8 Aventuras en otro barrio

Durante tres años, los que van de los trece a los dieciséis, le suceden muchas cosas cuya importancia no sospecha. Poco tiempo después de cumplir los trece, una luminosa tarde otoñal, embutido en el guardapolvo gris que aborrece porque lo delata como aprendiz y recadero, está plantado en la esquina de las calles Valencia y Bruch, en el selecto distrito del Ensanche, contemplando con embeleso la fachada del Conservatorio Municipal de Música. Nadie, y menos que nadie los estudiantes de música que pasan por su lado, entrando o saliendo del Conservatorio, podría imaginar que con sólo trece años y con jornadas de trabajo de más de nueve horas, con su paga de doce pesetas semanales y con su feo guardapolvo demasiado largo, este mocoso transporta sobre la barriga un collar de esmeraldas y rubíes y un broche de oro en forma de salamandra lleno de esmaltes, perlas, ópalos y diamantes, dos piezas valoradas en más de treinta mil pesetas. Deberá entregarlas en una importante joyería cercana, sin entretenerse en la calle ni embobarse ante nada. Y para que no se las roben en el tranvía o en el metro, las lleva dentro de una bolsita de lona con lazo corredizo sujeto al cinturón y metida entre los calzoncillos y la pelvis, muy cerca de la minga. De vez en cuando tantea con la mano el bulto debajo de la ropa para asegurarse de que sigue allí, pero ahora mismo no piensa en eso, sólo escucha una música que cree que le estaba destinada desde siempre.

Con las manos en los bolsillos del guardapolvo y el corazón compungido, admira los filarmónicos relieves sobre la gran portalada del Conservatorio, las dos torres rematadas con el cucurucho y los ventanales que expanden al aire notas de piano y de clarinete de alumnos practicando. Desde la calle puede ver también la escalinata del vestíbulo, diez escalones, los tiene contados, y un poco más arriba la otra escalera que lleva a las clases. ¿Por qué no estoy yo también subiendo por esta escalera?, se pregunta, ¿por qué la mala suerte se interpone una vez más entre el piano y yo? Sabe la respuesta -alguien le dijo que exigían el bachillerato para matricularse, y él no lo tenía-, pero siempre que pasa por aquí, habitualmente cumpliendo algún encargo del taller, se para delante del imponente edificio y se hace la misma dolorosa pregunta. Qué muros tan altos y persistentes, tan inexpugnables, ha pensado alguna vez.

En esta ocasión se lamenta y se demora más de la cuenta, hasta que se siente observado. Parada junto a la puerta, detrás de un grupito de alumnos que salen alborotando, una muchacha con gafas de abuelita y gabardina blanca con capucha lo está mirando sin el menor disimulo. Por su expresión compungida, a pesar de la distancia y de las gafas, cuyos cristales emiten reflejos, el chico juraría que ha estado llorando y también juraría que a ella no le importa que se note. Aparenta un par o tres de años más que él, unos dieciséis, su frente muy blanca luce una orla de rizos negros y abraza sobre el pecho un estuche de violín y una carpeta. Su pequeña mano de nieve posada sobre la negrura del estuche parece decirle ven. De pronto se le cae la carpeta, abriéndose, y se esparcen sobre la acera algunas partituras y un cuaderno. Él acude y se agacha ayudándola a recoger las hojas y el cuaderno, y ella se lo agradece con una sonrisa que le conturba. Sus cejas y pestañas son muy negras y sus pupilas grises.

– Gracias.

Le mira tan de cerca, mientras ambos se incorporan, que sus cabezas se tocan. Al soñador aprendiz no se le escapa la piadosa mirada de ella al grotesco guardapolvo, y piensa: todo está perdido. Pero la oye decir con voz risueña:

– ¿Eres un mago? ¿De dónde sales, mago?

– No soy ningún mago.

– Para mí lo eres. ¿Cómo te llamas?

Rápido, piensa un nombre, se dice mientras sigue mirándola embobado.

– Mi… Mi Menor.

– ¡Pero qué dices, ¿me tomas el pelo?! -La muchacha lo envuelve en una sonrisa luminosa-. Está bien, Mi Menor. De acuerdo. ¿Querrías hacerme otro favor? ¿Podrías entrar un momento conmigo en el Conservatorio?

– ¿Yo? ¿Para qué…?

– Se trata de un favor muy especial. Necesito un mago.

– ¿Un mago? Yo no soy un mago.

– Pero puedes serlo por un rato. ¿Quieres? ¿Harías eso por mí?

Su boca entreabierta deja aflorar una ansiedad de asmática, y en el labio superior tiene una pupa, una calentura rosada que acentúa esa ansiedad, sobre todo cuando, con la punta de la lengua, moja el labio para aliviar el escozor.

– ¿Sólo un minuto?-farfulla él, todavía con el cuaderno en la mano. Empieza a hojearlo, repentinamente interesado, o más bien desconcertado. Ella le deja hacer, no se lo reclama.

– Me harías un gran favor, Mi Menor. ¿Quieres?

En uno de los altos ventanales suena un trombón.

– Pero, ¿por qué? ¿Por qué yo?

– Luego te cuento. Te voy a presentar a una persona como si fueras mi primo y le dices: he sido yo. Sólo eso. He sido yo. Y acto seguido te vas.

Para animarle, anticipando el agradecimiento, le tiende la mano, y él, que hasta ese momento ha estado viendo una mano blanca y delicada, al tomarla en la suya tiene la impresión de tocar el ala de un pájaro, un manojo de plumas que se esponja entre sus dedos. Algún día será una violinista famosa en el mundo entero, piensa, reteniendo un buen rato en su mano la seda huidiza, el suave tacto de los plumones.

– ¿Lo harías por mí?-susurra ella-. No nos conocemos, pero se nota que eres un buen chico… Nadie te preguntará nada, ni tendrás que explicar nada. Sólo tienes que decir eso: he sido yo. No es nada malo, te lo juro. Vuelves a salir, me esperas aquí y te cuento… ¿Me escuchas, niño?

– Te escucho.

La muchacha se baja la capucha y libera una oscura y hermosa cabellera rizada, al tiempo que amplía su sonrisa.

– Entonces, ¿harás eso por mí? ¡Por favor!

Él está diciendo sí con la cabeza mientras lee en la cubierta del cuaderno que aún retiene en sus manos:Escuela Municipal de Música de Barcelona. Clases de Solfeo y Teoría Musical. Grupo Elemental.

– Si me regalas este cuaderno, hago lo que me pidas.

– Es tuyo.

Tiene tiempo de considerar fugazmente el riesgo que implica llevar encima joyas tan valiosas y meterse en lo que no debe, algo contra lo cual siempre le previene el señor Munté, el dueño del taller, pero desecha enseguida cualquier temor. Imposible que esta chica con pinta de empollona y de princesa de las nieves, destinada sin duda a ser la virtuosa del violín más afamada de todos los tiempos, y que además parece haber llorado, pueda implicarse en un atraco aquí y ahora, frente al Conservatorio y en medio precisamente de esta discreta algarabía estudiantil y musical en la que él siempre deseó participar. Respecto a su extraña solicitud lo acosan varias preguntas, pero no formula ninguna por temor a romper el encanto y tener que devolver el cuaderno de solfeo; así que encaja el cuaderno en el sobaco, hunde las manos en los bolsillos del guardapolvo y, armándose de valor, se deja guiar y penetra en el interior del templo de la música que no podía aceptarlo como alumno.

Sube los primeros peldaños de la fama en la escalera del vestíbulo sin perder de vista en ningún momento la airosa cabellera de la muchacha o la funda del violín apoyada en su cadera, dejándose llevar por la enigmática voluntad que a ella la anima y la empuja decididamente quién sabe hacia dónde y para qué. Le tiemblan las rodillas y su cabeza es una sinfonola. Enseguida van por un corredor mal iluminado sorteando alumnos en medio de un rumor de voces infantiles entonando partituras en alguna parte, cruzan la sala de pianos donde se confunden en el aire escalas y arpegios y luego enfilan otro pasillo menos transitado, hasta que la oscura melena se hace a un lado y el chico se encuentra en el umbral de lo que parece un despacho, pequeño y sombrío, con las paredes forradas de carteles -Menuhin. Royal Albert Hall. Concierto para violín y orquesta n.° 2 en sol menor de Prokofiev-, y ve, sentado detrás de una mesa, a un hombre joven y guapo con jersey negro de cuello alto y un aire profesoral, las gafas por encima de la frente y frotándose los párpados con gesto de fatiga.

Nada más entrar, la muchacha se hace a un lado, agacha la cabeza y se cubre con la capucha.

– Profesor, este es mi primo. -Los ojos en el suelo y la voz conmovida, añade-: Mi primo tiene algo que decirle.

El joven profesor levanta la cabeza y la mira, y al hacerlo muestra un rictus arrebatado en la boca y una pulsión en las sienes. Parece querer decir algo y no acaba de decidirse. Verdaderamente es un hombre muy guapo, piensa el aprendiz. Ahora se cerrará la puerta a mi espalda y me robarán las joyas, piensa. Pero el profesor ni siquiera parece haberle visto, sólo tiene ojos para su encapuchada alumna; con mano torpe ordena unas partituras sobre la mesa y finalmente lo mira a él. El falsario espera una señal de la muchacha, pero no se atreve a mirarla por temor a descubrir el juego y comprometerla. La siente inmóvil a su lado, un poco atrás, tensa, expectante, cerca de la puerta que mantiene abierta.

– He sido yo -dice por fin, alto y claro. Y sin poderlo evitar, dejándose llevar por un impulso repentino, con una voz rasposa que se le antoja de otro, añade-: ¡Y volvería a hacerlo!

Cierra los ojos y se apresura a cumplir con el resto de lo acordado: efectuar una rápida media vuelta sobre los talones y salir de allí. Lo hace sin atreverse a mirar a la muchacha y con la mano en la ingle, tanteando bajo la tela del guardapolvo y los pantalones la bolsa con las joyas. Casi en el acto, la puerta se cierra a su espalda con un fuerte golpe. Dada la inmediatez y violencia del portazo, ha tenido que cerrarla ella, piensa: ¿por qué esa prontitud, esa urgencia? Se queda un par de minutos plantado en el pasillo con el oído atento a las voces al otro lado de la puerta, pero lo único que capta es el silencio.

Ya en la calle, mientras espera paseando frente al portal, después de preguntarse inútilmente qué demonios le indujo a decir más de lo que debía, se queda pensando en esa puerta que casi golpea su espalda al ser cerrada de forma tan inmediata y elocuente. He sido yo. ¿Eran esas las palabras mágicas? Lo eran sin duda, y dejaban traslucir un secreto y perturbador ajuste de cuentas entre la joven violinista y el profesor. Una vez obtenido su propósito, a ella le urgía naturalmente cerrar la puerta y dejarle fuera. Ahora piensa también en la rosada calentura que adorna la boca de la muchacha, en la lenta caída de sus párpados, en los suaves plumones de su mano tanteando la suya, y de pronto se le revela la evidencia. Es inútil que la espere, ya no vendrá a explicarle nada, nunca pensó hacerlo. Con todo, se queda allí durante más de una hora, arriesgándose a recibir una bronca del joyero por el retraso en la entrega del pedido.

Ha vuelto tres veces expresamente, en días y horas distintas, y siempre que va al centro con algún encargo del taller, se acerca al cruce de Bruch y Valencia y se para un rato frente al Conservatorio con la esperanza de verla entrar o salir con su capucha, su funda de violín y esas manos que acarician como plumones. Pero nunca más volverá a verla.

Загрузка...