La historia de este chico no es muy ejemplar.
Para empezar, en el verano de 1943, durante las vacaciones escolares en casa de los abuelos paternos en el pueblo tarraconense de San Jaime de los Domenys, su actividad predilecta, aquella a la que dedica más tiempo y entusiasmo, además de los alegres chapuzones en las balsas de regadío y de las correrías con los muchachos del pueblo por los trigales bajo el sol radiante de julio, es disparar a los pájaros con una escopeta de balines en el huerto del abuelo. Todavía no ha conseguido matar a ninguno, pero no ceja en su empeño. Agazapado y con la vista fija en la frondosa higuera, acecha durante horas cualquier fugaz aleteo o movimiento de las ramas. Por menos de nada, dispara. Tiene el chico poco más de diez años y esos disparos de aire comprimido le suenan igual de festivos que el descorche de botellas de champán en las manos de su padre durante la celebración, en el piso de Barcelona, de discretas y muy especiales fechas cuyo significado ignora, pero cuyo excitante aroma de clandestinidad y peligro nunca dejó de percibir.
Tampoco sabe que el próximo disparo penetrará en su oído como una culebrilla ponzoñosa y anidará allí eternamente. El cielo ha estado toda la tarde cubierto de nubes plomizas y ahora caen las primeras gotas, espaciadas y gruesas. Mal día para la caza, Ringo, se dice. Permanece apostado cerca de la higuera con la escopeta preparada, cuando empieza a llover con intensidad. Le gusta la lluvia en la cara, la siente como una promesa de futuro, pero hoy quiere cazar y se refugia debajo de la higuera. Sobre su cabeza, el aguacero golpea las ásperas hojas con estruendo. Al cabo de un rato, un gorrión se desprende de la fronda que chorrea y se posa en tierra, espolvoreándose el plumaje. Apoyado en el tronco, él se echa la culata a la cara. El olor húmedo de las hojas y el fragor de la lluvia le estimulan, la dureza de la culata en su mejilla le excita. Un parpadeo, y, de bruces sobre el techo de la diligencia, Ringo Kid dispara su rifle contra los apaches que le persiguen al galope por la pradera. Cierra un ojo y apunta, tanteando el gatillo con el dedo. A menos de dos metros del punto de mira, el gorrión picotea la tierra dando saltitos, se para, levanta la cabeza y lo mira, después da otro saltito, vuelve a pararse y lo mira otra vez. Lleva apresada en el pico una lombriz diminuta que se retuerce viva. El ruido de la lluvia golpeando las hojas de la higuera siempre le había alegrado el corazón, pero ahora es Ringo el que acecha, y su ojo es implacable y su puntería infalible, y además no tiene corazón. La frialdad y la inesperada resistencia del gatillo a la presión del dedo, es algo que no olvidará en mucho tiempo. Tendrá que disparar una segunda vez, porque a la primera, aunque le da, el pájaro no se cae, sólo se estremece por el impacto y se encoge, arrebujándose en sus plumas y girando la cabeza muy despacio hacia su verdugo. Entre el primer disparo y el segundo, mientras el cazador se apresura de nuevo a cargar el arma con otro balín, el gorrión lo mira fijamente con su ojito redondo, velado ya por la muerte, y suelta la lombriz.
Cuando todo ha terminado le da la espalda, espera que pare de llover y acto seguido, sin dirigir una sola mirada al pájaro muerto -sabe que el parpadeo mágico que transforma las cosas no tendrá efecto esta vez- se aparta de la higuera con la escopeta pesándole en las manos como si fuese de plomo y se dirige a casa con la barbilla clavada en el pecho. A medio camino se para y observa en el cielo un apelotonamiento de nubes rojizas que parecen devorarse a sí mismas, alternándose en una persecución compulsiva hacia un horizonte de fuego y esmeralda, pero en realidad están igual de quietas que en el truculento decorado del teatrillo de Las Ánimas, en la funciónLos Pastorcillos de Belén que todos los años se representa por Navidad. Una extraña desazón lo mantiene allí clavado y sin poder apartar los ojos de las nubes.
A los pocos minutos, mientras esconde la escopeta en el armario ropero donde la abuela Tecla guarda olorosos membrillos, los ojos se le llenan de lágrimas. Al principio llora movido por un engorroso sentimiento de autocompasión, pero eso enseguida se convierte en una honda tristeza. Y de vuelta al huerto sigue llorando sin parar, y también llora mientras recoge el pájaro. Ya no es más que un manojo de plumones que se esponja entre sus dedos. Lo envuelve en un pañuelo y lo entierra debajo del almendro, poniendo sobre su tumba una pequeña cruz hecha con cañas en la que escribe un nombre, Gorry. Siente que las lágrimas brotan de lo más hondo y negro de su despiadada alma asesina, así que decide formular un juramento secreto. Cada año, cuando en febrero florezca el almendro, vendré a verte. Sólo se calma dos horas después, viendo a la abuela Tecla haciéndole cosquillas a un conejo blanco cogido por las patas traseras y hablándole al oído con voz mimosa y cantarina, antes de desnucarlo con un golpe seco y certero del canto de la mano. ¡Ondia con el golpe de jiu-jitsu de la abuela, menudo estilo! Más tarde la ve con esta misma mano en el culo y levantando con la otra el porrón para beber un trago a espaldas del abuelo, y el chorrito del vino resbalando sobre sus dientes le deja maravillado. Pero esa noche, en la cama, al cerrar los ojos, vuelven los remordimientos; su mirada penetra la negrura de los sueños y se hunde en la tierra del huerto para rescatar el pequeño cadáver del pardal que empieza a ser devorado por las lombrices y las raíces del almendro. Imaginando los balines incrustados en el cuerpo diminuto, y, sobre todo, pensando que uno de esos balines pudiera haberse alojado en la mismísima conciencia viva del pájaro, por efímera y fugaz que haya sido esa conciencia un instante antes de morir, vuelve a sus manos la cabecita que pende como si tuviera plomo, una y otra vez, hasta que la imagen se convierte en una pesadilla.
No volverá a coger la escopeta como no sea con intención de deshacerse de ella, y desde entonces no ha pasado un solo día de su vida que no haya recordado a este pájaro. Su ojito de plomo, mirándole desde el umbral de la muerte, lo acompañará hasta el fin de sus días.
– Hoy irás a la viña tú solito, Mingo -le dice la abuela al día siguiente-. Coge tus tebeos de indios, y hala. No tendrás miedo de ir solo ¿verdad?
– Claro que no. Ya no necesito la escopeta.
– Muy bien, fuera escopetas. Y cuando vuelvas a Barcelona, te la llevas.
Se conoce palmo a palmo el antiguo camino de carro que va del pueblo a la viña, subiendo con meandros hasta más arriba del caserío llamado misteriosamente La Carroña, y le gusta sumergirse en el polvo blanco de esta vereda solitaria y aturdirse con el chirrido de las cigarras. Es un día de julio luminoso y con viento. El camino apenas alcanza los tres kilómetros, pero contiene una expansión del tiempo y de los sueños que cubrirá más de cuarenta años. Donde sea que vaya en el futuro, desde esa mañana en la que, solo, pero a trechos flanqueado por Mowgli y luego por Winnetou, emprende el camino llevando colgada del brazo la cesta de la comida para el abuelo, que le espera sulfatando la viña, dondequiera que el día de mañana la vida le lleve, sus pies estarán pisando este camino y volverán a levantar hasta su nariz un polvo con aromas de esparto y estiércol y uvas aplastadas, y algo de ese polvo germinal lo acompañará siempre. No hay ni puede haber ningún otro camino en el mundo como este, piensa todavía hoy, ninguno que haya emprendido tantas veces con la memoria.
Masticando un almendruco o un tallo de hinojo, se para al borde de los campos a contemplar el majestuoso oleaje de los trigales bajo el sol, el sosegado vaivén de las espigas en un mar de oro que se prolonga de un bancal a otro hasta las zonas boscosas al pie de la lejana serranía de Castellví de la Marca, más allá de las tierras de barbecho, los extensos viñedos y las suaves lomas de almendros y algarrobos. A veces, al atardecer, de regreso al pueblo, una efusión rosada que llega de poniente cabalga pausadamente sobre las ondas de los trigales en dirección a un sombrío horizonte. Bajo un cielo estriado de nubes, escucha el silbido del viento en los cables del tendido eléctrico y también el silencio sobre los campos labrados, observa la simétrica languidez y continuidad de los surcos umbríos, el levísimo polvo rojo que flota inmóvil sobre los caballones, y entonces cree captar la fugacidad del tiempo y piensa en el misterio y la certeza de la muerte.
Cumplido el encargo y de vuelta al pueblo, en las cercanías del bosque de Sant Pau se reencuentra con Winnetou y Old Shatterhand y juntos deciden otra ruta en la pradera sin límites, barrida también por el viento, hasta llegar a casa donde la abuela, muy seria, le espera para comer en un santiamén y llevarlo a la escuela en busca del señor Benito, el maestro. Se acabó eso de andar por ahí todo el santo día sin hacer nada de provecho, dice la abuela, se acabaron las escapadas con la pandilla de tu amigo Ramón Bartra para ir a nadar desnudos en las albercas, robar melocotones y sandías y esconderse en los trigales con pinturas en la cara y plumas en la cabeza, se acabó.
– Mientras estés aquí conmigo, irás a la escuela. Te guste o no. Me quedaré más tranquila.
La abuela Tecla es una anciana bajita, fornida y decidida, de ojos muy negros con espesas pestañas y nariz chata sobre un amago de bigote lacio, como de bandido mexicano, una sombra disuasoria que fascina al chico. Otras cosas tiene la abuela, además del bigote y el terciopelo negro de los ojos, que reclaman a menudo su atención, como la lenta y cuidadosa y muy tiesa manera de levantar el porrón en alto y mantener el chorrito rojo golpeando sus dientes pequeños y blanquísimos sin derramar una gota, la cabeza echada hacia atrás y la mano en el trasero, como para no dejar escapar el vino por ahí. Así lo hace ahora, plantada frente a la gran chimenea de la cocina donde gime el viento, antes de coger al chico de la mano y salir con él a la plaza.
Estaba escrito que ese día tan claro y ventoso, tan propenso a la ensoñación y a la aventura, aquí en tierras del Panadés lo mismo que en las praderas de Arizona donde Old Shatterhand cabalga en busca de Winnetou, sería el día de la revelación del secreto mejor guardado, una confidencia aplazada durante años y que ocasionalmente él había visto asomar en la mirada triste de su madre después de oírla sancionar algún comentario inoportuno de su padre o de quien fuera. Y la primera señal de ese secreto aparece repentinamente en la persona de una vieja y chismosa payesa que surge igual que una aparición en medio de la nube de polvo caliginoso que levanta el viento cuando abuela y nieto cruzan la plaza cogidos de la mano, él frotándose los ojos.
– ¡Ay qué niño más guapo, Tecla! -exclama la vieja con una sonrisa esquinada-. ¿A quién se parece? Porque, a ver, no tiene nada ni del Pep ni de la Berta, como es natural… Vaya, que se nota que no es hijo suyo, no hay más que verle. Quiero decir que es natural que no se parezca a ellos, como es natural, vaya…
– ¿¡Por qué no te rascas la patata en vez de hablar tanto, Domitila!?-es la furiosa respuesta de la abuela, que tira con fuerza de la mano del niño para seguir camino.
Este nombre, Domitila, se le antoja misterioso y divertido, parece salido de un tebeo de Monito y Fifí, aunque no tan chungo como Tecla, nombre que celebra como un anticipo del anhelado piano que un día sin duda será suyo. Pero ahora no quiere pensar en eso, y tampoco en la patata de la vieja Domitila, otro misterio todavía más insondable, sino en sus extrañas palabras.
– ¿Qué ha querido decir esta señora, abuela? ¿Por qué ha dicho… eso que ha dicho?
– ¡Porque la Domitila es muy burra!
– Pero ¿qué ha querido decir?
– Nada. No sabe lo que dice. Tú ni caso, cariño.
Un día, hace mucho tiempo, la abuela le dijo que al cumplir los diez años su madre le revelaría un gran secreto. Se lo dijo con las negras pestañas humedecidas y sonriendo, y él no lo ha olvidado, pero, por alguna razón que no sabría explicar, no ha vuelto a recordárselo, ni a ella ni a su madre.
La escuela es grande y luminosa y está en las afueras del pueblo, junto a la carretera que va a Llorens y al Vendrell, y está cerrada por vacaciones. El señor Benito Ruiz y Montalvo, el maestro, ha venido a comprobar si el carpintero ha cumplido el encargo que le hizo de reponer unas tablas de la tarima y reparar una ventana. La abuela podía haber buscado al maestro en la farmacia, cualquier día después de comer, cuando él y el boticario Granota juegan al ajedrez en la rebotica, o al salir de misa de doce cualquier domingo, pero lo que tiene que decirle no quiere que lo oiga nadie más. Aunque falta mucho para el nuevo curso, desea solicitar el ingreso del niño cuanto antes, sólo por tres o cuatro meses, dice, este invierno lo tendré a mi cuidado, sus padres están pasando una mala racha en Barcelona…
– Y quién no, querida Tecla -se lamenta el maestro presionando la tarima con el pie, comprobando su resistencia-. Quién no, en estos tiempos.
– Haga usted el favor de sentarlo con los demás niños, señor Benito. No es bueno que ande solo por ahí a todas horas.
– Claro, Tecla, no es conveniente. -Y mirando al chico con fingida severidad-: Es un buen elemento, lo sabemos, le hemos estado vigilando. Humm, un chico con una rica vida interior, ¿eh?
La abuela responde a eso con un gruñido. Una rica vida interior, vaya tonterías se le ocurren a este hombre. El chico mira la gran pizarra, la estufa de leña con el tiro negro y retorcido, el mapa de España, los pupitres con manchas de tinta, la camisa azul del señor Benito, con la araña roja bordada en el bolsillo, y los retratos del Caudillo y de José Antonio en la pared, escoltando al Crucificado, al que le falta un pie.
– Bueno, sólo habría un inconveniente -añade el maestro-. Por lo que yo sé, este mozalbete todavía no ha sido adoptado legalmente. Así que…
– No pudo hacerse antes -dice ella en voz baja-. La guerra tuvo la culpa.
– Así que tendremos que inscribirle con sus apellidos verdaderos…
– ¡Chisssttt! -corta la abuela, y el señor Benito se muerde la lengua, aunque ya es demasiado tarde. Y la excusa inmediata y en voz alta empeora las cosas: pensaba él que el niño ya debía estar al corriente de su verdadero origen familiar. ¡Chisssttt!, insiste la abuela, y ordena al nieto que salga fuera a jugar. Él se agarra a sus faldas negras y se niega a obedecer. ¿Por qué le falta un pie?, pregunta mirando el crucifijo. Entonces el maestro, apuntándole hasta casi tocarle la nariz con un dedo imperioso y descomunal, manchado de tinta pero con la rosada uña impoluta y bien recortada, le asigna un pupitre al fondo del aula y le ordena que se siente. Después coge a la abuela del brazo y ambos se apartan a un rincón, aunque no consiguen gran cosa. Por bajito que se hable, las voces resuenan en el aula vacía, y además Winnetou puede leer el lenguaje del hombre azul observando el movimiento de los labios. Eso está tirado.
– Cuando cumpla diez años le pondremos al corriente, no antes -susurra la abuela-. Así lo quiso su madre. Si ella estuviera aquí, a día de hoy ya se lo habría explicado, pero no ha podido venir.
– ¿Qué es vida interior, abuela?-pregunta él desde el pupitre-. ¡¿Dónde está el otro pie?!
– Calla, hijo, no te busques líos.
– De modo que todavía no le han dicho nada al pobre chico -se lamenta el señor Benito-. ¡Muy mal hecho, Tecla, muy mal hecho! Y encima, aún no ha sido adoptado legalmente. Por la razón que sea, y es algo que a mí no me incumbe, claro está, en su día no se hicieron los trámites pertinentes, así que a todos los efectos este niño sigue llevando los apellidos de sus padres biológicos…
– ¡¿Qué es biológicos, abuela?!
– ¿Quieres callarte un momento, por favor?
– Por lo tanto tendremos que inscribirle con sus apellidos verdaderos -prosigue el señor maestro-. No puedo hacer otra cosa, lo siento mucho. Y francamente, Tecla, me extraña que el Pep y la Berta todavía no le hayan dicho la verdad al muchacho.
– ¡¿Qué es padres biológicos?!
– ¡Puñeta, nada! El señor Benito me está diciendo los libros que vas a necesitar…
– Cierto -el maestro adopta un tono doctoral-, hablamos de la biogénesis, muchacho, arduas materias cuyo estudio todavía no te corresponde por edad, ¿entiendes?
El señor Benito tiene una boca fina, delicadas mandíbulas de rumiante y la mirada inane de Zampabollos. Se cae hacia atrás como una tabla y con los ojos en blanco, y Ringo sopla una vez más la boca del revólver y lo vuelve a enfundar. Agazapado en la última fila, se agarra firmemente con ambas manos a los lados del pupitre, como si este fuera a levantar el vuelo, y escruta la mueca cerril y desdeñosa del señor maestro con los ojos sagaces de Old Shatterhand. Ahora mismo me largo de nuevo a la pradera con el fiel Winnetou y sus cuatro guerreros…
– ¿Me está diciendo que para entrar en la escuela mi nieto tiene que cambiar de apellidos?-dice la abuela ahuecando la voz-. ¿Que cuando pasen lista tendrá que oír su nombre con otros apellidos? ¿Unos apellidos que él nunca ha oído antes, y sus amigos tampoco…?
– Lo que te estoy diciendo, Tecla, es que yo, sintiéndolo mucho, estoy obligado a inscribirle con sus apellidos. Sólo así puedo tenerlo en la escuela, es condición sine qua non.
– ¿Y no podría hacer la vista gorda por tres meses, señor Benito? Quién se lo iba a reprochar, con estos amigos falangistas tan importantes que tiene usted…
– ¡Ay, Tecla, hoy en día se necesitan amigos para todo! Me gustaría ayudarte, pero ¿te das cuenta de lo que me pides? No puedo cerrar los ojos ante un asunto tan irregular, y de tanta responsabilidad para mí. Si viene una inspección, ¿qué? Porque se trata de una, digamos, anomalía consanguínea…
– ¡Pero qué cosas dice usted! ¡Ni que fuera una enfermedad, o algo que va contra el Régimen!
– Nada de eso, mujer. Me refiero a que el parentesco no es consanguíneo, y por tanto es anómalo, y eso debe ser consignado… Los que mandan ahora llevan un control muy estricto, tú lo sabes. Además, ¿de quién es la culpa de esta situación?-Mira de reojo al chico, agazapado en el pupitre como una fiera dispuesta a saltarle encima, y baja un poco más la voz-. Después de tanto tiempo, ¿cómo es que su padrastro todavía no ha solicitado oficialmente la adopción?
– ¿Qué es padrastro, abuela?-inquiere pateando el suelo.
– Tiene frío en los pies -le excusa ella-. Este niño siempre anda con frío en los pies. A media tarde ya tengo que encender el fuego para él. -Se vuelve y le mira severamente-: ¡Pórtate bien o me enfado de verdad! No te busques líos ni hagas el indio.
Ella sabe cuándo Winnetou está con su nieto. ¿Cómo lo sabe? Siempre que oye al chico musitar cosas caminando a su vera, rumiando ensimismado y con los ojos entrecerrados, yendo o viniendo de la viña a lo largo del camino blanco, o mientras la ayuda en silencio a acarrear leña en el huerto, a coger hierba para los conejos o a pelar almendras sentado muy cabizbajo en la cocina; siempre que para matar la rutina o el aburrimiento deja aflorar en sus labios un bisbiseo que ella no entiende, sabe que habla por boca de unos indios que están en los libros y tebeos que su madre le trae de Barcelona.
– Los trámites para la adopción son muy costosos y ahora la familia no puede afrontar gastos, señor Benito -está diciendo la abuela-. Se hará en cuanto se pueda.
El hombre se muestra preocupado, y él no le quita ojo. De vez en cuando le ve respirar hondo, cogiendo aire con una forzada altanería, y entonces la araña roja se agiganta en su pecho y amenaza con poner en movimiento las patas, como si fuera a encaramarse por la camisa azul. ¡El movimiento de la araña en el pecho del maestro, nunca había viso una cosa igual! Con aire cansado manifiesta el señor Benito que esta mañana ha tenido que asistir con todas sus galas a una asamblea en la Delegación de la FET y las JONS en Vendrell. La boina roja que luce prendida sobre el hombro parece un tanto descolorida y acartonada, pero por lo demás viste con extrema pulcritud, calza zapatos negros acharolados, se peina con fijapelo y fuma un cigarrillo de hebra muy delgado, corvo y perfumado.
– Complicado asunto -concluye-. Mientras no se formalice la adopción, aquí en clase habrá que llamarle, siento tener que decirlo, Tecla, pero habrá que llamarle por sus patronímicos biológicos…
– Delante del niño podría usted callarse esas palabras tan… feas y raras, ¿no le parece?
– A ver si me entiendes, mujer. Hablo de cumplir un simple trámite burocrático. Además, no sé, no me fío, alguien escurre el bulto en este asunto… Me temo que tal como se ha planteado hay una clara alteración paterno-filial, una renuncia, una sospechosa dejación de identidad, digamos…
– ¡Usted quiere confundirme! ¡En su colegio de Barcelona, el niño no ha tenido ningún problema con los apellidos! -Resopla, pero enseguida se contiene y suaviza el tono-. Bueno, no sé, tiene que haber una solución… ¿Qué podemos hacer, estimado señor maestro?
– Tú decides, Tecla. Vete a casa y piénsalo con calma.
Antes de llegar a casa ya lo ha decidido: esta criatura no puede perder tres o cuatro meses zanganeando por ahí, debe ir a la escuela como sea, con los apellidos propios o los que le hemos prestado, qué más da. Pero, ¿cómo explicarle que tiene cuatro apellidos en vez de dos, y por qué?
Sentada en una silla baja frente al hogar, con la mirada fija en las llamas, la abuela libera en silencio los demonios familiares que propiciaron tantos errores: si doce años atrás su hijo y la Berta no hubiesen preferido la ciudad y las imprudentes alegrías de la República a la paz y tranquilidad de este pequeño pueblo; si en Barcelona el Pep no se hubiera metido en política; si la pobre Berta no hubiera perdido a su hijo en el parto, si al salir llorando de La Maternidad no hubiese cogido aquel taxi, si el médico hubiera esperada un día más a decirle que no podría tener más hijos… Había muchas cosas que entonces torció el azar, y ahora volvía a suceder lo mismo: si no se encontrara retenida en Barcelona por causa del trabajo, Berta estaría hoy aquí explicándole al chico, con mucho tacto y dulzura, tal como se propuso años atrás -tenía desde un principio, en espera de verle alcanzar la pubertad, cuidadosamente escogido el momento y las palabras que le diría-, quién lo trajo al mundo hace diez años, qué misterioso designio llevó aquel taxi hasta la puerta de la clínica justo cuando… Pero Berta no está aquí y el chico hace preguntas, y el momento de contarlo ha llegado. Hace poco, mientras le oía trajinar arriba en su dormitorio ayudando al abuelo a guardar los melones de invierno debajo de la cama, ella en la cocina se ha apresurado a encender fuego en el hogar a pesar del calor, y no sólo para cocer coles y patatas en la olla renegrida, de modo que cuando su nieto vuelve y se sienta en el suelo a contemplar las llamas -lo que más le gusta cuando oscurece, sea invierno o verano-ya ha decidido lo que va a decirle.
– Hoy te contaré un secreto si me prometes no decírselo a nadie. De todos modos, tarde o temprano tenías que enterarte… No te asustes, no es nada malo. Escucha.
Pese al poderoso magnetismo del bigote mexicano, en la voz ahora adelgazada y mimosa de la abuela, extrañamente aniñada, resulta un cuento de fantasmas que no da miedo ninguno, trufado de enredos y casualidades y contado con muchos remilgos y dulzainas. Por vez primera se desarrolla ante sus ojos una confusa secuencia de viñetas que le hace ver, en este orden: un taxi que circula por las calles de Barcelona bajo la lluvia, un médico y una monja atendiendo a una joven parturienta en una sala de La Maternidad, un cuchitril en la barriada de Sarriá donde otra joven madre también está a punto de parir, un niño que viene de culo a este mundo y otro niño que se va de cara, la primera madre que alumbra un bebé muerto y la segunda madre que muere al dar a luz al bebé que venía de culo. Ahora vamos a imaginar por un momento, añade la abuela, sólo por un momento -él ya lo está viendo: en medio de una efusión de luz y de sangre asoman los pies, pequeños y arrugados como pasas, luego las piernas enteras y seguidamente el culito-, que el niño que vino a este mundo del revés… eres tú. ¿Verdad que a veces juegas a figurarte que eres un indio con una liga de tu madre en la frente y con pinturas en la cara?, pues ahora nos figuramos que eres el niño que vino de culo a este mundo, y que, en el momento de nacer tú, se muere tu madre, porque así lo ha dispuesto el destino… Y ese taxi que lleva horas recorriendo la ciudad bajo la lluvia sin que lo pare ningún cliente, ¿no será porque también así lo ha dispuesto el destino? En la puerta de La Maternidad, una monja y una enfermera despiden y dan los últimos consejos a la madre que se dispone a volver a casa después de perder a su niño. Su marido, que la protege de la lluvia con un paraguas, al ver pasar el taxi frente a la clínica, levanta el brazo y lo para… Ella siempre ha dicho que lo vio primero porque, aunque era de día, el taxi llevaba las luces encendidas, y eso le llamó la atención. Bueno, lo cierto es que subieron a ese taxi. ¿Y quién es el chofer del taxi?, pues casualmente es el viudo de aquella señora que ha muerto de parto hace una semana. ¿Y qué pasa mientras lleva a su casa al desdichado matrimonio, ella llorando en brazos de su marido porque encima de perder al niño los médicos han dicho que no podrá tener más hijos? Pues pasa que el taxista, al oírla llorar y lamentarse de su desgracia, no puede por menos de referirse a la suya propia. ¡Tristes casualidades de la vida, señora!, dice que dijo, y entonces el hombre cuenta que también él acaba de sufrir la pérdida de un ser querido a causa de un parto desafortunado, sólo que en su caso ha ocurrido al revés, pues ha sido su mujer la que ha muerto, dejándole un niño… Y según ha contado mil veces la misma Berta, entonces ella va y le dice: ¿por qué no me lleva a ver ese niño, por favor, señor taxista?, y el chofer se compadece y se desvía del trayecto, y lleva a la pareja a ver al bebé, que está al cuidado de unos parientes que, sintiéndolo mucho, no se lo pueden quedar. Y una vez allí, ocurre que Berta saca al bebé de la cuna y lo coge en brazos por primera vez…
– Y ya está, ya no hubo manera de que te soltara -concluye la abuela-. Quedaron en que la Berta se haría cargo solamente durante un tiempo. Como un ama de cría… ¿Sabes qué es un ama de cría? Bueno, pues pasó un año y luego otro, y otro, y la situación se fue alargando y las cosas quedaron así, de modo que ya ves, ahora resulta que tienes dos madres. ¡Caray, caray, vaya chiripa la tuya! ¿No sabes que tener una madre en el cielo es una bendición? ¡Eres un niño afortunado, sí, eso es lo que eres, un niño afortunado! Porque aquel hombre no podía criarte y habrías ido a parar al hospicio, seguro, así que lo mejor que puedes hacer es dar gracias al cielo por ser un niño tan afortunado… -Escruta su cara y añade-: ¿O todavía no estás convencido? ¿Y si mañana te coso una pelota con unos viejos pantalones de pana del abuelo? Venga, a ver esa cara… Está bien, si tienes ganas de llorar, no te contengas.
Ni ganas de llorar ni nada parecido. Ni un amago de lloriqueo, nada, y menos aún lo de sentirse afortunado. Maliciarse de todo lo que acaba de oír, eso es lo único que bulle en su cabeza, y es como una necesidad inmediata, como una salvaguarda ante nuevos e imprevistos avatares: el repentino y extraño convencimiento de que, en el fondo de su corazón, eso que acaba de oír siempre lo supo. Y una reflexión que le brinda la propia abuela y que le hará sonreír conforme pase el tiempo: si ese taxi con los faros encendidos hubiera pasado un minuto antes, solamente un minuto antes, con toda seguridad él ahora no estaría aquí contemplando las llamas del hogar, nunca habría venido a este pueblo, nunca habría entrado en esta casa, no habría ninguna escopeta de aire comprimido escondida en un armario y en el huerto tampoco habría ningún pájaro enterrado con dos balines en el cuerpo… Así que todo había sido causado por una chiripa, una fantástica chiripa, y en consecuencia su yo más inestable y especulativo gustará a partir de hoy de transitar a menudo por la vertiente más azarosa de esta historia, en la que siempre brillarán unos faros de taxi entre ráfagas de lluvia.
– Y cuidado con eso que tanto le gusta repetir al señor maestro -concluye la abuela con el mayor recelo-. Eso de una rica vida interior. ¡Vida interior! Mucho cuidado. No te busques líos.
– Claro, abuela. Y mira -dice él para despistar y cambiar de tema-, si la forramos de pana, la pelota, aguantará más. Y hasta parecerá de verdad.
Incluso las pelotas de trapo que tan primorosamente le cosía la abuela, ahora que lo piensa, ¿qué eran sino bondadosas falacias? A través del tiempo ella sigue mirándole muy de cerca y fijamente con una luz risueña en los ojos húmedos, bizqueando un poco por la cercanía y por el escozor ambiguo de un convencimiento que no sabría formular con palabras aunque quisiera: tan malaventurada, imprevisible y precaria puede ser la vida, tan marcada por la pérdida y el abandono, que a veces bien merece alguna compensación en forma de chiripa o de balsámico cuento chino.
Esa noche dormirá mecido por el perfume de los amarillos melones de invierno debajo de su cama. De madrugada, Gorry se posa silenciosamente sobre uno de los melones, clava las garras en la cáscara sedosa, encoge el cuerpo y dispara por el culo su pequeña metralla, oscuras culebrillas de mierda que dedica a Ringo mirándole torvamente a través del somier y el colchón. Se dispone a reemprender el vuelo cuando Ringo le dice:
No te vayas todavía. Espera un poco.
¿Para qué? ¿Para que me endilgues otro perdigón?
No. Para que podamos hablar un rato amistosamente…
¿Hablar yo contigo? ¡Pero qué dices, nano! ¿Alguien puede creerse que yo hable amistosamente contigo, con mi asesino?
Mañana la abuela le coserá otra pelota con la aguja gruesa de coser sacos, otra que acabará destripada entre los pies de los chicos jugando en la plaza. Pero a partir de este día él prefiere muchas tardes estar solo, leyendo en el huerto. Cuando venga su madre, le ha dicho la abuela, ella le contará toda la historia, porque hay muchas cosas que ni yo misma sé, que todavía no han querido decirme. Sin embargo, la tantas veces aludida mala racha que están pasando el Matarratas y la Berta allá en la ciudad, paliada de vez en cuando con viajes de la abuela llevando una cesta con huevos y aceite y un conejo o una gallina, hará que su madre tarde mucho en volver, y durante todo el invierno él pasará muchas horas solo en el huerto, en el columpio improvisado bajo el almendro, y también en la escuela.
En la primavera su madre le trae de BarcelonaGenoveva de Brabante, La isla del Tesoro y las nuevas aventuras de Winnetou y Old Shatterhand, y escoge la ocasión propicia para hablarle. Con los ojos alegres, con delicadeza y sabiduría, junta los azares dispersos de la historia hasta fabricar un artefacto verbal que contiene según ella la verdad verdadera y que la obliga a admitir, ante la insistencia del chico por aclarar este punto, que fue ella, efectivamente, y no su padre, la primera en distinguir desde lejos las luces del taxi en medio de la tormenta.
– ¿Por qué te interesa tanto eso?
– Pensé que la abuela se lo había inventado. Porque de día los coches no llevan los faros encendidos. A que no.
– Pues este los llevaba. Quizá porque llovía un poco, o por descuido del taxista… ¿Lo ves?, todo tiene una explicación. Pero lo importante para mí no es eso. Lo importante es que tú me creas. ¿Me crees, hijo?
Su cara y su boca cariñosa tan cercana, el suave aroma del carmín rojo cereza en sus palabras, los hoyuelos de sus mejillas al sonreír, la presteza alada y cómplice de sus manos ásperas y enrojecidas, la lluvia y los faros del coche y el regalo de nuevos libros, nuevos tebeos y almanaques tan deseados, más y mejores que otras veces, leídos junto al fuego del hogar en días de lluvia. Asiente en silencio, por no gritarlo: Sí, te creo.
Más tarde, en el huerto, viéndole echado de bruces debajo del almendro con sus libros y tebeos, ella le recuerda una vez más lo conveniente que es forrar los libros, que así los tendrá siempre nuevos, y se refiere otra vez a su buena estrella.
– Menos mal que algunos no se quemaron con todo lo demás, ¿verdad?-Y añade sonriendo-: Por si las moscas, ¿te acuerdas, hijo?
Y la memoria de una gran hoguera en medio de la noche, con las llamas más altas y voraces que él jamás había visto, le devuelve por un instante a una escenografía fantasmal en su propio barrio, dos años atrás, a un pequeño y sombrío jardín particular donde una pila de libros, cuadernos, fotografías y documentos chisporrotean y arden por si las moscas.