Llegas al galope y disparas sin bajarte del caballo, un revólver en cada mano y sujetando las riendas con los dientes. Tú eras un jinete de la pradera que viene de muy lejos para vengar la honra de tu hermana. ¿Te sitúas? Terminó la guerra y no volvió a salir el sol ni volvió a reír la primavera ni nada de eso. Y tú galopas por el desierto de Arizona en busca de venganza, galopas, galopas, galopas… ¿Te sitúas?
El narrador apunta ahora con el dedo al pequeño de los Cazorla, y añade:
– Y tú eras el copiloto de Bill volando en su avión y miras abajo, y ¿qué ves? Ves un furioso y terrible tornado que avanza sobre el desierto arrasándolo todo, y, de pronto, en medio del imponente remolino de arena, un piano. Los indios de la reserva han robado el piano de algún salón de Dodge City, o de una caravana de pioneros que pasaba por allí, o de una orquesta de la fiesta mayor del barrio, por ejemplo la orquesta de Gene Kim, quién sabe… Está el piano completamente nuevo y reluciente, es un Steinway and Sons y dan ganas de llevárselo a casa, pero cómo hacerlo. Hay una flecha clavada en el teclado. Las señales de humo de los apaches suben al cielo y silban las balas y las flechas, y entonces, de repente, una lluvia de fuego cae sobre el Valle de la Muerte, sobre las praderas y los ríos y las cañadas y el mar y todo lo que hay al otro lado de las Colinas Negras.
Planea sobre el desierto el avión de Bill Barnes, el Aventurero del Aire, añade el muchacho después de una pausa estratégica, y entonces el piano se deja ver a ratos en medio de la ventisca de arena como un brillante escarabajo negro, o mejor, como una fulgurante estrella negra derribada y acosada por ráfagas de tormenta -aunque esta acotación alternativa y esforzadamente lírica no es en absoluto apreciada por el auditorio-. Alguien pregunta dónde para Arizona en el mapa, pero la cuestión tampoco parece interesar a nadie. Están sentados en corro al estilo indio en la ladera sur de la Montaña Pelada, con los ojos al acecho y el oído atento, son elChato Morales, Roger, los hermanos Cazorla, el Quique Pegamil, Julito y él mismo. Todos, a excepción de Julito Bayo, son mucho más pobres que él, llevan cuerdas en lugar de cinturones, jerséis apolillados, pantalones cortos remendados y sandalias de goma. Algunos lucen la cabeza rapada, la tez famélica y las rodillas roñosas, y, en invierno, ardientes sabañones en los dedos y en las orejas, y en los pies el sempiterno frío como una fiebre helada o como la Bota Malaya apretando. No van a la escuela, salvo Julito, y aunque no alcanzan la edad legal, trabajan ocasionalmente de recaderos, monaguillos, dependientes de colmado o mozos de taberna. Se han lanzado chorros de agua desde la fuente de la Atzavara de la calle Camelias y han mendigado un vaso de leche en el cercano local de Auxilio Social, y esa ha sido su merienda; después, en el Camino de la Legua, han peloteado junto a la pared del Centro San Estanislao de Kostka, y finalmente, remontando el barrio y la carretera del Carmelo desde la plaza Sanllehy, cubiertos de polvo y pateando una descosida pelota de trapos, han recalado en la vertiente meridional de la colina desnuda, cerca de la entrada norte del parque Güell.
– ¿Te sitúas?-Ahora señala al Quique-. Galopas y galopas.
– ¿Y mientras yo qué hago?-inquiere Julito, impaciente-. ¿Pido ayuda a Winnetou, nada más que eso hago? ¿O vas a dejarme tirado otra vez?
Hace rato que está esperando protagonizar alguna acción sonada que le permita lucirse, pero el narrador parece haberle olvidado. El reparto de papeles no siempre complace a la audiencia. Julito Bayo luce un peinado con onda y fijapelo y es el menos zarrapastroso de los siete, lleva calcetines a cuadros y un escapulario debajo de la camiseta, y los domingos y días de fiesta gasta pantalones bombacho. Su madre tiene una tintorería en la calle Rabassa, su padre hace mudanzas con un camión que en los costados lleva escrito en letras azules «Mudanzas Bayo Más Veloz Que El Rayo», y él es alumno del Palacio de la Cultura, un colegio finolis de Travesera de Dalt, con jardín y un eucalipto grande y desgarbado que se yergue como una señal disuasoria por encima de la tapia, cinco ramas que parecen cinco dedos de una gigantesca mano abierta y alzada para cerrar el paso a los chavales legañosos del Carmelo y del Guinardó.
– Tu revólver se ha quedado sin balas, tienes que esperar ayuda -aclara el narrador, y dirigiéndose al QuiquePegamil-: ¿Dónde estábamos…?Ah, sí. Salimos de la tormenta de arena. Los apaches cabalgan a pelo por la playa. ¿Te sitúas? Hay que salvar a Violeta. Wungo-Lowgha la tiene atada de pies y manos al poste en medio del campamento. Le pintan la cara y el pecho con pinturas de guerra, después encienden una hoguera y la van a quemar viva.
– ¿Le han arrancado la cabellera?
– No. Para hacer eso primero tienen que matarla.
– ¿Y el vestido?-pregunta elPegamil-. ¿Le han arrancado el vestido?
– No, todavía no.
– Pero se lo han estripado bastante, a que sí -insiste con su sonrisa torcida y mellada-. Un poco, hóstima. Y por eso se le ven las tetas, a que sí.
– ¿Y yo qué hago?-pregunta Sito, el menor de los Cazorla-. ¿Me quedo vigilando el piano todo el rato?¿De qué nos sirve un piano si no tenemos balas?
Un diminuto saltamontes, de un verde delicado y translúcido, se ha posado en su rodilla tiñosa y el narrador cierra los ojos para no verlo despanzurrado de inmediato por alguna mano no menos tiñosa. Prosigue luego desde las sombras y señalando al Quique, confirmando su protagonismo:
– Galopas al pie del acantilado sin perder de vista la playa, galopas sin parar. Taca-tac, taca-tac, taca-tac. -Se demora imitando el sonido de los cascos para ganar tiempo y rumiar la continuación-. Te vas acercando a la chica, ya estás llegando a la hoguera… ¿Te sitúas?
– Sí, pero oye una cosa -inquiere el QuiquePegamil-. ¿La prisionera está desnuda?
– Descalza. Y tiene una venda en el tobillo.
– Sí, vale, una venda, pero, ¿la chavala ya está desnuda, o todavía no?
– Te he dicho que no.
– ¿No? ¿Cómo es que las mujeres indias no le han arrancado el vestido?
– Esta vez no.
– ¡Pero hombre, si siempre lo hacen! -insiste el Quique-. Es para vengar a la hermana muerta de Winnetou.
– ¡Que noooo!
– Pero ahora sí que se lo han estripado. La falda, por lo menos.
ElChato interviene para precisar que las indias de la reserva apache no hacen eso con la mujer blanca, no son tan salvajes, eso lo hacen las indias comanches. El narrador no aclara la cuestión, no parece interesarle, pero avisa de que Violeta, que sigue atada al poste, podría tener una flecha envenenada clavada en el pecho. Todavía no lo sabéis, añade, porque tú y Roger vais en el avión de Bill Barnes, que vuela muy alto, y no podéis distinguir la flecha. Desde arriba sólo se ve el humo negro de la hoguera cubriendo el campamento apache. Decís adiós a Bill y os tiráis de cabeza al mar a través de las nubes y del humo y vais nadando hasta la playa de Arizona, allí cogéis los mejores caballos y a galopar. Entonces, en mitad del camino, aparece Ringo con la silla de montar al hombro y haciendo un molinete con el rifle -cuando Rafa Cazorla interrumpe para inquirir sobre algo que ha estado reflexionando un buen rato:
– Si lleva una venda en el tobillo, es que la chica tiene la mala semana.
– Mentira, nen -dice Julito-. Que una chica lleve una venda en el tobillo no tiene nada que ver con la mala semana. Burro.
– Ya -tercia el Quique, arrastrando animosamente el trasero sobre la tierra para estar más cerca de Ringo-. Pues yo, lo primero que hago al llegar es arrancarle la flecha envenenada y chupar la sangre, y claro, para chupar…
– ¡Anda la órdiga, lo que pide este! -corta elChato.
– ¡Puaff! -protesta Roger-. Otra vez el cuento de la flecha envenenada y el Quique amorrado a la teta.
– ¡Y qué! ¡Me toca hacerlo a mí porque llego el primero!
– Oye, ¿tú en quién piensas cuando te la pelas, Ringo? -dice elChato.
– Yo pregunto una cosa -dice Julito Bayo con su voz afilada-. A ver, nen. ¿Qué hace un piano en medio del desierto?
Él esperaba esa pregunta y responde en el acto.
– Es como un espejismo. ¿Nunca has visto un espejismo?
– Oh, por favor, claro que sí. Pero es que tú, como ahora te ha dado por aprender solfeo, en todas las aventis metes el dichoso piano. Y otra cosa. ¿Por qué la prisionera ha de ser Violeta, con lo fea que es?
– Tú no carburas, chaval. Los indios no saben que es fea.
– Siempre la metes en tus aventis, porque siempre te la pelas pensando en ella, nen, no digas que no. Pero es muy fea y patosa. Y sorda, además.
– De eso nada -dice Roger-. Si te fijas, la chavala tiene su qué.
– Es un poco guarringona -tercia elChato.
– ¿Y eso qué es?
– Gorrina. Le cantan los sobacos.
– Un poco sorda sí es -dice Roger-, pero yo la he visto bailar agarrao y, ¡ondia, nano! ¡Se deja!
– ¿Por qué los apaches no cogen a Virginia en lugar de Violeta?-dice Julito-. ¡Córcholis ¿la habéis visto con el suéter amarillo?!
– ¿Y por qué no a Jane Parker, la chica de Tarzán?-sugiere elChato.
– Pues yo pondría a Diana Palmer, la novia del Hombre Enmascarado -dice el Cazorla pequeño.
– Pues yo a June Duprez -dice Rafa-. O a Esmeralda la Zíngara.
– A mí Violeta ya me está bien -dice el QuiquePegamil, boca mellada, cresta de pájaro loco-. Hemos empezado con ella ¿no? Además, el que cuenta es el que manda.
El Quique siempre ha mostrado preferencia por la hija de la señora Mir. Un domingo del verano anterior coincidió con ella en la plataforma abarrotada de un 39 que iba a la playa de la Barceloneta y maniobró hasta conseguir arrimarse a su trasero, y estando así los dos, prensados en el tranvía como sardinas en lata y sin poder moverse, según contó luego, le había endilgado el rabo entre las nalgas y la chica se dejó un buen rato. Aunque después en la playa ella ni siquiera le miró, y desde ese día empezó a llamarle elPegamil.
Violeta sigue atada al poste con la flecha clavada cerca del pecho, de acuerdo, concede el narrador, pero no exactamente en medio del pecho, no en el pezón, porque entonces se podría mezclar la sangre envenenada con la leche y moriría en el acto. La tiene clavada un poco más arriba, casi en el hombro. Estamos de bruces sobre el techo de la diligencia y rodeados de apaches a caballo, yo soy Ringo Kid y disparo mi rifle contra Wungo-Lowgha… Hace una pausa y recapitula: No sabemos si a Violeta le han roto el vestido al apresarla, ni qué le van a hacer, ya veremos, dice, y no suelta prenda sobre ese particular que tanto interesa a algunos. Lo único cierto es que los apaches de Gerónimo la han raptado y nadie ha podido impedirlo, ni Winnetou, ni Wild Bill Hickok, ni Destry, ni Ringo Kid, ni tú, le dice alChato, ni vosotros tampoco, advierte a los resignados hermanos Cazorla, y tampoco tú, Julito, añade mirando con dureza al alumno del Palacio de la Cultura. Y remata en tono misterioso:
– Pronto ocurrirá algo extraordinario. Fin de la primera parte.
– ¡Cáspita! -exclama Julito, muy descontento-. ¿Sabes qué te digo? Que yo le doy un puñetazo a Winnetou y me las piro.
– De eso nada. Winnetou es nuestro amigo y aliado.
– ¡Yo podría llegar donde la chica y salvarla! -se ofrece elPegamil.
– No. Tu caballo se ha roto una pata.
– Pero salto rápido y la desato del poste, y ella corre por la playa y se desnuda y se tira al mar para quitarse las pinturas de guerra, pero entonces viene una ola gigante y yo la salvo…
– Que no, Quique -corta él-. Que no pasa nada de eso. Tienes que esperar.
Recapitula nuevamente: han seguido el rastro con la ayuda de Bill y su avión y luego, después de alcanzar la costa de Arizona nadando, todos juntos cabalgan a pelo caballos blancos por la extensa playa de la reserva india, donde los apaches tienen el campamento, y de pronto el Quique se queda atrás. Nubes amarillas descienden por la Montaña de Oro, dice fijando la vista en las matas de ginesta. Estamos en mayo, y la floración de la ginesta circunda la colina con anillos de oro. Por debajo de la neblina y a lo lejos, más allá del Cottolengo del Padre Alegre, Barcelona se tiende hacia el mar como agua de lluvia encharcada y sucia, y arriba, por encima de sus cabezas, en el cielo blanquecino, una pesada cometa roja con topos amarillos se balancea y cruje al viento con una risa de cristal, dando bruscas cabezadas porque el bramante lo manejan torpemente desde la cumbre de la Montaña Pelada manos inexpertas.
– ¿Te sitúas?-inquiere de nuevo el narrador-. Al saltar del acantilado a la playa, tu caballo se rompe una pata. Y hay que matarlo, ya lo sabes. Y enn-toon-ceees…
– Esto no pita, Ringo -protesta el Quique-. ¿Por qué ha de ser mi caballo? ¿Por qué no el tuyo, o el delChato?
– ¡Carambolas, que no es eso, que no! -protesta Julito Bayo meneando la cabeza con la impecable crencha a un lado-. Aquí hay muchas más cosas que no pitan, nen.
Es su segunda objeción a cómo transcurre una aventi en la que hasta ahora él apenas ha intervenido, no se le ha asignado ninguna misión audaz, y por tanto no le gusta. La verdad es que las aventis del chico de Berta no son muy apreciadas en el corro, no suelen ser como las que gustan a la mayoría: siempre repletas de peligros y de furiosos embates del destino o del azar, descomunales catástrofes, ciclones y tornados, gigantescas olas y naufragios en alta mar, traicioneras arenas movedizas o refinados tormentos chinos a los que deben enfrentarse continuamente con valentía y riesgo de la propia vida para salvar a la chica en el último minuto. Casi nunca, en las puntillosas invenciones de Ringo, se ven físicamente implicados en hazañas y desafíos a lo grande, afrontando peligros al borde de despeñaderos y acantilados de vértigo, o metidos en terremotos devastadores como el de San Francisco, pavorosos incendios como el de Chicago o furiosos huracanes como el de Suez, que tantas veces han disfrutado en el cine. Hay algo de eso en todas ellas, pero siempre aparecen puntualmente cosas raras, como un piano en medio de la tormenta del desierto, un pájaro que habla, ratas azules brincando entre las piernas de su padre, el señor Sucre y el capitán Blay bebiendo carajillos en la cubierta de la Bounty o en el jardín parroquial de Las Ánimas, o incluso él mismo huyendo por los pasillos del lujoso Hotel Ritz perseguido por ladrones de diamantes al ir a entregar a una huésped rica y hermosa joyas muy valiosas. Secretos nexos, insidiosos y perdurables, lastran persistentemente todos sus relatos con lances demasiado enquistados en la realidad, siempre inoportunos y extravagantes, sin la menor lógica aventurera, hazañas erizadas de cabos sueltos y de personajes que finalmente devienen fantasmales. Cuanto más reales y reconocibles, más raros y espectrales.
– Entonces -prosigue, mirando al descreído Julito-, tú saltas del camión de tu padre, que lleva una carga de rifles Winchester, y te juntas con Winnetou. Y Winnetou dice: Old Shatterhand y su caballo de plata nos esperan para el gran combate en la Montaña de Oro. Esta montaña es sagrada para los apaches…
– Ya sabemos que es sagrada -corta Julito.
– … y Old Shatterhand, en lenguaje indio, quiere decir puño fuerte…
– Ya lo sabemos. -Julito cada vez más cabreado-. Sigue. ¿Qué pasa conmigo?
– Enseguida sales disparando tu Winchester y con tu puñal al cinto.
– Entre los dientes, nen. Yo siempre llevo el puñal entre los dientes.
– Bueno, entre los dientes. Pero tú no cabalgas por la playa para juntarte con nosotros.
– ¿Ah no?¿Y eso por qué?
– Porque tú cabalgas día y noche hasta Fort Apache en busca de ayuda. Y enn-toon-ceees -prosigue cerrando de nuevo los ojos, demorándose al no ver una salida-, enn-toon-ceees, un gran viento huracano levanta…
– Se dice huracanado.
– … levanta la tapa del piano, y el piano toca solo. No hay nadie tocando, pero se le oye, suena elConcierto de Varsovia y por encima del teclado se pasea una araña negra. Entonces, Winnetou empuña el hacha Tomahawk, porque la hora del malvado Wungo-Lowgha ha sonado. ¡Winnetou! ¡Demonios! -exclama Ringo, copiando de memoria un pasaje de la novela-. ¡Sólo el gran jefe de los apaches es capaz de seguir al Pegamil por la playa sin que este se entere!
QuiquePegamil escucha con expresión recelosa y, abrazado a las rodillas, avanza un poco más arrastrando la culera del pantalón por la tierra gris. ¿Me va a tocar el papel de traidor?, se pregunta alarmado, y sugiere un cambio:
– Oye, Ringo, mira una cosa, si cabalgo muy cerca del mar, donde la arena mojada es más dura, mi caballo no se rompería la pata…
– Sí, vale, buena idea.
– ¡Hóstima, nano, la pata rota qué más da! -protesta Julito. Y encarándose al narrador con sonrisa burlona-: Lo que no funciona es otra cosa que yo me sé.
– ¿Qué cosa?
– Pues una pifia de las tuyas.
– ¿Pifia?¿Qué pifia? -y, alertado, lanza rápidamente la mano a la cadera.
– Que los apaches no pueden acampar frente al mar.
– ¿Ah no? ¿Y por qué no pueden, listo?
– Porque Arizona no tiene mar ni playa. Lo he visto en un mapa.
Él le clava una mirada centelleante y se queda unos segundos en silencio. Se siente repentinamente desvalijado, usurpado. Una vez más Julito Bayo, que siempre tuvo ínfulas de cabecilla, quiere desprestigiarle ante los demás. ¿Qué hacer? Escondido en el barril de manzanas, Jim Hawkins asoma la cabeza y le sonríe: ¡No permitas que este panoli te chafe la aventi! Ringo saca del bolsillo un cortaplumas y traza cinco misteriosas rayas paralelas en la tierra de nadie, en medio del corro.
– Y qué -dice por fin-. Yo puedo hacer que haya una playa donde yo quiero que haya una playa.
– No puedes, nen.
– Sí puedo.
– No puedes. -Julito le mira fijamente-. ¿Cuántas patas tiene un caballo?
– ¿Un caballo?¿Por qué?
– Contesta.
– Cuatro.
– Exacto. Tiene cuatro patas. Y no puedes hacer que tenga cinco. ¿Lo entiendes?
– Bueno, y qué.
– ¿Cómo y qué? ¡Ondia, que la has pifiado, nen! ¡Si no hay mar, no tenemos playa, y entonces la reserva apache no puede estar donde tú dices, ¿capiscas?, y la chica tampoco puedes tenerla atada a un poste clavado en la arena, porque no hay arena! ¿Capiscas?¡Y entonces tampoco hay ningún acantilado, ni nadamos en medio de las olas ni cabalgamos cerca del mar ni nada de eso, hóstima! -Julito se da un respiro, sonriendo burlón y victorioso-. ¿Es que nunca has visto un mapa, o piensas que somos tan borricos como tú, que no sabes ni dónde está América?
Ringo siente que la realidad irrumpe en su territorio como la onda expansiva que sigue a la explosión, aunque sea una explosión muy lejana e inaudible, y le arrebata algo de las manos. Se guarda el cortaplumas y mira las rayas en el polvo. Cinco. Nadie en el corro sabe que el pentagrama tiene cinco líneas, nadie más que él. Calla y cierra los ojos. Pero no está pensando en un remiendo urgente en el paisaje de la aventura, ya no hay tiempo para eso; está pensando en este empollón y resabiado alumno del Palacio de la Cultura que tiene enfrente, este niño de cabeza repeinada y hablar relamido, y se lo imagina embobado frente a un mapamundi de colores colgado en la pared de su clase. Sabe que el empollón se dispone ahora mismo a delimitar el territorio real presumiendo ante el corro, y se resigna a ello tranquilamente.
– Arizona limita al sur con México, al norte con Utah, al este con Nuevo México y al oeste con California -entona orgullosamente Julito Bayo, y le pone la guinda-: Y la capital es Phoenix. Es verdad que hay un desierto y muchos tornados y tormentas de arena, pero mira, ahora tu aventi la vamos a continuar nosotros porque como la cuentas no se entiende, nen, no sabes lo que te empatollas. -Y a los demás, con la barbilla enhiesta-: Venga, no seáis bobos. A que Ringo no sabe lo que dice.
Se encogen de hombros. Les importa un bledo que Arizona tenga o no tenga playa, a fin de cuentas el Salvaje Oeste es un territorio de cine que ellos han hecho suyo y en el que pueden hacer lo que les dé la gana. Déjalo estar, dicen con el gesto, ¿qué más da que la playa esté en el mapa o no esté en el mapa? Sospechan que Julito se está vengando por haber sido enviado al Fuerte en busca de ayuda, y seguramente también por temerse que al final, después que se hayan enfrentado a los apaches y rescatado a Violeta, el traidor resulte ser él. Siempre hay un traidor, pero lo único que de verdad interesa es saber quién será el escogido para liberar a la prisionera atada al poste.
– Tendrás que llevar a la chica a otra parte, ahí no te vale, no hay ninguna playa -añade Julito.
– Pues no me da la gana.
– Entonces esta mierda de aventi se acabó y empezamos otra.
El Quique insta a Ringo a que siga, pero él ya se levanta sacudiéndose el pantalón, y el corro vuelve a cerrarse dejándole fuera.
– Está bien, pues ahí os quedáis.
Con las manos en los bolsillos y una fría altivez, el narrador se aparta del grupo y enfila uno de los senderillos remontando muy despacio la ladera, sin alejarse mucho. Volverá, pero antes quiere sentirse excluido y repudiado durante un rato, quiere saberse víctima de un malentendido y verse desterrado, solitario, saboreando una insobornable independencia con su mezcla de rabia y melancolía mientras, desde arriba, observa a sus amigos sin ser visto. Desprecia al presumido heredero de «Mudanzas Bayo Más Veloz Que El Rayo», merecía una lección y ahora mismo le daría de hostias, pero siente por los demás, estos charnegos cándidos y analfabetos que no temen desentenderse de la geografía real, ni en las aventis ni en la vida, una secreta fraternidad.
Situada entre las frondas del parque Güell y las estribaciones deprimidas del Monte Carmelo, esta colina que llaman Montaña Pelada es un oscuro promontorio de escasa vegetación y desprovisto de árboles, con alguna covacha ocasionalmente habitada por vagabundos. De su inhóspita desnudez emana un aire de marginación y castigo, como si la colina no fuera otra cosa que una sumisa tierra de aluvión a la vera de las pintureras y celebradas formas del vecino parque Güell. En mayo florece en sus laderas el espliego y la ginesta y en junio unas pocas matas de tomillo y romero, pero el resto del año es un secarral del que huyen incluso los lagartos. Ahora ya no lo hacen, pero el año pasado la pandilla aún buscaba caracoles de mar y conchas y moluscos incrustados en algunas rocas, porque Julito Bayo había jurado que el profesor de Historia de su colegio decía que la Montaña estaba llena de fósiles de mamíferos, caparazones de tortuga y restos de mamut. Algunas cuevas son prehistóricas de verdad, decía Julito, alardeando de estudios. Un viento suave y cálido transporta hasta aquí arriba un acre olor a goma quemada que proviene, probablemente, del humo que planea sobre el enjambre de chabolas que se divisan no muy lejos, debajo de la última revuelta de la carretera del Carmelo. Piensa en chavales de cabeza rapada y ojos furiosos quemando neumáticos de camión y colchonetas podridas. Un parpadeo mágico, y el humo se expande amenazador, negro como el hollín, sobre el corro del que ha sido expulsado.
Conforme sigue subiendo, pisa una tierra cada vez más cenicienta y yerma. No se ve a nadie. A media altura de la colina, donde el terreno es más abrupto, en el dorso liso de una roca caliza semienterrada que se confunde con la tierra, hay tres escalones labrados a mano.
– Hola, enigma -susurra.
Junto al último de los peldaños brota una mata de espliego. Perfectamente simétricos, de algo más de dos palmos de ancho y bastante desgastados por las lluvias y los pies retozones de la pandilla, los tres escalones surgen improvistamente de la nada y trepan en la colina, hacia nada y para nada. Siempre que se topa con ellos, se para sintiéndose en el umbral de un laberinto cuya salida podría ser una tumba. Algo se extinguió no muy lejos de aquí, algo cuyo secreto yace enterrado bajo la sosegada simetría de estos solitarios peldaños y su rigidez de lápida. El padre de los Cazorla, que es albañil y años atrás había trabajado en las canteras a los pies del Carmelo, contaba medio en serio medio en broma que hace mucho tiempo oyó hablar de un joven campesino recién llegado de un pueblo andaluz para trabajar en la misma cantera, hoy abandonada, y que ese peón adolescente, llevado de una repentina cabezonería, había empezado a labrar con el cincel y el martillo los primeros peldaños de una escalera que llegaría hasta la casita que pensaba construir algún día para él y su familia, pero tuvo que dejar la faena para ir a la guerra; y que unas navidades que vino del frente con permiso reanudó el trabajo vestido de soldado, pero justo cuando había terminado el tercer peldaño llegó el enemigo a las puertas de la ciudad y el joven picapedrero fue muerto a tiros aquí mismo con el martillo en la mano.
Una tarde estuvo toda la pandilla buscando casquillos de bala y manchas de sangre en los tres peldaños y en las rocas del entorno, pero las manchas se habían borrado o no supieron verlas. Otro día, al arrancar una mata de tomillo, el mayor de los Cazorla desenterró la suela de un zapato o de una bota podrida y un par de botones. Escarbaron mucho rato pero no sacaron nada más. Tiempo después el Cazorla pequeño anunció que había encontrado un martillo roto debajo de unas piedras. Claro, podría estar enterrado por aquí, aventuró Ringo, y Julito protestó: ¿Quién se va a creer este cuento, nen? Y el Quique, expectante: ¿Dónde podría estar el muerto, Ringo?¿Aquí, debajo de mis pies?¡Debajo de tus pies, sí, aquí mismo!
Ahora pasa de largo para sentarse un poco más arriba abrazado a sus rodillas y observar allá abajo el corrillo de cabezas rapadas, salvo la acicalada y untuosa de Julito Bayo, al que todos escuchan en silencio. Seguro que Julito ha empezado su aventi con una música de película de miedo, tontamente amenazadora, tipoAgárrame ese fantasma, piensa. Seguro que es de noche y hay una gran tormenta con truenos y relámpagos, seguro que un siniestro dakoi esgrimiendo un puñal se cuela sigilosamente dentro del dormitorio de Virginia Franch en su torre de la calle de las Camelias, y que el Quique se esconde detrás de una cortina, al acecho del dakoi. El propio Julito escala la fachada en pos del pérfido oriental, y los Cazorla también están al quite. Seguro que suena el teléfono y Virginia se despierta en la cama y la sombra del chino maligno con el puñal se cierne sobre ella, que se incorpora y lanza un grito… Y me juego un huevo que el Quique pregunta si la chavala lleva un camisón transparente.
Contempla la ciudad que se extiende hasta el mar bajo una levísima neblina y aprieta los dientes. Aquí arriba está en guerra con el mundo, no con los malignos dakois ni con los guerreros apaches. Por un momento, reparando en la borrosa línea del horizonte que cubre los edificios, le parece estar contemplando una ciudad sumergida bajo el mar, más remota e improbable que una playa de Arizona. Por encima de su cabeza, en el cielo azul, la corneta roja con topos amarillos está perdiendo altura y sigue dando bandazos, agitando la cola con violencia y amenazando caer en picado. El largo bramante, sujeto por la invisible mano que no hace nada por dominarlo, se tensa o se comba según los embates del viento. Manos de niña, piensa, y en ese momento, al bajar la vista, descubre a la señora Mir subiendo animosamente por el sendero con su falda estampada muy ceñida, su blusa negra escotada y sin mangas y su capacho de palma. Lleva zapatos planos, un pañuelo verde en la cabeza y gafas de sol de montura blanca. Va remontando la colina despacio, sin resuello, regordeta y con la mano en la cadera, parándose a ratos. En torno a sus tobillos gruesos, mullidos y sonrosados, dos pequeñas mariposas blancas revolotean persiguiéndose. Pasa por su lado sin mirarle y sigue su camino cuesta arriba.
– Hola, señora Mir.
No oye, o no quiere oír el saludo. Desaparece de pronto cerca de la cima, después de pararse para cortar una rama de ginesta. Cuando él sube poco después, ya no la ve por ninguna parte. Podría estar en la otra vertiente de la colina, donde abundan el tomillo recién florecido y el orégano, pero para eso tendría que haber caminado muy ligera, así que lo más seguro es que ya esté en alguna cueva con el hombre que la esperaba. No hay nadie más en el entorno. Desde esa vertiente de la Montaña puede ver la zona de Vallcarca y el puente de los suicidas, y ahora también descubre, no sin sorpresa, que el bramante de la cometa que divisaba desde abajo no lo sujeta nadie, sino que está atado a una piedra bastante grande en un extremo de la pequeña solana que corona la cima. Pero no hay nadie cerca. Oye crepitar sobre su cabeza el papel de la corneta abandonada al aire, como si el fuerte viento la hiciera arder. Atisba los alrededores y sigue sin ver a nadie. Saca la navajita del bolsillo y corta el bramante. La corneta liberada retrocede impulsada por el viento y se precipita al suelo de cabeza.
Mientras baja acaba de atar cabos, y al llegar interrumpe la aventi de Julito Bayo y reclama la atención del corro.
– ¿Estáis ciegos o qué?-Se planta frente a su rival, los brazos en jarras-. ¿No habéis visto pasar por aquí a la madre de Violeta? Pues en este momento está en la cueva del Mianet con un hombre… ¿A que no sabéis cómo lo hacen para encontrarse en secreto y sin que nadie se entere?-Una pausa para sentarse cruzando las piernas, haciéndose un hueco entre los hermanos Cazorla-. Pues muy sencillo. Él hace volar una cometa roja y amarilla, y cuando la tiene muy alta, ata la cuerda a una piedra y se va a la cueva a esperar tranquilamente.
– ¿A esperar qué?-pregunta Julito, mosqueado.
– Adivina.
– ¿Qué tengo que adivinar?
– Cuando la señora Mir ve esa corneta amarilla y roja en el cielo, sabe que la están esperando y viene lo más deprisa que puede. ¡La corneta es la señal, chavales! Sí, claro, ella viene a coger hierbas para sus friegas y todo eso, pero no es más que una excusa. Viene para juntarse con este hombre, que es su amante secreto.
– ¡Ondia! -exclama el Quique-. ¿Y qué hacen ahora en la cueva?
– Tú qué crees. Están follando, chaval. Con estos ojos lo he visto.
– ¡¿En serio?!
– Bah. Ella es una furcia, lo sabe todo el mundo, y además está como una regadera -dice Julito Bayo desdeñosamente, sabiéndose derrotado.
– ¿Y el fulano quién es?-pregunta Roger-. ¿Le conocemos?
– Podría ser aquel picapedrero que hizo la escalera -dice Ringo.
– ¡Hala, nen! -corta Julito-. ¿Que no decías que está enterrado allá arriba? No le hagáis caso, se lo está inventando todo… Además, no sería ninguna novedad. ¿Ya no os acordáis de aquel día que subimos a ver las baterías antiaéreas en el Turó de la Rovira y la vimos morreándose con un tío detrás del muro…?
– Sí, pero deja hablar a Ringo -corta Roger.
– Eso, eso. ¿Qué ha pasado en la cueva?-inquiere elChato.
– Bueno, no sé si debo contaros todo lo que he visto…
– ¿Le has visto el perrús y las tetas?¿Estaba desnuda?
– Más que eso. Mucho más. Pero si no vais a creerme…
– Yo no -se apresura a decir Julito-. Ni una palabra.
– Pues yo sí -replica el Quique-. Te creemos, Ringo. ¡Cuenta!
Los demás comparten la curiosidad del Quique y de repente son todo oídos, pero, aunque se esfuerzan por imaginar algunos detalles que el narrador sólo deja entrever, ocurre que, al tratarse de la madura y ajamonada señora Mir, cuyo culo y andares provocativos sólo les mueve a risa, la escena ofrece escasas posibilidades para una calentura, y el testimonio de Ringo no tarda en agotarse. En cualquier caso, el crédito que Julito Bayo le había negado acababa de ser nuevamente restituido.
Poco después, Roger propone una incursión a las ruinas de Can Xirot, situadas un poco más arriba en la colina y lindantes con el parque Güell.
– ¡Maricón el último!
En la antigua masía abandonada, sumida en el silencio de los derruidos muros de argamasa y de las carcomidas vigas de madera invadidas por zarzas y resecos matorrales, la pandilla se reagrupa al borde de un talud empinado al que se adhiere una inhóspita maraña de arbustos y convoca peligros, confusas emociones y pactos secretos con el futuro, vengándose cruelmente en lagartijas y saltamontes y confabulándose para atraer hasta aquí, algún día no muy lejano, a una novia que se dejará tocar. Un poco más arriba, junto a las derruidas piedras del establo, un tilo profusamente florecido, luminoso como una lámpara al tocarle la luz del ocaso, se inclina sobre la ciudad. Sentada bajo este árbol los chicos han visto alguna vez a la gorda ordenando sus hierbajos en el capazo y seguramente esperando a alguien. Ahora, en julio, el frondoso ramaje del tilo emite el zumbido constante y poderoso de miles de abejas e insectos atraídos por las corolas, y ellos ni se acercan. Entre las paredes negruzcas de lo que fue la cocina de la masía crece un laurel silvestre, y Ringo corta una ramita para su madre y la prende del cinturón.
Al atardecer bajan de nuevo a la carretera del Carmelo. Desde la explanada frente a la entrada norte del parque, demorándose un rato más para seguir pateando lo que queda de la pelota de trapos, la ven allá arriba en la colina, sentada en los tres escalones que suben a ningún sitio, con su capazo de palma en el que asoma el tomillo florecido y mirándose en un espejito de mano mientras se pinta los labios con la barra de carmín. Luego se atusa el pelo y lo expurga cuidadosamente de alguna adherencia, se cubre la cabeza con el pañuelo verde y lo ata bajo la barbilla, se pone las gafas de sol y se levanta, sacude la falda y emprende el descenso de la colina mirando atentamente dónde pone los pies.
Cuando poco después pasa junto a ellos camino de la plaza Sanllehy, una larga parábola de la deshilachada pelota chutada expresamente por Roger acaba impactando en su pimpante trasero. Buena puntería, chaval, dice el Quique, y todos se tronchan de la risa. Pero la señora Mir ni siquiera se vuelve a mirarles; se para un instante y responde con un burlón meneo de caderas. Entonces Ringo afina la puntería y lanza otro pelotazo al insolente pompis. Y ahora sí, ahora se para, se quita las gafas de sol y dedica a los chicos la mirada errática de unos ojos que ya venían llorando cuando bajaba de la colina. Cabeceando suavemente y con una sonrisa tristona les afea su conducta, mientras Ringo se hace el distraído mirando las nubes.