2 Una plaga de ratas azules

– ¡Este país de todos los demonios!

Su padre en calzoncillos enciende y apaga la linterna eléctrica por tercera vez verificando su mal funcionamiento, y por tercera vez maldice su suerte. Diríase que el contacto anómalo de una pila desajustada en la vieja linterna obra en su ánimo como una afrentosa metáfora del malhadado país que tanto aborrece. También se podría pensar que lanza señales en clave para alguien oculto en la sombra, si no fuera porque está solo en el dormitorio y con las contraventanas cerradas. Y es que incluso visto así, desgreñado y soñoliento, sentado al borde de la cama, en calzoncillos y con ligas y calcetines en las piernas peludas, persiste en él la imagen del hombre de acción que reniega de la rutina cotidiana y no se resigna a la derrota. Su perfil alerta parece husmear la adversidad, y, presto una vez más a afrontarla, se yergue súbitamente y resopla, guarda la linterna en el maletín abierto a su lado y comienza a vestirse.

Ese maletín ya debe contener el revólver, el veneno y los cepos, piensa su hijo mirando por la rendija de la puerta entreabierta. El chaval espera un minuto, indeciso, y al cabo entra en el cuarto con los puños en los bolsillos y haciéndose el duro.

– Quiero ir contigo, padre. Te ayudaré a matarlas.

– Ni hablar.

Deja pasar unos segundos e insiste con voz lastimera: -Por favor. Me gustaría mucho.

– No. No te gustaría. No tienes edad para un trabajo como este.

– Podría vigilar la puerta. Siempre hay alguna rata espabilada que intenta escapar. Ya no me dan miedo, ¿sabes?

– Que no, hijo. Además, ya están muertas. Sólo hay que recogerlas.

– ¿Todas muertas, seguro? Siempre se escapa alguna…

– ¡¿Es que hablo en chino?! Te digo que no.

Es un sábado por la tarde y el chico no tiene colegio. Tiene clase de solfeo y piano, pero, aunque leer partituras y teclear escalas es lo que más le gusta en el mundo, por una vez estaría dispuesto a perderse la lección.

– ¿Por qué no quieres que vaya?-lloriquea.

– Te desmayarías nada más entrar.

– ¡Qué va! Podría sostener la linterna, mientras tú las rematas…

Su padre ha vuelto a sentarse en la cama con la camisa a medio poner y se rasca la palma de la mano con las uñas grandes y oscuras. Mientras lo hace, cuelga en el vacío una mirada tan repentinamente ajena y pasmada que de pronto no parece la misma persona.

– ¿Te pasa algo, padre?

Reacciona en el acto y se incorpora.

– Me pasa que estoy hasta el gorro de muchas cosas. Te he dicho que no, y es que no. -Consulta su reloj y farfulla entre dientes-: Me quedé dormido, me cago en la hostia.

– Lo habías prometido. Dijiste que me enseñarías a cazar ratas azules.

Su padre es el jefe de una brigada de los Servicios Municipales de Higiene, Desinfección y Desratización de locales públicos. Cines, teatros, restaurantes, mercados, almacenes. Cuando el niño lo supo, el mismo día que cumplía ocho años, su madre le previno para que no se lo dijera a sus amigos del colegio y de la parroquia, porque podían burlarse de él por tener un padre matarratas. Por aquel entonces, él se imaginaba a su padre trabajando con una mascarilla antigás en la cara y un garrote en la mano, persiguiendo grandes ratas entre las butacas de un cine, y había alimentado esta idea durante un par de años, pero ahora sospecha que, además de los cebos envenenados y los pesticidas, el exterminador utiliza métodos más contundentes y expeditivos, sobre todo con las ratas azules. A menudo le oye maldecir y blasfemar sobre la terrible y asquerosa plaga de roedores azules que infesta la ciudad por completo, desde el puerto y Montjuich hasta el Tibidabo, pero nunca ha tenido ocasión de encontrarse cara a cara con una rata azul, ni viva ni muerta.

Vuelve a ver a su padre frente al mostrador de la taberna Rosales girándose hacia él muy despacio, enhiesto y achispado, empuñando el vaso de vino sobre el pecho como si temiera que fueran a quitárselo y farfullando al verle abrir la puerta:

– Aquí está mi hijo muy querido -con una sonrisa taimada-. Te gusta Barcelona, ¿verdad, nano? Te sientes muy seguro en la gran ciudad, junto a tu segunda madre que te salvó del hospicio y te quiere mucho y te mima. A que sí.

Él pasa por alto lo del hospicio y la segunda madre. Sigue en el umbral y mantiene la puerta del bar abierta, sin entrar.

– Madre te espera.

– Prefieres vivir aquí, ¿no es cierto? Aquí, en esta hermosa y aborrecida capital de Cataluña. Y todo porque acerté a ver pasar aquel taxi bajo la lluvia…

– Madre dice que vengas a casa, que la mesa está puesta.

– ¡No me interrumpas! Vivimos en el culo del mundo, en la última mierda del caballo de Santiago, pero tú la mar de contento. Esta es la ciudad que te vio nacer casi de milagro, y aquí estás, vivito y coleando, y me alegro, hijo, pero que sepas que aquel taxi lo cacé yo… Sí, aquí te harás un hombre de provecho, un famoso pianista admirado por todos los ciudadanos de pro, eso crees, ¿no es cierto?¡Pues no es exactamente eso, calabacín con patas! ¡Tu ciudad no es más que una cloaca apestosa llena de ratas azules! Te conviene saberlo, los virtuosos del piano de cola sois demasiado sensibles.

Y nuevamente se gira de cara al mostrador, alargando el vaso para que la señora Paquita se lo llene, y van quién sabe cuántos. Yo no llevo la cuenta, dice, la cuenta de los vinos la lleva la conspiración judeomasónica. Oh, vaya, suele soltar esa clase de palabrejas, el temerario Matarratas, y cosas aún más raras, mientras la tabernera y los clientes se ríen e intercambian guiños de complicidad y el chico se pregunta por qué le ríen la gracia, por qué le hacen caso.

– Nunca he visto una rata azul, padre -dice ahora-. Un día, en la sacristía de Las Ánimas, vi una rata gorda que se ponía de pie y mordisqueaba una sotana colgada de una percha. Pero era una rata gris, más bien negra.

– ¡Sí, ratas y sotanas, menuda peste! -gruñe su padre mientras se enfunda el mono de trabajo-. Pero no es lo mismo, hijo. ¿Alguna vez has visto una rata gorda y lustrosa reventando envenenada? Se arrastran y chillan como condenadas vomitando sangre por la boca y por el culo. No podrías soportarlo.

– Sí que podría.

– No podrías. Te mearías en los pantalones, seguro.

De un tiempo a esta parte, le fastidia mucho que su padre le considere todavía un niño. Mira el maletín sobre la cama pensando en los misterios que encierra. Su padre agita la cabeza violentamente, como desprendiéndose de un mal sueño. Sus cabellos revueltos, verdosos y como enfurecidos, desprenden un fuerte aroma a torrefacto, y ese es otro misterio. Un secreto, le han dicho, uno más. A veces ha llegado a pensar que la pobreza y todos los males que aquejan a la familia provienen de tantos secretos en la vida de su padre.

– Quédate en casa y repasa tu lección de solfeo -le aconseja-.Do-re-mi-fa-sol, eso es lo tuyo. ¿No dices siempre que de mayor quieres ser músico? Pues hala, a estudiar. Además, tu madre no tardará en volver de la clínica.

– Oh, mierda -se lamenta él en voz baja, y alarga el brazo para acariciar el maletín con la punta de los dedos, imaginando su contenido letal-. ¿Puedo llevarte el maletín de los venenos, por lo menos?

Su padre se calza las botas de agua y resopla impaciente.

– Está bien, pesado. Pero no te hagas ilusiones, me esperarás en la calle.

– ¿Todo el rato?

– Todo el rato. No entrarás. Así que te llevas tus partituras y aprovechas el tiempo.

– ¿Puedo coger tu revólver un momento?

– ¿Qué revólver? ¿Crees que estamos en una película de tiros? ¡Vaya con el famoso pianista aclamado en el mundo entero!

La sombra de la nube remontando despacio la fachada del cine Selecto se le antoja un telón escénico subiendo, cuando, ya solo y resignado a la espera, hinca la rodilla en la acera para atarse el cordón del zapato. Una tarde de abril, soleada y ventosa. El tráfico es escaso y la gente que sube o baja por la calle Salmerón no parece detectar el olor del veneno que sin duda, piensa él, ahora mismo se filtra silencioso y verde como un gas mortífero por debajo de la puerta precintada del cine y por entre las junturas de la ventana de la cabina de proyección. Ve a los hombres de la brigada matarratas entrar uno tras otro por una pequeña puerta lateral. Llega cada uno por su lado a intervalos de medio minuto; son tres, dos con ropa de faena y uno de paisano. Pasan por su lado deprisa y sin fijarse en él, que conoce a los dos primeros. El de paisano se llama Luis y suele venir a desayunar con su padre cuando este pasa temporadas en casa, el otro es Manuel y llega en bicicleta; al último lo incluye en la brigada porque al caminar gasta el mismo aire furtivo que los otros, las manos en los bolsillos del mono azul deslucido y la cabeza hundida entre los hombros, como si se avergonzara públicamente de sus habilidades raticidas. Tiempo atrás, cuando era un crío, había imaginado a los hombres matarratas moviéndose igual que seres metálicos y achaparrados de ojos verdes y con dedos como cuchillos.

Entretiene la espera en la calle cantando con voz nasal y pelma «Soy el rata primero, y yo el segundo, y yo el tercero», parodiando la tonadilla zarzuelera a la que su profesor de solfeo tiene mucho apego y suele entonar al sentarse al piano. Al poco rato se aburre a morir, y entonces se dedica de forma obsesiva y detallada a figurarse lo que está pasando dentro del cine: imagina sentir en la nariz el cosquilleo de los pesticidas flotando sobre la platea, ve las ratas azules estirando la pata con la barriga inflada y vomitando espumarajos sanguinolentos, arrastrándose debajo de las butacas y al pie de la pantalla y también entre bastidores, en los urinarios y en los camerinos de los artistas; ve a su padre con un ejemplar asido por el rabo, una rata grande con papo y un mechón de pelos blancos como la nieve sobre el ojo sanguíneo, enrabietado por el veneno; lo ve todo desde la calle y lo vive intensamente sin que se le escape un detalle, igual que si escuchara una aventi descabellada y macabra del gordo Cazorla.

Está saltando a la pata coja delante del cine, siguiendo escrupulosamente el laberinto que dibujan las baldosas en la acera, y al final del recorrido le espera la tapa de una alcantarilla con su grafía en relieve desgastada y borrosa. Se da media vuelta, siempre sobre un solo pie; repite el viaje una y otra vez, y a cada nuevo giro espera ver a su padre en la puerta del cine haciéndole señas para que entre a ver de cerca la caza y exterminio de las ratas azules. Su padre no aparece, pero desde el cartel multicolor que anuncia la actuación de los artistas de variedades, un bastidor de poco más de dos metros de alto apoyado en la misma fachada del cine, una esbelta y sonriente bailarina con malla negra ajustada al cuerpo reclama imperiosamente su atención.

Chen-Li, la Gata con Botas

bailarina excéntrica y acróbata

La Gata luce bonitas piernas pintadas con purpurina dorada y se exhibe de costado, como sentada en el aire o más bien cayéndose de culo pero sin haber llegado todavía al suelo, la espalda arqueada increíblemente hacia atrás, una pierna estirada y en tensión y la otra encogida debajo de las nalgas. Lleva un gorro negro con antifaz y orejitas, calza botas de media caña acharoladas y rojas y su trasero respingón luce un rabo también rojo. El Selecto es un cine de programa doble con varietés tronadas, y acoge a cantantes melódicos, rapsodas y humoristas que alguna vez gozaron de cierto renombre en las populares y exitosas revistas musicales del Paralelo, pero cuyos días de gloria ya pasaron. Los menores tienen prohibida la entrada, y él lo sabe. En otro panel, clavados con chinchetas, hay fotogramas ampliados de las dos películas de esta semana,El séptimo cielo con Simone Simon y El gato y el canario con Paulette Goddard, dos estrellas gatunas de las que está enamorado y cuyos encantos le han provocado no pocas calenturas entre sábanas, pero ahora sólo tiene ojos para la Gata con Botas. ¿Por qué se le recoge tan dulcemente el vientre entre las ingles? La línea combada de muslos y nalgas le parece extrañamente inmaculada y conmovedora, superior en belleza a cuanto ha visto hasta ahora en carteles de cine o en los programas de mano que colecciona. Con el dedo orilla lentamente el contorno del muslo y luego roza la piel dorada y capta el brío interior que anima el salto en el aire. El reflejo del sol, rebotando desde el cristal de una ventana del otro lado de la calle, chisporrotea un instante en la purpurina, pero no emborrona ni atenúa la vehemente tensión de la cara interna del muslo, una generosa delicadeza muscular que le conturba.

– ¿Qué haces, muchacho?¿Qué miras?

Se vuelve. Un señor menudo, encorvado y de hombros alicaídos, está parado sobre la tapa de la alcantarilla, cortándole el paso. Un doble parpadeo mágico, pero el hombrecito sigue ahí, mirándole severamente.

– ¿Yo?

– Tú, sí. ¿Qué estás mirando, se puede saber?

– Yo nada, señor.

– Conque nada. Embobado estás con los meneos de esta chinita.

Ringo vuelve a mirar el cartel.

– Si no se mueve…

– ¿Que no? ¿Es que no guipas? Las bailarinas excéntricas nunca están quietas, niño. Y menos si son chinas del Paralelo.

Otro parpadeo, y en efecto, los muslos se mueven. El hombrecito es apenas un poco más alto que él. Entre los dedos de su mano esquelética alzada a la altura del mentón, con gesto delicado y displicente, como si sostuviera un cigarrillo, sujeta una correa que va unida a algo que gruñe a sus pies, un perrito escuálido, de hocico ratonil y rabo escaso, al que le falta una pata trasera.

– ¿Qué es eso que asoma en tu bolsillo?

– Mi cuaderno de solfeo.

– Vaya. Eres un chico sensible, ya veo -dice el desconocido en voz casi inaudible-. ¿Verdad que eres un chico sensible? ¿Verdad?

– No sé.

– Y el día de mañana serás un joven guapo, atento y respetuoso. Seguro.

– No, señor. Seré pianista.

– Ah, eso está muy bien. Pianista. -El perro levanta la cabeza y mira al amo con sus ojos amarillos y legañosos-. ¿Y qué haces aquí?

– Estoy esperando a mi padre.

– Pensando cositas feas, eso es lo que haces. Venga, no digas que no. -Debajo de la tapa de la alcantarilla suenan ruidos, como de lija raspada o uñas arañando hierro. Alertado por algo, el hombrecito se vuelve repentinamente y su perfil de pájaro se recorta sobre la soledad gris de la plaza Trilla, que se abre al otro lado de la calle-. Conste que no te lo reprocho, pillastre. Pero escucha lo que te digo -acercándose más al chico, y ahora la voz le sale raspando el aire-: Ella seguramente hace cositas que tú ni siquiera podrías imaginar, aunque estuvieras aquí mirándola durante mil años.

– No diga eso, señor. ¡Ondia! ¡Mil años! ¿Habla en serio, señor?-inquiere impostando la voz-. ¿Podría estar mirándola durante mil años?¿Y ella podría estar aquí bailando durante mil años, bailando como Salomé la danza de los siete velos?¿De verdad podría?

Así es como le ven algunos: un chaval despierto y observador, sensible a ciertos desatinos, dotado de una aguda percepción para las expectativas ajenas más extravagantes e imprevisibles y dispuesto a colaborar en cualquier impostura o tramoya que le amplíe el mundo. Así lo recordarán, aplicado, formal, embebido de futuro. No se sonroja ni se traba ni se embarulla con las palabras, en todo momento sabe lo que dice y por qué, y hasta le complace cruzar decididamente el umbral de lo improbable o lo imperceptible. Se queda muy quieto y muy atento frente a su interlocutor, mira los ojos descarnados y sin pestañas en un rostro largo y chupado, mira la boca pequeña y fruncida, el cuello arrugado de la camisa y el terno negro con rodilleras lustrosas en los pantalones demasiado anchos y largos, caídos sobre la triste mansedumbre de unas zapatillas caseras, mira también el perrito cojitranco, y dispone la cara y la voz en consonancia melodramática con lo que ve:

– Es mi hermanastra, ¿sabe?-y se queda pensando, dispuesto a añadir que el verdadero nombre de esta artista es Diana Palmer, que fue la otra novia fiel de Edmundo Dantés y después la novia secreta de Winnetou y ahora es la novia del malvado Rupert de Hentzau, y que podía haber sido su propia hermana, pero de madre china, y que escapó de casa para ser bailarina porque quería ver mundo y se avergonzaba de tener un padre matarratas cuyas manazas huelen siempre a zotal o azufre o a cosas peores. Pero todo eso lo piensa solamente. Lo único que añade es-: Mi pobre hermanastra mayor. Tengo cinco más…

El hombrecito lo ataja con la mano en alto y lo mira con un brillo repentino en los ojos estragados.

– ¡Conque mentirosillo! -Contrariado, patea la tapa de la alcantarilla por tres veces, como si hiciera una señal convenida a las ratas que viven en las tinieblas malolientes de la cloaca. Indicando el cartel, el desconocido añade con voz meliflua-: En fin, vamos a lo que importa. Además de bailarina excéntrica, esta monada es contorsionista. ¿Sabes qué significa ser contorsionista?

– Claro.

– Que sabe moverse de un modo especial.

– Claro.

– Y es bonita la chinita, ¿verdad? Tan bonita, que mirarla es un sufrimiento, ¿verdad?

– Oiga, señor, este perro, con tres patas solamente, hay que ver lo bien que se aguanta. ¿Cómo se llama?

– Tula. Es una perrita. ¿Y tú cómo te llamas, chico?

– Ringo. No le doy la mano porque he tocado veneno para ratas, señor. Ringo Kid, ese es mi nombre.

Se agacha para mirar a la perrita simulando un repentino interés. El animal tiene los ojos rasgados y las orejitas tiesas, una de las cuales luce una garrapata redonda y lustrosa como una perla, y tan gorda que habría que arrancarla con unas tenazas, piensa.

– ¡Vaya garrap…!

– Aléjate de productos tóxicos que no sean comestibles -corta el hombrecito-. Es un consejo que te doy. Y de la chinita… -duda un instante, la mirada contrita y el dedo escuálido señalando a la bailarina en el cartel-, de la chinita aléjate también. Has de saber que el programa de esta semana no es apto para menores. ¿Cuántos años tienes?

– Once, casi doce, señor.

– Además, fumigaron el local y ahora está cerrado y precintado.

– Ya lo sé.

– ¿Entonces qué haces aquí solito?

– Se lo acabo de decir, estoy esperando a mi padre.

– ¿Y dónde está tu padre?

– En el cine, cazando ratas.

– Ah, eso está bien. Las ratas traen la peste negra.

– Esta peste de ahora no es negra, señor. Es azul. Me lo dijo mi padre.

Ahora mismo él y su brigada estarán inspeccionando los cebos con veneno que dispusieron días atrás, dice, cuando rociaron el local con pesticidas y lo cerraron por orden gubernativa. Mi padre conoce los trámites oficiales, es una autoridad, sabe cómo se lucha contra las ratas. No, ahora ya no se cazan con la ratera y el trocito de queso, ya no valen el gato ni el escobazo, no señor, tampoco los polvos Nogat el terror de las ratas, eso quedó anticuado; mi padre tiene un Colt 45. Cuando sea mayor, él también se dedicará al exterminio de toda clase de alimañas, ratones, chinches, pulgas, cucarachas y el piojo verde.

La perrita se sostiene paciente y un poco escorada sobre la acera, su dueño escruta el entorno de reojo y se hace el distraído mientras escucha, y el chico observa su estabilidad también precaria y la casposa adherencia que se ha posado en sus hombros, como una ceniza. El hombrecito asiente, está al corriente de lo que pasó en el cine. Durante la actuación del mago Fu-Ching, dice, una pareja de roedores salida de no se sabe dónde apareció en el escenario como por arte de magia y muchos espectadores pensaron que era un truco del ilusionista y aplaudieron, pero él no, él estaba en primera fila y se dio cuenta enseguida, eran dos enormes y asquerosas ratas de verdad, grandes como conejos, que se plantaron desafiantes frente a las candilejas enseñando los dientes y acabaron provocando gran espanto y confusión en la platea.

– ¿Te das cuenta lo ciega y estúpida que se ha vuelto la gente, muchacho?-farfulla mirando en torno como si buscara referentes visuales-. ¿Dónde se ha visto una cosa igual? Fíjate, el público viendo claramente que eran ratas, estaban allí mismo, rabiosas y peludas, ¡y todos empeñados en que era un truco del ilusionista! ¡Y es que ya nadie se atreve a ver las cosas tal como son!

Intentando imaginar el gran alboroto, el espanto y las carreras en el patio de butacas, Ringo cierra los ojos, pero bajo sus párpados brillan todavía los hermosos muslos de oro de Chen-Li, la Gata con Botas, y de momento no hay sitio para nada más.

– Es que son ratas azules, señor. Mi padre me explicó que las ratas azules te chupan la sangre. Y cuando ya la han diñado -añade frunciendo el ceño-, se van a hacer guardia donde los luceros…

– Tu padre. Vaya, vaya.

– Usted porque no las ha visto, pero hay una plaga. Y otra cosa. Cuando el mago Fu-Ching saca el conejo del sombrero, es porque el conejo ya estaba allí, ¿verdad?

– ¡Ah, quién sabe! Pero te diré una cosa. Esta linda Chen-Li tiene de china lo que yo de japonés. Palabra.

– Por favor, señor, dígame la verdad.

– ¡La verdad, la verdad! Eso no vale nada hoy en día.

Con la mano yerta sacude la caspa que florece sobre el luto alicaído de sus hombros y se queda pensativo mirando la nada que tiene delante y haciendo extrañas muecas con la boca abierta, como si fuera a estornudar, luego se encorva, acaricia el lomo de su esmirriada perrita de tres patas, se queda pensando y finalmente pierde el dominio de sí mismo y se le escapa un sollozo. Es una efusión instantánea, dura apenas una fracción de segundo y podría confundirse con un estornudo. Enseguida se contiene, se incorpora, da un suave tirón a la correa y le susurra algo a la perra. Con un chispazo desmesurado y fugaz, el sol rebota en otra ventana y vuelve, más dócil y apagado, a la purpurina que cubre el soberbio muslo volandero de la Gata con Botas.

Él se ha girado a mirarla cuando oye, remota, resignada, la voz del hombrecito:

– Adiós, niño, pórtate bien. La semana que viene -añade al ponerse en marcha- anuncian un programa que te gustaría, seguro, si pudieras entrar. Si ya no hay ratas, pondránLa pareja invisible y La garra escarlata.

– Ya la he vistoLa garra escarlata. El asesino es el cartero del pueblo.

Niebla y pantanos, la nariz ganchuda de Sherlock Holmes, una garra metálica ensangrentada y cadáveres destrozados, con aspecto de haber sido mordisqueados por las ratas, recuerda muy bien la sombría película mientras observa al hombrecito alejarse calle abajo renqueando levemente, acoplándose al descompás de la perrita y bajando la mano solícita para acariciarle la cabeza, escorados ambos y con pisadas inciertas que parecen esquivar obstáculos invisibles, y después se vuelve para admirar una vez más a la Gata Chen-Li suspendida en el aire. Todo es fugaz y volátil en ese cuerpo que salta sentado, casi intangible, prendido en el instante de subir y aspirando a no caer, a fijarse así para siempre en la memoria y el deseo. Ringo escruta la cara interna del muslo, esa delicada zona en tensión que le conmueve profundamente, y que ahora muestra algo que antes no había visto. Parece un pequeño desgarro en la piel, pero al mirar más de cerca advierte que se trata de un gusano amorrado a la purpurina, chupándola. Es velludo y tiene el lomo verdoso con pequeñas motas de color violeta. Podría ser un gusanito engañosamente atraído por la purpurina dorada, que ha tomado por miel, piensa, pero resulta extraño verle en semejante escenario. Si trepara un poco más, alcanzaría la ingle por debajo del pantaloncito de raso y no tardaría nada en llegar a la pelvis, y enseguida podría meterse dentro del mismísimo conejito de la bailarina, piensa. Oscuro y húmedo y dulce. Pero el bicho está demasiado quieto. Cautelosamente, lo tantea y lo empuja con la uña, y el gusano se desprende y cae al suelo, acartonado, muerto.

Hasta aquí ha llegado el potente matarratas del jefe, piensa.

Está sentado en el tranvía con el maletín en el regazo y su padre permanece de pie a su lado, en mitad del pasillo. El tranvía es un 24, va completo y sube por Salmerón a la altura de Carolinas. Con excusas y mirada sumisa, un sacerdote se abre paso entre las apreturas de la plataforma, porfiando con los hombros y colgando jaculatorias en sus labios gordos y sonrosados. Accede al pasillo, pero no hay ningún asiento libre, muchos pasajeros viajan de pie. El mosén es robusto y rubicundo y luce una gran papada y una airosa cabeza de níveos cabellos alborotados. El tipo de clérigo campechano y carota que mi padre se come con patatas cada día, piensa, presagiando el follón que se avecina y la vergüenza que va a pasar. En su mente fulguran todavía los muslos de miel de la Gata con Botas, cuando lo ve acercarse muy decidido por el pasillo. Un parpadeo mágico para ahuyentarlo, pero el cura sigue adelante y además ahora con la mirada risueña fija en él, como si diera por hecho que este niño bueno y educado se levantará enseguida para cederle el asiento.

Su padre sigue de pie al lado y apoya la mano en su hombro con una leve pero persistente presión, un gesto que él interpreta de posesión y dominio y que le incomoda en público. Esa mano es grande y nervuda, de piel cuarteada y verdosa como de lagarto, y el chico siempre ha visto en ella, aun estando posada amigablemente en su hombro, o ciñendo el cuello de una botella de vino, a veces sacudiendo unas migas sobre el mantel o colgando inerte al borde de la mesa o en el brazo de una butaca, incluso viéndola muy quieta y apaciguada sobre la rodilla sumisa de su madre, una furia latente en los nudillos, una permanente crispación. Ahora la tiene tan cerca que capta el acre olor a matarratas enquistado entre las uñas de los dedos, la misma suave pestilencia con resabios de zotal que impregna las botas de agua, el mono azul y alguna herramienta muy rara que lleva colgada al cinto junto con la linterna eléctrica que debe servir para deslumbrar e inmovilizar a las ratas antes de matarlas, piensa, aunque lo más raro e incongruente es el efecto que produce la americana azul marino a rayas sobre el sucio mono de trabajo, una americana perfectamente entallada y en buen estado, como si de cintura para arriba su padre viniera de una fiesta de postín y de cintura para abajo saliera de alguna maloliente alcantarilla llena de ratas muertas. Sin saber por qué, acude a su mente el hombrecito golpeando reiteradamente con el pie la tapa de la alcantarilla en compañía de su perra de tres patas.

El mosén lleva un botón de la sotana desabrochado a la altura del pecho, a causa seguramente de los achuchones en la plataforma. Sus cejas hirsutas, ensortijadas y con pelos disparados en todas direcciones, compiten en blancura con su vistosa cabellera. Ya está cerca y le sigue mirando, y el chico sensible ya está pensando en levantarse para cederle el asiento; en el colegio le han enseñado que debe tener esa deferencia con las señoras, sobre todo con las ancianas y las embarazadas, pero también con las monjas y los sacerdotes. Es lo que se espera de los niños buenos y educados que asisten a las catequesis. La callosa mano de saurio se retira de su hombro y él lo interpreta como una señal de aprobación y se levanta, pero apenas ha despegado las nalgas del asiento cuando la mano cae nuevamente sobre su hombro con tanta fuerza que le obliga a permanecer sentado.

– Tú quieto -oye decir a su padre en voz alta y clara-. Ni es una señora ni está embarazada.

El clérigo dedica al chico una sonrisa beatífica.

– Se agradece el gesto, hijo -dice entornando los párpados. Y al padre-: El muchacho está bien educado.

– Procuramos que lo esté, mosén.

– Su intención era buena.

– Oh, sí. Pero de las buenas intenciones del muchacho me ocupo yo.

– Es natural, sí, señor.

El mosén asiente y pestañea afablemente. Recogiendo las manos y parando la oreja como un padre confesor, parece sumido en una reflexión compasiva, cuando oye decir a su interlocutor:

– Y también me ocupo de las hostias, si las merece.

– Claro. Se preocupa usted por su hijo. Eso está bien.

– Es que, verá, reverendo padre, mis hostias contienen más Dios, bastante más Dios que las que reparten ustedes y el obispo Modrego.

Los pasajeros más próximos, testigos de la escena, empiezan a mirar para otro lado. No es exactamente que no quieran oír, es que desearían estar lejos de aquí. Hay un breve silencio, y el temerario Matarratas vuelve a la carga:

– El vino que usan ustedes para consagrar no vale nada. Lo he probado.

– ¿Ah, sí?

– Sí, no vale una mierda.

– Vaya. De todos modos -entona el cura, con una inesperada pachorra episcopal- no vamos a discutir por eso, ¿verdad? Aunque me da usted mucha pena, señor, créame, muchísima pena.

– Eso a mí me la bufa.

– Ignoro qué se propone usted, pero tengo que pedirle que no dé mal ejemplo a su hijo. Se lo pido por favor.

– ¿Mal ejemplo?¿Yo mal ejemplo? Mire, en sus colegios enseñan la asignatura de Formación del Espíritu Nacional, una cagarruta bendecida por la Iglesia que faltó poco para que me dejara idiota al chico. Así que no me hable de mal ejemplo, mosén.

Tierra trágame, piensa él. Lleva el veneno raticida enquistado en las uñas, en la voz, en los ojos y en las palabras, y además ya no hay quien lo pare.

– En mi parroquia enseñamos también otras cosas -apunta el clérigo.

– Es que tampoco creo en la parroquia como salvadora de almas y todo eso.

– Ya.

– Mi mujer, sí. Ella sí cree.

– Vaya.Laus Deo.

– Sí, tiene amistad con sacerdotes. Pero con el obispo no quiere tratos. Nuestro desprecio va de canónigos y obispos para arriba.

– Vaya. Pero no se altere, hombre de Dios.

– A la parroquia mi mujer sólo va para rezar. Ya sabe, Kyrie Eleison y todo eso.

– Por lo que veo, hijo mío, suerte tiene usted de su esposa…

– Yo no creo -lo ataja el Matarratas- que ustedes nos ayuden a ganar el cielo. De verdad, no lo creo. -Y con voz nasal y canóniga, descaradamente impostada, añade-: ¡Tannnta sotana por las calles! ¡Tannnta sotana! ¿Adónde iremos a parar con tannnta sotana?

– ¡Ay, Señor, Señor! -Cabecea cansinamente el cura con talante conciliador y resopla con el belfo apuntando hacia arriba, agravando aún más con sus bufidos el desbarajuste canoso de las pobladas cejas. Mira fijamente a su interlocutor y por un momento parece que va a soltar un exabrupto. Se atiborra el pecho de aire y de paciencia y, dejando caer humildemente los párpados, añade-: Pero mire, yo juraría que, en el fondo, usted es un buen cristiano. Lo que pasa es que no lo sabe.

El gran cazador de ratas echa la cabeza para atrás, como esquivando la farisaica halitosis del clérigo, mientras observa sus manos pálidas y rollizas sobre la abultada barriga. Ahora está riéndose por dentro, piensa él.

– Es posible, reverendo, es posible. ¿Me creerá si le digo que a veces me veo en sueños cayendo de rodillas a los pies de su obispo exclamando: ¡Eminencia Reverendísima, estoy perdido! ¡Perdido sin remisión, Eminencia! -Hace una pausa y cambia de tono-. En fin, mi sumisa genuflexión, mosén. La verdad es que no sé si soy un buen cristiano. Lo que no soy, puede usted darlo por seguro, es siervo de una Iglesia que pasea al centinela de Occidente bajo palio.

Ya está, ya soltó eso, se lamenta el chico cerrando los ojos con fuerza ante la carcajada que sigue al consabido desahogo anticlerical, la gran fanfarronada tontamente sacrílega, temeraria y de lo más imprudente, según el reiterado reproche que le dedica madre, que afortunadamente no está aquí para ver la escena.

– No andará usted buscándose problemas, ¿verdad?-se oye musitar al cura-. Pero el incorregible lenguaraz ya ha soltado lo que quería y se queda tan pancho riéndose por dentro, ahora a esperar que no insista, piensa, que todo esto no acabe en la comisaría, mientras siente la mano enorme merodeando otra vez en torno a sus hombros, así que opta por distraerse leyendo detenidamente los pequeños anuncios sobre las ventanillas del tranvía, Cerebrino Mandri si padeces jaqueca y neuralgias nunca perjudica y bla bla bla. Gabardinas Tobías Fabregat elegancia y confort a plazos y al contado y bla bla bla. Ramos para Novias Luis Griera y bla bla bla. C. Borja se forran botones en el acto. Prohibida la blasfemia y la palabra soez. Juventud, belleza y lozanía con Bella Aurora cada día y bla bla bla, un anuncio que siempre le hace pensar en una amiga de su madre, la señora Mir y su lustrosa y bronceada cola de pez entre los pechos.

Cuando vuelve la cabeza topa con la mirada ladina y de refilón del cura, que se lleva un dedo a los labios requiriendo silencio: No hagamos caso, hijo, es lo mejor. La gran cabeza del clérigo luce un aire bronco y asilvestrado, como si un viento invisible incordiara sus blancos cabellos y sus cejas, pero la expresión de su cara no deja entrever la menor contrariedad ni agravio, sino una risueña y taimada benevolencia, una pachorra que despierta cierta simpatía en el chico. Observa en el extremo de una de sus cejas un pelo albo y larguísimo que se ha disparado hacia arriba, ensortijándose, mientras el tranvía gira rechinando en la plaza Lesseps y enfila con mucho traqueteo los maltrechos raíles de Travesera de Dalt. Los viajeros más próximos hace rato que se han convertido en estatuas, ofreciendo sólo espalda y nuca.

El histriónico y temerario comportamiento de su padre frente al mosén no es para él ninguna novedad, y tampoco le sorprende que decida apearse una parada antes de la que les corresponde. Recibe la señal y se levanta y le sigue con el maletín en la mano hasta la plataforma trasera, desde cuyo estribo ambos se disponen a saltar a la acera aprovechando que el tranvía aminora la marcha al tomar una curva. El chico se descuelga primero y lo hace lentamente, sujetando el asidero con la mano izquierda y tanteando el suelo con el pie, presumiendo de estilo, por lo que su padre, al saltar detrás, se ve obligado a corregir bruscamente su trayectoria para no llevárselo por delante, y se tuerce ligeramente el tobillo. Enseguida se resiente al andar y lanza una blasfemia y unos cuantos ¡ay! de dolor muy teatrales. Para llegar a casa deben caminar un buen trecho y él va con el maletín a la espalda y su padre cojeando, pero con zancada larga, impetuosa, sin concesiones y con algo de guasa en el desmedido braceo acompasado al glu-glu de las botas de goma.

– Sé lo que estás pensando -resopla, renqueando y conteniendo los gemidos-. Que el cielo me ha castigado jodiéndome el tobillo. A que sí.

– Ha sido la mala suerte, padre.

– ¡Y un huevo! Has sido tú, que has saltado dormido. Pero bueno, no pasa nada. -Sonríe, le alborota el pelo con la mano-. Ya sabes. Ratas negras como sotanas, sotanas negras como ratas. No lo olvides, hijo.

– Sí, pero, a ver… -se corta, apenas sin voz, remiso, mirando con rabia los grandes pies del cojitranco pisando avasalladores-. Es que, con todo eso, madre siempre acaba por llorar… ¿Por qué?¿Por qué siempre tienes que hacerla llorar?

– Bueno, ya sabes cómo es nuestra Alberta flor de mi vida. Sufriendo por todo y por todos. Siempre. Pero ella me comprende… ¿Qué te pasa, hombre?

– Nada.

– Venga ya, Mingo, no te enfades conmigo…

– ¡Me llamo Ringo!

– Está bien. Anda, ven acá.

La mano de uñas verdinegras tantea su hombro buscando, como tantas veces, no solamente apoyo para el quebranto físico, sino también camaradería y complicidad; la mano tosca y ponzoñosa se desliza desde el hombro a la mejilla esquiva para dedicarle un pellizco amistoso. Pero él rehúye el contacto, aviva el paso y se adelanta varios metros con la cabeza gacha y los ojos arrasados. Lo que más detesta es que su padre no empiece ya de una vez a tratarle como un adulto. Camina cada vez más deprisa, el maletín rebotando en su espalda y el cuaderno de teórica y las partituras asomando enrolladas en el bolsillo del pantalón, y de pronto no puede contener las lágrimas y echa a correr. Corre sujetando firmemente el maletín de los venenos y con la otra mano los papeles pautados, y no para de correr y llorar hasta llegar a casa.

– Benedictus Domine, hijo -oye a lo lejos la voz tabacosa de su padre-. Maldita sea.

– ¿Qué es Música?

– El arte de los sonidos.

– ¿Cómo se escribe la música?

– Por medio de signos, llamados principales unos y secundarios otros.

– ¿Cuáles son los signos principales?

– Cuatro: las notas, las claves, los silencios y las alteraciones.

– ¿Dónde se escriben?

Загрузка...