El rey rojo


M e acusaron de un delito que no había cometido y me condenaron por un crimen que no había cometido -dijo Max, tendido en la litera que había debajo de la mía, mientras liaba otro cigarrillo.

Cuando estuve en la cárcel, oí esta afirmación en diversas ocasiones, pero en el caso de Max Glover resultó ser cierta.

Max cumplía una pena de tres años por obtener dinero mediante engaño. No era lo suyo. Su especialidad era robar objetos pequeños de casas grandes. Una vez me contó, con considerable orgullo profesional, que podían transcurrir años antes de que un propietario se diera cuenta de que una reliquia familiar había desaparecido, sobre todo, añadió Max, si te llevabas un objeto pequeño pero valioso de una habitación atestada.

– Que quede claro que no me estoy quejando -continuó-, porque, si me hubieran acusado de un delito que sí cometí, habría acabado con una condena mucho mayor… -hizo una pausa- y nada que esperar cuando me soltaran.

Max sabía que había despertado mi curiosidad y, como yo no tenía adonde ir durante las tres horas siguientes, hasta que la puerta de la celda se abriera para Asociación (esos gloriosos cuarenta y cinco minutos durante los cuales se permite a los presos salir de la celda para pasear por el patio), tomé mi pluma y le dije:

– Muy bien, Max, soy todo oídos. Cuéntame qué pasó para que te condenaran por un delito que no cometiste.

Max encendió una cerilla, la acercó al cigarrillo y dio una profunda calada antes de empezar. En la cárcel toda acción es exagerada, puesto que no hay la menor prisa. Me tendí en la litera de arriba y esperé pacientemente.

– ¿Te dice algo el Juego Kennington? -preguntó Max.

– No -contesté, aunque supuse que se refería a un grupo de caballeros montados con chaquetas rojas, una copa de oporto en la mano y un látigo en la otra, rodeados de una manada de sabuesos y empeñados en dedicar la mañana del sábado a perseguir a algún animal peludo de cola espesa. Estaba equivocado. El Juego Kennington, empezó a explicar Max, era un juego de ajedrez.

– Pero no uno normal -aseguró.

Mi interés aumentó. Seguramente las piezas eran obra de Lu Ping (1469-1540), un maestro artesano de la dinastía Ming (1368-1644). Los treinta y dos trebejos de marfil estaban tallados con exquisitez y pintados en rojo y blanco. Los detalles se hallan recogidos con fidelidad en documentos históricos, si bien nunca se ha establecido con exactitud cuántos juegos creó Lu Ping durante su vida.

– Se sabe que había tres juegos completos -continuó Max, mientras el humo se elevaba en espiral desde la litera inferior-. El primero se expone en el salón del trono del Palacio del Pueblo de Pekín; el segundo, en la colección Mellon de Washington, y el tercero, en el Museo Británico. Muchos coleccionistas rastrearon el gran territorio chino en busca del legendario cuarto juego y, aunque todos los esfuerzos terminaron en fracaso, varias piezas aparecieron en el mercado de vez en cuando.

Max apagó la colilla más minúscula que yo había visto en mi vida.

– En aquel tiempo -continuó Max- yo estaba llevando a cabo ciertas investigaciones sobre los objetos más pequeños de Kennington Hall, en Yorkshire.

– ¿Cómo te las apañaste? -pregunté.

– Country Life encargó a lord Kennington que escribiera un libro ilustrado para Navidad, en el que detallara los tesoros de Kennington Hall -dijo Max, mientras liaba un segundo cigarrillo-. Muy amable por su parte -añadió.

»Entre sus antepasados se hallaba un tal James Kennington (entre 1552 y 1618), un verdadero aventurero, bucanero y fiel servidor de la reina Isabel I. Él rescató el primer juego en 1588 sacándolo del Isabella tan solo momentos antes de que se hundiera. Al regresar a Plymouth, tras ganar por diecisiete a cuatro en la contienda contra los españoles, el capitán Kennington entregó su preciado tesoro a la reina. A su majestad siempre le habían interesado las cosas sólidas, sobre todo si podía llevarlas encima (oro, plata, perlas o joyas raras), y premió al capitán Kennington con el título de sir. El juego de ajedrez no atrajo a la reina, de modo que sir James se quedó con él. A diferencia de sir Francis o sir Walter, [3] sir James continuó saqueando los mares. Gozó de tanto éxito que, una década después, su majestad le permitió ingresar en la Cámara de los Lores, con el título de primer lord Kennington, en premio a los servicios prestados a la corona. -Max hizo una pausa-. Lo único que diferencia a un pirata de un lord es con quién divide el botín.

»El segundo lord Kennington, al igual que su monarca, no mostró el menor interés por el ajedrez, de modo que el juego fue acumulando polvo en una de las noventa y dos estancias de Kennington Hall. Como hubo pocos episodios históricos dignos de mención durante las tranquilas vidas del tercero, cuarto, quinto y sexto lord Kennington, solo podemos suponer que el juego continuó en su sitio y que las piezas nunca se movieron sobre el tablero. El séptimo lord Kennington sirvió como coronel en el duodécimo batallón de los Light Dragoons en la época de Waterloo. El coronel jugaba al ajedrez de vez en cuando, de modo que desempolvaron el tablero y las piezas y los trasladaron a la Galería Larga.

»El octavo lord Kennington murió durante la carga de la brigada ligera; el noveno, en la guerra de los bóers, y el décimo, en Ypres. El undécimo, un playboy, tuvo una existencia más plácida, pero al final, por motivos pecuniarios (Kennington Hall necesitaba un nuevo tejado), se vio obligado a abrir su casa al público. Todos los fines de semana recibían ingentes cantidades de visitantes, a quienes por una pequeña suma se permitía recorrer la mansión. Cuando entraban en la Galería Larga, se topaban con la obra maestra china sobre su pedestal, rodeado de un cordón rojo.

»Debido a las numerosas deudas, que las aportaciones del público no podían sufragar, lord Kennington se vio obligado a vender varias reliquias familiares, entre ellas el Juego Kennington.

»Christie’s fijó una cifra inicial de cien mil libras por la obra maestra, pero el mazo del subastador dio como cantidad definitiva doscientas treinta mil.

»La próxima vez que vayas a Washington -añadió Max entre calada y calada-, podrás ver el Juego Kennington original, que ahora forma parte de la colección Mellon. Este sería el final de mi historia, si el undécimo lord Kennington no se hubiera casado con una bailarina de striptease norteamericana, quien dio a luz un hijo. Este chico poseía una cualidad que el linaje Kennington no conocía desde hacía varias generaciones: cerebro.

»El honorable Harry Kennington se convirtió, pese a la desaprobación de su padre, en administrador de fondos de inversión libre y, de esta forma, en heredero natural del primer lord Kennington. Era un hombre que navegaba por los mercados de valores con la misma facilidad con que su antepasado bucanero había surcado los mares. A los veintisiete años Harry había conseguido su primer millón comprando empresas en crisis para vender sus bienes. Cuando heredó el título, ya era presidente del Kennington´s Bank. Lo primero que hizo con su recién adquirida riqueza fue emprender la empresa de devolver su antigua grandeza a Kennington Hall. No permitió bajo ningún concepto que el público pagara cinco libras por aparcar el coche en los jardines.

»El duodécimo lord Kennington, al igual que su padre, se casó también con una mujer notable. Elsie Trumpshaw era hija del propietario de una fábrica de algodón y producto de la educación del Cheltenham Ladies’ College. Como para cualquier muchacha de Yorkshire con amor propio, para Elsie la expresión “Si cuidas de los peniques, las libras cuidarán de sí mismas” era un credo, no un tópico.

»Mientras su marido estaba ausente ganando dinero, Elsie era sin duda la dueña de Kennington Hall. Tras pasar sus años de formación llevando los vestidos usados y los libros manoseados de su hermana, y más tarde tomando prestado su lápiz de labios, fuera cual fuese el color, estaba muy capacitada para ser la guardiana de una fortuna familiar. Con habilidad consumada, diligencia y excelente administración, se encargó del mantenimiento y la conservación de la mansión recién restaurada. Si bien no le interesaba el ajedrez, ver la vitrina vacía de la Galería Larga provocó su irritación. Solucionó el problema por fin mientras visitaba un mercadillo de la localidad y, al mismo tiempo, cambió la suerte de muchas personas, entre ellas, yo.

Max apagó su segundo cigarrillo, y al ver que no liaba otro de inmediato me quedé más tranquilo, pues nuestra pequeña celda empezaba a parecerse a la estación de Paddington en la época de las locomotoras de vapor.


Una lluviosa mañana de domingo, Elsie deambulaba por un mercadillo de Pudsey. Solo iba a dichos acontecimientos cuando llovía, pues eso aseguraba pocos curiosos y la posibilidad de regatear con más facilidad. Estaba mirando un montón de ropa, cuando se topó con el tablero de ajedrez. Las casillas rojas y blancas despertaron recuerdos de una fotografía que había visto en un catálogo antiguo de Christie’s, que databa de la época en que se había vendido el juego original. Elsie regateó un rato con el hombre que se hallaba de pie detrás de un viejo Jaguar y acabó pagando veintitrés libras por el tablero de marfil.

Cuando Elsie regresó a la mansión, colocó el recién adquirido tablero en la vitrina vacía y descubrió con placer que parecía hecho a medida. La coincidencia no despertó sus sospechas, hasta que su tío Bertie le aconsejó que lo mandara tasar… a efectos de la compañía de seguros, dijo.

Poco convencida, pero incapaz de decepcionar a su tío, Elsie llevó el tablero a Londres durante una de sus visitas mensuales a la tía Gertrude. Lady Kennington (en Londres siempre era lady Kennington) se pasó por Sotheby’s camino de Fortnum & Masón. Un joven empleado del departamento chino preguntó si su señoría sería tan amable de volver por la tarde, momento en el que sus expertos ya habrían tasado el tablero.

Elsie regresó a Sotheby’s después de un relajado almuerzo con su tía Gertrude. La recibió un tal señor Sencill, director del departamento chino, el cual le dijo que no cabía duda de que la pieza era de la dinastía Ming.

– ¿Pueden valorarla… a efectos del seguro? -preguntó Elsie.

– Dos mil, dos mil quinientas libras, señora -respondió el señor Sencill-. Los tableros de ajedrez Ming son muy comunes -explicó-. Son los trebejos los que escasean, y un juego entero… -Alzó las manos y unió las palmas, como si rezara al dios desconocido de los subastadores-. ¿Está pensando en vender el tablero? -preguntó.

– No -contestó Elsie con firmeza-. Al contrario, estoy pensando en completarlo.

El experto sonrió. Al fin y al cabo Sotheby’s no es otra cosa que una casa de empeños con pretensiones, en la que compra o vende cada generación de aristócratas.

Al llegar a Kennington Hall, Elsie devolvió el tablero a su lugar de honor en el salón.

Tía Gertrude puso la bola en movimiento. El día de Navidad, regaló a su sobrina un peón blanco. Elsie colocó la pieza en el tablero vacío. Parecía muy sola.

– Ahora, querida, a ver si completas el juego en vida -retó la anciana, ignorante de la cadena de acontecimientos que iba a poner en marcha.

Lo que había empezado como un capricho, como resultado de una visita a un mercadillo de Pudsey, se convirtió en una obsesión cuando Elsie empezó a buscar por todo el mundo las piezas que faltaban. El primer lord Kennington se habría sentido orgulloso de ella.

Cuando lady Kennington dio a luz a su primer hijo, Edward, su agradecido marido le regaló una reina blanca: una dama de marfil exquisitamente esculpida y adornada con un manto real muy trabajado. Su majestad contempló con desdén al insignificante peón.

La siguiente adquisición fue otro peón blanco, comprado por tío Bertie a un anticuario de Nueva York. Esto permitió a la reina blanca reinar sobre dos súbditos.

El nacimiento de un segundo hijo, James, fue recompensado con un alfil rojo, resplandeciente con su traje ceremonial y provisto de un báculo. La reina y sus dos súbditos podían tomar ahora la comunión, [4] aunque tuvieran que atravesar el tablero para ello. Pronto toda la familia se puso a buscar con fruición las piezas perdidas. Un peón rojo fue la siguiente adquisición, cuando cayó bajo el mazo del subastador en Bonham’s. Ocupó su lugar al otro lado del tablero, a la espera de ser comido. Ahora todos en el negocio sabían cuál era la misión en la vida de lady Kennington.

El siguiente inquilino del tablero fue una torre banca, que tía Gertrude legó a Elsie en su testamento.


Cuando en 1991 falleció el duodécimo lord Kennington, solo faltaban dos peones y un caballo blancos, mientras las rojas echaban de menos cuatro peones, una torre y un rey.

El 11 de mayo de 1992, un anticuario que se hallaba en posesión de tres peones rojos y un caballo blanco llamó a las puertas de Kennington Hall. Acababa de llegar de un viaje a las regiones exteriores de China. Una expedición larga y ardua, dijo a su señoría. Pero no había vuelto con las manos vacías, le aseguró.

Si bien su señoría se hallaba en sus años de ocaso, todavía se hizo de rogar durante varios días, hasta que el anticuario pagó su cuenta del Kennington Arms y se marchó con un cheque por valor de veintiséis mil libras.

Pese a investigar los rumores procedentes de Hong Kong, viajar a Boston y establecer contacto con anticuarios de Moscú y México, los rumores pocas veces se convertían en realidad en la búsqueda incesante de lady Kennington.

Durante los años siguientes, Edward, decimotercer lord Kennington, localizó el último peón rojo y una torre roja en el hogar de un lord arruinado, quien había vivido en la misma escalera que Eddie en Eton. Su hermano James, para no ser menos, compró dos peones blancos a un anticuario de Bangkok.

Solo quedaba por localizar el rey rojo.

Desde hacía un tiempo la familia pagaba bastante más de lo debido por las piezas, puesto que todos los anticuarios del mundo eran conscientes de que, si lady Kennington conseguía completar el juego, este valdría una fortuna.


Cuando Elsie inauguró su novena década, informó a sus hijos de que, al fallecer, sus bienes se dividirían en dos partes iguales, con una salvedad: su intención era legar el juego de ajedrez al que localizara la pieza que faltaba.

Elsie murió a la edad de ochenta y tres años sin su rey.

Eddie ya había heredado el título (algo que no se transmite mediante testamento), y ahora, después del impuesto de sucesiones, también heredó la mansión y ochocientas cincuenta y siete mil libras. James se mudó al apartamento de Cadogan Square y recibió la misma cantidad de ochocientas cincuenta y siete mil libras. El Juego Kennington continuó en su vitrina para que todo el mundo lo admirara, con una casilla todavía sin ocupar y el propietario sin designar. Entra en escena Max Glover.


Max poseía un don indiscutible para jugar al criquet. Educado en un discreto colegio privado de Inglaterra, su talento de elegante bateador zurdo le permitió codearse con la gente a la que más tarde robaría. Al fin y al cabo, un individuo capaz de anotar cien puntos sin el menor esfuerzo es digno de confianza.



Los encuentros en campo contrario le gustaban más a Max, pues le concedían la oportunidad de conocer a once víctimas en potencia. Kennington Village XI no fue una excepción. Cuando su señoría se reunió con los dos equipos para tomar el té en el pabellón, Max ya había sonsacado al árbitro local la historia del Juego Kennington, incluida la cláusula del testamento según la cual el hijo que encontrara el rey rojo heredaría el juego completo.

Max tuvo la audacia de preguntar a su señoría, mientras devoraba un buen pedazo de bizcocho con capas de mermelada, si podría ver el Juego Kennington, pues era un gran aficionado al ajedrez. Lord Kennington invitó de muy buena gana a un deportista tan brillante a visitar su salón. En cuanto Max vio la casilla vacía, un plan empezó a formarse en su mente. Su anfitrión contestó con indiscreción a una serie de preguntas bien pensadas. Max procuró no hacer la menor referencia al hermano de su señoría ni a la cláusula del testamento. Después pasó el resto de la tarde reflexionando y afinando su plan. No jugó muy bien.

Cuando el partido terminó, Max declinó la invitación de reunirse con el resto del equipo en el pub del pueblo argumentando que le esperaba un asunto urgente en Londres.

Momentos después de llegar a su piso de Hammersmith, telefoneó a un colega con el que había compartido celda cuando había estado encerrado en un establecimiento anterior. El ex presidiario le aseguró que podía entregar la mercancía, pero que tardaría un mes y le «costaría caro».

Max eligió un domingo por la tarde para volver a Kennington Hall y continuar sus investigaciones. Dejó su antiguo MG (que pronto se convertiría en pieza de coleccionista, intentaba convencerse) en el aparcamiento de los visitantes. Siguió los letreros hasta la puerta principal, donde entregó cinco libras a cambio de la entrada. Los gastos de mantenimiento y gestión habían provocado que la mansión se abriera de nuevo al público los fines de semana.

Max recorrió con paso decidido un pasillo largo adornado con retratos de antepasados, pintados por luminarias como Romney, Gainsborough, Lely y Stubbs. Cada uno habría logrado una fortuna en el mercado, pero los ojos de Max estaban clavados en un objeto de menor tamaño, que residía en la Galería Larga.



Cuando Max entró en la sala donde se exhibía el Juego Kennington, la obra maestra estaba rodeada de un atento grupo de visitantes, a quienes un guía daba las pertinentes explicaciones. Se quedó detrás de ellos, mientras escuchaba una historia que conocía muy bien. Esperó con paciencia a que el grupo se trasladara al comedor para admirar la vajilla de plata familiar.

– Varias piezas fueron obtenidas en tiempos de la Armada Invencible -entonó el guía, mientras el grupo le seguía hasta una sala adyacente.

Max inspeccionó el pasillo para comprobar que el siguiente grupo no iba a pisarle los talones. Metió una mano en el bolsillo y extrajo el rey rojo. Aparte del color, la pieza era idéntica en todos los detalles al rey blanco que se erguía en el extremo opuesto del tablero. Max sabía que la falsificación no pasaría la prueba del carbono 14, pero estaba satisfecho de poseer una copia perfecta. Abandonó Kennington Hall unos minutos después y regresó a Londres.

El siguiente problema de Max fue decidir qué ciudad gozaba de menos seguridad para llevar a cabo el golpe: Londres, Washington o Pekín. El Palacio del Pueblo de Pekín ganaba por una cabeza corta. Sin embargo, teniendo en cuenta el costo de todo el ejercicio, el Museo Británico era el único caballo que seguía en la carrera. Pero lo que al final inclinó la balanza fue la idea de pasar los cinco años siguientes encerrado en una cárcel china, una penitenciaría norteamericana o bien residir en una prisión abierta en el este de Inglaterra. Inglaterra ganó por goleada.

A la mañana siguiente Max visitó el Museo Británico por primera vez en su vida. La dama sentada detrás del mostrador de información le indicó que se dirigiera al fondo de la planta baja, donde se exponía la colección china.

Max descubrió que cientos de objetos chinos ocupaban las quince salas y tardó casi una hora en localizar el juego de ajedrez. Llegó a pensar en pedir ayuda a algún guardia uniformado pero, como no deseaba llamar la atención, y además dudaba de que pudieran contestar a su pregunta, prefirió no hacerlo.

Max tuvo que deambular de un lado a otro durante un rato antes de quedarse solo en la sala. No podía permitir que alguien del público o, peor aún, un guardia, fuera testigo de su pequeño subterfugio. Max observó que el guardia de seguridad recorría cuatro salas cada media hora. Por lo tanto, tendría que esperar a que se dirigiera a la sala del islam, asegurándose al mismo tiempo de que no había ningún visitante a la vista, para efectuar su jugada.

Transcurrió otra hora antes de que Max se sintiera lo bastante seguro para extraer el bastardo del bolsillo y comparar la pieza con el rey legítimo, que se erguía con orgullo en su casilla roja, dentro de la vitrina. Los dos reyes se miraron, gemelos idénticos, salvo porque uno era un impostor. Max paseó la vista alrededor. La sala estaba vacía. Al fin y al cabo, eran las once de la mañana de un martes y vacaciones de mediados de trimestre, y el sol brillaba.

Max esperó a que el guardia se trasladara a la sala islámica para llevar a cabo su bien ensayado movimiento. Con la ayuda de una navaja suiza, abrió con cuidado la tapa de la vitrina que cubría la obra maestra china. Una estridente alarma sonó de inmediato, pero mucho antes de que apareciera el primer guardia Max ya había cambiado los dos reyes, bajado la tapa de la vitrina, abierto una ventana y pasado a la sala siguiente. Estaba estudiando el vestido de un samurái, cuando dos guardias entraron a la carrera en la sala contigua. Uno maldijo al ver la ventana abierta, mientras el otro comprobaba si faltaba algo.

– Bien, ahora querrás saber -dijo Max, que se lo estaba pasando en grande- cómo engañé a ambos hermanos con el mate del loco.-Asentí, pero no volvió a hablar hasta haber liado otro cigarrillo-. Para empezar -continuó Max-, nunca hay que precipitarse en una transacción cuando se está en posesión de algo que desean dos compradores, y en este caso, con desesperación. Mi siguiente visita -hizo una pausa para encender el cigarrillo- fue a una tienda de Charing Cross Road. No tuve que investigar mucho, porque se anunciaba en las Páginas Amarillas, bajo el epígrafe «Ajedrez», con la cita de Marlowe: «La gente que sirve a los maestros y aconseja a los principiantes».


Max entró en la tienda, antigua y polvorienta, donde le recibió un anciano caballero que parecía un peón de la vida: alguien que de vez en cuando avanzaba, pero que tenía el aspecto de que al final sería comido. Desde luego, no era de los que llegaban al otro lado del tablero para convertirse en rey. Max se interesó por un tablero de ajedrez que había en el escaparate. Después lanzó una serie de preguntas bien ensayadas, que casualmente desembocaron en el valor de un rey rojo del Juego Kennington.

– Si esa pieza saliera alguna vez a la venta -musitó el anciano-, el precio podría superar las cincuenta mil libras, porque todo el mundo sabe que hay dos postores seguros.

Esta información hizo que Max introdujera algunos cambios en su plan. El siguiente problema consistía en que su cuenta corriente no le permitiría una visita a Nueva York. Terminó viéndose obligado a «adquirir» varios objetos pequeños de casas grandes, de los que era fácil desprenderse con celeridad, con el fin de ir a Estados Unidos provisto del capital suficiente para llevar a la práctica su plan. Por suerte, se encontraban en plena temporada de criquet.

Cuando Max aterrizó en el aeropuerto JFK, no se molestó en acudir a Sotheby’s o Christie s, sino que pidió al taxista que le llevara a Subastas Phillips, en la calle Setenta y nueve Este. Experimentó un gran alivio cuando, al enseñar la delicada talla robada en el Museo Británico, el joven empleado no demostró un gran interés por la pieza.

– ¿Conoce su procedencia? -preguntó el empleado.

– No -contestó Max-. Hace años que pertenece a mi familia.

Seis semanas después, se publicó un catálogo de artículos en venta. Max se sintió muy complacido al ver que el lote 23 era de procedencia desconocida, con un valor estimado de trescientos dólares. Como no era uno de los objetos merecedores de fotografía, Max tuvo la certeza de que poca gente se interesaría por el rey rojo y, por lo tanto, era improbable que fuera a llamar la atención de Edward o James Kennington. Es decir, hasta que él les informara.


Una semana antes de la fecha prevista para la venta, Max telefoneó a Phillips a Nueva York. Solo hizo una pregunta al joven empleado, quien respondió que, si bien el catálogo había estado disponible durante más de un mes, nadie había mostrado un interés particular por el rey rojo. Max fingió decepción.

La siguiente llamada que hizo Max fue a Kennington Hall, Tentó a su señoría con varios «si», e incluso un «quizá», lo que dio como resultado una invitación para comer con lord Kennington en White’s.

Lord Kennington explicó a su invitado, mientras tomaba un plato de sopa Windsor, que no podía mostrar ningún papel durante la comida, pues era contrario a las normas del club. Max asintió, dejó el catálogo de Phillips debajo de su silla e inició una rocambolesca historia acerca de cómo, por pura casualidad, mientras examinaba la figura de un mandarín por encargo de un cliente, se había topado con el rey rojo.

– No habría reparado en él -aseguró-, si usted no me hubiera contado la historia.

Lord Kennington no se molestó en tomar budín (de pan y mantequilla), queso (cheddar) ni galletas (de harina y agua), sino que propuso que tomaran café en la biblioteca, donde estaba permitido hablar de negocios.

Max abrió el catálogo de Phillips para mostrarle el lote 23, junto con varias fotografías sueltas que no había enseñado al subastador. Cuando lord Kennington vio la suma estimada de trescientos dólares, su siguiente pregunta fue:

– ¿Cree que Phillips habrá hablado a mi hermano de la venta?

– No hay motivos para suponer que haya sido así -contestó Max-. Uno de los empleados que trabajan en la casa de subastas me ha asegurado que el público ha mostrado escaso interés por el lote 23.

– Pero ¿cómo puede estar usted tan seguro de su procedencia?

– Me gano la vida así -dijo Max con seguridad-. Siempre puede exigir que hagan la prueba del carbono 14 y, si me he equivocado, no tendrá que pagar por la pieza.

– No puedo pedir más -repuso lord Kennington-, así que tendré que ir a Estados Unidos y pujar en persona -añadió, al tiempo que daba un golpe sobre el brazo de la butaca de cuero. Una nube de polvo antiguo se elevó en el aire.

– Me pregunto si eso sería prudente, señoría -observó Max-.Al fin y al cabo…

– ¿Por qué? -preguntó lord Kennington.

– Si vuela a Estados Unidos sin más explicaciones, podría despertar una curiosidad innecesaria entre ciertos miembros de su familia. -Max hizo una pausa-.Y si le vieran en una casa de subastas…

– Entiendo -dijo Kennington, y miró a Max-. ¿Qué me aconseja, amigo?

– Sería un placer para mí representar los intereses de su señoría -declaró Max.

– ¿Cuánto me cobraría por dicho servicio? -inquirió lord Kennington.

– Mil libras más los gastos -contestó Max-, y un dos y medio por ciento del precio final, lo cual es una práctica habitual, se lo aseguro.

Lord Kennington sacó el talonario de un bolsillo interior de la chaqueta y escribió la cifra de mil libras.

– ¿A cuánto cree que ascenderá la pieza? -preguntó como si tal cosa.

Max se alegró de que lord Kennington sacara a colación el tema del precio, pues esa habría sido su siguiente pregunta.

– Eso dependerá de si alguien más descubre nuestro pequeño secreto -contestó-. Sin embargo, le aconsejo que fije un límite máximo de cincuenta mil dólares.

– ¿Cincuenta mil? -farfulló lord Kennington con incredulidad.

– No es un precio excesivo -apuntó Max-, teniendo en cuenta que un juego completo podría alcanzar más de un millón… -hizo una pausa- o nada, si su hermano adquiriera el rey rojo.

– Entiendo -repitió Kennington-, pero usted podría conseguirlo por unos cientos de dólares.

– Eso espero -dijo Max.

Max Glover salió del White s Club pocos minutos después de las tres, tras haber explicado a su anfitrión que tenía otra cita por la tarde, lo cual era cierto.

Max consultó su reloj y decidió que aún le quedaba tiempo para pasear por Green Park y no llegar con retraso a su siguiente cita.

Llegó a Sloane Square unos minutos antes de las cuatro y tomó asiento en un banco que se hallaba delante de la estatua de sir Francis Drake. Se puso a ensayar su nuevo guión. Cuando oyó que tocaban las cuatro campanadas del reloj de la torre cercana, se levantó de un brinco y se encaminó hacia Cadogan Square. Se detuvo ante el número 16, subió los escalones y tocó el timbre.

James Kennington abrió la puerta y recibió a su invitado con una sonrisa.

– Le he llamado esta mañana -explicó Max-. Soy Max Glover.

James Kennington le guió hasta el salón y se acomodaron ante una chimenea apagada. El hermano menor se sentó frente a él.

Aunque el apartamento era espacioso, incluso grande, en las paredes se veían algunos contornos dejados por cuadros que en otros tiempos habían colgado de ellas. Max sospechó que no los estaban limpiando o enmarcando de nuevo. Los ecos de sociedad aludían con frecuencia a la afición a la bebida del honorable James e insinuaban la existencia de varias deudas de juego impagadas.

Cuando Max terminó su relato, estaba bien preparado para la primera pregunta del honorable James.

– ¿Cuánto cree que alcanzará la pieza, señor Glover?

– Unos cientos de dólares -contestó Max-. Eso suponiendo que su hermano no se entere de la subasta. -Hizo una pausa y bebió un poco de té-. En tal caso, más de cincuenta mil.

– Pero yo no tengo cincuenta mil dólares -adujo James. Max ya lo sabía-. Si mi hermano se enterara, yo no tendría nada que hacer. Las disposiciones del testamento no pueden ser más claras: quien encuentre el rey rojo heredará el juego.

– Yo podría aportar el capital necesario para conseguir la pieza -dijo Max con toda tranquilidad-, si a cambio usted accediera a venderme el juego.

– ¿Cuánto estaría dispuesto a pagar? -preguntó James.

– Medio millón -contestó Max.

– Pero Sotheby’s ha valorado el juego completo en más de un millón -protestó James.

– Es posible -dijo Max-, pero medio millón es mejor que nada, y ese sería el resultado si su hermano se enterara de la existencia del rey rojo.

– Sin embargo, ha dicho que el rey rojo podría venderse por unos pocos centenares…

– En cuyo caso solo necesitaría mil libras por adelantado, además del dos y medio por ciento del precio final -dijo Max por segunda vez aquella tarde.

– Es un riesgo que estoy dispuesto a asumir -repuso James con la sonrisa de quien está convencido de tener la sartén por el mango-. Si el rey rojo se vendiera por menos de cincuenta mil -continuó-, yo podría reunir esa cantidad. Si supera esa cifra, cómprelo usted y yo le venderé el juego por medio millón. -James bebió un poco de té-. No pierdo en ninguno de ambos supuestos.

«Ni yo», pensó Max, mientras extraía un contrato de un bolsillo interior. James lo leyó con parsimonia. Alzó la vista.

– Sin duda estaba convencido de que aceptaría su plan, señor Glover -dijo.

– De no haber sido así, mi siguiente visita habría sido a su hermano -dijo Max-,y usted se habría quedado sin nada. Al menos ahora, para utilizar sus propias palabras, no pierde en ninguno de ambos supuestos.

– Imagino que tendré que ir a Nueva York -dijo James.

– No es necesario -repuso Max-. Puede pujar por teléfono, lo que tiene la ventaja añadida de que nadie sabe quién está al otro extremo de la línea.

– ¿Cómo voy a hacerlo? -preguntó James.

– No podría ser más sencillo -respondió Max-. La subasta empieza a las dos de la tarde, siete de la tarde en Londres. El rey rojo es el lote 23. Me encargaré de que Phillips le llame en cuanto lleguen al 21. Solamente para asegurarnos de que usted estará sentado al lado del teléfono y la línea permanece libre.

– ¿Y usted lo comprará si el precio supera los cincuenta mil?

– Le doy mi palabra -dijo Max mirándole a los ojos.


Max voló a Nueva York el fin de semana anterior a la subasta. Se alojó en un pequeño hotel del East Side, en una habitación no mayor que una celda, porque solo llevaba dinero suficiente para cubrir la fase final de la partida.

El lunes por la mañana, se levantó temprano. No había podido dormir debido a la acción combinada del tráfico de Nueva York y las sirenas de la policía. Aprovechó el tiempo para repasar una y otra vez todas las permutaciones posibles una vez que empezara la subasta. Sería el centro de atención durante menos de dos minutos y, si fracasaba, tomaría el siguiente vuelo a Heathrow sin otra recompensa por sus esfuerzos que una cuenta bancaria en números rojos.

Compró un bagel en la esquina de la Tercera con la Sesenta y seis y recorrió unas cuantas manzanas más hasta llegar a Phillips. Pasó el resto de la mañana en la subasta de un manuscrito que se celebró en la sala donde después se ofrecería la pieza china. Estuvo sentado en silencio al fondo de la estancia, fijándose en el estilo estadounidense de conducir una subasta para no meter la pata más tarde.

Max no comió nada, y no solo porque ya había estirado hasta el límite sus escasos fondos. Aprovechó el tiempo para hacer dos llamadas al otro lado del Atlántico; la primera, a lord Kennington, a fin de confirmar que aún contaba con su aprobación para pujar por el rey rojo hasta la cifra límite de cincuenta mil dólares. Max le aseguró que, en cuanto cayera el mazo, le telefonearía para informarle de la cantidad por la que había sido adjudicado. Unos minutos después, efectuó una segunda llamada, esta vez al honorable James Kennington, a su casa de Cadogan Square. James descolgó al instante y se mostró claramente aliviado al oír la voz de Max al otro extremo de la línea. Max repitió al honorable James la promesa que había hecho a lord Kennington.

Max colgó y se dirigió hacia la ventanilla de pujas, donde dio al empleado el número de teléfono de James Kennington y le informó de su intención de pujar por el lote 23.

– Déjelo en nuestras manos -dijo el empleado-. No se preocupe; le llamaremos con antelación.

Max dio las gracias, volvió a la sala de subastas y se sentó en el lugar que había elegido, en un extremo de la octava fila, de modo que la tribuna del subastador quedaba a su derecha. Empezó a pasar las páginas del catálogo mirando objetos que no le interesaban en absoluto. Mientras esperaba impaciente a que se iniciara la subasta del primer lote, intentó adivinar quiénes eran los anticuarios, quiénes iban a pujar en serio y quiénes eran simples curiosos.

Cuando a las dos menos cinco el subastador subió los escalones de la tribuna, la sala estaba llena de rostros expectantes. A las dos en punto el subastador sonrió a la clientela.

– Lote número 1 -anunció-. Un pescador de marfil delicadamente tallado.

La pieza se vendió por ochocientos cincuenta dólares. Nada presagiaba los emocionantes acontecimientos que se avecinaban.

El lote 2 alcanzó los mil dólares, pero no fue hasta el lote 17 (la estatuilla de un mandarín que, inclinado sobre un escritorio, leía un libro mayor) cuando se llegó a la cota de los cinco mil dólares.

Un par de anticuarios interesados tan solo por los lotes posteriores entraron en la sala, mientras otros dos se marchaban después de haber triunfado o fracasado en la consecución del objeto deseado. Max oía los latidos de su corazón, aunque todavía faltaba bastante para que el subastador llegara al lote 23.

Fijó su atención en una hilera de teléfonos dispuestos sobre una mesa larga a un lado de la sala. Solo había tres ocupados.

Cuando el subastador anunció el lote 21, una empleada empezó a marcar un número. Poco después, ahuecó una mano sobre el auricular y susurró algo. Cuando llegó el lote 22, volvió a hablar unos momentos con el cliente. Max supuso que debía de estar avisando ajames Kennington de que el rey rojo sería el siguiente objeto en subastarse.


– Lote 23 -anunció el subastador, mientras echaba un vistazo a sus notas-. Un rey rojo de talla exquisita, procedencia desconocida. Se abre la subasta con trescientos dólares.

Max levantó el catálogo.

– ¿Quinientos? -preguntó el subastador, al tiempo que se volvía hacia la empleada del teléfono. La joven susurró en el auricular y a continuación asintió con firmeza.

El subastador volvió de nuevo su atención hacia Max, quien levantó el catálogo antes incluso de que se anunciara un precio.

– Tengo una oferta de mil dólares -dijo el subastador mirando a la joven del teléfono-. Dos mil -aventuró, y se sorprendió al ver que la empleada asentía al instante-. ¿Tres mil? -sugirió a Max.

El catálogo se alzó de nuevo, y varios anticuarios sentados al fondo de la sala empezaron a murmurar entre sí.

– ¿Cuatro mil? -preguntó el subastador mirando con incredulidad a la empleada del teléfono.

Cinco mil, seis mil, siete mil, ocho mil, nueve mil y diez mil se sucedieron en menos de un minuto. El subastador intentaba con desesperación aparentar que aquello era exactamente lo que esperaba, mientras los murmullos aumentaban de intensidad. Al parecer todo el mundo se había forjado su propia opinión. Un par de anticuarios abandonaron sus asientos y retrocedieron a toda prisa hacia el fondo de la sala con la esperanza de encontrar una explicación a aquel frenesí de pujas. Algunos empezaban a extraer conclusiones, pero no estaban dispuestos a pujar en aquel ambiente febril, sobre todo porque las cantidades aumentaban de cinco mil en cinco mil dólares.



Max levantó el catálogo en respuesta a la pregunta del subastador.

– ¿Cuarenta y cinco mil? Ofrece cuarenta y cinco mil -dijo el subastador -mirando a la chica del teléfono.

Todo el mundo se volvió hacia ella para ver qué respondía. Por primera vez la empleada vaciló. El subastador repitió «cincuenta mil». La joven susurró la cifra en el auricular y tras una larga pausa asintió, pero sin el mismo entusiasmo de antes.

Cuando ofrecieron la pieza a Max, por cincuenta y cinco mil dólares, también titubeó, hasta que al final levantó el catálogo.

– ¿Sesenta mil? -preguntó el subastador a la empleada del teléfono.

Max esperó nervioso, mientras la chica ahuecaba la mano sobre el auricular y repetía la cifra. En la frente de Max empezaron a formarse gotas de sudor, mientras se preguntaba si James Kennington habría logrado reunir más de cincuenta mil dólares, con lo cual estaba a punto de arruinarse. Después de lo que se le antojó una eternidad (veinte segundos, en realidad) la empleada negó con la cabeza. Colgó el auricular.

Cuando el subastador sonrió en dirección a Max y dijo: «Adjudicado al caballero de mi izquierda por cincuenta y cinco mil dólares», Max se sintió mareado, triunfante, aturdido y aliviado al mismo tiempo.

Permaneció en su sitio a la espera de que el tumulto se calmara. Después de que se subastara una docena más de lotes salió con sigilo de la sala, ajeno a las miradas recelosas de los anticuarios, que se preguntaban quién era. Caminó por la gruesa alfombra verde y se detuvo ante el mostrador de compras.

– Quiero dejar un depósito por el lote 23.

La empleada consultó su lista.

– Un rey rojo -dijo, y comprobó el precio-. Cincuenta y cinco mil dólares -añadió, y miró a Max a la espera de que lo confirmara.

El asintió, mientras la empleada empezaba a rellenar las casillas del documento de compra. Un momento después, dio la vuelta al documento para que Max lo firmara.

– El depósito, pues, será de cinco mil quinientos dólares -dijo-. El resto ha de entregarse antes de veintiocho días.

Max asintió sin inmutarse, como si conociera bien el procedimiento. Firmó el contrato y extendió un talón por cinco mil quinientos dólares que vaciaría su cuenta. Lo empujó sobre el mostrador. La empleada le entregó la copia del contrato y se quedó con el duplicado. Cuando comprobó la firma, vaciló. Quizá se trataba de una coincidencia; al fin y al cabo Glover era un apellido corriente. No quería insultar a un cliente, pero sabía que tendría que informar de la anomalía al departamento de conformidad antes de que intentaran cobrar el talón.

Max salió de la casa de subastas y se dirigió hacia el norte, en dirección a Park Avenue. Entró con paso seguro en Sotheby Parke Bernet y se encaminó al mostrador de recepción. Preguntó si podía hablar con el jefe del departamento oriental. Solo tuvo que esperar unos minutos.

En esta ocasión Max no perdió el tiempo con preguntas preliminares, que solo habrían sido una cortina de humo para disimular sus verdaderas intenciones. Al fin y al cabo, como la empleada de ventas de Phillips había subrayado, solo disponía de veintiocho días para completar la transacción.

– Si el Juego de Ajedrez Kennington saliera a la venta, ¿qué cantidad esperaría recaudar? -preguntó.

El experto le miró con cierta incredulidad, si bien ya estaba al corriente de la venta del rey rojo en Phillips y del precio final.

– Setecientos cincuenta mil dólares, y hasta es posible que un millón -fue la respuesta.

– Si yo pudiera entregar el Juego Kennington, y usted estuviera en situación de autenticarlo, ¿qué cantidad adelantaría Sotheby´s sobre una futura venta?

– Cuatrocientos mil dólares, tal vez quinientos mil, si la familia pudiera confirmar que se trataba del Juego Kennington.

– Me pondré en contacto con ustedes -dijo Max, con todos sus problemas inmediatos y a largo plazo solucionados.



Max pagó la cuenta del pequeño hotel del East Side aquella misma noche y fue en un taxi al aeropuerto Kennedy. En cuanto el avión despegó, se durmió como un tronco, por primera vez desde hacía días.

El 727 aterrizó en Heathrow justo cuando el sol salía sobre el Támesis. Como no tenía nada que declarar, Max tomó el expreso a Paddington y llegó a su piso a la hora del desayuno. Empezó a fantasear sobre un futuro en el que comería cada día en su restaurante favorito y siempre iría en taxi, en lugar de tener que esperar al autobús.

Una vez terminado el desayuno, Max puso los platos en el fregadero y se arrellanó en una cómoda butaca. Empezó a pensar en su siguiente movimiento, convencido de que, ahora que el rey rojo había encontrado su lugar en el tablero, la partida acabaría en jaque mate.

A las once (una hora apropiada para telefonear a un lord del reino), llamó a Kennington Hall. El mayordomo pasó la llamada a lord Kennington, cuyas primeras palabras fueron:

– ¿Lo ha conseguido?

– Por desgracia no, señoría -contestó Max-. Un postor anónimo nos ganó la mano. Cumplí sus instrucciones al pie de la letra y dejé de pujar cuando se llegó a los cincuenta mil dólares. -Hizo una pausa-. El precio final fueron cincuenta y cinco mil dólares.

Siguió un largo silencio.

– ¿Cree que el otro licitador pudo ser mi hermano?

– No hay forma de saberlo -respondió Max-. Solo puedo decirle que pujó por teléfono, sin duda con el deseo de mantener el anonimato.

– Pronto lo averiguaré -dijo Kennington, y colgó.

– Desde luego que sí -admitió Max, y empezó a marcar un número de Chelsea-. Felicidades -dijo en cuanto oyó la voz engolada del honorable James-. He comprado la pieza, de manera que ahora se encuentra en situación de reclamar la herencia, según las cláusulas del testamento.

– Buen trabajo, Glover-dijo James Kennington.

– En cuanto usted entregue el resto del juego, mis abogados le extenderán, según les he indicado, un cheque por valor de cuatrocientos cuarenta y cinco mil dólares -dijo Max.

– Pero habíamos acordado medio millón -farfulló James.

– Menos los cincuenta y cinco mil que pagué por el rey rojo. -Max hizo una pausa-. Lo encontrará especificado en el contrato.

– Pero… -empezó a protestar James.

– ¿Prefiere que llame a su hermano? -preguntó Max, justo cuando sonaba el timbre de la puerta-. Porque todavía estoy en posesión de la pieza. -James no dijo nada-. Piénselo -añadió Max-, mientras voy a abrir la puerta.

Max dejó el auricular sobre la mesita auxiliar y se dirigió al vestíbulo casi frotándose las manos. Quitó la cadena, accionó la cerradura Yale y abrió la puerta unos centímetros. Había dos hombres altos, vestidos con gabardinas idénticas, delante de él.

– ¿Max Victor Glover? -preguntó uno.

– ¿Quién quiere saberlo? -preguntó a su vez Max.

– Soy el inspector de policía Armitage, de la Brigada Antifraude, y este es el oficial Willis.-Ambos mostraron su tarjeta de identificación, que Max conocía muy bien-. ¿Podemos entrar, señor?

Una vez que hubieron tomado declaración a Max, la cual consistió en poco más que «he de hablar con mi abogado», ambos hombres se marcharon. A continuación, fueron a Yorkshire para hablar con lord Kennington. Tras haber obtenido una declaración detallada de su señoría, regresaron a Londres para interrogar a su hermano James. La policía descubrió que se mostraba igual de colaborador.

Una semana después, Max fue detenido por estafa. El juez tuvo en cuenta su historial y no admitió fianza.

– Pero ¿cómo descubrieron que habías robado el rey rojo? -pregunté.

– No lo descubrieron -contestó Max, mientras apagaba el cigarrillo.

Dejé la pluma.

– Creo que no lo entiendo -murmuré desde la litera de arriba.

– Ni yo -admitió Max-, al menos hasta que supe de qué me acusaban. -Guardé silencio, mientras mi compañero de celda se ponía a liar otro cigarrillo-. Cuando me leyeron el pliego de cargos -continuó-, nadie se sorprendió más que yo.

»“Max Victor Glover, se le acusa de intentar obtener dinero mediante engaños. A saber, el 17 de octubre de 2000, pujó cincuenta y cinco mil dólares por un rey rojo, lote 23, en la casa de subastas Phillips de Nueva York, al tiempo que animaba a otras partes a licitar contra usted sin informarles de que era propietario de la pieza.”

Una pesada llave giró en la cerradura y la puerta de nuestra celda se abrió.

– Visitas -berreó el oficial del ala.

– Como verás -dijo Max, mientras se levantaba de la litera-, me acusaron de un delito que no había cometido y me condenaron por un delito que no había cometido.

– Pero ¿por qué te metiste en una farsa tan complicada, en lugar de vender el rey rojo a cualquiera de los hermanos?

– Porque entonces tendría que haberles explicado cómo había obtenido la pieza y, si me hubieran detenido…

– Pero es que te detuvieron.

– Pero no me acusaron de robo -me recordó Max.

– ¿Qué fue del rey rojo? -pregunté, mientras salíamos al pasillo y nos dirigíamos hacia el pabellón de visitas.

– Se lo entregaron a mi abogado después del juicio -respondió Max- y ahora está guardado en su caja fuerte, donde permanecerá hasta que me concedan la libertad.

– Pero eso significa… -empecé.

– ¿Conoces a lord Kennington? -preguntó Max como si tal cosa

– No -contesté.

– En ese caso, te lo presentaré, amigo -dijo imitando el acento de su señoría-, porque viene a verme esta tarde. -Max hizo una pausa-. Intuyo que su señoría quiere hacerme una oferta por el rey rojo.

– ¿La aceptarás? -pregunté.

– Tranquilo, Jeff-contestó Max cuando entramos en la sala de visitas-. No podré responder a esa pregunta hasta la semana que viene, cuando reciba la visita de su hermano James.

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