En la vertiente sur de la colina, cerca de la cumbre, hay tres peldaños de una escalera labrada en una roca.
– Hola, Paqui. ¿Llegó la carta?
El saludo y la pregunta irrumpen en la taberna unos segundos antes de que lo hagan las opulentas curvas embutidas en la bata blanca. Ha salido de casa sólo un momento para tomarse la copita de coñac y de paso preguntar si hay novedad. Como siempre a esta hora, mediada la tarde, la taberna está vacía y la discreción asegurada, aunque es bien sabido que ella no le teme al chismorreo. Viene la sanadora con su habitual y hogareño atuendo de trabajo, en zapatillas y con rulos en el pelo, las cejas depiladas y el conocido aroma a linimento que sus manos esparcen por el aire, porque no paran de moverse dejando oír el ruido de quincalla de las pulseras, como no tarda en comprobar el hijo de Berta sentado junto a la ventana, muy quieto, camuflado bajo la luz verdosa que se filtra por la persiana. Al irrumpir en el local la ronca y fastidiosa voz, deja caer un poco más la cabeza sobre el libro.
– ¿No me oyes, Paqui?-dice la señora Mir, lanzándose en línea recta hacia el mostrador-. ¿Llegó, o me tiro debajo de un tranvía, pero esta vez de verdad?
– ¡Hay que ver cómo te gusta liarla, Vicky! -responde la tabernera.
– Bueno, ¿sí o no?
De pie sobre un taburete, ocupada en la limpieza del estante más alto repleto de botellas polvorientas, la señora Paquita suspende la faena y se vuelve hacia su amiga.
– ¿Sabes una cosa, cariño? Lo estás llevando fatal…
– ¿Quieres hacer el favor de contestar, Paqui? ¿Qué hay de lo mío? ¡La carta ya tendría que estar aquí! ¿No te dijo que la iba a traer al día siguiente?
– No, ricura, eso no me lo dijo. Primero la tenía que escribir. Además, ya sabes, las cartas de amor siempre tardan una eternidad en llegar… -Sacude el paño que ha acumulado polvo y, con un mohín desdeñoso, añade-: Bueno, eso dicen.
– Tú no atiendes aquí todo el día. Por la mañana está tu hermano. A lo mejor él sabe algo. Pregúntale.
– Me lo habría dicho.
– ¿Le has preguntado?
– Pues claro.
– ¿Dónde anda ahora?
Sin esperar respuesta, la señora Mir se dirige con paso decidido al fondo del local. Al pasar junto al chico levanta el brazo rollizo y le enmaraña el pelo.
– ¿Cómo va esa mano, artista?-dice sin pararse-. ¿Estás escribiendo una carta a la novia?
Él da un respingo y esconde la mano vendada y el lápiz dentro del cabestrillo en un rápido acto reflejo, como si le hubiera picado un bicho, y con la otra mano tapa el pequeño cuaderno escolar de hojas pautadas colocado sobre el libro. Qué lejos está de estas confianzas y zalamerías, de esta mano regordeta y perfumada en sus cabellos y de esta soñadora mirada azul. Encorvado, con la cabeza metida entre las páginas deLa piedad peligrosa, sujeta el lápiz amarillo con el pulgar y el corazón, no sin cierta dificultad a causa de la espectral ausencia del dedo índice. Que le vean con el lápiz entre los dedos le causa una sensación de impotencia y de ridículo; se cree descubierto, pillado en una mentira, intentando coger humo con la mano o algo así. Mientras esta fisgona ande merodeando cerca, prefiere dejarlo todo como está, la mano y el lápiz escondidos, la cabeza agachada sobre la novela y esta cubriendo la libreta escolar, donde la otra mano tapa la última anotación.
– ¡Agustín, sal un momento! -grita la señora Paquita desde el mostrador-. ¡¿Algún recado para Vicky?!
Con su enorme barriga sólo equiparable a su enorme desgana de todo, el tabernero, cincuentón afable y rubicundo, de ojos saltones y gran bigote canoso, se deja ver en la puerta de la cocina con su mandil a rayas negras y grises y una aceitera de cristal en la mano, exclamando ¡presente! en tono cansino y socarrón. Antes que la señora Mir llegue a su lado, el hombre ya dice que no, que en toda la mañana no ha venido nadie con ninguna carta.
– Estoy preparando unos pajaritos fritos de chuparse los dedos, señora Mir -añade sonriendo-. ¿Quiere probar uno?
– ¡Ni regalado! -Y dando media vuelta con todas sus redondeces y un ostensible aire de reproche, desanda rápidamente el trayecto y regresa al mostrador, donde ya tiene servida la copa de coñac-. Qué horror, Paqui. ¿De dónde salen esos pobrecitos gorriones?
– Calla, calla, que estoy furiosa. Es cosa del mayorista de vinos, compra los pájaros a un cosechero del Panadés. Le he dicho a mi hermano que la próxima vez se los daré al gato. -Y en tono resignado-: Bueno, ya lo has oído. Todavía nada. Y estamos al tanto, que conste. Igual te llega por correo…
– ¡Y dale! ¿Por qué crees que él prefiere dejarla aquí? ¿No recuerdas que te dije que esa carta no debe caer en manos de la niña?-Apura el coñac en dos rápidas acometidas y se queda mirando el vacío. Parece muy contrariada-. ¿Sabes qué, bonita? Ponme otro.
¡Esos pobrecitos gorriones, ha dicho! ¿Se puede ser más cursi? Por no tener que verla tan de cerca ni más de lo necesario, ya que no oírla es imposible, Ringo vuelve la cara poniendo atención en la calle a través de la persiana. Al otro lado de la calzada, junto al bordillo de la acera de enfrente, un niño de unos seis años, en camiseta y con el pelo alborotado, pedalea esforzadamente una pequeña bicicleta amarilla de dos ruedas, la trasera con el refuerzo de ruedines laterales para mantener el equilibrio. Lo conoce, es Tito, el hijo pequeño de la peluquera Rufina. El niño se apea de la bici y, en cuclillas, examina con expresión ceñuda el artilugio de los ruedines mal atornillados que le impide coger velocidad.
Aunque mantiene la mirada en la calle, con el rabillo del ojo y a pesar suyo no puede dejar de ver cómo la señora Mir se atusa el pelo con su mano regordeta, cómo se muerde el carnoso labio inferior y cómo fija la mirada en la pared detrás del mostrador diciendo en tono lastimero:
– Estaría mejor arrodillado.
Allí cuelga el calendario cuyo amplio soporte de cartón anuncia una bebida refrescante mediante el reclamo de la vieja fotografía, ampliada y coloreada artificialmente, en la que once rudos futbolistas de antes de la guerra posan antes de disputar un inmemorial partido. Eso es lo que mira la señora Mir, esta antigualla deportiva de musculosas piernas. El calendario es del año pasado y su permanencia en la pared, con la hoja de diciembre sin arrancar, se atribuye a la predilección del tabernero por la histórica entidad futbolística tan vinculada al barrio. Al pie de la fotografía, que ya es casi una reliquia, y en grandes letras, se lee:C.D. Europa, temporada 1924-25. Cinco robustos jugadores posan hombro con hombro y rodilla en tierra, el central con el balón en las manos, y detrás, de pie, con los brazos cruzados y el rostro crispado, seis más, incluido el portero con su gorra y rodilleras, todos con pantalones hasta las rodillas y apretadas camisetas luciendo la uve azul sobre el pecho. Los aguerridos jugadores miran al objetivo con fiereza, peleones y asilvestrados, como enfrentados a una ventisca. El extremo izquierdo, con un pañuelo atado a la frente y los cabellos enhiestos como un plumero, es tan patizambo que podría pasar un tranvía por entre sus piernas.
– No seas cabezota -dice la señora Paquita-. No es él.
La señora Mir vacía la segunda copita de un trago y la deja sobre el mostrador diciendo con la voz deprimida: Apúntalo, reina, y seguidamente se dirige hacia la puerta. Antes de salir se vuelve con los brazos en jarras.
– Yo juraría que sí. -Y añade-: ¿Tú qué harías, Paqui? Dime la verdad.
– ¿Qué haría acerca de qué…?
– ¿Esperarías?
– Yo sí. Desde luego que sí.
– ¿Cuánto tiempo?
La tabernera tarda un poco en responder, y lo hace bajando la voz.
– Está loco por ti, Vicky. ¿O es que todavía no te has enterado?
– ¿Te dio esa impresión? ¿De verdad?-inquiere ella con ojos chispeantes.
– Tenías que haberle visto sentado allí, escribiendo. Lo mal que lo pasó. Y prometió que te haría llegar esa carta. ¡Eres su novia, su amada novia…!
– Pero tú, ¿cuánto tiempo esperarías?
– Antes dime una cosa. ¿Qué pasó aquel día que te tiraste en la calle? ¿Malas noticias de Francia? Me habías dicho que tu hermano estaba enfermo…
– No. Eso fue cuando estaba en el campo de concentración… Eso ya pasó, ahora está bien. No, fui yo, que perdí el oremus… No sé cómo explicarlo.
– Pero, a ver, ¿qué pasó para que salieras a la calle de aquel modo?
– ¡Ay, no sé, Paqui! Algún día te contaré. -Pensativa, mientras se lleva la mano al pecho izquierdo para auparlo y acomodarlo mejor al sujetador, parpadea con los ojos maliciosamente entrecerrados y susurra-: La asquerosa toalla liada a la cabeza, para disimular… Ojalá me lo hubiera creído, ojalá.
– ¿El qué, Vicky? ¿Qué has querido decir?
– Nada. A ver, no cambies de tema. Te he preguntado cuánto tiempo esperarías.
– ¡Pues el que haga falta, mujer! -Se queda mirándola, contrariada al no conseguir aclarar nada, y suaviza el tono-. No te equivoques con él, Vicky. No es un hombre corriente. No habla por hablar.
– ¿Ah, no? Tú qué sabes.
– Nunca he visto a nadie tan dispuesto a cumplir una promesa. Está colado por ti, Vicky.
– ¿De verdad lo crees? ¿O lo dices para animarme?
Sin esperar respuesta, la señora Mir frunce la boquita de piñón con aire pensativo, se palpa las caderas, se encoge de hombros y se despide con un gesto vago que lo mismo puede decir qué más me da o que Dios te oiga.
Él no puede por menos que constatar una vez más lo ridículo del asunto. ¡Vaya con los amores contrariados de doña floripondio! Sencillamente, cuesta creer que esta caricatura de mujer sea capaz de vivir una verdadera historia de amor, y también cuesta creer que la señora Paquita, que no pocas veces se ha burlado de ella, ahora le siga el juego animándola a esperar esa carta. ¿Cómo ha podido la tabernera solterona decir que este vejestorio es la novia de alguien? ¿Qué entenderá por novia la señora Paquita? ¿Alguna vez la ha visto morrearse con alguno de sus anteriores fulanos en el parque Güell, o dejándose meter mano en una cueva de la Montaña Pelada?
En el balance de las querellas cotidianas del chico pesa mucho más lo imaginado que lo vivido, y aunque es muy imprecisa la frontera entre lo que ve y lo que pugna por ver, no suele dudar en el momento de elegir: aun sin saber bien si la voluptuosa señora merece compasión o risa, en esa disyuntiva se siente muy poco indulgente. Por mórbidas que puedan resultar las expectativas que ella suscita con sus tribulaciones amorosas, esas expectativas estarán siempre en el nivel más bajo de lo que para él representa lo grotesco y lo risible.
Una vez que la señora Mir se ha ido, el mirón involuntario desteje su atención y permanece un rato escrutando la calle tranquila y soleada a través de las rendijas de la persiana. Hace un rato ha visto pasar al señor Sucre y al capitán Blay conversando camino de la plaza Rovira, parándose alternativamente cada dos metros para puntualizar algo en su interminable controversia, pero sin gritos ni aspavientos, las cabezas muy juntas, las manos a la espalda y la vista en el suelo. Al otro lado de la calle, en la desconchada pared frontal donde no se abre ninguna puerta ni ventana, hay una mancha de humedad que parece un tornado girando vertiginoso y amenazador sobre el niño que pedalea arrimado al bordillo de la acera. Arriba y abajo con su pequeña bici, cabeceando encorvado sobre el manillar, el chaval parece cumplir un trámite aburrido o un castigo. La bicicleta es un trasto viejo de piñón fijo, sin frenos. Los ruedines laterales aseguran el equilibrio y la integridad física del ciclista, pero frenan su carrera y anulan su esfuerzo, impidiéndole esprintar y cruzar victorioso la imaginaria meta. El chaval se apea de la bicicleta y empieza a darle patadas.
Sus ojos vagan de la calle a la escritura. La mano vendada aún sostiene el lápiz con esfuerzo, y la otra mano persiste en tapar pudorosamente la primera anotación cuando, prestando atención a otros ecos y a otro ritmo, otras lecturas, decide corregir y precisar más.
En su vertiente sur, labrados sobre una roca, hay tres solitarios peldaños de una escalera que nunca se terminó, que nadie sabe adónde quería subir.
Cree que solamente en ese territorio ignoto y abrupto de la escritura y sus resonancias encontrará el tránsito luminoso que va de las palabras a los hechos, un lugar propicio para repeler el entorno hostil y reinventarse a sí mismo. Le gustaría ser capaz de proclamar que la mayor parte del día su espíritu no está donde suele dejarse ver en persona, sentado en la plaza ondulada del parque Güell con un libro en las manos o en esta mesa junto a la ventana de una sombría taberna, sino mucho más lejos del barrio y de la ciudad, en parajes muy diversos y a menudo en un precario equilibrio sentimental, cultivando su extrañamiento en largos y solitarios paseos sobre la nieve crujiente de la Perspectiva Nevski, por ejemplo, o viajando en una diligencia por los caminos de Yormouth, o acaso deambulando por las brumosas callejuelas de Blackfriars a orillas del Támesis, por los desolados páramos de Yorkshire donde siempre silba el viento, o entrando en la pensión Vauquer de la rue Neuve-Sainte-Geneviève, o tumbado en las praderas de Kenia próximas al Kilimanjaro, bajo los sombríos árboles de Thornfield o acaso vagando por las colinas de Balaklava sembradas de metralla y jinetes muertos. Porque fuera de estos muros, fuera de la taberna, todo lo que hay ha sido despojado de sentido y de belleza y de futuro, sólo es un trajín de seres acogotados y de pobres afanes que no importan, que no merecen atención; porque a quién puede contentar día tras día esta monótona e interminable sucesión de fachadas grises y amedrentadas, estas calles de aceras reventadas o todavía sin pavimentar y estas calzadas de tierra apelmazada donde los chavales dibujan calaveras y tibias cruzadas con sus cortaplumas, estos solares yermos y estas esquinas melladas y roñosas con la araña negra estampillada. Lo poco que le retiene aquí es lo mucho que echa en falta. Cada vez que levanta la vista del libro se siente fuera de lugar, desplazado por un imprevisto golpe del destino, y ese sentimiento de desarraigo es más patente cuanto más cavila sobre su fortuito origen familiar; también él, si uno se para a pensarlo, es una patraña tramada por el destino, una bola monumental, pues aparenta ser hijo de quien en realidad no es su madre, y no digamos ya del padre, precisamente el rey de la patraña. Y uno no tarda en descubrir cantidad de cosas que podrían haber sido de otra manera, porque su padre biológico quizás todavía vive quién sabe dónde y a saber cuántos hermanastros, primos y sobrinos y tíos podría tener, y a buen seguro no llegará a conocerlos nunca, aunque lo más conveniente sería aceptar que tiene cuatro padres y ocho abuelos y una fantasmal parentela consanguínea y otra no menos fantasmal, por ficticia, y que todo es naturalmente así de extraño, contingente y engañoso. Por ejemplo, lo que ahora mismo está mirando sin ver a través de la ventana del bar, esta calle soleada y en suave pendiente que un niño remonta pedaleando con esfuerzo en su pequeña bicicleta: también esta calle esconde una impostura, una engañifa que mucha gente ignora, pues no se llama como debería llamarse, según el señor Sucre le explicó detalladamente al capitán Blay una noche de verano, sentados ambos en la puerta del bar con un porrón de vino refrescándose dentro de un cubo con hielo. Conocida como Torrente de las Flores, dijo el señor Sucre, nuestra querida calle, que baja rectamente desde la Travesera de Dalt hasta la Travesera de Gracia para toparse de frente con el cine Delicias, es creencia popular que en tiempos remotos fue un torrente de aguas cristalinas y orillado de flores, y de ahí el origen del patronímico. Pero tal creencia se basa en una engañifa, tal como explicó esa noche el señor Sucre a quien quisiera oírle -es decir, nadie salvo el capitán Blay, fumando pensativo a su lado, y el chico de Berta parando la oreja como de costumbre, fascinado ante la estrafalaria memoria de la pareja-, esta barriada de La Salud que hoy habitamos tan ufanos, en su remoto origen, hace miles de años, debió de ser efectivamente un vergel inmaculado y fantástico, un florido y esplendoroso Edén, pero en honor a la verdad había que decir que la calle fue bautizada con los apellidos de un señor oriundo de El Ferrol llamado Manuel Torrente Flores, propietario de los terrenos que cedió para urbanizar esta zona y su torrentera a finales del siglo XIX.
– Así que de Torrente de las Flores, nada de nada. Hoy por hoy, como tantas cosas en esta ciudad ratonera -concluyó con sorna el señor Sucre-, nuestra calle tampoco se libra de ser una puñetera falacia.
– ¿Y qué dirías tú, muchacho?-entonó zumbón el capitán Blay al ver al chico escuchándoles asombrado-. ¿Dirías que la calle va de montaña a mar, o de mar a montaña?
Risas y toses de vejetes ociosos y estrambóticos. Entendió que ambos querían tomarle el pelo una vez más, pero aun así optó por una respuesta basada en la lógica. Siempre deseó merecer su confianza.
– De montaña a mar, señor, porque la calle va de bajada.
Este tramo de la calle es el más propenso a los espejismos, diría en cierta ocasión el señor Blay escrutando los viejos raíles. Acaso ahora mismo el chaval de la bici experimenta lo mismo, piensa él: basta dejarse ir calle abajo para ganar el equilibrio y la apuesta. Se trata de una experiencia muy corriente, algo que viven muchos niños a esa edad -si la suerte o sus padres quiso obsequiarles con una bici, claro, que no fue su caso-, y que en esta ocasión, no acierta a saber por qué, le parece significante. Muchas cosas se le antojan significantes desde hace algún tiempo, pero hoy tardará un poco en descubrir que el pequeño y furioso ciclista no se propone destrozar su bici, sino solamente aquello que le amarga la victoria y le impide disfrutar del viento en la cara, frustrando la gran aventura del equilibrio ganado a pulso y por su cuenta, sin ayuda ni apaños de ninguna clase. Sentado en el bordillo de la acera, junto a la boca de la cloaca, el niño se enfrenta enrabietado al problema agarrando los soportes metálicos de las ruedecillas supletorias y zarandeándolos a un lado y a otro con el fin de aflojar las tuercas. Lleva pintada en el rostro la firme decisión: acabará con los malditos ruedines aunque sea a dentelladas. Pero al cabo de un rato no ha conseguido gran cosa. Ve pasar a un conocido, un pintor de brocha gorda con su escalera al hombro, y pide ayuda. ¿Tiene un martillo, por favor, señor? El hombre sonríe sin pararse, va con prisas, le enmaraña cariñosamente el pelo con la mano y sigue su camino. En el transcurso de la siguiente media hora solicita ayuda a varios viandantes, conocidos o no. Algunos ni le miran y otros ni se paran, le escuchan sonriendo y alegan excusas diversas. ¿Una llave inglesa?, no tengo, se me han acabado. Y otro: ¿Por qué no te vas a casa y le dices a tu madre lo que te propones, valiente? El niño se levanta, se la saca por un lado del pantalón y mea contra la pared donde el tornado parece avanzar bailando. El último en pararse a su reclamo es un cerrajero de la calle Martí que le explica que estas ruedecillas satélites que quiere quitar están ahí para guiarle mejor en la carrera e impedir que se rompa la crisma. El niño detesta también el piñón fijo, y pregunta si se puede cambiar, pero no obtiene respuesta. ¡No quiero ir a piñón fijo!, se lamenta una vez solo. De vez en cuando se levanta para patear y aporrear la bici, y luego vuelve a sentarse.
Deja de mirarle un instante al darse cuenta que los dedos entumecidos de la mano vendada todavía sostienen el lápiz. Lo suelta por fin y repara en lo que ha escrito. Apunta una corrección, pero no le acaba de gustar y la descarta; se entretiene garabateando en un imaginario pentagrama un grupeto con alas, y cuando levanta la cabeza de nuevo, Tito está zarandeando furiosamente los ruedines, más empecinado y rabioso que antes, a punto de romper a llorar. La cabezonería, el interminable desacuerdo entre el chaval y su bici acerca de quién debe a partir de hoy ser el dueño del equilibrio y el hacedor de la victoria, retiene su atención un buen rato. Finalmente Tito logra desenroscar los brazos metálicos y los arroja a la cloaca junto con las ruedecillas satélites. Enseguida arrima la bicicleta al bordillo y monta, y entonces, con un pie en el pedal y el otro en la acera, antes de dejarse ir calle abajo, lanza por encima del hombro una mirada triunfal en dirección a la ventana del bar, sabiendo que alguien le observa.
Seguramente se dará unos cuantos batacazos antes de conseguirlo y volverá a casa con las rodillas peladas y algún chichón, piensa al apartar los ojos de la calle y dejar caer la persiana. Poco después la vuelve a levantar al oír un estrépito de hierros. No, ningún coche lo ha pillado, y nadie parece haberlo visto. Nadie más que él. El chico se está levantando junto al bordillo y dirige una torva mirada a la ventana del bar, se lame una peladura en la mano, se sacude el pantalón, remonta la calle a pie con su bicicleta al lado y al llegar a la altura del bar lanza otra mirada esquinada y desafiante al único testigo de su hazaña. Y esta vez el testigo ha comprendido. Soltando el lápiz sobre la hoja emborronada, con una atención intensa y sin desmayo, inesperadamente escrupulosa en captar los detalles, observa al niño lanzándose una y otra vez con su bici a tumba abierta calle abajo, resuelto y veloz a pesar de los bandazos y las trompadas, la barbilla pegada al manillar y una fijación maniática en la mirada, una poderosa tensión que se nutre a partes iguales de optimismo y frustración, y que el rostro no deja de reflejar hasta caer estampado en medio de un enredo de ruedas y piernas y brazos, para volver a levantarse en el acto con las rodillas despellejadas y sangre en los morros y regresar calle arriba a pata, sentarse en el sillín y emprender nuevamente la marcha desde el bordillo, impulsándose con un pie y con un empeño que anula el temor al batacazo. Desde el bar, con la mano herida parada en el aire, sintiendo en los dedos la ausencia del lápiz, él no puede dejar de mirar el pedaleo persistente y desesperado que se trunca una y otra vez en las caídas, esa reiterada presión mental sobre los pedales, esa enrabietada cabeza gacha embistiendo el aire y todo lo que se le ponga por delante. Algunos viandantes le aconsejan que lo deje, pero el chaval no atiende a nadie, no le da la gana de descabalgar. Lo suyo es una lucha contrarreloj, porque sabe que alguien acabará avisando a su madre. La caída más dura se la reservan las vías muertas: inadvertidamente introduce la rueda delantera en el surco de uno de los raíles, la bicicleta se traba y Tito sale disparado por encima del manillar. Se levanta y vuelve a montar y sigue, y poco después, perdida la cuenta de los morrazos, los últimos ya bastante controlados, repentinamente consigue el equilibrio y empieza a dar vueltas en círculo un buen rato, sonriendo con toda la boca y mirando a Ringo por encima del hombro. Sin dejar de mirarle y de sonreír, gira en la esquina de la calle Martí lanzando un grito de victoria y desaparece en dirección a la plaza del Norte.
El factor germinal de la escritura ha hecho mientras tanto su trabajo, y algo le induce de pronto a arrancar la hoja garabateada de la libreta y disponer de otra limpia, tantear nuevamente el lápiz con los dedos doloridos y estar atento a la melodía de las palabras que ahora vuelven. No es una tonadilla corriente como las que suele tararear distraído y ayudándose inconscientemente, por un reflejo adquirido frente la partitura, con el compás imaginario del cuatro por cuatro; desde el principio, desde el primer tímido esbozo, había sido como una melodía conocida y oída mil veces pero sin completar, un mutilado conjunto de notas que la memoria auditiva había guardado y ahora convertía en palabras; un fraseo musical con resonancias que esta vez no cabía buscar en las pautas de ningún pentagrama -sobre eso no cabía engañarse, las resonancias eran bien claras y conscientemente asumidas-, sino en las alturas de un monte cubierto de nieves perpetuas. Así, la mano vendada que un rato antes se había quedado inmóvil, vuelve a tomar el lápiz, y, con renovado esfuerzo y algunas punzadas en el dedo sacrificado, corrige y concluye el que será, aunque él todavía no lo sepa, párrafo seminal.
La Montaña Peladaes una colina desnuda y árida de 266 metros de altura, y su nombre tiene un origen confuso. En su ladera oriental se han hallado fósiles de tortugas prehistóricas y huesos de mamut. Cerca de la cumbre hay una gran roca plana con tres peldaños de una escalera que nunca se terminó. Nadie ha podido explicarse adónde iba a conducir una escalera en semejante lugar, tan yermo y desolado.