7 Héroes en la hoguera

– ¡Pues claro! ¡Lo hacemos solamente por si las moscas! -dice su padre mientras arroja los libros al fuego, uno tras otro y sin apenas echarles una ojeada, sin verificar título ni el nombre del autor y bromeando todo el rato para animar al personal-: ¡Por si las moscas y las ratas azules, hijo, claro que sí! ¡No lo hacemos por gusto!

Si tuviera una pala lo haría mejor y más rápido, piensa él, y se acuerda de Harpo Marx echando paletadas de libros a las llamas del hogar en una peli de risa. Pero aquí no ve nada que le dé risa. Algunos señores miran la fogata con aire severo y solemne y llevan el resplandor pintado en sus caras como una máscara de yeso.

De modo que el señor Gaspar Huguet está quemando parte de su biblioteca por si las moscas, eso es lo que deduce chico escuchando los comentarios de los mayores. La hoguera la ha improvisado su padre con ramas secas y troncos astillados en el jardín del mismo señor Huguet, detrás del cobertizo que de día es un trastero y de noche un tostadero clandestino de café, y no se parece en nada a las hogueras festivas de la noche de San Juan. Sabe que ningún niño vendrá a saltar por encima de las llamas ni a tirar petardos. Esta es una aburrida ceremonia oficiada por personas mayores afligidas por alguna causa, y encima, por si no bastara con el aburrimiento, si te apartas de la fogata hace un frío que pela. Igualmente sabe que su padre trabaja con el señor Huguet tostando café en este cobertizo tres o cuatro noches a la semana, de las dos a las cinco de la madrugada y a escondidas de todo el mundo, sobre todo del sereno, y también sabe cuándo ha estado aquí porque al día siguiente su jersey de lana y su bufanda huelen a torrefacto azucarado. Ahora el señor Huguet, acercándose al muchacho y procurando dotar a su voz de una jovialidad que está lejos de conseguir, le pregunta, al verle tan cerca de las llamas y como hipnotizado, si también le gustaría quemar algo suyo, y él responde sí señor, y piensa en su odiado libro de aritmética y también en la hija de Fu-Manchú y después en las ratas azules, una marabunta de ratas azules retorciéndose entre las llamas.

– Apártate o te quemarás la nariz -le previene su padre-. Busca alguna rama seca por ahí, anda.

Pero donde se está mejor es junto al fuego, el corazón caliente de una noche inhóspita poblada de rojizos resplandores y caras largas de personas preocupadas hablando en susurros. Las caras se contraen y dicen cosas que no entiende, comentan en voz baja un registro de la policía efectuado por sorpresa en casa del señor Oriol, la gran cantidad de libros requisados, un expolio vergonzoso, Berta, ¿y aplicando qué criterios, acusándolo de qué delitos? Ay, Dios mío, puedes figurártelo. Tampoco entiende que alguien amparado en la oscuridad declame con sorna: ¿Quién enciende las hogueras donde antes no las había?, mientras de la imponente fogata salen llamas moviéndose como manos de largos dedos que piden y reciben ansiosamente más libros. El humo espeso y ondulante le recuerda al genio Djinn surgiendo de la botella que las olas del mar arrojan a la playa, la humareda negra que alzándose contra el cielo de repente se convierte en el gigante cuyas carcajadas retumban ante el pequeño y asombrado Sabu.

Estas son las postrimerías de un largo invierno en Barcelona con la bufanda liada hasta las orejas y los pies siempre fríos, en la calle y en el cine, en la escuela y en el coro de la parroquia, en las frondas del parque Güell y en la falda de la Montaña Pelada. Ocho años recién cumplidos, la nariz encendida, el pelo rizado, buenos orejones y patizambo como los cowboys, y siempre con el frío en los pies, pero no esta noche en el sombrío y descuidado jardín donde arden retorciéndose libros y cuadernos, agendas y fotografías, documentos diversos y cartas y postales y carnets de su padre, del señor Huguet y de algunos vecinos que también se han apuntado a la quema. Lamenta ver cómo las llamas devoran una libreta de espiral casi nueva, con sus hojas cuadriculadas y su tapa dura de color crema, que lleva escrito a mano CNT cuotas. Siempre quiso tener una libreta de espiral. Una semana antes había visto a su padre sentarse a la mesa del comedor con esta libreta abierta y ponerse a raspar pacientemente con una cuchilla de afeitar algunos nombres y cifras en sus páginas, hasta que se cansó y arrojó furioso la cuchilla dentro del vaso de vino exclamando: ¡A la hoguera con todo, es más seguro!

Alentado por ráfagas de aire, el fuego levanta hojas que se han soltado de algún volumen y las mantiene en la cresta de las llamas un instante, revoloteando como grandes mariposas negras en medio de una erizada constelación de pavesas. También arden algunos papeles de la biblioteca privada del anciano don Víctor Rahola, vecino y amigo del señor Huguet. El chico oye comentarlo al propio don Víctor, que se ríe de manera jovial y por cierto sin que parezca importarle mucho que vengan o no vengan moscas: ¡No vas errado, nano, porque mis papeles están zumbando en el aire como moscas! Y recuerda que su madre el verano pasado había procurado sus cuidados de enfermera de noche a este hombre en su bonita torre del Paseo del Monte, atendiéndole en su lecho debajo de una gran mosquitera, y que le contó que don Víctor era un señor sabio y gentil y muy bromista, un escritor que ya no escribe y que solía pedirle que se sentara junto a la cama y le leyera un libro.

– No te quites la bufanda, hijo.

A veces se pregunta por qué su madre no acaba de ser exactamente una enfermera como las demás. Ella misma se lo dijo un día: no soy exactamente una enfermera, soy una cuidadora de enfermos, y amiga de las monjas. Sólo cuida ancianos en clínicas, residencias y casas particulares, pero no tiene título de enfermera. Hace turnos de noche y le pagan mal.

La furiosa combustión de la hoguera hace que los libros se abran, y llamas como dedos pasan las hojas rápidamente. Por si las moscas, por si vienen, oye de nuevo susurrar a su espalda. Y también por si vienen las cucarachas, piensa, y las ratas y los piojos. En algunas esquinas del barrio se apilan basuras que frecuentan ratas enormes, él ha visto algunas, son basuras que también atraen a las moscas, pero estas moscas de aquí, de las que tanto se habla, no entiende qué vienen a buscar. Bueno y qué, se dice, que vengan, mi padre puede matarlas rápidamente con su potente raticida, y a todos los mosquitos y polillas y chinches que se atrevan a venir. ¿Acaso las ratas de biblioteca no son más feroces que las moscas, y acaso no las ha liquidado también? Nunca ha necesitado encender ningún fuego para acabar con ellas, y sin embargo aquí está, vigilante y afanoso, atizando los rescoldos con el bastón cuando hace falta, arrimando a las llamas las encuadernaciones que saltan y las hojas que se desprenden chamuscadas. Ahora bien, ¿por qué ahora está quemando sólo libros catalanes por si las moscas? ¿Significa que son libros que atraen a las moscas, madre, libros y documentos infectados y contaminados por cagadas de mosca, y que han de ser quemados por eso, porque nos podrían infectar a todos?

Pero ella no atiende o no oye, no sabe de qué le habla. La ve cogida del brazo de una vecina, la señora Rius, las ve juntar sus cabezas mirándose con tristeza, envueltas en sus ceñidos abrigos negros con las solapas levantadas. Esa conocida disposición de su madre para la tristeza… ¿Qué clase de moscas asquerosas son estas, madre? ¿Son las moscas Tse-Tse, las que traen la enfermedad del sueño? Pues en cierto modo, sí, querido niño, sueños que ahora podrían convertirse en pesadillas, tercia la señora Rius con un amago de sonrisa bonachona. ¿Es que son libros gravemente peligrosos para los niños, libros pecaminosos, llenos de estampas de ninfas desnudas con transparentes alas de mosca en la espalda, de hadas de hermosa cabellera que enseñan los pechos y duermen en los lagos y flotan en el bosque, dulces espíritus del aire y del agua, como en ese pequeño libro que guardas en casa con dibujos tan bonitos y que tanto te gusta, madre? ¿Es que las moscas que han de venir son muy peligrosas? ¿Por eso hemos entrado de noche en el jardín del señor Huguet, para ayudar a padre y sus amigos, por si las moscas? Sí, hijo, hemos venido a ayudar. Ponte bien la bufanda. ¿Y dónde están las moscas?, insiste él.

El crepitar apenas audible de las páginas es la respuesta, el rumor de las palabras convertidas en ceniza, un siseo incesante en los oídos del niño. Cuántas veces volverá a oírlo, hasta derivar en persistente silbido.

– No tan cerca, calabacín con patas, o te vas a quemar -le previene su padre.

Le gastan bromas, su padre sobre todo, pero no le pasa por alto una propensión al desánimo en todos los presentes. Alguien habla asombrado, compungido y en voz baja, del hermano muerto de don Víctor, hace apenas dos años, y él entiende que a este hombre lo mataron moscas azules que primero habían destruido sus libros. Plantado ante las llamas, observa fascinado los volúmenes que se abren como flores negras, las páginas que se curvan y ennegrecen y las chispas como insectos de luz subiendo hacia la noche estrellada. Le parece ver que la acción del fuego hace que las palabras se desprendan de las páginas y se eleven ardiendo un instante para convertirse inmediatamente en remolinos de pavesas, palabras y pavesas mezcladas subiendo hacia la noche, y siente la necesidad de retroceder unos pasos y recuperar la mano acogedora de su madre y el susurro de su voz, destinada ahora más a su amiga vecina que a él: Tu padre sabe lo que hace, vendrán con una orden de registro y es mejor que no encuentren nada, ¿verdad, María? También en su rostro contrito y soñoliento se reflejan las afanosas llamas, mientras su marido, el implacable y alegre capitán de la Patrulla Matarratas, bromea y maldice blandiendo el bastón: Somos el culo del mundo, hijo, cuántas veces te lo he dicho, pues mira, nos lo vamos a calentar, el culo, y la mano izquierda de su madre, delgada y fría, largos dedos y pálidas uñas sin pintar, aprieta la suya con un leve temblor que le entristece.

– Quédate conmigo, hijo.

Ha visto esos dedos clavando la aguja hipodérmica en la piel gruesa y rugosa de una naranja, de muchas naranjas, probando el pinchazo una y otra vez con gesto inseguro y tembloroso, ensayando, perfeccionando el golpe. ¿Por qué no pruebas con la mano derecha, madre?, ha preguntado alguna vez. Ella ensaya todos los días unos minutos antes de acudir al trabajo y un rato cada noche antes de acostarse, sentada al borde de la cama con la mantilla sobre los hombros y dando la espalda al marido que esconde la cabeza debajo de la almohada. En la mesilla de noche, la pequeña imagen del Niño Jesús de Praga, y, para no turbar el sueño del Matarratas, la lámpara cubierta con una tela roja, como cuando él pasó el sarampión en la grata compañía deEl libro de la selva. Después de unos tanteos inseguros, con la naranja en la mano derecha y la aguja en la izquierda, prueba el pinchazo, brusco y delicado a la vez, rápido pero suavizando el golpe. Así es como aprende pacientemente a poner inyecciones, cuando las monjas de las Darderas ya la han aceptado para cuidar ancianos en su Residencia de la calle Sors o a domicilio. Enseguida sabrá también poner vendajes y lavar culos de viejos, acostarlos y darles de comer y entretenerles jugando con ellos a las cartas o al parchís o leyéndoles un libro, pero clavar inyecciones es lo que más le cuesta aprender porque teme hacerles daño. En ocasiones se queja de tener poca fuerza para meter y sacar de la bañera alguna abuela gorda y tullida, pero está agradecida a las monjas por el trabajo y siempre encuentra algún motivo para alegrarse:

– Hoy he aprendido a jugar a la brisca.

Y en tales ocasiones es cuando se siente más unido a ella, cuando la oye hablar de los ratos buenos que le depara el trabajo y cuenta las travesuras y manías de los ancianos, sus miedos y flaquezas y caprichos, y sobre todo cuando la ve practicar infatigablemente con la aguja y la naranja y observa, con el ánimo en suspenso, su mano temblorosa tanteando una y otra vez el golpe sin dolor. ¡Pobre naranja!, la risa del Matarratas debajo de la almohada: Alberta flor de mi vida, si practicaras con el culo de un obispo, aprenderías antes.

La rechifla inoportuna y grosera de siempre. ¿Por qué se lo consiente?, piensa él. ¿Y por qué se deja llamar Alberta, cuando todo el mundo la llama Berta, y ella siempre dijo que prefería que la llamaran Berta?

Ahora voy a decirte algo acerca de nuestra Alberta, le explicará su padre en cierta ocasión, la copa de coñac en la mano y el gesto displicente, pero la voz firme, así que escucha con atención y no te confundas: Tu madre no es crédula, es creyente. Y recuerda: ser creyente y querer serlo a pesar de todo, serlo para sí misma y en silencio, sin contar con nuestra hipócrita y pomposa jerarquía eclesiástica, serlo de espaldas a los fastos de una Iglesia y unos clérigos encanallados que corrompen el alma de los niños en las catequesis y en el confesionario, que ofenden la memoria de los muertos en los funerales y la de los vivos en rabiosas homilías, serlo por encima de tanta infamia bendecida por obispos y cardenales, y sabiendo además disculpar el pitorreo y los chascarrillos a su costa en su propia casa y en boca de su propio marido, todo eso constituye ni más ni menos la otra existencia ejemplar que esta mujer discreta deja como testimonio, y que tú harás bien en recordar. El cantamañanas de su marido no comparte su fe ni sus prácticas piadosas, es cierto, es un blasfemo y un hereje, pero no es menos cierto que jamás, con todo y la mala sombra de sus bromas, se las reprochó ni mucho menos prohibió, que conste…

El humo blanquecino cada vez más cuajado de chispas y pavesas se enrosca subiendo hacia la noche, y en lo alto, durante una fracción de segundo, se resuelve en lívidas calaveras que fascinan al chico. Por un momento cree ver a Mowgli y al tigre Shere Khan retorciéndose achicharrados entre las llamas, pero no, aunque insiste en mirar y no tarda en distinguir fugazmente un volumen cuyo título,La conquista del pan, arde con sus muchachas que se vuelven cloróticas en las manufacturas de Manchester, las únicas palabras pilladas al azar un día que, solo en casa, abrió el sobado libro por curiosidad y pensó que era una novela de misterio y crímenes. En otro flanco desmoronado de la hoguera, un ejemplar de la colección Hombres Audaces, a 60 cts. y con llamativas letras en colores anunciando la aventura, Las alas de la muerte, súbitamente abre también sus páginas como un erizo ante el peligro y resbala y rueda hasta el borde de la pira. Las llamas ya han devorado la mitad de la ilustración en vivos colores de la cubierta, un avión surgiendo de una nube tormentosa y enfrentándose a un gigantesco cóndor con las alas desplegadas que amenaza derribarlo. Ringo reconoce en el acto al piloto en su cabina.

– ¡Oh, no, por favor! ¡Noooo!

Es una novelita de Bill Barnes, el famoso Aventurero del Aire. La falta de atención de su padre vaciando a toda prisa la estantería ha condenado al héroe de la aviación a morir achicharrado en una hoguera improvisada detrás de un cobertizo, en el recóndito jardín de una barriada pobre de la Barcelona de la posguerra. Bill nunca habría imaginado un final tan fulminante y poco lucido. ¡Mierda y mierda! Con el tembloroso dedo índice el niño señala el libro que injustamente se consume entre las llamas y le recrimina a su padre el tremendo error. ¡Bill no debería estar aquí, Bill y su avión no merecen acabar de esta forma, convertidos en ceniza y precisamente delante de sus ojos! Le arrebata el bastón a su padre e intenta apartar el libro del fuego, pero es demasiado tarde, el héroe y su hazaña se convierten en una rosa oscura que se contrae y se arruga rápidamente, una ceniza impresa en doble columna que aún se mantiene compaginada y fibrosa por un breve instante.

– ¡Se está achicharrando!

– Lo siento, hijo, habré cogido el tebeo sin darme cuenta.

– ¡No es un tebeo!

– Te dije que no pusieras nada tuyo en aquel estante…

– ¡¿Por qué no te has fijado?! ¡Por qué?!

– No hay que llorar por tan poca cosa. Ahora mismo se queman historias mucho más importantes, y mira, nadie se lamenta. Ya te he dicho que lo siento.

Mentira podrida, ¿cómo va a sentirlo, si en la cabeza en lugar de conciencia tiene una rata con el vientre lleno de veneno y soltando espumarajos verdes por la boca?, piensa detalladamente mientras fija la mirada en las páginas del libro carbonizadas y todavía enhiestas, hasta verlas desmoronarse y deshacerse del todo. ¡Desde las alturas, Bill te maldice, ratonero sin entrañas! Siente la mano de su madre de nuevo en la suya, pero ningún tirón, ninguna señal o gesto de querer apartarle de allí. El fuego no crepita, los libros consumiéndose no emiten ninguna queja, si acaso un débil silbido, y a su alrededor se mueven cautamente el señor Sucre y el señor Casal, que se han reído de su berrinche, de su gran disgusto por tan poca cosa. Los libros prohibidos huelen ciertamente a chamusquina, se lamenta el señor Sucre, siempre con su risita burlona en la garganta ávida de carajillos. Entonces ve acercarse al anciano señor Pujol, el vendedor de humo. Viene del otro lado de la fogata, de las sombras que se extienden más allá del rojo resplandor, y camina con las manos formando un cuenco delante del pecho. ¿Ves este humo, niño?, dice, abriendo y cerrando las manos por encima de una llama. Enseguida se vuelve hacia él con las manos fervorosamente juntas, pero no como si rezara, sino como si hubiese pillado una mariposa y no quisiera hacerle daño, o como si las manos fueran portadoras de una pequeña lámpara encendida. Y, mirándole a los ojos con media sonrisa, las abre muy despacio y libera un humo blanco.

– Este libro de humo que he cogido lo vamos a esconder en lugar secreto y seguro, ¿te parece?-dice en tono ceremonioso-. Y cuando seas mayor podrás recuperarlo. Ji ji.

Don Víctor pasea cabizbajo por las sombras del jardín y parece hablar solo. Camino sobre las cenizas de palabras muy queridas, cree oírle susurrar como en una plegaria, aunque también podría ser una gansada de las suyas. Por su parte, el señor Casal, que había sido maestro de escuela y ahora trabaja de portero en una finca de la calle Camelias, se acerca a la hoguera con un fajo de papeles en una mano y en la otra un carnet que se queda mirando un rato, y donde se leeA.F.A.R.E. Ejército del Interior. Bruscamente, como si le quemara en los dedos, lo arroja todo a las llamas, se aparta y se refugia en las sombras. ¿Cuándo has vuelto de Canfranc?, pregunta alguien a su padre. Estaba en La Carroña, responde su madre. ¿Dónde está Canfranc, mamá? Estos papeles comprometedores, dice el señor Roura conteniendo las ganas de reír, han estado escondidos hasta hoy en un sótano de la calle Fahrenheit, en la barriada del Clot, ¿no os parece una ironía del destino? El señor Falcón también anda por ahí como sonámbulo, es muy alto y delgado y el grueso cristal de sus gafas de miope refleja las llamas, hasta que se las quita para limpiarlas con el pañuelo y entonces en sus ojos enfermos y compungidos el fuego se refleja aún mejor, brilla más intensamente, igual que si tuviera un rubí encendido del tamaño de un garbanzo en cada pupila.

– ¿Qué clase de avión era ese que tanto te gustaba?-La voz de su padre, en un tono dominado por el tedio, lo saca de sus reflexiones-. ¿Un caza, un hidroavión, un bombardero? Buscaremos otro igual, venga, no te lamentes más.

No importa, yo haré que el avión de Bill vuele otra vez. Lo piensa y se dispone a decirlo, lo va a decir bien clarito y fuerte para que lo oigan los que se han reído bondadosamente de él, los que han venido aquí esta noche dispuestos a quemar lo que sea por si las moscas. Pero no se le oye decir nada de eso, es probable que no llegara a decirlo. Quizá sólo lo pensó, sin lograr apartar los ojos de las llamas. Se pasará la vida pensando cosas así, sin llegar a decirlas. Por ejemplo, que ve el avión escapando de las llamas una vez más y elevándose hacia la noche estrellada, dejando atrás el tumulto de humo negro y esa extraña ceremonia de fuego, destrucción y muerte. Desde la carlinga, envuelto en llamas, el héroe le sonríe y le saluda con la mano.

Ringo rememora hoy otra situación conflictiva con su padre, sufrida tiempo después de que Bill Barnes se salvara sobrevolando la gran hoguera. Con mucho retraso, el Matarratas supo de su hazaña con la escopeta en el huerto de los abuelos, pero abordó el asunto como si no lo supiera.

– Por cierto, hijo, ¿qué se hizo de la escopeta de balines que te regaló el tío Luis?

– Ya no la tengo.

– ¿Ah, no? ¿Qué ha pasado?

– La cambié porLa sombra que ríe y La amenaza roja.

– ¿Y eso qué es?

– Novelas.

– ¿Has cambiado la escopeta por un par de noveluchas de quiosco? Vaya, al tío Luis no le gustará enterarse de eso.

El tío Luis no es tío suyo ni nada parecido. Sólo es un compañero de trabajo de su padre, un ratonero más de la brigada. Un tabernario muerto de hambre, un pelanas, un funcionario del Ayuntamiento con empleo temporal que le da al morapio a base de bien. Ambos, él y su padre, se han empeñado en que el chico le llame tío. Lo hacen para fastidiarle.

– Lástima -añade su padre-. Era una buena escopeta, camarada.

Lo de camarada también es para fastidiarle. Lo dice amigablemente y en tono de chunga, pero esa palabra tiene como dos caras. Porque a ver, los falangistas también se llaman camarada. ¿Y qué significa camarada cuando lo dicen los falangistas, eh? Conforme pasa el tiempo empieza a darse cuenta de algunas cosas. Odia que a su padre le divierta tanto encabronar a la gente, le revienta que sea tan pavero, que delante de su madre y de los compinches de la brigada raticida presuma de ser más rojo y más insumiso y más libertario que el mismísimoSeisdedos, que por cierto, según le contó el tío Luis, lo mataron justo tres días después de nacer tú, chaval, el once de enero del treinta y tres. Y sobre todo le fastidian su desmemoria interesada y trapacera y sus descaradas contradicciones; presumía ante sus amigos de haber sido un libertario implacable y al mismo tiempo alardeaba de que su Alberta, durante la guerra, trabajó de telefonista de la centralita del PSUC. Hoy en día los anarquistas ya no muerden, decía el pavero, están domesticados y amaestrados como ratitas de circo, como esos charnegos agradecidos del Campo de la Bota que besan la mano de los curas. Te endilga cosas así, el Matarratas fullero, las suelta como si tal cosa.

– Así que le cogiste manía a la escopeta -añade-. ¿Se puede saber por qué?

– Porque sí. No quiero volver a verla, eso es todo.

– Está bien, no quieres volver a verla. ¿Y a quién se la diste, quién fue el afortunado?

– Un chaval que me hice amigo. Un monaguillo de Las Ánimas.

– Ya. -Su padre le mira fijamente y él baja los ojos-. Así que no querías. No querías de ningún modo.

– ¿El qué?

– Matar más palomas con esa escopeta.

– Nunca he tirado a las palomas.

– Pues a los pájaros. Piensas que nunca deberías haber disparado, ¿verdad?

– Sí.

– Y te has librado de la escopeta por eso.

– Sí.

– Y crees haber resuelto el asunto.

¡Mierda, sí!, grita para sus adentros.

– Pues has de saber una cosa, camarada -añade su padre-. Han visto al vicario de Las Ánimas disparando en el jardín parroquial con la escopeta. Apuntando alegremente a los pardales, mira por dónde. Tu amigo el monaguillo se la prestaría, o el mosén se la quitó, o se la compró, vete a saber. Sí, no pongas esa cara, no sería el primer cabrón de cura que anda por ahí disparando. Así que ya lo ves, aunque tú no aprietes el gatillo, tu escopeta sigue matando pájaros. Si lo piensas bien, no has resuelto nada.

Él nota de pronto que la rabia le sube por la garganta como un vómito. Lo habría estrangulado, al raticida hipócrita, arrogante y metomentodo.

– Yo no tengo la culpa de eso.

– No he dicho que la tengas, hijo.

– Es que ya me cansé de la escopeta.

– ¿De la escopeta o de matar pájaros?

– Es lo mismo.

– No es lo mismo.

– ¿Ah no? ¿Para qué sirve entonces?

– Bueno, quizá para que uno vaya aprendiendo a ser un poco responsable. Y en todo caso, podías habérmela dado a mí.

– ¿Para matar ratas? Porque tú te dedicas a matar ratas y ratones, ¿no?

– Sí, ese es mi trabajo.

– ¿Con una escopeta?

– Bueno, hay métodos más seguros y expeditivos, pero una escopeta, aunque sea de balines -dice despeinándole con la mano- también vale. No te enfades, puñeta. Te digo todo eso para que pienses un poco por tu cuenta, para que entiendas que para conseguir lo que deseas hay que hacer algo más que empuñar o dejar de empuñar escopetas.

También odia que le despeine. Matar ratas y ratones con una escopeta no es lo mismo que matar pájaros, piensa, no es algo que te vaya a doler toda la vida. Seguro, no lo es. Una asquerosa rata azul es una asquerosa rata azul, y un pajarito que busca cobijo en una higuera cuando llueve es otra cosa. Aunque sea un pardal depredador que está devorando cruelmente a un gusano. En todo caso no soporta que le llamen camarada ni que le alboroten el pelo con la mano.

– Además, no te creo -replica-. El vicario de la parroquia es una buena persona.

– ¿Te refieres a ese cura de pelo de cepillo que fue el primero en enseñarte solfeo, mosén Amadeo Oller, el amigo de tu madre?

– Me enseñó a mí y a un montón de chicos en Las Ánimas. Mosén Amadeo nunca cogería una escopeta.

– No era él quien disparaba. Era un curita joven y guapetón, una ratita presumida.

– Bueno, me da igual. La escopeta ya no es mía.

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