En el verano de 1948 el muchacho tiene quince años, calderilla en los bolsillos y un dedo fantasma en la mano derecha. Trabajando en el taller, una mañana desapacible y gris que le venía pesando insidiosamente en el ánimo, se quedó unos segundos alelado frente a la laminadora eléctrica, tarareando sin acierto los primeros compases de una sencilla melodía que se le resistía en la memoria, y ¡plan!, visto y no visto, la máquina se tragó el dedo índice.
La fatal distracción, el inoportuno embeleso musical que propició el accidente se debió sobre todo, piensa él, a la frustración que lo aquejaba desde el día que, tres años antes, se vio privado de las clases de solfeo y piano -su madre tuvo que recordarle que eran pobres-, y también a su creciente desapego al taller y al oficio, al oro y al platino, a los diamantes y a sus destellos. Recuerda que esa fatídica mañana, al salir de casa muy temprano llevando bajo el brazo el almuerzo envuelto en una hoja de periódico, sintió una especial amargura al repasar mentalmente, como suele hacer yendo por la calle, las preguntas y respuestas de su querido librillo del Conservatorio Municipal de Música. Media hora después, de pie ante la laminadora, tercamente empeñado en recordar la melodía, algo en inglés que empezaba conlong-ago-and-far-away, oído en una peli en color dos días antes, enrabietado al no conseguirlo y sin cuidado de prestar la atención debida a lo que estaba haciendo, él mismo propició la desgracia. Pero lo ocurrido se debió a su caprichosa obstinación melódica sólo en parte. Aunque no quiera admitirlo, el fatal descuido que había de costarle el dedo tuvo su origen en el desinterés por su futuro laboral, en una secreta renuncia que venía incubando desde tiempo atrás. Después de pasarse dos años barriendo el taller, concluido su periodo de aprendizaje y de cumplidor chico de recados, cuando llevaba tres meses trabajando en el banco de los oficiales, manejando el soplete y las limas y la sierra y esforzándose por hacerlo bien, su inicial entusiasmo por el oficio se había enfriado, y desde entonces, en su fuero interno, empezó a dudar de sus habilidades como orfebre. Ahora, además, ya sólo recibe simplones y aburridos encargos de composturas, soldar cadenitas, alguna alianza lisa, fundir y laminar y preparar alguna aleación para soldaduras. No puede decir que aborrezca todo el trabajo, pero algo no anda como debiera. Se siente preparado para dar forma a delicadas piezas del más alto valor artístico, y estos menesteres sencillos le aburren y los despacha deprisa y sin la debida atención. Y encima, tantas horas encerrado en el taller, esto no es vida: de las nueve de la mañana a la una de la tarde y luego de tres a siete, o sea ocho horas al día de lunes a viernes, más las cinco horas de la mañana del sábado, es decir, cinco días a ocho horas diarias que en total suman cuarenta, y con las cinco del sábado ya dan cuarenta y cinco, más las cuatro horas de las tardes también del sábado, dedicadas, mientras eres aprendiz, a barrer el taller y limpiar los bancos de los operarios, pues entonces dan un total de cuarenta y nueve horas a la semana. No, joder, esto no es vida.
Está trabajando de pie en la laminadora eléctrica, alternando estas sombrías perspectivas con preguntas y respuestas aprendidas de memoria en el viejo cuadernillo
– ¿Qué es el pentagrama?
– Una pauta compuesta de cinco líneas, horizontales, paralelas y equidistantes.
– ¿Cómo se cuentan las líneas del pentagrama?
– Empezando por la más baja.
reviviendo la escena en la que Gene Kelly canta mientras coloca sillas patas arriba en su local, pero no consigue atrapar el arranque de la melodía, tercamente se le escurre en medio de la afanosa respiración del taller, el rumor de sierras y limas y martillazos y sopletes de gas en acción. La pieza de oro que está laminando tiene inicialmente la forma y el tamaño de una pastilla de jabón bastante usada, y todo consiste en poner la máquina en marcha con la pieza entre los dos rodillos de acero para que vaya adelgazando a cada pasada, sacándola por el otro lado y volviéndola a meter por este cautelosamente y procurando mantener los dedos a distancia, porque el peligro aumenta conforme disminuye su grosor. Esto él lo sabe, conoce la sinuosa y temible ondulación de serpiente que muy pronto adquiere la lengua de oro al ser laminada y los bruscos coletazos que suelta al ser engullida por los rodillos, pero se queda pensando en otra cosa y el dedo se le ha dormido, parado encima de la nota más baja del pentagrama.
Apenas unos segundos antes del trance, incluye a Gorry en su pasatiempo musical. Lleva un rato sintiendo que el puñetero pájaro que mató años atrás con una escopeta de balines, anda merodeando cerca; primero le oye piar dentro de la sinfonola de su cabeza y cierra los ojos, y enseguida, al fijar la mirada tras el cristal del tiempo, siempre empañado por la lluvia sobre el huerto del abuelo, lo ve debajo del banco de trabajo picoteando la hoja de periódico manchada de aceite que había envuelto su propio almuerzo, un bocadillo de anchoas de lata. Después de cinco años bajo tierra, el ojito de plomo del gorrión se ha oscurecido más, pero el pájaro ya no aparece bajo ninguna luz cenital, no lo circunda ningún resplandor, ninguna falsa aureola luminosa, no proviene de una alucinación, sencillamente está aquí trotando como un pajarito mecánico con su lombriz viva en el pico, y él tiene otra vez el dedo en el gatillo, porque ¿no es un consuelo que esté zampándose una lombriz?, piensa el arrepentido cazador: el gorrión también caza y mata, así que aquí cada cual caza a quien puede… Sí, pero tú no cumples tus promesas, niño, juraste venir a verme a mi humilde tumba, y aún te espero.
– Habla solo -comenta alguien a su espalda-. Siempre está en Babia, este chaval. ¡Despierta, nano!
Demasiado tarde. Para los operarios, la laminadora se come el estúpido dedo porque Ringo habla solo ante la máquina y porque el estúpido dedo está justo donde no debe, temerariamente apoyado en la lengua de oro que se desliza entre los rodillos, una lengua que ha ido tomando una forma cada vez más ondulada, que se dobla sobre sí misma hacia arriba y hacia abajo sin que fuerza alguna pueda controlarla, convertida repentinamente en un mortífero cepo. Él siempre ha preferido creer que ocurrió simplemente porque el dedo, obedeciendo a un secreto impulso suicida de índole melómano depresivo, no quiso retirarse a tiempo. Seré elre y el sol en el teclado marfileño de la fama o no seré nada en esta vida, le habría dicho el dedo antes de inmolarse, una entelequia verbal enredada en el pentagrama, pero que él percibe como algo más real que el mismo taller con todo lo que contiene, más real incluso que su casa y la parroquia y el corro de chavales contadores de aventis en el jardín de Las Ánimas o en las laderas de la Montaña Pelada. Era el suicidio lejos del teclado y las partituras, lejos del piano y del cuaderno Cósumb, todo eso que maldiciendo su suerte hubo de abandonar porque en casa no había dinero para más clases. Mecido por este resentimiento y por la ensoñación melódica, apenas nota el tirón en el metacarpo del dedo índice y el consiguiente estropicio de las tres falanges, súbitamente tragadas y trituradas por los rodillos junto con el oro.
La sangre no brota de inmediato, lo hace unos segundos después de desaparecer el dedo, y nadie en el taller lo oye gritar o lamentarse, entre otras cosas porque, sorprendentemente, no le duele. Desconecta la máquina y no quiere mirar la mano todavía, no se atreve; la levanta a la altura de los ojos pero no quiere verla, y cuando por fin se decide, la contempla como si fuera una cosa ajena a él, un apéndice carnal extraño a su cuerpo. Con la mano alzada se vuelve despacio hacia el operario más cercano, que se horroriza al ver brotar el chorro de sangre. Él no ha sentido nada, apenas un pellizco, pero enseguida, al tomar conciencia de que le falta un dedo, le invade un súbito mareo, se le aflojan las piernas y empieza a sudar copiosamente. Gritos y maldiciones en torno suyo y carreras hacia el botiquín. Con un vendaje improvisado y el brazo en alto, se lo llevan a urgencias del Hospital Clínico y después le dan la baja.
¿Adónde van a parar los dedos muertos de los pianistas?, se pregunta con amargura. Y acto seguido, en voz alta:
– ¿Cómo es que me duele el dedo que no tengo, madre?
– Si te estás quieto un momento, te lo explico -responde ella mientras le corta el vendaje de la herida manejando las tijeras con la mano izquierda-. Dios mío, mira esto. ¿Cómo has dejado que se infecte, qué has hecho?
– Yo nada.
– Pero mira cómo está. ¿Es que no te ha dolido?
– Bueno, ya que lo dices… Podría tener algo de fiebre.
– ¿Otra vez con eso? Se diría que estás deseando tener fiebre.
– Lo que me duele a rabiar es la uña. ¿Por qué me duele la uña, si ya no tengo uña?
– Y mira esta bufanda, toda manchada de sangre. Para tirar.
– ¿No podrías hacerme el cabestrillo con un pañuelo, en lugar de una bufanda? Uno de esos pañuelos tan bonitos que tienes.
La mano es un amasijo de gasas sanguinolentas y su madre le cambia el vendaje con frecuencia porque la herida supura, pero el horario intensivo en la Residencia no le permite ocuparse de todo en la casa, así que suele dejar preparada la comida, arroz hervido y boniatos o una tortilla de cebolla o de judías, y el chico come solo escuchando música en la radio y con una novela abierta junto al plato. TerminóLa piel de zapa y ha empezado Hambre. Por la noche espera a su madre para cenar juntos, a veces la espera pelando patatas o boniatos, o despellejando habas o guisantes, y ella le regaña porque podría infectarse la herida. Hace una semana del accidente en el taller y quince días que la brigada matarratas se fue a limpiar unos almacenes a orillas del río Oñar, en Gerona, eso le ha dicho su madre, y que había mucho trabajo en la zona y su padre tardaría en volver de ese viaje.
De tanto en tanto, el dedo que ya no existe le duele a rabiar. Sobre todo la uña, dondequiera que ahora esté. La pérdida del índice le ha dejado en un estado permanente de estupor y melancolía, al que a menudo se añade una inquietud expectante por lo que la vida pueda depararle en adelante. Cree que ese dedo amputado reduce muy considerablemente sus opciones de trabajo en el taller; es más, empieza a estar convencido que su vida ha dado un vuelco decisivo. ¿Qué futuro laboral puede haber para esta mano después de la mutilación? ¿Cómo se las apañarían cuatro dedos manejando la sierra en un fino y complicado calado para un colgante con esmaltes y pedrería, por ejemplo? Ya nunca más podría agarrar correctamente la lima o los alicates, incluso puede que no fuera capaz de sostener unas pinzas, y ni siquiera el pincel del bórax. Limas y limaduras, alicates, taladro, broca, tas, troquel, soplete, sierra, perruca, astillera, palabras que hasta entonces habían sido para él las credenciales del oficio, ya no reclamaban sus cuidados y empezaban a estar quietas en el ámbito de la memoria artesanal, cubriéndose con el mismo orín que corroía los raíles truncos entre los viejos adoquines de la calle.
Y luego está la otra dolorosa consecuencia del accidente, para él mucho más importante que la laboral: imaginar su mano derecha recorriendo el teclado del piano como una grotesca araña mutilada, coja y repulsiva, la mano que guarda memoria de las primeras notas y compases, de los ejercicios para cinco dedos y del inicio de algunas piezas sencillas aprendidas con tanto esfuerzo, como «Para Elisa» o el «Vals de las olas».Dooo-re-mi-sol-dooo, si-do-re-do-si-do-mi-sol-siii… Siempre esperó poder reanudar algún día sus interrumpidas clases de solfeo y piano, y ahora, a pesar de lo ocurrido, con sólo nueve dedos y contra viento y marea, mantendría esa esperanza. De ningún modo pensaba renunciar a los acordes ni a las veloces escalas a dos manos en el viejo teclado amarillento del maestro Emery -quemaduras de cigarrillo en las teclas más bajas, chillidos de pájaro en las más altas-, un pianista que había tocado en orquestas populares y cultivaba una querencia por la música culta dando clases de solfeo dos veces a la semana por doce pesetas al mes en el cochambroso comedor en penumbra de un pisito de la calle Tres Señoras. Algo le dice que el viejo maestro, con su calva reluciente y sus ojitos grises como rajas detrás de gafas metálicas, con su nariz de gaviota en la cara sin afeitar, con sus tranquilas manos de piel translúcida manchada por la vejez y con su perfil incisivo sobre la negrura del piano y la pobreza del entorno doméstico, sólo se ha esfumado de su vida provisionalmente. Había que despedirse del dedo que se tragó la laminadora, pero no del pentagrama ni del teclado, que pensaba recuperar algún día junto con las lecciones. Mientras tanto, ¿adónde van a parar los dedos muertos de los pianistas?, anota con letra diminuta en su cuaderno secreto de tapas negras.
Su relación con la música ha sido desde siempre intuitiva, y está lejos de ser selectiva. Tararea con el mismo respeto y agrado una melodía de Cole Porter o la música de fondo de películas que le han gustado -se sabe de memoria el trepidante tema deLa diligencia, o de El ladrón de Bagdad, o el vals de Jezabel- que algunos compases de una sonata de Mozart. Piensa en las partituras que tiene guardadas y en los sueños que había depositado en ellas hasta ayer mismo, y espera tiempos mejores. La fatalidad ha querido que el dedo sacrificado sea el índice, el veleidoso dedo del destino, el mismo que apretó el gatillo en el huerto del abuelo cinco años atrás, el responsable del re en los añorados ejercicios para cinco dedos. No hubo tiempo para aprender gran cosa, fueron apenas diez meses, una hora cada lunes y jueves acariciando las teclas y leyendo música en voz alta al compás del tres por cuatro, pero lo poco que aprendió lo considera un tesoro, un raro privilegio. «Levanta la cabeza, no mires tanto el teclado», flota aún en el aire la voz de humo del maestro: «La música no está en las teclas, la música está en la memoria de los dedos y en el corazón».
La memoria de los dedos. No sabría explicarlo, pero juraría que ante aquel maltrecho teclado con manchas de nicotina había aprendido algunas lecciones para andar por el mundo. No es que el profesor Emery le aleccionara expresamente acerca de nada -salvo una vez que se burló de un compañero de clase, al que aventajaba, y el profesor le dijo que ser bueno con el piano exigía ser mejor persona-, pero en su manera de serenarle las manos obligándole a dejarlas quietas sobre el teclado, reposadas y dóciles pero atentas, rozando apenas con las yemas de los dedos el marfil alabeado y el negro barniz de los bemoles, sin permitirle presionar antes de haber cantado la partitura por completo y de memoria, él había intuido un magisterio que iba más allá de las rudimentarias lecciones de solfeo y piano, una determinada forma de entender y asumir todo lo que le pasaba, y recuerda que fue en aquella vorágine de notas bailando en el pentagrama y en su cerebro donde un día percibió de pronto el aroma de una nueva y extraña disciplina que estaba muy dispuesto a abrazar en el futuro. Así, costumbres tan simples como levantar el brazo iniciando el compás, atrapando las notas en el aire como si fueran mariposas de luz bailando en la oscuridad, y el hábito de las manos apaciguadas y expectantes sobre el teclado convocando el milagro del acorde armónico, tendían misteriosamente, un día tras otro, a convertirse en pequeños preceptos de moralidad. Después de las reiteradas y veloces escalas, al dar por terminada la clase, el maestro le dejaba cerrar el piano al alumno, y cada vez que él, con las manos aún encendidas, bajaba cuidadosamente la pesada tapa sobre el teclado y en el último instante la dejaba caer, la entraña del viejo piano le obsequiaba con una honda resonancia que era como una señal amistosa y una promesa de futuro. Era como si, durante aquellos días felices, la música fuera la única urdimbre con la que se trama la vida, y entre las cinco pautas del pentagrama estuviera cifrada la belleza que le reservaba el mundo. En esa adolescencia tan precaria, memorizar una partitura deviene algo más que cumplir un trámite para educar el oído musical; también, aunque él no podía saberlo entonces, el espíritu y el ritmo que anidaba en el pentagrama habría de penetrar en la sangre y convertir en memorables algunas lecturas de sus autores predilectos.
¿Y ahora todo ha terminado?, se pregunta. ¿El pianista de nueve dedos está condenado a ser un fenómeno de feria? Tal vez ni siquiera eso cabía esperar, puesto que en casa seguía sin haber dinero para más clases -suponiendo que el profesor Emery quisiera retomar algún día al alumno de nueve dedos- y mucho menos para alquilar un piano, y no digamos para comprarlo. Ya veremos si puede ser más adelante, le había dicho su madre al quitarle las clases. No hay mal que cien años dure, hijo, y de momento, si tanto te gusta la música, ¿por qué no te entretienes con una armónica?
Con estas mismas palabras lo soltó, Gorry. ¡Hay que joderse!
No juzgues a tu madre.
No es mi madre.
¡Jamás digas eso, desgraciado!
Si entonces me aconsejó la armónica, ¿qué me aconsejará ahora? ¿Que pruebe con una flauta?
El gorrión está dentro del lavabo y le mira de soslayo con su ojo muerto, sin dejar de picotear unos insectos que salen del desagüe: así es como a Ringo le gusta verle en cualquier lugar y momento, depredador, parlanchín y vengativo, picoteando con la mayor desvergüenza todo lo que puede. Mientras, sentado en un taburete frente al lavabo y mirándose en el espejo, él se deja quitar el vendaje sin una queja. Rojas estrellas de yodo salpican la loza blanca de la pileta y finalmente ahuyentan al pardal.
– ¿Qué estás murmurando?-dice su madre, de pie a su lado con un imperdible en la boca-. Levanta el brazo. Luego te lavaré el pelo, que no veas cómo lo tienes.
– Es que no me puedo duchar.
– Claro que puedes, dejando el brazo fuera.
– Podría caerme.
– Podrías dejar de decir tonterías.
Ha tirado la venda sucia a un cubo debajo del lavabo. Con una gasa presiona las amarillentas zonas de pus en torno a la sutura del muñón, corta un punto y limpia la herida con agua oxigenada, pero en ningún momento se quita la aguja imperdible de la boca. Cada vez se parece más a la abuela, piensa él mirando el imperdible. Imagen del permanente quehacer doméstico, la abuela Tecla, haga lo que haga, esté barriendo o cosiendo o pelando habas, siempre lleva un imperdible en la boca.
– ¿Te ha dolido? Tenías un punto infectado.
– No me ha dolido -miente él-. Lo que me duele es la uña. ¿Por qué me chincha de este modo? ¿Cómo puede ser que me duela la uña, si ya no la tengo?
– Ya sabes, duele aquello que no tenemos. Tú siempre has creído en fantasmas, y además hablas con ellos, ¿no? Pues no sé de qué te extrañas. La uña te duele porque ya no la tienes.
– Es que a veces me duele mucho. Y también este hombro.
– Te creo, hijo.
Examina la hinchazón de los nudillos y aplica más tintura de yodo en los puntos. El chico arruga la nariz ante esa mano amoratada que ofrece un aspecto tan deplorable, como si la hubieran machacado y después inflado con aire, y observa el delicado revoloteo de las manos enrojecidas de su madre en torno al dedo perdido.
– ¿Desde cuándo eres zurda, madre?
– Desde que nací, supongo. Estate quieto.
– Jack el Destripador y san Pablo también eran zurdos.
– Pues no es ningún consuelo, la verdad -sonríe, busca la cara del chico reflejada en el espejo y añade-: Pero a tu padre le divertirá saberlo.
El Matarratas lleva ahora mucho tiempo fuera de casa y él no desea en absoluto preguntar cuándo volverá. Hace poco andaba por la comarca del Panadés con tío Luis y su brigada raticida, cumpliendo muchos encargos en bodegas y almacenes y hasta en algunas masías, según le dijo su madre, había una plaga de topillos en los sembrados, y él sospecha que son encargos no autorizados oficialmente, es decir, comisiones a particulares al margen de la legalidad laboral, y seguramente por eso más lucrativas. También sabe que el Matarratas trabaja a menudo solo y por su cuenta. Ha empezado a pensar en ello, recelando aún no sabe de qué, y dos noches seguidas ha tenido el mismo sueño: vestido como el mago Fu-Ching, su padre introduce en un sombrero de copa una pistola todavía humeante y acto seguido extrae una rata muerta con espumarajos verdes en la boca… En todo caso no espera ni desea que su madre le aclare los recelos, pues intuye que, de algún modo, y no sabría decir por qué razón, hablar de eso la haría llorar. Espera oírla decir a ella también algún día: Ya no me verás llorar nunca más, ni por eso ni por nada.
– Los Biosca tienen un piano en su casa. Son buenos vecinos, ¿verdad, madre?
– Pues sí.
– ¿Crees que me dejarían practicar escalas, un ratito cada día, si tú se lo pides?
– No. ¿Olvidas que tienen a la pobre Rosita muy enferma? Lo que debes hacer ahora -dice su madre mientras aplica una gasa limpia sobre el muñón- es tener más cuidado con esa mano. Déjala quieta, espera al menos a que la herida cicatrice…
– No me pidas eso -suplica él-. Debo seguir practicando. Es bueno hacer dedos, aunque sea sobre la mesa, ya que no tengo piano. También podríamos comprar un teclado, no son muy caros, me lo dijo el profesor Emery.
Ella menea la cabeza, contrariada.
– No te entiendo. ¿Quieres explicarme por qué siempre llevas encima tus cuadernos de solfeo, dondequiera que vayas?-Busca las palabras adecuadas, el tono más dulce al añadir-: ¿Por qué sigues estudiando esas partituras, hijo? ¿De verdad crees que algún día podrás tocar el piano, con esta mano?
– ¡Pues claro! Seré un pianista con nueve dedos. Y qué.
Pasen y vean, señoras y señores. DOMINGO KID, EL GRAN PIANISTA DE 9 DEDOS. Ya ve los carteles que lo anuncian en las salas de concierto. «Rapsodia húngara número 2» con 9 dedos. ¿Por qué no iba a ser un buen reclamo? Así es como se ve en el escenario, el joven virtuoso saludando y el piano de cola abierto a su lado como una dalia negra, saludando al público una y otra vez con la cabeza gacha, despeinado, ojeroso, arrebatado, recibiendo los aplausos con la famosa mano mutilada en el pecho después de interpretar la sonata número 14 en do menor de Mozart, su preferida. Y quién sabe si no habrá algún concierto para la mano izquierda solamente, quién sabe.
Mientras, su madre coge la mano privilegiada y frota con el pulgar los dedos entumecidos, estimulando la circulación.
– Esto me lo enseñó Victoria Mir. -Suavemente, uno por uno, masajea los cuatro dedos. Al cabo de un rato añade-: ¿Es verdad lo que dicen, hijo? ¿Que salió de casa medio desnuda y quería tirarse debajo de un tranvía?
Contrariado, él chasquea la lengua.
– ¿Qué tranvía? Allí no había ningún tranvía.
– Entonces, la cosa no iba en serio.
– Pues claro que no. Fue un camelo, una tomadura de pelo, pero a mí no me engañó. Si hasta se durmió un ratito sobre las vías, y roncaba…
– ¡Anda ya! -Se queda un rato pensando-. Pobre Victoria, siempre la han criticado… ¿Y su hija qué hizo? Saldría a ayudarla.
– Había ido a la playa con una amiga. Bueno, eso dijo su madre entonces. Porque al cabo de un tiempo, en el bar, la oí decir a la señora Paqui que Violeta aquel domingo estaba en casa… O sea, que la pobre señora no se aclara, está pirada, no carbura.
– ¡Tú sí que no carburas! ¿Y qué decía la gente, al verla tirada en la calle de aquel modo?
– Bueno, no sé, es que yo iba leyendo -responde con desgana, sin ningún interés por el asunto. Se ve allí de nuevo, entre los mirones, pero con el pensamiento lejos y un viento helado en la cara, el libro predilecto en la axila y fascinado por una pregunta: ¿qué fue a buscar el leopardo allá arriba? De algún modo percibe detrás de esta pregunta germinal el sentido y el fulgor del lejano enigma sobre la nieve como algo mucho más cercano e interesante que el grotesco espectáculo de la señora Mir tumbada sobre las vías truncas.
– Entonces, no es verdad que se desmayara -dice su madre.
– Qué va. ¡Estaba bien despierta! Pero verás, sí que pasó una cosa rara… Madre, ¿alguna vez le dijiste a la señora Mir que yo estudiaba música?
– No creo. ¿Por qué?
– Porque esta bruja lo sabe. Me lo dijo allí mismo, así de pronto.
– ¿Y qué tiene eso de raro? ¿No andas siempre de acá para allá con tus partituras?-De nuevo se queda pensativa-. Pero caray, eso, lo de tumbarse en medio de la calle… ¿Por qué lo haría?
– Porque está mochales, madre. Está como una cabra.
– No hace falta insultar a nadie ¿me oyes? Y además no es verdad. Pobre Victoria, no ha sabido preservar su vida privada, es cierto, pero ¿quién puede hoy tener vida privada? Esta mujer ha pasado lo suyo, ¿sabes? Ha estado varias veces a punto de abandonar a su marido para irse a vivir a Badalona con su suegra, que siempre le dio la razón frente a su hijo y la aprecia mucho. Y en Francia tiene un queridísimo hermano que tuvo que irse porque aquí lo querían matar por rojo. Se llama Ramiro. Yo lo traté, es una buena persona, pero Victoria ni siquiera lo podía nombrar en su propia casa. Ahora, de vez en cuando, recibe noticias suyas por mediación de amigos, tu padre está al corriente…
– ¡Lo sabía! -Ringo ensaya una mirada incisiva sobre su madre-. Ese Ramiro debe de ser el que le vende a padre el veneno francés, que es mejor y más barato que el que gasta la brigada. ¡A que sí!
Sorprendida y risueña, ella se encoge de hombros.
– Pues no sé, hijo, tu padre nunca me habla del trabajo… Lo que iba a decir es que a Victoria, su marido le dio mucho maltrato. Y que, si bien ella no le vio empuñar la pistola delante de la iglesia cuando a ese sinvergüenza le dio aquel terrible ataque, no me extrañaría que la pobre, entre una cosa y otra, se hubiera trastornado un poco.
– Fue el día de la serpiente, ¿verdad? Detrás del altar había una serpiente venenosa que se alimentaba de ratones…
– No digas bobadas. No había ninguna serpiente.
– ¡Claro que sí! Por eso él estaba allí. ¿A qué habría ido sino? Nunca habría entrado en una iglesia, de no ser porque había ratones y una serpiente.
Recuerda que el día antes del suceso su padre había regresado de Canfranc con un veneno más potente que ninguno, tres botellas de coñac francés, cartones de tabaco rubio, una bolsa de piedras de mechero y un frasco de perfume para su Alberta flor de mi vida. Y que al ser requerido para el servicio comentó: Parece que una culebrilla ha asustado a las monjas.
– Bueno, sí, fue por eso -concede ella-. Pero nunca sabremos lo que pasó realmente, porque tu padre lo cuenta a su manera… Ya sabes cómo le gusta burlarse de estas ceremonias.
Fantochadas imperiales, paparruchas azules, mostrencas genuflexiones y aleluyas y biliosos ritos cuarteleros de unos mamarrachos en connivencia con el clero, entonaba ya de entrada el Matarratas. El marido de la sanadora, el falangista mejor peinado que has visto en tu vida, un domingo del pasado invierno se plantó al pie de la escalinata del templo y esperó la salida de los feligreses de misa de doce con la pistola en la mano porque, al parecer, una voz interior le había dado la orden de disparar… Así empezaba una funesta historia que el chico oyó contar en dos ocasiones, y en ambas acababa siendo ciertamente lo que su madre decía: un relato blasfemo y torticero, manipulado sin escrúpulos por su padre, con las costuras rotas para provocar la risotada y la complicidad de los oyentes afines a su ideario y también con una secreta furia interior, a ratos mal reprimida. Era incapaz de contarlo como no fuera empleando la sorna revanchista y bronca que había acabado por enronquecer su voz.
La primera vez que el chico oyó contar la tragicómica hazaña del alcalde Mir fue en la taberna, y la segunda durante una alegre comida con el tío Luis y tres compinches más de la brigada, invitados a una paella casera en cuya elaboración no dejó intervenir a su Alberta flor de mi vida y faltó un pelo para que se le quemara el arroz. Contó el Capitán Matarratas ese día, empleando el tono más socarrón y campanudo -aunque, a ratos, detrás de esa voz impostada parecía querer asomar otra que Ringo recordaba con temor y tristeza, una voz confidencial teñida de amargura, ahogada por el odio, la desesperanza y la fatalidad-, contó, mientras rascaba el arroz pegado en el fondo de la paella jurando que allí quedaba lo mejor, que nuestro alcalde de barrio, el año anterior, cuando todavía aparentaba buena salud, solía acudir a la misa de doce en el monasterio de San José de la Montaña, que está un poco más arriba de la Travesera de Dalt. Iba siempre solo y luciendo sus galas frentejuveniles más vistosas, camisa azul y boina roja prendida al hombro, guantes negros y correajes bien lustrosos, con su pistola de escuadrista en la funda sujeta al cinto. Cosidos en la camisa lucía el águila alemana y el escudo divisionario. También llevaba colgando sobre el pecho sus viejas antiparras de campaña, como si viniera directamente de otear bolcheviques en la estepa rusa bajo las banderas del III Reich, en el frente arrasado del lago Ilme, por ejemplo, entre Novgorod y el río Weresha. ¿Nunca habéis visto comulgar a un ex combatiente de la Wehrmacht con antiparras en el pecho y pistolón al cinto? ¡Hostia, vale la pena!, decía el impune fabulador después de reclamar el porrón a sus invitados, para trasegar, sin perder la sonrisa, el chorrito de vino tinto previamente estrellado sobre los dientes, como hacía la abuela Tecla en el pueblo, y luego proseguir con la voz más lubricada y jocosa:
En realidad no había motivo para toda esa parafernalia, porque en toda la campaña rusa el voluntario Altamirano no disparó un solo tiro: se apuntó como pinche de cocina y volvió como tal. Pero esto sólo lo sabían su mujer y unos pocos más. Veamos ahora qué pasó este sombrío y desapacible mediodía de finales de noviembre durante la misa de doce en el monasterio de San José. Había crespones negros en el templo y en el cielo y en los ojos de la feligresía; en verdad la piadosa gente parecía estar viviendo un interminable Día de Difuntos un día sí y otro también, y el camarada imperial estaba postrado en el reclinatorio del banco, en primera fila, y nada más empezar la misa le vieron incorporarse, hacer una genuflexión y abandonar la iglesia, compungido y con los ojos húmedos. No era ninguna puñetera novedad. Según diversos testimonios recogidos in situ por menda poco después, pues casualmente ese mismo día fui enviado allí por nuestro excelentísimo Ayuntamiento a inspeccionar, a petición de las monjas del monasterio, una de las capillas laterales del templo -el día antes una anciana beata se había desmayado del susto al ver allí una enorme rata, o una serpiente dormida, no estaba segura-, el camarada Mir incurría en ese extraño comportamiento por segundo domingo consecutivo. Justo en el momento del confitero deo, ¿se dice así?, cuando los devotos fieles responden en voz baja mea culpa, mea culpa, mea máxima y grandísima culpa, ¿se dice así?, el piadoso ex combatiente abandonaba el reclinatorio y la misa, bajaba por una de las dos escalinatas que dan a la explanada y se quedaba quieto al pie de la misma, ensimismado e inaccesible como un centinela, erguido, guapetón, fúnebre y oscuro, con una oscuridad resplandeciente, canturreando alguna majadería falangista, según dicen, hasta que, terminado el oficio, veía bajar a los feligreses. Entonces, el ex divisionario se plantaba ante ellos susurrando confusas jaculatorias y sacaba la pistola de la funda, apoyaba el cañón en la sien, gritaba ¡Viva Cristo Rey! y acto seguido hacía ¡pum, pum! sonriendo con su boca llena de dientes de oro y adornada con el fino bigote de alférez provisional-cadáver definitivo, según la sarcástica acotación del narrador destinada a arrancar risotadas del auditorio, un detalle nuevo que venía a adornar un relato que llegaría a ser archisabido. El chico creía recordar que en la primera versión ofrecida en la barra del Rosales, mientras el señor Agustín le llenaba su vaso de vino por enésima vez, no había mencionado para nada el bigote ni los dientes de oro.
Los chillidos de algunas feligresas de San José pudieron oírse en el Tibidabo. Había indicios suficientes para suponer que nuestro hombre se estaba volviendo majara, pero aquella buena gente que salía de purificarse prefería mirar discretamente hacia otro lado, y además ni el Ayuntamiento del distrito ni la sede local del partido, que el señor alcalde frecuentaba en razón de su cargo, tampoco parecían haberse dado por enterados. Ya andaba un poco tocado del ala cuando regresó de Rusia; según declaró después su mujer, desde que se había recortado aún más el bigote derrochaba en todo lo que hacía una extraordinaria vehemencia y resolución, pero ciertamente actuaciones más extravagantes e imprevisibles se han visto y se ven casi todos los días entre los miembros de esta aguerrida milicia, argumentaba el Matarratas, porque así son ellos, compañeros, así son estos mequetrefes azules, así son estos tiempos de infamia y sacristía. Y hasta veía probable que los responsables del santuario y la misma feligresía interpretaran aquel disciplinado alarde del atildado ex divisionario como una viril ofrenda guerrera en tiempo de paz, un rito o una costumbre castrense inspirada tal vez en un piadoso voto, en alguna secreta querencia expiatoria. Este hombre está purgando algo, pensaron algunos. Pues entonces, quizá por eso, se afeitó el bigotito.
En cualquier caso, alguien lo consideró inapropiado y ofensivo y lo denunció, y el camarada Ramón Mir Altamirano fue requerido en la Delegación Local de Falange de la plaza Lesseps para que se explicara ante el jefe, que era amigo suyo. Allí se encogió de hombros, se agarró la bragueta con ambas manos y se encomendó a los luceros, jurando que se trataba de un asunto de honor, un homenaje personal a una valiente amiga que estaba jugándose la vida por una buena causa. Ya no es la hora del épico afán, camaradas, es la hora de la íntima expiación, dicen que dijo. Y que ese era su estilo y que no pensaba disculparse, y que, joder, camaradas, su adhesión seguía siendo inquebrantable y no estaba dispuesto a añadir nada más al respecto. ¿De qué puñetera expiación hablaba? ¡El diablo lo sabe! Fue amonestado seriamente y conminado a no andar por ahí presumiendo de uniforme y asustando a la gente, de lo contrario la próxima vez tendría que rendir cuentas en la Jefatura Provincial del Movimiento y podía verse expulsado del partido y desposeído de la alcaldía de barrio.
Sin embargo, la vistosa pantomima se repitió puntualmente el domingo siguiente, con una estruendosa variante que nadie esperaba. Paseando el rostro demudado, como en actuaciones anteriores, el hombre abandonó el templo al iniciarse el mea culpa colectivo, y, una vez afuera, volvió a descender la escalinata situándose muy tieso al pie de la misma. Quienes desde la explanada le vieron plantarse allí con su fúnebre uniforme y sus correajes, erguido, asilvestrado, con la belicosa mandíbula al viento, como un heraldo negro imperturbable anunciando años de plomo al servicio de una causa inaplazable e ineludible, dijeron que permaneció en esa actitud no menos de media hora, lo que duró la misa. Y que durante un breve instante, tan breve que muy pocos de los presentes acertaron a verlo, se arrodilló y rezó con fervor y con un tembleque tan acusado que parecía un hombre arrodillado en mitad de la blanca y desolada estepa rusa; juraría que en este momento, mientras se encomendaba a Dios y a la patria, pensó que la nieve de Novgorod crujía bajo sus rodillas. Poco después, alguien le preguntó si se encontraba mal, y él con gesto avisado respondió: ¿le importaría repetir la pregunta,krysij?, y acto seguido, viendo a los feligreses salir de misa y bajar por la escalera, empuñó la pistola con la mano izquierda, lanzó el ¡Viva Cristo Rey!, apoyó el cañón en la sien y apretó el gatillo, pero no pudo decir ¡pum! La palabra se le quedó trabada en la garganta y la cabeza se le fue violentamente hacia un lado, porque esta vez la pistola escupió una bala de verdad.
El resto ya no tiene gracia, concluye el Matarratas. Avisaron a su mujer, pero ¿sabéis quién acudió de parte suya a ocuparse de aquel guiñapo azul que se voló la oreja y parte de los sesos? El fulano que se entendía con su mujer, el cojo, un tipo esquinado. Él lo acompañó en la ambulancia. Mir salvó el pellejo después de no sé cuántas operaciones en la mollera, y cuando salió del hospital tenía menos cerebro que una cucaracha. La bala le mordió el lóbulo izquierdo del cerebro y lo dejó lelo. Decía incoherencias, iba mamado todo el día y se caía por la calle. Su madre, una viuda de la guerra que vive sola en Badalona, y que lo odia desde que se hizo falangista, no quiso ni verlo. Tal vez él mismo se buscó esa bala, tal vez esa bala siempre estuvo en la recámara, esperándole, incluso cuando usó la culata para clavar la placa del Sagrado Corazón en la puerta de su casa. En cualquier caso, seguro que su gentuza se haría algunas preguntas… ¿Fue su mano la que metió la bala en la recámara? Las carga el diablo, siempre se ha dicho, pero ¡Virgen Santísima!, ¿es que también carga las armas de nuestros heroicos cruzados? ¿También nuestras armas, bendecidas por los obispos, las carga el Maligno?
– No era su pistola reglamentaria -añade el Matarratas-. Era una Welther del 6,35 que se trajo de Alemania. Pero el dedo que apretó ese gatillo no era el suyo, era el nuestro.
– Ya estás diciendo barrabasadas, Pep -protesta Alberta flor de mi vida mientras le sirve otra ración de arroz al más joven de la brigada-. Tú come y no le hagas caso, Manuel.
– No sé. Tratándose del camarada Altamirano…
– ¡El falangista mejor peinado que has visto en tu vida, nano!
El tío Luis dice que alguien le aseguró que estuvo en Málaga, cuando la guerra, y que participó con las falanges de Queipo en las represalias.
– Tratándose de él, todo es posible -opina Manuel. Y recuerda al sujeto presuntuoso y pechugón, de negros cabellos planchados, recia mandíbula y ya sin bigote; pero que cuando hablaba, y sobre todo cuando gritaba, se diría que aún lucía bigote-. No he vuelto a ver a este cabrón desde que me tropecé con él en la calle, hará cosa de un año. Lo acompañaba una fulana despampanante, una china. Se disponían a entrar en la comisaría de Travesera de Dalt y la mujer se paró en la acera para pintarse los labios, y eso a él lo cabreó de tal modo que le arrebató el pintalabios de mala manera y quería hacérselo tragar…
– Esa que dices -corta el Matarratas-, no tiene de china ni las pestañas. Es una puta confidente de la bofia, ya os hablé de ella. Es peligrosa.
– Lo sabemos -dice el tío Luis. Y añade con sorna-: Bueno, ¿y qué hay de la serpiente? ¿No has dicho que fuiste por una serpiente que se coló en la iglesia y asustó a una anciana beata? Creo recordar que hay huertas y una alberca, al lado de ese monasterio…
– Era una serpiente de escayola. Puro yeso pintado de verde. Parecía de verdad, la cabrona. Estaba detrás del confesionario, se había desprendido de una imagen de la Inmaculada Concepción, una reliquia tan antigua que se caía a trozos. Un pedazo de escayola, ya sabes, esa culebra enroscada bajo los pies de la Virgen. Cuando la vi en el suelo estaba igual de enroscada y quieta, con el dedo gordo del pie de la Virgen sobre uno de sus anillos. Todo el jodido asunto no era más que puro yeso roto, y estaba allí, en el suelo. Las monjitas creían que se podía solucionar con algún pegamento, pero la cosa no tenía arreglo… Pásame el porrón. ¿No quieres postre? Prueba este melocotón, anda. Córtalo en trocitos y échalos en el vaso de vino. El mejor postre es el que te permite seguir bebiendo, lo demás son mariconadas. ¡Que no sabéis comer como Dios manda, hostia!
– Bueno, a ver. Estábamos hablando de la pobre Victoria.
– La señora Mir está un poco locatis, madre, lo sabe todo el mundo.
– ¿Por qué le tienes tanta manía, hijo? Es una mujer extremada, pero es buena persona. No debes creer todo lo que dicen de ella.
Todo no, claro, piensa él, porque ciertamente se oyen cosas increíbles; por ejemplo, una tarde de domingo, un parroquiano del bar Rosales dijo que a esta mujer le faltaba un tornillo y le sobraba un chumino, lo que provocó grandes risotadas en los adictos al pitorreo de baja estofa. Por supuesto, eso no se lo va a contar ahora a su madre, ya que al parecer ella y la señora Mir habían sido buenas amigas. Pero a esta mujer se le atribuían chuscas historias con tipos más bien impresentables, que nunca eran del barrio, y él había oído hablar de un vendedor ambulante que ya no sabía lo que vendía, un haragán y borrachuzo que presumía de orgullo y hombría negándose teatralmente y a grandes voces -pero sólo durante un rato- a que ella abonara su consumición en el Rosales; según la propia señora Mir le comentó un día a la tabernera, era un guarro que nunca se lavó los dientes y sus besos estaban llenos de semillas de tomate. Y luego hubo otro que tal, un antiguo conocido, enfermero jubilado y diabético, un pobre diablo que le duró poco porque se murió; y decían de más tíos así, a cuál más derrotado y fantasmón, hombres como sombras que parecían buscar una taberna donde esconderse del mundo.
Y no es que él preste oídos a las chafarderías del barrio ni comulgue con este cachondeo tabernario, pero, aunque en su vertiente humorística y rijosa la maledicencia podía no tener la menor gracia y ser muy injusta y muy grosera, con todo él prefiere eso al chismorreo hipócrita y a las habladurías envidiosas que circulaban acerca de los romances risibles y apolillados de la reina de las friegas, esta presumida que empieza a ser un vejestorio y a comportarse como tal, que va pintada como un cromo y gasta una coquetería y un aroma de pasiones rancias, insustanciales e improbables: el personaje se le antoja tan chusco, chabacano y ridículo, que le parece inverosímil. No le interesa, no se lo cree. El mero hecho de verla cruzar la calle y pararse para enderezar la costura de las medias le provoca la risa; se enrosca en sí misma muy despacio, con un estudiado aire de abandono y complacencia, y se demora tanto en el balanceo del brazo hasta alcanzar a tocar la media, que la costura, antes de que la mano llegue a ella y como por arte de magia, se ha enderezado sola. Y verla acto seguido dirigirse al bar contoneándose sobre sus insensatos zapatos de altísimo tacón y meneando el pandero, eso ya se le antoja el colmo. Pero precisamente porque el personaje es tan real, tan próximo y cotidiano, le irrita y le conturba; lo ve demasiado ligado a la grisura del barrio, a las pequeñas simulaciones, añagazas y miserias que el trato con los demás impone irremediablemente todos los días.
¿Y qué maldades dicen ahora, por dónde va el chismorreo, hijo, qué se comenta en el Rosales?, inquiere su madre mientras le examina las uñas. Bueno, pues no sé, parece que esta chifladura que le dio en la calle fue porque un señor casado y bastante mayor, un tal Alonso, había roto su idilio con ella. Se decía que durante una sesión de friegas tuvo una terrible disputa con este hombre, que venía tratándose de fuertes dolores en la pierna coja, y hubo gritos y bofetadas, no se sabe si de él a ella o al revés, y que acto seguido él habría decidido plantarla allí mismo. ¡Ahí te quedas con tus manitas de plata y tus pomadas y tus celos, rubia presumida!, dicen que le dijo, yo no me invento nada. Y que ahora ella esperaba una carta, no había día que no pasara por el bar preguntando si había llegado la carta, en fin, eso es lo que cuenta la señora Paquita a quien quiera escucharla. Por lo demás, acerca de su querido, se sabía muy poco; que no vivía en el barrio, y que era o había sido futbolista y tranviario. Llevaba un anillo de hueso que se hizo él mismo, por lo que el señor Agustín decía que era un hombre que había salido de la cárcel…
– ¡Caray, y dices que no te enteras! -comenta su madre-. No sé, no conozco a este hombre, pero me consta que ha sido muy amable y considerado con Vicky.
– Oh, sí, claro -recuerda divertido-. Le llevaba rosas.
– ¿Rosas?
– Rosas de papel. Azules. Cada domingo le veías en el bar con su rosa azul, haciendo tiempo para la cita con la señora Mir… Yo no me invento nada.
– Pero no dices más que tonterías. ¿Cómo iban a ser de papel? No se regalan rosas de papel.
– ¿Que no? ¿Has vistoEl ladrón de Bagdad, madre? ¿No sabes que el que huele la Rosa Azul del Olvido ya no recuerda nada de su vida pasada…?
– Déjame de películas. Y estate quieto o te haré daño. -Procede a recortarle las uñas antes de vendarle la mano, y añade reflexivamente, como si hablara para sí misma-: ¿Y cómo puede decir la gente que Victoria abofeteó a este hombre, quién la vio hacerlo? Y luego, porque él le dice que va a dejarla, ¿por eso tiene que sentarse en las vías y organizar una escandalera en medio de la calle? Victoria siempre fue un poco rara, pero tanto como para eso…
No se conforma con las apariencias. Tiene que haber algo más, dice, o no se habría expuesto a una situación tan absurda y tan previsiblemente condenada a convertirse en la rechifla del vecindario. ¿O tal vez no había por qué recelar de una verdadera tentativa de suicidio, aunque las vías estuvieran en desuso? Familiarizada con el lenguaje médico, apunta la posibilidad de que su antigua compañera de trabajo hubiera sufrido una especie de psicopatía, un trastorno transitorio de la personalidad.
Ringo no muestra interés en aclarar las dudas de su madre. Respecto al señor Alonso, sólo podía decir que era un tipo raro que hablaba poco, y que ya no frecuentaba el bar. Lo recuerda sin ganas: solía sentarse a una mesa del fondo con la americana echada sobre los hombros, bebía picón o carajillos de anís y a veces hacía solitarios, o bien observaba con expresión hosca a los muchachos jaraneros que, antes de decidir si irían a bailar al Verdi o a La Lealtad, mataban el aburrimiento de la tarde del domingo en torno al futbolín. ¿Cómo era el señor en cuestión? Huy, el parroquiano más listo del Rosales necesitaría un millón de palabras para explicar lo que este hombre daba a entender con una mirada. Pero bueno, así a primera vista parecía más bien una birria de tío que cojea de una pierna, entrado en años, bastante feo, alto y flaco y un poco patizambo; podía añadir unos ojos claros y el narizón aguileño, muchas arrugas en la cara, una boca de pez que da grima y cabello blanco muy abundante peinado hacia atrás, pero su madre ya tiene suficiente.
– Vaya, nadie diría que no te has fijado.
– Bueno, es que el tío se hacía notar, ¿sabes? Todo el rato gastándole bromas a la señora Paquita… Que yo no me invento nada.
No quiere ser más explícito, las rancias galanterías del cojo con las mujeres le importan un pimiento. Pero en su fuero interno le tiene por uno de esos hombres que seguramente vale la pena escuchar cuando hablan de mujeres. Un tipo taciturno pero de mirada elocuente, pausado en el habla y en los gestos, incluida la sonrisa, acaso lo más parsimonioso y grato de su persona. Solía llevar una flor en el ojal. Se dejaba ver siempre los domingos por la tarde, llegaba quince o veinte minutos antes de las seis y se sentaba a la misma mesa. Cuando daban las seis se levantaba, devolvía la baraja en el mostrador, cambiaba con Agustín o con su hermana algunas palabras en voz baja, sobre todo con ella, que solía escuchar sonriendo azorada, pagaba su picón y se largaba a casa de la rubia a por sus fricciones de espalda y de la pierna mala, o de la entrepierna o quién sabe qué, que los chismes daban para mucho. A veces, entre semana, también venía.
Así había sido durante casi un año, desde un lluvioso domingo de mayo que le vieron por vez primera entrar en el bar con un diario mojado sobre la cabeza y preguntar dónde vivía una enfermera o sanadora que le habían recomendado encarecidamente, una tal doña Victoria López Ayala, natural de un pueblo de Segovia y casada con un tal Ramón Mir, y que no tenía teléfono. Sabía todo eso de ella, y aún parecía saber más, y llamó la atención desde el primer momento. Aparentaba unos cincuenta y pico, pero visto de cerca uno se daba cuenta de que era bastante más viejo. Con todo, había un brillo juvenil, malicioso, en su mirada. Llevaba una americana de hilo azul claro de buenísima calidad, pero bastante desgastada y derrengada, con desfondados bolsillos, y todo en él, a pesar de su natural elegancia y pulcritud, tenía una impronta marginal, un aire de suburbio. Me dieron una tarjeta de esta señora y no sé dónde diablos la he metido, sólo sé que vive en esta calle, gruñó mientras hurgaba en sus bolsillos. La señora Paquita salió del mostrador y le indicó la casa, veinte metros más arriba y en la acera de enfrente, mire, desde aquí se ve, el portal ciento diecisiete.
El hombre arrojó el periódico empapado en un cubo donde algunos parroquianos dejaban sus paraguas, rebuscó la tarjeta en los bolsillos durante un rato, la dio por perdida definitivamente, pidió un café y, sonriendo, murmuró:
– Le va bien el nombre.
– ¿Cómo dice?-inquirió la señora Paquita.
– La calle. Estamos en el Torrente de las Flores, ¿no? Pues el nombre de la taberna, Rosales, le va que ni pintado a la calle.
– Ah, bueno -sonrió ella, halagada-. Es que nuestro apellido es Rosales.
Aquel primer día se bebió su café ardiente de un trago, sin una mueca, y luego se metió de nuevo bajo la lluvia cruzando la calle hacia el portal 117. La tarjeta de la señora Mir apareció después, detrás del cubo con los paraguas.
Su madre guarda una igual, junto con una estampita de la Virgen, dentro de un libro de Apel.les Mestres con dibujos de hermosas hadas y ondinas.
Victoria Mir
Quinesióloga y Quiromasajista. Experta en dolencias
lumbares y dorsales. Tratamiento de las neurastenias del tejido
muscular, nervioso y emocional. Horas convenidas.
Eso dice la extravagante tarjeta, que ella misma se inventó. Es de fabricación casera, una pequeña cartulina escrita a mano con tinta verde y una caligrafía primorosa y apretujada. Su madre opina que la palabra quiromasajista parece un tanto rebuscada y pretenciosa, pero quién no presume de algo hoy en día con tal de salir adelante. La buena mujer dice haber sido alumna del doctor Ferrándiz, el naturalista fundador de la Escuela Quiropráctica, se las da de psicóloga y cultiva resabios de una terapia basada en el palpo. Incluso el Matarratas, tiempo atrás, recuerda el chico, pensó en solicitar sus buenos oficios para aliviarse de un persistente dolor en las cervicales. Le gusta parlotear mientras machaca músculos y tendones, comenta su madre, y juraría que no es ajena a ciertas prácticas de curandera, pero con eso no hace mal a nadie. Al parecer consigue algo más que curar un simple dolor de espalda. Dicen que detecta tumores antes de que se formen, sobre todo en las mujeres. Se conocieron en los turnos de noche de la Clínica Nuestra Señora del Remedio, cuando Victoria Mir trabajaba todavía de enfermera. El título se lo habían dado gracias a una maniobra de su marido falangista, pero sabía manejar muy bien a los enfermos.
– El doctor Goday opinaba que sus friegas y sus tratamientos herbarios no había que tomarlos a broma. Un día se ofreció a darme un masaje capilar que me dejó como nueva -dice mientras empieza a vendarle la mano-. Por cierto, ¿tú no habías salido con su hija?
– ¿Violeta? ¡Qué va! Es muy mayor.
– Dos años más que tú tendrá. Diecisiete, no más.
– Bueno, pero es una birria de chica. -Cierra los ojos y la ve en la taberna, esperando de pie y como alelada que le llenen la botella de vino o le entreguen el sifón. Cuello largo, encías descomunales y rosadas al sonreír, pelo rojizo, tetas menudas y culo pimpante. Nunca confesará que ese aparente desarreglo, esa descompensación entre culo y tetas, es precisamente lo que más le atrae de la chica-. Y además es un poco sorda. No vale nada.
– ¿Ah, no? Mira el guapito. Pues me dijeron que el verano pasado, en la fiesta mayor, la sacaste a bailar más de una vez.
– Pero no me gusta, madre. ¡Brrrrr!
No, esta chavala no le gusta, por supuesto que no. Es rara, es antipática, es un callo, y sin embargo, no hay día que no piense en sus nalgas moviéndose al cruzar la calle o girándose firmes detrás del mostrador de la papelería donde trabaja. En la zona más tórrida de sus sueños convoca una y otra vez aquella noche de verano, cuando la muchacha se refugió en sus brazos cabizbaja y callada, resignada a los furtivos achuchones en muslos y pelvis: levantó hacia él sus ojos indolentes, demasiado pegados a una nariz cuyas aletas dilatándose son lo único en su cara que parece tener vida, mientras él, al oír los primeros compases de la orquesta y sólo con rozar su cintura de avispa con la mano, ya no podía pensar en otra cosa que en ese trasero respingón que un día el QuiquePegamil tuvo tan cerca en la plataforma abarrotada de un tranvía.
– Cada domingo -añade Ringo en el mismo tono desabrido-, en invierno como en verano, aunque llueva, su madre la acompaña al baile del Verdi, a veces van al Salón Cibeles o a la Cooperativa La Lealtad. Salen de casa siempre muy juntitas, pintadas como monas y cogidas del brazo. Da risa verlas así por la calle, tan emperifolladas y arrimándose la una a la otra como si tuvieran frío o temieran caerse…
– Tú sí que das risa.
– Violetacalientabraguetas, la llaman los chicos en el bar… ¡Ay!
Se gana una colleja y la reprimenda.
– Que no te vuelva a oír semejante grosería. Pobre chica. Ninguna chica es fea, suele decir su madre, cuando se es joven no se puede ser feo. De eso nada, piensa él, aunque todavía no acierta a explicarse por qué, frente a Violeta, se siente irremediablemente atraído por esa combinación de cara fea y piernas bonitas, por qué ese desajuste resulta tan excitante.
– El vendaje más arriba, por favor, madre, hasta la mitad del brazo.
– No hace falta, así está bien.
– ¿Me prestas tu pañuelo de seda, el que te regaló don Víctor? Para el cabestrillo, en vez de la bufanda… ¡Por favor! Así es como llevaría el brazo Bill Barnes, el as de la aviación, si le hubieran derribado con su aparato…
– Presumido, además de tonto -dice su madre. Recuerda lo mucho que presumió de cabestrillo durante días y días con apenas diez años, cuando se rajó la muñeca saltando la tapia erizada de cristales de la Clínica del Remedio-. Si luego quieres merendar, hay un bote de leche condensada sin abrir y queda algo de membrillo. ¿Qué vas a hacer hoy? ¿Irás a leer al parque Güell, o te pasarás la tarde sentado en esa taberna?
– Todavía no lo sé.
– Si subes al parque, mira si encuentras orégano. Y me traes una ramita de laurel.
– No lo sé, madre, de verdad. Es que si el dedo me duele mucho, me mareo. Entonces prefiero quedarme en el Rosales, que está cerca. Es el dedo del destino ¿sabes?
– ¿Y qué haces tantas horas encerrado en esta taberna de mala muerte?-inquiere ella por enésima vez-. Con la mano así no puedes jugar al futbolín.
– No me gusta el futbolín.
Observa cómo su madre corta el sobrante de la venda manejándose con dificultad, doliéndose de los dedos metidos en los ojos de unas tijeras que no están hechas para la mano izquierda.
– Cuando sea mayor me haré rico, madre.
– ¿Ah, sí? Qué bien.
– Ya no seré joyero, seguramente ya no podré trabajar con oro ni con platino ni con diamantes ni nada de eso, pero igualmente me haré rico.
– Vaya. ¿Y cómo piensas hacerte rico?
– Además de pianista, seré fabricante de tijeras.
– ¿De tijeras?
– Inventaré unas tijeras para personas zurdas. Sí, las venderé y me haré rico.
Su madre le hace un nuevo cabestrillo con un fular de seda color verde pálido, regalo de don Víctor Rahola, y se lo anuda en la nuca dejando la mano bien alta sobre el pecho para atenuar la presión de la sangre.
– Listo -dice-. A ver si tienes cuidado o se volverá a infectar. Y ya sabes, la mano siempre arriba y te dolerá menos.
Así que la mayor parte del día está solo, sin ninguna obligación ni cuidado salvo el del dedo mutilado y la provisión de novelas que alquila en una librería de viejo de la calle Asturias. Cultiva secretamente una nostalgia de futuro y una creciente hostilidad hacia el entorno, suma tiempo y libertad para vivir intensamente cada palabra de los libros que lee, va y viene de casa a la taberna o al parque Güell con la novela en el sobaco y el brazo en cabestrillo, con mirada desapasionada pero sombría y con ojeras románticas, arrebatadamente despeinado y vistiendo con cierto desaliño, pero siempre con una tiesa y perseverante cortesía interior, una fervorosa gentileza que no tarda en convertirse en la expresión de un sentimiento de desarraigo y soledad. Ya no es un niño, ya sabe que el tiempo de las aventis nunca estuvo parado, nunca detuvo la ciega marcha del mundo, pero tiene la sensación de estar viviendo un intermedio, un paréntesis entre el taller definitivamente abandonado y el ansiado piano. La convalecencia, más larga de lo previsto, al liberarle del trabajo favorece las lecturas más caprichosas, diversas y disparejas. De Karl May a Balzac y a Dostoyevski, de Julio Verne a Edgar Wallace y a Papini, Zane Grey, Curzio Malaparte, Stefan Zweig y Knut Hamsun. De la larga mesa de saldos de la librería de la calle Asturias, del revoltijo de libros sobados y maltrechos en el que su mano todavía con los cinco dedos empezó el año pasado a hurgar en busca de tesoros, y donde una tarde había topado casualmente con la cresta helada del Kilimanjaro -un pequeño y alargado volumen de relatos de tapas blancas con tres cagadas de mosca en la cubierta-, surgía repentinamenteHistoria de dos ciudades («Era la mejor y la peor de las épocas, era el siglo de la razón y de la locura, era la época de la fe y de la incredulidad…») y, sobre todo, Hambre.
Por el día escribía con las manos envueltas en trapos, lee devotamente y subraya con lápiz el párrafo. Sin la menor inquietud, más bien con una grata sensación de alivio, considera seriamente por vez primera la posibilidad de verse obligado a ganarse la vida de otro modo, apartado de joyas y piedras preciosas, pero manteniendo la esperanza de un futuro rico en emociones, salvaguardando aquel maltrecho ideal del atormentado y aclamado concertista de piano que viaja por el mundo cosechando éxitos y enamorando a mujeres hermosas, triunfando sobre la fatalidad. Todavía llega a sus oídos de vez en cuando la respuesta armoniosa del piano del maestro Emery al caer la tapa sobre el teclado, una resonancia sostenida, honda y quejumbrosa, como si también el entramado de cuerdas y macillos en la entraña del viejo Steinway lamentara su forzoso aunque provisional alejamiento de la música. En cualquier caso, es prácticamente seguro que el día de mañana no será un orfebre asalariado en ningún oscuro taller, resignado para siempre al soplete y al cajón forrado de zinc sobre las rodillas, y de hecho su madre y su padre ya están considerando otras opciones laborales para cuando esté curado.
¿Podía el destino haberse manifestado de otra forma, menos cruenta y dolorosa? Podía, piensa, pero tal vez ha sido mejor así, de golpe y por sorpresa.