14 Palabras rescatadas

Dice el señor Carmona que la encontró recostada en la escalera, en el rellano del segundo piso, con la ropa mojada y la cabeza apoyada en el peldaño más próximo a la puerta de su propia casa. Estaba amaneciendo y había poca luz, tropecé con ella y casi ruedo escaleras abajo, explicó en la taberna. Daba grima verla allí tirada, hasta pensé que estaba muerta. Se había quitado los zapatos, tenía las medias rotas en las rodillas y churretones de pintura en la cara, blanca como el papel. El señor Carmona trabaja de estibador en los muelles y cada día sale de casa muy temprano. Dice que tocó el timbre hasta despertar a Violeta, que abrió sobresaltada y enrabietada con su madre, y entre los dos trataron de reanimarla y la entraron en casa.

Así pues, deduce Ringo, no llamó a la puerta y se quedó allí tirada; estaría borracha y no acertó con el timbre, o se sentía tan avergonzada que no quiso que Violeta la viera así; o quizá sí llamó, pero su hija ya dormía y no pudo oírla. ¿Cómo no la esperó despierta, sabiendo que no tenía llave del piso? Pero no desea hacerse más preguntas, prefiere pensar en otra cosa o dormitar sobre sus partituras y su libro. El trabajo nocturno y clandestino en el tostadero le tiene sumido en una especie de duermevela todas las mañanas, matando las horas en la mesa del Rosales.

Quince días después sabrá que la incursión nocturna de la señora Mir ha sido el inicio de un rosario de sobresaltos para Violeta, la primera de una serie de escapadas sin avisar y de caprichosos vagabundeos más allá del barrio, mientras el descuido de su persona y de la casa, el culto a la soledad y al desamparo y el paulatino abandono de sus pacientes, iniciado unas semanas antes, había empezado ya a no tener vuelta atrás. Un domingo soleado a mediados de febrero salió de casa a primera hora y no se presentó a comer. Por la tarde, después de buscarla en algunas tabernas del barrio, incluso en el bar del Salón Cibeles y en el de La Lealtad, Violeta supo por la peluquera Rufina que la habían visto de buena mañana remontando como sonámbula la carretera del Carmelo. Anochecía cuando su hija la encontró en la ladera oriental de la Montaña Pelada, sentada en los tres peldaños de la escalinata trunca labrada en la roca. Sujetando con fuerza su capacho lleno de espliego reseco, miraba con mucha atención unas volutas de humo negro subiendo hasta el cielo desde las miserables techumbres de las chabolas del Carmelo, y no quería levantarse. Se mostró lúcida y tranquila, dijo que había subido a buscar flor de saúco.

– Me ha prometido no volver a escaparse, señora Paqui -dice Violeta mientras se toma un café con leche en la barra del Rosales-. Ahora está en la cama. La abuela Aurora vendrá a verla esta tarde o mañana… No creo que se mueva, pero si usted o el señor Agustín la ven salir de casa, me mandan aviso al hospital, por favor -y mirando a Ringo parece incluirle en la petición.

Encontrarse a Violeta en la taberna, y verla además charlando amistosamente con la señora Paquita, es toda una novedad. Lleva un jersey blanco de cuello de cisne y un abrigo que le queda corto, el pelo recogido en un moño, zapatos y medias blancas y una bata nueva de enfermera doblada en el brazo. La tabernera la escucha con expresión apenada, pues ve llegar calamidades sin fin para esta chica: no tiene más familia que su padre y su madre y la abuela paterna -que desde hace años no quiere saber nada de su hijo Ramón-, y puede sentirse muy sola.

Él en cambio no sabe qué pensar; sumido en otra de las hipnosis que le provoca la muchacha, la mira y la remira y no acaba de ver a la misma Violeta que hace apenas quince días se dejó levantar la falda y acariciar las nalgas debajo de una buganvilla cuajada de lluvia. Agazapado detrás del libro, parapetado una vez más frente a una realidad voluble e inaprensible, cree percibir en ella un perfil repentinamente adulto, como si el nuevo trabajo y las preocupaciones que vive estos días hubiesen acelerado su paso de muchacha a mujer. Con una vaga sensación de pérdida, la mirada desciende hasta las piernas enfundadas en medias blancas y considera la quietud formal de las pantorrillas juntas, dóciles y maduras, y se pregunta por qué el aroma de sus cabellos mojados persiste en el recuerdo con más intensidad que lo demás, y por qué ese aroma es más punzante que el deseo, por qué ahora al hablar con la tabernera deprisa y bajando la voz, reprimiendo mal un sentimiento de hostilidad más afilado que de costumbre, o mientras escucha algún consejo ladeando la cabeza y ofreciendo el oído bueno con aire displicente, por qué de repente esta chica parece tener más de dieciocho años. A él apenas le ha prestado atención, pegado como está al zócalo igual que una sombra, una más entre esa penumbra de la taberna, tan cotidiana y familiar que es casi un estado de ánimo.

– Ten un poco de paciencia, Violeta, y verás como todo se arregla -dice la tabernera-. Nos tienes aquí para lo que haga falta.

En tono seco, como queriendo dejar sentado que no está aquí por gusto, Violeta informa a la señora Paquita: desde hace tres días está trabajando de enfermera en el hospital del Mar gracias a la recomendación de la madre Josefina, una monja amiga de su madre, tiene un contrato laboral renovable cada seis meses y está contenta porque, los ratos que las labores de asistencia a los enfermos la dejen libre, podrá atender a su padre, que sigue ingresado en el hospital. Además, a pesar de todas las dificultades, sigue con los cursillos y aspira a trabajar en el quirófano como enfermera instrumentista.

Consciente de lo que se le viene encima a la muchacha, la señora Paquita reitera su apoyo.

– Estaremos al tanto, vete tranquila. ¿Quieres que te traiga algo del mercadillo?

– Hoy no hace falta. Pero esta noche le dejaré las cartillas de racionamiento, y si me hace usted el favor…

– Pues claro. Cuanto menos salga tu madre a la calle, mejor. ¿Quieres que luego me acerque a verla, por si necesita…?

– Ahora no quiere ver a nadie -corta Violeta. Termina su café con leche y hurga en el monedero-. Bueno, me tengo que ir.

– Pobre Vicky, es terrible lo que le ocurre. Mira que se lo venía diciendo. La de veces que he discutido con ella por esa cosa tan tonta…

– Se le pasará. -Y de nuevo con ese aire de suficiencia-: Pero si se escapa otra vez, ahora ya sé adónde ir a buscarla. Voy a llegar tarde al trabajo. Adiós.

Cada mañana, desde ese día, saliendo de casa temprano para coger el tranvía 39 que la lleva al hospital del Mar, Violeta para unos minutos en la taberna para confiarle a la señora Paquita las últimas novedades y algún encargo, y allí está siempre él, invariablemente solo y volcado sobre un libro, con su aroma a torrefacto, su incurable somnolencia y su resquemor, preparado no sabe todavía para qué. Algunos días Violeta le dice hola y poco más, y otros parece no verle siquiera. Ella se toma su café con leche deprisa, responde en voz baja a las preguntas de la tabernera y se va. Si está el señor Agustín, se muestra discreta. Su frialdad y su autocontrol se harán más evidentes conforme pasen los días y su madre vaya acelerando su pulsión autodestructiva, resbalando cada vez más hacia un desengaño todavía no asumido ni consumado.

Desde la primera escapada, desde la noche que la sanadora se acostó borracha en la escalera, Violeta parece tenerlo muy claro: un sistema de referencias ha trastocado la vida de su madre, apoderándose de su voluntad, pero ella conoce las coordenadas de esa voluntad, y mediante un secreto entramado de asociaciones adivina sus vagabundeos en los escenarios que fueron predilectos, y allí es donde hay que ir a buscarla: la entrada lateral del parque Güell y el descampado de enfrente, la ladera sur de la Montaña Pelada, las cercanías del Cottolengo y la sinuosa carretera del Carmelo, sobre todo en su tramo último y más alto, el que va de la calle Pasteur a Gran Vista e incluye el predilecto bar Delicias, donde podría pasarse horas bromeando con viejos andaluces, trasegando coñac de garrafa y esperando conocer a alguien que tal vez sabría de alguien que podría conocer… La paranoia y la fabulación la llevan a veces a abordar a desconocidos y a emprender amables requisitorias en peñas deportivas y centros parroquiales, esperando obtener alguna referencia sobre el paradero del ex futbolista o ex tranviario Abel Alonso, generoso mentor y entusiasta entrenador de agrupaciones juveniles marginales, ligeramente cojo pero de buena presencia, que al parecer ha vivido o podría estar viviendo todavía por aquí. La indumentaria un tanto estrafalaria, el maquillaje cada vez más fantasioso y una cortesía risueña que suele derivar en un galimatías verbal y alcohólico hacen que algunas personas la compadezcan o se burlen de ella, pero no parece importarle mucho. Siempre lleva consigo el capacho con manojos de hierbas. Si aparece Violeta, se coge de su brazo y se deja llevar a casa sin una queja.

La mañana del sábado 23 de febrero la señora Mir estuvo atendida por su suegra, una anciana pequeña y malcarada que se dejó ver en la taberna comprando un cuartillo de coñac. No quiso darle a la señora Paquita ninguna explicación sobre el estado de su nuera, ni para quién era el coñac. Se fue antes del mediodía, dejando aviso en el bar de que se iba a su casa de Badalona, y poco después la señora Mir estaba podando pacientemente unos geranios en el balcón de su casa, en bata y zapatillas, sin pintar y embozada en una gruesa bufanda. Pero ese mismo día, a primera hora de la tarde, nuevamente emperifollada y rubicunda, con sus gafas de sol de montura blanca, sus sonoros brazaletes y su capacho de palma para hierbas, la ven salir de casa y remontar la calle trabajosamente hasta encontrarse de cara con la señora Grau, que luego explicaría que al verla le dio tanta pena y tanta lástima que intentó convencerla para que volviera a casa, sin conseguirlo. La señora Mir ni siquiera la miró, siguiendo su camino calle arriba hasta desaparecer en la Travesera de Dalt.

Al atardecer, Violeta se acerca a la taberna a preguntar si han visto a su madre. Desde el umbral, manteniendo la puerta vidriera abierta, su mirada indolente busca a la señora Paquita, que no está en el local. El señor Agustín, agachado frente a un barril, llena botellas de vino con un embudo, y en la mesa del fondo cuatro viejos muy parlanchines juegan al julepe. No, a su madre no se la ha visto por aquí en todo el día, dice el tabernero. Acto seguido Ringo nota la mirada de la muchacha interrogándole también a él, y hace un gesto negativo y tristón con la cabeza. Está sentado a su mesa con la americana sobre los hombros, la sien apoyada en la pared y los ojos vencidos por el sueño; los cierra, pero después de un rato sabe que ella sigue todavía allí, sujetando la puerta y mirándole. Hasta que le llega su voz ligeramente afónica:

– ¿Estás dormido, niño?

– ¿Yo?-Endereza el cuello-. Qué va. Estaba pensando en ti.

– Sí, que me lo voy a creer.

No se decide a entrar, juega moviendo la puerta.

– Mi madre se ha escapado otra vez.

– ¿Quieres que te ayude a buscarla?

Violeta se muerde el labio y se queda pensando.

– Aún no son las seis, y ya es de noche. Ahora oscurece pronto.

Ringo tarda un poco en reaccionar:

– Pues sí. ¿Y no te da miedo ir sola…? ¿Adónde vas a ir, tú sola?

– No sé, por ahí.

– Bueno, ¿quieres que vaya contigo, sí o no?

Ahora sus miradas se tropiezan.

– No, gracias.

– Vale. Mejor. Mi madre tiene otra vez el turno de noche y he de acompañarla, y luego he de hacer varios recados… La verdad es que tampoco podría. -Se incorpora despacio, con las greñas tapándole los ojos, y se pone la americana y la bufanda-. Habrá ido a ver a la abuela. Volverá, no te preocupes. Siempre vuelve.

No ha terminado de decirlo cuando oye el golpe de la puerta cerrándose. Portazo a la mentira. Pero ciertamente él ya tenía un plan que no incluía a Violeta. Antes de salir a la calle deja pasar unos minutos para no encontrarse con ella y poco después entra en la papelería de la calle Providencia donde la muchacha había trabajado. Lo atiende la nueva dependienta, Merche, una morena mofletuda y con gafas que vive en la calle de Sors y fue amiga inseparable de Violeta el año pasado. Se volvió muy rara, dice, ya no me es amiga. No, no tiene sobres de color rosa. ¿No le gustan de color violeta, o verde pálido, o azul claro, forrados por dentro con papel de seda? No, gracias. Acude a otra papelería, con idéntico resultado, y finalmente encuentra lo que busca en el estanco de la plaza Rovira.

Por la noche, solo en casa y sentado a la mesa del comedor, en el mismo sitio y en la misma silla que había ocupado su padre la última vez que lo vio, el papel se ofrece ante sus ojos con su desnudez rosada y nada de cuanto se le ocurre le parece convincente. Al cabo de una hora se levanta, se lía la bufanda al cuello y acude al tostadero del señor Huguet corriendo bajo una noche estrellada y con luna llena. Mientras le da vueltas a la manivela, el turbio remolino de agua de lluvia gira otra vez vertiginoso en la boca de la alcantarilla, y al introducir la mano, tardíamente y sin convicción, se chamusca los dedos. Alivia la mano en el agua de un cubo y el señor Huguet le regaña: si quiere apartar un leño porque hay demasiado fuego, debe usar las tenazas o ponerse los guantes.

De madrugada vuelve a casa, deposita la bolsita de café en el aparador, y, sin quitarse la bufanda, se sienta de nuevo a la mesa empuñando la pluma con el resquemor todavía en las yemas de los dedos. Todo lo que ha estado pensando acuclillado frente al fuego, mientras con una mano hacía girar el tambor lleno de café y azúcar y metía los dedos de la otra en el agua fría, lo tiene ahora ante los ojos. En el sobre escribe el nombre despacio, la V inicial con un rizo alegre a la derecha, tal como recordaba haber visto fugazmente en la fatídica noche de náuseas en las Ramblas.

Duerme tres horas de bruces sobre la mesa. A las ocho de la mañana su madre regresa de la Residencia con la mitad de una tarta de nata y hojaldre que le han ofrecido las monjas de la cocina. Él ya ha hecho café, ha calentado la leche y ha tostado el pan en el hornillo eléctrico. Desayunan juntos y una vez más su madre le regaña por levantarse tan temprano.

– Deberías estar durmiendo. Ahora trabajas.

– No tengo sueño.

– El café puedo hacerlo yo. Además, ya tomo bastante durante la noche.

– Pero el café que te dan las monjas no es tan bueno como este, a que no. -La ve tan pensativa, calentándose las manos alrededor de la taza, que se queda mirándola en silencio. Al cabo, añade-: ¿Qué vamos a hacer, madre?

– ¿A qué te refieres?-Escruta los ojos del chico y comprende-. Esperar. Otra cosa no podemos hacer.

Como todos los días, viene cansada y con ganas de meterse en la cama, pero hace lo posible por alargar esta improvisada conversación matutina. Es la hora del día, tan propensa al sueño, en la que siente a su hijo más cerca y más lejos. Cinco o diez minutos más para levantar su ánimo.

– Esta mala racha no va a durar siempre -añade-. No temas, no te vas a pasar la vida tostando café…

– No, si no me importa.

– El señor Huguet está buscando algo mejor para ti. Un cuñado suyo tiene un colmado en la calle Aragón, es un establecimiento muy importante que sirve a domicilio, y dice que dentro de poco necesitará otro dependiente, o repartidor… Sé que no es lo mejor, hijo, pero siempre será menos cansado que trabajar de noche.

– Me da lo mismo una cosa que otra.

– Bueno, lo vamos a pensar, ¿verdad? Cuéntame cosas, anda. ¿Qué se dice por ahí…? ¿Sabes que el otro día me encontré a Violeta en la calle? Está mona con el uniforme y la cofia, ¿no te parece?

Y comenta que vio a la chica muy ilusionada con su trabajo, a pesar de los disgustos que dice que le da su madre, que al parecer lleva un descontrol tremendo con la bebida y cada día está peor. Siente pena por su amiga Victoria y su comportamiento la tiene confundida. Le cuesta creer que el simple desamor de un hombre pueda llevar a una mujer a esta terrible situación de inconsciencia y desamparo, sobre todo a una mujer que nunca dio síntomas de flaqueza ante la adversidad. Ciertamente hay que tener en cuenta todo lo que ha tenido que aguantar del tarugo de su marido desde hace años… Se propone ir a verla uno de estos días, añade levantándose de la mesa y recogiendo, le llevará ropa usada y una bolsita de torrefacto como obsequio. Y sugiere ir juntos.

– Pero yo, ¿para qué, madre?-dice él, inquieto-. ¿Qué iba a decirle…? Deja esto, hoy me toca a mí.

Lleva las tazas y lo demás a la cocina, y poco después, fijando distraídamente los ojos en el desagüe de la bañera, mientras se ducha, el agua jabonosa que gira entre sus pies ralentiza su vorágine un instante, y en esta ocasión, el sobre que da vueltas parece dejarse coger antes de sumergirse por enésima vez en el oscuro sumidero. Se viste y recupera el aroma de la noche en el jersey y la bufanda. Antes de irse se acerca a la puerta del cuarto de su madre aguzando el oído. Dos estornudos le dicen que aún no está dormida. Seguro que le está rezando al Niño Jesús de Praga en la mesilla de noche, pidiéndole protección para el Matarratas, dondequiera que ahora se encuentre. ¿Su Niño la habrá escuchado alguna vez?

– Me voy, madre. ¿Necesitas algo?

– No.

Guarda un breve silencio antes de la siguiente pregunta.

– ¿Cuándo nos iremos a Francia, madre?

– ¿Cómo dices?

– Que cuándo nos iremos de aquí…

Ahora es ella la que tarda un poco en responder.

– ¿Irnos de aquí? ¿Por qué habríamos de irnos, hijo?-Y otro silencio, esta vez más largo-. ¿Por qué lo preguntas?

– Por nada. Que descanses.

Lo ha estado pensando detenidamente y durante tres días no se ha acercado al bar Rosales para no encontrarse con Violeta. Y al volver a la rutina tabernaria ha hecho algo que antes nunca había hecho, ha pedido una baraja al señor Agustín y empieza un solitario mientras espera que la señora Paquita vuelva del mercadillo de la calle Camelias y sustituya a su hermano en la barra. Piensa que sería mejor hacer lo que se propone por la tarde a primera hora, cuando la tabernera pasa más tiempo en la cocina que despachando, pero no quiere esperar más. El vecino señor Frías acaba de abrir la barbería y ha entrado en el bar para tomarse de pie su cortado matutino, y el señor Agustín, hojeando el periódico sobre el mostrador, satisface la curiosidad del cliente con desgana: Sí, señor, la sanadora fue ingresada en el hospital de San Pablo ayer a última hora de la tarde. Unos chavales del Guinardó la encontraron acurrucada detrás de unos matorrales, cerca de la carretera del Carmelo, y avisaron al personal del cercano Cottolengo del Padre Alegre. Le robaron el bolso, los pendientes, los brazaletes y un capazo con hierbas. O lo perdió, no se sabe. ¿Allí tirada toda la noche, durmiendo la mona, hasta pie la encontraron esos niños? El señor Agustín no sabe gran cosa más y aún no acaba de creerse lo ocurrido, no la ve durmiendo a la intemperie toda la noche, con este frío… Ringo sí la ve, no es difícil imaginarla: recostada con cierto recato, de lado, aceptando lo que venga, las sonrosadas rodillas juntas, las manos regordetas bajo la mejilla, los párpados de largas y untuosas pestañas cubriendo su quimera. En urgencias de San Pablo, dice el señor Agustín, una monja que la conoce mandó aviso a su hija, y también a la suegra. Una herida en la cabeza y moratones en las piernas, por fortuna nada grave, parece que mañana mismo la traen a casa, y la abuela de Badalona ya está aquí para echar una mano. Al volver en sí se mostró tan campante, ¿y qué crees que pidió la puñetera, eh? ¡Exacto, un coñaquito! No quería hablar con nadie. Y cuando explicó lo ocurrido, lo hizo de forma atropellada y confusa, pero lo que dijo, según su propia hija, tenía sentido: esa tarde estuvo visitando a su marido en el manicomio, le llevó tabaco rubio y un pijama nuevo, le limpió las uñas y luego se fue a Badalona a ver a la suegra en el mercado, en el puesto de flores que tiene allí, y finalmente se acercó al Cottolengo, adonde había prometido llevar ropa para niños. Y que al salir era de noche y a partir de ahí no recuerda nada más. ¿Y sabes qué dijo, para terminar llorando?, concluye socarrón el señor Agustín: que no le importaba nada que le robaran el bolso ni los brazaletes, que lo único que lamentaba era haber perdido un anillo de hueso de pollo, o de cerdo, o de vete a saber qué.

– Ya ves tú -cabecea meditabundo el barbero.

– Sí. Qué mujer esta, ¿verdad?

Ringo se pone la mano en el pecho para oír el leve crujido del papel debajo de la camisa y el jersey. El barbero se despide y el señor Agustín prosigue la lectura deEl Mundo Deportivo acodado en el mostrador. Hace un rato ha eructado sonoramente y se ha excusado diciendo que lleva una semana con un terrible dolor de muelas. Ha bromeado con su barrigón feliz y se ha servido una copita de licor de menta, paladeándolo y sonriendo al chico con sus ojitos de rata ocultos detrás de los altos pómulos sanguíneos.

Cuando ve entrar a su hermana con la compra, deja el diario abierto sobre el mostrador y carga con el capacho hasta la cocina. Quejándose de los pies, ella pasa junto a Ringo sin mirarle y mientras se quita el abrigo anuncia que sube a su cuarto a cambiarse de zapatos.

– Pon el pescado en la nevera y vete al dentista, yo me ocuparé de lo demás -añade alzando la voz para que su hermano la oiga-. El bacalao es para Violeta y su abuela.

Mientras ella está arriba aparece el señor Agustín con gabardina y boina. ¡Me voy, Paqui!, grita desde la puerta de la calle, y le hace a Ringo la seña habitual: vigila si entra alguien. Una vez solo, Ringo se levanta del taburete, se sube el borde del jersey y se abre la camisa. Le bastan tres rápidas zancadas para dejar el sobre encima del periódico desplegado. Es lo primero que ve la tabernera cuando poco después se sitúa detrás del mostrador poniéndose el delantal. Lo coge y le da vueltas, una y otra vez, como si no acabara de reconocerlo. El sobre está cerrado y lleva la letra V en la cara y nada en el dorso.

– ¿Quién lo ha traído?-pregunta a Ringo-. ¿Por qué no me has llamado…? ¿Es que el señor Alonso ha estado aquí, ahora?

– Ha venido un chico, señora Paqui -se apresura a decir él, sin levantar los ojos del solitario-. Acaba de irse. No es del barrio, yo nunca le había visto por aquí… Ha preguntado por usted, y tenía mucha prisa. Le he dicho que bajaría enseguida, pero no ha querido esperar. Me ha dicho que el recado era de parte del señor Alonso, y que usted se haría cargo…

– Vaya. -No sabe si debe alegrarse o no. Enseña los dientes pequeños y oscuros en un amago de sonrisa, y hay una luz risueña en sus ojos negros-. ¿Eso te ha dicho?

– Sí señora. Me ha dicho: traigo una carta para la dueña del bar. Y me ha enseñado el sobre antes de dejarlo ahí encima. Para la señora Paquita de parte del señor Alonso, ella ya sabe, ha dicho. Y después se ha ido.

Sostiene en el aire una sota de copas que no hay dónde meter.

– Pues hay que avisar a Violeta -dice para sí misma la tabernera, y se queda pensando, sin dejar de mirar el sobre-. Aunque no sé… Vaya un caradura. Pero ahora la chica debe saberlo. Sí, y que ella decida lo que hay que hacer…

– ¿Es algo importante, señora Paquita?-No obtiene respuesta-. ¿Quiere que vaya a avisar a Violeta?

– No está en casa -dice distraída-. Vendrá luego a recoger la compra.

Vendrá poco después, muy cansada y con prisas. Ha pasado la noche al lado de su madre en el hospital y la abuela Aurora la espera en casa. Lleva un gran sobre con radiografías y resultados de análisis. Su madre no acaba de estar bien, tiene la tensión muy alta y le han descubierto un principio de diabetes. Se hace cargo del bacalao y dice que seguramente no va a necesitar nada más del mercadillo porque la abuela Aurora quiere que vaya a vivir con ella a Badalona, por lo menos hasta que su madre salga del hospital.

– Creo que es lo mejor -dice la señora Paquita. Duda un instante antes de añadir-: ¿Quieres tener a tu madre contenta? Pues dale esto. Ella no quería que la vieras, pero… -Saca la carta de debajo del delantal-. Pero tienes que dársela. Seguro que le llevas una alegría.

– ¿Una alegría?-Antes de coger la carta, la mira en la mano de la señora Paquita con recelo, pensativa-. Ah, eso. A buena hora. -Y fijando su mirada despectiva en la V grande en tinta azul-: Y ni siquiera se atreve a escribir su nombre.

Rasga el sobre y extrae las dos hojas de papel rosado, que desdobla con lentitud, como si tocara una materia infectada.

– Quizá no deberías leerla, hija… -insinúa la tabernera.

Ella se ha apartado un poco y empieza a leer. Con expresión hosca, con evidente desagrado. Su pupila severa y descreída recorre las líneas una tras otra, deprisa, mientras el impostor, quieto en su refugio predilecto junto a la ventana y barajando para un nuevo solitario, la observa y con el pensamiento la acompaña en la lectura, la asiste palabra tras palabra y sin olvidarse de ninguna, todas las palabras tan escrupulosamente escogidas y con tanta premura cargadas de sentido, y sin embargo, ahora, de repente, sonando tan vacuas, desvalidas y vulnerables en la voz interior de Violeta:

Canfranc, 7 de diciembre de 1948

Querida Vicky:

Espero que a la recepción de esta carta te encuentres bien de salud. Perdóname, porque tenía que haberte escrito hace mucho tiempo. Enseguida te explicaré el motivo del retraso, pero antes has de saber que no he dejado de pensar en ti.

Te escribo desde Francia, desde un remoto lugar sin nombre perdido en la cordillera de los Pirineos y bajo una noche estrellada, sentado en el suelo junto a mi mochila. Frío, hielo y silencio. Las colinas nevadas brillan bajo la luz de la luna. Ventisca en los picos más altos y huellas en la nieve del sendero. Confío esta carta a mensajeros de confianza, una cadena de manos amigas, pero no sé cuándo te llegará.

Me dicen que me buscas, que te han visto vagando por la Montaña Pelada, por los parajes más solitarios del parque Güell y por el Monte Carmelo; que preguntas por mí de día y de noche, que te han visto esperándome donde solíamos vernos, sentada durante horas bajo el tilo florecido en las ruinas de Can Xirot. No debes hacerlo, Vicky. Por el amor que te tengo te pido que no lo hagas. Porque ya no ando por donde solía andar, flor de mi vida, porque yo no soy como te figuras, porque ya nada es exactamente lo mismo, calabacín con patas; porque, aunque mi amor sigue intacto, ya no soy el que era ni estoy donde estaba. Hazte la cuenta que soy un impostor, que todos vivimos en un espejismo y nadie sabe cuándo nos libraremos de él, pero nuestro amor es verdadero.

Una inesperada jugarreta del destino, que está contra mí en todos mis proyectos, me ha obligado a ausentarme por algún tiempo de esta ciudad que aborrezco, llena de ratas y promesas azules, pero cuento con tu perdón. Asuntos urgentes de suma importancia, que por tu seguridad no debo explicarte, porque lo que uno no sabe no puede decirlo, me han traído a Francia huyendo de la justicia y no sé cuándo podré volver. Pero tú has sido y sigues siendo mi buena estrella, y sé que no me perderé. Me gustaría vivir en las palabras, porque en ellas te seré fiel siempre, hasta más allá de la muerte.

Es posible que esta carta no sea la que tú esperabas, la del pronto y tan ansiado reencuentro. Tal vez debería pedirte que me olvides, tal vez lo mejor sería decirnos adiós, no lo sé, nunca había vivido un amor tan grande como este y nunca me había sentido tan confuso… ¿Qué pensaría una mujer tan generosa como tú si supiera que su hombre tan querido, que siempre ha presumido de ideales, hoy ya no es más que un cantamañanas, un tarambana, un culo de mal asiento y un contrabandista de tres al cuarto que algún día puede acabar en la cárcel?¿No te parece que lo nuestro no tiene futuro en Barcelona? Sólo puedo decirte esto: No me esperes, deja que yo te espere en todas partes, en todas las cosas. Al país adonde voy ahora lo llaman Shangrilá y dicen que es un país de fantasía. Pero qué importa si lo hemos soñado, qué importa que sea mentira.

Escucha: No salgas sola de noche, no te aventures por barrios que no conoces. No me encontrarás en las tabernas ni en los centros deportivos, no me busques en la asfixiante ciudad de los muchachos sin hogar y sin padres, la maldita ciudad de las ratas azules.

Lamento tener que decirte todo esto, pero es que cerrar los ojos y encogerme de hombros otra vez, como he hecho hasta hoy, siento que ya no me vale. Ya te hice bastante daño con eso. Me embarga un extraño sentimiento de culpa por el dolor que te causé involuntariamente… No sé si sabré explicártelo algún día. No importa. Mañana parto de aquí hacia lejanas montañas nevadas y valles de sombra y no sé amor mío cuándo podré volver, así que no puedo ni debo pedirte que me esperes. Quiero que te cuides, que no bebas como lo haces, que no arruines tu vida, que no des que hablar en el barrio para que no se burlen ya más de ti. Y que le hagas caso a tu hija, y verás como todo se arregla. Allá arriba, cerca de la cumbre de la Montaña Pelada, en los matorrales de espliego y tomillo donde silba el viento, volveremos algún día a ser felices. Volveré a coger hierbas aromáticas para ti. En la primavera bailarán otra vez las cometas de colores en el cielo azul, y tú y yo volveremos a verlo, volveremos a subir alegremente cogidos de la mano por la falda de la colina cuajada de ginesta.

Con este pensamiento te dejo. Buena suerte, Vicky querida. Te envío un millón de besos y que los ángeles velen tus sueños. Te quiere y no te olvida tu

Abel Alonso

Leída de un tirón y sin una sola mueca de incredulidad o desagrado, de sorpresa o de complacencia, sin alzar los ojos del papel y sin dejar escapar un leve parpadeo en ningún párrafo, en ninguna palabra. Dos cuartillas cubiertas por una caligrafía apresurada, tosca y picuda, vencida violentamente hacia la derecha como por efecto de un vendaval o como si quisiera escapar más allá de los márgenes del papel, dos páginas de un rosa pálido e inmaculado que él preservó del olvido y que Violeta ahora termina de leer y dobla de nuevo y mete deprisa en el sobre. A Ringo ni siquiera una mirada, ni de reojo. Y acto seguido, con media sonrisa afilada, vengativa, sujeta la carta con ambas manos, cierra los ojos, y, durante unos segundos interminables, parece decidida a romperla en pedacitos.

– Tu madre no quería que la leyeras -dice la tabernera-. Pero claro, ahora, después de lo que ha pasado… -Y sin poder reprimir cierta curiosidad-: No serán malas noticias, eso espero.

Violeta se encoge de hombros.

– Llegan demasiado tarde, señora Paqui. Mamá no necesita ya nada de eso.

Pero las manos permanecen quietas y finalmente no rompe la carta. Con gestos bruscos se desbotona el abrigo y la guarda en el amplio bolsillo de su bata de enfermera. No sabe si dejará que su madre la lea, ya veremos, dice disponiéndose a irse. Opina que ahora lo que necesita la enferma es olvidar, y además, añade en tono desdeñoso, lo que a fin de cuentas le ofrece la dichosa carta no es más que un montón de mentiras, asquerosos recuerdos y falsas promesas, como no podía ser de otra manera tratándose del farsante muerto de hambre que la había escrito.

– Adiós y gracias, señora Paqui. Dentro de unos días nos vamos a vivir con la abuela. Mamá va a necesitar muchos cuidados a partir de ahora, y yo sola no puedo atenderla. Me dará mucha pena cuando nos tengamos que ir…

– Está bien, hija. Ten ánimo. Todo se arreglará.

La misma tabernera le abre la puerta, y Violeta, cruzando el umbral, dedica a Ringo una mirada fugaz.

Tres días después y desde primera hora de la mañana, delante del portal 117 del Torrente de las Flores, un cubo y dos viejas cajas de madera rebosantes de manojos de hierbas secas atadas con cintas, frascos con hojas y raíces y tarros conteniendo pomadas y aceites, esperan sobre la acera el carro del basurero. Más tarde, mientras dos hombres cargaban en una camioneta algunos muebles y enseres y Violeta entraba en el bar Rosales a despedirse de la señora Paquita y de su hermano, Ringo ya no estaba allí para ver ni escuchar, pero supo que la muchacha iba en compañía de un joven celador del hospital del Mar, que la ayudó en la mudanza y al que la tabernera invitó a un vermut con olivas. Menos huraña y esquiva que otras veces, Violeta contó que su madre había sido trasladada directamente del hospital de San Pablo a la casa de su suegra en Badalona, que allí guardaba cama y estaba bien atendida, aunque seguía muy enferma, y que le había pedido que le dijera a la señora Paqui que le daba mucha pena dejar el barrio, que echaría de menos la taberna y los buenos ratos de charla con ella, y que, en fin, qué se le va a hacer, ella había previsto que el hígado aguantaría, pero ya ves, tampoco en eso hubo suerte, así es la vida.

Ese mismo día, a las ocho de la mañana, estrenando un guardapolvo a rayas y guantes grises de lana, Ringo empieza a trabajar en Ultramarinos J. Casadesus y Hnos., una tienda centenaria de la calle Aragón esquina con Bruch, cargando sobre el hombro un gran cesto de comestibles y bebidas a repartir entre una selecta clientela del Ensanche generosa en propinas.

Será por poco tiempo, le ha dicho su madre, no hay mal que cien años dure. Por poco tiempo, sí, cuántas veces ha oído él estas bienintencionadas palabras, en casa y en la taberna y en tantos sitios, pero la verdad es que finalmente todo dura hasta dejarle a uno para el arrastre; más que nada, más que la cotidiana carga de deseos y carencias, incluso más que el temor o la incertidumbre del mañana, es esta vaga desazón por no haber hecho lo debido, lo más conveniente y lo mejor, aun sabiendo que lo mejor y más conveniente igual no habría servido para una mierda.

Desde entonces el impostor ha evocado no pocas veces aquellos ojos pintureros leyendo la tan esperada carta, ha imaginado el frenético pestañeo y la mimosa disposición de los labios fruncidos y besucones al pararse en alguna oración, al suspender el aliento sobre alguna frase, sobre alguna palabra que acaso logró ofrecerle algo de aquello que su corazón apasionado había perseguido con tanto anhelo, fuera o no lo mejor y más conveniente para ella. A veces ha pensado que acaso es preferible no saber si la carta llegó finalmente a sus manos, no saber si la contentó o la decepcionó, si apaciguó su corazón y lo dejó indiferente, o si propició cuando menos el consuelo del olvido.

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