La caridad bien entendida empieza por uno mismo


Henry Preston, Harry para sus amigos (que no eran muy numerosos), no era el tipo de persona con la que toparían en el pub de la esquina, coincidirían en un partido de fútbol o invitarían a una barbacoa. Para ser sinceros, si hubiera un club de introvertidos, Henry sería elegido presidente… a regañadientes.

En el colegio solo destacaba en matemáticas, y su madre, la única persona que le adoraba, estaba decidida a que Henry tuviera una profesión. Su padre había sido cartero. Con un nivel A en matemáticas, el campo era bastante limitado: banca o contabilidad. Su madre eligió contabilidad.

Henry entró de aprendiz en Pearson, Clutterbuck & Reynolds y, cuando empezó, soñaba con el papel de carta con membrete que anunciaría «Pearson, Clutterbuck, Reynolds & Preston». Pero a medida que transcurrían los años, y hombres cada vez más jóvenes veían su nombre impreso en el lado izquierdo del papel de carta de la empresa, el sueño se fue desvaneciendo.

Algunos hombres, conscientes de sus limitaciones, encuentran solaz de otra forma: sexo, drogas o una vida social activa. Es muy difícil llevar una vida social activa solo. ¿Drogas? Henry ni siquiera fumaba, si bien se permitía algún gin-tonic de vez en cuando, pero solo los sábados. En cuanto al sexo, estaba seguro de que no era gay, pero su tasa de éxito con el sexo opuesto, «hits», como decían algunos de sus colegas más jóvenes, rondaba el cero. Henry ni siquiera tenía aficiones.

Llega un momento en la vida de todo hombre en que se da cuenta de que «Voy a vivir eternamente» es una falacia. A Henry le sucedió bastante pronto, mientras la madurez avanzaba a toda prisa, y de repente empezó a pensar en la jubilación anticipada. Cuando el señor Pearson, el socio mayoritario, se jubiló, celebraron en su honor una gran fiesta, en una sala privada de un hotel de cinco estrellas. El señor Pearson, después de una larga y distinguida vida profesional, dijo a sus colegas que se retiraba a una casa en los Costwolds para cuidar de sus rosas e intentar mejorar su técnica con el golf. Siguieron muchas risas y aplausos. Lo único que recordaba Henry de aquella ocasión fue cuando Atkins, el último fichaje de la firma, le dijo al marcharse:

– Supongo que no pasará mucho tiempo antes de que montemos lo mismo para ti.

Henry meditó sobre las palabras de Atkins mientras caminaba hacia la parada del autobús. Tenía cincuenta y cuatro años, de modo que al cabo de seis, a menos que se convirtiera en socio, en cuyo caso continuaría hasta los sesenta y cinco, le obsequiarían con una fiesta de despedida. La verdad era que Henry hacía tiempo que había renunciado a la idea de convertirse en socio, y ya había asumido que su fiesta de despedida no se celebraría en la sala privada de un hotel de cinco estrellas. No se retiraría a una casita de los Costwolds para cuidar de sus rosas, y ya tenía bastantes cosas que mejorar para preocuparse del golf.

Henry era muy consciente de que sus colegas le consideraban una persona digna de confianza, competente y concienzuda, lo cual no hacía más que confirmar su sensación de fracaso. La mayor alabanza que había recibido era: «Siempre se puede confiar en Henry. En sus manos todo está seguro».

Pero todo eso cambió el día que conoció a Angela.


La empresa de Angela Forster, Events Unlimited, no era lo bastante grande para asignarla a uno de los socios, ni tan pequeña como para que la administrara un ayudante; por eso su expediente aterrizó en el escritorio de Henry. Estudió los detalles con atención.

La señora Forster era la única propietaria de un pequeño negocio especializado en organizar toda clase de celebraciones, desde la cena anual de la Asociación Conservadora local hasta un baile de cazadores regional. Angela era una organizadora nata y, después de que su marido la abandonara por una mujer más joven -cuando un hombre abandona a su esposa por una mujer más joven, es un relato corto; cuando una mujer abandona a su marido por un hombre más joven, es una novela (estoy haciendo una confesión)-, tomó la decisión de no quedarse sentada en casa y hundirse en la autocompasión, sino que, siguiendo el consejo de nuestro Señor en la parábola de los talentos, optó por utilizar su único don con el fin de ocupar todo su tiempo y ganar un poco de dinero de paso. El problema fue que Angela tuvo un poco más de éxito del que había previsto y por eso acabó citándose con Henry.

Antes de que Henry finalizara las cuentas de la señora Forster, fue examinando las cifras columna a columna, y demostró a su nueva dienta que tenía derecho a reclamar ciertas desgravaciones, por ejemplo por su coche, los viajes, incluso la ropa. Indicó que debía ir vestida de manera adecuada cuando asistía a alguno de los actos que organizaba. Henry consiguió ahorrar a la señora Forster varios cientos de libras en su declaración de renta. Al fin y al cabo, consideraba una cuestión de prurito profesional que todos sus clientes, tras haber seguido sus consejos, se marcharan del despacho más ricos que antes de entrar, incluso después de que fijaran los honorarios de la empresa de Henry, que también podían desgravar.

Henry siempre terminaba sus reuniones con las palabras «Puedo asegurarle que sus cuentas están en perfecto orden y que Hacienda no le molestará». Era consciente de que Hacienda no iba a interesarse por casi ninguno de sus clientes, y mucho menos molestarles. Luego acompañaba al cliente hasta la puerta diciendo estas palabras: «Hasta el año que viene». Cuando abrió la puerta a la señora Forster, la mujer sonrió.



– ¿Por qué no viene a alguna de mis recepciones, señor Preston? -dijo-. Así sabrá a qué me dedico casi todas las noches.

Henry no recordaba la última vez que le habían invitado a algo. Vaciló, pues no estaba seguro de que debía contestar. Angela llenó el silencio.

– Organizo un baile de ayuda contra el hambre en Africa el próximo domingo por la noche. Tendrá lugar en el ayuntamiento. ¿Por qué no viene?

– Sí, gracias, es usted muy amable -se oyó decir Henry-. Me apetece mucho.

Se arrepintió de la decisión en cuanto hubo cerrado la puerta. Al fin y al cabo, los sábados por la noche siempre veía la película de la semana en Sky, mientras se solazaba con comida china y un gin-tonic. En cualquier caso, tenía que acostarse a las diez, porque el domingo por la mañana tenía la responsabilidad de revisar la colecta de la iglesia. También era su contable. Honorario, aseguraba a su madre.

Henry se pasó todo el sábado por la mañana intentando inventar una excusa (dolor de cabeza, una reunión urgente, un compromiso anterior que había olvidado) para llamar a la señora Forster y anular la cita. Después cayó en la cuenta de que no tenía el número de su casa.

A las seis de la tarde Henry se puso el esmoquin que su madre le había regalado cuando cumplió veintiún años y que no siempre cumplía una función anual. Se miró en el espejo, nervioso por el hecho de que su atuendo pareciera anticuado (solapas anchas y pantalones acampanados), sin saber que la moda había vuelto. Fue de los últimos en llegar al ayuntamiento y ya había decidido que sería de los primeros en marcharse.

Angela había colocado a Henry en el extremo de la mesa principal, desde donde pudo observar cómo se desarrollaba el acto, y de vez en cuando contestaba a las preguntas de la dama sentada a su izquierda.

En cuanto terminaron los discursos y la banda empezó a tocar, Henry pensó que ya podía escapar. Buscó con la mirada a la señora Forster. Antes la había visto ir de un lado a otro organizándolo todo, desde la rifa y el concurso de solitarios hasta la subasta. Cuando miró con más atención a la señora Forster, ataviada con un vestido de fiesta rojo, la melena rubia que le caía hasta los hombros, tuvo que admitir… Henry se levantó, y ya estaba a punto de marcharse cuando Angela se materializó a su lado.

– Espero que lo haya pasado bien -dijo tocándole el brazo.

Henry no recordaba la última vez que una mujer le había tocado. Rezó para que no le pidiera salir a bailar.

– Lo he pasado de maravilla -aseguró Henry-. ¿Y usted?

– Estoy agobiada de trabajo -respondió Angela-, pero espero que este año hayamos batido el récord de recaudación.

– ¿Cuánto cree haber reunido? -preguntó Henry, alivia do al pisar terreno más seguro.

Angela consultó una libretita.

– Doce mil seiscientas libras en donativos prometidos, treinta y nueve mil cuatrocientas cincuenta en cheques, y algo más de veinte mil en metálico.

Entregó la libreta a Henry para que examinara las cifras. Él las fue repasando y se sintió relajado por primera vez aquella noche.

– ¿Qué va a hacer con el dinero en metálico? -preguntó.

– Siempre lo ingreso cuando vuelvo a casa en el banco más cercano dotado de caja fuerte nocturna. Si quiere acompañarme, podrá presenciar todo el ciclo de principio a fin. -Henry asintió-. Concédame unos minutos -agregó Angela-. He de pagar a la orquesta, y también a mis ayudantes… y siempre lo quieren en efectivo.

Debió de ser entonces cuando a Henry se le ocurrió la idea; al principio un pensamiento fugaz, que desechó al instante. Se encaminó hacia la salida y esperó a Angela.

– Si no recuerdo mal -dijo Henry, mientras bajaban por la escalinata del ayuntamiento-, su facturación del año pasado fue algo inferior a cinco millones, de los cuales más de uno fue en metálico.

– Qué memoria tiene, señor Preston -dijo Angela, mientras se dirigían hacia High Street-. Este año espero facturar más de cinco millones, y en marzo ya empecé el objetivo que me había propuesto.

– Es posible -repuso Henry-, pero el año pasado solo ganó cuarenta y dos mil libras, que es menos del uno por ciento de la facturación.

– Estoy segura de que tiene razón -dijo Angela-, pero me gusta mi trabajo.

– De todos modos, ¿no cree que sus esfuerzos merecen una mejor recompensa?

– Es posible, pero a mis clientes solo les cargo un cinco por ciento de los beneficios, y siempre que hablo de subir la tarifa, me recuerdan que son organizaciones caritativas.

– Pero usted no -dijo Henry-. Usted es una profesional y debería ser recompensada en consecuencia.

– Sé que tiene razón -convino Angela cuando se detuvieron ante el banco Nat West e ingresó el dinero en la caja fuerte nocturna-, pero la mayoría de mis clientes llevan años conmigo.

– Y se han aprovechado de usted durante todos estos años -insistió Henry.

– Es posible que tenga razón -dijo Angela-, pero ¿qué puedo hacer al respecto?

Aquella idea volvió a la mente de Henry, pero no dijo nada.

– Gracias por una velada de lo más interesante, señora Forster. Hacía años que no lo pasaba tan bien.



Henry le tendió la mano derecha, como hacía siempre al terminar una entrevista, y tuvo que hacer un esfuerzo para no añadir: «Hasta el año que viene».

Angela rió, se inclinó hacia él y le besó en la mejilla. Henry tampoco logró recordar cuándo le había sucedido eso por última vez.

– Buenas noches, Henry -dijo Angela, mientras empezaba a alejarse.

– Supongo que no… -Henry vaciló.

– ¿Sí, Henry? -preguntó Angela volviéndose hacia él.

– ¿Te gustaría cenar conmigo alguna vez?

– Me gustaría muchísimo -respondió Angela-. ¿Cuándo te va bien?

– Mañana -contestó Henry, envalentonado de repente.

Angela sacó una agenda del bolso y empezó a pasar las páginas.

– Sé que mañana no puedo -dijo-. Intuyo que toca Greenpeace.

– ¿El lunes? -preguntó Henry sin necesidad de consultar su agenda.

– Lo siento, es el baile de la Cruz Azul, para el cuidado de los animales -dijo Angela, y pasó otra página de la agenda.

– ¿El martes? -propuso Henry procurando disimular su desesperación.

– Amnistía Internacional -contestó Angela, y pasó otra página.

– Miércoles -dijo Henry, que se preguntaba si la mujer habría cambiado de opinión.

– Me va bien -dijo Angela contemplando la página en blanco-. ¿Dónde quieres que nos encontremos?

– ¿Qué te parece La Bacha? -preguntó Henry, recordando que era el restaurante donde los socios llevaban a sus clientes más importantes a comer-. ¿A las ocho te va bien?

– Estupendo.


Henry llegó al restaurante con veinte minutos de antelación y leyó la carta de cabo a rabo… varias veces. Durante la hora de comer había comprado una camisa y una corbata de seda. Ahora se arrepentía de no haberse probado la chaqueta expuesta en el escaparate.

Angela entró en La Bacha poco después de las ocho. Llevaba un vestido verde claro con estampado de flores que le llegaba justo por debajo de la rodilla. A Henry le gustó su peinado, pero sabía que no tendría el valor de decírselo. También aprobaba el hecho de que se hubiera aplicado muy poco maquillaje y que la única joya que exhibía fuera un collar de perlas. Se levantó cuando ella llegó a la mesa. Angela no recordaba quién había sido la última persona que había tenido ese detalle con ella.

Henry había temido que no sabría de qué hablar (las conversaciones intrascendentes nunca habían sido su fuerte), pero Angela se lo puso tan fácil que se sorprendió pidiendo una segunda botella de vino mucho antes de que la cena hubiera terminado: otra primera vez.

– Creo que he encontrado una forma de complementar tus ingresos -dijo Henry, mientras tomaban café.

– No hablemos de negocios -repuso Angela, y le tocó la mano.

– No se trata de negocios -aseguró Henry.


Cuando Angela despertó a la mañana siguiente, sonrió al recordar la agradable velada que había pasado con Henry. Le vino a la mente su frase de despedida, «No olvides que todas las ganancias procedentes del juego están libres de impuestos», pero ignoraba su significado.

Henry, por su parte, recordaba hasta el último detalle de los consejos que había brindado a Angela. El domingo se levantó temprano y empezó a esbozar un plan, que incluía abrir varias cuentas bancarias, preparar hojas de cálculo y trabajar en programas de inversión a largo plazo. Casi se perdió la misa matutina.

Al día siguiente, Henry se dirigió al hotel Hilton de Park Lañe, adonde llegó unos minutos después de la medianoche. Llevaba una bolsa Gladstone vacía en una mano y un paraguas en la otra. Al fin y al cabo tenía que dar el pego.

El baile anual de la Asociación Conservadora de Westminster y la City estaba tocando a su fin. Cuando Henry entró en la sala de baile, los presentes empezaban a reventar globos y vaciar las últimas gotas de champán de las botellas supervivientes. Vio a Angela sentada a una mesa de un rincón, ordenando promesas de donativos, talones y dinero en metálico, que iba colocando en tres pilas separadas. Angela alzó la vista y no pudo disimular su sorpresa cuando le vio. Había pasado el día convenciéndose de que él no hablaba en serio y de que, si aparecía, ella no accedería.

– ¿Cuánto en efectivo? -preguntó Henry como si tal cosa, incluso antes de que ella pudiera decir «hola».

– Veintidós mil trescientas setenta libras -se oyó decir Angela.

Henry se tomó su tiempo. Contó dos veces los billetes antes de guardarlos en la bolsa maltrecha. Los cálculos de Angela eran correctos. Henry le entregó un recibo por diecinueve mil cuatrocientas libras.

– Hasta luego -dijo, justo en el momento en que la banda atacaba «Jerusalem». Abandonó la sala de baile cuando los asistentes entonaban «Bring me my bowl of burning gold» con entusiasmo y desafinando levemente. Angela se quedó como hipnotizada mientras veía a Henry alejarse. Sabía que, si no corría tras él y le detenía antes de que llegara al banco, no habría vuelta atrás.

– Felicidades por otro acto bien organizado, Angela -dijo el concejal Pickering interrumpiendo sus pensamientos-. No sé cómo nos las arreglaríamos sin ti.

– Gracias -repuso Angela, y se volvió hacia el presidente del comité del baile.

Henry empujó las puertas giratorias del hotel y salió a la calle. Por primera vez pensó que su anonimato no era un punto débil, sino una ventaja. Oyó los latidos de su corazón mientras se dirigía hacia la agencia local del HSBC, el banco más cercano con caja fuerte nocturna. Ingresó diecinueve mil cuatrocientas libras y dejó dos mil novecientas setenta en la bolsa. Después paró un taxi (otro cambio en sus costumbres) y dio al conductor una dirección del West End.

El taxi frenó ante un local en el que Henry nunca había entrado, si bien llevaba sus cuentas desde hacía más de veinte años.

El encargado nocturno del casino Black Ace intentó disimular su sorpresa cuando vio al señor Preston entrar en la sala. ¿Habría ido a realizar una inspección? Eso parecía improbable, pues el contable de la empresa no le saludó, sino que se encaminó sin vacilar hacia la mesa de la ruleta.

Henry conocía a la perfección las probabilidades, porque firmaba el balance anual del casino cada abril y, pese al alquiler, la contribución municipal, los salarios de los empleados, la seguridad, incluso las comidas y copas gratis para los clientes habituales, el casino todavía lograba declarar unos pingües beneficios. Pero no era la intención de Henry conseguir ganancias, ni siquiera pérdidas.



Se sentó a la mesa de la ruleta. Abrió la bolsa Gladstone, extrajo diez billetes de diez libras y los entregó al crupier, quien los contó con parsimonia antes de darle diez fichas azules y blancas a cambio.

Ya había varios jugadores sentados a la mesa, que realizaban sus apuestas con fichas de cinco, diez, veinte y cincuenta libras, e incluso las doradas de cien. Solo un cliente tenía una pila de fichas doradas delante, que distribuía al azar en diferentes números. Henry se sintió satisfecho al ver que ese hombre atraía la atención de casi todos los curiosos que rodeaban la mesa.

Mientras el jugador del otro lado de la mesa continuaba sembrando el tapete verde de fichas doradas, Henry colocó una de diez libras sobre el rojo. La rueda giró y la bolita blanca se movió en dirección opuesta hasta caer en el número diecinueve rojo. El crupier devolvió una ficha de diez libras a Henry, mientras recogía fichas doradas por valor de más de mil libras del jugador sentado al otro lado de la mesa.

Mientras el crupier preparaba la rueda, Henry deslizó su única ficha en el bolsillo izquierdo de la chaqueta y siguió apostando al rojo.

La rueda giró de nuevo. Esta vez, la bolita blanca se detuvo en el cuatro negro y el crupier recogió la ficha de Henry. Dos apuestas, y Henry ni ganaba ni perdía. Depositó otra ficha de diez libras sobre el rojo. Ya había aceptado que, si iba a cambiar todo el dinero por fichas, el proceso sería largo y arduo. Pero, a diferencia de la mayoría de los jugadores, era un hombre paciente, cuyo único propósito era no ganar ni perder. Depositó otras diez libras sobre el rojo.

Tres horas más tarde, después de haber conseguido cambiar las dos mil novecientas setenta libras por fichas sin despertar sospechas, Henry abandonó la mesa y se dirigió hacia el bar. Si alguien hubiera observado con atención sus movimientos, habría visto que no había ganado ni perdido. Pero esa era su intención. Solo quería cambiar todo el dinero sobrante por fichas antes de ejecutar la segunda parte de su plan.

Cuando llegó al bar, con la bolsa Gladstone vacía y los bolsillos rebosantes de fichas, se sentó al lado de una mujer que parecía estar sola. No le dirigió la palabra y ella no demostró el menor interés por él. Cuando Angela pidió otra copa, Henry se agachó y depositó todas sus fichas en el bolso abierto que ella había dejado en el suelo, a su lado. Henry se encaminó hacia la salida antes de que el camarero tuviera tiempo de preguntarle qué deseaba.

El encargado le abrió la puerta de la calle.

– Espero volver a verle pronto, señor.

Henry asintió, pero no se molestó en explicar que todo el asunto estaba a punto de convertirse en parte de una costumbre nocturna. En cuanto pisó la acera, se dirigió hacia la estación de metro más próxima, pero no empezó a silbar hasta haber doblado la primera esquina.

Angela se agachó y cerró el bolso, pero no antes de terminar su copa. Dos hombres le habían hecho proposiciones y se sentía muy halagada. Bajó del taburete y se acercó a una breve cola de clientes parados ante la ventanilla del cajero. Cuando le tocó el turno, Angela empujó el montón de fichas de diez libras bajo la rejilla de acero y esperó.

– ¿En metálico o en un cheque, señora? -preguntó el cajero en cuanto hubo contado las fichas.

– En un cheque, por favor -contestó Angela.

– ¿A qué nombre he de extenderlo? -fue la siguiente pregunta del cajero.

– Señora Ruth Richards -respondió Angela tras un momento de vacilación.

El cajero escribió el nombre de Ruth Richards y la cifra de dos mil novecientas treinta libras, tras lo cual deslizó el cheque bajo la rejilla. Angela comprobó la cifra. Henry había perdido cuarenta libras. Sonrió al recordar que él le había prometido que al cabo de un año las cuentas estarían equilibradas. De todos modos, como Henry solía explicar, no estaba tentando la suerte, sino cambiando por fichas todos los billetes susceptibles de dejar alguna pista para que ella terminara con un cheque al que nadie podría seguir la pista con posterioridad.

Al salir del casino Angela vio que el encargado hablaba con otro cliente, que sin duda había perdido una cantidad considerable de dinero. Henry le había advertido de que los encargados vigilaban más a los ganadores que a los perdedores y que, puesto que estaba a punto de embarcarse en una larga y provechosa carrera, no debía llamar la atención.

Una de las condiciones de Henry era que no debían ponerse en contacto, excepto cuando él fuera a recoger las ganancias y en aquel breve momento en que depositaría las fichas en el bolso abierto de Angela. No quería que nadie pensara que estaban conchabados. Ella había accedido de mala gana. El otro consejo de Henry era que no debían verla recogiendo el dinero en ningún acto. «Deja que lo hagan los voluntarios -había dicho-.Así, si algo sale mal, nadie sospechará de ti.»

Hay ciento veinte casinos en el centro de Londres, de modo que Henry y Angela no consideraron necesario ir a ninguno de ellos más de una vez al año.


Durante los tres años siguientes, Henry y Angela hicieron vacaciones al mismo tiempo, pero nunca en el mismo lugar, y siempre en agosto. Angela explicaba que muy pocas organizaciones celebraban sus fiestas anuales en dicho mes. Durante la temporada Henry no debía ausentarse de la ciudad, porque desde septiembre a diciembre la noche del domingo era la única que Angela podía garantizar que no trabajaba, y en vísperas de Navidad solía tener una comida, además de un par de recepciones por la noche.

Aunque Henry había redactado el reglamento, Angela había insistido en añadir una cláusula: no se descontaría nada de ninguna organización que no alcanzara el total del año anterior. Pese a este apéndice, que Henry apoyó con entusiasmo, pocas veces se marchaba de una celebración con la bolsa Gladstone vacía.

Todavía se reunían una vez al año en el despacho del señor Preston para repasar las cuentas anuales de la señora Forster, y una semana después cenaban en La Bacha. Ninguno de los dos aludía jamás al hecho de que ella había defraudado a Hacienda 267.900, 311.150 y 364.610 libras durante los últimos tres años, y que después de cada recepción depositaban el último cheque en diferentes cuentas bancarias de Londres, siempre a nombre de la señora Ruth Richards. La otra responsabilidad de Henry consistía en asegurarse de que la riqueza así adquirida se invertía con astucia, recordando que él no era jugador. No obstante, una de las ventajas de llevar la contabilidad de otras empresas es que no resulta difícil predecir cuál va a tener un buen año. Como los cheques nunca se extendían al nombre de él o de ella, era imposible seguir el rastro de los beneficios hasta ninguno de los dos.

Después de embolsarse el primer millón Henry consideró que podían permitirse una cena de celebración sin correr peligro. Angela quería ir a Mosimann’s, en West Halkin Street, pero Henry vetó la idea. Reservó una mesa para dos en La Bacha. No debían llamar la atención sobre su riqueza recién adquirida, le recordó.

Henry lanzó otras dos sugerencias durante la cena. Angela accedió de muy buena gana a la primera, pero no quiso hablar de la segunda. Henry le aconsejó transferir el primer millón a una cuenta en el paraíso fiscal de las islas Cook, mientras él continuaba con la misma política de inversiones. También recomendó que en el futuro, cada vez que desviaran otras cien mil libras, Angela debía transferir la misma cantidad a dicha cuenta.

Angela levantó la copa.

– De acuerdo -dijo-. ¿Cuál es el segundo punto del orden del día, señor presidente? -preguntó con sorna.

Henry le contó los detalles de un plan para futuras contingencias en el que ella ni siquiera quiso pensar.

Henry alzó por fin su copa. Por primera vez en su vida ardía en deseos de jubilarse y reunirse con todos sus colegas para celebrar su sesenta cumpleaños.

Seis meses después, el presidente de Pearson, Clutterbuck & Reynolds envió a todos los empleados invitaciones en las que les pedía que se reunieran con los socios para tomar unas copas en un hotel de tres estrellas, donde celebrarían la jubilación de Henry Preston y le agradecerían los cuarenta años de servicios y dedicación a la empresa.

Henry no pudo asistir a su fiesta de despedida, pues terminó celebrando su sexagésimo aniversario entre rejas, y todo por unas míseras ochocientas veinte libras.



La señorita Florence Blenkinsopp volvió a comprobar las cifras. La primera vez ya se había dado cuenta. Faltaban ochocientas veinte libras de la cantidad que había calculado antes de que el hombre con traje de raya diplomática a quien nadie había invitado entrara en la sala de baile con su bolsa y desapareciera con todo el dinero. Angela no podía ser la responsable. Al fin y al cabo, había sido alumna suya en el convento de Santa Catalina. La señorita Blenkinsopp restó importancia a la diferencia achacándola a un error suyo, sobre todo porque la recaudación era bastante superior a la del año anterior.

El año siguiente se cumpliría el centenario del convento y la señora Blenkinsopp ya estaba planeando un baile para celebrarlo. Anunció al comité su esperanza de que se aplicaran si su intención era conseguir batir récords el año del centenario. Si bien la señorita Blenkinsopp se había jubilado como directora de Santa Catalina unos siete años antes, continuaba tratando al comité de talluditas ex alumnas como si fueran todavía unas adolescentes.

El baile del centenario no pudo ser un éxito mayor, y la señorita Blenkinsopp fue la primera en distinguir a Angela con las alabanzas más encendidas. Dejó muy claro que, en su opinión, la señora Forster sí se había aplicado. Sin embargo, la señorita Blenkinsopp consideró necesario contar tres veces el dinero recaudado aquella noche antes de que apareciera el hombrecillo con la bolsa Gladstone y se lo llevara. Cuando unos días después volvió a repasar las cuentas, si bien habían superado su récord anterior por una cantidad considerable, la recaudación era inferior en más de dos mil libras a la cantidad que había apuntado en el reverso de la tarjeta que indicaba el lugar que le correspondía en la mesa.

La señora Blenkinsopp pensó que no tenía otro remedio que comunicar la diferencia (por segundo año consecutivo) a su presidenta, lady Travington, quien a su vez pidió consejo a su marido, presidente del comité de seguimiento local. Sir David prometió, antes de apagar la luz aquella noche, que hablaría con el jefe de policía por la mañana.

Cuando el jefe de policía fue informado del desfalco, pasó los datos al subjefe. Este transmitió la información a un inspector jefe, a quien le habría gustado decir a su superior que estaba en plena persecución de un asesino y al acecho de un cargamento de heroína con un valor en el mercado de más de diez millones. El hecho de que el convento de Santa Catalina hubiera extraviado poco más de dos mil libras no podía colocarse en el primer puesto de su lista de prioridades. Paró al primero que encontró en el pasillo y le pasó el expediente.

– Oficial, quiero un informe completo sobre mi mesa antes de la reunión del comité de seguimiento del mes que viene.

La oficial Janet Seaton puso manos a la obra como si siguiera los pasos de Jack el Destripador.

En primer lugar habló con la señorita Blenkinsopp, la cual se mostró muy dispuesta a colaborar, pero insistió en que ninguna de sus chicas podía estar implicada en un incidente tan desagradable y, por lo tanto, no había por qué interrogarlas. Diez días después, la oficial Seaton compró una entrada para el baile de cazadores de Bebbington, pese a que no había montado a caballo en toda su vida.

La oficial Seaton llegó a Bebbington Hall justo antes de que sonara el gong y el maestro de ceremonias bramara: «La cena está servida». Identificó enseguida a Angela Forster, incluso antes de haber localizado su mesa. Aunque la oficial Seaton tuvo que entablar una educada conversación con los hombres que la flanqueaban, no perdió de vista a la señora Forster. Cuando sirvieron los quesos y los cafés, había llegado a la conclusión de que estaba lidiando con una profesional consumada. La señora Forster no solo era capaz de controlar los frecuentes arranques de lady Bebbington, esposa del cazador mayor, sino que además encontró tiempo para organizar la orquesta, la cocina, el servicio de camareros, el cabaret y el personal voluntario sin siquiera despeinarse. Pero lo más interesante es que parecía no tener nada que ver con la recaudación de dinero. De eso se encargaba un grupo de señoras, quienes llevaban a cabo la tarea sin consultar a Angela.

Cuando la banda atacó su primer número, varios jóvenes solicitaron bailar con la oficial de policía. Los rechazó a todos, aunque a uno de mala gana.

Faltaban pocos minutos para la una y la velada estaba a punto de terminar, cuando la oficial localizó al hombre al que esperaba. Entre las chaquetas negras y rojas, habría sido más fácil de identificar que un zorro a la carrera. También encajaba a la perfección con la descripción facilitada por la señorita Blenkinsopp: un hombre calvo, rechoncho y bajo, de unos sesenta años, vestido de una manera más adecuada para una oficina de contabilidad que para un baile de cazadores. No le quitó los ojos de encima mientras el hombre rodeaba la pista de baile. Cuando desapareció detrás del escenario, la oficial abandonó al punto la mesa y se encaminó hacia el otro lado de la sala, y solo se detuvo cuando vio a los dos sin obstáculos. El hombre estaba sentado al lado de Angela, contando el dinero, ignorante de que otros dos ojos le observaban atentamente. La oficial miró.1 Angela, mientras el hombre ordenaba en pilas los billetes, los talones y los donativos prometidos. No intercambiaron ni una palabra.

Henry contó dos veces el dinero en metálico y ni siquiera miró a Angela. Guardó los billetes en la bolsa y le dio un recibo. Con apenas una inclinación de la cabeza, volvió sobre sus pasos y abandonó a toda prisa la sala de baile. Toda la operación había durado menos de siete minutos. Henry no se dio cuenta de que uno de los asistentes a la fiesta le pisaba los talones y, más importante aún, no le quitaba ojo.

La oficial Seaton vio que el hombre bajaba por el largo camino de entrada, atravesaba las puertas de hierro forjado y continuaba hacia el pueblo.

Como era una noche clara y las calles estaban desiertas, a la oficial Seaton no le resultó difícil seguir al hombre sin que este se percatara. Debía de sentirse muy confiado, porque no miró atrás ni una sola vez. La oficial solo tuvo que refugiarse en las sombras en una ocasión, cuando su presa se detuvo ante una agencia local del banco Nat West. Abrió la bolsa, sacó un paquete y lo dejó caer en la caja fuerte nocturna. Después continuó su camino sin apenas alterar el ritmo de sus pasos. ¿Adónde iba?

La joven policía tuvo que tomar una rápida decisión. ¿Debía seguir al desconocido o regresar a Bebbington Hall para ver qué hacía la señora Forster? «Siga el dinero», le había aconsejado siempre su supervisor de Peel House. Cuando Henry llegó a la estación, la oficial maldijo. Había aparcado su coche en los jardines de la mansión y, si quería perseguir al hombre de la bolsa, tendría que dejar el vehículo allí y recogerlo a primera hora de la mañana.

El último tren a Waterloo entró en la estación de Bebbington unos minutos después. Cada vez estaba más claro que el hombre de la bolsa lo había calculado todo al minuto. La oficial permaneció oculta hasta que el hombre subió al tren. Entonces se sentó en el siguiente vagón.

Cuando llegaron a Waterloo, el hombre se apeó y se dirigió a toda prisa a la parada de taxis más cercana. La oficial se mantuvo a cierta distancia hasta que le tocó el turno al desconocido. En cuanto este subió al vehículo, la oficial avanzó hacia la cola, exhibió su identificación y pidió disculpas a la persona que se disponía a subir al siguiente taxi. Entró en este y ordenó al conductor que siguiera deprisa al que acababa de alejarse.

Cuando el taxista frenó ante el casino Black Ace, la oficial se quedó en el asiento trasero hasta que el hombre hubo desaparecido en el interior.



Pagó al conductor sin prisas, bajó y entró en el casino tras su presa. Rellenó una solicitud para hacerse socia, pues no quería que nadie se enterara de que estaba en misión oficial.

La oficial Seaton entró en la sala y echó un vistazo a las mesas de juego. Solo tardó unos minutos en localizar a su hombre, sentado al lado de una ruleta. Avanzó unos pasos y se sumó a un grupo de curiosos que formaban una herradura alrededor de la mesa. Procuró mantenerse algo alejada de su presa porque, ataviada con un vestido azul de seda largo más adecuado para un baile, el hombre podía fijarse en ella e incluso preguntarse si le había seguido desde Bebbington Hall.

Durante la hora siguiente vio que el hombre sacaba de la bolsa fajos de billetes a intervalos regulares y los cambiaba por fichas. Una hora después, debía de haber vaciado la bolsa, porque se levantó de la mesa con una expresión sombría y se encaminó hacia el bar.

La oficial Seaton había resuelto el misterio: el hombre anónimo estaba desviando dinero de la velada con el fin de financiar su adicción al juego. Pero aún no estaba segura de la posible implicación de Angela.

Se escondió tras una columna de mármol, mientras el hombre se sentaba en un taburete, al lado de una señora vestida con un traje chaqueta azul con falda corta.

¿Le quedaba dinero suficiente para pagar a una prostituta? La oficial salió de detrás de la columna para echar un vistazo y casi tropezó con Henry cuando este se dirigía a la salida. Más tarde, mucho más tarde, la oficial Seaton consideró extraño que se hubiera ido del bar sin tomar una copa. Tal vez la mujer del taburete le había dado calabazas.

Henry se detuvo en la acera y paró un taxi. La oficial tomó otro. Siguieron al de Henry por Putney Bridge y continuaron el trayecto por la orilla meridional del río. El taxi se detuvo por fin ante un bloque de pisos de Wandsworth. La oficial Seaton apuntó la dirección y decidió que se merecía volver a casa en taxi.


A la mañana siguiente la oficial Seaton dejó su informe sobre la mesa del inspector jefe. Este lo leyó, sonrió, salió de su despacho y recorrió el pasillo para informar al subjefe de policía, quien a su vez llamó al jefe de policía. El jefe decidió no hablar de ello al presidente del comité de seguimiento hasta después de haber efectuado una detención, pues quería presentar a sir David un caso resuelto, uno de esos en que un jurado no tiene otro remedio que emitir un veredicto de culpabilidad.


Henry depositó el dinero del baile Butterfly en la caja fuerte nocturna de Lloyds TSB, a un par de cientos de metros del hotel donde los masones estaban celebrando su cena anual. No había recorrido ni treinta metros, cuando un coche de policía frenó a su lado. Era absurdo ponerse a correr, y además, Henry no estaba acostumbrado a cambiar de marcha. En cualquier caso, ya había planificado este momento hasta el último detalle. Henry fue detenido y acusado dos días antes de la reunión del comité de seguimiento.


Henry eligió al señor Clifton-Smyth, un abogado cuyas cuentas había llevado durante los últimos veinte años, para que le representara.

El señor Clifton-Smyth escuchó con atención la defensa de su cliente y tomó abundantes notas, pero, cuando Henry llegó al final de su relato, solo le dio un consejo: declararse culpable.

– Le informaré, por supuesto -añadió-, de todas las circunstancias atenuantes.

Henry aceptó el consejo de su abogado. Al fin y al cabo, el señor Clifton-Smyth jamás había puesto en tela de juicio su opinión durante las dos últimas décadas.


Henry no intentó ponerse en contacto con Angela durante los preliminares del juicio y, si bien la policía estaba segura de que ella era la Bonnie de su Clyde, dedujeron muy pronto que no tendrían que haberle detenido hasta que hubiera acudido al casino por segunda vez. ¿Quién era la mujer sentada en el bar? ¿Le había estado esperando? La Unidad de Delitos Especiales dedicó semanas a recoger matrices de talonarios de todos los casinos de Londres, pero no lograron encontrar ni un solo cheque extendido a nombre de la señora Angela Forster y, lo que era aún más desconcertante, tampoco localizaron ninguno a nombre de Henry Preston. ¿Perdía siempre?

Cuando consultaron el libro de celebraciones de Angela, descubrieron que Henry siempre había asumido la responsabilidad de contar el dinero y firmar el recibo. A continuación, una bandada de buitres de Hacienda cayó sobre la cuenta corriente de Angela, pero solo encontró once mil trescientas dieciocho libras de saldo, una cantidad que reflejaba muy pocos movimientos durante los últimos cinco años. Cuando la oficial Seaton informó a la señorita Blenkinsopp, esta pareció contentarse con creer que habían capturado al culpable. Al fin y al cabo, explicó a la oficial Seaton, era imposible que una chica de Santa Catalina estuviera implicada en algo semejante.

El subjefe de policía, con la búsqueda del asesino todavía en marcha y el alijo de drogas sin salir a la luz, dio instrucciones de cerrar el caso de Santa Catalina. Se había efectuado una detención, y eso era lo único que importaba cuando entregaban sus estadísticas delictivas anuales.

Cuando los letrados de Hacienda aceptaron que no había forma de localizar el dinero desaparecido, el abogado de Henry consiguió llegar a un acuerdo con el fiscal de la corona. Si se declaraba culpable del robo de ciento treinta mil libras y se comprometía a devolver toda la cantidad a las partes perjudicadas, recomendarían una condena corta.


– Y sin duda en este caso existen circunstancias atenuantes sobre las que desea llamar nuestra atención, ¿verdad, señor Cameron? -dijo el juez, mientras miraba al abogado de Henry.

– Desde luego, señoría -repuso el señor Alex Cameron, QC, [6] mientras se levantaba con parsimonia-. Mi cliente no ha ocultado su desgraciada adicción al juego, que ha sido la causa de su trágica perdición. Sin embargo -continuó el señor Cameron-, estoy convencido de que su señoría tendrá en cuenta que es el primer delito de mi cliente, y hasta este lamentable desatino había sido un pilar de la comunidad de reputación intachable. Mi cliente ha ofrecido largos años de servicios desinteresados a la iglesia local como tesorero honorario, tal como atestiguó el párroco, cosa que sin duda usted recordará, señoría.

El señor Cameron carraspeó antes de continuar.

– Señoría, tiene ante usted a un hombre destrozado y arruinado, al que solo aguardan largos años de jubilación. Ha llegado al extremo -continuó el señor Cameron, mientras tiraba de sus solapas- de tener que vender su piso de Wandsworth para pagar sus deudas. -Hizo una pausa-. Dadas las circunstancias, tal vez considere, señoría, que mi cliente ya ha sufrido bastante y, por lo tanto, debería ser tratado con indulgencia.

El señor Cameron miró esperanzado al juez y volvió a sentarse.

El magistrado miró al abogado de Henry y le devolvió la sonrisa.

– No lo bastante, señor Cameron. Trate de no olvidar que el señor Preston era un profesional que abusó de una situación de confianza. Pero déjeme recordar a su cliente -añadió el juez volviéndose hacia Henry- que el juego es una enfermedad y que el acusado debería buscar ayuda para superar su adicción en cuanto salga de la prisión.

Henry se preparó para escuchar la sentencia.

El juez hizo una pausa, que pareció durar toda una eternidad, y siguió mirando a Henry.

– Le condenó a tres años -dijo-. Llévense al preso -añadió.

Henry aterrizó en la prisión abierta de Ford. Nadie se fijó en su llegada y nadie se fijó en su partida. Siguió llevando una existencia tan anónima dentro como fuera. No recibía correo, no hacía llamadas telefónicas, no tenía visitas. Cuando le pusieron en libertad, dieciocho meses después, tras haber cumplido la mitad de la pena, nadie le esperaba ante la puerta.

Henry Preston aceptó la paga de cuarenta y cinco libras, y la última vez que se le vio caminaba hacia la estación de tren con una bolsa Gladstone que solo contenía sus pertenencias personales.


El señor Graham Richards y su señora disfrutan de una agradable jubilación, bastante tranquila, en la isla de Mallorca. Poseen una pequeña villa en primera línea de mar, con vistas a la bahía de Palma, y ambos gozan de cierto aprecio entre la comunidad local.

El presidente del Royal Overseas Club de Palma informó a la asamblea nacional de accionistas de que se había apuntado un gran tanto al convencer al ex director financiero de la Nigerian National Oil Company de que se convirtiera en tesorero honorario del club. Siguieron gestos de asentimiento, murmullos y una salva de aplausos. El presidente propuso a continuación que el secretario debía hacer constar en el acta que, desde que el señor Richards había asumido la responsabilidad de tesorero, las cuentas del club estaban en perfecto orden.

– Y a propósito -añadió-, su esposa Ruth ha accedido amablemente a organizar nuestro baile anual.

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