4 Un sobre de color rosa

Será durante varios días la comidilla del barrio. ¿Tan grande fue el disgusto de esta mujer, tan tremendo y tan insoportable el desaire amoroso, que hasta le hizo perder el sentido de la realidad sobre unos pedazos de raíl inservibles? El despropósito parecía demasiado evidente. Que escenificara públicamente un suicidio no quiere decir que deseara espicharla de verdad, decían en el bar-bodega Rosales; no de aquel horrible modo, por lo menos. Habida cuenta que en asuntos del corazón la señora Mir carecía del menor sentido del ridículo, se convino que lo sucedido era otra de sus tretas melodramáticas destinada a atar más corto al querido, encelarle y hacerle volver al redil; se había marcado un farol con una rabieta de amante despechada, una artimaña teatral y desde luego muy llamativa, pero no había por qué alarmarse. Ciertamente debía sentirse muy ofendida y apenada, y todo parecía indicar que ella misma daba por seguro que el fulano no volvería a su lado, pero aun así, por muy desesperada que estuviera y por grande que fuera el desengaño y el desvarío después de la disputa, costaba creer que pensara ni por un momento que iba a ser arrollada por un tranvía en esa calle donde no pasaba ninguno desde hacía años. Se comentó también que el aturdimiento al salir de casa le había hecho perder la orientación y se fue calle arriba en lugar de ir calle abajo, hasta la cercana plaza Rovira, donde sí circulan tranvías: el 30, el 38 y el 39. En cualquier caso, la infeliz artimaña sólo podía tener una finalidad: hacer llegar a su amante, dondequiera que pudiera encontrarse en aquel momento -en el piso de ella donde acababan de pelearse, según algunas vecinas, y por eso la muy cuca dirigía tantas miradas al balcón, aunque después se dijo que para entonces ya lo había echado a la calle-, un dramático aviso de lo que pensaba hacer de verdad algún día por su culpa. Es decir, que de ningún modo quería dejarse aplastar por un tranvía, sólo deseaba fervientemente que él supiera que estaba muy dispuesta a hacerlo.

Pero todo eso a Ringo le importa bien poco. En realidad, durante estos días tan repletos de inesperados acontecimientos, no ha tenido ocasión ni ganas de pararse a pensar en los ridículos amoríos de esta señora. La vida de los demás, si los demás no están en las novelas o en las películas, le merece apenas un vistazo por encima del hombro y una consideración aburrida. En cambio sí ha reflexionado mucho sobre el machacado dedo del destino, el dedo que se perdió. Está sentado a una mesa del Rosales con el brazo derecho en cabestrillo y la mano vendada, leyendo con mucha atención el libro que acaba de abrir sobre el cuaderno de solfeo, también abierto. Ha pedido una caña y bebe sin apartar los ojos del libro. A esta hora, las tres de la tarde, no hay nadie más en el bar, salvo Francis Macomber y Wilson y Margot que discuten a su lado con la boca seca, y sudan copiosamente y beben gimlets, mezclando sus voces fantasmales y sus inconfesables anhelos con los rumores de la selva.

La señora Paquita, hermana del tabernero, una solterona madura y animosa de rostro hombruno y ojos vivaces, se afana detrás del mostrador limpiando anchoas bajo el chorro del grifo, y de vez en cuando mira con curiosidad al solitario parroquiano. Chico raro, piensa, poco sociable, rudo, tal vez tímido, casi nunca se deja ver con otros muchachos de su edad cuando vienen, al caer la tarde, a jugar al futbolín o a la garrafina. Siempre que lo ve, como ahora, sentado en esta mesa junto a la ventana y absorto en la lectura, con sus quince años y tan serio, cree que se ha puesto a leer porque se aburre, o porque se siente solo, y se ve obligada a darle conversación.

– Qué. Qué te cuentas. ¿Cómo está tu madre?

– Bien -responde él hundiendo la cabeza entre las páginas del libro.

– Trabajando mucho, supongo. Qué remedio, la pobre. Y mientras, el caradura de tu padre, ¿qué? ¿Qué hace esta buena pieza?-insiste la tabernera, risueña, mirándole con picardía-. ¿Ya está en casa, o sigue por ahí cazando ratones y armando jarana? ¡Vaya un elemento! Aunque simpatía le sobra a este hombre, eso sí.

Prefiere no contestar y adentrarse más en la llanura salvaje y remota.

A unos treinta metros de donde comenzaban las hierbas altas yacía el león, aplastado contra el suelo. Tenía las orejas gachas y el único movimiento que se permitía era sacudir arriba y abajo su larga cola de pelo negro. Se había puesto en guardia nada más llegar a ese escondite…

El bar bodega Rosales es una de las tabernas más antiguas del barrio. Tiene un suelo maltrecho y desnivelado de baldosas negras y blancas y un viejo mostrador de obra revestido de cerámica, cuyos ángulos y borde superior imitan rugosos troncos de pino hechos con argamasa y pintados de color marrón, con nudos y vetas muy convincentes. El mostrador lo remodeló con sus manos el mismo tabernero, el señor Agustín, que había sido albañil con ideas y gusto para la decoración, y en su día la obra mereció encendidos elogios de la parroquia por su gran parecido con troncos de verdad, pero la señora Paquita detesta esos troncos porque la corteza leñosa, tan admirada, acumula polvo y mugre y está más que harta de frotarlos con lejía y un cepillo. A un lado del mostrador hay cinco grandes toneles de vino, tres abajo y dos encima, y algunas barricas de licores igualmente para la venta a granel, y al otro lado, tres mesas de mármol rectangulares con patas de hierro colado y arrimadas a la pared con azulejos a media altura, donde una ventana, provista de una vieja persiana descolorida, se abre a la calle Torrente de las Flores. Al fondo, el local se estrecha y se oscurece en torno a un futbolín bajo una lámpara de pantalla verde, ahora apagada, que hace dos años alumbraba una mesa de billar. El negocio se sustenta más en la venta a granel que en el servicio y consumo en mesas, y los parroquianos habituales que vienen a pasar el rato son contados, sobre todo los días de entre semana. Desde la calle, echando una ojeada al pasar, suele verse en la penumbra el encorvamiento predador de una silueta frente a la barra, la sombra inestable de algún bebedor solitario y paciente con su vaso de vino en la mano, pero, salvo los cuatro o cinco vecinos adictos al dominó y al subastado los sábados y domingos por la tarde, los mismos que en las noches de verano cogen su taburete y una cerveza fría y se sientan en la acera, o los jóvenes pandilleros que se juntan ruidosamente en torno al futbolín antes de acudir al baile de La Lealtad o al Verdi, la taberna es un oloroso nido de sombras y de silencio.

Cuando entra la señora Mir, Ringo inclina aún más la cabeza sobre el libro y termina el párrafo del león herido.

Todo él, dolor, náusea, odio y todas las fuerzas que le restaban, se tensaban en una concentración absoluta para cuando hubiera que atacar.

– Qué tal, Vicky, cómo va eso -dice la tabernera.

La señora Mir deposita un sifón y una botella vacía sobre el mostrador.

– Tirando.

– Días sin verte, caray. ¡Y si supieras lo que tengo que decirte!

– Este sifón que le diste a mi hija no pita.

– Tengo una sorpresa para ti, Vicky. Te estaba esperando…

– Aprietas y no sale nada, mira.

– Yo no se lo di, seguro. Yo siempre los pruebo antes.

– Pues tu hermano sería, qué más da.

– Bueno, te daré otro. Pero escucha…

– Y me pones en esta botella un litro de blanco.

– ¡Que sí, mujer! -Y con la voz melosa, en tono confidencial-: Antes he de decirte algo que te interesa, chatita, y mucho.

La señora Mir parece no oírla. De pronto ha echado la cabeza hacia atrás, doblando la espalda y enroscándose un poco en un rebuscado gesto de abandono y coquetería, toda una tramoya equilibrista para mirarse la pantorrilla, sacar la lengua, ensalivar el dedo corazón y restregar una mancha en la tersa piel por debajo de la corva. Lo hace con una afectación cansina y melindrosa, con un parpadeo de los ojos que a Ringo se le antoja descacharrante. No debería permitirse tales cosas una mujer así, piensa: es paticorta, es fea, tiene pliegues en la nuca, tiene demasiado culo, demasiado pelo en las axilas y demasiado carmín en los labios. Y esas pestañas imposibles con su pringue violeta, y esa disposición pechugona al piropo callejero, y ese amago de frustración y desengaño que asoma a sus ojos cuanto más se esfuerza por agradar. Ha pasado una semana desde que se hizo la muerta sobre unas vías del tiempo de Maricastaña, y sigue viviendo en tiempos de Maricastaña y haciendo el ridículo.

Al incorporarse descubre al chico agazapado sobre el libro.

– Tú eres el hijo de Berta ¿no?-El pestañeo cordial y frenético de sus ojos precede a una especie de disculpa-: Bueno, quiero decir el hijo adoptivo de Berta… Estudiabas para músico y tuviste que dejarlo, ya lo sé. -Su voz carrasposa contrasta con el semblante risueño de muñequita rolliza. Repara en el brazo en cabestrillo y el vendaje de la mano-. ¿Qué es eso?¿Qué te ha pasado?

Él cierra los ojos y el libro al mismo tiempo, postergando la suerte del león herido para mejor ocasión. Con aire de fastidio se pone a teclear sobre el mármol de la mesa con los dedos de la mano izquierda.

– ¡Ufff…! -resopla-. Una laminadora me pilló el dedo.

– ¡Dios mío! ¿Cómo ocurrió, dónde?

Un parpadeo, no deseado esta vez, y la contorsión lenta y ondulada del oro laminado atrapa nuevamente el dedo y los dos rodillos de acero se lo tragan.

– En el taller -responde de mala gana.

– ¡Oh, qué barbaridad! Vaya, cuánto lo siento, hijo. Pero ya te encuentras mejor, ¿verdad?

No contesta. Le gustaría dejar bien sentado que él no transige con la ordinariez y la fealdad, y menos con esas ínfulas de heroína de novela rosa que gasta la señora.

– Vicky -tercia la tabernera-, ¿quieres oír lo que tengo que decirte, sí o no?

– Que sí, ya voy. -Mira los dedos del chico tecleando veloces junto al vaso de cerveza-. Deberías beber horchata.¿Cuántos años tienes?

– Voy a cumplir dieciséis.

– ¿Tu madre está bien? Qué mujer tan buena y atenta. Dale recuerdos de mi parte. Que si me necesita, para lo que sea, no tiene más que decirlo.

Levanta los brazos ajustándose la profusión de ruidosos brazaletes y finalmente se vuelve hacia la tabernera mediante un animoso cruce de piernas, y, aunque sufre un ligero traspiés, se rehace en el acto y sin merma en el estilo, en la disposición festiva y musical de las piernas, en esa peculiar manera suya de permanecer de pie ante el mostrador, igual que si apoyara el gordo trasero sobre un invisible y alto taburete en la barra de un bar elegante. Se cree que vive en una película, piensa él, y constata una vez más lo que no le gusta de este monumento a la afectación y a la cursilería; no le gusta el color amarillo de sus rizos, no le gustan su boca de piñón, su voz carnosa, sus hombros redondos y antiguos, no le gusta cómo sujeta la botella en la axila, ni sus manos volatineras y omnipresentes, ni ese ancho cinturón blanco que realza sus ancas y aúpa sus pechos, ni sus zapatos de fulana con tiritas doradas que dejan ver las uñas de los pies pintadas de color morado…

– Vicky, ¿te encuentras bien?-pregunta la señora Paquita, viéndola abstraída.

– Oh, sí. ¿Qué me decías…?

– ¡Se trata de algo que ni te imaginas! -Ha terminado de lavar las anchoas y las dispone cuidadosamente alineadas en los platillos. Dirige al adolescente que simula leer junto a la ventana una mirada preventiva, lamentando tenerle tan cerca, y ahueca la voz-: Algo que te va a alegrar, mujer.

– ¿De veras?

– ¡Ayer estuvo aquí!

– ¿Quién?

– ¿Cómo quién?-Baja aún más la voz-: Tu hombre. Se sentó a aquella mesa del fondo y estuvo mucho rato callado. Y muy desanimado, mucho.

– No me digas. -La señora Mir se queda pensativa. Aún no ha decidido si debe mostrarse impresionada o no-. Juró que nunca jamás volveríamos a verle.

– Pues vino. Eran poco más de las tres y media de la tarde, Agustín había ido a echarse un rato y yo estaba ordenando la nevera, cuando le vi entrar por esa puerta. Y mira lo que te digo, Vicky: no parecía el mismo hombre. Estaba muy abatido. Dijo hola, se sentó, pidió su picón y un vaso de agua y estuvo más de media hora con la cabeza entre las manos. Daba pena, de verdad. Me preguntó si te había visto pasar, o si tu hija había venido por aquí, y le dije que no. Me contó que estuvo llamando a la puerta de tu piso durante una hora y que no quisiste abrir.

– Mentira y gorda. No salí de casa en todo el día y no oí nada, así que es mentira. Lo que pasa es que no se atreve a dar la cara…

– Sería por eso. Porque le dije que probara a llamar otra vez, que seguro que estabas en casa, pero ni me escuchó. Sacó del bolsillo una pluma estilográfica y me preguntó si tenía papel de carta y un sobre, y yo le dije sí tengo, pero quizá no le gusten, porque son de color rosa. Es el único capricho que me doy, le dije al verle una mueca… Bueno, el caso es que subí a mi cuarto y me vine con media docena de hojas y un sobre. Y entonces va y me pregunta si podía hacerle el favor de entregar yo la carta…

La señora Mir no deja entrever ninguna emoción.

– ¿Por qué puñeta haría eso? ¿Y dónde está esa carta?

– Pues verás, cuando ya casi tenía escrita una hoja, después de pararse a pensar cantidad de veces, va y la coge, hace una bola de papel y se la mete en el bolsillo. Escribió dos más, esforzándose muchísimo, y también las arrugó y se las guardó. Se ve que la carta no le salía como él quería, por la mala letra o por lo que fuera. Yo no me moví de aquí, pero lo vi todo. El picón ni lo probó, y hasta se le olvidó que lo había pedido, porque al final se vino a la barra, me pidió un coñac y dijo no me sale, Paquita, no me sale, la escribiré en casa. Se bebió el coñac, y antes de irse ¿sabes qué me dijo?

– ¿Cómo voy a saberlo, mujer?

– Pues que mandaría a alguien con la carta, y si podía hacerle el favor de entregarla yo personalmente.

– ¿Eso te dijo?

– Como lo oyes. Tuve que prometerle que no te diría nada, ni siquiera que había venido. Pero ya está bien de secretitos, ¿verdad, cariño?-La señora Mir asiente con una sonrisita de complicidad-. Y enseguida se marchó, llevándose el sobre y las tres o cuatro cuartillas que quedaban…

– ¿Ah sí?¿Y para quién era esa carta?

– ¡Pero bueno ¿serás tonta?! ¡Para ti! ¿Para quién si no? Yo se lo pregunté, claro, pero no hizo falta ni que abriera la boca. En el sobre vendrá el nombre, creo que dijo. El sinvergüenza quería discreción, y es normal ¿no? Y fíjate, el coñac que pidió es el que a ti te gusta. ¡Nunca antes había pedido ese coñac de garrafa!

La señora Mir parpadea, confusa, acariciándose el lóbulo de la oreja.

– Sí, creo recordar que algo dijo… Después de aquella horrible trifulca en casa, cuando le pedí que no volviera a hablarme en la vida, ¿sabes qué dijo? Pues tranquilamente dijo que, bueno, que se iba a marchar muy lejos y que un día me lo explicaría todo. Pero en ese momento no le creí.

– ¿Por qué no? Dale ocasión de hacerse perdonar, mujer.

– Ningún hombre merece hacerse perdonar por eso.

– ¿Y qué fue eso, Vicky?

Sumida en sus pensamientos, siempre mirándose en un espejo complaciente, la señora Mir no la escucha.

– Sí, ahora recuerdo… Es que hubo una gran escandalera, ¿sabes?, me puse a gritar y mi hija se encerró en el cuarto de baño con la toalla en la cabeza, asustadísima… Le vi ponerse la americana y recoger sus cosas de la mesa del comedor, su tabaco, sus gafas de sol, su tubo de Efedrina para el asma, y las camisetas y las medias para sus niños futbolistas, que le hacíamos el favor de lavar y remendar cada semana, fíjate si nos portábamos bien con él… Y entonces fue cuando dijo eso: será mejor que me vaya, adiós, te escribiré. Sí, lo dijo. Yo estaba en mitad del pasillo, sin poder moverme del susto, y noté que me faltaba el aire, que me iba a desmayar… ¡Y mira, cogí la puerta y salí pitando escaleras abajo!

– Pero ¿la discusión por qué fue? ¿Qué te hizo, Vicky?

La curiosidad chisporrotea en los grandes ojos negros de la señora Paquita, que espera en vano una respuesta, mientras el chico baja los suyos con una tediosa resignación, oyendo sin escuchar. Fija la mirada en el teclado imaginario y pulsa eldo, el mi y el sol con el pulgar, el corazón y el meñique, tecleando los tres a la vez con bastante dificultad, porque ahora tiene grabada en la mente la mano nudosa y oscura del señor Alonso posada fugazmente en el trasero de la señora Paquita, una noche lluviosa del invierno pasado que ambos salieron a la puerta del bar con un paraguas que ella le prestó para que no se mojara al cruzar la calle yendo a casa de la señora Mir, y que él abrió a su espalda antes de despedirse, ocultándoles a ambos, aunque no lo bastante.

– Lo que está claro es que te hizo mucho daño -añade la tabernera-. Tú merecías algo mejor, chica.

– Sí, claro -suspira la señora Mir-. Merecía mejor suerte, es verdad. Pero la felicidad hay que buscarla, Paqui, siempre, cueste lo que cueste… La culpa fue mía, ¿sabes? Le dije ahí tienes la puerta, pero mira, ¡fui yo la que echó a correr! Culpa mía, te digo. Nunca debí permitirle que se tomara tantas confianzas en mi casa…

– ¿Puedo hacerte una pregunta, cariño? No te enfades, pero es que no lo entiendo. ¿Quién tiene que perdonar a quién?¿Él a ti, o tú a él?

– Oh, Paqui, yo le habría disculpado, de veras. Que Dios me perdone, pero sólo con que me hubiera dado un poco de tiempo… ¡Debes creerme! ¡Cometí un error, una pifia de las mías! Lo que necesito es que él lo sepa y me perdone, por insultarle y abofetearle de aquel modo.

– ¿Le soltaste una torta? Pues vaya, sí que fue gorda la cosa.

– ¡Oh, sí, lo fue, lo fue!

– Chica, qué mala suerte. Y ahora que ya pasó, ¿cómo lo ves, qué piensas de lo ocurrido, Vicky?

– Nada.

– ¿Nada?

– Bueno, te lo acabo de decir. La pifié. Aquel día volvía a casa con la espalda rota, venía de manejar a la pobre María Terol, ya sabes, ciento diez kilos y con su celulitis y su humor de perros… Total, que venía hecha polvo y perdí el oremus. ¡Y luego estas vías del demonio! ¿Para qué las dejarían ahí, para acabar de confundirme? Habría que arrancarlas, y también los adoquines.

– No me refiero a eso, Vicky. -Vacila antes de decirlo-: Juraría que se trata de otra mujer… ¿Estoy en lo cierto?

– Siempre hay otra mujer.

– ¿Cómo lo supiste? ¿Te lo dijo él?

La señora Mir niega con la cabeza.

– Claro que no. Pero una chica casada sabe cuándo ocurren estas cosas. Sobre todo si ya dejó atrás los cuarenta.

– ¡Ja! En eso no estás sola, guapa. Pero bueno, lo malo sería que fuera algo serio, quiero decir… que le durara. Si sólo fue un capricho…

– Es que al parecer no hubo nada. Ya te lo he dicho, me figuré cosas… y él se lo tomó muy mal. Qué le vamos a hacer. No hay amor verdadero sin sufrimiento, mi vida, es bien sabido.

– Esto que dices es una burrada, Vicky. Una burrada. A tu edad.

– Quizá pensó que nuestra relación no daba ya más de sí, puede ser, nunca se sabe con los hombres… En todo caso yo se lo puse a huevo. ¡Y se las piró!

– No me lo puedo creer. Mientes. Seguro que mientes.

– ¡Que no, Paqui, te lo juro! ¡Nunca debí soltarle aquel bofetón!

La tabernera se queda mirándola, recelosa.

– Bueno, allá tú. En cualquier caso ¿sabes qué te digo? Que deberías ir a buscarle enseguida.

– ¡Dios mío, ¿dónde?! Nunca me dijo dónde vivía. ¿Alguna vez te lo dijo a ti, o a tu hermano?

– A mí nunca.

– Pues a mí tampoco -suspira la señora Mir.

– ¿En serio? Qué hombre tan raro, ¿verdad?

– ¡Más que un perro verde, querida!

Más raro que un perro verde, en efecto. La tabernera recuerda que en sus primeras visitas se había mostrado dicharachero y simpático, y bastante fresco también, sobre todo con ella, pero nunca había modo de saber si hablaba en serio o en broma. Un día dijo muy seriamente que le intrigaba la acción del paso del tiempo sobre las patatas. No, no era campesino ni lo había sido nunca, no estaba interesado en productos agrícolas y en su evolución; explicó que había sido entrenador de un equipo juvenil de fútbol en la barriada del Carmelo y que masajeaba las piernas de los chavales con un ungüento a base de aceite y patatas arrugadas, previamente trituradas. Tenía dudas acerca del tiempo idóneo que requería la patata para agostarse y arrugarse, y parece que un día oyó hablar de la señora Mir, una sanadora experta en la cuestión, y alguien le dio una tarjeta que extravió aquel día de lluvia y por eso entró en el bar a preguntar dónde vivía.

– Y otra cosa que ayer me extrañó. Cuando ya se iba… -La tabernera se interrumpe al entrar un señor gordo y muy acalorado que recala en el mostrador pidiendo con cierta urgencia una cerveza de barril bien fría. La señora Mir aprovecha la pausa para pedir a su vez una copita de coñac de garrafa y un vasito con sifón. El cliente no es del barrio y la tabernera evita entablar conversación con él. Sirve la cerveza en una jarra y luego la copa de coñac junto con un sifón. Acto seguido abre la espita de una barrica de vino blanco y con la ayuda de un embudo llena la botella, vuelve a situarse detrás del mostrador, deja la botella encima, pone el tapón y lo golpea con el puño. El hombre engulle ruidosamente la cerveza, se seca el sudor del cogote con un pañuelo y observa de refilón a la clienta gordita, que a su vez mira con mucha atención la estampa de un calendario colgado en la pared, detrás del mostrador. La estampa reproduce una vieja fotografía, virada en sepia, de un antiguo equipo de fútbol posando en el campo de juego antes de un partido. Meneando un poco la cabeza, en voz baja, la señora Mir dice:

– Estaría mejor de rodillas.

Un tanto confuso, el cliente termina su jarra, paga y se va.

Agazapado detrás de su mesa, Ringo repasa las instrucciones sobre ejercicios para cinco dedos en el cuaderno que acaba de abrir sobre el libro. Todavía el pentagrama se impone a la ficción literaria reclamando la atención del lector, y así será durante todo el verano y hasta bien entrado el otoño. Pero ahora cuesta concentrarse porque las mujeres recobran el hilo de la conversación:

– Y cuando ya se iba -prosigue la tabernera sin más preámbulos, mientras retira la jarra y frota el mostrador con un paño- estuve a punto de preguntarle por qué no mandaba la carta por correo, en vez de traerla aquí. Me pareció extraño que me la confiara a mí…

– Por la niña -corta rápido la señora Mir, y su cara de luna se contrae fugazmente, a punto de echarse a llorar-. Es porque piensa en la niña, seguro. Porque mira lo que te digo, Paqui. Si este hombre habla en esa carta de lo que yo me temo, por nada del mundo quisiera que llegara a manos de mi hija. Hay ciertas cosas que una niña no debe saber… Por eso no la manda por correo. Así que cuando vuelva con la carta, la guardas bien y me la das. Y a Violeta ni una palabra.

– Descuida.

La señora Mir apura su coñac y acto seguido se moja el paladar con un sorbito de sifón. Paga la cuenta, sujeta la botella de vino bajo la axila y se dispone a salir con el sifón colgando de un dedo.

– Sobre todo, Paqui, por lo que más quieras, si llega la carta, no se te ocurra dársela a Violeta. Yo la recogeré.

– Que sí, mujer. Vete tranquila.

Ejercicio 1.º: Ponga usted el antebrazo y las manos, con los dedos estirados, sobre una mesa ante la cual esté usted sentado, y un rato con la mano derecha, otro con la mano izquierda y, finalmente, con las dos juntas, vaya levantando los dedos que a continuación se indican. Baje usted el dedo que levantó, antes de elevar el siguiente y repita varias veces cada fórmula: 1-2-3. 3-2-1. 1-4-2. 1-2-4. 2-1-3…

Practica un rato sobre el mármol con la mano izquierda y luego para y se queda mirando a través de la ventana. Un parpadeo, evocando aquella artimaña de los ojos del deseo y la ensoñación infantil y pandillera, y en la pared leprosa al otro lado de la calle aparece el cartel que anuncia en letras rojas el primer concierto de EL GRAN PIANISTA DE NUEVE DEDOS. Podría ser un buen reclamo, por qué no. ¿Quién sabe lo que te reserva el dedo del destino, incluso cuando este dedo ha sido arrojado al limbo de los pianistas nonatos? Pasan algunos hombres frente al letrero, van o vienen de sus casas a otros bares y tabernas con aire decidido o desganado, algunos caminan arrimados a los muros y uno de ellos se detiene de pronto con la cabeza gacha y los ojos mirando el suelo, como si de pronto se abriera un abismo bajo sus pies. En la misma calle y un poco más arriba, en medio de la pequeña isla de adoquines melancólicos y verdosos, perviven las vías truncas que vienen del ayer abolido y van a ninguna parte. Con un repentino y punzante dolor en la uña que ya no está en su dedo, ni el dedo en su mano, Ringo cierra el cuaderno de solfeo y abre nuevamente el libro de relatos.

El león todavía está vivo, luchará hasta el final. La señora Mir y la señora Paquita aún parlotean un rato en la puerta del bar. Él apoya el codo en la mesa y se tapa la oreja con la mano libre, recuperando la protectora espesura y la fragancia salvaje de las hierbas altas en las praderas de Kenia junto con el león que sangra agazapado contra el suelo, solo y con las orejas gachas, esperando su oportunidad para atacar.

Загрузка...