente lo que dijo: “mirá el privilegio que te estoy dando”. ¿Y así, de una, sin ni siquiera hacerte el novio?, preguntará Carmen. Yo creo que tenés que estrenarla con Marisa, Lorenzo, le dice Nurit, ella te va a tener paciencia, te conoce de tantos años, andate a Bariloche, relajate en ese lugar soñado, y estrenala con ella. Rinaldi niega con la cabeza y luego dice: No me preguntes por qué, pero estoy seguro de que con Marisa no va a funcionar. Entonces probá con una prostituta, ellas sí que son especialistas en hacer resucitar pijas, dice Nurit sin ni siquiera pestañear al decir la palabra pija, mirándolo también ella directo a los ojos y sosteniéndole la mirada. No se reconoce hablándole a Rinaldi con tanto desparpajo, pero le gusta hacerlo. ¿Eso le dijiste?, preguntará Carmen en medio de risas. ¡Qué tipo hijo de remil putas!, volverá a decir Paula. No, una prostituta tampoco, dice Rinaldi y suspira antes de seguir: ¿Sabés que nunca me gustó tener sexo con prostitutas? Es una buena oportunidad para probar, contesta ella, ¿viste que cuando uno es joven a veces le gusta más lo salado y cuando es viejo lo dulce?, a lo mejor probás y te llevás una sorpresa. Y yo que tenía puestas todas mis esperanzas en que vos fueras mi Florence Nightingale, dice él, ¿de verdad no querés ser mi Florence Nightingale? Yo no te puedo creer, dirá Carmen espantada, no te puedo creer, decime que no, que no lo dijo. ¿Pero quién se cree que es ese pelotudo?, dirá Paula. No, no quiero ser tu Florence Nightingale, dice Nurit.

El recorrido hasta La Maravillosa se hizo, al menos para ella, interminable. Él la deja en la puerta de la casa que ella ocupa, pero esta vez no baja. Pensalo, le dice, yo martes y jueves te puedo hacer de novio. Martes y jueves, repite Nurit. Y acordate qué bien lo pasábamos juntos. Ella se lo queda mirando. Pensalo, vuelve a decir él, y Nurit le sonríe y se mete en la casa sin contestar.

De erotizar a una mujer cero, este tipo, le dice Paula Sibona mientras le alcanza un café a su amiga y sigue: ¿Cómo podés calentarte con alguien que te propone ser su Florence Nightingale? Si planta eso así, es porque está muy seguro de que hay minas que le harían de Florence Nightingale con ganas, dice Nurit. ¿Se dan cuenta, no?, pregunta Paula ¿De qué? De que hasta hace un tiempo los problemas de los hombres con los que salíamos eran distensión de ligamentos, meniscos, una apendicitis con toda la furia. La próstata es un viaje de ida, le dice Carmen.

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