13 El perfume del torrefacto

Un domingo a media mañana, a la hora en que ya debería estar en la cocina calentando leche y tostando pan para el desayuno de su madre en la cama, hallándose todavía acostado con la sábana hasta la nariz y sumido en la mayor confusión, oye como en sueños la imperiosa voz de su padre llamándole y salta del catre poniéndose rápidamente los pantalones y la camisa.

Sentado a la mesa del comedor frente a una botella de coñac Martell de las que suele traer de Canfranc y con el lápiz en la mano, el Matarratas anota algo en la esquina superior del reverso de tres cartas sin franqueo y bastante arrugadas. En una de ellas escribe una A, en la otra una P y en la tercera una V. En la otra mano, mientras se rasca la frente pensativa con las uñas verdosas, mantiene pegada a la palma una panzuda copa de coñac como si fuera un apéndice natural, acoplada a la dinámica del gesto y sin que constituya el menor estorbo para maniobrar.

– Buenos días, dormilón.

Ringo responde con un gruñido mientras se pone el jersey. Su padre deja las cartas y el lápiz a un lado, agita el coñac dentro de la copa, bebe un trago y seguidamente levanta del suelo su viejo maletín de trabajo y comprueba los cierres, muy desgastados. Con la misma mano que sostiene la copa se acaricia la barbilla, pensativo. Llegó ayer mismo de otro viaje rápido, y esta mañana, recién duchado pero sin afeitarse, con su grueso jersey gris de cuello vuelto, como de guardameta, y el chaquetón de cuero echado sobre los hombros, se dispone a partir de nuevo. Con el corpachón adelantado y el trasero en el borde de la silla, parece dispuesto a marcharse ahora mismo. Las cosas no cambian, piensa Ringo: por mucho que diga qué bien se está en casa, el Matarratas siempre parece a punto de irse otra vez.

– Vas a ir corriendo a un recado.

– ¿Ahora?

– Ahora.

– Tengo que prepararle el desayuno a madre…

– Yo me ocuparé. Hoy dejaremos que duerma un poco más.

– El hornillo eléctrico no funciona. Y le gusta el café muy fuerte y muy caliente. Y también le gustan las tostadas con miel…

– Ya sé lo que le gusta.

– Sí, pero nunca te acuerdas.

Su padre se queda mirándole un instante.

– Está bien, hijo, desembucha. ¿Alguna otra queja? Vamos, vamos, no dispongo de mucho tiempo. -Otro sorbo de coñac y vuelve a poner su atención en los cierres del maletín-. Dejémoslo por ahora. Irás al bar Mirasol echando leches. ¿Sabes dónde está?

– Creo que sí.

– En la plaza Gala Placidia, frente a las Atracciones Caspolino. Fuiste una vez conmigo y con el tío Luis. -Lo mira fijamente, suaviza el tono y prosigue-: Ahora escucha con atención, hijo. Llevarás este maletín al bar, y harás exactamente lo que yo te diga. No contiene nada que pueda interesarte, así que no pierdas el tiempo abriéndolo. Cuando llegues al Mirasol verás al tío Luis sentado en la terraza, pero no debes saludarle. Como si no le conocieras. Tampoco él dará muestras de conocerte ni te dirá nada. Entras directamente en el bar y pides una gaseosa en la barra. No debes soltar el maletín en ningún momento. Mientras bebes tu gaseosa, el tío Luis entrará para ir al váter, pero tú como si no le vieras. Cuando vuelva a sentarse en la terraza, preguntas al camarero dónde está el váter, pagas la gaseosa y te vas a mear. Debajo del lavabo verás otro maletín igual, lo coges y dejas el tuyo en su lugar. Y al salir ya no te paras en la barra, te vas derechito a la calle y corriendo para casa, le das el maletín a tu madre y la ayudas en lo que ella te pida. ¿Has entendido?

– Claro.

– Pues ahí tienes, y mucho cuidado. Lávate la cara y péinate un poco antes de salir.

Contrariamente a lo que esperaba, el peso del maletín es liviano. Está a punto de preguntar qué hay dentro, pero intuye que no debe hacerlo. Su padre lo mira como si le leyera el pensamiento. Tiene otro encargo y más instrucciones:

– A ver cómo te portas. Deberás entregar estas cartas. -Se abanica con ellas, la copa en la misma mano, mirándole ahora con aire dubitativo-. No me gusta tener que pedirte eso, y tu madre se enfadará cuando lo sepa. Pero tal como están las cosas, es mejor que ella se quede en casa.

Le entrega las cartas. Ninguna lleva nombre ni dirección.

– ¿Dónde hay que llevarlas…?

– Tu madre te lo dirá en su momento. Mientras tanto recuerda esto: lo que uno no sabe, si le preguntan, no lo dice.

– ¿El qué?

– Lo que sea.

Este encargo es para más adelante, añade; primero está lo del bar Mirasol, donde deberá comportarse en todo momento de manera natural, sin llamar la atención.

– ¿Sabrás hacerlo, hijo, puedo confiar en ti?

– Claro.

– Cuando vuelvas, yo me habré ido. -Se ha levantado por fin y revisa el contenido de los bolsillos del pantalón, del chaquetón y la gabardina, poniéndolo todo sobre la mesa, cigarrillos, el mechero de hojalata, pañuelo, llaves, billetero y calderilla, antes de meterlo de nuevo rápidamente en los bolsillos-. Supongo que tu madre te contará algunas cosas, si lo considera oportuno… Recibirás instrucciones para la entrega de estas cartas y para lo que haga falta. Probablemente no volveré en bastante tiempo, así que deberás ocuparte de nuestra Alberta. Sé que lo harás, y que te portarás bien… Más adelante hablaremos de tu futuro, del trabajo que te conviene y todo eso. ¿Conforme?

Asiente agachando la cabeza. Sigue pensando que lo que vaya a depararle el futuro, cualesquiera que sean sus aspiraciones, a su padre le tienen sin cuidado, y que sólo su madre se preocupa de veras. Por otra parte, desde hace rato sospecha que esta vez se trata de una despedida en toda regla, y ya está pensando en un fastidioso abrazo y hasta, quién sabe, tal vez un beso. No recuerda que su padre le haya dado nunca un beso y tampoco recuerda que él deseara o esperara recibirlo en ninguna ocasión. Jamás echó de menos ningún asqueroso beso y tampoco le gustaría que se lo diera ahora, pues ya se ha acostumbrado al puñetero cachete, a la palmada en el hombro o a un simple guiño. Sin embargo, el Matarratas le sorprende con una especie de afectuoso achuchón rodeando repentinamente sus hombros con el brazo, sin mirarle y muy rápido, y él sólo tiene tiempo de percibir una vez más el aroma residual del torrefacto en el grueso jersey.

– Sé que puedo confiar en ti, calabacín con patas. Toma, para la gaseosa y el tranvía. -Le da tres pesetas-. ¿Te acordarás de hacerlo todo como te he dicho?

– Claro.

– Pues andando. Te bajas en Rambla del Prat y tienes el Mirasol a un tiro de piedra.

Ocurre todo según lo previsto, menos coger el tranvía. Decide ir y volver a pie, a trechos corriendo, y gastar lo justo para la gaseosa. Es un día de otoño soleado, casi caluroso. Todo parece normal e inalterable, los tranvías chirrían en la plaza Lesseps, el tráfico es escaso, hay dos mendigos cabeceando sentados en la escalinata de la iglesia, en la calle Salmerón y en la Rambla del Prat la gente va o viene a lo suyo con desgana o con premura, espaldas grises y cabezas gachas compartiendo el mismo peso del silencio.

En la pequeña terraza del bar Mirasol está sentado el tío Luis leyendo un periódico junto a un señor mayor con un perro atado a una pata de la mesa. Simula no verle con tanto énfasis que tropieza con una silla y al caer se da de morros en el canto de una mesa, pero sin soltar el maletín. Antes de alcanzar la barra ya tiene el labio superior inflado y maldice su suerte. Una vez hecho lo que debe, pedir una gaseosa en la barra y pagarla, ve al tío Luis entrar en el bar y dirigirse al fondo del local; enseguida le ve pasar de vuelta, y entonces pregunta al camarero dónde está el servicio. Termina de beber la gaseosa, entra en el lavabo y, sin soltar todavía el maletín, orina deprisa y nervioso mojándose la bragueta; maldice su suerte, tira de la cadena, deja su maletín y coge el otro, que es idéntico y pesa más o menos lo mismo, pero con un leve tintineo metálico -quizás en este sí que va la linterna y algún otro utensilio, piensa, incluso algún bote de veneno-, vuelve a tirar de la cadena porque el ruido del agua le tranquiliza, sale y se encamina directamente a la calle tapándose la bragueta mojada con la mano libre. Con el rabillo del ojo ve al tío Luis despegarse de la barra y dirigirse de nuevo a los servicios con premura. Se había quedado allí de pie, esperando para entrar él inmediatamente.

PROHIBIDO DAR CON LOS PIES A LOS COCHES, lee en el rótulo de la pista de autos de choque, al pasar por delante de las Atracciones Caspolino. Prohibido mearse en los pantalones, hostia.

El maletín que se lleva a casa no contiene la linterna ni nada que tenga que ver con el utillaje de un matarratas; sólo una madeja de lana verde traspasada por dos agujas de ganchillo, un bote de guisantes y un fajo grueso de revistas y periódicos enrollados para hacer bulto. Su madre tira a la basura los papeles y se queda con la madeja y los guisantes.

– Luis siempre tiene un detalle, el pobre -la oye decir con la voz triste. Y al cabo de un rato-: ¿Dónde tienes las cartas? Dámelas, yo me encargo.

– Dijo que tú no debías.

– ¡Dámelas ahora mismo! Tu padre debe de haberse vuelto loco. Mira que mandarte al Mirasol. Y encima las cartas.

– ¿Por qué llevan una letra?

– Por nada que te importe. Son noticias de amigos para sus familias… Trabajos y favores que coordina tu padre, una cadena de manos amigas que llega hasta aquí.

Al atardecer del día siguiente sabrá que tío Luis ha sido detenido por la policía, y que alguno más de la brigada podría correr la misma suerte, incluido su padre. La noticia le espera a la vuelta de un largo y solitario deambular por la Montaña Pelada conAmok bajo el brazo, un paseo tan errático en la andadura como en la cavilación para encontrarse a su madre en casa cuando ya debería estar en la clínica. No parece angustiada al darle la noticia, ni siquiera nerviosa; está revisando el contenido de su bolso de mano mientras termina de ponerse el abrigo con muchas prisas y sólo añade que se ha pasado la tarde intentando localizar al cuñado de tío Luis, un taxista con amigos en la Jefatura Superior de Policía, sin conseguirlo, y que tiene la cena en la cocina, empanadillas de atún y lentejas o arroz hervido, a escoger, sólo hay que calentarlo en el hornillo.

Esa noche, en la cama, abandona la lectura deAmok porque no puede dejar de pensar en el Matarratas. Pero tampoco consigue conciliar el sueño; no hace más que dar vueltas y más vueltas, y en una de estas, al dejar caer por enésima vez la aturdida cabeza sobre la almohada, siente de pronto como si se asomara al borde del vacío, abocado repentinamente a su propio vértigo. Despertando en otro ámbito, la conciencia intuye el fin de un tiempo cumplido y le dice salgamos de aquí, Ringo, fumiga esas dudas y acepta la verdad: tu padre es un contrabandista, o tal vez algo peor. Entonces, con las primeras brumas del sueño, recupera la memoria de un caluroso día de agosto de hace dos o tres años, cuando aún trabajaba de aprendiz. Después de comer, antes de volver al trabajo, se había acercado al quiosco de la plaza Rovira a examinar la nueva oferta de tebeos cuando escuchó a su espalda esas voces carrasposas y llenas de sorna que a menudo le confunden, la petulancia verbal del extravagante dúo de ancianos cotillas y coñones, aquellos reyes de la trola zanganeando a todas horas por el barrio. Esta vez discuten sentados en el banco junto al quiosco y a la sombra de un frondoso plátano.

– ¡Naranjas de la China, Blay! -exclama el señor Sucre-. Si te dedicas al contrabando y al estraperlo, y te pillan, te juzgarán por estraperlista y por contrabandista, es decir, por delincuente, por malhechor, no por otra cosa.

– Pero él es más que eso -dice el viejo Blay.

– Ya. Pero ese plus suele estar a cargo de los hombres de la frontera. Y él no es un hombre de la frontera. Es un honrado viajante de comercio, digamos. O sea, entre comillas.

– Aquí la cuestión es fumigar bien sin que te vean. Y el Pep sabe fumigar.

– Da igual que fumigue o que conspire. Llámalo como quieras. Si lo trincan, será un malhechor.

– Yo me entiendo. Fumigar es la palabra, amigo Sucre. Hay que fumigar todo lo que se pueda. Esa es la cuestión.

Callan un rato. Y nuevamente la voz pastosa del señor Sucre:

– ¿Qué opinas, Blay? Estoy pensando en volver a exponer en el Salón de Octubre de este año. He dejado pasar tanto tiempo sin enseñar nada, que muchos amigos deben de creer que ya no pinto, que me dedico a otra cosa.

– ¡Ah, ¿lo ves?! Lo que yo te decía. Pues eso.

Están hombro con hombro sentados en el banco de piedra, el capitán Blay con su carajillo de anís en una copa del bar Comulada y el señor Sucre abanicándose con un paipay. De pie ante uno de los flancos del quiosco donde cuelgan las novelas, Ringo los capta con el rabillo del ojo. Dicen más de lo que saben y encima lo dicen con pitorreo, piensa, pero no puede dejar de escuchar su charleta mientras simula interés por el reclamo semanal de nuevas aventuras, la colorista exposición de tebeos, novelas y almanaques colgados con pinzas en los costados del quiosco.

– Ciertamente, el Pep es un hombre de múltiples facetas -dice el señor Sucre-. La invisibilidad es una de ellas. A veces pienso en él como si ya no estuviera, como si ya se hubiese muerto… Blay, ¿has oído hablar del asfódelo, la planta que hace visibles a los muertos?

– No. Ni Dios, ni amo. Ese es mi lema.

– Es una planta que nace de la mismísima roca.

– ¡Recollons! ¿Cómo puede una planta nacer de una roca?

Ringo, al oírlo, piensa en la roca plana de la Montaña Pelada.

– El Pep es una especie rara de asfódelo -añade el señor Sucre-. En el Rosales y en cualquier taberna resulta imprescindible. Creo conocerle bien, aunque nunca deja de sorprenderme. Una noche, en el bar Comulada, invitó a beber a ese mostrenco de Ramón Mir y estuvo bromeando amigablemente con él… Por cierto, dicen que el señor alcalde está cada día peor. Al parecer perdió el huevo izquierdo luchando en la División Azul.

– ¿Ah, sí? Más se perdió en Cuba.

– ¡Mucho más, hombre, no vamos a comparar! ¡Ah, las glorias imperiales del pasado ya se fueron, Blay, y las infamias del presente se irán igualmente, pero a saber qué futuro de mierda nos aguarda! Creo que yo también me pediré un carajillo… Vaya, mira esto. ¿No es el hijo del Pep el chico que está ahí de pie, a punto de descolgar un tebeo del quiosco?

– Sí que lo es. ¿Crees que se dispone a mangar un tebeo? Ya es mayorcito para eso, ¿no?

– Humm. Conozco hombres de cuarenta años que leen tebeos. Fíjate: el chico lleva mucho rato quieto y disimulando.

Él nota sus ojitos como alimañas en el cogote. El chirrido de un tranvía frenando en la parada, zureo de palomas trotando por la plaza, Rip Kirby atizándole un puñetazo a un hampón, un conejo y una pistola saliendo del sombrero de copa del Mago Merlín en la cubierta de su almanaque.

– Así que -de nuevo la voz cantarina del señor Sucre-, detrás de tantas incursiones a la frontera, tú piensas que hay algo importante.

– ¿Importante? Eso no lo sé -dice el capitán Blay-. Hace tiempo que ya nada es demasiado importante para mí.

– ¿Ah, no? Vaya. ¿Cuántos años tienes, Blay?-Demasiados. ¡Puñeta, muchos más que tú!

– No deberías quejarte. Nos vas a enterrar a todos, estoy seguro. ¿Sabes una cosa, Blay? ¿Alguna vez te has parado a pensar que a principios de siglo la media de vida de los hombres era solamente de treinta y cinco años?

En esta hora el sol de agosto muerde el cogote pelado de Ringo, que aguanta impávido y con el oído atento.

– De todos modos -añade el señor Sucre-, teniendo en cuenta el país, treinta y cinco años es más que suficiente, ¿no crees? En fin, iré por mi carajillo. Pero yo lo quiero de ron, es más sano… Estaba pensando que últimamente ha venido poco por el Comulada, el Pep. Una lástima, ¿no te parece?

– Fumiga todo el tiempo, ya te lo he dicho. Pásate al carajillo de anís, puñeta, me lo agradecerás… Bueno, no sé si sabes que en el paso fronterizo de Canfranc puedes obtener un raticida francés más potente que todos los que venden aquí, y más barato. Lo pasan de estranquis por la aduana. Aquí no tenemos buenos raticidas, es cosa sabida. Por supuesto, se traen muchas otras cosas. Sé de un tal Massana que, esquivando a la Gestapo y a la Guardia Civil, pasaba medias de nylon y kilos de sacarina, y aprovechaba el viaje para pasar judíos, espías y aviadores… Pero hoy las cosas han cambiado. Ahora pasan este raticida infalible.

– ¡Hombre! ¡Mira que llamar raticida a lo que trae el Pep! ¡Eres grande, querido Blay!

– Sí, puedes reírte. Pero pregunta a Gaspar Huguet, el tostador de café. Te dirá que lo único que hace falta es la señal.

– ¿Qué señal?

– Un día recibirás una postal del Valle de los Caídos con el sello del Caudillo cabeza abajo. Será la señal.

– ¿La señal de qué, Blay?

– Ah, todavía no se sabe. Pero será la señal, tenlo por seguro.

El tintineo de la cucharilla en el cristal de la copa, removiendo el carajillo, el siseo acompasado del paipay en el aire caliente y enseguida la llamada del señor Sucre:

– ¡Eh, tú, muchacho!

Echa las manos en los bolsillos del pantalón, hunde la cabeza entre los hombros y se vuelve despacio achicando los ojos, desconfiado y erizado de presagios como un gato.

– Tú, sí -dice el señor Sucre-. Ven un momento… ¿Quieres hacerme un favor? Acércate al bar Comulada y pide un carajillo de ron para mí. Di que luego pasaré a pagar.

Cumple el encargo remolón y expectante y el carajillo pasa a las manos flacas con manchas de color pastel, tonos anaranjados, azules y malva. Ringo se las mira intrigado mientras intenta formular una pregunta acerca del actual paradero de su padre, cuando ya está despierto y bocabajo sobre la almohada.

No pienses más en eso, por favor, hijo, no seas tozudo, no le des más vueltas, le aconseja su madre al día siguiente. No anda metido siempre en lo que tú crees, de ningún modo, ni solo ni acompañado ni mucho menos con la mochila a la espalda y con pasamontañas, de dónde sacas eso, y todavía menos portando armas, Dios mío, eso sí que no, nunca hubo nada de eso, no es así como hay que verle, ni ahora ni antes, cuando aún había alemanes por allá… Y de la brigada no sabemos nada, y tampoco de Manuel.

– Conviene no dejarse ver por un tiempo, eso es todo -añade-. Hay que esperar. Después ya veremos. Confórmate con saber eso, por ahora. Porque la verdad es que todo sigue igual. Tu padre está de viaje por causa del trabajo, y aquí en casa no se le espera, ¿comprendes? Eso es lo que dirás si te preguntan.

Ella tampoco sabe si esto va a durar mucho. Si hay suerte, tal vez unos meses. En cuanto a lo que había en el maletín que llevó al bar Mirasol, no debe preocuparle. Lo único que ha de saber es que su padre y algunos amigos han estado ayudando a muchas personas, dentro y fuera del país, asumiendo riesgos.

– Nada de lo que debamos avergonzarnos, hijo -añade-. Al contrario. Aunque te cueste creerlo, casi todo lo que ha hecho tu padre ha sido por el bien de alguien. Me gustaría que no lo olvidaras. Y no me preguntes más, por favor.

– Sí, ya sé. Te ha prohibido que me cuentes nada.

– Te equivocas. Sabrás lo que hay que saber a su debido tiempo. Pero antes de irse me pidió que te ponga al corriente de algunas cosas…

– No hace falta -corta él secamente-. Ya me las sé. Contrabando, a que sí. Él y el tío Luis, y también Manuel, y seguro que alguno más de la brigada. En la frontera o por allí cerca, que lo he buscado en el mapa. Le traen café de contrabando al señor Huguet y lo tuestan juntos, a escondidas. Y por eso lo van a detener, por contrabandista, ¿verdad?

– Ojalá fuera sólo por eso, hijo. Ojalá.

Parece muy cansada. Ahora hace turnos de día cuidando a una anciana en una antigua torre en la plaza Lesseps, y suele acostarse temprano. Pero hoy no lo hará antes de tranquilizar a su hijo. Ojalá se dedicara solamente a eso, repite, aunque a tu padre no le gustaría oírmelo decir. Porque lo hace solamente para ganarse unas pesetas aprovechando el viaje. Tabaco rubio, medias de cristal, coñac francés, perfumes caros… Ya me dirás si vale la pena arriesgarse a ir a la cárcel por tan poca cosa.

– Lo que sí vale la pena -añade-, lo que de verdad muchas personas le agradecen, es lo otro, su trabajo de cartero.

– ¿Cartero?

– Recadero, si lo prefieres. Lleva y trae noticias de compañeros a sus familias. Paquetes, cartas, dinero… Hace de intermediario, digamos.

Pero no lo cuenta todo, ni mucho menos, porque no es tiempo todavía. No le habla de Ramiro López, el hermano tan querido y añorado de la señora Mir, viejo amigo de su padre y del tío Luis, no le dice que Ramiro había sido miembro de una red de evasión en la frontera francesa, empleado en la estación de Canfranc y colaborador íntimo del jefe de la Aduana, cuando este estaba vinculado a un grupo de la Resistencia con agentes aliados que operaba en España. No menciona para nada la relación del Matarratas con gente de la frontera, no le dice que sus actividades ya no son las que eran seis años atrás, mucho antes de que cerraran el túnel ferroviario, con el mundo en guerra; no rememora para nada las incursiones que entonces sí eran peligrosas, cuando el tren unía Canfranc con Zaragoza y Madrid y Lisboa, y su padre y tío Luis recogían correspondencia clandestina en la frontera y la entregaban en Zaragoza para que fuera enviada a la embajada inglesa en Madrid, o la traían al consulado de Barcelona; tampoco le dice que se hacían pasar por ajetreados viajantes de comercio con documentación falsa, transportando perfumes y medias de nylon y también fotos y cartas camufladas entre los calzoncillos, y tampoco menciona los mensajes y los visados que el consulado inglés de aquí les encargaba hacer llegar al grupo de Ramiro López y al jefe de la Aduana, visados falsos para la entrada y el tránsito de militares aliados y civiles hacia Portugal o Gibraltar, ni le revela que muchos eran judíos que huían de la ocupación alemana en Francia. No menciona nada de todo eso porque ya pasó y hoy no quiere leer aquel miedo en los ojos del chico; ya lo sabrá algún día, si su padre tiene a bien contárselo. Lo único que le cuenta es que él y tío Luis empezaron así, llevando y trayendo noticias y dinero destinado a familiares de amigos que no podían volver, y que lo hacían mediante enlaces en la frontera vinculados al hermano de la señora Mir, y que todavía andan en eso, haciendo favores, aunque ya cerraron el túnel de Canfranc y la guerra se acabó hace más de tres años. Y que, bueno, pues sí, se habían dedicado al contrabando, en realidad eso fue lo único que les motivó en un principio, algo que desde luego ella nunca aprobó, algo que fue y seguía siendo motivo de sordas desavenencias y disgustos. Y de todos modos, hijo, no vayas a creer que es gran cosa lo que se traen a casa, unos apaños para ir tirando, desde luego con eso no vamos a salir de pobres…

Una semana después se presentan dos policías con una orden de registro, que sólo cumplen a medias y rutinariamente. Ese día Ringo no está en casa. Su madre se lo contará por la noche sin mostrar la menor inquietud. Todo esto era previsible, hijo, y lo tengo asumido desde hace mucho tiempo. Al día siguiente es requerida en la Jefatura Superior de Policía de la Vía Layetana y sometida a un interrogatorio, que a ella le parece igualmente rutinario y hasta considerado. No parecían agentes de la Social, dirá luego. Diversas preguntas sobre el paradero y las actividades ilegales de su marido y de otros miembros de los Servicios Municipales de Higiene, Desinfección y Desratización, obtendrían la misma respuesta: la brigada se fue a cumplir un servicio en Gerona, en una fábrica de tejidos a la orilla del río Oñar, y desde entonces no ha tenido más noticias de su marido y tampoco sabe cuándo va a volver. No le conviene mentir, señora, se lo digo por su bien. Verá usted, es que mi marido suele comportarse así, es bastante desconsiderado y tarambana, pero no puedo creer que haya hecho mal a nadie, eso no. De esos viajes a Zaragoza y a Canfranc no sé nada y mi hijo tampoco, y aún menos de su relación con gente del estraperlo o del exilio.

– Y tú dirás lo mismo si te preguntan, hijo. Que no sabes nada -le previene mientras zurce unos calcetines sentada en su cama, junto a la mesilla de noche y con la lamparita como un pálpito de luz roja al lado de la imagen del Niño Jesús de Praga. Como de costumbre, la entereza y la discreción animan sus palabras, preservando del miedo y la desesperanza el precario orden de la casa, este frágil remedo de hogar a cubierto de la inclemencia de noches como esta, cuando, demasiado cansada para salir, le pide a su hijo que vaya a casa de la señora Mir a llevarle de parte suya una bolsa con ropa usada.

– Victoria recoge ropa cada invierno y la lleva a la parroquia y al Auxilio Social, donde tiene amigas enfermeras que la reparten. Es para gente necesitada. Las monjas de la Residencia me han dado algunas prendas en buen estado. Ponte la bufanda y ten cuidado, hijo. Ya es de noche y hace frío.

Es una bolsa de lona con franjas blancas y azules y asas de madera en forma de aros, abultada y bastante pesada, una bolsa que nunca antes había visto en casa. Se pone en marcha y a mitad de camino, cerca de Sors esquina Martí, junto a la boca de la cloaca, una lata de conservas vacía y abollada le espera para recibir la patada. Siempre le gustó patear latas, pero esta vez pasa de largo amparado en las sombras, con un vago sentimiento de clandestinidad y peligro. Hasta el punto de que, un poco más allá se para bajo la luz de un farol y sigilosamente abre la bolsa y examina su contenido. Dos pantalones y un viejo jersey, una bufanda, blusas y una falda plisada, prendas con algún remiendo y sin planchar, pero limpias. Y debajo de todo, tres camisas planchadas y perfectamente plegadas y abrochadas, tres camisetas y tres calzoncillos igualmente plegados, cuatro pares de calcetines y un pijama a rayas. Su mano todavía está tanteando el fondo de la bolsa cuando tropieza con un frasco de masaje Floïd, una cajetilla de hojas de afeitar, un cartón de tabaco rubio marca Chesterfield y una crujiente bolsita de torrefacto, de las que el Matarratas se trae a casa al volver del tostadero.

Ha rogado para que sea Violeta quien le abra la puerta. Pero es su madre, en bata y zapatillas, rulos en el pelo y con la cara redonda sin pintar flotando entre las sombras del vestíbulo como una luna pálida y fantasmal. Al ver al chico se sorprende, pero le sonríe enseguida. No enciende la luz. Está desgajando una mandarina con los dedos y en la muñeca lleva un enorme brazalete de quincalla dorada.

– ¿Dónde vas a estas horas y con este frío, criatura?

– Le traigo esto de parte de mi madre.

– Ah, muy bien, cariño. -Rápidamente se hace cargo de la bolsa y se queda unos segundos esperando que él diga algo más, mirándole con su sonrisa de muñeca de celuloide-. ¿Cómo anda nuestra querida Berta?

– Quería venir ella, pero no se encuentra muy bien. -Asoma la cabeza y la mitad del cuerpo, escrutando el vestíbulo y el pasillo a oscuras-. ¿Violeta no está?

– Se fue a dormir ahora mismo. Se aburría, la pobre. -Mantiene la mano en la puerta, sin abrirla del todo-. Estábamos las dos solitas, escuchando la radio… ¿Querías decirle algo, corazón?

La mano regordeta prueba una carantoña en su barbilla. El olor de la mandarina en sus dedos. ¿Por qué tiene hoy esa voz de gatita herida y más melosa que de costumbre? Al fondo del piso, del lado de la galería, suenan voces exultantes en una radio.

– No, da igual.

– Le diré que has preguntado por ella. Se alegrará. -Deposita la bolsa en el suelo y suena el clinc del frasco de Floïd. Su mirada risueña y perspicaz no se altera-. No te digo de entrar, porque ya estará durmiendo. Pero si quieres que le dé algún recado… Ya sabes que cada domingo la llevo al baile de La Lealtad. Prometiste venir un día, cariño, lo prometiste, ¿o ya no te acuerdas?

– Sí que me acuerdo. Bueno, me tengo que ir.

Pero no se mueve, y no sabe muy bien por qué. La mira como esperando que ella diga algo más. Bruscamente encoge la pierna derecha y, con el puño en la bragueta, simulando un apremio vergonzante, baja la vista y entona con voz lastimera:

– ¡Oh, señora Mir! ¡Oh, por favor! -improvisando una grotesca tramoya de caricato, ocultándose tras una máscara doliente-. Oh, perdone usted, pero ¿me dejaría ir un momento al váter? ¡Es que no puedo más, se me está escapando…!

– ¡Pues claro, hijo, faltaría más! Ven conmigo.

El cuarto de baño está al fondo de un recodo que se abre a la derecha del pasillo, antes de llegar a la habitación de Violeta. Ella le enciende la luz y luego cierra la puerta. Un cuarto limpio y ordenado, y con detalles en atención a las visitas. La tapa del váter forrada con una piel de cabra. La alfombrita de felpa frente al bidet. El espejo impoluto y orlado de calcomanías de flores de vivos colores. La alcachofa de la ducha reluce sobre la inmaculada bañera. Un armario blanco con toallas plegadas, dos albornoces detrás de la puerta, uno blanco y otro rosa, gorros de baño, una caja de cartón llena de rulos y mucha utilería femenina de cepillos y pinzas y botes alineados en una repisa de cristal. Y metida en un vaso, una maquinilla de afeitar… que bien podía ser de ella, para depilarse las piernas. Pero hay algo más sospechoso: al levantar la tapa del váter -porque de pronto siente verdaderas ganas de mear, y recuerda que en el simulacro del bar Mirasol le pasó lo mismo-, en el agua estancada ve una colilla flotando, deshaciéndose en medio de una tenue efusión amarillenta. No puede imaginarse a Violeta fumando cigarrillos aquí, encerrada y a escondidas, pero su madre quién sabe… Tira de la cadena y duda de si lavarse las manos. Lo hace y oye la voz de la señora Mir al otro lado de la puerta: ¡Coge una toalla limpia! Al salir se topa con ella, que lo mira con una sonrisa atenta y sosteniendo la bolsa. No se ha movido de aquí.

– ¿Todo bien?

– Sí, señora… Bueno, ya me voy.

No lo percibió al entrar en el piso tan deprisa y simulando la urgencia, pero ahora, cuando alcanza de nuevo el recibidor y se dispone a salir, su nariz capta el suave aroma a torrefacto que desprende la ropa colgada en la percha, muy cerca de la puerta, varias prendas de abrigo que la oscuridad no le permite distinguir. Entonces se para con las fosas nasales dilatadas, y nota en el brazo la mano de ella.

– Espera, hijo. -Lo retiene en el umbral, mirándole con ojos risueños y perspicaces-. Te veo un poco atolondrado, ¿sabes?-Le enrolla la bufanda alrededor del cuello, le aparta el mechón sobre la frente-. Quería preguntarte una cosa, si no te importa… Sé por tu madre que todavía te gusta ir a pasear al parque Güell y a la Montaña Pelada. Qué bonito… Bueno, el caso es que quería preguntarte si por casualidad has visto por allí al señor Alonso. Te acuerdas de él, ¿verdad? Es que tengo que darle un recado, se me olvidó decirle a este hombre algo importante, ¿sabes?

– No, señora, no le he visto. Además, últimamente voy poco…

– Ya. Es por si te lo encontraras algún día. Podría ser, quién sabe… Y ahora vete corriendo a casita. Y descuida, cariño, le diré a Violeta que has preguntado por ella.

– Sí, gracias. Adiós.

– Mucho cuidado en la escalera, que hay poca luz. ¡Y recuerda tu promesa!

Empieza a bajar y se vuelve antes de que ella, que sigue mirándole y sonriendo detrás de la puerta entreabierta, termine de cerrarla muy despacio. El inesperado perfume del torrefacto y la sugestión del enigma lo acompañan en la oscuridad hasta el último escalón de la planta baja, despacio y tanteando la barandilla, de modo que le da tiempo de figurarse a la señora Mir regresando al comedor con la bolsa en la mano después de cerrar la puerta del piso, puede verla vaciar la bolsa sobre la mesa y separar las camisas planchadas de la ropa usada y con remiendos, poner a un lado el cartón de Chesterfield y el frasco de masaje Floïd y las hojas de afeitar, abrir la bolsita de torrefacto para olerlo y finalmente sonreír al hombre que hace un solitario sentado en un ángulo de la mesa, seguramente en camiseta y envuelto en una frazada; y también a ella la ve sentada con el molinillo de café en el regazo y dándole a la manivela, sonriendo todo el rato, contenta de poder ayudar a su desdichada amiga Berta y de ofrecerle al huésped clandestino otra taza de auténtico y oloroso café-café… Sí, en el hogar de un falangista, por qué no. Lo está viendo sentado a la mesa y barajando las cartas una y otra vez, pensativo, el humo del cigarrillo enroscándose en su cabeza rendida, despeinado, sin afeitar, huraño, blasfemo y más clandestino que nunca. ¡Ahora sí que estamos en el culo del mundo, padre! Coñac de garrafa en un vaso, colillas de rubio en un cenicero repleto. Sólo estaré un par de días, querida Vicky. A ratos amable, a ratos cabreado. La buena mujer ronca toda la noche y sólo tiene coñac de garrafa. La ayuda en la cocina. A ratos se duerme de bruces sobre la mesa en la que comía el ex alcalde. Escuchando la radio. Mirando el bonito trasero de Violeta cuando se adentra por el pasillo ajustándose la bata. Escondido en el dormitorio cuando viene una paciente a por sus friegas o por una receta de hierbas o un alivio para los juanetes. Una foto de José Antonio de perfil en un marco plateado. Un par de días solamente, hospitalaria amiga… Sí, bien mirado, ¿qué mejor sitio que este? ¿A quién se le ocurriría buscarle en casa de un alcalde ex combatiente, un hogar bendecido por el Sagrado Corazón?

– ¡Pero qué dices! -Su madre se ríe de buena gana, pero dándole la espalda-. ¡Esta sí que es buena! ¡Qué cosas se te ocurren, hijo!

Todavía no se ha acostado, aunque ya lleva puesto el camisón. Está en el dormitorio, ordenando el armario ropero.

– He visto lo que iba en la bolsa, madre…

– ¿Ah sí? Todo es para una obra de beneficencia.

– … y el piso entero olía a café tostado, del que padre se trae a casa.

– Y qué. No es la primera vez que le regalo a Victoria un poco de café. ¿Qué hay de raro en eso?-Cierra el ropero y se vuelve hacia él, un tanto enfurruñada-. Mira, tú y yo no podemos saber dónde está tu padre. Lo único que sabemos, ya te lo dije, es que se fue de viaje y aún no ha vuelto.

– Eso ya lo sé, no hace falta que lo digas…

– Lo mejor sería que no supieras ni eso, que está de viaje. -Con mirada vivaz y un tanto socarrona, mientras se recoge el pelo en la nuca, le sonríe-. No sé si me entiendes, hijo… Verás, los primeros días son los peores. Hay que irse de casa, y lo más deprisa posible. Cualquier otro sitio es bueno… siempre que cuentes con la amistad y la confianza de la persona que te lo ofrece. ¡Pero no en casa de Victoria! Es sólo por unos días, mientras se decide un lugar más seguro… ¡Y vaya, pobre Victoria, si llegara a saberse! ¡No le faltaría más que eso, con la reputación que tiene! ¿Me entiendes, hijo?

Pero más adelante ella admitirá que tal vez, en efecto, su padre pudo haberse alojado provisionalmente en casa de la señora Mir. Dos días y una noche, no más. Después se fue de allí para refugiarse no se sabe dónde, y a partir de este momento se niega a responder a sus preguntas y no le informa de nada. Sin embargo, en el transcurso del mes siguiente, un noviembre sombrío y desapacible, observando el comportamiento de su madre, interpretando sus obstinados silencios y sus recaídas en la tristea, Ringo llegará a la conclusión de que ella y el Matarratas se han citado secretamente en el piso de la señora Mir, después que él lo abandonara, por lo menos un par de veces, siempre de noche y en domingo.

Todo empezó el día que su madre, mientras ordenaba cosas en una bolsa a espaldas suyas -él alcanzó a ver un cartón de tabaco rubio y unos sobres de carta-, se quejó de fuertes dolores de cabeza y cervicales y anunció que esa noche iría a ver a su amiga Victoria. Necesito alguna pomada milagrosa de las que ella prepara, dijo. Repetirá la visita dos semanas después, también en domingo y de noche, y en ambas ocasiones, por su estado de ánimo al volver a casa, más desalentada y angustiada que al ir, Ringo deduce que se ha entrevistado con él. Deja entender que lo sabe, e inmediatamente se siente arropado por una mirada escrutadora y cariñosa que niega los encuentros y le prohíbe terminantemente, con los ojos húmedos, hablar de su padre en casa y en cualquier parte, por el bien de todos, de mucha gente, y hasta acaba diciéndole que lo mejor es que no piense más en él, o que piense en él como si ya estuviera muerto o como si se hubiera ido para no volver. Ringo lo interpreta como el deseo de librarle de cualquier sentimiento hacia el Matarratas que implique la obligación de justificarle o protegerle, o de indagar en sus actividades secretas y en su paradero actual.

Sin embargo, y como desmintiendo con ello sus propios recelos y prevenciones, se apresura a informarle de otras urgentes obligaciones. La primera y más importante, salvaguardar el puesto de trabajo de su padre en el tostadero nocturno del señor Huguet, buen amigo y protector de la familia. Y le explica: previniendo lo que podía pasar, hace ya tiempo que su padre había llegado a un acuerdo con el señor Huguet para que, en caso de tener que ausentarse más tiempo del previsto, permitiera que el chico lo sustituyera, en espera de su vuelta.

– No me gusta que tengas que ir, hijo, pero necesitamos el dinero. Son cincuenta pesetas a la semana que nos vienen muy bien. Es un precio de favor que nos hace el señor Huguet. Serás un buen ayudante, el señor Huguet no tendrá queja de ti, estoy segura.

– Pues claro. No te preocupes.

Sabe lo que le espera, aunque no por cuánto tiempo. Alguna vez su padre le había hablado de este trabajito extra que se debía a la generosidad y a la confianza que le dispensaba el señor Huguet. Viudo y con dos hijas solteras, el señor Huguet había sido factor de la RENFE en la estación de Sants, trabajo que perdió al ser denunciado por su pasado anarcosindicalista. Un cuñado suyo, que tiene un colmado importante en la calle Aragón, le metió en el negocio del torrefacto. La puesta a punto y el manejo de la tostadora no exige un gran esfuerzo, le había comentado alguna vez el Matarratas, sólo un poco de maña. Hace años el señor Huguet lo hacía solo, pero ya está viejo y necesita ayuda. Cuatro días a la semana, lunes, miércoles, sábados y domingos, hay que levantarse a las dos de la madrugada y salir a la calle bien abrigado, aunque la casa del señor Huguet está cerca, tres minutos andando hasta el pasaje Oliveras, un callejón recóndito cerca del campo de fútbol del Europa. El señor Huguet te abrirá la cancela del jardín envuelto en un viejo albornoz y una gran bufanda. Con la linterna en la mano y dando traspiés, te guiará hasta el cobertizo, donde ya tiene encendido el petromax que todo el rato emite un silbido rencoroso. Deberás preparar la leña para el fuego y los soportes de hierro que sostienen el tambor donde irá la mezcla de café y azúcar. Esa mezcla la hace Huguet pesando cuidadosamente las partes en una balanza mientras yo me ocupo del fuego. No esperes muchas palabras de Huguet, no es hombre dado a la conversación. Luego, cuidando que las llamas se mantengan siempre igual, para que no se altere el calor, ya todo será darle vueltas y más vueltas a la manivela haciendo girar sobre el fuego la esfera metálica donde se van tostando los granos de café azucarados. La masa del torrefacto gira y gira dentro del tambor con un rumor de olas en una playa pedregosa, y, jolines ¿quieres creer que eso es lo único que oyes durante tres horas metido en aquel barracón?, le explicará Ringo al Quique. Pero no es un trabajo matador. Puedes hacerlo sentado en una banqueta o en el suelo, y mientras tanto el señor Huguet dispone el cedazo donde volcaremos el humeante torrefacto, cuando esté bien tostado, y donde lo dejamos enfriar un rato, y luego sólo queda coger los granos con una pequeña pala e ir rellenando las bolsitas de papel satinado, un cuarto de kilo en cada una de ellas, y ya está. Cuando me voy, el señor Huguet me regala una bolsa para mi madre.

De vuelta a casa con la bufanda tapándole nariz y orejas, caminando solo por las calles desiertas, solitario y furtivo y lleno de furia bajo la macilenta luz de las farolas y de las ramas peladas de los tilos del paseo del Monte, los dedos perfumados por el torrefacto se ponen a teclear en el aire limpio de la madrugada.

A mediados de diciembre y de improviso, el frío se hace tan intenso que al atardecer las vidrieras empañadas del Rosales sólo permiten ver una mancha de luz difusa y amarillenta en el interior. La ventana junto a la que Ringo se sienta a leer recoge de vez en cuando figuras que pasan dobladas y presurosas por la calle, borrosas siluetas confundiéndose con las persistentes sombras de la imaginación. Porque en cuestión de unos pocos días, además de la llegada del frío y del trabajo nocturno en el tostadero, se han producido algunas novedades que en la taberna adquieren una especial resonancia. La primera es que, gracias a su mejorada salud y a su buen comportamiento en el manicomio de San Andrés, al ex alcalde Mir le conceden quince días de permiso para que pase las fiestas de Navidad y Año Nuevo en casa, en compañía de su mujer y su hija. Se dice desde hace tiempo que ya no reconoce a ninguna de las dos, que está majara del todo y sin arreglo posible, pero no va a ser verdad; no del todo, cuando menos. Un atardecer lluvioso lo ven bajar de un taxi frente a su casa apoyándose en el brazo de Violeta, pálido, mucho más delgado y con la mirada mortecina, pero con el mismo perfil belicoso y rapiñador de siempre, impecablemente peinado y con más brillantina y tenebrosa viscosidad en el pelo que antes. La señora Paquita dice que se mareó en el taxi y por eso parecía enfermo, pero que de la cabeza está la mar de recuperado, que el tratamiento le va de maravilla y por eso le permiten celebrar estas fiestas tan entrañables en familia. Por eso y por su buena conducta.

– No es verdad -dice el gordo Agustín detrás de la barra, donde nunca se sabe si está de pie o sentado-. A ningún loco peligroso lo sueltan por buena conducta.

– Lo han soltado con permiso de la autoridad militar -comenta el señor Carmona en la mesa del subastado-. O de los falangistas. Los suyos, vaya.

– ¡Tampoco! -refuta el tabernero, disponiendo tres copas de grueso cristal para los carajillos-. A ver quién lo adivina.

– El permiso lo daría su loquero particular -opina el señor Rius sirviendo cartas de la baraja con la mayor parsimonia-. Tratándose de un alcalde que fue cocinero en la División Azul, tendrá su loquero particular, digo yo, y sólo él puede dar el visto bueno…

– ¡Pues no! El permiso y el visto bueno los da su mujer. ¡Si está más que claro! -insiste el señor Agustín sirviendo las copas en la mesa de los jugadores-. ¿Por qué? Pues porque cree que su marido ya no se entera de nada, de lo pirado que está. Si no, de qué lo iba a traer a casa, cuando todavía espera repescar al fulano… ¿Has visto tú una familia más tronada que esa, que todo se lo debe a que el marido se fue a Rusia a pegar tiros?

– ¡Ya está bien, Agustín, por favor! -protesta su hermana-. Pobre Vicky. Ha sido su hija la que lo ha sacado de allí. Y digáis lo que digáis, lo han curado. No parece el mismo.

– Yo nunca he creído que estuviera loco del todo, Paqui -dice el señor Carmona-. Pero es verdad que parece otra persona.

– ¡Qué otra persona ni qué hostias en vinagre! -suelta el señor Agustín-. Es el mismo fachendoso de siempre. Ya no va fardando por ahí, ni grita ni se mete con nadie, es verdad, pero aquí le tienes dos veces al día reclamando su copita de Tío Pepe y haciéndose el distraído a la hora de pagar. Siempre se fue sin dar ni siquiera las gracias y pretende seguir haciéndolo, por su cara bonita y su camisa azul, el muy cabrito. Será otra persona, pero en cuanto puede se aprovecha de uno… Ayer vino con la idea de seguir cobrando la cuota del Auxilio Social y la voluntad para sus Campamentos Juveniles a cambio de no denunciarme por vender tabaco rubio. La misma cabronada de antes, cuando era alcalde. Y me consta que anda reclamando en otras tabernas del barrio.

En el trato directo, insiste el señor Agustín, muestra resabios del sujeto abusivo y mandón que nos tocó las pelotas, vestigios de una chulería que muchos dieron por felizmente liquidada con aquel pistoletazo en la escalinata del santuario de San José de la Montaña, y se equivocaron.

– Hay todavía quien baja la vista ante él, señores, por si no se han dado cuenta. Porque chiflado o cuerdo, es el mismo de siempre.

Viéndole caminar por la calle, despacio y con talante pensativo, o parado delante del mostrador del Rosales, mirando con fijeza su copita de manzanilla y sin mostrar interés por la parroquia ni deseos de hablar con nadie, ni siquiera de reprender la algarabía juvenil en torno al futbolín, se diría en efecto que es un hombre nuevo. Su mirada es más sombría, está más flaco y viste ropas holgadas que no le son propias, una americana de pana que parece de otra persona y a ratos una boina negra calada hasta las orejas, pero lo más novedoso en él es una actitud ensimismada, una gestualidad retardada y reflexiva, como si leyera en el aire las instrucciones de lo que debe hacer o decir. Sin embargo, según tarda muy poco en saberse, esa aparente formalidad no le impide disfrutar de los quince días de libertad que le han sido concedidos, y sorprender con algunas escapadas de casa. Asiste a los cultos religiosos de Las Ánimas y a la misa del gallo acompañado por su hija, incluso a la solemne ceremonia de la Navidad del Pobre, erguido al pie del altar y rodeado por la Congregación de Damas Pías, y también a la representación teatral deLos Pastorcillos de Belén a cargo del Cuadro Escénico parroquial, pero a pesar de esas puntuales comparecencias piadosas, que la feligresía comenta y celebra, otros testimonios y rumores, de origen tabernario y maldiciente, eso sí, pretenden que el ex alcalde siempre fue un hipócrita y un meapilas y al mismo tiempo un golfo y un mujeriego, o para ser más precisos, un redomado putero. Pocos días antes de la festividad de Reyes, en el Rosales se comenta jocosamente que ha sido visto en el bar Quimet de la Rambla del Prat en compañía de una meuca, con una guitarra en las manos y comiendo cacahuetes que ella le iba tirando a la boca. Roger y el mayor de los Cazorla lo confirman, estaban allí y se troncharon de la risa con su actuación. También se dice que otra noche lo vieron entrar en el Panam's, un cabaretucho de las Ramblas, y el Quique, bueno, el Quique afirma que tan majara no estará, porque lleva en el bolsillo dos o tres condones, que él los ha visto.

Pasadas las fiestas navideñas, una tarde lluviosa, Violeta y su padre se dirigen bajo un paraguas calle abajo hasta la plaza Rovira, donde esperan que pase un taxi. Ese día el ex alcalde sí que parece otra persona: triste y abatido bajo el paraguas que sostiene Violeta, con la boina hasta las cejas y mirándose las manos obsesivamente, deja que su hija lo arrope con la bufanda y le abroche un botón de la gabardina. Poco después toman un taxi y desaparecen bajo la lluvia en dirección a San Andrés. A los tres días, aquejado de una dolencia hepática, el señor Mir es ingresado de urgencia en el hospital del Mar.

Más o menos en torno a estas mismas fechas, exactamente tres días después de cumplir los dieciséis años, un once de enero al caer la tarde, Ringo está leyendo en su mesa del Rosales cuando entra Roger diciendo que en el cine Delicias han matado a una mujer. Pero no en la platea, tampoco en los lavabos o en el vestíbulo, sino en la cabina de proyección. Una historia extraña, un misterio, según se irán conociendo más detalles. La víctima es una prostituta y la han encontrado estrangulada con una corbata negra sobre una pila de bobinas enlatadas junto al proyector. Dicen que el asesino es el proyeccionista, y que la policía lo encontró sentado en la última fila de la platea cuando aún no había terminado la película. De momento no se sabe nada más. Han desalojado el cine y lo han cerrado y precintado por orden gubernativa. El Quique y un chaval de su calle, que se colaron en la primera sesión de la tarde, dicen que hubo un corte de película que duró más de la cuenta. PoníanLa calle sin sol y Gilda, que se cortó cuando ella en el casino empieza a descorrer la cremallera de su vestido diciendo no se me dan bien las cremalleras, pero si alguien quiere ayudarme… y entonces un admirador de entre el público se ofrece. Ahí fue cuando la película se cortó, explicó el Quique, y añadió que él ya se lo esperaba, porque cómo no iban a cortar una peli así, con una tía tan buena quedándose en pelota viva…

En el transcurso de los días siguientes se sabrían más cosas; que lameuca era una china muy guapa, ex acróbata y artista de varietés, que había sido algo más que amiga del ex alcalde Mir y que no fue estrangulada con una corbata, sino con una media negra.

– Con una película -afirma el señor Agustín-. La taquillera la vio cuando se la llevaban. Dice que el mismo asesino llamó a la policía, pero que luego no supo explicarse, se quedó como alelado.

– Parece que la muerta llevaba el abrigo puesto, pero nada debajo -aventuró el Quique.

No se habla de otra cosa durante algún tiempo, especulando sobre la personalidad de la víctima y los motivos del asesino; que si la habría matado por celos, que si ella vivía en lo alto de la calle Verdi y tenía un hijo, que no era una puta china sino aragonesa, y también que la vieron muchas veces entrando o saliendo de la comisaría de policía de la Travesera. Hasta que se agota el tema y el animado coloquio de los parroquianos deriva en otros asuntos, y lo mismo ocurre con el chismorreo sobre la recuperada estabilidad mental de Ramón Mir atribuida a su reciente y decidida adicción al jolgorio y al puterío, de modo que todo acaba nuevamente diluido en el limo invernal por el que resbalan los días, en la grisura uniforme que el barrio y la ciudad soportan como un estigma, y uno vuelve a pensar que las cosas que de verdad importan en la vida han de ser otras y pasan lejos de aquí, lejos de nosotros. A ver sino, chicos: Larry Darrell renuncia a la bellísima Isabel y emprende la ruta del Himalaya en busca de la fuente de la sabiduría sobre el filo de la navaja, el joven Nick Adams contempla las truchas que mueven las aletas afrontando la corriente veloz del río de los dos corazones, Jay Gatsby rema afanosamente en su pequeño bote hacia el lujoso yate de un gángster, hacia un sueño que será su perdición, y Ringo se instala una vez más en su mesa de la taberna junto a la ventana y observa el declive de la tarde sobre la calle que, al igual que todos los domingos a esta hora, parece repentinamente inhóspita y abandonada.

Al poco rato, la señora Mir y Violeta salen de casa y bajan por el centro de la calzada cogidas del brazo, peinadas de peluquería y endomingadas. Caminan con nerviosa premura, cuchicheando y apoyándose la una en la otra. Una vez más, la madre acompaña a la hija al baile del Verdi, o quizá al de la Cooperativa La Lealtad. Según comentarios de la pandilla, la elección del local era cosa de la madre y depende siempre de las expectativas que el domingo anterior pudieran haber suscitado las atenciones y buenas maneras de algún joven para con Violeta; cuántas veces la había sacado a bailar, si la había invitado o no a un refresco, si el chico era bienhablado, si le daba conversación o si solamente quería arrimarse y restregar el nabo. La madre tiene ojos en el cogote, decía el Quique, antes de que te empalmes ya sabe a qué vas.

Como cada domingo, al pasar por delante del Rosales la señora Mir suelta el brazo de Violeta y entra a saludar a la señora Paquita. A veces, después de la pregunta habitual, se queda conversando con ella unos minutos y se toma una copita de coñac. Violeta la espera en la calle, paseando arriba y abajo por la acera con aire pensativo y luciendo un sorprendente pelo escarolado alrededor de su tez pálida, un abriguito de paño gris con solapas y puños de terciopelo, guantes de lana roja y zapatos lila de medio tacón. Una vez más, su madre le ha dicho que enseguida sale, que es cuestión de un minuto, pero ella sabe que no. Sabe que si la primera copa la apura de un trago, pedirá la segunda para vaciarla a sorbitos y perder la noción del tiempo.

– Ponme otra, Paqui -dice la señora Mir acodada en la barra-. Estoy maltratando el hígado, pero no temas, reina, aguantará. Y así voy con el corazón más calentito. Hasta la calle Montseny hay una buena tirada y hace mucho frío.

– ¿Por qué no vais al Salón Verdi, que está más cerca?

– Es que en La Lealtad toca la orquesta de Mario Visconti. El vocalista es encantador, y muy melódico… Bueno, a mi hija le gusta.

Lo dice tosiendo y sin mirar a su amiga, hoy no quiere verse reflejada en sus ojos criticones. Va vestida y pintada de modo tan llamativo que da la impresión de llevar encima más cosas de las que uno puede captar a primera vista. Embutida en un chaquetón de lana gris con cuello de piel de conejo, deja entrever una blusa de color rojo cereza que hace juego con el furioso carmín de sus labios, y se muestra nerviosa, friolera y vulnerable, con la voz ronca y enfermiza, recompuesta toda ella mediante un maquillaje primoroso que le habrá llevado horas pero que no ha conseguido borrar las profundas ojeras ni el rictus amargo de la boca, y tampoco rescatar la viveza de los ojos, la chispa alegre e imprevisible de la mirada, que fue siempre su más elocuente respuesta al mundo. Su rostro ya no consigue aquella radical transformación que suscitaba crueles burlas, y debajo de los laboriosos afeites asoma ahora la mujer atada a los pormenores cotidianos de la vida y a un matrimonio roto. El chaquetón le huele a cordero mojado y lleva colgado del hombro un gran bolso de piel con flecos de trencilla. A tirones y ansiosamente se quita los guantes y tintinean los pesados brazaletes cuando con mano temblorosa acerca la copita a los labios, ocultándola con la otra mano ahuecada, como si la protegiera del viento o de miradas ajenas.

– ¿Te has mirado al espejo, Vicky?

– Más de lo que quisiera, bonita. No me regañes. Después de cada sorbo se queda unos segundos pensativa.

– No tienes buena cara -dice la tabernera-. Deberías guardar cama. ¿Por qué no dejas que Violeta vaya sola?

– ¡Huy, sola! ¿Cuántos años hace que no vas a bailar, ricura? Hay mucho gamberro por ahí, ¿sabes? Me da un repelús nada más verlos. -Entorna los ojos tiznados de rímel y fatalidad y añade-: Hoy la juventud es cruel, Paqui.

Levanta el hombro y se frota con él la oreja en un gesto mimoso que sugiere suntuosas pieles acariciando su cuello, suspira y hurga afanosamente en su bolso hasta sacar un paquete de Chesterfield. Se queda con el cigarrillo pinzado entre los dedos, pero no lo enciende. Lo balancea hábilmente, ensimismada.

– Tu hija se está helando en la calle -dice la señora Paqui-. Dile que entre, mujer.

– Prefiere esperar ahí fuera.

– No comprendo por qué no la dejas entrar.

– Yo sí la dejo. Es ella que no quiere.

– Dile que la invito a un cortadito, anda.

– ¿Yo? Díselo tú. Sal y díselo, verás lo que te contesta.

– ¿Por qué? ¿Qué le pasa?

– Creo que es por esa pandilla del futbolín. Dice que se burlan de ella, que son unos guarros. No quiere ni verlos, y con razón. Los chicos de hoy en día son pura caca.

– Pero ya no están. Hace rato que se fueron.

– Es igual. Es muy tozuda, ya lo sabes.

– Yo diría que no le gusta verte aquí, Vicky. -Le llena el vasito de sifón hasta el borde-. Toma. Esto es lo único que deberías beber.

– Oh, ya lo puedes tirar. -Y con la risita nerviosa-: He suprimido el sifón de mi dieta, cariño, me da acidez.

– Mira, no le veo la gracia.

– ¡Ay, Paqui, me aburres! Servidora tiene sus obligaciones, ¿comprendes? Mi marido en el hospital, no saben si tendrán que operarle, y yo de aquí para allá todo el santo día. Y si supieras las malditas ganas que tengo de ir al baile, con este frío. Pero hay que alegrarle un poco la vida a esta niña. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Es tan rarita, la pobre. ¿Cómo vamos a encontrarle novio, si nunca sale de casa?-Observa a su hija en la calle a través del vidrio empañado de la puerta-. Mírala. Cuando se arregla un poco está mona, ¿no te parece, Paqui? A que sí.

Con muy pocas variantes, con o sin permanentes, con o sin imaginarias pieles de lujo en los hombros, pero siempre con Violeta esperándola en la calle, la escena se repite cada domingo, un preludio habitual antes de acudir al baile. También en días de entre semana y a cualquier hora. Siempre que la señora Mir pasa por delante de la taberna, yendo o viniendo de sus asuntos, se para y entra, y la consabida pregunta, la única y verdadera razón por la cual ha entrado, la pregunta que no parece dispuesta a dejar de formular por muchos chascos que se lleve, a menudo precede al saludo y a cualquier otra forma de cortesía, incluso a la urgente petición de bebida:

– ¿Alguna novedad, Paqui?

Por vez primera, la señora Paquita deja traslucir en la respuesta una hostilidad mal controlada, a pesar del trato cariñoso.

– ¿Novedad? ¿Qué novedad, tesoro?

– ¡Cachis la mar! ¡Mi carta, qué otra novedad va a ser!

– ¿Ya estamos otra vez? No, no ha llegado ninguna carta.

– ¿Qué te pasa, reina? ¿Estás enfadada conmigo?

– Estoy… cansada, Vicky.

– Sólo te he hecho una pregunta. ¿Es que ya no voy a poder ni preguntar?

– Te avisé, te dije que no te hicieras muchas ilusiones…

– ¡Ah, vaya, esta sí que es buena! Lo que me dijiste es que había que esperar, ¿no te acuerdas? Eso es lo que me dijiste… ¿O es que sabes algo más y te lo callas?

– Claro que no, Vicky. Pero yo que tú me olvidaba de esa carta de una vez por todas… Vamos, que no la esperaría. Ya no.

– ¡Ah, pero yo no soy tú, bonita!

Lo dice desafiante y zalamera, sonriendo con el cigarrillo rubio sin encender oscilando entre las uñas rojas y centelleantes, pero su amiga sabe que detrás de esta sonrisa hay un hondo desconsuelo, una persistente congoja, inexplicable después de tanto tiempo de inútil espera, cuando ya el desencanto y la resignación deberían prevalecer. Nada en su terca actitud ha cambiado en los últimos seis meses, nada salvo su aspecto, muy desmejorado a pesar del maquillaje y la diversidad y variedad de permanentes. Muy tiesa sobre los finos tacones de aguja, reprimiendo un leve estremecimiento en la nuca, una mano en el borde del mostrador y la otra en la cintura, como un pájaro que se dispusiera a emprender el vuelo, mira por encima del hombro a los parroquianos que juegan a la manilla o al subastado bajo el velo suavemente ondulado de humo azul que flota sobre sus cabezas inclinadas, atentas a los designios de la baraja; los mira y pilla alguna mueca socarrona que acaso le hace pensar que chismorrean de nuevo a su costa, pero no hay agravio ni amargura ni resentimiento en su mirada, sólo una mezcla de desencanto y risueño estupor; los ojos azules muy abiertos son los de una mujer que ha sufrido una suerte de alucinación, satisfactoria en algún sentido, pero de naturaleza indescifrable.

Un poco más allá de la partida de dominó, sentado a otra mesa y con el libro abierto ante sí, el chico de Berta aparta intencionadamente los ojos de ella para mirar la calle a través de la ventana con obstinada fijación, y por un instante la mirada de la señora Mir languidece. Muchacho, muchacho, por favor, un poco de formalidad, podría leer él en su cara si se atreviera a mirarla, ¿es que no piensas cumplir tu promesa? ¿Es por eso que ahora no quieres mirarme?

– ¡Qué canción más bonita, Paqui! -exclama de pronto parando la oreja-. ¡Ay, mira, me gusta porque… porque…!, ¡no sé por qué!

– ¿Qué canción?

– ¿Estás sorda? Esa que dan por la radio.

Su mirada conmovida permanece un rato colgada en el aire, el corazón y la memoria conectados a un hilo musical que sólo ella percibe. La radio está muda en un extremo del mostrador, con una servilleta y un palillero encima.

– Qué tonterías dices, Vicky. La radio está apagada.

– ¡Tú sí que estás apagada!

La colipava oye la canción porque lleva la canción en sus rumbosas caderas todo el rato, pensarían seguramente los jugadores de dominó cercanos a la barra si aún prestaran alguna atención a lo que dice, si aún compitieran en la burla cafre y el vulgar chascarrillo que tantas veces prodigaron a su costa el pasado verano. La cabeza de chorlito luce hoy una gran escarola rubia, profusamente rizada y juvenil. Mírala bien, mira su boca brillante de carmín rojo amapola, el colorete en las sobradas mejillas, las pestañas pringadas de rímel. Como una mona de Pascua.

– Lo único que quiero para mi hija es que un día pueda valerse por sí misma -dice después de otro sorbito de coñac-. Es lo único que quiero, Paqui. Que para ser feliz no tenga que esperar a que a un zángano sin corazón le entren las ganas de acostarse con ella, ¿me entiendes? Hoy en día las chicas no saben lo que quieren, no tienen criterio. -Otro lengüetazo a la copa y añade-: Sé muy bien de qué hablo, porque yo también pasé por eso… ¿Te acuerdas de Ricardo, Paqui? El guapetón aquel, Ricardo Taltavull, el hombre de los chasquidos asquerosos. ¿Cómo pude fijarme en un hombre que se hurga las orejas con una cerilla y que hace extraños ruidos con la boca, como si dentro tuviera siempre un gargajo…? ¡Demasiada porquería junta, ¿no te parece?! ¡Había que estar ciega para no verlo! Pues mira, coladita estuve por él durante casi un año. Son cosas que una no se explica, pero ocurren.

– Solamente a ti, Vicky -se lamenta la señora Paquita-. A ti solamente le ocurren estas cosas.

– Ay, chica, quién no ha amado alguna vez a quien no le conviene. -Otra pausa y otro trago-. Y encima, cada vez hay menos trabajo, no sé por qué. Debe ser que ya nadie se duele de nada. A la clínica ya no voy hace la tira, ya no me llaman… Claro, dicen que ahora la penicilina lo cura todo. ¿Sabes qué pienso, Paqui? Que esta puñetera penicilina me está dejando sin clientela.

– Tonterías. Ni que fuera la purga de Benito. Verás como este invierno se anima la cosa y te viene más gente…

– Ya no quedan hombres herniados, Paqui. Mujeres con dolor de espalda, las que quieras. Pero hombres herniados, ni uno. Yo tenía una buena clientela de hombres herniados… En cuanto a la carta, a lo mejor tu hermano sabe algo…

La tabernera prueba a cambiar de tema:

– Oye, creo que me vendrían bien unas friegas, Vicky.

– ¿Has preguntado a Agustín?

– El problema es que no paro en todo el día, y no me queda tiempo para nada.

– ¿Quieres callarte mientras hablo, Paqui, por favor?

Cierra los ojos un rato y luego dirige una mirada lastimera al guapo patizambo del calendario, al futbolista que debería haberse arrodillado para la foto. Con todo, no puede dejar de admirar una vez más el soberbio entramado muscular por encima de sus robustas rodillas, así como el gesto altanero de la cabeza con la frente vendada, el agreste desafío al porvenir. Apura la copa, paga y se despide de la tabernera, que insiste en que debería volver a casa. Ya con la puerta abierta, antes de salir, se vuelve y sus ojos buscan por segunda vez al hijo de Berta agazapado junto a la ventana con su carita de sueño: ¿qué hay de la promesa que me hiciste, muchacho?

Bajo la pesadez de los párpados capta el mudo reproche de la mujer. Este domingo tampoco, señora, lo siento. Desde que trabaja de noche arrastra sueño todo el día, y encima el aroma a torrefacto que desprenden su chaqueta y su bufanda lo adormece aún más, obrando como un somnífero. Y como los ojos también se le cierran sobre las páginas del libro, frota con la mano el cristal empañado de la ventana y recupera la imagen de Violeta esperando en la calle. Ahora está en el bordillo de la acera de enfrente, muy quieta y con los pies juntos, las manos enguantadas apretando contra el vientre un monedero barato de plexiglás amarillo, y sobre todo con la cabeza gacha, evitando así que los transeúntes la miren a los ojos. Cuando ve a su madre salir del bar, se reúne con ella y se cuelga de su brazo con aire sumiso, y las dos se alejan calle abajo por el centro de la calzada, muy juntitas y dándose calor mutuamente, como dos jóvenes amigas que van al baile en busca de emociones. La madre camina no muy segura sobre los altos tacones y susurrando algo al oído de la hija, que escucha cabizbaja y en silencio, con aquella incongruencia sensual que Ringo verifica una vez más, incluso de lejos y viéndola de espaldas: unas piernas francamente bonitas y una cara fea, unos andares precavidos y un trasero brioso.

Media hora después consigue fijar la atención en el joven Michael Furey plantado en un remoto jardín de Galway, aterido bajo la lluvia y mirando la ventana de su amada. El aura fatalista de la escena le desvela durante un buen rato, hasta que de nuevo el sueño y otro ramalazo de mala conciencia acaban por aturdirle y opta por cerrar el libro. Se levanta y sale del bar, quedándose parado en la acera. Son algo más de las cinco y está anocheciendo. ¿Pero por qué?, se pregunta, ¿quién te obliga a cumplir una estúpida promesa a una mujer medio chiflada que busca novio para una hija fea? Nuevamente entra en el bar, le pide a la señora Paquita favor de guardarle el libro y sale liándose la bufanda al cuello, mirando en la acera de enfrente el balcón de la señora Mir invadido ya por las sombras. Se para un instante y piensa: es lo menos que puedo hacer, pero no se decide a dar el primer paso. En el balcón, la desflecada palma pascual uncida a la herrumbre de la barandilla desde hace casi dos años, reseca y maltrecha por la larga exposición al sol y a la intemperie, está parcialmente desprendida y amenaza con caerse a pedazos en la calle. Ringo cree ver una luz que se enciende detrás de los cristales del balcón y una sombra cruzando fugazmente el comedor. Y algo que no llega a ser un sentimiento, solamente ese leve escozor en la conciencia, lo pone finalmente en marcha diciéndose por enésima vez es lo menos que puedes hacer, chaval, dejarte caer por allí con el único propósito de avisarlas.

Nunca antes había estado en la Cooperativa La Lealtad, pero al terminar de subir las escaleras y enfrentarse a la pista de baile, en el primer piso, todo le resulta familiar, de tantas veces como ha oído al Quique y a Roger hablar del local y de sus condiciones tan propicias para apalancarte una chavala, sobre todo en las calurosas noches de verano, cuando la balconada sobre la calle Montseny está abierta y algunas parejas salen a tomar el fresco y de paso a meterse mano. La orquesta toca una rumba, el vocalista viste una chaqueta azul celeste con solapas de purpurina plateada y agita las maracas. La pista está abarrotada de parejas bailando y a su alrededor pequeños grupos de jóvenes charlan y dan voces, de pie o sentados en sillas plegables. Corbatas vistosas, tupés y brillantina, americanas con mucha guata en las hombreras, muchachas con rebecas, con medias y calcetines. No ve al Quique ni a los demás, habrán ido al Verdi. Tarda un poco en localizar a Violeta. No es de esas que se quedan al borde de la pista esperando que las saquen a bailar, sumisas o mirando a los chicos con descaro y arqueando la cadera; sabe que alineada con ellas tiene pocas opciones, aunque a juzgar por donde se halla ha renunciado a cualquier posibilidad. Ocupa una silla en la pared del fondo, cerca de una de las salidas al larguísimo balcón, ahora cerrado, y está diciéndole que no a un chico flaco y orejudo plantado chulescamente ante ella con los brazos en jarra. Sujetando los guantes y el pequeño monedero de plexiglás en el regazo, niega con la cabeza una y otra vez, y ni siquiera le mira. Las luces enmarañadas del local no la favorecen nada. Ahora, sin el abrigo, luce una falda plisada color naranja y bastante corta, una blusa malva de satín y una cinta negra y estrecha alrededor del cuello. Antes de quedarse otra vez sola, ya ha visto a Ringo abriéndose paso al borde de la pista, malcarado y esquivo, con la americana sin abrochar y las manos en los bolsillos, el pelo alborotado sobre la frente y la bufanda marrón cruzada sobre el pecho como dos cananas.

– Hola, Violeta.

– Hola.

– ¿Y tu madre?

– ¿Qué…?-ladeando la cabeza para oírle mejor.

– Tu madre. ¿No ha venido contigo?

– ¿Te importa mucho?

– Es que vengo a decirle una cosa… He visto algo muy extraño.

– ¿Ah, sí?

– Sí. Hay que avisar a tu madre enseguida… En serio. ¿Dónde está?

La orquesta toca de forma tan estridente que ahoga sus palabras. Pasea la vista por los alrededores, sin resultado. Recuerda el cachondeo de la pandilla en el Rosales: la madre se queda colgada en la barra del bar y la hija se deja magrear en el balcón o en los lavabos: es pan comido, chaval. Violeta cruza las piernas muy despacio y con la mano recompone aplicadamente un pliegue de la falda plisada. Luego le mira con dureza.

– Quítate la bufanda, ¿quieres? Sólo de verla me da calor. ¿Qué tienes que decirle a mi madre?

– Que alguien ha entrado en vuestra casa. Ahora mismo hay luz en el comedor, se ve desde la calle. ¡Te lo juro! Me di cuenta al salir del bar. Hay alguien dentro, seguramente un ladrón… ¿Dónde está tu madre?

Ella lo mira en silencio, pensativa, sin el menor síntoma de alarma.

– ¿Luz en el comedor?

– ¡Te lo juro!

– ¿Cuándo lo has visto?

– Ahora mismo, hace un cuarto de hora. El tiempo de venir aquí andando.

– ¿Ah, sí?-De nuevo se queda pensando, tranquila y con media sonrisa, mientras endereza otro pliegue en la falda-. ¿Y has venido por eso, porque piensas que hay un ladrón en casa?

– Bueno, a ver, yo sabía que estabais aquí, ¿no? Os vi salir de casa, a ti y a tu madre… ¿Qué quieres que piense, si hay luz y allí no queda nadie?

– Mamá se olvidaría de apagarla.

Ringo se quita la bufanda, coge una silla y se sienta a su lado.

– ¿Estás segura? Alguien ha podido entrar por el balcón, agarrándose a la barandilla… La palma se ha desprendido, está a punto de caer.

– ¿Ah, sí?

– Podría ser que hubiera vuelto, y si no tiene llave…

– ¿Que hubiera vuelto quién?

– El cojo, aquel amigo de tu madre.

– ¡No me hables de ese hombre! ¡Ojalá se haya muerto!

– Pues hay luz en el comedor, Violeta, te lo juro. Tenemos que avisar a tu madre. ¿Dónde está?

– Dónde va a estar. En el bar. -Y mirándole maliciosamente-: Ya entiendo. Quieres que mamá te vea, ¿verdad?, que sepa que has venido… aunque sea con la excusa de haber visto a un ladrón.

– ¿Yo?

– Tú, sí. Porque te hizo prometer que vendrías, ¿crees que no lo sé? Yo los trucos de mi madre me los sé todos.

– ¿Pero qué dices? He venido porque he querido. A mí no me obliga nada ni nadie. Yo esta tarde pensaba ir al cine Verdi, conque ya ves… PonenLa bestia de nueve dedos, ¿la has visto?, va de un pianista al que le cortan un dedo y se convierte en un asesino, por venganza, pero sigue siendo el mejor pianista del mundo… Es Peter Lorre. Iba a sacar la entrada cuando me dije, nano, no está bien lo que haces, deberías ir a avisar a Violeta y a su madre de que alguien ha entrado en su casa.

– No me digas. Pues vale, ya estamos avisadas. Ahora explícame esto: ¿por qué le prometiste a mi madre que vendrías a bailar conmigo, si no te gusta bailar, que yo lo sé?

El porqué de ningún modo piensa decírselo. Él mismo no está seguro. Violeta sonríe burlonamente y añade:

– Pero tranquilo, hombre. No tienes que sacarme, si no quieres.

– Pues claro, qué te crees. He venido por lo que te he dicho -insiste, escrutando el perfil descreído, mientras la orquesta ataca los primeros compases de un mambo que provoca en la pista de baile una explosión de júbilo y chillidos femeninos-. ¿Es que no te importa que un extraño se haya colado en tu casa?

Violeta se vuelve despacio y se encara con él.

– Pero bueno, ¿es que no lo sabes?

– ¿Saber qué?

– ¿De verdad no estás enterado?-inquiere con sorna, mirándole fijamente a los ojos desde muy cerca, como si quisiera hipnotizarle-: ¿De verdad de verdad no sabes nada? No puedo creerlo…

– ¡Te repito que he visto una luz en tu casa! ¡Que me muera aquí mismo si miento!

– Está bien, había luz. Y ahora dime una cosa… ¿Qué hay de tu padre, qué sabes de él?

– Mi padre está en Francia -dice rápido-. ¿Y qué tiene que ver…?

– Pues da la casualidad que tiene mucho que ver. Si yo te dijera que esa luz podría haberla encendido él, ¿me creerías? Porque tiene llave del piso. Mamá se la dio, y últimamente se ha visto allí con tu madre más de una vez, siempre de noche. No me digas que no lo sabías. Listo. -Descruza las rodillas y vuelve a cruzarlas de forma brusca y resolutiva, y por un instante la sugestión del gesto puede más en él que la mal simulada sorpresa por lo que acaba de oír. Enseguida reacciona como pillado en falta y traslada la mirada a las manos que descansan en el regazo. Los dedos largos y delicados, de movimientos pausados y envolventes, juguetean con el monedero de plexiglás-. ¿Por qué se veían en mi casa y como en secreto?, eso yo no lo sé. Pregúntale a tu madre.

– Mi padre está en Francia, te digo. Seguramente con tu tío. Y yo sé por qué…

– No quiero que me expliques nada -corta Violeta-, no quiero saber nada más. Menos mal que fueron unos pocos días, y casi ni me enteré. Estuvo todo el tiempo encerrado en su cuarto, sólo salía de noche, así que no me preguntes nada, porque no sé nada.

Mueve displicentemente los párpados, un tanto abultados, de espesas y rojizas pestañas, mientras Ringo, un poco aturdido por lo que acaba de oír, todavía está pensando en el balcón iluminado. Así que el Matarratas, de vez en cuando, aún se deja ver por aquí… En cualquier caso lo que ahora importa es que esa luz en el balcón, aunque empieza a no estar seguro de haberla visto, justifica su presencia en el baile, no la puñetera mala conciencia. Lo demás a mí qué hostias me importa. Y obedeciendo a un repentino impulso, desvela un íntimo anhelo, una fantasía que ha tramado secretamente alguna vez.

– Un día me iré a Francia, ¿sabes? Un día mi padre nos mandará llamar a mi madre y a mí, y nos iremos de este culo del mundo para siempre.

Violeta le mira con expresión incrédula.

– ¿Ah sí? Qué bien. ¿Y cuándo ocurrirá eso?

– No lo sé, depende de muchas cosas. -Baja la voz, y, en plan misterioso-: Habrá que esperar, y sobre todo no ir por ahí diciéndolo, ¿entiendes? Mucho ojo. Pero bueno, ya que estoy aquí…

Ya que ha venido, quiere decir, ya que él ha cumplido la promesa y ella está sola y tan disponible, con sus pechitos duros bajo la blusa y sus rodillas de manzana, sentada muy tiesa en la silla y siguiendo el compás de la música con un leve balanceo de la cabeza…

– ¿Quieres bailar?

– Uf. Estoy cansada. Además, a ti no te gusta bailar.

– Bueno, eso depende.

Se ha quitado la bufanda y no sabe qué hacer con ella. Después del mambo, el cantante melódico dirige con la mano los primeros compases de un lento y ladea la cabeza frente al micrófono ahuecando la voz empalagosa.

– El vocalista es una birria -dice Ringo.

– Es muy guapo.

– Tiene cara de cabra.

– Pues a mí me gusta.

– Y el pianista toca con un palo metido en el culo, se cree José Iturbi o algo así… Y mira el batería. Esta orquesta no vale un pito.

– Es la mejor. El mes pasado tocaba en el Salón Cibeles.

Permanecen otro rato callados, mirando las parejas que giran lentamente al borde de la pista. Un chico con una gran narizota y una repeinada cabeza de zepelín se planta ante Violeta con las manos en los bolsillos y la invita a bailar. Es todavía más feo que el otro, piensa Ringo. Ella le dice que no y el chico da media vuelta y se va cabizbajo. De pronto, Violeta le quita a Ringo la bufanda de las manos para colgarla en el respaldo de la silla.

– Qué bien huele esta bufanda -dice-. A café tostado, ¿verdad?

Él se encoge de hombros. La bufanda es una prolongación olorosa de sus noches secretas. Hace apenas doce horas colgaba de una percha en un rincón del tostadero mientras él le daba vueltas a la manivela sentado junto al fuego. Pero con Violeta no quiero hablar de ese fuego ni de esas noches.

– Anda, vamos -dice Violeta levantándose de pronto-. Que mamá vea que has venido. Está en el bar. Vamos, a qué esperas.

– ¡Que no, hostia, que no he venido por eso!

– ¿Ah, no?

– No. En cambio tú… ¿Me dejas que te diga una cosa? Tú no deberías dejarla sola, a tu madre, y menos en el bar. No deberías.

Aplausos para la orquesta. Violeta se queda mirándole, se deja caer en la silla de golpe y suspira cabizbaja, hociqueando en su propio descontento.

– Ya lo sé -dice con la voz repentinamente deprimida-. Pero es que no hay manera… Nada más llegar hemos vuelto a discutir, para variar. Se queda en el bar y no hay quien la saque de allí. Se ha quemado la mano con el cigarrillo y dice que ha sido un chico que estaba a su lado, que ella no ha sido, de ningún modo… Que estuvo a punto de caerse porque el chico se estaba burlando de ella y de mí. Seguramente se mareó. Siempre le pasa algo. Últimamente parece el pupas. Y es que, de verdad, no está bien, nada bien… ¿Y sabes por qué? ¡Todavía espera noticias del futbolista! ¡Mira si llega a ser boba!

– ¿Qué futbolista…?

– El cojo, quién va a ser. Ese viejo que dice que se rompió la pierna hace años, el señor Alonso -añade con la voz destemplada-. Menudo cuento se lleva con la pierna. Y eso de una carta, que la señora Paquita le contó a mamá, otra mentira del cojo. Seguro que nunca pensó en escribirle ni una postal.

– ¿Una carta?

– No me digas que no lo sabes. ¡Si es la rechifla en todo el barrio!

La orquesta sigue con boleros. Ringo se mira las manos, pensativo.

– Sí, bueno, algo he oído… ¿Qué crees tú que le diría el señor Alonso en esa carta?

– Vete a saber. Mentiras para hacer las paces, para volver a verla… Dios no lo quiera. Cada día que pasa, mamá está peor. Ya no sé qué hacer. Es como… como una enfermedad. El otro día discutió con la señora Grau, la llamó cotilla y la insultó, le dijo que estaba metiéndose en lo que no debía, y la mujer se vistió y se marchó furiosa y sin pagar. Seguro que no vuelve. Y no es la primera vez que pasa una cosa así… Habría que hacer algo, ¿sabes? Alguien debería decirle que este hombre está casado, por ejemplo, porque seguro que está casado, y con hijos, ocho hijos por lo menos. Y que estuvo en la cárcel… ¿Sabías que estuvo en la cárcel?

– No.

– Pues sí. Cuando conoció a mamá no tenía donde caerse muerto, acababa de salir de la Modelo o de un campo de concentración…

– ¿Cómo lo sabes?

– Le regaló a mamá un anillo muy bonito que él mismo había hecho con un hueso de cordero, o de no sé qué. Todos los prisioneros lo hacen. El tío Ramiro, antes de irse a Francia, también hacía anillos de hueso con una lima cuando estaba en la cárcel. Se lo recordé a mamá, pero no quiso escucharme. A mí nunca me escucha. Pero alguien debería convencerla de que este hombre es un presidiario…

– ¿Y por qué estuvo preso?

– ¡Qué más da! Por ladrón, o estafador, o estraperlista. Vete a saber. Sobre todo por rojo.

– No es lo mismo.

– Bueno, más o menos. -Violeta se encoge de hombros-. El caso es que es un embustero, un gorrón y una mala persona. ¡Mira que enredarse con un hombre así! ¡Es todo lo que papá odiaba! Un perdulario, un malhechor, un puñetero rojo…

– Pero no es una mala persona, Violeta. No lo es.

– ¿Tú qué sabes?

– Si le dices eso a tu madre, le causarás un gran disgusto.

– Bueno, y qué. Que sufra un desengaño. Porque, a ver, ¿quién es, de dónde ha salido ese individuo, por qué se nos metió en casa…? Seguro que es un barraquista. Juraría que vive en una barraca de Montjuich, por ahí por Can Tunis, o peor aún, en el Campo de la Bota. Una señorita catequista de Las Ánimas que va mucho al Somorrostro por obras de caridad lo vio un día con una pandilla de chicos jugando al fútbol en la playa, allá por las barracas de Pequin. Eso no se lo he dicho a mamá, sería capaz de ir a buscarlo en aquel basurero… ¿Tú has ido por allí alguna vez? ¡No hay más que ratas y mierda! Pero claro, el farsante nunca lo admitirá… ¿Cómo es aquello de antes se coge a un mentiroso que a un cojo? Pues mira, no es verdad.

– ¿Y qué piensas hacer?

– Me gustaría convencerla de que este hombre nunca volverá, y tampoco le escribirá ni nada de eso. Que se ha ido a trabajar al Brasil, por ejemplo, bien lejos, y que no piensa volver… Podrías decírselo tú. Decirle que viste cómo un día se despedía de todos en el bar.

– Eso es mentira. ¿Por qué no se lo dices tú?

– A mí no me creería. Desde el día que riñeron y lo echó a la calle, mamá no se cree nada de lo que le digo.

– ¿Y eso por qué?

Violeta calla y se queda mirando con ojos fríos las parejas que abarrotan la pista, las cabezas girando rendidas y sumisas al ritmo lento de melodiosos boleros.

– ¡Gggaaarrggg…! -gargajea hastiada-. Porque ella es así.

Aquí, esperando sentada que la saquen a bailar, bajo esta luz cruda y mecida por esta música insinuante, el desajuste entre sus piernas bonitas y su cara feúcha es más chocante y desalentador. Pero cuanto más llamativo es el desarreglo, más persistente es la atracción. Tal vez por ello, decide probar suerte otra vez:

– ¿Qué? ¿Bailamos?

Violeta hace un vago gesto con la cabeza que tanto podría querer decir que sí como que no, y se queda pensando unos segundos antes de contestar.

– No.

De nuevo se entretiene manoseando el monedero y corrigiendo los pliegues de la falda, moviendo los dedos con rapidez y delicadeza. Y de pronto se levanta.

– Bueno, sí -concede desdeñosa-. Porque has venido por eso, ¿no?

Con sólo rodear su cintura, rozando apenas con los dedos el suave repliegue de la espalda debajo de la blusa, la mano adivina el vigor de las nalgas poniéndose en movimiento. Incluso el dedo amputado detecta ese leve respingo que alegra el corazón. Ella ofrece la mano derecha alzada, húmeda y cálida, y, con los primeros pasos, él cierra esa mano con la suya y la retiene en su pecho propiciando la fricción más o menos casual. La otra mano de la muchacha descansa sobre su hombro, rozando la nuca, pero sujetando el pequeño monedero y los guantes y por tanto sin posibilidad de respuesta efusiva. Aun así, aun estirando ella el cuello y apartando la cara, él constata la docilidad del cuerpo dejándose atraer inmediatamente. Violeta le entrega el muslo izquierdo y lo mueve entre los suyos, aprisionado como sin querer y siempre un poco retardado con respecto a sus evoluciones, y él convoca la cálida oleada de la sangre en las ingles: necesita creer que está aquí por eso, por estos achuchones, que ha venido sólo a eso, ¿a qué si no, Quique, Roger, Rafa, muchachos, qué otra cosa podía traerle aquí, qué otro sentimiento podía llevarme a complacer a una cacatúa que busca novio para su hija?¿A qué podría venir uno sino a restregar el boniato en estos muslos, aunque sólo sea para verificar una vez más que a Violeta le da igual, que no responde a ningún estímulo, que no parece enterarse de la calentura de uno y que, con la mayor indiferencia, se pone a tararear la canción al compás de la orquesta, ajena por completo al sigiloso ritual de maniobras en su entrepierna y con la misma flojera en el cuerpo que el año pasado en el baile de la fiesta mayor?

Al cabo de un rato, resentido ante la falta de respuesta, acerca la boca a la oreja sorda:

– Oye, Violeta, explícame una cosa. Cuando aquel follón de tu madre en mitad de la calle, el verano pasado, tú estabas en casa, ¿verdad? Oí cómo tu madre se lo decía a la señora Paquita… ¿Cómo no bajaste a ayudarla?

– ¿Por qué lo preguntas? ¿Te importa mucho?

– Me importa un rábano. Pero a ver, tu madre allí tirada, y tú ni siquiera te asomaste al balcón.

– De eso no me enteré. Estaba en la cama con un chichón en la cabeza.

– ¿Un chichón?

– Me había caído en el baño. Menos mal que llevaba la toalla liada a la cabeza, que si no…

– Pues alguien quería ir a buscarte y tu madre dijo que no estabas en casa, que habías ido a la playa con una amiga. ¿Por qué mintió?

– No sé… No quiso que yo la viera en aquel estado, supongo.

El vocalista melódico canta con sus labios de pez pegados al micrófono y su voz nasal sale por los altavoces convertida en chatarra.Cabaretera, mi dulce arrabalera. De vez en cuando, en los pasos hacia adelante, en su afán por arrimarse a ella, Ringo anticipa torpemente la pierna y no puede evitar el pisotón. Piensa un poco en mis pies, murmura ella burlonamente. Pero el patoso no puede pensar en sus pies, porque la está viendo en el cuarto de baño con la toalla liada a la cabeza a modo de turbante y mirándose desnuda en el espejo, antes de resbalar; porque la está viendo en el suelo y está considerando la turgencia de la entrepierna que ahora presiona suavemente contra el muslo sin conseguir nada, sin recibir la menor señal de complacencia por parte de ella. Es como refregarse cariñosamente contra un saco de patatas.

– Vaya con la mosquita muerta -masculla-. Así que ese día, cuando tu madre y el cojo tuvieron la bronca, estabas allí… ¿Qué pasó? ¿Por qué riñeron?

Ella no responde y rinde la frente sobre su hombro. Por una tontería, dice al cabo de un rato, tenía que ocurrir, y yo me alegré, y se aprieta contra él rodeándole el cuello con el brazo, aplasta la boca en la solapa de la americana y farfulla algo que no se entiende, pero que suena como una palabrota, seguida de un balbuceante rosario de reproches: fue un malentendido, una burrada de mamá, una pifia de la que no se ha repuesto todavía, pero de la que me alegro. Lo cuenta en un tono desabrido y monótono, como si lo estuviera leyendo en la solapa con cierta dificultad, con muchas pausas y vacilaciones: si ese domingo hubiese ido a la playa con su amiga Merche, tal como había planeado, si la señora Terol no tuviera celulitis y mamá no hubiese ido a visitarla, si aquel hombre no se hubiera quedado en casa a esperarla, si me hubiese duchado media hora después… Una breve relación de hechos encadenados por una fatalidad. Una voz extraña bajo un rumor de lluvia. Ringo cierra los ojos para verla mejor: detrás de las mortecinas palabras hay un cuarto de baño coqueto y ella está mirándose desnuda en el espejo mientras se lía la toalla a la cabeza. Descalza, mojada todavía, se inclina y luego se yergue bruscamente con el turbante ya puesto. Se confirman los pechos pequeños y las caderas sobradas. Al ir a coger el albornoz resbala y cae de espaldas golpeándose la nuca con el borde de la bañera. Pudo ser peor, dice, el turbante atenuó el golpe, pero aun así se me nubló la vista y me quedé casi sin voz. En ese momento aquel hombre estaba en el comedor poniendo la mesa, le gustaba ayudar, lo hacía siempre que se quedaba a comer de gorra, y debió de oírla gritar. Acudió y la cogió en brazos, la tapó con el albornoz, la llevó a su cuarto y la tendió en la cama turca, pero de todo eso ella se entera un poco después.

– No digo que me tocara, ¿eh? Pero quién sabe…

– ¿Sí? ¿Por qué lo dices?

– Quiero decir tocarme de esa manera, ya sabes. Si lo hizo, no me enteré, no me di cuenta.

– ¡Hala! Una chica siempre se da cuenta de eso.

¿Cuánto tiempo ha pasado?, se preguntaría al volver en sí. Y no afirma que la tocara, eso no, pero de pronto se encuentra tendida en la cama, mal tapada y medio atontada todavía, sólo con la toalla como turbante, y, claro está, indefensa. ¿Cuánto tiempo ha estado así?, y él tratando de reanimarla con unos cachetes y llamándola, Violeta, niña, y de todos modos esta voz y estas manos queman, y ella qué podía hacer si no era capaz de reaccionar, si no sabía lo que estaba pasando, si ninguno de los dos oyó la puerta del piso ni los pasos en el corredor, hasta que la vimos parada en el umbral del cuarto con su bata blanca y su neceser con sus cremas y potingues…

Le gustaría verle la cara mientras la escucha, ya que la voz, extraña y ahogada al mantener la boca pegada a su pecho, no deja entrever ningún sentimiento. Acto seguido afloja el brazo alrededor del cuello y levanta la cabeza. Ha sido como soltar una confidencia de manera abrupta y rápida, y como si hubiese necesitado refugiarse en él para hacerlo, escondiendo la cara y tomando prestada otra voz.

– Él quiso explicárselo -añade-. Aunque no se esforzó mucho, la verdad. Pero mamá no le escuchó, y le dijo cosas terribles. Terribles. Que se fuera de casa y no volviera nunca más. Lo abofeteó y le tiró a la cabeza todo lo que había en la mesa, platos y vasos y una botella, todo lo que él había dispuesto para comer los tres. Lloraba sin parar y de pronto salió a todo correr por el pasillo y se fue escaleras abajo… Y él recogió sus cosas y también se fue. Pensé que iba tras ella para hacerla volver y convencerla, pero qué va. Se las piró totalmente y para siempre.

– ¿Y tú qué hiciste?

– Nada. Me encerré otra vez en el baño, y me callé.

– ¿Te callaste? ¿Por qué?

– Porque en el fondo me alegré de que se fuera. Porque de todos modos la habría dejado. Por eso.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque ya no la quería. Ella no se daba cuenta, pero yo sí. Llegó a decirle: prometo perdonarte, y te escribiré, o algo así le dijo, pero aprovechó la ocasión para dejarla plantada. -Calla un rato y luego añade-: Todo esto te lo he contado para que veas que no te engaño. Para mamá aquello fue terrible.

Y no quiere entenderlo, además, añade con desgana, la voz enredada en una rencorosa complacencia, esta mujer no puede o no quiere entenderlo, siempre fue así, confía demasiado en los demás y la engañan y nunca escarmienta, es puñeteramente tonta y cándida, siempre andará buscando alguien que la mime y la proteja, alguien que sea amable y atento con ella. Siempre estuvo necesitada de eso, y por eso precisamente ha acabado perdiendo la autoestima. Desde hace tiempo papá es apenas un recuerdo en su memoria, un recuerdo no muy grato, así que su único pensamiento es para este hombre. Los primeros días, después que este sinvergüenza la dejó, decía cosas imposibles de soportar.

– ¿Sabes qué dijo un día? Dijo que lo peor de todo, lo que más le había dolido, no fue que yo estuviera medio desnuda en la cama y él casi encima, sino verme con su toalla en la cabeza, ¡porque era su toalla, la que usaba él! ¡Para que veas hasta qué punto llegó a perder la chaveta! Porque la toalla era mía, siempre lo fue.

Suena un lento, pero él no escucha ni sigue ningún ritmo, sólo gira lentísimamente, empujando con la pelvis, excitándose a ratos. Esta chica ya traga, seguro, le dijo Roger un día que miraban a Violeta saliendo del bar con una botella de vino y un sifón. ¿Cómo se puede saber si una chica ya lo ha hecho?, había preguntado él, y rápido el Quique respondió por Roger: Fácil, chaval, se nota por sus ojeras y por su manera de caminar, van tiesas, como si se hubiesen tragado una escoba.

– Patoso -susurra Violeta, sintiendo la mano resbalando poco a poco por su espalda, muy abajo, los cuatro dedos tanteando como al descuido el remonte inicial de la nalga-. Y esta mano más arriba, por favor. No creas que me da grima porque le falte un dedo, no es por eso…

– Claro. ¿Salimos al balcón?

– ¿Con el frío que hace? No, gracias. Déjame ver. -Le coge la mano y la levanta hasta su pecho, y, sin dejar de bailar, examina atentamente el muñón-. ¿Puedes abrocharte la camisa con esta mano? ¿Puedes coger bien la cuchara, puedes peinarte?

– Esta mano puede hacer cualquier cosa. Hasta puede coger esto, mira.

Los cuatro dedos se liberan de la mano de Violeta y reptan como una tarántula por la botonadura de la blusa, se desplazan a un lado y apresan el pecho izquierdo con delicadeza. Sin presionar, ahuecando la mano. Ella le dedica una mirada expectante, animada súbitamente por una luz apacible, y se aparta con suavidad, coge de nuevo la mano mutilada y tira de él dando media vuelta y tratando de abrirse paso entre las parejas que bailan embelesadas. Ringo se deja llevar, pero la pista está abarrotada y, ante las dificultades, decide tomar la delantera y la iniciativa. Avanza a empellones y con dificultad, y enseguida siente a Violeta abrazada a su espalda, como un náufrago. Aún no han salido del tumulto y ya se ve con ella en el balcón, a pesar del frío, solos y en lo más oscuro, besándose…

– Vamos un momento a ver a mamá -dice Violeta cuando logran salir de la pista.

Ya no está en el bar. El encargado, un hombre de mediana edad, cachazudo y atento, dice que se ha ido hace más de media hora, poco después de discutir en la barra con un chico que calzaba botas de futbolista en lugar de zapatos, el muy gamberro. ¿Por qué discutieron? No sabe cómo empezó, no estaba al tanto, parece que hizo un comentario sobre las botas que no gustó al chico. Seguramente ella sólo quería ser amable, bromear un poco, ya sabemos cómo es Vicky, pero este chaval es un tarugo, le conozco, tiene mala hostia. Dijo que había ganado un balón de fútbol y unas botas en una tómbola parroquial y que había hecho una apuesta con un amigo: venir a bailar con las botas puestas. Se estaba pitorreando de ella, pero ella no se daba cuenta, sólo parecía interesada en saber en qué parroquia había conseguido esas botas. Parecía obsesionada. Insistió tanto en saberlo y suplicó de tal modo que finalmente el chico, para rematar la burla, acabó por darle unas señas confusas, allá por la Barceloneta. Era para no creerle, pero ella le creyó.

– Y después de eso se fue. Me dijo que te verá en casa, y que se iba tranquila porque te veía bien acompañada…

– ¿Ha quedado a deber algo, señor Pedro?-pregunta Violeta.

– Nada.

– Seguramente se aburría -comenta Ringo-. Y se ha ido por eso.

– Nunca lo había hecho. Me va a oír.

– Bah. Estará en casa cuando llegues, ya verás…

– No puede entrar. La llave está en mi bolso. -Tantea su mano con la suya, se la aprieta-. ¿Vienes conmigo?

Son poco más de las siete cuando salen, pero ya es noche cerrada y empieza a lloviznar. Caminan hombro con hombro por las calles estrechas y mal alumbradas de Gracia. Ringo sugiere que seguramente su madre la estará esperando en la taberna, charlando con la señora Paquita; o a lo mejor se le ha ocurrido visitar a alguna de sus amigas o clientas. En todo caso no andará lejos y volverá pronto a casa, adónde va a ir si no. Pero Violeta permanece largo rato callada. Luego habla como pensando en voz alta: Ahora tiene poco trabajo, pero tampoco necesita mucho, estamos cobrando una buena pensión por lo de papá, y además yo me pondré a trabajar enseguida, el mes que viene. Contenta, empieza a zigzaguear repentina y caprichosamente delante de él, casi bailando, buscando refugio bajo los balcones para evitar la llovizna, parándose de vez en cuando y consintiendo algún arrumaco. En un portal oscuro de la calle de la Perla se deja besar sin oponer resistencia, como dormida. Cinco minutos después, de espaldas contra el muro del jardín del colegio de los Salesianos, en la plaza del Norte, bajo el húmedo entramado de una buganvilla empapada, se deja levantar la falda y él se desabrocha la bragueta precipitada y temerariamente, pero en ningún momento obtiene de ese tosco y desesperado fregoteo algo más que un consentimiento pasivo. Sus manos porfían durante un rato con los pechos, hasta que se siente otra vez como si se encaramara a un saco de patatas y opta por dejarlo cuando ya nota en el hombro la presión de la mano enguantada y disuasoria. Ni siquiera se ha alterado su respiración. Nunca lo había hecho, la oye susurrar, pero es posible que se refiera nuevamente a su madre.

Al acercarse al Rosales, Ringo se adelanta y entra en el bar. Están los habituales de las tardes del domingo y el ambiente es cálido y acogedor. La señora Mir no ha vuelto. Al fondo, el tabernero parece muy entretenido ajustando un muñeco en una de las barras del futbolín. No, no han visto a Vicky desde que se fue al baile, dice la señora Paquita. ¿Ocurre algo? Nada, señora Paquita. Él recoge el libro que dejó al irse y da las gracias. Se escabulle hacia la puerta y desde allí, volviéndose, se dispone a añadir algo cuando advierte la mirada pícara y elocuente de la tabernera, que contiene la risa:

– Chato, lleva más cuidado o se te va a escapar el pajarito.

¡Oh, mierda! Se revuelve y se abrocha apresuradamente antes de salir a la calle. Habría jurado que lo hizo con la mayor rapidez y discreción después que Violeta, de espaldas contra la tapia, mirándole a los ojos con repentina dureza, se cerrara de piernas y lo rechazara con mano suave pero decidida. En vista del persistente infortunio con la bragueta, está por creer que se trata de una maldición gitana. ¡¿Por qué me han de pasar estas cosas?!

– No está -le dice a Violeta, que lo ha esperado en la acera-. Y no la han visto. Pero no te preocupes, no tardará en volver, ya verás. Seguro.

Intenta cogerle la mano, pero ella simula no darse cuenta. Ocultando el gesto, mientras la acompaña calle arriba hasta su casa, recorre con el dedo fantasma todos y cada uno de los botones de la bragueta, porque de repente cree tenerla abierta otra vez, y hasta siente que se le mete dentro el frío de la noche. Ahora el balcón de la señora Mir no deja entrever ninguna luz interior. Cuando ya casi llegan al portal, empieza a llover con cierta intensidad. Violeta se adelanta corriendo, abre la puerta de la calle y se escabulle en el zaguán, y él, sorprendido, se queda inmóvil y callado en la acera, escrutando las sombras al pie de la escalera. Mientras hurga en el monedero buscando la llave del piso, antes de empezar a subir a toda prisa, ella se vuelve y le dedica una sonrisa triste y fugaz.

Pero aunque la sonrisa hubiera significado otra cosa, tampoco habría ido tras ella. Y ahora sabe de cierto por qué permanece aquí, en medio de la calzada y bajo la lluvia, hasta ver encenderse la luz en el balcón para acto seguido cobijarse en el portal con las manos en los bolsillos, decidido a esperar. Ha dejado el portal abierto para su madre, piensa, no para mí. La calle está desierta y las farolas son grumos de algodón amarillento y emborronado suspendidos en la oscuridad. A lo largo de casi una hora sólo acierta a pasar un taxi con un rumor de seda rasgada sobre la calzada y un solo faro encendido que alumbra ráfagas de lluvia y también, súbitamente, un recodo de la memoria tan frío y tan poco acogedor como este portal. Frustrado y con los pies chapoteando dentro de los zapatos, en este momento se siente muy poco dispuesto a aceptar ningún otro signo misterioso que pretenda orientar su vida, pero tan sólo unos minutos después, cuando decide trasladar la vigilancia al Rosales y corre hacia allí con la bufanda sobre la cabeza, comprueba la terca persistencia de los signos, pues el aroma de la lluvia en la cara mientras corre parece empeñado en seguir siendo, como cuando era niño, una promesa de futuro.

Se sienta a su mesa y frota con la mano el cristal empañado de la ventana. En la mesa contigua el señor Agustín está comiendo una tortilla de espárragos trigueros y juega a las damas con un parroquiano. Mientras él escurre el agua de la bufanda, la señora Paquita sale de la cocina llevando un cuenco de ensaladilla rusa y se para a su lado con una sonrisa burlona: -¿Quién es ese Romeo atontolinado que se queda bajo la lluvia mirando embobado a una chica? Servidor, señora Paquita. Tienes las orejas mojadas y te caes de sueño, deberías irte a casa y cambiarte de ropa. La escucha medio dormido. Estoy bien, señora Paquita. Te he visto haciendo el ganso ahí afuera. ¿Esperabas que Violeta saliera al balcón, o querías coger una pulmonía? Eso, quería coger una pulmonía, señora Paqui. Tu madre te estará esperando para cenar. Mi madre tiene turnos de noche hasta final de mes, en casa no me espera nadie. La tabernera le da la espalda y se aleja, deposita la ensaladilla en la mesa de su hermano y regresa con los brazos en jarras, tomarás un vaso de leche caliente. No quiero leche, gracias. Pues un cacaolat. Mejor un coñac doble, señora Paquita, así me emborracho más deprisa. ¡Oye, oye, no te hagas el gracioso conmigo! Vaya una calamidad de chico, mira cómo te has puesto, mira esta bufanda, mira estos zapatos, y él, con voz débil y desganada, estoy bien, señora Paqui… La mujer ya está detrás del mostrador, donde abre un botellín de cacaolat y lo vierte en un vaso, lo calienta en el chorro de vapor de la cafetera, le echa un poco de coñac de una botella y vuelve.

– Lo hemos alegrado un poquito. -Deja el vaso sobre la mesa-. Te lo bebes y pitando para casa -ordena antes de volver a la cocina.

Bebe adormilado y medita. ¿Quién es el gilipollas que baila con un saco de patatas sólo porque su madre se lo pide por favor? Servidor y picapedrero, hostia. De vez en cuando frota el cristal empañado con la mano, vigilando el portal de la señora Mir. Ha amainado, y ahora persiste una llovizna. Por fin, hacia las nueve y media, la distingue subiendo trabajosamente en medio de la calle, pisando con cautela destellos fugaces y afilados reflejos igual que cristales rotos en el asfalto húmedo. Avanza encogida y trastabillando sobre los altos tacones, la falda mojada pegada a los robustos muslos y cubriéndose la cabeza con el chaquetón de pieles chafadas por la lluvia, perladas de lucecitas goteantes al pasar por debajo de la farola, como si la pelambre cobijara luciérnagas. Al llegar al portal se para y parece dudar, mira a un lado y a otro y permanece un rato inmóvil con la cabeza gacha. Parece un gran pajarraco de papel desinflado y chorreando agua. Con la barbilla clavada sobre el pecho, da un paso adelante y dos atrás, sacude el chaquetón y se queda parada otra vez. Cuando finalmente se decide a entrar, Ringo cierra el libro, se levanta de la mesa y se asoma a la cocina para anunciar con voz segura y fuerte:

– Me voy, señora Paqui. Gracias y buenas noches.

– Adiós, tontaina.

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