– ¿Y el cine Roxy?
– El Roxy sí, por supuesto -responde su padre.
– ¿Y el cine Bosque?
– El Bosque también.
– ¿Y el Proyecciones, y el Mundial?
– El Proyecciones, no. El Mundial, sí.
– Padre, ¿y el Capitol y el Metropol?
– No, ninguno de los dos.
– ¿Y el cine Kursaal? ¿Y el Fantasio?
– Tampoco, camarada. Ni el Windsor, ni el Montecarlo, ni el Coliseum. Cines de estreno, ninguno, ¿conforme?
– ¿Y el Maryland?
– El Maryland claro que sí. Pero nos queda un poco lejos. Y los hay más cerca. El Delicias, el Rovira, el Iberia, el Moderno. Los acomodadores son amigos míos. Iremos a verles para que te conozcan y te dejarán entrar sin pagar siempre que quieras.
– ¿De verdad? ¿Cuándo iremos?
– Más adelante.
– ¿Cuándo vuelvas de Canfranc?
– Nunca he ido a Canfranc. No se me ha perdido nada en Canfranc. No existe ningún lugar llamado Canfranc, ¿entendido?
¡Hala, vaya trola!, piensa. Sabe que viaja cada dos por tres a Canfranc porque allí es donde, según le ha explicado su madre, se provee de raticidas infalibles y baratos para la brigada. Pero por alguna misteriosa razón prefiere negar esos viajes, negar la existencia misma de Canfranc y lo que le haya llevado hasta allí. Y es que la trola más grande, la tergiversación y las contradicciones se agazapan permanentemente detrás de las palabras del Matarratas. De todos modos, en medio de tanto embuste y simulación siempre cae alguna estupenda verdad, por ejemplo esa fantástica lista de cines desinfectados por la brigada y con amables acomodadores dispuestos a dejarle entrar sin pagar.
Un auténtico regalo que le llega inesperadamente un día muy frío de primeros de diciembre, a un mes de cumplir trece años y a punto de dejar el colegio para entrar de aprendiz en el taller Munté. Desde primera hora de esta aburrida tarde de domingo ha estado dudando de si pedirle a su madre dinero para el cine, pues intuye que hoy en casa no hay ni una peseta. Su padre lo ha enviado al dormitorio a por un paquete de Chesterfield que se dejó en la americana colgada en el armario, y ha fisgado en todos los bolsillos y husmeado con delectación -le gusta el olor a tabaco rubio que impregna el forro de los bolsillos-, hallando sólo calderilla, que se ha guardado, y ahora no sabe si es por eso o por otra causa que su madre, como si le hubiera visto cometer el pequeño hurto, se muestra tan silenciosa y abatida mientras plancha camisas sobre la mesa del comedor. Conoce y presiente los abatimientos que afloran puntuales y discretos, esa espuma del miedo en las laboriosas manos descarnadas de su madre cosiendo botones, plegando camisas y pañuelos, pinchando naranjas o abrochándose apresuradamente la bata blanca, ese miedo suyo a quedarse sin trabajo por ejercer de enfermera sin título, miedo a que se apague la estufa o a extraviar la cartilla de racionamiento, a que llamen a la puerta de noche, miedo a que se lleven al comecuras a una comisaría y que este chico acabe en un hospicio si ella falta algún día. La lámpara de flecos rojos expande su luz sobre las paredes empapeladas y la sombra de los flecos se proyecta, en el otro extremo de la mesa, sobre las manos de piel de lagarto de su padre, plegadas y yertas la una sobre la otra, y esa luz desfallecida se repite sobre la botella y el vaso de vino, sobre el cenicero de bronce con las dos espigas doradas y sobre el humo de la colilla mal apagada, y se diluye en las sombras del entorno. Un sutil sistema de resonancias domésticas, de hábitos pactados y asumidos en silencio y de mutuo acuerdo, gravita sobre su padre y su madre y sugiere agravios una vez más aplazados, una discusión acaso violenta que de antiguo ambos retienen a flor de labios y que nunca estallará en su presencia.
Se le ha dicho que no se quede en casa poniendo la oreja, que salga a jugar a la calle. Podría ir a Las Ánimas a ver la nueva función del Cuadro Escénico o a jugar al pimpón con el Quique y los Cazorla, pero él prefiere quedarse en casa con Jim Hawkins y el pobrecito Ben Gunn, que sueña con comerse un queso. Le gusta mucho este episodio, le de mucha risa. Después, sentado a la mesa camilla junto a la ventana, mira las ilustraciones deLa fuga del príncipe Hassin y La derrota de James Brooke, los dos últimos capítulos de Los piratas de la Malasia.
– Somos el culo del mundo, Alberta flor de mi vida -masculla su padre con la voz calculadamente dolida-. Desde La Carroña se ve clarísimo. Y desde Canfranc mucho más… En fin, será mejor que nos vayamos, nano -le guiña el ojo recabando su complicidad y se levanta de la mesa repentinamente animado-. Antes de que tu madre se decida a romperme la crisma con la plancha, larguémonos a la calle a tomar viento.
– Ponte la bufanda, hijo -dice ella sin dejar de planchar, sin mirar a ninguno de los dos-. Y que el tarambana de tu padre se lleve el paraguas. Va a llover.
Así es como, desde ese día, paseando por Gracia para matar una sombría tarde de domingo que amenaza lluvia, en algunos cines de programa doble se le abrirán las puertas sin necesidad de pasar por taquilla. Su padre se para a saludar a porteros y acomodadores, y el chico es presentado formalmente. Primero recalan en el Roxy de la plaza Lesseps. Ponen una españolada yBuffalo Bill, con Gary Cooper, que ya ha visto en otro cine.
– Este local es la hostia de grande. Míralo bien -dice su padre, apoyando la pesada mano en su hombro mientras contempla la fachada-. Nos llevó más de una semana dejarlo limpio, pero dentro no quedó ni una pulga, ni una chinche. ¿Y gracias a quién? ¿Eh?
– A la brigada ligera matarratas.
– Eso es. Ven, te presentaré al portero, es un buen amigo
En todas partes, sin traspasar la cortina de la entrada, la misma confiada solicitud de su padre: Si viene el chico, déjalo pasar, hazme ese favor, le gusta mucho el cine, se pasaría la vida viendo películas. Ven cuando quieras, chaval, le dicen. En la pantalla del Roxy, al fondo del inmenso local, suenan tiros. Un parpadeo mágico, y ya está viendo otra vez a Wild Bill Hickok cuando lo matan disparándole por la espalda, y también el último beso que su chica le da en los labios, sin que esta vez Bill Hickok lo pueda borrar con el dorso de la mano, porque ya está muerto en el suelo.
Más tarde pasan por delante del Selecto y su padre recuerda que hasta hace poco esto era una pocilga.
– Piojos y sarna y cosas peores, podías pillar en el vestuario de los artistas. Pero cuando nos fuimos, se podía comer sobre cualquier butaca.
– Hiciste un buen trabajo, padre.
– Pero este no nos vale. El local no es apto para menores.
– Ya lo sé.
– Pues andando.
Se ha parado a mirar el panel de fotos.Las cuatro plumas. June Duprez le gusta mucho. En el cartel que anuncia las varietés ya no aparece Chen-Li, la Gata con Botas, y otras piernas de purpurina y otro nombre se grabarán en su memoria: la Supervedette Lina Lamarr, bailarina cómica.
– ¿Crees que dentro queda alguna rata azul, padre?
– Quién sabe. Sigue andando.
– Tantas ratas azules como hay, y todavía no he visto ninguna.
– Yo no diría eso.
– ¿Crees que antes que la brigada acabe con todas podré ver alguna?
– Te has cruzado con ellas un montón de veces.
– Que no, que todavía no he visto ninguna…
– ¿Qué haces ahí parado? Anda, vamos. -Se mira las uñas, las frota en la solapa-. Si te dieran un duro por todas las que has visto, serías millonario.
– Te digo que no, padre.
– Y yo te digo que sí. -Esquiva la mirada inquisitiva del chico y con la mano tantea de nuevo su hombro-. Verás, estas ratas, a veces, destiñen con la lluvia. Es normal, si lo piensas un poco. En cambio, las ratas pardas, que tienen un pelaje muy delicado…
– ¡Hala! Te estás burlando de mí.
– No te pares, sigue andando.
Tiene que hacerme ver una rata azul, piensa, si no, ya nunca le creeré.
– ¿No me oyes? Sigue andando -insiste su padre-. Y no creas que el riesgo de infecciones está sólo en las ratas. No hace mucho, en algunos cines, meando en los urinarios, uno podía pillar purgaciones. -Señala con el dedo un vetusto balcón al otro lado de la calle, junto al metro de Fontana-. Mira, cuando tú tenías cinco años vivíamos detrás de ese balcón, en el primer piso. Allí murió el hermano pequeño de tu madre, Francisco, con diecisiete años. Era de la quinta del biberón. Lo trajeron del Ebro con tifus y lleno de piojos y sin haber disparado un solo tiro. No puedes acordarte, eras muy pequeño, pero desde ese balcón, un día de enero de hace ahora siete años, tú y yo vimos pasar las tropas nacionales, cuando entraban en Barcelona… Bueno, a lo que iba. ¿Sabes qué es una blenorragia? ¿Sabes qué son unas purgaciones, hijo?
– Es una enfermedad venerosa…
– Venérea.
– Eso.
– ¿Pero sabes cómo se pillan las purgaciones? -Cruzan la calle frente a la joyería Cuesta y siguen bajando por la acera izquierda-. ¿O la sífilis? Te estás haciendo mayor y ya va siendo hora de que sepas algunas cosas, ¿no te parece?
– Pero si todo eso ya lo sé, padre.
– Tú qué vas a saber. Mira, aquí tenemos el cine Smart.
– Ya no se llama Smart, ahora se llama Proyecciones.
– Es una enfermedad infecciosa en la minga que se coge yendo de burilla con mujeres del Barrio Chino. -Se han parado frente al cine y el chico mira los carteles-. Furcias. ¿Sabes lo que es eso? Claro que furcias las hay en todas partes, no sólo en el Chino, que conste… Además -añade con un deje lastimero-, hoy ese distrito ya no es lo que era, ni mucho menos. Tenías que haber visto aquello hace quince años, cuando íbamos a La Criolla en la calle Cid… Bueno, yo sólo fui una vez. Callejuelas miserables llenas de tascas, con fulanas y maricones y chulos de la peor calaña… De todos modos no hay otro sitio para ir de burilla. Pero no es recomendable, ¿sabes?, y es bueno que lo sepas. Supongo que todavía no se te ha ocurrido ir a fisgar por allí con tus amiguitos, algún sábado por la noche…
– Yo no.
– ¿Sabes qué significa ir de burilla, hijo?
– Claro.
– Son cosas que te conviene saber. Ponte bien la bufanda. Tu madre es partidaria de que tú y yo hablemos de eso, así que tenemos que hacerlo.
– Está bien.
– No hay más remedio. Te conviene saber algunas cosas.
– Ya.
– Mejor hoy que mañana, eso dice tu madre. Y puede que tenga razón. ¿No te parece?
– Bueno, no sé…
Recuerda ahora a su padre de pie en el herrumbroso balcón que han dejado atrás, le ve todavía allí embutido en un grueso abrigo con las solapas alzadas, llorando en silencio y con un puro sin encender en los labios mientras mira los soldados que bajan desde la plaza Lesseps agobiados bajo pesados capotes y mantas enrolladas, con sus fusiles colgados del hombro y sus botas retumbando en los adoquines. Él está acuclillado entre dos macetas de geranios y con la cara pegada a los barrotes del balcón. De lo ocurrido ese día, su padre siempre contaba que el niño, mientras lo miraba llorar y triturar el puro con los dientes, de pronto se echó también a llorar, no porque sintiera impotencia y rabia viendo desfilar a los nacionales, no por eso, claro, era demasiado pequeño para entender que se había perdido una guerra y cuántas esperanzas, pero en cierto modo sí podía decirse que lloraba con la misma pena, por empatía, ya que no por otra cosa veía por vez primera llorar a su padre. Pero lo que mejor recuerda es el paso de la tropa calle abajo, aquella extraña y convulsa oruga de espaldas erizadas de fusiles con bayoneta, correajes y cantimploras, y sobre todo, colgando en una de las espaldas de la última fila, tres pajarillos muertos balanceándose ensartados con un alambre prendido en un macuto.
– Sigamos -dice su padre dándole con el codo-. Nunca hemos trabajado en este cine, no me conocen… Cuidado, que viene un buitre ensotanado. -Subía por la misma acera un cura joven y animoso removiendo los faldones de la sotana con sus zancadas y balanceando una abultada cartera de mano. Cuando hubo pasado, el Matarratas se volvió a mirarle-. Es una maricona, no hay más que verle andar.
– Ya -concede Ringo bajando la cabeza.
Ahora mismo daría cualquier cosa por verse en compañía de los amigos del pueblo en alguna verdosa alberca entre viñedos, nadando entre ranas saltarinas; suele pensarlo en momentos como este porque es lo que más le gusta, además de leer libros y partituras: nadar, bucear, llenarse los oídos de agua y de música y de nada más.
– Bueno, dime una cosa -insiste el Matarratas-. ¿Qué es lo primero que tú le miras a una chica?
– ¿Yo?
– Tú, sí.
– Pueeees… No sé. Los ojos.
– Los ojos. Muy considerado de tu parte. -Deja pasar unos segundos y añade-: Los ojos. Has quedado la mar de bien, hijo. Ahora dime qué es lo primero que le miras a una chica. Vamos, vamos.
– ¿Qué…?
– Me refiero a un pimpollo de esos, ya me entiendes, un bombón, que dicen ahora. Ya sé que es una pregunta boba. Pero te habrás fijado en algo que te guste, no sé, por ejemplo el culo… No es nada malo, ¿sabes?, es lo normal. Sí, hombre, no pongas esa cara, a todo el mundo eso le parece normal.
– Ya, pero… es que…
– ¡El culo de las chicas, puñeta! ¿Te gustan o no las chicas? ¡Pero bueno, no sé de qué te extrañas! ¡Es una pregunta bien sencilla!
Él tarda una eternidad en responder, cabizbajo, ocultando la boca y la nariz en la bufanda, y casi también los ojos.
– Es que no me he fijado.
– ¡Venga ya! Cómo no te vas a fijar en eso, un chico normal. Conste que es tu madre la que se ha empeñado en que hablemos. En mi opinión, esta charla deberíamos tenerla cuando cumplas quince o dieciséis años, pero tu madre ha estado dándome la tabarra… Mira, a la derecha tenemos el cine Mundial. Saludaremos a la señora Anita, la taquillera. Es una buena mujer. Te dejará entrar sin pagar, y hasta podrás venir con un amigo, si quieres. O invitar a una chavala. ¿Qué te parece?-Se ríe y le suelta un manotazo amistoso en la espalda que casi lo dobla-. Estupendo, ¿no?
– Estupendo, estupendo.
– Bueno, pues ya está -concluye su padre aliviado y bajando la voz-. Ya hemos hablado de lo que había que hablar.
Poco después se para al borde de la acera, repentinamente abrumado por algo que atañe a sus cosas. Con la mirada perdida sobre el reluciente empedrado y una extraña parsimonia en las manos se lleva a los labios un cigarrillo bastante torcido y lo enciende con una cerilla vacilante y mal orientada.
Hace frío y parece como si la calle prolongara la tristeza y el olor de los pasillos del metro. Pesadas gabardinas y largos abrigos de entretiempo que se diría deambulan colgados de sus perchas, ancianas con negra mantilla, niños de luto con ojos muy abiertos que interrogan, viandantes presurosos y ateridos y parejas endomingadas que entran y salen del bar Monumental se cruzan a su lado y se esfuman en la hora más gris, y su padre permanece clavado allí al borde de la acera con una joroba de pesadumbre en la espalda, viendo caer la tarde sobre los mojados adoquines. Se mueven a piñón fijo, ¿no te parece?, le oye mascullar. El chico conoce estos altibajos en su ánimo: en el momento más inesperado puede ponerse a hacer el ganso, pero, del mismo modo imprevisible, el zángano, el alegre comecuras, el cantamañanas, que le dice madre, desaparece de pronto para dejar paso al cascarrabias intratable y amargado, al tipo duro e insensible, y entonces cualquier cosa relacionada con él, los viajes imprevistos, el maletín con los venenos, los compañeros de la brigada municipal, las herramientas de trabajo, se convierte en algo clandestino, vagamente peligroso. Ahora mismo, ensimismado, parado en el bordillo y de espaldas a la gente que circula arriba y abajo por la acera, su corpachón enfundado en la gabardina de solapas alzadas propicia una sugestión de clandestinidad, lo mismo que la voz que le sale enredada en el humo del cigarrillo y en su propia ronquera, como un eructo que se trocara en íntima jaculatoria: Estamos en el culo del mundo, hijo mío, somos el culo del mundo.
Volverá a aliviarse media hora después con estas mismas palabras en el Maryland de la plaza Urquinaona, el cine que les pilla más lejos de casa, y cuyo nombre de resonancias anglófilas, cuando oficialmente predominan las germanófilas, le explica su padre, ha sido cambiado por el de cine Plaza, aunque él siempre lo llama Maryland. Esta semana ponenSangre, sudor y lágrimas y Buffalo Bill, la misma del Roxy. En el vestíbulo, después de ser presentado al señor Batallé, portero y acomodador, él asoma la cabeza al patio de butacas por entre las cortinas y constata que aún no han matado a Wild Bill Hickok, mientras su padre ahueca la voz, ahogando su cabreo: ¿A quién le importa lo que ocurre aquí, Batallé? ¿Aún crees que la solución a nuestros males ha de venir de fuera? Y responde el señor Batallé en un cauteloso susurro: ¿De dónde si no, Pep? Ya puedes ir buscándote otro trabajo porque la guerra contra los boches se acabó, por si no te has enterado, y Canfranc pronto dejará de ser la rica despensa de Europa. Han cerrado la frontera y han tapiado el túnel, hay por lo menos diez mil soldados en la zona y construyen búnkers en todo el Pirineo, pero ya no es como antes, cuando la Gestapo vigilaba la frontera del lado de allá, y la Falange del lado de acá. ¿A qué sigues yendo al consulado británico, aquí cerca, si ya no necesitan enlazar con la frontera para nada? Ahora paso por Pont de Rei y duermo en Vilella, dice su padre. Marcelino te manda un abrazo. Y digas lo que digas, queda mucho por hacer… Claro, pero ya no es lo mismo, ahora hay que esperar lo mejor, insiste el portero: ¿No sabes que las Naciones Unidas acaban de repudiar al Régimen? ¿Y qué? ¿Por eso crees que vendrán, alma cándida?, gruñe su padre. Pues claro que sí. Y en la misma cloaca que han metido a los nazis meterán al puto Generalísimo, ¡y nosotros lo veremos, Pep! ¿Ah sí? ¿De verdad piensas que les importamos mucho a estos señores de las Naciones Unidas? ¡Mira que llegas a ser ingenuo, hostia puta! ¿Has olvidado que hace apenas dos años teníamos en el valle de Arán a cuatro mil hombres esperando a esos jodidos aliados hijos de su padre, y nunca llegaron?¡Vivimos un espejismo, Batallé, y lo malo es que nos gusta! ¡No vendrán, coño, no te hagas ilusiones!
Encabronados ambos, creen estar descifrando las corrientes que llevan los grandes flujos de la historia en estos últimos años, pero una vez más y sin poderlo remediar no hablan de otra cosa que de su irredenta melancolía y sus íntimas derrotas, y es entre esas reiteradas charlas y discrepancias donde el chico aprenderá a convivir con los humores de una cotidiana amargura y una tristeza cuyo origen se le había antojado una maldición. Con todo, él no quiere tener nada que ver con la Historia, no necesita ajustar cuentas con nada de eso, de modo que prefiere meterse de nuevo dentro de la película y hacerse con el sombrero negro y el revólver plateado de Bill Hickok después que la traicionera bala en la espalda lo ha abatido, mientras oye la voz desarmada del Matarratas susurrando a su amigo Batallé: ¡Nunca vendrán, hostia! ¿No ves que no pintamos nada, hombre, no ves que somos el culo del mundo?
Este culo del mundo en boca de su padre manifiesta siempre el mismo sentimiento de pérdida y de nula autoestima, por mucha coña y sarcasmo que le eche y por diversas que sean las variantes que tome la expresión: somos la última mierda que ha parido la historia; somos la cloaca de Occidente; somos la más grande escoria habida y por haber sobre la faz de la tierra; somos el no va más de la nada más absoluta. Fuera cual fuera el motivo que le inducía a soltar cada dos por tres el consabido latiguillo, Ringo no piensa que en ese autoinculpatoriosomos estén incluidos él y su madre; piensa más bien en el círculo casi clandestino de las amistades paternas, en sus compañeros de la brigada raticida y en los sucios y apestosos antros donde a veces tenían que ejercer su trabajo, en sus obligadas y prolongadas ausencias, fueran legales o no las comisiones que percibía por los viajes a Canfranc -misterioso enclave que al parecer no existía-o al caserío de La Carroña; pensaba en la pobreza y en las dificultades que habría compartido con su Alberta desde tiempo atrás, los infortunios pasados y presentes de la familia… No, él nunca habría equiparado a su Alberta flor de mi vida con el culo del mundo, suponiendo que el mundo tuviera culo. No directamente, cuando menos, porque a pesar de comportarse a menudo como un tarambana y un cantamañanas -eran los calificativos que ella le dedicaba habitualmente-, nunca eludió la que consideraba su máxima responsabilidad como padre y marido: traer de vez en cuando dinero a casa, poco o mucho, del modo que fuera y a costa de lo que fuera.
El culo del mundo. Durante mucho tiempo el niño ha tomado estas palabras como un simple desahogo, un exabrupto tabernario convertido en costumbre, el bufido de un hombre asqueado y cansado de sus propios retruécanos, blasfemias y mentiras, hasta comprender que este culo tantas veces mentado no es otra cosa que el país en el que vive, y que la relación establecida en términos tan despectivos entre el país y el culo refleja un sentimiento general de exclusión, desestima y derrota, un desprestigio sabido y asumido por todos, la triste conclusión de que no pintamos nada en el mundo. Así que somos la última mierda, y hasta peor que eso, al decir de su padre, y también del señor Sucre y del capitán Blay, siempre despotricando lo suyo en un banco de la plaza Rovira o en el mostrador de la taberna. En la ciudad gris y en medio de tanta penitencia y ceniza, cuando nada de lo que pasa aquí interesa al resto del mundo, cuando, según oyó comentar al señor Sucre, hasta los embajadores extranjeros se van con viento fresco y sufrimos un aislamiento internacional de narices y sin precedentes, ¿cómo demonios van a hacernos algún caso en ninguna parte, con esta rata de cloaca que tenemos en el Pardo presumiendo de guardia mora y de ser el centinela de Occidente -el señor Sucre es muy leído y se hace escuchar cuando habla- rodeado siempre de yugos y flechas como arañas negras y de oraciones y canciones azules? Si es que no somos nada, muchacho, si es que hasta nuestra selección nacional de fútbol ya sólo puede jugar contra Portugal, si hemos acabado tan malamente que el resto del mundo no sabe ni que existimos, si somos la rechifla, nano.
El domingo siguiente está sentado en primera fila del cine Delicias en compañía del Quique y elChato. Sólo ha tenido que decirle al portero soy el hijo del Pep Matarratas y los tres han entrado sin pasar por taquilla. Al Quique ya se le conoce desde hace tiempo como el Pegamil y últimamente no hace más que hablar de chavalas que de seguro se dejarían tocar si las llevamos a la Montaña Pelada, y de lo mucho que Violeta Mir en bañador y con la toalla como un turbante se parece a María Montez, aunque tú no te hayas dado cuenta, le dice a Ringo, porque tú cuando ves una peli te fijas en otras cosas, pero de verdad que se parecen un montón.
– ¡Será por el culo! -exclama elChato.
El Quique presume de haber sido el primero al que le vino el gusto cuando la pandilla se hizo una paja colectiva en las ruinas de Can Xirot; todos se la pelaron pensando en María Montez, pero él se puso a pensar en Violeta y por eso le vino enseguida, y explicó que fue como si le hubiera sacudido una dulce descarga eléctrica. Ringo tiene al Quique por su mejor amigo, aunque no sabría decir por qué, y a menudo le invita al cine gratis. Para mantenerle callado y que no incordie durante la proyección, siempre le promete una aventi con Violeta secuestrada y a punto de ser torturada por los dakois o por los sioux, y con él solo para salvarla, sin ayuda de nadie. Esta deferencia tiene su origen en una de sus primeras invenciones protagonizada por el Quique, y luego convertida por este en un sueño recurrente: Violeta Mir vive en la jungla en estado semisalvaje y es acosada por mil peligros, la persigue una pantera, se le echa encima, le desgarra el vestido y está a punto de devorarla. Armado con su arco, el Quique llega a tiempo para matar a la pantera clavándole una flecha entre los ojos. Entonces coge a Violeta en brazos, le cura los rasguños y se la lleva a nadar en el lago con Tarzán y Jane. Durante mucho tiempo esta fue la aventi preferida delPegamil, y la solicitaba a menudo. Un día, inesperadamente, el narrador introdujo una variante: el Quique falla con su primera flecha y la pantera se come una pierna de Violeta. Una segunda y certera flecha mata a la fiera y el Quique consigue salvar a la chica, a la que enseguida vemos en el lago nadando con una sola pierna y, pese a ello, ganando a Jane en una carrera.
– Bueno, pero más adelante se encuentran al Mago Merlín, que le devuelve la pierna -remató Ringo el episodio al advertir el desconsuelo de su amigo, que no se conformó y exigió no fallar con la primera flecha. Ringo no quiso cambiar nada y acabaron peleados. La mala conciencia aconsejaba a Ringo restituir el muslo a Violeta y hacer las paces con el Quique, pero la soberbia se lo impidió durante un tiempo. Cuando finalmente lo hizo, recuperando la primera versión, el muslo devorado ya se había convertido en una obsesión para el Quique: en sus propias aventis, siempre aturulladas y rematadas de cualquier manera, en el momento menos apropiado surgía de pronto la pantera a punto de morder el muslo moreno de Violeta, ella gritando socorro y él acudiendo con su arco y sus flechas…
Ahora, agazapado en la butaca del Delicias, guarda silencio un buen rato, pero hacia la mitad de la película ya no puede contenerse y le susurra al oído:
– Que no sean los dakois, Ringo. Esta vez la secuestran los cheyennes del jefe Mano Amarilla.
– Bueno.
– Y yo soy un explorador de la jungla y me llamo Alan Baxter. Y la salvo cuando ella está a punto de ahogarse en el lago.
– Está bien.
– Y va vestida como María Montez enLas mil y una noches, y con el turbante en la cabeza…
– Vale, lo que quieras, pero ahora estamos viendo la peli, así que cállate.
Basil Rathbone pincha una naranja con su cuchillo y Tyrone Power le observa con una sonrisa irónica mientras cenan en casa del alcalde felón de Los Ángeles, un pelele rechoncho y cobarde en manos de su ambicioso capitán de la Guardia. Entre los comensales también está la guapísima Linda Darnell, pero de momento los chicos sólo tienen ojos para Tyrone Power y Basil Rathbone. Este todavía no sabe que su invitado Diego Vega es el mismísimo Zorro, el justiciero enmascarado. Los chicos conocen muy bien a Basil Rathbone, lo han visto haciendo de villano enEl capitán Blood, en Robin de los bosques, en Aventuras de Marco Polo y hasta en David Copperfield como el malvado señor Murdstone, siempre con esa mirada de siniestro pajarraco y su nariz ganchuda. Ahora es el capitán Esteban Pasquale y se pasa la peli jugueteando con el florete en la mano, ensayando estocadas mortales. Acentúa su mueca sádica mientras tortura la naranja con el cuchillo y observa con desprecio a Tyrone Power, el cual, bordando su máscara de petimetre amariconado para que nadie sospeche que es el Zorro, le dice:
– Estoy viendo que tratáis a esa fruta como a un enemigo.
– O a un rival -responde el capitán, y entonces el alcalde regordete y servil va y suelta lo increíble:
– Mi gran Esteban no pierde ocasión de batirse con alguien. ¡Por algo fue profesor de esgrima en Barcelona!
Estupefacto, Ringo pega un bote en la butaca del Delicias y acto seguido, sin reponerse del asombro, golpea con el codo a su amigo.
– ¡Quique! ¡¿Has oído eso?! ¡¿Lo has oído?!
– Me parece que sí.
– Ha dicho ¡en Barcelona! ¡A que sí, a que lo ha dicho!
– Sí, lo ha dicho -confirma elChato a su izquierda-. ¡Lo juro, lo juro! Ha dicho en Barcelona.
Increíble, resulta fantásticamente increíble. Menuda sorpresa, chavales. Qué emocionante, qué extraña sensación oír el nombre de esta ciudad en boca de famosos artistas de Hollywood, tan lejos de aquí, de esta parroquial y consagrada tristeza del domingo por la tarde. Fantástico. Piensa decírselo al resto de la pandilla que todavía no ha visto la peli y también a su madre nada más llegar a casa, y sobre todo a su padre cuando vuelva de Canfranc. ¡Saben que existimos, no somos tan poca cosa, padre, no se han olvidado de nosotros! ¡En Hollywood saben que esta ciudad existe! ¡Basil Rathbone fue profesor de esgrima en Barcelona!
El asombro y la exaltación no son compartidos en absoluto por su padre, que se muestra jocosamente sorprendido ante tanta euforia y confiesa no saber quién es Basil Rathbone ni haber visto la película en cuestión. Al chico le decepciona que su padre no se acuerde de tantas veces como se ha quejado con amargura precisamente de eso, de ser o estar en el culo del mundo, él y todos nosotros y nuestra ciudad y España entera con su selección nacional de fútbol, considerada también el culo del mundo porque ya sólo Portugal quiere jugar contra ella, pero lo disculpa porque sabe que nunca le ha prestado al cine la menor atención, ni siquiera como entretenimiento; le gusta tan poco que sólo haciendo un esfuerzo es capaz de aguantar una película hasta el final.
En cuanto a su madre, al oírle contar el episodio sonríe ligeramente ocultando la cara, pero él percibe su leve cabeceo de placer, como si escuchara una música lejana y grata.