CAPÍTULO 01

Los lunes son los días que lleva más tiempo entrar en el Club de Campo La Maravillosa. La cola de empleadas domésticas, jardineros, albañiles, plomeros, carpinteros, electricistas, gasistas y demás obreros de la construcción parece no terminar nunca. Gladys Varela lo sabe. Por eso se maldice, ahí donde está, parada frente a la barrera de la que cuelga el cartel “Personal y proveedores”, detrás de por lo menos otras quince o veinte personas que, igual que ella, intentan entrar. Se maldice por no haber cargado la tarjeta electrónica que le permitiría el acceso directo. Pero es que la tarjeta vence cada dos meses y los horarios en los que se puede hacer el trámite para recargarla coinciden con los horarios en los que ella trabaja para el señor Chazarreta. Y el señor Chazarreta no tiene buen carácter. O al menos no tiene buena cara y a Gladys, esa cara, la intimida. Aunque ella no sabe si el gesto con que él la mira se debe a que es hosco, o seco, o de poco hablar. Pero sea lo que fuere, ésa es la razón por la que no se atrevió hasta ahora a pedirle salir antes o tomarse un rato para ir a la guardia a recargar su tarjeta de ingreso. Por la cara con que la mira. O no la mira, porque en realidad rara vez el señor Chazarreta lo hace. Mirarla. Mirarla a ella. Mira en general, mira alrededor, mira hacia el jardín, o mira una pared en blanco. Siempre con mala cara, serio, como enojado. También, con todo lo que tuvo que pasar, se entiende. Por suerte ella tiene, al menos, el permiso de ingreso firmado, eso sí; entonces tendrá que hacer la cola, como de hecho la está haciendo, pero nadie va a llamar al señor Chazarreta para que autorice su entrada al barrio. Al señor Chazarreta no le gusta que lo despierten, y cada tanto él duerme hasta tarde. Cada tanto se acuesta a cualquier hora. Y toma. Mucho. Gladys cree, o sospecha. Porque ella con frecuencia encuentra un vaso y una botella de whisky en el lugar de la casa donde el señor Chazarreta cayó dormido la noche anterior. A veces es el dormitorio. Otras veces el living, o la galería, o el cine ese que tienen en la planta alta. Tienen no, tiene, porque el señor Chazarreta vive solo desde la muerte de su mujer. Pero de eso, de la muerte de su mujer, Gladys no pregunta, ni sabe, ni quiere saber. Con lo que vio en el noticiero le alcanza. Y lo que dicen algunos no le importa. Ella trabaja en la casa desde hace dos años, y la muerte de la señora fue hace dos años y medio o tres. Tres. Cree, eso le dijeron, no se acuerda la fecha justa. Ella le cumple al señor Chazarreta. Y él le paga bien, puntual, y no le hace problemas si se le rompe un vaso, o mancha alguna ropa con lavandina, o se le quema un poco una tarta. Una sola vez le hizo problema, mucho problema, cuando faltó algo, una foto, pero después el señor se dio cuenta de que no había sido ella, hasta se lo tuvo que reconocer. Perdón no pidió, pero le reconoció que ella no fue. Entonces Gladys Varela, aunque él no lo haya pedido, lo perdonó. Y además trata de no acordarse. Porque no sirve perdonar si uno no se saca la cosa de la cabeza, ella cree. Tiene mala cara, Chazarreta, es eso, pero quién puede pretender que su patrón no la tenga. Mucha desgracia alrededor para no tenerla.

La cola avanza. Una mujer se queja porque la patrona le impidió el acceso al barrio. ¿Por qué?, pregunta a los gritos. ¿Quién carajo se cree que es?, sigue gritando, ¿tanto lío por un queso de mierda? Pero Gladys no puede escuchar qué contesta el guardia de turno, desde el otro lado de la ventanilla, a las preguntas de la mujer que grita. Ella ahora pasa hecha una furia al lado de Gladys. Gladys se da cuenta de que la conoce, del colectivo interno, o de caminar juntas las primeras cuadras, no sabe, pero la conoce, la tiene vista. Todavía quedan tres hombres delante de ella, tres que parecen amigos entre sí, o que se conocen, o que trabajan juntos. A uno de los tres le lleva más tiempo el trámite porque no está registrado, entonces le piden el documento y le sacan una foto, y le precintan la bicicleta con un número de serie para que después salga con la misma bicicleta con la que entró. Y llaman al propietario para que autorice el ingreso. Antes de dejarlo pasar anotan la marca de la bicicleta, y el color, y el rodado, entonces Gladys se pregunta por qué además le precintan un número. ¿Será por si el que entra con la bicicleta encuentra una igualita pero más nueva, en mejor estado y sale con la otra? Demasiada suerte, piensa. Más que conseguir un boleto con número capicúa, o cantar cartón lleno en el bingo. Pero los hombres no se quejan del precinto, ni siquiera preguntan. Es lo que hay, reglas del juego. Aceptan. Y por un lado mejor, piensa Gladys, así uno puede demostrar cuando sale que no se llevó nada que no es suyo, que uno es decente. Mejor que anoten y que después no anden culpando porque sí. En eso está pensando Gladys, en que no anden culpando porque sí, cuando se le acerca la mujer que gritaba hasta hace unos minutos en la cola. Si sabés de algún trabajo, ¿me avisás?, le dice. Y ella le contesta que sí, que le avisa. La otra mujer le muestra su celular y le pide: Anotá. Gladys saca el suyo del bolsillo del buzo y marca los números que la otra le canta. La mujer le pide que marque su número y corte, así a ella también le queda grabado el suyo. Y le pregunta el nombre. Gladys, responde ella. Anabella, dice la otra, anotá: Anabella. Y ella graba ese nombre y ese número. La mujer ya no grita, la furia dio paso a alguna otra cosa. Una mezcla de rencor y resignación. Intercambia números de celular con otras mujeres de la cola; y después se va, callada.

Llega su turno, entonces Gladys Varela entrega el papel. El guardia ingresa sus datos en la computadora y ella ve, de inmediato, su cara en la pantalla. La sorprende la imagen, está más joven en esa foto, más flaca y con el pelo más rubio; se lo había decolorado el día anterior de que la ficharon, se acuerda. Pero eso no fue hace tanto. El guardia mira la pantalla y luego la mira a ella, lo hace dos veces, después le dice que pase. Unos metros más adelante otro guardia espera que abra la cartera. No hace falta que se lo pida, Gladys, y todos los que hacen la cola, conocen los pasos a seguir. Ella lo intenta, el cierre desliza mal y se traba, tira con un poco más de fuerza hasta que los dientes ceden. El guardia mueve las cosas dentro de la cartera de Gladys para ver qué hay. Ella le pide que anote en el formulario de ingreso de efectos personales el celular que trae en el bolsillo del buzo, el cargador del teléfono y un par de ojotas que lleva en la cartera. Se los muestra. El guardia anota. Lo demás no importa: pañuelos de papel; unos caramelos medio pegoteados; la billetera donde lleva el documento, un billete de cinco pesos y monedas para pagar el colectivo de vuelta; las llaves de su casa; dos toallitas higiénicas. Eso no hace falta que lo anote, pero el celular, el cargador y las ojotas, sí. Ella no quiere tener problemas a la salida, le dice. El guardia le entrega el formulario completo. Gladys guarda el papel en la billetera, junto con el documento, fuerza el cierre en sentido contrario y empieza a caminar.

Delante de ella van los tres hombres que hacían cola con ella. Se empujan unos a otros, haciendo bromas, se ríen. El nuevo lleva la bicicleta a mano, para poder ir junto a los otros, charlando. Ella apura el paso, la cola de ese lunes la retrasó más que otras veces. Los pasa. Uno de ellos le dice Hola, cómo estás. Gladys no lo conoce y él lo sabe, pero ella le devuelve el saludo. No es feo, piensa, y si está allí adentro es que trabajo tiene. No lo piensa por ella, porque ella casada ya está, lo piensa nomás. Nos vemos, le dice el hombre que ahora quedó detrás; nos vemos, repite Gladys, apura el paso otra vez y les saca más distancia.

Cuando llega a la cancha de golf dobla a la derecha, y unos metros más adelante dobla en el mismo sentido otra vez. La casa de Chazarreta es la quinta al fondo, sobre la izquierda, después del sauce. El camino lo conoce de memoria. Y también sabe qué puerta le deja abierta Chazarreta para que ella entre sin tocar timbre: la que da a la cocina desde la galería interna. Antes de hacerlo recoge los diarios que están en el hall de entrada, La Nación y Ámbito Financiero. Eso quiere decir que Chazarreta, efectivamente, duerme. Si no estuviera durmiendo, habría levantado los diarios él mismo para leerlos con el desayuno. Gladys mira la tapa de La Nación, saltea el titular principal que habla de la última declaración jurada de bienes del Presidente y va a una foto grande, en colores, debajo de la cual lee: dos colectivos chocaron en una esquina de Boedo, tres muertos y cuatro heridos graves. Se persigna, no sabe por qué, por los muertos supone. O por los heridos graves, para que no se mueran también ellos. Luego deja los dos diarios sobre la mesa de la cocina. Pasa al cuarto de planchado, cuelga sus cosas en el placard y se pone el uniforme. Le va a tener que decir al señor Chazarreta que le compre otro; ahora que engordó los botones del pecho le tiran y la sisa le corta la circulación de los brazos cuando los alza para tender la ropa en la soga. Si él quiere que ella use siempre uniforme, como le dijo el día en que la tomó, se va a tener que hacer cargo. Gladys mira en el canasto y nota que hay poco para planchar. Chazarreta es prolijo y suele entrar toda la ropa que queda tendida el fin de semana, pero ella igual va a ir al patio de atrás a revisar si falta descolgar algo, por las dudas. Después va a lavar los platos sucios que vio de reojo en la pileta de la cocina. Y va a seguir por los baños, lo que menos le gusta, así se los saca de encima.

Tal como suponía, Chazarreta entró toda la ropa. En la pileta de la cocina los platos sucios son pocos: o él lavó alguna cosa el fin de semana o comió afuera. Apoya los platos, el vaso y los cubiertos sobre un repasador para que se escurran sin resbalar por la mesada de mármol negro. Va al lavadero y vuelve con el secador de piso y con el balde que tiene adentro los productos de limpieza, el trapo y los guantes de goma. Cuando avanza por el corredor junto al living se da cuenta de que Chazarreta está sentado en el sillón de terciopelo verde, un sillón de un cuerpo, con respaldo alto, que, ella sospecha, es su preferido. Un sillón que mira al ventanal que da al parque. Pero esta mañana las cortinas aún están corridas, o sea que Chazarreta no se sentó allí a mirar el parque sino que está apoltronado en el sillón desde la noche anterior. Aunque el respaldo y la penumbra del ambiente no la dejan verlo, Gladys sabe que el señor Chazarreta está ahí porque su mano izquierda cuelga a un lado del sillón y, debajo de ella, sobre el piso de madera entarugada, el vaso caído y el último whisky derramado.

Buenos días, dice Gladys cuando pasa detrás de él de camino a la planta alta. Lo dice bajo, tanto como para que la escuche si está despierto y no se despierte si está dormido. Chazarreta no responde. Duerme la mona, piensa Gladys, y sigue. Pero antes de subir la escalera se arrepiente. Mejor secar el whisky porque si el líquido humedece el piso encerado durante demasiado tiempo, se va a formar una de esas manchas blancas tan difíciles de hacer desaparecer si no es a fuerza de pasar cera sobre cera. Y Gladys no tiene ganas de empezar la semana encerando el piso. Vuelve sobre sus pasos, saca el trapo del balde, se agacha, levanta el vaso, seca el whisky al costado del sillón de terciopelo y avanza un poco a tientas con el trapo hacia el frente. Pero en seguida el trapo se sumerge en otra mancha, un charco oscuro, ella no sabe qué es; suelta el trapo con rapidez para que la humedad de la que se impregna no llegue a su mano; en cambio toca el líquido, apenas, con la punta del dedo índice: es pegajoso. ¿Sangre?, se pregunta sin terminar de creerlo. Entonces levanta la vista y mira a Chazarreta. Chazarreta está ahí, frente a ella, degollado. Un tajo le atraviesa de lado a lado el cuello que se abre como dos labios casi perfectos. Gladys no sabe qué es lo que ve dentro de ese tajo porque la impresión que le produce la carne roja, la sangre y el amasijo de tejidos y tubos le provoca un gesto de asco que le hace cerrar los ojos, al tiempo que se lleva las manos a la cara como si cerrarlos no fuera suficiente para dejar de ver, mientras su boca se abre debajo de ellas sólo para dejar salir un gemido ahogado.

Sin embargo el asco dura poco, lo vence el miedo. Un miedo que no la paraliza sino que la pone en acción. Por eso Gladys Varela ahora saca las manos de su cara y abre los ojos, se obliga a hacerlo, levanta otra vez la cabeza, mira el cuello desgarrado, la ropa de Chazarreta manchada de sangre, el cuchillo en la mano derecha sobre su regazo y la botella de whisky vacía a un costado de su cuerpo, junto al apoyabrazos. Y no lo piensa dos veces, se levanta, sale corriendo a la calle y grita. Grita sin parar, dispuesta a hacerlo hasta que alguien la escuche.

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