12 El turbante de María Montez

¡Detente, bala!, dice el Sagrado Corazón de Jesús mirando al visitante con sombría dulzura desde la placa en la puerta del piso. La clavó el ex divisionario Ramón Mir Altamirano en acción de gracias, hace seis años, cuando volvió del frente del Este milagrosamente sano y salvo. Con la culata de su pistola y una mezcla de fervor patriótico y hombría lastimada, susurrando jaculatorias por haberse librado de la metralla bolchevique, aquel día remachó los clavos de un resentimiento inconfesable, secreto y vengativo, y luego frotó la placa con una gamuza hasta sacarle brillo. Hoy la imagen salvífica está algo abollada y descascarada en los cantos, y el dedo que señala el rojo corazón en llamas soporta un poco de herrumbre. Los vivos colores se han apagado y el divino dedo contamina con su punta de orín a la radiante víscera, y también a los ojos afables que ahora dicen no debes preocuparte, muchacho, no te atormentes, que nadie en esta casa te pedirá cuentas por lo ocurrido, pues nadie lo sabrá nunca, y menos que nadie la propia destinataria de la carta, que sin duda se moriría del disgusto si lo supiera.

Acomoda el brazo en el cabestrillo y se dispone a pulsar el timbre. Nunca pudo imaginar que un día llamaría a esta puerta para ponerse en manos de la señora Mir, ciertamente la persona que ahora menos desea ver en el mundo. Aunque ella no tiene por qué enterarse de su encuentro nocturno con el señor Alonso, y menos aún del puñetero encargo de este, ya que no se lo ha contado ni siquiera al Quique, y aunque piensa que lo sucedido tiene fácil arreglo -podría ir mañana mismo en busca del cojo y seguro que comprendería y le disculparía, y quizá escribiría otra carta y volvería a confiársela-, no consigue librarse de un vago malestar, una fastidiosa melancolía. Por eso, cuando le comenta a su madre que el hombro y la espalda le duelen cada vez más, y ella le sugiere unas buenas friegas con alcohol, se pone en guardia.

– ¡No necesito friegas para nada! ¡Pronto estaré bien del todo!

Según él, ese dolor persistente se debe a la costumbre de dormir sobre el costado derecho. Su madre no piensa lo mismo. El dolor se debe, entre otras cosas, a su terco empeño en llevar el brazo en cabestrillo más tiempo del debido, por el gusto que le ha tomado a salir así a la calle, seguramente por presumir tontamente delante de alguna chica. ¿Por qué sigue con esta comedia? La herida ha cicatrizado, la hinchazón de la mano ha desaparecido, y el escaso vendaje, que últimamente se cambia él mismo y deja mucho que desear, ya tampoco hace ninguna falta. Él responde que ahora es precisamente cuando más necesita el apoyo del cabestrillo, porque le duele terriblemente el hombro y también la espalda, terriblemente.

– Al revés -replica su madre-. Te duele terriblemente porque llevas el brazo terriblemente encogido desde que te levantas hasta que te acuestas. Esta postura no es normal, hijo. Ayer me encontré a Victoria saliendo de la clínica, se lo dije y quedamos en que irías a verla.

– ¡Oh, no!

– ¡Oh, sí! Y no hagas comedia, venga. Unas buenas fricciones y se te quitarán las ganas de ir por ahí presumiendo con mi bonito pañuelo. Y Victoria encantada de que vayas. Me dijo que precisamente estaba deseando hablar contigo.

– ¿Conmigo? ¿Para qué?

– Ah, no sé.

No puede querer nada de mí, piensa apresuradamente, y una vez más, para tranquilizarse: de ningún modo puede saber que vimos al cojo en el Chino… a menos que esa picha-loca del Quique se haya ido de la lengua en el bar.

– No quiso decírmelo -añade su madre-, pero me guiñó el ojo mientras se empolvaba la nariz, y me lo imaginé…

– ¡Sea lo que sea, no quiero ir!

– ¡Pero bueno, ni que te fuera a comer! -Sonríe al añadir-: ¿Sabes una cosa? Juraría que pensaba en su hija. Seguro que ya le busca novio, así que deberías sentirte halagado…

– ¡Pero qué dices! ¿Y para eso me obligas a ir a su casa? ¡Si el hombro apenas me duele, mira! ¡Mira cómo muevo el brazo!

– Bueno, no quiero oír ni una queja más. -Su madre endurece el tono-.Victoria se ha ofrecido generosamente y debes mostrarte agradecido. Mal no pueden hacerte unas friegas, al contrario. Además -añade con un ademán cansino-, he oído decir que está perdiendo clientela. En la Residencia hace tiempo que no la llaman para ningún servicio, dicen que ya no atiende como antes. La pobre está pasando una mala racha, y no quiero que piense que ya no confiamos en ella. Así que irás a verla… Venga, hijo, ponte en razón por una vez.

Ponte en razón. ¿Cómo se hace eso? Tres días después de la incursión nocturna a los bajos fondos y del accidentado retorno bajo la lluvia y los relámpagos, todavía no se aclara. Dejando de lado el encantamiento que propició la cerveza, el azogue y otras sombras del omnipresente espejo, y aquel prometedor no-sé-qué apuntando a los sentidos, a la ansiada aventura sexual, conserva de esa noche un recuerdo confuso que no acierta a completar por más que lo intente, y que le hace sentirse burlado y estúpido. ¡Tu primera noche de putas, y te enamoras! ¡Serás panoli! Enredándose en brumas exculpatorias, achacando lo sucedido a la cogorza que llevaba encima, la primera que agarraba en su vida y que le dejó sonado y tambaleante al final de la noche, le cuesta admitir que realmente viera el sumidero tragándose la carta bajo el fuerte aguacero, que tomara conciencia de ello y que no hiciera nada por evitar que esa carta fuera a parar al fondo de la alcantarilla. A ratos prefiere creer que se la quitaron del bolsillo junto con el duro; aquellas manos pequeñas y aladas de la muchacha revoloteando alrededor de su cara, manos impregnadas de lejía y de una gesticulación envolvente que expresaba a la vez urgencia y mimos… Pero ¿por qué habrían de trincarle del bolsillo un sobre sin señas? ¿A quién podía interesarle? ¿Pensarían que contenía dinero? ¿O tal vez ocurrió que la rápida y sigilosa mano, de quienquiera que fuese de los allí presentes -pero no de ella, por favor, de ella no-, al encontrarse con el duro y el sobre en lugar de una cartera, decidió que era mejor esto que nada? En todo caso, se resiste a imaginar cómo, dónde y quién pudo hurgar en el bolsillo.

Pero tanto si el sobre y el duro le fueron robados o se perdieron, y aun persistiendo la sensación de que todo había ocurrido en el ámbito recurrente de los espejos tenebrosos y los sueños, lugares no habitables, salvo en las novelas y en las películas, y aunque se empeñe una y otra vez en restarle importancia al asunto, prevalece cierta desazón. El error, no haber hecho nada por evitar que la cloaca se tragara la carta -aunque no esté seguro de haberlo vivido, aunque a veces crea haberlo soñado-, ese simple y desafortunado error, achacable solamente a su muy cultivada indiferencia, se ha enquistado en su ánimo. Por más que quiere convencerse de que lo ocurrido no tiene importancia, de que si la maldita carta se ha perdido para siempre pues bien perdida está y que los zurzan a los pelmazos amantes de la Montaña Pelada, por más que quiere olvidarlo, no puede dejar de pensar en ello. Ciertamente, podía haberla guardado debajo de la camiseta o dentro de los calzoncillos, podía haberla controlado solamente con sentir todo el tiempo su contacto con la minga, ahí abajo. ¿Y cómo no se aseguró que la llevaba consigo al abandonar la taberna? Ante sus ojos aún se desliza sigiloso el gato negro, arrogante y arqueado vestigio de la noche bajo la mano mimosa de la muchacha, pero no sabe si estaba despierto o lo vio dormido. A menudo el sentimiento de culpa es el simple crujido de un papel sobre su corazón, como si aún llevara el sobre en el bolsillo interior de la americana, y entonces se pregunta qué le costaba haberla escondido mejor, como había hecho siempre con las joyas cuando cumplía tantos recados viajando en el metro y en tranvías abarrotados, o transitando por los callejones oscuros del barrio gótico hasta el pequeño taller de un grabador o un engastador, o por los desiertos y mullidos pasillos del Hotel Ritz para llamar a la puerta de una suite y alegrar a una querida de lujo hospedada allí, entregándole un maravilloso collar de esmeraldas y aguamarinas… En cualquiera de esos trámites había llevado y protegido con su cuerpo y con su ánimo, constantemente alerta y responsable, cosas mucho más valiosas que una ridícula carta de amor o de desamor, tesoros de platino y diamantes cuya pérdida habría acarreado graves consecuencias para él y quizá sólo un disgusto pasajero para la destinataria, un aplazamiento del ansiado regalo, pero en ningún caso habría causado, prolongado ni agravado esa espera patética de la señora Mir entrando un día sí y otro también en el bar Rosales para preguntar si había llegado la carta, llevara esta un mensaje conciliador o un adiós definitivo.

La resaca del día siguiente, mientras cumplía medio sonámbulo encargos de su madre, ir a por el racionamiento y el pan con la cartilla y comprar una lechuga y dos pimientos verdes y un kilo de tomates para ensalada -evocando a la abuela Tecla en su última visita a Barcelona con la cesta llena de tomates y berenjenas del huerto, huevos y albaricoques y melocotones de viña y un conejo desollado, y preguntándose por qué diablos rehusó marchar con ella al pueblo mientras aquí su madre le busca una ocupación que él ya sabe que no le va a gustar-, lo había momentáneamente excusado de ponerse a analizar lo ocurrido y calibrar las consecuencias. Fue en el transcurso de la semana, al advertir que el malestar persistía, cuando empezó a plantearse interrogantes y buscar excusas: ¿por qué preocuparse si es muy probable que la puñetera carta no trajera la buena noticia que la señora Mir espera? Es más, ¿y si no fuera precisamente lo que se dice una carta de amor? ¿Y si era una cobarde despedida y no la disculpa tan deseada, ni el deseo de una nueva cita, de un apasionado reencuentro? Recuerda las palabras del señor Alonso y cierta resignación en el semblante cuando le entregó el sobre: Un asunto muy privado. ¿Y si le decía que no quería volver a verla, que había dejado de amarla, que daba por terminada definitivamente la relación, lo nuestro no tiene futuro, gordita mía, estuvo bien y fue bonito mientras duró, no te lo tomes a mal pero adiós, etcétera?¿No era eso lo que de verdad se correspondía con un idilio tan rancio y estrafalario, con unos viejos amantes desacreditados, marchitados y rebotados desde un pasado de Dios sabe qué malquerencias y fracasos, que ambos seguramente se conjuraron olvidar?¿No eran justamente estas palabras: no hay futuro para lo nuestro, las más adecuadas al caso? Ambos lo llevaban escrito en el rostro, como tanta gente que él conoce, como los amigos de su padre en la brigada raticida, como el señor Sucre y el capitán Blay, como los viejos jugadores del subastado o la garrafina en la taberna durante los interminables domingos por la tarde, como su propia madre, y, a ratos, cuando se queda inmóvil mirando el vacío, en casa o en cualquier parte, creyendo que nadie le ve, como el mismo Matarratas, siempre tan burlón y deslenguado.

Quería incluso convencerse de que en el transcurso de aquella azarosa noche, en algún momento -vivido o soñado, ya daba lo mismo-, al verificar con la mano que la carta permanecía segura sobre el pecho, los dedos mojados de lluvia habían percibido con el tacto la condición maligna del mensaje, la funesta noticia indeseada y el consiguiente dolor que iba a causar a la señora Mir. Y si pensaba en su anhelo de verse muy pronto perdonada y reconciliada con su hombre, un sentimiento tantas veces públicamente manifestado y que ella alimentaba día tras día, y que parecía tan hondo y persistente, tan exento de pudor, tan indiferente a la maledicencia y al propio ridículo, si pensaba en eso y en que finalmente el mensaje era tal vez la ruptura, la muerte de la esperanza mantenida hasta aquí, es decir, una cruel despedida en lugar de una renovada promesa de amor, entonces abrigaba la certeza de que esta mujer habría preferido que la carta no llegara nunca a sus manos, y por tanto se había ahorrado un disgusto de muerte.

Tenía que ser así, estaba convencido. Si no, si lo que traía el mensaje era el perdón y el cariño renovado, ¿por qué el señor Alonso tenía que ocultarse detrás de un mensajero, por qué no entregar el sobre él mismo? ¿Por qué no quería dar la cara, por qué no quería ni acercarse al bar Rosales? Pues para no tener que dar explicaciones a nadie, ni siquiera a la señora Paquita. Ahora veía claro por qué lo dejó solo durante tanto rato en aquella tasca: para ir a escribir deprisa y corriendo la vergonzante despedida, seguramente en su propia casa -¿de dónde si no habría sacado el papel y el sobre?, era imposible que los llevara encima- y liquidar el asunto sin necesidad de dejarse ver por el barrio, aprovechando aquel encuentro casual, o quizá no tan casual, en una esquina del Chino… Porque debía ser verdad que aún sentía alguna pena por la señora Mir. Nada de lo que este hombre dijo o hizo aquella noche había ocurrido porque sí; nada, salvo, tal vez, el haberse agachado para atarle el cordón del zapato y de paso limpiar alguna salpicadura del vómito, y eso, el recuerdo de eso precisamente, sus rápidos dedos frotando discretamente el zapato, es lo que más le incordia y a ratos le hace sentirse mal. ¿Por qué un hombre hecho y derecho, un ex futbolista de un club histórico que dicen conoció años de gloria, alguien que en la taberna siempre se hizo respetar por su autoridad y su discreción hablando de mujeres o de juegos de azar o de sucesos que traía la prensa o de lo que fuera, por qué un hombre así tenía que mostrarse de pronto tan desvalido y servicial con un chico al que apenas conocía?¿Tan necesitado estaba de un mensajero, tan difícil y complicado se le hacía despachar una asquerosilla aventura amorosa con este saldo de amante?

Tres días antes de que su madre le obligue a visitar a la señora Mir, una tarde que vuelve a casa después de cambiar un libro por otro en la tienda de la calle Asturias, subiendo desde la plaza Rovira ve al Quique, a Roger y a los Cazorla parados en la esquina de la calle Argentona, a unos treinta metros de la puerta del Rosales. Doblándose de la risa, el Quique le hace señas de que se acerque deprisa, porque algo divertido va a ocurrir de inmediato. Con ellos está Tito, el chico de la peluquera montado en su pequeña bicicleta con un caramelo en la boca, un pie apoyado en el bordillo de la acera, el otro en el pedal alzado y la mirada vivaz fija en la puerta del bar, dispuesto para salir esprintando. Tiene una mano sobre el manillar y en la otra lleva un sobre de carta arrugado.

– Espera, Tito -dice Roger-. No ataques hasta que la veas salir.

– Se lo entregas y escapas corriendo -dice Rafa-. Y te habrás ganado otro caramelo.

Ringo quiere hacerse con el sobre, pero Roger se lo impide esgrimiendo los puños y riéndose, simulando una pelea con golpes bajos. Él esquiva los puños con el cuerpo, preservando el brazo en cabestrillo.

– Déjame ver eso, chaval -le dice al niño.

– No hay tiempo, está a punto de salir del bar -dice Roger.

– ¿No hay tiempo para qué?

– ¡Le hemos preparado un regalito! -le informa el Quique, exultante-. Ahora está hablando con la señora Paqui, lloriqueando, preguntando una vez más por la carta… ¡Para troncharse, nano! Cuando salga del bar, Tito le llevará nuestro regalito ¡y cuando lo vea nos vamos a tronchar de la risa!

– ¿Y por qué no me habéis avisado?-Se deshace del acoso pugilístico de Roger empujándole con violencia-. ¡Cuidado con mi brazo, animal!

– ¡Si no te he tocado!

– Pero bueno, ¿qué te pasa, nano?-El Quique le mira con los ojos muy abiertos y sin dejar de sonreír, pero su sonrisa mellada y jaranera, entre las dos abundantes patillas que ahora luce su cara redonda, ya no es la sonrisa de un niño ávido de aventuras con culos y tetas. Lleva tres meses trabajando de aprendiz de tornero, y los demás han empezado también a tirar cada uno por su lado: Roger limpia tranvías en las cocheras de la plaza Lesseps, elChato Morales es aprendiz de mecánico en un garaje de Vallcarca y apenas se deja ver por aquí, Rafa Cazorla trabaja en una cerrajería de la calle Torrijos y su hermano es botones en un hotel de las Ramblas. De pronto a Ringo le vienen ganas de soltar un par de hostias a cada uno de ellos, condenados aprendices de nada, sobre todo el Quique.

– A ver, tarugos, ¿qué estáis tramando?

– ¡Nada! -dice Rafa-. Sólo queremos ver qué cara pone la tía.

– ¿Qué es eso que lleva Tito en la mano?

– Es una broma, hostia -dice el Quique-. Una coña sandunguera para la madre de Violeta. ¿Qué pasa, tienes algo en contra?-Lo acomete otro ataque de risa-: Ji, ji, ji. ¡Además, fue idea tuya!

– Sí, ¿ya no te acuerdas?-dice Roger-. Un día que la tía estaba mamando en el Rosales dibujaste una gran polla voladora en un papel y se la querías meter en el bolsillo de la bata…

– No me acuerdo. Dame eso, Tito. Quiero verlo.

No le da tiempo. El niño, que no le ha quitado el ojo a la puerta del bar, se impulsa apoyando el pie en el bordillo de la acera y sale disparado sobre la bici hacia la siguiente esquina. La señora Mir acaba de salir del bar y cruza la calle en bata y zapatillas, atusándose el pelo y contoneándose con su habitual cachaza. El pequeño ciclista la alcanza en mitad de la calzada, efectúa un par de vueltas alrededor de la mujer pedaleando frenéticamente y ella se para y lo mira sonriendo, hasta que ve el sobre en su mano. El chico alarga el brazo y se lo entrega con la cabeza gacha y sin dejar de pedalear, y seguidamente enfila calle abajo y desaparece en la plaza Rovira. La señora Mir alcanza la acera con el sobre en la mano, lo abre y saca un papel, lo desdobla y se queda mirándolo entre precavida y asustada. Su cara se contrae, enseguida levanta la vista, apoya un instante la mano en la pared y mira en torno con ojos lastimeros, sin ver a nadie y sin entender la razón del escarnio, mientras Ringo ya se ha ocultado detrás del Quique y Roger, que se retuercen en la esquina muertos de risa, igual que Rafa. La señora Mir sigue parada en la acera y vuelve a tantear la pared con la mano, mirando el papel y meneando tristemente la cabeza. Casi en el acto, Ringo se sorprende agarrando al Quique por el cuello de la camisa.

– ¿Qué habéis hecho?

– ¡Eh, suéltame! ¿Qué te ocurre? No es más que un dibujo…

– Una polla con alas, Ringo -dice Rafa Cazorla-. ¡Y con pelos y todo!

– ¡Y dos huevos duros! -exclama Sito Cazorla.

– ¿Y debajo sabes qué hemos escrito? ¡Voy volando, señora!

– ¡Hostia puta, Ringo, ¿qué mierda te pasa?! -dice el Quique-. Nos habíamos hartado de pintar pollas voladoras, ¿no te acuerdas?

– Esto no es lo mismo, idiota. Que eres un idiota.

– ¡Vale, hombre, gracias! -Se ríe-. Pero mira la cara que pone la gorda, ¡mira!

Asomados a la esquina, la ven ahora estrujar el papel con el puño pegado al vientre, girarse cabizbaja y mirar hacia donde suenan las risotadas. Se apartan enseguida, pero los ha visto, aunque él cree librarse escudándose en los demás. Despacio, asegurando los pies dentro de las zapatillas rosadas y meneando la cabeza con aire tritón y resignado, la mujer reemprende la marcha por la acera hasta alcanzar el portal de su casa.

Tito reaparece con su bici y reclama el segundo caramelo, y los tres amigos miran sonrientes a Ringo, satisfechos del efecto de la gamberrada y esperando su aprobación.

– Sois unos malparidos -gruñe dando media vuelta y alejándose.

– ¡El malparido lo serás tú! -grita el Quique. Y en voz baja, confuso y para sí mismo-: ¿Qué mosca le habrá picado?

Ahora, frente a la placa abollada del Sagrado Corazón, acomoda el brazo en el cabestrillo y se decide finalmente a pulsar el timbre. Unos segundos de espera, el chasquido de unos pasos al otro lado y Violeta le abre la puerta despacio, con la misma lentitud suspicaz que deja entrever su mirada abatida y lánguida, con ojeras levemente moradas. Lleva liada a la cabeza, a modo de turbante, una toalla que fue azul y que luce varios desgarros, calza chancletas y viste una bata sin mangas de paño gris tan fino y raído que parece una telaraña adherida al cuerpo.

– ¿Qué quieres?

– Tu madre me espera.

– ¿Ahora?

– Sí, ahora.

La muchacha le dedica un lento parpadeo, inclina un poco la cabeza y con la mano en la nuca se toca unas mechas mojadas que asoman bajo la toalla. A él no le sorprenden en absoluto su mirada artera ni los gestos furtivos.

– ¿Qué pasa, no me crees? Tu madre dijo que viniera a las siete.

Ella acentúa la curva de la cadera al apoyarse en el quicio de la puerta y lo mira con aburrida benevolencia. Tarda un poco en decir:

– No son las siete -con una voz húmeda y casi inaudible.

Entrecerrando los ojos con parsimonia y en un tono tan desganado que apenas se la entiende, le informa que en este momento su madre atiende a la señora Elvira, la madre del carnicero, y que la pobre mujer está medio paralítica y hay que hacerle estiramientos de piernas, así que tiene para rato; que mejor vuelva dentro de media hora o tres cuartos, pero si quiere pasar al comedor y hacerle compañía al carnicero…

¿De palique con el señor Samsó? Ni hablar. Menudo pelma. Nunca ha estado en este comedor que hace de sala de espera, pero se imagina al carnicero sentado ahí, solo y aburrido, al cuidado de las muletas de su anciana madre y encantado de que alguien se siente a su lado para charlar matando la espera. Ni hablar.

– Esperaré aquí fuera.

Violeta se encoge de hombros, pero no cierra la puerta. Se queda mirándole un rato y luego, con la misma voz apagada, dice:

– Se puede arreglar. Anda, pasa.

Cansinamente abre del todo y cuando él ya está en el vestíbulo cierra de golpe, ajusta las solapas de la bata sobre el pecho y se gira despacio dándole la espalda, moviendo el cuerpo como si fuera un incordio, una pesada carga o un tedioso reclamo cuyos llamativos atributos no fueran con ella. Se adentra en el pasillo con desganados andares mientras suena un bailable en alguna radio de la casa. Las chancletas, bajo el pálido marfil de los talones desnudos, restallan en el mosaico. Y tú, quién sabe por dónde andarás, quién sabe qué aventura tendrás, qué lejos estás de mí…, dice la canción. Un piso grande y recargado con mobiliario vetusto, con un olor dulzón y agostado en la atmósfera, un pasillo sombrío que al fondo culmina en la suave explosión de luz invadiendo el comedor desde la galería trasera con cristalera de plomo y colores desvaídos. Pero Violeta no lo conduce hasta allí, sino a un cuarto pequeño cuya puerta se halla a mitad del pasillo.

Se diría el cuarto de la plancha, pero parece algo más. No hay mucho espacio para la tabla desplegada y con una pila de ropa encima, el estrecho catre de hierro arrimado a la pared y cubierto con un edredón verde, dos sillas de enea y una mesa camilla con frascos de cristal vacíos. Flota un leve aroma a almendras tostadas. No es una radio lo que emite música, sino un pequeño tocadiscos precariamente instalado sobre una silla plegable. En el catre hay cojines de varios colores, una muñeca de porcelana desnuda y sin pelo, dos revistas de cine, algunos viejos ejemplares deFlechas y Pelayos, un costurero abierto y un abanico. Clavado con chinchetas en la pared, Errol Flynn con el brazo en cabestrillo, igual que él, le sonríe solidario desde una foto de La carga de la Brigada Ligera , flanqueado por dos programas del Salón Cibeles anunciando las orquestas de Mario Visconti y de Gene Kim.

– Puedes esperar aquí -dice Violeta apagando el tocadiscos y recogiendo algunas fundas y vinilos desparramados sobre el catre.

– ¿Este es tu cuarto?-No obtiene respuesta-. Tienes un cuarto para ti sola, qué suerte. Yo duermo en el pasillo, en un catre como este. En casa sólo hay un dormitorio, somos realquilados, ¿sabes?-Silencio-. ¿Qué estabas escuchando?

– No estaba escuchando.

– Mentira. Es una canción que yo sé que te gusta mucho.

– Puedes sentarte en la cama, si quieres. Hay para rato.

– El año pasado, en la fiesta mayor, la bailaste conmigo.

Violeta se encoge de hombros.

– ¿Ah, sí? Pues yo ni me acuerdo.

– Mentira podrida. -Se deja caer sentado en el catre y al mismo tiempo lanza con rapidez la mano a la cadera, como si fuera a desenfundar-. Churro, mediamanga y mangotero. «Perfidia», niña, así se llama la canción.

Como siempre, la observa con un sentimiento contradictorio. Puesto que ella ha reparado varias veces en su brazo en cabestrillo replegado sobre el pecho, si bien con una luz fría y distante en sus profundos ojos oscuros, espera que le pregunte algo al respecto, le gustaría. Pero Violeta no habla. Permanece de pie y cruzada de brazos junto a la puerta y lo mira de soslayo de vez en cuando, desdeñosa y consciente de atraer furtivas miradas a sus piernas y al triángulo que marca la tela de la bata entre los muslos y el vientre, una confluencia de livianas arrugas abarquilladas sobre la pelvis, mientras Ringo entorna maliciosamente los ojos bajo la sombra imaginaria del sombrero, secretamente disgustado consigo mismo al no poder evitar las imágenes que suscita esta-chica-que-no-le-gusta-nada, de modo que, dejándose llevar por una reacción automática de defensa, se apresura a constatar una vez más el clamoroso desacuerdo de las formas: estas caderas cumplidas no se avienen con unas tetas tan pequeñas ni con la estrechez y fragilidad del torso de niña, pero ese desarreglo -no puede dejar de percibirlo una vez más, aunque no quiera-, esa disonancia entre lo infantil y las formas adultas a punto de ser opulentas, es justamente lo que más le atrae de la muchacha.

– ¿Y el cojo?-dice Ringo finalmente, con aire distraído-. ¿Ya no viene por aquí el cojo, ya está curado de la pierna?

– Yo qué sé.

– ¿Es verdad que se la mordieron en un partido de fútbol, y que por eso la tiene más corta, y con el pie torcido para dentro…?

– A mí qué me cuentas.

Se mira las uñas concienzudamente, como para desentenderse del asunto. Pero él necesita insistir, provocar; ha venido con muchas prevenciones, temiendo enfrentarse a la señora Mir, y ahora no quiere verse intimidado por su hija.

– Un tío raro. Pero en el bar yo me hice amigo suyo. Bueno, casi amigo. Y tu madre lo aprecia, lo sabe todo el mundo. Hasta hace poco eran más que amigos, eran como novios y todo eso… Su querido, vamos. ¿O no? ¿Tú qué dices, Violeta?

– Digo mierda.

– También dicen, y no te enfades, ¿eh?, pero dicen que tardará poco en buscarse a otro, y que eso sería lo mejor para ella… -Calla y aguarda expectante su respuesta: le gustaría que ella lo corroborara, que efectivamente su madre se buscara otro hombre-. ¿Qué opinas?

– Opino mierda. -Con mano rápida tantea la toalla azul liada a la cabeza, asegurando su estabilidad, mientras le mira fijamente. Durante un rato toquetea las mechas húmedas de la nuca, pero no parece nerviosa. Finalmente añade-: ¿Te importa mucho lo que haga o deje de hacer mi madre?

– Me importa un rábano, qué te crees. Es lo que se oye por ahí. Que si le saliera otro querido, se olvidaría deprisa y corriendo del cojo, y que sería lo mejor para ella. Seguro que sí. No lo digo yo, ¿eh?, que conste, lo oí decir en el Rosales. ¿Tú qué piensas?

Violeta lo mira ahora con expresión dolida.

– ¿Por qué me vienes a mí con esos chismes? ¿Por qué hablas de novios y queridos, y haces esas preguntas tan… no sé, tan… sucias?

– Chica, perdona, no pensé que te lo tomarías así.

– ¿Quieres callarte, por favor?-Cierra los ojos como si le picaran. Al abrirlos repara en la venda un poco desliada que cuelga por debajo del cabestrillo-. ¿Quién te ha hecho esta birria de vendaje? Vaya pingajo. Tu madre no, seguro.

– Le puse un imperdible, pero se me ha soltado…

– Me contaron lo que te pasó en el taller con la mano. Estarías embobado. Para variar.

– A lo mejor.

Cruzándose de brazos, Violeta recuesta la espalda en la puerta, levanta la rodilla para apoyar un pie desnudo en la jamba y deja que la bata se abra un poco.

– ¿Y qué vas a hacer ahora? Tendrás que aprender otro oficio.

– No lo sé. -Lo poco que deja ver la bata abierta por encima de la rodilla, un triángulo de piel morena, augura unos hermosos muslos-. Me gustaría trabajar en un circo… Podría ser mago, o ventrílocuo. Sé hacer toda clase de voces. Llevaría frac y pajarita y un sombrero de copa y haría voces de animales y de personas… Es muy fácil. Pero bueno, lo más seguro es que sea afinador de pianos.

– Ya. Afinador de pianos. Y mientras tanto, ¿qué haces? Nada, gandulear por ahí. Es una lástima, pero eso es lo que te gusta. Gandulear.

– No es verdad. Estudio música. Todavía no tengo piano, pero estudio por mi cuenta. Y además ayudo a mi madre, en la compra, y también en la cocina…

– Un chico hacendoso, ¿eh? ¿Dónde has aprendido, en los cursillos de la Sección Femenina, como yo?-Sonríe con malicia-. Eres un gandul. Qué lástima. ¿Y por qué te dicen Ringo? ¿Tu nombre no es Mingo?

– ¡No!

Negar su verdadero nombre había sido siempre algo más que un juego o una ocurrencia divertida. Si ella no fuera una chica tan rara, y casi dos años mayor que él, se lo explicaría gustosamente. Mi nombre es Domingo, muñeca, pero de pequeño me quitaron el do, la primera nota de la escala musical, y se quedó en Mingo, que no me gusta nada. Nombre mutilado, como mi dedo. Me quitaron la nota musical, pero yo cambié una letra, una sola, y desde entonces hay que buscarme por las praderas de Arizona, lejos de este cochino barrio…

– Suena lo mismo, pero no es lo mismo -dice, y su mirada oscila entre la descarada rodilla y el sombrajo en torno a los ojos insolentes de la muchacha, formas dispares que el deseo reconcilia. Se demora en los ojos por gentileza, pero no por mucho rato.

– Es una lástima -opina Violeta.

– ¿Por qué una lástima?

– Porque le gustas bastante a una chica que conozco. Bastante.

– ¿Ah sí? ¿Quién es?

Violeta calla y sostiene su mirada hasta obligarle a bajar los ojos, que recuperan la rodilla y lo demás decididamente, sin disimulo y sin poderlo remediar: está seguro que le sobra energía para lograr cualquier objetivo que se proponga en la vida, incluido el de convertirse en un gran pianista con sólo nueve dedos, pero en este momento se ve incapaz de una cosa tan sencilla como apartar los ojos de ese muslo alzado y del pliegue de la bata en la ingle.

– No soy ningún zángano -dice-. Me están buscando trabajo, ¿sabes? Podría ser en una casa importante de pianos… -Señala la foto de Errol Flynn-. Mira, lleva el brazo como yo, y el pañuelo es muy parecido… ¡Por el Valle de la Muerte cabalgaron los seiscientos! ¿Te acuerdas, has visto la peli?

Violeta ha girado la cabeza ofreciendo la oreja derecha para oír mejor, y de pronto Ringo recuerda que el año pasado, bailando con la chica en la calle, la misma noche que ella sería proclamada Pubilla de la fiesta mayor, cada vez que se le ocurría decirle algo, esa pequeña y perfumada oreja acudía inmediatamente a sus labios. Al principio pensó que simulaba oír mal para arrimarse un poco más, hasta que advirtió que realmente era dura de oído, y entonces fue él quien se aprovechó: cada dos por tres le hablaba en voz baja, propiciando la proximidad de la oreja y pillando de vez en cuando el lóbulo con los labios; y acto seguido, ella, con una prontitud y generosidad desconcertantes, le entregaba el vientre y los muslos. Y fue bailandoPerfidia en lo más alto y oscuro de la calle, bajo el techo de tiras de papelitos de colores con sus flecos y su rumor de hojas movidas por la brisa, cuando él respondió a los furtivos frotamientos con la primera erección de la noche. Y ella tenía que acordarse, seguro, aunque ahora simulara interés por otras cosas:

– ¿Cómo tienes la herida? ¿Te duele?

– Pues sí, a veces… ¿Pero de verdad te importa eso?

Cierra el puño y entorna los ojos, convocando una punzada en el dedo fantasmal. Con la boca entreabierta, como si respirara mal, Violeta le observa con una sonrisa displicente.

– ¿Me la dejas ver?

– ¿Para qué?-Los ojos asilvestrados de Ringo recelando bajo el ala ladeada del sombrero, la mano izquierda rondando la culata del revólver en la cadera-. ¿Por qué quieres mirar ahí, Frenchi?

– Porque entiendo un poco. Bobo. Estoy haciendo un curso de enfermera en la Escuela de Santa Madrona, en la calle Escorial. -Se le queda mirando-. ¿Y cómo me has llamado…?

– Qué más da, es un nombre que me gusta. ¿Y ya sabes poner inyecciones? ¿Y sabes curar con las manos, como tu madre?

– No señor. Quiero ser enfermera de verdad. Llevo un mes de prácticas con las monjas de la Clínica del Remedio. ¿No te habías enterado? Bueno, ¿qué? ¿Me la dejas ver, si o no?

Ringo sigue sentado en la cama, la mano vendada y yerta sobre el muslo. Sonríe, deslía la venda y enseña el dedo que no tiene.

– Mírala. ¿Te gusta?

Violeta se agacha, mira con atención y se encoge de hombros.

– Ni fu ni fa. Una herida bastante fea.

– Es que aún no está curada. Acércate más y fíjate bien.

Obedece para ver más de cerca el centro replegado del muñón, la pequeña y lívida cicatriz en forma de estrellita rodeada de bultitos, y al hacerlo apoya distraídamente la mano en la rodilla de Ringo. Él mira las uñas pintadas del color de la plata oxidada en la mano cálida y sosegada, repentinamente adulta, posada en su rodilla.

– Es que aún me duele, ¿sabes?-añade-. Y noto sensaciones raras. A veces me pongo a hurgar la nariz con este dedo que ya no tengo, o me rasco la oreja…

– ¡Hala, qué embustero!

– Bah, no mereces que te lo cuente. -Mientras ciñe nuevamente el vendaje en la mano, con poca maña y esperando inútilmente que Violeta se ofrezca a hacerlo, un imaginario tirón muscular en el brazo pone en su boca un falso rictus de dolor-. No es nada. Molestias en el hombro, seguramente un esguince… La mala suerte que me persigue. Y para colmo, el otro día mi madre y la tuya se encuentran casualmente delante de la clínica y no se les ocurre otra cosa que ponerse a hablar de mi dolor de espalda. ¿Y qué deciden? ¡Que necesito unas friegas! He venido por eso, sólo por eso, no vayas a pensar que he venido por otra cosa…

– Ya.

– Sí, algún sortilegio maligno me ha traído hasta aquí.

– Qué cosas dices, qué presumido eres.

– Ni siquiera pensaba encontrarte en casa. Sé que en la papelería donde trabajas no cierran hasta las ocho.

– Algunas tardes no voy, ya te he dicho que hago unos cursillos. Bueno, le diré a mamá que estás aquí.

Sale dejando la puerta entornada y enseguida llega del lado de la galería la rocosa voz de su madre, sofocada esta vez, como si hablara desde el fondo de una cueva:

El chico que espere -y casi sin transición, furiosa: ¡¿Quieres quitarte esta toalla de la cabeza, hija, quieres hacerme el puñetero favor de tirarla a la basura?! ¡¿No ves que ya no vale para nada?! ¡¿Cuántas veces he de decírtelo?! ¡No quiero verla en mi casa nunca jamás! ¡Estoy más que harta de tus impertinencias! ¡Te la quitas ahora mismo o te doy una bofetada…! ¡Y ponle otro cojín aquí a la señora Elvira!

Y enseguida, con la voz melosa:

Ay, señora Elvira, perdone. Pero le he cogido manía a esta vieja toalla. Tanta manía le tengo, que si no fuera porque no quiero ni tocarla, yo misma la habría hecho trizas con estas manos.

Son cosas de la edad, Vicky. Yo le he cogido manía a los canelones, mira. ¡Con lo que me gustaban!

Era de su padre, siempre usaba esta toalla -dice la señora Mir, y seguidamente recupera el tono severo: ¡Violeta, ¿cuánto hace que no has ido a Badalona a ver a tu abuela Aurora?! ¡¿Y a tu padre, has ido a ver a tu padre?!

No he tenido tiempo, mamá. Y me duele la cabeza.

¡Pamplinas, te duele! Y el melón ya estará para tirar…

Mañana iré.

Mañana dirás lo mismo.

¡Pero si ya no me conoce, mamá! Se pasa el día haciendo ganchillo, y ya no quiere melones ni chocolate, ahora pide madejas de lana…

¡Da lo mismo, quiero que vayas a verle una vez a la semana! ¿Qué le parece a usted, señora Elvira? ¿Es pedirle demasiado a una hija que vaya a visitar a su padre enfermo una vez a la semana por lo menos? A mí ya no me conoce, el pobre…

El golpe de una puerta al cerrarse apaga la enojosa voz. Se recuesta en la silla y deja vagar la mirada por el pequeño cuarto. En la pared del fondo hay tres estanterías de madera de pino sin pintar conteniendo más frascos y cajas de hojalata, algunas piedras oscuras de superficie muy lisa y pulida y manojos de hierbas secas y tallos agrupados por tamaño y atados con cintas azules y rojas y especial esmero en los lazos, una gentileza que trasciende lo estrictamente laboral y tiene que ver con el deseo de alegrarle la vista a quien los mira. Cada uno de esos ramilletes lleva un papelito con un nombre escrito a mano con tinta verde y una caligrafía primorosa. Orégano, lavanda, saúco, té de roca, camomila, belladona, ginesta, eucalipto, tomillo, hojas de olivo, regaliz. Colgada en la pared también hay una fotografía enmarcada de Violeta en el baile de la fiesta mayor, posando muy seria junto a su padre sobre el tablado de la orquesta segundos antes de echarse a llorar. Va a cumplir dieciséis años y todavía lleva coletas y calcetines blancos. No es muy agraciada, luce un vestido blanco de falda vaporosa y la banda azul de Pubilla de las Fiestas, y sostiene un ramo de rosas blancas. Intenta sonreír y sólo consigue una mueca. Se ha interrumpido la música, acaban de ponerle una corona plateada en la cabeza y la han proclamado Pubilla, y hay una gran expectación en torno al tablado, parejas que permanecen enlazadas a la espera de que se reanude el baile y vecinos que miran desde los balcones, todos dedicándole de repente una sonora pitada, y el espanto y la tristeza en la cara de Violeta, que ya no recoge la foto, y recuerda que él y Roger, camuflados en alguna parte entre el personal, también silbaron con ganas, también se apuntaron al repudio general, porque la elegida no es, ni de lejos, la muchacha más bonita del barrio. Todo el mundo piensa que otras concursantes, más guapas y también más populares y simpáticas, merecían el título y la corona antes que ella, saben que ha sido elegida Pubilla gracias a los chanchullos de su padre, alcalde del barrio y presidente de la junta de festejos. Un tipo fardón, engreído, colérico. En medio del abucheo y los silbidos de la gente, Violeta salta del tablado llorando, escondiendo la cara en el ramo de rosas y con una nube de confeti revoloteando en torno a ella, y corre a refugiarse en la oscuridad del portal de su casa.

Alguna puerta abierta permite que llegue nuevamente la voz pedregosa:

¿… y ahora duerme bien, por lo menos? ¡¿No me oyes?! Te pregunto si tu padre por fin duerme bien… ¡¿Me oyes, Violeta?!

Dice que cada día se despierta cansado y con las uñas sucias.

¿Las uñas sucias?

Dice que cada noche se las limpia antes de acostarse, pero que siempre se despierta con las uñas sucias, y que no puede soportarlo… Eso dice.

¡Pues ya sabes! ¡A limpiarle las uñas, hija! Ahora vete a la cocina y pon los eucaliptos a hervir. ¡Y deshazte de ese pingajo de toalla si no quieres que haga una barbaridad peor que la de tu padre…!

¡Uffff…! ¿Y de quién sería la culpa si lo haces, mamá, de quién?

¡Que te vayas he dicho! ¡Descarada! ¡Y ponte a limpiar los estantes y me haces una lista de lo que falta!

Poco después, el tono se vuelve taimado y lastimero, desprovisto de crispación. Pero aun así, él siempre percibe en esa voz honda y carrasposa, casi viril, tan chocante en una gordita casquivana y sandunguera como la señora Mir, una vibración malsana, una fibra perversa:

… y era una pistola que se trajo de allá, señora Elvira, de aquellas lejanas tierras dejadas de la mano de Dios. El médico dijo que le sacó la bala de la cabeza limpiamente… ¡Pamplinas! Siempre he creído que la puñetera bala sigue clavada en su mollera, y allí da vueltas y más vueltas y no le deja dormir. ¡Prusia es culpable!, dicen que grita por las noches. El pobre ya no sabe lo que dice, porque no estuvo en Prusia, sino en Rusia. No, yo juraría que la bala no se la sacaron…

Pero mujer, no seas burra. Si no se la sacan ya estaría muerto.

¡Me he equivocado tantas veces en esta vida, señora Elvira! Que Dios me perdone, pero a veces pienso que habría sido mejor que Ramón se muriera allí mismo, frente a la iglesia… El hombre que está en el sanatorio no es mi marido. Ya no lo era los últimos días que vivió en esta casa.

Y como si la hubiese oído y quisiera decir algo al respecto, el señor Mir emerge repentinamente en medio de las sombras del pasillo con el dedo en alto, como reclamando atención para decir algo importante, y avanza tembloroso y en calzoncillos hacia las dos mujeres cojeando lo mismo que el señor Alonso, con un vendaje sanguinolento en la cabeza, el pistolón en la mano y los anteojos de campaña colgados sobre el pecho… Así es como se lo figura Ringo matando la espera sentado en el catre y con el oído atento. Luego fija la vista en un frasco grande lleno de eucaliptos y sabe que son de un árbol del parque Güell; aún ve a la señora Mir cogerlos de las ramas bajas, morcillones brazos desnudos en alto y rodeada de hojas como puñales curvos, cuando vuelven las voces desde la galería:

… y es que tengo las venas muy feas, Vicky. Y no sé qué hacer, no me atrevo ni a mirarme las piernas. Ni con medias elásticas, ni de nylon, ni con muletas ni sin muletas…

Lo que tiene usted, señora Elvira, son varices y pequeñas arañas vasculares, nada grave. Le daré una pomada. Si hubiera usted visto la pierna del señor Alonso la primera vez que vino, y sobre todo su pie…

Qué extraño que este hombre, con su cojera, no usara bastón, ¿verdad?

No lo necesita. Es una cojera muy leve, y además, le favorece mucho. Es como muy elegante, ¿no le parece? No, no me lo parece.

Como es tan esbelto y guapo, y con su buen gusto por la ropa y su airosa melena blanca…

¡Mira que llegas a ser cándida, Vicky! ¡Mira que llegas a decir tonterías! Todo eso no te ha traído más que disgustos. ¿Cómo has permitido que tantos hombres te amarguen la vida?

Ay, señora Elvira, qué quiere que le haga. Mire, yo he sido siempre una mujer apasionada. Sin un poco de cariño extra no se puede vivir, ¿no cree?

– Diez minutos más y pasas tú -anuncia Violeta entrando con los ojos bajos, el pelo suelto y la toalla en las manos, doblándola con parsimonia. Cuando termina de hacerlo, se agacha a los pies del catre, y, en cuclillas, durante unos segundos, demorándose ensimismada en un gesto que más parece una caricia, desliza la mano de uñas lívidas por la superficie azul y deshilachada de la toalla perfectamente doblada antes de meterla debajo del colchón y sentarse encima. Del bolsillo de la bata saca un cepillo y, con una leve sonrisa enigmática en los labios, empieza a pasarlo frenéticamente por el pelo enmarañado y húmedo.

– ¿No acaban de decirte que tires esa toalla a la basura? ¿Por qué no obedeces a tu madre?-inquiere Ringo en tono de chunga, aunque se le cuela una observación no prevista-: Todos tenemos algo que esconder, a que sí.

– Yo no escondo nada que no sea mío.

– ¿Quieres saber una cosa? Un día yo volvía a casa, de noche, y estaba lloviendo a base de bien, con rayos y truenos, y entonces vi una cloaca que se tragaba un pájaro muerto…

– Y qué.

– Nada. Cosas mías. Caca de la vaca.

– Hablas por hablar. Estás un poco lelo, niño.

– Y tú qué. ¿Guardas más secretos debajo del colchón? ¿Un pintalabios? ¿Una foto delColetes…?

Se muerde otra vez la lengua, aunque ella parece no haberle oído. Recuerda que el año pasado Violeta anduvo medio enamoriscada de un chaval de la calle Legalidad que le decían, nunca supo por qué, elColetes. Después de pegarse el lote con ella durante casi dos meses, el Coletes la dejó plantada. Con ella, según el Quique, que alguna vez vio a la pareja dándose el lote en un callejón oscuro, el chaval lo había hecho todo menos metérsela. Ahora Violeta ni siquiera ha pestañeado al oír su nombre, y él se queda mirando los estantes con hierbas y frascos, simulando un repentino interés:

– Óndima, mira esto. ¿Qué son estas piedras, para qué sirven?

– Piedras calientes. Mamá te pondrá alguna sobre la espalda, y no veas lo que te espera. Porque queman, ¿sabes, listo?

– Ya. Que me lo voy a creer. Piedras como estas, en la Montaña Pelada las hay a montones… Y aquí me parece que hay mucho cuento. La señora Paquita cree que tu madre ya no prepara las hierbas con aceite, que ella dice que sí pero es mentira, porque el aceite de oliva es muy caro, y que ahora estos mejunjes los hace con Dios sabe qué.

– Sí, vete a saber. Con rabos de cabrito, a lo mejor. Listo. Más que listo.

Tira el cepillo sobre la cama y se levanta, saca del bolsillo de la bata un pequeño bloc y un trozo de lápiz y anota algo observando los frascos de cristal en los estantes. El lápiz tiene mina de tinta, y al chuparlo, antes de cada anotación, le deja los labios morados. Ringo la observa en silencio. Enseguida termina y vuelve a sentarse en al catre para seguir cepillando su melena con mano furiosa y los labios morados y entreabiertos. Se incorpora de pronto al oír la llamada de su hijo hasta la puerta del piso. ¡Violeta! Esta hija mía nunca está cuando la necesito. Las pacientes recomendaciones a la anciana se mezclan con el toc-toc de las muletas y un comentario del carnicero sobre el calzado inadecuado de su madre. Se oye la puerta al cerrarse, y otra que se abre y se

– La tortura te espera en el dispensario, niño -dice Violeta-. Ya puedes ir.

– ¿Adónde?

– A la galería. Siéntate allí y espera.

– ¿Y tu madre?

– Irá enseguida. -Abre la puerta y se aparta para dejarle pasar, los ojos bajos y arqueando la cadera-. Ya puedes irte.

– ¿Vienes conmigo?

Violeta niega con la cabeza y regresa al catre despacio, erguida sobre las nalgas desafiantes y agitando su melena rojiza con la mano. Con aire aburrido explica que su trabajo está en la cocina, ocupada en mezclar hierbas, machacarlas en el mortero y hervirlas a fuego lento. Prepara guindillas para la tintura, pela patatas y boniatos, tritura semillas, limpia lentejas.

– También hago mermeladas. ¿Te gusta la mermelada de moras?

– No. Acompáñame, por favor.

La muchacha lo mira con una vaga sonrisa y calla. Se ha sentado otra vez en la esquina del catre donde esconde la toalla, y sigue cepillando su melena con energía, dejando al descubierto la pelambrera de la axila. Parece una flor negra, o un erizo cobijado allí. Y no es bonita, constata una vez más, no lo es. Entonces ¿por qué el más trivial de sus gestos resulta atrayente? ¿Qué hay debajo de la mansedumbre de los párpados, por qué son tan embarazosos sus silencios y su mirada?

Ajena ahora a cualquier cosa que no tenga que ver con el cuidado de sus cabellos, Violeta baja los ojos y comienza a canturrear:El mar, espejo de mi corazón…, mientras él revive el abucheo del vecindario en la noche de fiesta mayor y la ve correr huyendo de la nube de confeti que revolotea en torno a su cabeza.

Había pensado que sería en un ámbito más o menos privado, a resguardo de miradas indiscretas, y no en ese extremo luminoso de la galería, detrás de unos cristales de colores, alguno roto, y con vistas a la trasera de otros edificios, todos ellos mostrando parecidas galerías herrumbrosas de cristales también rotos y persianas carcomidas. Llega desde alguna de aquellas galerías traseras machacadas por el sol de mediodía el cacareo de gallinas domésticas. Una camilla con ruedas, como las que había visto en los pasillos de la Clínica Nuestra Señora del Remedio, un armario blanco y estantes de madera sin pintar conteniendo toallas, almohadillas, cuencos de barro y frascos con pomadas y ungüentos, y un perchero con una bata blanca y al lado una silla de enea bastante maltrecha en la que lleva sentado varios minutos envuelto en un suave olor a cuero recalentado y a hierbas tratadas con alcohol, y oyendo discutir a la señora Mir con su hija en alguna parte del piso. Después se oye otro portazo.

– Así que ya tenemos aquí a este chico tan formalito y bien educado, y tan mimado por su madre -entona la señora Mir segundos antes de aparecer en la galería enfundada en la bata blanca, con sus zapatillas con borla color de rosa y el pelo rubio recogido en un moño alborotado. Lleva las pestañas saturadas de rímel azul y los labios de piñón sin pintar, pálidos y bulbosos, extrañamente juveniles y con un resto de carmín corrido en la comisura de la boca, que da a su sonrisa un toque de fatiga-. A ver qué te pasa, a ver.

– Hola, señora Mir.

– Tienes a tu madre muy enfadada, ¿sabes? Pero bueno, primero nos ocuparemos de ese cabestrillo. No queremos ya ni verlo. Fuera, ¿de acuerdo?

– No sé, yo creo que me ayuda…

– De eso nada, cariño. Guarda el pañuelo en el bolsillo y quítate la chaqueta, la camisa y las sandalias. Déjame ver esa mano. -Se la coge, le quita el vendaje de forma brusca y expeditiva y examina la cicatriz-. Tranquilo. Le pondremos un poco de aceite de semillas de maíz y tendrá mejor aspecto. ¡Mira que arruinar un pañuelo tan bonito para hacer un cabestrillo! ¿Y para qué? Crees que así el brazo estará quieto y más descansado, ¿verdad? Pues no, porque el brazo va bajando sin darse uno cuenta, se va descolgando y se vuelve perezoso, y al final se produce una contractura. Siéntate aquí, en la camilla. Eso es. A ver, levanta el brazo derecho tú solito, poco a poco… No, así no -se le escapa una risita ronca-, como el saludo de mi Ramón no, hijo, de eso ya hemos tenido bastante en esta casa. El brazo recto para arriba, como si levantaras algo a pulso, y dime si al subirlo te duele aquí, en el hombro. ¿Te duele?

– No.

– Ahora haz lo mismo, pero con el pico del codo hacia arriba, manteniendo la mano abajo… Eso es. ¿Qué tal?

– Así me duele.

– Ah, pues ahí tenemos otro problema. Desabróchate el cinturón y ponte bocabajo. La barbilla sobre el cojín, los brazos estirados en los costados. Así.

La almohadilla le reserva un tufo rancio de aromas trabados y agostados. De bruces sobre la camilla, sus ojos descubren un fino jarrón de cristal casi oculto detrás de la bata colgada en el perchero, con una esbelta rosa azul entre un manojo de espliego. Demasiado esbelta, demasiado perfecta y demasiado azul para no ser de papel. ¡La rosa azul del olvido en casa de la señora Mir! Y no son precisamente fragancias de rosa lo que ahora capta su nariz, sino un intenso olor a alcohol alcanforado. Poco a poco, el aire arcano de la galería comienza a destilar sustancias más densas y turbadoras, más afines a los secretos del sexo adulto que a las hierbas aromáticas y a los aceites y mixturas. Puede ver de reojo las manos pequeñas y regordetas de la sanadora lubricándose con el contenido amarillento de un bote de cristal, y enseguida, por un breve instante, las ve acercarse colgando junto a sus caderas con los dedos agarrotados como los de un águila perdicera. Para atenuar los malos presagios cierra los ojos y se entretiene repasando someramente su particular colección de risibles estampas de la rechoncha señora revolcándose por ahí con el cojo… ¿Dónde se lo harían, aquí mismo, en esta camilla? ¿En el suelo y con mucha prisa y mucha risa, con sofocados arrumacos y gritando, ella encima y él debajo, sí? No te lo pierdas, chaval. Se desnuda y le dedica a su hombre una sonrisa meliflua. Se arrodilla complaciente y levanta el culo. Rollitos de carne en los muslos y bulbosas nalgas sonrosadas. ¿Pero dónde, en el cuarto de Violeta, o en la mismísima cama de matrimonio, con la foto del delegado local y ex divisionario mirándoles sonriente desde la mesita de noche? La boca despintada y besucona cuelga ahora a menos de un palmo sobre su espalda indefensa, y nota su aliento.

– Aflójate el cinturón, cariño -ordena la señora Mir, y él nota los dedos viscosos tanteando los tendones alrededor del cuello-. Estás tenso, criatura. Relájate o me enfadaré. -Un cachete en el trasero y entona-: ¡Cura sana, culito de rana! Cuando eras pequeño y te ponían una inyección te decían eso, a que sí. Pues no tengas miedo, que Vicky tampoco te hará daño.

– No tengo miedo.

En todo caso no es por supuesto el miedo o la prevención que se imagina esta romántica irremediable y cursi, eternamente apresada en su propia telaraña sentimental; es algo muy difuso que hurga en la conciencia, un resquemor, una melancolía intermitente y machacona. Bajo la presión incesante de los perfumados dedos, ahora tan incisivos, tan sorprendentemente fuertes, él mismo quiere y no quiere sentirse culpable. Le tienta la idea de que una situación tan fastidiosa, verse de repente a merced de estas manos y estos potingues, no sea sino la respuesta a su desidia de la otra tarde escondido tras la esquina, y, sobre todo, un merecido castigo por su irresponsable y delirante fantasmada bajo la lluvia… No ha podido librarse de esa prevención al tumbarse en la camilla, un cierto temor a las palabras que inevitablemente tendrá que escuchar y que atender, algo parecido a lo que siente cuando sentado en la barbería le cortan el pelo: no hay manera de librarse de la consabida charla con el barbero, que suele ser una mortecina nadería y una lata. Aquí podría ser algo mucho peor. Aunque cree que ella sabe, o debería saber, que un chico de poco más de quince añitos es un receptor inadecuado para las confidencias de una señora de más de cuarenta, no puede dejar de pensar lo poco que siempre le importó a esta mujer escandalizar a grandes y a chicos en el vecindario, convirtiendo sus ridículos amoríos en descacharrante materia de conversación. Variaciones chistosas, bastante ordinarias y gorrinas la mayoría de las veces, de una misma historia. Eso que ella llama «un poco de cariño extra» podría ser la expresión de su actual desasosiego ante la tan esperada carta y la reconciliación pendiente con el último hombre que ha salido de su vida por piernas, de modo que prepárate para decir mentiras, chaval; o, si lo prefieres, a no decir la verdad.

– Si te hago daño, dímelo.

– No, no…

Siente las viscosas manos presionando insistentemente. Desde la rabadilla avanzan tanteando la espina dorsal, deteniéndose y aplastando cada vértebra, y de pronto aceleran el paso y la presión hasta alcanzar la nuca y entretenerse en ella, para luego volver a la rabadilla y hundir allí los dedos en la parte superior de las nalgas.

– A que da un gustito. Ahora ponte de lado. Sobre el costado izquierdo.

Amplias y rollizas muñecas de pepona, manos pequeñas y regordetas que no alcanzan una octava -lo sabe con solamente sentirlas abiertas sobre su espalda-, dedos bulbosos que liberan una fuerza insospechada y que durante un rato parecen empeñados en deshacer o desplazar su omoplato derecho, removiéndolo bajo la piel. Enseguida le ordena ponerse otra vez bocabajo, y ahora las manos aceitadas recorren suavemente la espalda partiendo del espinazo hacia los flancos y de la nuca hasta casi las nalgas, presionando con los pulgares como si porfiaran por abrir la carne. Los dedos, como tenazas de acero, amasan los nudos y tendones en torno al cuello. A ratos siente los labios regordetes pegados a la nuca, su aliento cálido y abrupto.

– ¿Te duele aquí?

– No, no…

– ¿Y aquí, en este hombro?

– Un poco…

Una tanda de rápidos pellizcos, como si una araña se paseara por su piel, y el aire impregnado de un nuevo olor, esta vez a almendras tostadas. Recuerda a su madre comentando que la señora Mir creía sinceramente en el tratamiento emocional de la musculatura, y que por ello aplicaba normas muy personales en su trabajo, como por ejemplo sonreír todo el tiempo mientras frota la zona más dolorida. ¿Que por qué lo hace?, pues porque la buena mujer está convencida de que esa sonrisa, una sonrisa de cortesía, aunque tú no la veas tumbado bocabajo, tiene efectos benéficos que se transmiten a tu cuerpo a través de sus manos… ¡Hostia con los mágicos poderes de la señora!, diría el Matarratas en alguna ocasión. En todo caso, hasta ahora nada especial le han transmitido las manos. Los dedos se aplican cada vez con más fuerza, sobre todo el pulgar, pero el ritmo lento, sosegado, propicia un silencio expectante, la antesala de lo que él viene temiendo desde un principio: la charleta, el parloteo. Están a punto de cumplirse los peores augurios.

– Este chico amigo tuyo, ¿cómo se llama?, ese que juega al dominó con los viejos en el Rosales, bajito él y cabezón, sí, hombre, uno de esos que van al parque Güell a espiar a las parejas de novios, a escondidas… La verdad es que me dan pena los mirones, mucha pena. Bueno, pues ese chico dijo haber visto casualmente al señor Alonso no hace mucho, en un jardín… ¿Tú sabes algo de eso, hijo? ¿No? ¿No le oíste decirlo? Pues el domingo pasado ese infeliz lo comentó en el bar, dijo que vio al señor Alonso con una manguera, regando un jardín. Parece que todos se rieron mucho, como si fuera un chiste. Claro, la manguera en la mano… La Paqui, que lo oyó, le preguntó dónde y cuándo lo había visto, y dice que el chico se azoró y se hizo el distraído, primero dijo que no se acordaba, y después que era broma… A mí, si quieres que te diga la verdad, siempre me ha parecido muy atolondrado ese chico, además de cochino. Por eso prefiero hablar contigo. Tú eres un muchacho formal y responsable. ¿Puedo preguntarte, sólo por curiosidad, si has oído algo de eso, si te lo han contado…? ¿No? ¿Crees que ese chico se lo ha inventado? Tú conocías al señor Abel Alonso, ¿verdad?, lo habrás visto muchas veces en el bar, seguro… ¿Sabes que te apreciaba?-Las manos taimadas siguen haciendo su trabajo con una cadencia calculada, que acompaña la voz. A ratos siente la boca de gruesos labios rozando su espalda-. Se había fijado en ti, le caías bien, le gustabas. ¿Sabes qué me dijo un día? Pues me dijo: este chico llegará lejos. De veras me lo dijo. Tenía mucho ojo para ciertas cosas, el muy sinvergüenza… Vaya si tenía ojo…

Daría cualquier cosa por no tener que seguir oyendo y aplasta la oreja derecha en el cojín durante un rato, luego la oreja izquierda, alternando el ojo en la visión parcial de la mujer volcada sobre él, su cara redonda y reluciente de sudor con los rizos pegados a la frente, la piel fruncida asomando en el escote y el bailoteo de los pechos a los embates de las manos. Los poderosos pulgares siguen hurgando en la honda indefensión del espinazo cuando nota el impacto de algunas gotas de sudor sobre la espalda; son gotas gruesas y cálidas, caen espaciadas y puntuales, y con cada una se le contrae el vientre.

– ¡¿Y eso qué ha sido, cariño?! -exclama la señora Mir con su risa gutural y carnosa-. ¡¿Se te ha escapado un pedito?! Bueno, no pasa nada, ¿eh?, no tienes por qué avergonzarte ni ponerte colorado por eso… A mí se me escapó uno el otro día en el bar, bien es verdad que era tan pequeñito que casi no se oyó. Pero hablemos de cositas más elevadas, ¿no te parece…? Me dijo tu madre que ya no volverás a la joyería. Vaya, vaya. ¿Y qué dice tu padre? Hay que ver, el Pep siempre por ahí, con su brigada, tu madre afanándose día y noche en la Residencia o en la clínica, y tú siempre solo… Un chico de tu edad, tantas horas en la taberna, y siempre solo, eso no puede ser bueno, cariño. Por mucho que te guste leer y todo eso. Deberías estar más en casa, criatura, y que tu padre se ocupara más de ti.

– En casa no hay nadie -gruñe amorrado a la almohadilla-. Mi padre nunca está en casa.

– Por tu modo de hablar, se diría que no le tienes a tu padre el debido respeto… Sí, es un tarambana y un hereje, ya lo sabemos. A tu madre le habrá hecho las mil y una, pobre mujer, y encima va por ahí presumiendo de rojo y blasfemo… Todo el mundo le tiene por un carota, pero, ¿sabes cómo lo veo yo? Pues yo a tu padre lo veo como una castaña pilonga. ¿Te has fijado cómo es la cáscara de la castaña por dentro? Seguro que sí. Tiene una pelusilla suave, como esos estuches para sortijas. Tú haces joyas y sabes qué es eso. Bueno, pues tu padre es como la cáscara de la castaña, caradura por fuera y por dentro suave como el terciopelo… Sí, has oído bien. Y gracias a él tengo noticias de mi pobre hermano, que Dios guarde, el pobre tuvo que irse al exilio. Mira, te voy a contar algo que muy pocas personas saben. ¿Te acuerdas de cuando mi Ramón empezó a perder la memoria, después que lo operaron, y que a veces se extraviaba yendo por la calle y no sabía volver a casa? Pues una noche que salía del Rosales, ya muy tarde, se cayó de morros en la acera y empezó a sangrar. Llevaba una buena cogorza encima. ¿Sabes quién lo vio y se acercó a levantarlo? ¡El parrandero de tu padre! No sé volver a casa y no tengo a dónde ir, dicen que le dijo mi marido, déjame aquí, y el coñón del Pep va y le dice: claro que tienes a dónde ir, alcalde, ¡al infierno!, y lo levantó. Se burlaba, sí, pero lo levantó y lo acompañó a casa. ¿A que no lo sabías? Pues ya ves, hay personas amables y generosas que no lo parecen, y mira, me acuerdo ahora del señor Alonso, que también él… Bueno, qué, ¿no dices nada?

Asiente, hundiendo la cara en el cojín todo lo que puede, sofocando la voz:

– Estoy… Estoy emocionado, señora Mir.

– ¿Lo ves, criatura?-Cabecea complacida y entona-: ¡Mecachis en la mar salada!, me parece a mí que tu madre tiene razón, que lo único que te gusta es estudiar para músico y presumir con este cabestrillo… ¿Nunca vas a bailar? A ver, ¿me dejas que te diga una cosa, cariño? Pero es un secreto ¿eh?, tienes que jurarme que no se lo dirás a Violeta. Porque a ella le gustas un poco… Sí, no te extrañe que lo sepa, las madres sabemos estas cosas. No está bien que yo lo diga, pero ¿no te parece una chica dulce y cariñosa con todo el mundo? Si vieras el respeto que le guarda a su pobre padre. Pero no tiene suerte con los novios. -Una pausa, se unta nuevamente los dedos en el bote de cristal y reanuda las fricciones con suavidad-. ¿Nunca vas a bailar al Verdi, o a la Cooperativa La Lealtad? Tus amigos sí van, no faltan ningún domingo, y si vieras cómo rondan a mi Violeta… Pero últimamente ella prefiere La Lealtad. A ti no te vemos nunca por allí. ¿Cómo es eso, cariño?

– Es que a mí no me gusta bailar…

– ¡Pamplinas! -Le atiza otra palmada en el trasero-. No me vengas con mentirijillas, ¿eh? En las fiestas de la calle, el año pasado, bailaste con Violeta, y por cierto me pareció veros a los dos bastante… Ya me entiendes.

– Es que bailo muy mal -consigue farfullar con la voz ahogada.

– Si no lo digo como reproche, que conste. Que un hombre no sepa bailar, a las mujeres no nos importa mucho, ¿sabes? Lo que de verdad valoramos es un compañero formal y cariñoso. Pero a veces una lo tiene tan cerca que no lo ve… ¿Por qué digo eso? Pues porque una chica dulce y romántica ha de reconocer en el acto al joven atento y discreto que ha estado esperando desde siempre. Y mi Violeta es esa clase de chica. Mira, en La Lealtad tiene que espantar a los moscones todo el rato, ya me entiendes, aburrida de tanto decir que no, con este no bailo, mamá, y con este tampoco, vaya una lapa. Y es que se arriman groseramente, ya me entiendes… Resultado: se pasa la tarde sentada, la pobre. Como si todos le hubieran cogido manía. A ti te haría caso, lo sé… Venga, hombre, tienes que prometerme que un domingo vendrás al baile. Como un favor especial, a ver si así la animamos un poco. ¿Me lo prometes? Bájate un poco más el pantalón o te lo voy a ensuciar… ¿No me oyes?

– Sí, señora -dice aplastando todavía más la boca en el cojín.

– ¡Pero de verdad, ¿eh?! ¡Tienes que prometerlo de verdad!

– Bueno, sí. Lo… prometo.

¿Por qué lo has hecho, panoli? Dentro de poco te dirá que te bajes los pantalones y los calzoncillos del todo, empezará a deslizar las garras vengativas hasta el mismísimo ojete y te clavará las uñas de bruja. Sin defensas para el oído, lo único que puede hacer es persistir tenazmente en ese aplastamiento de boca y nariz y ojos contra la almohadilla donde se mezclan olores rancios con ráfagas de mala conciencia, mientras recibe en la espalda una tanda de golpes con el canto de las manos que se alternan velozmente y con una precisión asombrosa, un golpeteo cálido y relajante, arriba y abajo desde la nuca hasta casi las nalgas. Y una nueva y repentina efusión de sudor cayendo desde su cara de luna, gotas gruesas y calientes que puntual y rápidamente las manos aplastan y mezclan sobre la piel.

– ¡Con lo bonito que es enamorarte de joven! -opina la señora Mir con la voz algo quebrada-. Te veo a veces en el bar, siempre solito, y francamente, me impresiona muchísimo esta afición tuya por los libros… Es algo muy bonito, de verdad. Sentado allí toda la tarde, sin levantar la vista y pasando página tras página, ¡qué mérito tiene eso! ¡Qué bonita esta afición en un chico tan joven, ¿verdad?! Yo me compré una novela de Vargas Vila que se llama…Aura o las violetas, no sé si la conoces, es una novela muy fuerte, muy dramática, la compré para Violeta por el título, pero aún no se la he dejado leer, es demasiado joven. -Nuevo suspiro, a saber, piensa él, si debido al esfuerzo continuado de sus taimadas manos o a otra cosa-. Y antes de que se me olvide, sólo por curiosidad… ¿Has oído de alguien que por un casual se lo haya encontrado últimamente por ahí, por el Carmelo o por el Guinardó…? Al señor Alonso, me refiero. A lo mejor, querido niño, si tú acertaras, y no digo que te obligues a ello, desde luego, ni que sea indispensable, pero si tú acertaras un día a verle y quisieras venir corriendo a decírmelo… O si supieras de alguien que le ha visto. Hace tiempo me dijeron que vivía por allí, por donde hubo las baterías antiaéreas del Carmelo, pero él lo negaba… ¿Tú crees que es normal que este hombre nunca me dijera dónde vive?

Más gotas de sudor cayendo sobre su espalda, una tras otra, espaciadas, densas y cálidas, fundiéndose al instante bajo las manos vigorosas que esparcen el linimento.

– ¡Qué bien que vengas a La Lealtad! Tus amigos del Rosales andarán también por allí, armando jarana, pero no les hagas caso… Por cierto, ¿sigues yendo de excursión a la Montaña Pelada con ellos?-pregunta con un deje melancólico-. ¿No habéis vuelto a por moras a Can Xirot, o al Turó de la Rovira…? Ya no, claro, ya sois mayorcitos. Ahora vas tú solo, a leer, a estudiar, a pensar en tus cosas. Mejor, más tranquilo. Se está tan bien allá arriba, ¿verdad?, al ladito mismo del parque Güell, es tan bonita la vista… ¡Mecachis en la mar serena, cariño, ¿sabes qué se me acaba de ocurrir?! Que un día podríamos ir con Violeta a merendar, los tres juntos, ¿no te gustaría? Te has hecho mayor, criatura, ya eres un hombre, ¡hasta tienes un poco de bigote…! ¿Sabes?, si yo fuera un hombre me dejaría bigote. Ah, y antes de que se me olvide quería pedirte una cosa… ¡Bueno, pensarás ya vale, ya está bien de pedirme cosas esta señora tan pesada, ¿no?! Pero no tengo a quién pedírselo… ¿Serías tan amable de traerme un poco de romero y de hinojo, cuando subas a la Montaña Pelada? Yo voy de vez en cuando, pero es que la subida ya me fatiga mucho, y mi herbario casero se está quedando en nada… El orégano ya ha florecido. Y mira, de pasada, si yendo por allí, o por Can Xirot, vieras por casualidad al señor Alonso paseando, como solía hacer antes, ¿querrás decirle que tengo que darle una noticia importante…? Su pie necesita cuidados, ¿sabes?

Él asiente, hundiéndose cada vez más no sabe dónde y sin capacidad de reacción. Nota las fuertes manos agarrar los tendones alrededor del cuello y tratarlos como si quisiera darles la vuelta, retorcerlos y cambiarlos de sitio, y ahora los dedos se le antojan armados con dedales metálicos. Enseguida ella se sitúa en la cabecera de la camilla, volcada sobre la espalda, restregando una y otra vez las manos desde los hombros hasta las nalgas, por lo que ahora la cabeza de Ringo, que sobresale un poco del borde de la camilla, recibe los suaves embates del regazo, y una generosa y cálida benevolencia, acumulada allí, en las turgentes formas que oculta la bata, acoge a su abrumada frente.

– Si te hago daño me lo dices, cariño -la oye ronronear, mientras nuevas gotas de sudor salpican puntualmente su piel en la nuca, en los omoplatos, en el canalillo del espinazo-. Una antigua lesión, jugando al fútbol, una fractura muy puñetera. Tiene mala circulación y sufre dolores de día y de noche, ¿sabes?, y necesita cuidados, muchos cuidados. -Su voz gruesa y conmovida resuena en la oquedad de la garganta de un modo que a él le parece impúdico-. ¡Ay, cómo le gustaban las friegas en ese pie, al muy sinvergüenza! ¡Si supieras, hijo! La pobre señora Paytubí tiene unos pies grandes y deformes, con unos callos horribles, siempre me pide fricciones bien fuertes, y mira, la pobre mujer está cargada de puñetas y es una cascarrabias insufrible, pero la soporto sólo por eso, porque esos pies de futbolista tan grandotes y feos que tiene… me… me parecen los… me recuerdan…

Una efusión excesivamente húmeda de la piel, como si las manos se hubieran calentado de repente, y un estremecimiento al intuir lo que ocurre. No son gotas de sudor lo que cae sobre su espalda, pues claro que no. Lleva un buen rato gimoteando y tú sin enterarte, tanto se parecen sus jeremiadas y su risita. Músculos y tendones se contraen bajo las manos ahora sin fuerza, flojas, casi inertes aunque siguen moviéndose con una persistencia maniática, mientras una tras otra las lágrimas caen sobre la piel, cada vez más abundantes y calientes, y se dejan oír los primeros sollozos, todavía muy contenidos. ¿Cuándo empezó esta monserga, en qué momento las lágrimas sustituyeron las gotas de sudor? ¿O nunca hubo sudor y fueron lágrimas desde el primer momento, liberadas sigilosamente, camufladas bajo el parloteo para ser inmediatamente mezcladas con la esencia de trementina o cualquier otro mejunje sobre la espalda? Él no quiere abrir los ojos y mantiene la boca pegada al cojín, hasta que nota las ardorosas manos resbalando extraviadas desde los hombros hasta los dorsales, y luego, temblorosas como bestezuelas heridas, abandonar la espalda para coger su pie izquierdo, descalzo, rígido y frío de pronto, sin sangre, y empezar a tratarlo con los pulgares presionando fuertemente la planta y masajeando el empeine y los dedos, uno por uno. Aturdido por la sorpresa, habiendo ya entregado el pie sin la menor resistencia, hundida totalmente la cara y la conciencia en el machacado cojín y llegándole los sofocados sollozos como desde otro mundo, se pregunta qué hacer ahora, si no sería conveniente llamar a Violeta. Las manos tratan el pie con una vengativa mezcla de brutalidad y posesión, de maltrato y caricias, estrujándolo y retorciéndolo tan insistentemente y con tanta energía que acaba por causarle un dolor insoportable. Durante un rato se niega a admitir que la señora Mir pueda estar enganchada a un pie de ese modo tan posesivo y enfermizo y prefiere pensar que está haciendo su trabajo a su manera y que él debe aguantarse; que hay tal vez una conexión real entre los nervios del pie y los de la espalda dolorida, tanto para este pie como para el pie enfermo del señor Alonso, pero enseguida, ante una nueva y brusca torcedura, esta vez como si las manos quisieran de verdad hacerle daño, encoge la pierna y se dispone a protestar, y justo en ese momento un grito sofocado y el estrépito de un cristal rompiéndose contra el suelo le hace levantar bruscamente la cabeza y abrir los ojos.

La ve echada a los pies de la camilla, de lado y en posición fetal, toda ella un mar de lágrimas y tapándose los ojos con los puños igual que una niña enrabietada y desconsolada reclamando atención a su desdicha, a ese merengue amoroso que constituye su vida, a toda esa pringue romántica, arraigada y persistente como la sarna, que constituye su vida. Tiene un hilo de sangre en la rodilla y él la está mirando sin saber qué hacer, sin bajarse aún de la camilla, cuando la puerta de la galería se abre de golpe y Violeta entra en tromba. Evitando pisar los afilados cristales, se agacha sobre su madre, y, sin preguntar qué ha pasado, sin dedicarle una palabra de consuelo ni pedirle que deje de llorar, rápidamente la ayuda a levantarse. Dedica a Ringo una severa mirada.

– Vístete y vete.

Sentado en la camilla, él mueve la pierna aireando el pie dolorido y enrojecido. Por debajo del pie, el cristal más afilado del frasco roto luce una etiqueta medio desprendida:Esencia de eucalipto.

– Yo no he hecho nada, no le he dicho nada… Se ha caído.

Violeta vuelve a mirarle y esta vez lo hace achicando los ojos como si le escocieran, como si ráfagas de viento dificultaran su visión y tensaran su boca y las aletas de la nariz.

– Vete, por favor. ¡Vete!

– No sé qué le ha pasado… De pronto estaba en el suelo. Mira cómo tengo el pie…

Hecho papilla, está a punto de decir. Gimoteando y tapándose la cara con las manos, la señora Mir se deja llevar por su hija. Cuando ya han salido de la galería, Ringo se queda mirando el frasco hecho añicos en el suelo. Mientras se calza las sandalias y se pone la camisa, decide que antes de irse recogerá los cristales sin dejar ni uno, ni el más pequeño, pero enseguida se pincha con una esquirla el dedo gordo de la mano útil, la izquierda, y opta por juntar los cristales en un montoncito, empujándolos con la punta de la sandalia. Sale de la galería, cruza el comedor cojeando y enfila el pasillo hacia la puerta del piso. El pie embadurnado de linimento con esencia de eucalipto patina sobre la suela de la sandalia. Calambres a lo largo de la pierna, los dedos rabiando y agujas clavadas en el tobillo, mereces tenerlo roto, por imbécil, mereces quedarte con el pie torcido para adentro, igual que el cojo… Desde alguna habitación le llega un siseo de discretos reproches entre madre e hija y algún gemido. Cada vez que mueve el pie izquierdo siente dolorosas punzadas y casi no puede apoyarlo. Me la sudan los problemas de esta mujer, se dice, y algo le induce de pronto a exagerar la cojera arrastrando el pie, procurando un ruido rememorativo, burlón y siniestro, para que lo oigan madre e hija, dondequiera que se hayan refugiado. Está a punto de alcanzar el recibidor cuando se abre una puerta que da al pasillo y Violeta se asoma.

– ¡No hagas eso, por favor!

– ¿El qué?

– No arrastres el pie de este modo. No lo hagas.

– ¿Por qué no?-dice él sin detenerse. Detrás de la muchacha y de la puerta apenas entreabierta vislumbra una alcoba desordenada, sumida en una cálida penumbra propicia a los revolcones-. ¿Qué pasa? ¿No has dicho que me vaya?

– Pero no cojeando así, por favor.

– ¡Y qué si lo hago! ¡¿A quién puede molestarle, a quién le importa?!

Aunque se sabe injusto y se siente mal por ello, antes de alcanzar la puerta del piso acentúa la cojera y le dedica a Violeta una mirada entre burlona y triste que dice estoy enterado del merdé que hubo aquí, no creas, del lote que se pegaban tu madre y su querido, pero no puede evitar que súbitamente se le aparezca la carta empapada de lluvia girando en el sumidero vertiginoso frente a la cloaca, apresada en la dinámica de las aguas revueltas y en la de su propia desidia. Y durante un instante, al hundirse la carta una vez más en el remolino que en su mente no para de girar, intuye por vez primera la imperceptible génesis de alguna catástrofe, la silenciosa mutación de algo que traerá un daño irreparable.

– No es por mí -oye susurrar a Violeta cuando cruza el umbral-. No lo hagas más, por favor… Te lo ruego… No es por mí.

Anochece cuando sale a la calle. Los días han menguado, la luz es más difusa y engañosa, el aire más cortante. Una tenue neblina sofoca el amarillento alumbrado de las farolas. El chirrido de un tranvía girando en la cercana plaza, el timbre de una bicicleta que se aleja, el estrépito de una puerta metálica bajando. Se para un instante frente a los dos raíles que en la esquina persisten en su giro truncado hacia ninguna parte. Más abajo, la puerta acristalada del bar Rosales deja salir una luminosidad débil y azulosa que apenas toca la espalda rendida de un hombre parado al borde de la acera con las manos en los bolsillos, balanceándose un poco y mirándose los zapatos con la perplejidad de quien no los reconoce como suyos. La calle Martí está desierta. En las grietas de la vieja acera desventrada la hierba crece verde y lustrosa. Mientras Ringo camina de regreso a casa vuelve la desazón, la sensación casi física de haberse dejado en la camilla de la sanadora algo más que el machacado pie. ¿Por qué sigues cojeando, tarugo, si ya no te duele? La mano de cuatro dedos tantea el fular arrugado en el bolsillo de la chaqueta buscando la caricia de la seda, cuya textura le transmite a la pequeña cicatriz un pálpito suave y cálido de plumón durante un rato, hasta que finalmente se decide a deshacer el nudo del tan distinguido cabestrillo.

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