CAPÍTULO 28

Una semana después Jaime Brena y Nurit Iscar cenan en El Preferido. Él le aseguró que allí se come el mejor puchero de Buenos Aires. A menos que te guste más uno de esos restaurantes donde no te atienden mozos sino lindos chicos, y donde se come comida fusión o algún otro invento que podrías comer en cualquier ciudad del mundo, dijo Brena cuando la llamó para arreglar el encuentro. Puchero me encanta, respondió ella. Y allí están, uno frente al otro, eligiendo el vino tinto. ¿Viene con chorizo colorado?, le pregunta Nurit al mozo. Sin chorizo colorado, garbanzos y caracú no sería puchero, le contesta el hombre. Ella le guiña un ojo, alza el pulgar, cierra el menú y se lo da. Jaime Brena señala un cabernet sauvignon ytambién devuelve el menú. Ella le dice que todavía no le contestó los insistentes llamados a Rinaldi, que sabe que va a maltratarla por su último informe, sobre todo después de que el pibe hizo que circulara por Internet, y que no tiene ganas de escucharlo. Él le cuenta que por el momento seguirá trabajando en El Tribuno, que lo va a ayudar al pibe con su portal sólo de onda, que va a escribir algunos informes para él, pero que no se imagina sin levantarse para ir al diario todos los días. Que a pesar de Rinaldi, a pesar de la sección Sociedad, a pesar de las tontas estadísticas acerca de qué hacen hombres y mujeres, niñas y varones, o chicas con mucho o poco vello, él sigue eligiendo trabajar en un diario. Creo que no podría acostumbrarme a perder el olor de una redacción, dice. ¿A qué huele?, pregunta ella. Bueno, antes olía a pucho, mucho pucho, a papel y tinta de las impresoras; hoy ya no sé, pero es como si ese olor que tuvo se hubiera quedado ahí para siempre, en el aire viciado, lleno de polvo, que entra y sale de los equipos de aire acondicionado infinita cantidad de veces. Y el ruido, también extrañaría el ruido, ese motor humano que es el sonido del vértigo, de las cosas que pasan. Hoy representado por el sonido de televisores encendidos por toda la redacción que abandonan el “mute” sólo cuando aparece algo importante. El zumbido suave pero permanente de las computadoras, como un mosquito. Y teléfonos que suenan no como antes, que lo hacían todos con la misma melodía, sino cada uno con su ridículo, propio y exclusivo ring tone. Una competencia de ring tones cada vez más extraños para identificar sin ninguna duda el teléfono propio. No sé si sería feliz sin todo eso, dice Jaime Brena. Le pregunta a Nurit si empezó a escribir, y ella le cuenta que sí, le habla de su nueva novela, dos páginas apenas y mucho en su cabeza. Muertos, sí, suspenso, y la verdadera historia que corre por debajo de la muerte, la que más me importa, la cotidiana, esa que la muerte no alcanza a detener. Comen pan mientras esperan el puchero, y los dos se quejan por llenarse de miga y por los kilos que ya tienen de más. Y se ríen. ¿Tendríamos que haber hecho algo más?, pregunta ella, ¿tendríamos que haber intentado denunciar a Gandolfini? No sé, yo también me lo pregunto, contesta Jaime Brena, por ahora tendremos que cargar con eso: el costo de decir lo que sabemos, o lo que creemos saber, es demasiado alto. A lo mejor más adelante se nos ocurre cómo, a veces con el paso del tiempo aparece una oportunidad, no sé. Yo tampoco sé, dice Betibú, pero no me quedo tranquila. Llega el vino, el mozo lo sirve, ellos chocan copas y beben. Aunque no brindan. Sobre sus cabezas, en el televisor encendido sin sonido que cuelga de un soporte en la pared, empieza el noticiero de las nueve. Ellos no lo miran, deberían estirar el cuello como garzas para poder verlo, y además no les importa, hoy no quieren saber de noticias de otros.

Mientras Jaime Brena y Nurit Iscar esperan el puchero, Carmen Terrada y Paula Sibona comen empanadas y revisan el celular. ¿Te mandó mensaje?, pregunta Carmen. No, ¿a vos?, dice Paula. Tampoco, contesta Carmen. Y eso que prometió que nos iba a ir mensajeando cómo le iba, se queja. Lo prometió para que no le insistieras más, Paula, no nos puede relatar la salida como si fuera un partido de fútbol. A mí me habría gustado que me la relatara, dice Paula. ¿Querés ver una película o una serie?, consulta Carmen ¿Qué serie tenés? In Treatment o Mad Men. In Treatment, me mata ese psiquiatra. Carmen enciende la televisión y pone el cd. Se acomodan en los almohadones que están tirados en el piso. ¿Habrán cojido ya?, pregunta Paula Sibona. No creo, dice Carmen, conociéndola a nuestra amiga no sé si llegaron a un pico todavía. Yo le tengo fe a Jaime Brena, afirma Paula. Yo también, el asunto es tenerle fe a ella, aclara Carmen. Che, no será capaz de abandonarnos si se enamora de Jaime Brena, ¿no?, se inquieta Paula. No, nuestra Betibú, no, afirma Carmen Terrada con seguridad mientras busca con el control los subtítulos en castellano. Habría que exigir un preaviso de amistad y acompañamiento cuando una de nosotras se engancha con un tipo, que te den un margen para acomodarte, propone Paula. Conmigo quedate tranquila, yo no tengo nada a la vista, dice Carmen. Conmigo también quedate tranquila, tengo mucho a la vista que es lo mismo que no tener nada. ¿Tendrá amigos presentables, Jaime Brena?

Llega el puchero a la mesa. ¿Te sirvo?, le pregunta él. Dale, dice ella. En ese mismo momento el pibe de Policiales abre una cerveza en la casa de Karina Vives. ¿Y?, ¿qué te parece lo que estoy armando? Me encanta, le dice ella. Lástima que Brena no se animó a ser mi socio, se lamenta. Brena es hombre de redacción, dice la chica, tenés que entenderlo. Pero lo que estoy armando es una redacción. Karina Vives lo pone en duda. Sin la gente trabajando toda junta, sin la salida para ir a fumar con los amigos a la calle, sin el jefe al que putear: demasiada virtualidad para un tipo como Brena, concluye. ¿Y vos?, ¿te vendrías a trabajar conmigo?, le pregunta el pibe. Más adelante, cuando esté en condiciones de dejar el diario, dice ella, antes tengo que resolver qué voy a hacer con el embarazo. Me parece que a esta altura ya lo resolviste, aunque sea por omisión. Ella no contesta. El pibe de Policiales toma otro trago de cerveza, mientras lo hace la mira por sobre el lomo de la botella. ¿Ink or link?, pregunta el pibe. ¿Qué?, dice ella. ¿A qué apostarías?, ¿al enlace o a la tinta? No entiendo. Un buen contenido sin enlace nadie lo ve, explica el pibe y sigue: Hoy la gente necesita que alguien seleccione el mejor contenido para ellos. Pero alguien tiene que seguir escribiendo ese mejor contenido, dice ella. Okey, acepta él, hacen falta las dos cosas, pero cuando el contenido sobreabunda, es mucho más crítica la selección, y yo me voy a dedicar a enlazar el mejor contenido posible para los que quieran seguirme. ¿Confiás en mi capacidad para hacer eso?, pregunta el pibe de Policiales. Confío, responde Karina Vives. El pibe deja la botella sobre la mesa ratona. ¿Se puede besar a una mujer embarazada?, pregunta. Creo que sí, dice ella. Y se besan.

Después del puchero no queda lugar para postre, apenas para dos cafés y la cuenta. En el televisor sobre la cabeza de ellos, aparece una imagen de último momento con el siguiente zócalo: Asesinan a un empresario de quince balazos, se habla de ajuste de cuentas. La imagen es la entrada a la oficina de Gandolfini, RG Business Developers. Pero Nurit y Jaime Brena no se enteran, recién lo sabrán mañana, hoy no miran el televisor, están en otra cosa. La imagen en el televisor que cuelga arriba de ellos les es totalmente ajena. La policía valló la entrada, se ven muchos efectivos trabajando, el notero habla a cámara, una foto de archivo de Gandolfini, el notero ahora entrevista a un jefe policial, el zócalo dice: Comisario García Prieto a cargo de la investigación del crimen. Cambian el zócalo: Asesinato a mansalva, el empresario Roberto Gandolfini acribillado a balazos en torre con alta seguridad. Y en esa pantalla, dos pasos más atrás, asomado apenas detrás de García Prieto, si Jaime Brena o Nurit Iscar levantaran la cabeza, reconocerían al comisario Venturini, de traje impecable y actitud serena, como supervisando un operativo que, una vez más, no le corresponde pero que maneja a la perfección, con una carpeta amarilla en la mano. Una carpeta amarilla con dos líneas negras en el margen superior derecho. Una carpeta que aferra porque no pertenece a la escena del crimen sino que es suya. Si levantaran la cabeza, Jaime Brena y Nurit se conmocionarían, creerían entender por fin, hablarían esta noche acerca de la pirámide del asesinato y de la frase que dijo Gandolfini apenas unos días atrás: el asesino es el que queda vivo. Discutirían si esa carpeta que lleva Venturini, y que ahora, en pantalla, dobla en dos y se la mete como si fuera un diario del día en uno de los bolsillos del saco, es propia o de la escena del crimen. Se preguntarían por qué le dio tantas pistas a Brena acerca del asesinato de Chazarreta e incluso los llevó a la casa. Se contestarían que porque en ese caso sí quería que quedara claro que fue un asesinato: para que Chazarreta muriera como tenía que morir, debía morir asesinado. Y que por eso se corrió cuando aparecieron los otros muertos. Todo eso hablarían ahora si levantaran la cabeza y vieran lo que pasa en ese noticiero. Pero no lo hacen, no miran el televisor, no les tienta que dos o tres personas en las mesas que los rodean miren hacia arriba de ellos y hagan comentarios como si algo importante estuviera pasando. Esas preguntas, Nurit Iscar y Jaime Brena las harán y responderán recién mañana, cuando amanezca, cuando enterados de la muerte de Roberto Gandolfini con semejante cantidad de balazos y buscando pistas, rebobinen cientos de veces la misma escena, esa que ahora no miran, porque descubrieron, o alguien les advirtió, que en la escena aparece el comisario Venturini. Mañana, todo eso mañana. Hoy, Jaime Brena llama al mozo y paga -De ninguna manera, le dice a Nurit Iscar cuando ella ofrece pagar su parte-, se levantan y se van.

En el momento en que ellos salen de El Preferido, Lorenzo Rinaldi entra en otro restaurante de la zona con su mujer y se sienta a la mesa donde los está esperando uno de los ministros más cercanos al Presidente y su esposa. ¿Cambiaron los vientos?, se preguntan los habitués del lugar que los reconocen y también se lo preguntaría Jaime Brena si los viera. Pero Jaime Brena está en otra cosa, camina por Palermo con Nurit Iscar. La calle está tibia de restos de ese calor raro de principios del otoño. Te acompaño a tu casa, dice Brena, y no es una pregunta. ¿Caminamos o tomamos un taxi? Empecemos caminando, dice Nurit Iscar, y si nos cansamos tomamos un taxi. Van en silencio, tratando de que las veredas rotas y las raíces crecidas de los árboles no sean un obstáculo insalvable. ¿Querés saber de dónde salió tu apodo, Betibú? Dale, dice ella. Entonces Jaime Brena le empieza a contar aquella historia que hasta hace poco no sabía si algún día le contaría, y mientras lo hace apoya su mano en la cintura de ella. Primero como si fuera un tanteo, un reconocimiento; y luego firme, indubitable. Nurit Iscar se inquieta, pero le gusta. Hace mucho que un hombre no la lleva de la cintura. Él mismo, Jaime Brena, fue el último que la llevó de un hombro el día en que apareció Collazo colgado de un árbol. Pero hombro y cintura no es lo mismo. La cintura tiene más de punto G que un hombro. Si es que el punto G existe. Al menos para ella, para Nurit Iscar, la cintura tiene mucho más de punto G. Jaime Brena, como si no advirtiera lo que su mano provoca -“como si” porque sí que lo advierte-, no deja de hablar. Se divierte con lo que cuenta, lo cuenta con gracia, quiere que ella también se divierta, quiere seducirla. Para ayudarla a esquivar un montículo de baldosas levantadas que amenazan la estabilidad de los transeúntes con sus puntas rotas, él la acerca con cuidado hacia su cuerpo. Desde la cintura, como si fuera un bailarín de tango que le marca el paso. Y ella se deja conducir y se queda allí, en ese lugar, más cerca de él.

Si ésta fuera una novela de Nurit Iscar, ella no contaría qué pasa un rato después. Sobre todo, después del fracaso de Sólo si me amas. Apenas contaría el beso que se dan en una esquina, que él le acaricia el pelo y que un poco antes de llegar a la entrada de su edificio vuelve a besarla. Si es que con esfuerzo encuentra las palabras adecuadas, si cuando lo relee una y otra vez escucha una música que le gusta. Pero no contaría el recorrido en el ascensor, donde las manos ya se sienten libres. Y mucho menos lo que sucede cuando los dos entran en su departamento. No, definitivamente ella no incluiría nada de eso en una novela suya. Pero sabe, no le caben dudas, que cuando venda esa historia para que hagan una película, el director a cargo ya se encargará de agregar la escena de sexo que él se imagina para ese final. Contará con imágenes, no con palabras, los cuerpos desnudos, la respiración, los jadeos. Hasta se tomará el atrevimiento de hacerlos más lindos de lo que son. Ella, Nurit Iscar, Betibú, y Jaime Brena serán, en esa escena, otros. El director le buscará unas piernas más firmes que las de ella, y un vientre de hombre con una barriga menos prominente que la de él. Y los hará hacer lo que ellos no hacen. Porque aunque ellos hagan todo lo que tienen ganas de hacer, son un hombre y una mujer que no piensan en los tantos espectadores que los están viendo sentados en una butaca, sino sólo el uno en el otro, y eso hace la diferencia.

Nurit Iscar piensa en eso, en la película que harán con ellos dos, en lo que agregarán y en lo que quitarán, y se ríe. Lo mira a Jaime Brena, él también está sonriendo.

¿De qué te reís?, le dice ella.

Nada, una pavada, me preguntaba si vos dormís boca arriba o boca abajo. Una pavada. Y vos, ¿de qué te reís, Betibú?

De vos y de mí.

De nosotros, entonces, dice Jaime Brena.

Sí, de nosotros, responde Nurit Iscar.

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