CAPÍTULO 24

A las tres de la tarde, ya en la redacción del diario y después de haber desechado la poca información irrelevante que encontró en Google, el pibe de Policiales llama al Colegio San Jerónimo Mártir y pide por el secretario. Hay pocos datos, lo último que aparece es que Casabets administra desde hace unos años un establecimiento rural en Capilla del Señor, donde también vive. ¿Dirección, teléfono, algo?, pregunta el pibe. El establecimiento se llama “La Colmena”, es lo único concreto que aparece, pero si lo googleás seguro… Sí, sí, interrumpe el pibe, gracias.

La Colmena se presenta en su página web como una de las primeras chacras de la provincia de Buenos Aires que fueron adaptadas a finalidades turísticas: asados criollos, cabalgatas, hospedaje de fin de semana, grupos de extranjeros, eventos. En la página hay un mapa para llegar. Primero tomar la ruta 6, luego el Camino de Arroyo de la Cruz, y unos pocos kilómetros más allá del casco histórico de Capilla del Señor -asegura la página- empezarán a aparecer los carteles indicativos. Al pibe de Policiales no le cuesta convencer a Jaime Brena de que lo acompañe. Sí, poder, puedo, ya mandé mi informe y no creo que nadie me extrañe. ¿Me dejan sola?, pregunta Karina Vives cuando los ve preparándose para salir. Jaime Brena contesta con un chiste: No vayas a salir a fumar sin mí que la nuestra es una relación monogámica. Pero el pibe de Policiales no escucha el chiste de Brena porque se queda pensando en que Karina Vives lo incluyó, dijo: ¿Me dejan sola?, en plural, lo que quiere decir que le hablaba a Jaime Brena pero también a él. Y eso le gustó.

¿La invitamos a Nurit Iscar?, le pregunta Brena al pibe, cuando se están subiendo al auto, y el pibe responde que sí y la llama. Pero no la encuentra, porque mientras ellos arrancan hacia Capilla del Señor, Nurit está caminando por La Maravillosa y, una vez más, no se llevó su celular con ella. Salió distraída, pensando en que en cuanto aparezca en El Tribuno el informe que acaba de escribir ya no podrá andar por esas calles con la misma tranquilidad. Sabe que nombrar públicamente -en uno de los medios de mayor circulación- a vecinos de ese lugar, y dejar en el aire la sospecha de que tal vez sus muertes esconden algo que debería, cuanto menos, investigarse, no resultará gratuito para ella. Se pregunta si el pibe de Policiales o Jaime Brena habrán encontrado algún dato más que les permita llegar al amigo de Chazarreta que falta ubicar. El único que aún vive. O al menos eso cree, que aún vive. Le extraña que no la hayan llamado todavía. Tantea sus bolsillos buscando el celular y se da cuenta de que no lo trajo con ella. Mejor, piensa, no me va a venir mal andar un rato sin estar conectada a nada, andar incluso sin rumbo, eligiendo el camino de acuerdo con el color de los árboles, o el perfume de alguna flor, o el silencio. Se escucha a sí misma y se siente cursi. Ella siempre tuvo algo de cursi, pero antes lo disimulaba mejor. Con los años no es que se profundice lo peor de uno, sino que por fin sale a la luz. Lo que se fingía ya no se puede fingir más. Le molesta reconocerlo, pero ese lugar, La Maravillosa, le gusta. Si uno pudiera olvidarse del muro que lo rodea, de los requisitos con los que hay que cumplir para poder entrar, de la mirada de algunos vecinos, de que para comprar un antibiótico hay que hacer mínimo diez kilómetros, de que no hay transporte público ni bares en las esquinas ni teatros que funcionen cualquier día de la semana, podría decirse que La Maravillosa es un lindo lugar. En eso piensa, en todas esas cosas de las que no es tan fácil olvidarse y de por qué uno elige un camino o el otro, cuando se da cuenta de que está frente a la casa de Collazo. Le extraña que nada marque el lugar de los hechos, que nada impida el acceso como lo hacía la cinta roja alrededor de la casa de Chazarreta. Si ella quisiera podría llegar al camino de adoquines que pasa junto al árbol de donde colgaba ayer ese hombre, podría llegar al árbol mismo, a la rama exacta. Lo hace, avanza por el camino y se detiene debajo del roble, mira hacia arriba, busca los rastros de la soga que sostuvo el peso de un cuerpo sin vida, las marcas, la madera lastimada. Ahí están, la corteza descascarada, el tronco húmedo y claro, como si sudara. Se imagina a Collazo colgando justo encima de donde ella está parada en ese momento. Los pies inertes a la altura de su cabeza. Si ya no queda nadie en la casa, si no pusieron un guardia frente ella ni la rodearon con una cinta plástica, es porque dieron el caso por terminado: suicidio. Demasiado pronto. Si un día decidiera suicidarse, ella, Nurit Iscar, Betibú, jamás elegiría colgarse de un árbol. Se imagina que debe doler, colgar así, ese instante entre la vida y la muerte. Debe doler. Además no sabría hacer el nudo. Al pensar en eso, en el nudo, se acuerda de que dejó pendiente a la mujer del transportista y su Desarma los nudos. La tendría que llamar, para que no se inquiete, decirle que en un par de semanas le entrega el trabajo. Lo va a hacer. Cuando termine con sus informes. Pronto. Mira hacia la copa del roble. No, ella no elegiría colgarse de un árbol. Tampoco elegiría tirarse debajo de un tren o pegarse un tiro. Reventar el cuerpo que la cobijó de esa manera no le parece justo. Seguramente tomaría pastillas, muchas, para pasar del sueño a esa otra cosa que todos desconocemos. ¿Habrá una manera propia y singular de suicidarse reservada para cada persona? Si Collazo se hubiera suicidado, ¿se habría colgado de un árbol?

En el momento en que Nurit Iscar entra otra vez en su casa, el pibe de Policiales y Jaime Brena encuentran sobre la ruta el cartel que indica el acceso a la estancia La Colmena, y hacia allí se dirigen. Al lugar se le huele algo de escenografía, una prolijidad que no puede lograrse si no es con el esfuerzo de estar pendiente de eso. Pasan de largo un sector que dice “Estacionamiento buses y visitas”, y en cambio se detienen frente a la entrada de lo que debió ser el casco del lugar. Antes de bajarse del auto, ya aparece frente a ellos una mujer que se presenta como la encargada. Los lunes no recibimos visitas, dice. No somos estrictamente visitas, aclara Jaime Brena, estamos tratando de ubicar al señor Emilio Casabets. ¿Por qué asunto es?, pregunta la mujer. Personal, se apura a decir Brena, tenemos conocidos en común y queremos charlar con él, hablar acerca de algunos asuntos. Emilio no es de hablar, dice la mujer de manera automática, como si esa frase no fuera una respuesta a Brena sino algo que ella dice a menudo. Emilio es mi marido, salió a dar una vuelta a caballo, debe estar por volver. La mujer los hace pasar y les ofrece algo para tomar, pero ellos no aceptan. No se moleste, dice Jaime Brena y siente al dirigirse a ella que la mujer los mira con recelo, como si no terminara de confiarles, o como si él y el pibe de Policiales implicaran, de algún modo, un peligro. Intenta sacarle un tema de conversación, pero ella es parca, contesta lo necesario y después se calla sin hacer ningún esfuerzo por continuar el diálogo. Emilio no es de hablar y ella tampoco, piensa Brena. La espera se hace tensa. El pibe de Policiales pide permiso para sacar fotos del lugar. La mujer le dice: Sí, podés. Y no agrega una palabra más.

Sobre una pared de ladrillo a la vista hay una colección de estribos. Y en una vitrina distintos tipos de mates y bombillas. Las alfombras dispersas por la sala son cueros de algún animal: vaca, oveja, cordero. Sobre un taburete colocaron en exposición una montura preparada para salir, y a un costado dos rastras de plata y un facón en su funda. Todos los lugares comunes de la argentinidad, se dice a sí mismo el pibe de Policiales. Falta que suene una zamba, piensa, y sospecha que si fuera fin de semana la zamba estaría sonando. Detrás de lo que parece un bar, sobre una pared donde es evidente que alguna vez hubo una puerta que fue tapiada, cuelga un gran escudo que tiene bordado en la parte superior la frase: Exaltación de la Cruz. Eso sí le parece algo distinto, algo que no vio antes. Un objeto que al menos él no habría incluido si alguien le hubiera dicho: Dibujá una chacra o una estancia. El pibe lo fotografía desde distintos ángulos. La mujer de Casabets lo observa, y de pronto se muestra alerta, no por el pibe y sus fotos sino por algo que llega desde afuera; ella gira apenas la cabeza, como esos perros que oyen un sonido antes que las personas. Ahí viene, dice, y al rato se escucha el galope de un caballo. Unos minutos después se abre la puerta y entra un hombre, vestido de la cintura para abajo de campo -bombacha y alpargatas- y de la cintura para arriba de ciudad -remera Chemise Lacoste algo descolorida por el sol-. Trae en la mano un sombrero que perdió su forma. El hombre mira a la mujer como si no hubiera nadie más en ese lugar y dice: ¿Sí…?, esperando que ella le explique quiénes son esos a los que él no saluda ni mira. Los señores conocen a gente que te conoce y quieren conversar con vos. ¿Y quién es esa gente que me conoce?, pregunta Casabets todavía sin mirarlos. Luis Collazo, por ejemplo, dice el pibe de Policiales. Luis Collazo, repite el hombre y luego va hacia el bar y se sirve un whisky sin ofrecerles a ellos. Así que Luis Collazo habla de mí y me incluye entre sus conocidos. El hombre se sienta en un sillón junto a la ventana y se cruza de piernas, la vista clavada en el whisky que mueve dentro del vaso describiendo pequeños círculos. La mujer mira al hombre. El pibe de Policiales mira a Jaime Brena esperando que él decida qué contar y qué no. Jaime Brena entiende que no se puede seguir siendo elusivo y dice: Mire, Casabets, voy a ser honesto con usted, conocemos a Luis Collazo pero no estamos acá porque él nos haya mandado, sino porque somos periodistas y estamos investigando una serie de muertes de personas que usted conoce. ¿Le sigue importando a alguien la muerte de Gloria Echagüe y de Pedro Chazarreta?, pregunta el hombre. Le importa a mucha gente, sí, pero no me refiero sólo a ellos. ¿Y a quién más? A Gandolfini que murió en un accidente de auto, a Bengoechea que murió esquiando, y a Marcos Miranda que lo mataron en un tiroteo en New Jersey. ¿Marcos Miranda también está muerto?, pregunta el hombre. Sí, dice Brena, y Luis Collazo también, acaba de aparecer ahorcado. Casabets lo mira sin inmutarse, inexpresivo, como si no hubiese oído. Pero oyó, porque luego mira a su mujer, hace una mueca, una sonrisa casi imperceptible y le dice: No queda nadie. Ella no contesta; sin embargo, es evidente que sabe de lo que su marido habla. No queda nadie, vuelve a decir Casabets, y se sonríe más abiertamente. Pero Brena lo corrige: Sí, queda alguien: usted. Y le hace un gesto al pibe de Policiales para que le extienda la foto del grupo de amigos de Chazarreta. ¿Qué es eso?, pregunta la mujer e intenta tomarla antes de que llegue a su marido. Dejá, dice él, dame eso, vos no te preocupes, yo ya te lo expliqué… no hay que preocuparse. Casabets busca sus anteojos por el lugar y luego vuelve a su sillón. Mira la foto y asiente varias veces con la cabeza. Tenemos miedo de que las muertes de los hombres que están en esa foto hayan sido provocadas y que usted esté en peligro, le dice el pibe de Policiales. La mujer se inquieta. Casabets se ríe. Señala su imagen en la foto. A este que está acá no le puede pasar nada, se murió hace mucho tiempo, mucho; si no me equivoco, a los pocos días de esa foto. Emilio, dice la mujer, a lo mejor… A lo mejor nada, la interrumpe él, ¿vos tampoco entendiste que este que está acá se murió? Sí, yo entendí pero…, intenta decir ella, él la interrumpe otra vez: Todos los que están en esta foto, si murieron, fue porque se lo merecían. Excepto este chico, dice y vuelve a señalarse a sí mismo, éste no merecía morir y lo mataron igual. Algún día alguien iba a hacer justicia. ¿Justicia por qué?, pregunta Brena. El hombre lo mira mal: ¿No escucha usted?, dice y se termina el whisky de un trago. ¿Quién hizo justicia?, pregunta el pibe. Dios habrá sido, responde el hombre. Me parece que estas muertes vienen de la mano de un hombre y no de Dios, corrige Brena, si fuera un hombre, ¿quién habría sido? Casabets se queda pensando, no quiere entrar en el juego de Jaime Brena pero le resulta inevitable. El hombre toma otra vez la foto y la mira con más detenimiento. Piensa, no parece preocupado, sólo piensa. Si fue necesaria justicia es que hubo un delito, ¿qué delito se cometió?, insiste Brena, ¿y quién hizo justicia? Si no fue Dios…, dice Casabets, que parece haber aceptado el desafío y sin dejar de mirar la foto se empieza a sonreír como si, por fin, supiera. Si no fue Dios… ¿Quién?, vuelve a preguntar Brena. El hombre sabe, se nota que sabe, Brena está seguro de que ahora que descartó a Dios, sabe. Esta foto la sacamos en una fecha muy cercana a ese día, dice el hombre. ¿Cuál día? Basta, dice la mujer, por favor, no insistan más. Dejalos, le dice Casabets, dejalos. Y luego mira al pibe de Policiales y le pregunta: ¿Cuántos hombres hay en esta foto? Seis, responde el pibe. Error, dice Casabets. Y usted, que se lo ve con más experiencia, ¿cuántos dice que hay?, le pregunta a Brena. Lo lamento, aun con más experiencia, yo también veo seis. Una pena, dice Casabets, se pierden lo más importante: ver lo que no se ve. Ese día, el día que no voy a volver a recordar, estábamos todos nosotros, dice, los que se ven y los que no se ven. Igual que en esta foto. Casabets la tira sobre la mesa y sigue: A veces los testigos se llevan la peor parte, incluso un dolor más intenso que el que se lleva la víctima, se culpan de no haber podido evitar la desgracia, de no haber hecho algo. El hombre se para, ¿cómo me olvidé de él? ¿De quién?, pregunta Brena. Éramos él o yo para matarlos… y yo soy cobarde. Casabets no sigue, termina de un trago su whisky, deja su vaso en el bar y actúa como si no hubiera escuchado la pregunta de Jaime Brena. Mira el escudo de Exaltación de la Cruz, se queda un rato así, parado de espalda a ellos, mirándolo. O mira la puerta tapiada. ¿Quién lo habrá bordado?, pregunta. Y luego gira hacia ellos, se sonríe y dice: Parece mentira. ¿Qué es ese escudo?, pregunta Jaime Brena. El escudo de Exaltación de la Cruz, el partido al que pertenece Capilla del Señor, donde estamos ahora. En 1940, su intendente, un tal Botta, manda hacer un escudo que represente hechos históricos. El escudo es como un corazón, ¿no? Dos aurículas, dos ventrículos. Yo iba a estudiar medicina, iba a ser médico, pero antes… Casabets se queda un instante en ese pensamiento que no comparte y luego vuelve a su relato: El diseño es del secretario municipal José Peluso. ¿Aurícula izquierda?, pregunta Casabets y señala el primer cuartel del escudo. Una cruz, responde Jaime Brena. Sí, muy bien, una cruz, representa la fundación del pueblo por Francisco Casco. ¿Aurícula derecha?, le pregunta con tono de profesor de secundaria al pibe de Policiales. ¿Una carreta, puede ser?, dice el pibe. Una carreta, sí, la carreta que llevaba la imagen de la Virgen María y que se detuvo en la otra punta de la ruta 6, dando nacimiento así a la leyenda de la Virgen de Luján. Porque en el fondo, todo son leyendas, la mía, la suya, la de la Virgen María, ¿no?, dice y mira a Brena. En eso estamos de acuerdo, le contesta él. Ventrículo izquierdo: dos espigas de trigo que representan la fertilidad de la tierra, y ventrículo derecho: una pluma, porque acá fue donde instaló Rivadavia la primera escuela pública en el año 1821. ¿Qué más ven?, pregunta. Ayúdenos, le pide Jaime Brena. Un hilo de plata, dice Casabets y señala, ¿ven ese cordón gris que separa la izquierda de la derecha?, es el Arroyo de la Cruz. Emilio Casabets suspira, parece cansado. Me voy a dormir un rato, dice y se acerca a su mujer. La besa en los labios. Tranquila, le dice, tranquila, ya pasó todo. Y se dirige hacia los cuartos. Acompañalos hasta la tranquera, le pide, y entonces sí Casabets se va. La mujer se levanta: Los acompaño, dice. Jaime Brena la mira un instante: ¿Nos puede explicar algo de todo esto? No hay nada que explicar, contesta ella, ya mi marido dijo todo lo que tenía para decir, vamos, los acompaño a la tranquera. Jaime Brena insiste: Mire, yo respeto su silencio y el de su marido, pero de verdad él puede estar en peligro. ¿Por qué quien mató a los amigos de su marido no va a venir ahora por él? No eran sus amigos, contesta ella con dureza, y nadie va a venir por él porque Emilio no hizo nada. ¿Y los otros qué hicieron? La mujer no contesta. Ahora es el pibe quien dice: Alguien que mata o hace matar a cinco personas no piensa como nosotros, no usa la misma lógica, es un asesino, ¿cree usted de verdad, señora Casabets, que puede saber lo que pasa por la cabeza de un asesino?, ¿cree usted que matar a alguien siempre tiene una explicación a la que podemos acceder? La mujer empieza a dudar. Jaime Brena lo nota y le hace un gesto al pibe de Policiales para que apriete en el lugar donde está apretando. Si ese asesino piensa que su marido puede delatarlo, ¿no cree que vendría por él aunque no haya hecho nada?, pregunta el pibe. La mujer lo mira un instante, y después dice: Espérenme en la tranquera, yo los sigo.

Cinco minutos después de que Jaime Brena y el pibe de Policiales llegan a la tranquera, aparece la mujer de Casabets en una Ford Ranger que tiene varios años encima y mucho barro en los neumáticos. En cuanto ve que Jaime Brena está fumando le pide un cigarrillo: A Emilio no le gusta que fume, dice y da la primera pitada. ¿Usted también cree que mi marido puede estar en peligro?, le pregunta a Brena. De verdad, señora, le juro que sí, dice él con seguridad. Ella se toma un tiempo corto, da dos o tres pitadas más, y recién entonces empieza a contar lo que sabe.

La Chacrita era un grupo de amigos que estaban dejando atrás la adolescencia, los que aparecen en la foto, ustedes los vieron. Se divertían como lo hacían los muchachos de aquella época pero, además, cada vez que podían molestaban al prójimo. Ésa era su máxima diversión: molestar a los demás. La mujer da una pitada profunda. Jaime Brena y el pibe de Policiales la esperan. Ella exhala el humo y sigue: Cuando los de la Chacrita llegaban a una fiesta o a una reunión, todo se detenía y al rato la cosa empezaba a girar a su alrededor. O porque los que estaban los admiraban o porque les tenían miedo. Eran el grupo de “los chicos malos”, al que si no se podía pertenecer mejor tenerlo de amigo. Y Emilio, aunque les temía, quiso pertenecer. La mujer da dos pitadas más, luego tira lo que queda del cigarrillo al piso y lo aplasta con la punta de su zapato. Para aceptar a un nuevo integrante, dice, el aspirante tenía que someterse a pruebas de iniciación: meterse en un vagón de tren abandonado, tomar orín, caminar por la calle más desolada a oscuras, entrar a medianoche en un cementerio. A él, a Emilio, Chazarreta le pidió más. La mujer ahora se queda callada, pero no lo hace en espera, se queda callada como si allí terminara el relato, o como si ella quisiera que termine en esa última frase: A Emilio, Chazarreta le pidió más. Tiene los ojos inyectados en sangre de la bronca. Pide otro cigarrillo. Jaime Brena le extiende el paquete, espera a que ella tome uno, se lo ponga en la boca y entonces él lo enciende. La mujer sigue sin hablar. ¿Qué le pidieron?, pregunta Brena para que siga. Ella lo hace con dificultad: En realidad no hubo un pedido, no es lo que le pidieron sino lo que le hicieron, dice y se le quiebra la voz. Disculpe, pero necesito entender, ¿qué cosa le hicieron?, insiste él. Usted sabe, no me lo haga decir a mí, pide la mujer con la boca apretada de rabia, usted sabe. Brena la mira fijo a los ojos, midiendo si debe decirlo o no, tratando de entender si la mujer está pidiendo silencio o que, por fin, alguien lo diga de una vez por todas, que alguien le ponga palabras a lo que pasó para que duela menos, si es que esto es posible. Entonces Jaime Brena se decide y dice: Chazarreta lo violó. La mujer aprieta más fuerte la mandíbula, le empiezan a rodar lágrimas sobre las mejillas, lágrimas gruesas, calientes, ajenas a ella, lágrimas que todavía no son suyas. Luego lo corrige: Chazarreta solo no, todos. Y después de decirlo, sí se larga a llorar con desconsuelo. El llanto y las palabras se le mezclan. Los cinco, parece que dijera entre sollozos, lo violaron los cinco. El llanto de la mujer, aunque inevitable, hace que los hombres se sientan incómodos; el pibe de Policiales amaga acercarse, pero Brena lo detiene con un gesto y le dice con los labios: dejala llorar. Cuando ella logra calmarse, sigue: Hace treinta años que estamos casados, pero yo no sabía nada, nunca me dijo, nunca. Me lo contó recién una noche, poco tiempo después de que mataron a Gloria Echagüe. No pudo decirlo antes, se da cuenta. Esa gente empezó a aparecer en los noticieros, en el diario, en las revistas, y el recuerdo del horror que hasta entonces estuvo muerto, sepultado, volvió. La mujer se seca las lágrimas, respira, intenta hablar con más calma a pesar de lo que tiene para decir. Me contó todo, cómo lo penetraron, uno a uno, me lo contó con detalle, el olor del lugar, los golpes, los gritos, su cara raspándose contra la pared de ladrillo, el dolor, las risas, y después la vergüenza, y el silencio. Me hizo prometerle que nunca más volveríamos a hablar de eso. Emilio nunca se lo había contado a nadie, entiende, ni siquiera a sus padres. Nunca pudo. La mujer otra vez llora. ¿Cómo alguien puede callar tanto tiempo una cosa así?, pregunta. Él había enterrado todo, había matado al que era, había nacido distinto, como pudo, otra persona. Así lo conocí yo, otra persona. Nunca voy a saber cómo era antes, cómo era en esa foto. Con la aparición de esta gente, volvieron los recuerdos muertos, no para resucitar al Emilio que murió, sino para recordarle que estaba muerto. Él los buscó, a ellos, a todos, necesitó buscarlos, les habló, hasta con Miranda se juntó cuando vino de visita al país. Le negaron todo. Como si no hubiera pasado. Como si estuviera loco. Emilio sólo quería que le reconocieran el daño que le habían hecho, que le pidieran perdón, pero no; ni siquiera le concedieron eso, hijos de puta, ni siquiera esa mínima reparación. Fue un golpe muy duro para mi marido. Entonces a él se le ocurrió comprar esta casa y este campo, se encaprichó, no estaban en venta pero les hizo a los dueños una buena oferta y los consiguió. Yo no quería, me opuse todo lo que pude, pero me di cuenta de que no iba a ser posible detenerlo. Tenía que ser esta chacra. Esta y ninguna otra. ¿Qué tiene este lugar?, pregunta el pibe de Policiales casi con temor a la respuesta que intuye. Ésta fue hace años la chacra de los Chazarreta, dice la mujer. Le tiembla el mentón, pero no quiere seguir llorando, se contiene, y en medio de ese temblor sigue: El lugar donde violaron a mi marido, el lugar donde mataron al que era hasta ese día, para siempre. Después de que los otros negaron todo, él vino hasta acá, volvió al sótano donde lo vejaron, necesitaba encontrarse con esos testigos mudos, las paredes, los ladrillos. Necesitaba confirmar que no estaba loco. Y era. Era el lugar, era el olor, era la misma humedad. Compramos la chacra y al poco tiempo nos vinimos a vivir acá. Se pasó una semana entera metido ahí adentro, sin hablar con nadie, casi sin comer. Y cuando salió, él mismo tapió esa puerta para siempre, la que está ahora escondida detrás del escudo de Exaltación de la Cruz. La tapió. Desde ese día nunca habló otra vez del asunto, ni salió de esta chacra más que para ir al pueblo conmigo, al banco o al médico, y volver. La mujer ahora otra vez llora. El pibe de Policiales busca una botella de agua en el auto. Se la ofrece y ella bebe, luego se seca las lágrimas con torpeza. Yo no sabía nada, vivía al lado de él y no sabía nada, hasta que un maldito día mataron a Gloria Echagüe y todos ellos aparecieron otra vez. ¿Usted sabe quién cree su marido que puede ser el asesino? No, eso no sé, y no creo que me lo diga, no va a volver a hablar. Inténtelo de todos modos, le pide Brena. Le juré que nunca más iba a hablar del tema, dice ella. Éste es un caso de fuerza mayor, insiste él. No sé si voy a poder. Si puede, si él llega a darle cualquier dato que usted crea que nos podría ser útil, por favor llámeme, dice Jaime Brena y le da una tarjeta. Y si ustedes averiguan algo que ponga en peligro la vida de mi marido, no dejen de avisarme también, pide la mujer. Quédese tranquila, eso vamos a hacer.

Recorren varios kilómetros en silencio, no porque no tengan de qué hablar, sino porque no pueden. Está oscureciendo y por el espejo retrovisor el pibe de Policiales ve el sol aún encendido a punto de ponerse. ¿Cómo puede haber elegido vivir ahí?, pregunta recién cuando salen de la Panamericana y toman el camino que lleva a La Maravillosa. No sé, dice Brena, de verdad no sé. Yo tengo una teoría, confiesa el pibe, ¿puedo decir una barbaridad aunque no sea políticamente correcta? Podés, a mí me tiene harto lo políticamente correcto. A veces pienso que las mujeres están más preparadas que nosotros para pasar por algo como esto, dice el pibe, que la violación es un hecho temido por ellas, pero del que tienen conciencia. Alguien, en algún momento de sus vidas, les advirtió que un hombre puede hacerles daño, que tienen que tener cuidado, que no vayan por lugares peligrosos, oscuros, cercanos a las vías, no sé, todas esas cosas que mi mamá le decía a mi hermana y nunca a mí. A los varones no, nosotros no hablamos de esos temas, no nos pertenecen, nadie nos advierte que también pueden vejarnos, violarnos, entonces, cuando sucede, quedamos absolutamente perdidos, desarmados, muertos como le pasó a Casabets, porque lo que sucedió no podía pasar, a nosotros no, y hasta dudamos de la propia percepción: lo que pasó no pasó, es imposible, no es real. Quizá para Casabets eso, que le hayan mentido tantos años después, que le hayan hecho dudar de lo que vivió, que los que lo violaron siguieran hoy negando que lo que sucedió, sucedió, le produjo el efecto de una nueva violación. Primero violaron su cuerpo, y después su conciencia y su memoria. Y su dolor. La primera violación no la podía reparar, la segunda sí, yendo allí donde tuvo lugar la desgracia, reconociendo esas paredes, buscando testigos cómplices, mudos y fieles, recuperando los recuerdos que durante años quiso matar. Para después matarlos él, otra vez como un acto de voluntad, como decisión propia, tapiarlos detrás de una puerta y colgarle un escudo encima, un escudo que parece un corazón lastimado atravesado por un hilo de plata. El pibe se calla, Brena lo mira. ¿Dije una boludez?, pregunta el pibe. No, dijiste una verdad, y lo dijiste lindo, sentido, casi literario. Algún día vas a escribir bien, vos, pibe, si leés un poco más, algún día vas a escribir.

Cuando llegan a la puerta, no les importa el tiempo que los guardias les hacen perder ni los controles por los que tienen que pasar. Hoy no. Hoy no hay margen ni para la discusión ni para el enojo. Lo que le piden, el pibe de Policiales se lo da. Y Jaime Brena espera sin irritarse. Cuando llegan a la casa de Nurit Iscar, ella los está esperando en el camino de grava. Apenas los ve se da cuenta de que a esos hombres les pasó un camión por encima. Prepara café mientras ellos le cuentan. ¿No hay ninguna posibilidad de que el asesino sea el mismo Casabets?, pregunta Nurit. No, lo descarto totalmente, contesta Brena, creo que algo entiendo después de tantos años viendo asesinos y víctimas, y ese hombre es incapaz de matar a nadie. Además, según dijo la mujer, Casabets no se mueve de esa chacra desde hace tres años, agrega el pibe de Policiales. Parecía sincero, tanto cuando se sorprendió por la muerte de Miranda y de Collazo, como cuando no se preocupó por mostrar la más mínima tristeza por la muerte de ellos ni la de ninguno de los integrantes de ese grupo. Ahora se entiende por qué a Collazo le afectaba más que se supiera la verdad que sospechar que a él también lo iban a matar, dice Nurit. Sí, ahora se entiende, asiente Jaime Brena y le pide al pibe que saque otra vez la foto y se la muestre a ella. La clave está en esta imagen, lo vi en su cara. Casabets dice que hay una séptima persona que no vemos, y da a entender que esa persona, además de testigo de lo que le pasó, es el asesino. Nurit toma la foto y la observa con detenimiento. ¿Tenés una lupa?, pregunta Brena, a lo mejor hay un detalle que es demasiado pequeño, un pie o una mano escondido detrás de ellos. Nurit no le contesta, no sabe si en la casa hay lupa ni le importa, está atenta a lo que mira. ¿Ves algo?, pregunta Brena. Ves algo, sí, se responde a sí mismo. No es lo que veo, corrige ella, ¿no pensaron que tal vez lo que buscamos no está escondido detrás de ellos sino delante? ¿Delante dónde?, dice Jaime Brena. ¿Cómo delante?, pregunta el pibe de Policiales. Una foto es un testimonio de lo real, y el testigo es el fotógrafo. Siempre hay un fotógrafo. Ése es el séptimo hombre, dice Nurit. El fotógrafo, repite Brena. Tenemos que averiguar quién sacó esta foto, dice el pibe de Policiales, podemos insistirle a la mujer de Casabets. No hace falta preguntarle a nadie, dice Jaime Brena, yo sé quién sacó esa foto. ¿Quién?, pregunta Nurit. Roberto Gandolfini, iba con ellos a todos lados, lo usaban de che pibe, pero no pertenecía al grupo. Él sacó esa foto. ¿Estás seguro?, pregunta Nurit. Casi, contesta Brena, la madre lo obligaba a su medio hermano a que lo llevara a todas partes, incluso al viaje de egresados. Lo convirtió en una carga. ¿Sabés el cariño que le debían tener éstos a ese chico? Me imagino, dice el pibe de Policiales, él también los debe haber padecido. Estoy seguro de que estuvo también en la chacra de los Chazarreta aquella noche, dice Brena. Él es el testigo. El vengador. ¿Alcanza ese dolor, el de haber sido testigo de las barbaridades que hicieron, para matarlos a todos?, pregunta el pibe de Policiales. Qué es suficiente motivo para matar -y qué no- es una pregunta que no tiene respuesta lógica para nosotros, pibe, le contesta Brena. Que sea él explicaría además por qué todas las noticias de la muerte de Miranda en New Jersey no aparecieron sino hasta varias horas después de que él te lo contó, dice el pibe de Policiales, él lo supo antes que nadie. Lo que no entiendo es por qué dijo que el sexto amigo se llamaba Vicente Gardeu. Gandolfini sabía muy bien quién era el sexto amigo y quién era Vicente Gardeu. Estaba haciéndole una advertencia a Brena, dice Nurit, quería que si llegaba a la verdad, supiera. ¿Qué cosa?, pregunta el pibe. Con quién se estaba metiendo. Gandolfini fue a esa reunión para medirte, para ver quién es ése que anda preguntando por él y sus muertos, concluye Nurit Iscar. Ahora ella mira a Jaime Brena y le habla a él: Quería que sepas que él sabe, quería que si por fin entendías, supieras que aquella tarde, cuando lo encontraste en el bar, él ya sabía. Sabía quién sos y por qué querías verlo. Lo que hizo fue una advertencia. O tal vez lo que quiso hacer es una guapeada, dice Jaime Brena, una manera de vanagloriarse de sus actos. Más que eso, dice Nurit, yo creo que lo que quiso hacer es amenazarte. Los tres se quedan en silencio, ninguno refuta la teoría de Nurit. ¿Cómo seguimos?, pregunta al rato el pibe de Policiales. Por ahora tenemos conjeturas, dice Jaime Brena, pero puede ser que no estemos lejos de la verdad. Gandolfini es un tipo de empresas, poderoso, tiene suficiente dinero como para pagar un sicario, o varios, él puede contratar una muerte prolija de su hermano y sus amigos, contratar a alguien que mate a cada uno de la manera que debería morir. Y si fue así, mañana vamos a confirmarlo, concluye Jaime Brena. ¿Qué pasa mañana?, pregunta el pibe de Policiales. Voy a presentarme en su oficina y le voy a contar nuestra teoría. Vos estás loco, dice Nurit, ¿acabo de decir que este tipo te amenazó y vos pensás presentarte ante él así como así? Pará, Brena, coincide el pibe, es un tipo peligroso. No conmigo, a mí por qué habría de hacerme nada. Porque sabés. No creo que le importe, si total no tenemos ni una prueba. Te advirtió aquella tarde en el bar, te amenazó, insiste Nurit. Pero no me mató, hace rato que sabe que sé y no me hizo nada, contesta Brena. No me parece sensato que te presentes ante él, a decir qué, a confirmarle qué, dice el pibe de Policiales. Jaime Brena lo interrumpe: Es mi trabajo, pibe, dice con firmeza. El pibe se ve preocupado, Nurit también. Es una locura que vayas, dice ella, te está esperando. Es mi trabajo, vuelve a decir Brena. El pibe lo mira, duda, y luego se decide y dice: No, no es tu trabajo, ahora es el mío, vos no estás más en Policiales. Jaime Brena se queda sorprendido por la respuesta del pibe. Desarmado, casi ofendido. No es que no sepa que él ya no está más en Policiales, pero en estos días junto al pibe y a Nurit Iscar había recuperado la ilusión de que, a pesar de todo, a pesar del traslado, a pesar de Rinaldi, a pesar de los tontos informes que le toca analizar y publicar, él estaba otra vez en el lugar donde quería estar. Pero no. Fue sólo una ilusión. Jaime Brena mira a Nurit Iscar que nada dice, pero es evidente que su silencio avala lo que acaba de decir el pibe, aunque sea como única alternativa para protegerlo. Niega un par de veces con la cabeza, suspira, parece que fuera a decir algo pero se interrumpe, abre su billetera, saca de allí la tarjeta que le dio unos días atrás Gandolfini, y la tira sobre la mesa. Si ahora es tu trabajo, ahí tenés la dirección, le dice al pibe, por si te atrevés. Luego guarda la billetera, se pone su saco y se despide: Que tengan suerte. ¿A dónde vas?, pregunta Nurit. A mi casa, contesta él. ¿Y cómo? Caminando hasta la puerta y ahí me pido un taxi o un remís. No seas cabrón, dice el pibe, si yo te puedo llevar. Soy cabrón, sí, dice Brena, a veces no está tan mal ser cabrón, mantiene tu dignidad a flote. Y en tiempos en que todo lo que te rodea es mierda, mantenerse a flote es importante. Jaime Brena hace el movimiento imaginario de levantar un sombrero que no tiene sobre su cabeza, esta vez sólo dedicado a Nurit Iscar, y luego sale. El pibe se queda preocupado. Yo sólo quise protegerlo, dice. Ya lo sé, contesta Betibú, y Jaime Brena también lo sabe. Lo sabe muy bien. Pero es terco y se cree inmortal, una combinación muy poco aconsejable. ¿Cómo seguimos?, pregunta otra vez el pibe de Policiales. No sé, dice Nurit, todavía no sé. Tal vez lo mejor sea que nos tomemos unas horas para pensar. Descansemos un poco y mañana después del mediodía resolvamos qué hacer. Como dijo Brena, sólo tenemos conjeturas, aunque confiemos en ellas. ¿Qué te parece? Me parece bien, dice el pibe de Policiales. Vení, dice Nurit, antes de subirte a esa ruta tomate otro café, vamos a la cocina. Nurit Iscar le indica el camino. Andá enchufando la cafetera que yo bajo las cortinas y voy, dice. El pibe asiente y sale, pero ella no hace lo que anunció. Vuelve sobre sus pasos, toma la tarjeta que Jaime Brena tiró sobre la mesa con la dirección de Gandolfini, la mira, la guarda en el bolsillo de su pantalón y, ahora sí, va a la cocina a preparar café.

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