No es posible que ya estemos en octubre

P atrick O’Flynn se hallaba delante de H. Samuel, la joyería, con un ladrillo en la mano derecha. Tenía la vista clavada en el escaparate. Sonrió, levantó el brazo y lanzó el ladrillo contra el cristal, que se resquebrajó formando una tela de araña, pero siguió en su sitio. Al instante se disparó una alarma, que en el silencio de una noche despejada de octubre se oyó a un kilómetro de distancia. Lo más importante para Pat era que la alarma estaba conectada con la comisaría de policía.

Pat no se movió, mientras continuaba contemplando su obra. Solo tuvo que esperar noventa segundos para oír una sirena en la lejanía. Se inclinó y recuperó el ladrillo de la acera, a medida que el sonido estridente se acercaba más y más. Cuando el coche de la policía llegó y se detuvo con un chirriar de frenos junto al bordillo, Pat alzó el ladrillo sobre su cabeza y se inclinó hacia atrás, como un lanzador de jabalina olímpico empeñado en ganar una medalla de oro. Dos policías saltaron del vehículo. El de mayor edad hizo caso omiso de Pat, quien seguía en aquella postura, con el brazo levantado sobre la cabeza y el ladrillo en la mano, y se acercó al escaparate para observar los daños. Aunque el cristal estaba roto, no se había movido de su sitio. En cualquier caso, una reja de hierro de seguridad había descendido detrás del escaparate, algo que Pat sabía muy bien qué sucedería. Cuando el oficial de policía regresara a la comisaría, tendría que llamar al encargado de la joyería, sacarle de la cama y pedirle que fuera a la tienda para desconectar la alarma.


El oficial se volvió hacia Pat, que continuaba inmóvil, con el ladrillo alzado sobre la cabeza. -Muy bien, Pat, dámelo y entra -dijo el oficial, al tiempo que abría la puerta trasera del coche patrulla. Pat sonrió, entregó el ladrillo al policía de rostro lozano y dijo:



– Así que necesitará esto como prueba…

El joven agente se quedó sin habla.

– Gracias, oficial -añadió Pat cuando subió al vehículo, y sonrió al joven agente, quien se sentó al volante-, ¿Le he contado lo que sucedió cuando fui a buscar trabajo a una obra de Liverpool?

– Muchas veces -contestó el oficial.

Se sentó al lado de Pat y cerró la puerta.

– ¿No me pone las esposas? -preguntó Pat.

– No quiero ir esposado contigo -respondió el oficial-. Quiero deshacerme de ti. ¿Por qué no vuelves a Irlanda?

– Un tipo de prisión muy inferior -explicó Pat- y, en cualquier caso, no me tratan con el mismo grado de respeto que usted, oficial -añadió, mientras el coche se alejaba del bordillo y regresaba a la comisaría-. ¿Puede decirme su nombre? -preguntó al policía joven.

– Agente Cooper.

– ¿No será por casualidad pariente del inspector jefe Cooper?

– Es mi padre.

– Un caballero -afirmó Pat-. Hemos tomado juntos muchas tazas de té y galletas. Espero que se encuentre bien.

– Se ha jubilado -explicó el agente Cooper.

– Lo siento -dijo Pat-. ¿Querrá decirle que Pat O’Flynn se ha interesado por él? Dele recuerdos de mi parte, y también a su querida madre.

– Deja de cachondearte, Pat -dijo el oficial-. Hace solo unas semanas que el chico salió de Peel House -añadió, mientras el coche se detenía ante la comisaría. El oficial se apeó y sostuvo la puerta abierta para que Pat le siguiera.

– Gracias, oficial -dijo Pat, como si se dirigiera al portero del Ritz.

El agente joven sonrió, mientras el oficial subía los escalones y entraba con Pat en la comisaría.

– Ah, y buenas noches, señor Baker -dijo Pat al ver quién estaba detrás del mostrador.

– Caramba -dijo el oficial de servicio-. No puede ser que ya estemos en octubre.

– Me temo que sí, oficial -dijo Pat-. Me pregunto si mi celda habitual estará disponible. Solo me quedaré esta noche, ¿sabe usted?

– Temo que no -contestó el oficial de servicio-. Está ocupada por un delincuente de verdad. Tendrás que conformarte con la celda número dos.

– Pero siempre me han dado la celda número uno -protestó Pat.

El oficial de servicio alzó la vista y enarcó una ceja.

– No, la culpa es mía -admitió Pat-.Tendría que haber pedido a mi secretaria que me la reservara de antemano. ¿Ha de hacer una impresión de mi tarjeta de crédito?

– No, tengo todos los datos en tu ficha -le aseguró el oficial de servicio.

– ¿Y las huellas dactilares?

– A menos que hayas descubierto un método para quitarte las antiguas, creo que no las necesitamos. De todos modos, firma el pliego de cargos.

Pat tomó el bolígrafo y firmó al pie con una rúbrica.

– Bájele a la celda número dos, agente.

– Gracias, oficial -dijo Pat mientras se lo llevaban. Se detuvo y dio media vuelta-. Me pregunto, oficial, si podría despertarme a eso de las siete, traerme una taza de té, Earl Grey preferiblemente, y un ejemplar del Irish Times.

– Vete al cuerno, Pat -dijo el oficial de servicio, mientras el agente intentaba reprimir una carcajada.

– Eso me recuerda… -dijo Pat-. ¿Le he contado lo que pasó aquella vez que fui a buscar trabajo a una obra de Liverpool y el capataz…?

– Sáquelo de mi vista, agente, si no quiere pasar el resto del mes dedicado a controlar el tráfico.

El agente agarró a Pat del codo y bajaron a toda prisa.

– No hace falta que me acompañe -dijo Pat-. Conozco el camino.

Esta vez, el agente rió, mientras introducía la llave en la cerradura de la celda número dos. Empujó la pesada puerta para que Pat entrara.

– Gracias, agente Cooper -dijo Pat-. Espero verle por la mañana.

– No estaré de servicio -explicó el agente Cooper.

– En ese caso, hasta dentro de un año -repuso Pat sin más explicaciones-, y no olvide dar recuerdos a su padre -añadió, mientras la puerta de hierro de diez centímetros de grosor se cerraba con estrépito.

Pat examinó la celda durante unos minutos: un lavabo de acero, un retrete y una cama, una sábana, una manta y una almohada. El hecho de que nada hubiera cambiado desde el año anterior le tranquilizó. Se acostó en el colchón de crin de caballo, apoyó la cabeza sobre la almohada, dura como una roca, y durmió toda la noche por primera vez desde hacía semanas.

Pat despertó de un sueño profundo a las siete de la mañana siguiente, cuando alguien abrió la contraventana de la puerta y dos ojos negros le miraron.

– Buenos días, Pat -dijo una voz cordial.

– Buenos días, Wesley -repuso Pat sin abrir los ojos-. ¿Cómo estás?

– Bien -contestó Wesley-, pero siento verte de vuelta. -Hizo una pausa-. Supongo que debe de ser octubre.

– Por supuesto -dijo Pat, y se levantó de la cama-. Es importante que tenga buen aspecto para el juicio bufo de esta mañana.

– ¿Necesitas algo en particular?

– Una taza de té me vendría muy bien, pero lo que de verdad me hace falta es una navaja, una pastilla de jabón, un cepillo de dientes y pasta dentífrica. No he de recordarte, Wesley, que un acusado tiene derecho a pedir estas cosas antes de aparecer ante el tribunal.

– Me encargaré de hacértelas llegar -dijo Wesley-. ¿Quieres leer mi ejemplar del Sun?

– Muy amable, Wesley, pero, si el jefe de policía ha terminado con el Times de ayer, lo preferiría.

Se oyó una carcajada antillana y después la contraventana de la puerta se cerró.

Pat no tuvo que esperar mucho antes de que una llave se introdujera en la cerradura. La pesada puerta se abrió y reveló el rostro sonriente de Wesley Pickett, provisto de una bandeja que depositó sobre el extremo de la cama.

– Gracias, Wesley -dijo Pat, mientras examinaba el cuenco de cereales, el pequeño envase de leche descremada, las dos tostadas requemadas y el huevo pasado por agua-. Espero que Molly se haya acordado -añadió- de que me gustan los huevos poco cocidos; dos minutos y medio.

– Molly se fue el año pasado -dijo Wesley-. Creo que descubrirás que el oficial de guardia preparó el huevo anoche.

– Cómo está el servicio -dijo Pat-.Yo le echo la culpa a los irlandeses. Ya no se dedican al servicio doméstico -añadió, mientras daba golpecitos en un extremo del huevo con una cuchara de plástico-. Wesley, ¿te he hablado de aquella vez que fui a buscar trabajo a una obra de Liverpool y el capataz, un maldito inglés…?

Pat alzó la vista y suspiró al oír que la puerta se cerraba con estrépito y la llave giraba en la cerradura.

– Supongo que ya le había contado la historia -murmuró para sí.

Después de terminar el desayuno se lavó los dientes con un cepillo y un tubo de dentífrico todavía más pequeños que los que le habían facilitado durante su única experiencia en un vuelo de Aer Lingus a Dublín. A continuación abrió el grifo del agua caliente del diminuto lavabo de acero. El lento chorrito tardó un rato en pasar de frío a tibio. Frotó la ínfima pastilla de jabón con los dedos hasta producir suficiente espuma para cubrir su cara. Después tomó la navaja de plástico Bic e inició el lento proceso de eliminar la barba de cuatro días. Por fin se pasó por la cara una pequeña y áspera toalla verde.

Pat se sentó en el extremo de la cama y, mientras esperaba, leyó el Sun de Wesley de cabo a rabo en cuestión de cuatro minutos. Solo un artículo del editor político, Trevor Kavanagh (seguro que era irlandés, pensó Pat), mereció su atención. La pesada puerta se abrió de nuevo e interrumpió sus pensamientos.

– Vamos, Pat -dijo el oficial Webster-. Eres el primero de la mañana.

Pat subió con él por la escalera, y al ver al oficial de servicio preguntó:

– ¿Puedo recuperar mis objetos de valor, señor Baker? Los encontrará en la caja fuerte.

– ¿Por ejemplo? -preguntó el oficial, al tiempo que levantaba la vista.

– Mis gemelos de perlas, el reloj Cartier Tank y un bastón con mango de plata que lleva grabado el escudo de armas de mi familia.

– Lo vendí todo anoche, Pat -dijo el oficial de servicio.

– Mejor así -repuso Pat-. A donde voy no los necesitaré -añadió, y siguió al oficial Webster hasta salir a la acera.

– Sube delante -dijo este, mientras se sentaba al volante del coche de policía.

– Pero tengo derecho a que dos agentes me acompañen al juzgado -protestó Pat-. Es una norma del Ministerio del Interior.

– Puede que sea una norma del Ministerio del Interior -replicó el oficial-, pero esta mañana vamos cortos de personal; dos están enfermos y otro, en un curso de formación.

– ¿Y si intentara escapar?

– Ojalá -respondió el oficial, mientras apartaba el vehículo del bordillo-, porque eso nos ahorraría a todos muchos problemas.

– ¿Y si decidiera darle un puñetazo?

– Te lo devolvería -contestó exasperado el oficial.

– No es usted muy amable -observó Pat.

– Lo siento, Pat -repuso el oficial-. Es que prometí a mi mujer que quedaría libre a las diez de la mañana para ir de compras. -Hizo una pausa-. Por lo tanto, no estará muy contenta conmigo… ni contigo.

– Lo lamento, oficial Webster -dijo Pat-. El próximo octubre, intentaré averiguar qué turno le toca para que no coincidamos. Tal vez quiera transmitir mis disculpas a la señora Webster.

De haber sido otra persona, el oficial Webster habría reído, pero sabía que Pat hablaba en serio.

– ¿Alguna idea de quién estará al mando esta mañana? -preguntó Pat, cuando el coche se detuvo ante un semáforo.

– Jueves -dijo el oficial. El semáforo cambió a verde y él puso la primera marcha-. Debe de ser Perkins.

– El concejal Arnold Perkins, de la Orden del Imperio Británico, estupendo -dijo Pat-.Tiene malas pulgas. Si no me impone una condena lo bastante larga, tendré que provocarle -añadió.

El coche entró en el aparcamiento privado situado en la parte trasera del juzgado de primera instancia de Marylebone Road. Un funcionario judicial se dirigió hacia el vehículo justo cuando Pat bajaba.

– Buenos días, señor Adams -saludó Pat.

– Cuando esta mañana miré la lista de acusados y vi tu nombre -dijo el señor Adams-, deduje que era la época del año en que haces tú aparición anual. Sígueme, Pat, y acabemos de una vez.


Pat acompañó al señor Adams a través de la puerta trasera del palacio de justicia y le siguió por un largo pasillo hasta una celda de espera.

– Gracias, señor Adams -dijo Pat, mientras tomaba asiento en un delgado banco de madera anclado con cemento a una pared de la amplia sala rectangular-. Si es tan amable, le agradecería que me dejara a solas unos momentos -añadió- para serenarme antes de que suba el telón.

El señor Adams sonrió y se dispuso a marchar.

– Por cierto -agregó Pat, cuando el señor Adams tocó el pomo de la puerta-, ¿le he contado lo de aquella vez en que fui a buscar trabajo a una obra de Liverpool y el capataz, un maldito inglés, tuvo la cara de preguntarme…?

– Lo siento, Pat, algunos tenemos trabajo y, en cualquier caso, ya me lo contaste el octubre pasado. -Hizo una pausa-. Y, ahora que lo pienso, también el octubre anterior.

Pat se quedó sentado en el banco y, como no tenía nada más que leer, miró las pintadas de la pared. «Perkins es un imbécil.» Compartía aquella opinión. «Man U campeones.» Alguien había tachado «Man U» y lo había sustituido por «Chelsea». Pat se preguntó si debería tachar Chelsea y escribir Cork, al que ninguno de los otros dos equipos había derrotado jamás. Como no había reloj en la pared, no estaba seguro de cuánto tiempo había transcurrido cuando el señor Adams volvió por fin para acompañarle a la sala de justicia. Adams vestía ahora una toga larga y se parecía al director del colegio donde había estudiado Pat.

– Sígueme -dijo el señor Adams con solemnidad.



Pat permaneció inusitadamente callado mientras recorrían el sendero de baldosas amarillas, como los veteranos llamaban a los últimos metros antes de llegar a los escalones y la puerta trasera de la sala. Acabó de pie en el banquillo de los acusados, con un alguacil al lado.

Pat miró a los tres magistrados que constituían el tribunal de esa mañana. Algo iba mal. Había esperado ver al señor Perkins, que el año anterior estaba calvo, casi al estilo del señor Pickwick. Ahora, de repente, parecía haberle salido una cabellera rubia. A su derecha estaba el concejal Steadman, un liberal, muy indulgente según Pat. A la izquierda del presidente se sentaba una señora de mediana edad a la que Pat no había visto nunca. Sus labios delgados y los ojos pequeños como los de un cerdo le hicieron abrigar la esperanza de que el liberal acabara derrotado por dos votos a uno, sobre todo si jugaba bien sus cartas. La señora Cerdita tenía toda la pinta de apoyar la pena de muerte para quienes cometían pequeños hurtos en las tiendas.

El oficial Webster ocupó el banquillo de los testigos y prestó juramento.

– ¿Qué puede decirnos acerca de este caso, oficial? -preguntó el señor Perkins una vez que el policía hubo jurado.

– ¿Puedo consultar mis notas, señoría? -preguntó el oficial Webster volviéndose hacia el presidente del tribunal. Este asintió y el oficial Webster abrió su libreta-. Detuve al acusado a las dos de esta madrugada, después de que arrojara un ladrillo contra el escaparate de la joyería H. Samuel, de Masón Street.

– ¿Le vio arrojar el ladrillo, oficial?

– No -admitió Webster-, pero estaba en la acera con el ladrillo en la mano cuando le detuve.

– ¿Y había logrado entrar? -preguntó Perkins.

– No, señor, pero estaba a punto de arrojar el ladrillo de nuevo cuando le arresté.

– ¿El mismo ladrillo?

– Eso creo.

– ¿Había causado algún daño?

– Había roto el cristal, pero una reja de seguridad le había impedido llevarse nada.

– ¿En cuánto estaban valorados los artículos del escaparate? -preguntó el señor Perkins.

– No había artículos en el escaparate -respondió el oficial-, porque el encargado siempre los guarda en la caja fuerte antes de marcharse por la noche.

El señor Perkins miró el pliego de cargos con semblante perplejo.

– Veo que se acusa a O’Flynn de intento de robo con alucinaje.

– En efecto, señor -confirmó el oficial Webster, mientras devolvía la libreta al bolsillo trasero de los pantalones.

El señor Perkins centró su atención en Pat.

– Veo que en el pliego de cargos se ha declarado culpable, señor O’Flynn -dijo.

– Sí, milord.

– En ese caso, tendré que condenarle a tres meses, a menos que pueda ofrecernos alguna explicación. -Hizo una pausa y miró a Pat por encima de sus gafas de media luna-. ¿Desea hacer alguna declaración? -preguntó.

– Tres meses no es suficiente, milord.

– Yo no soy lord -repuso el señor Perkins con firmeza.

– Ah, ¿no?-dijo Pat-. Es que, como le he visto con la peluca, que el año pasado por estas fechas no llevaba, he pensado que debía de ser lord.

– Vigile su lengua -advirtió el señor Perkins-, no sea que aumente la pena a seis meses.

– Eso sería más justo, milord.

– Si eso es más justo -dijo el señor Perkins, incapaz de contener su irritación-, le condeno a seis meses. Llévense al preso.

– Gracias, milord -dijo Pat, y añadió por lo bajo-: Hasta el año que viene.

El alguacil le condujo a toda prisa hasta el sótano.

– Genial, Pat -dijo antes de encerrarle de nuevo en la celda de espera.

Pat permaneció allí mientras rellenaban todos los impresos necesarios. Transcurrieron varias horas antes de que la puerta volviera a abrirse y lo llevaron al vehículo que esperaba. En esta ocasión no se trataba de un coche de la policía conducido por el oficial Webster, sino de una larga furgoneta blanca y azul, con una docena de minúsculos cubículos en el interior, conocida como «la caja de sudar».

– ¿Adónde me lleváis esta vez? -preguntó Pat a un agente poco comunicativo, al que jamás había visto.



– Lo averiguarás cuando llegues, Paddy [1]

– fue la única respuesta que obtuvo.

– ¿Te he contado lo de aquella vez en que fui a buscar trabajo a una obra de Liverpool…?

– No -contestó el agente-, y no quiero que me lo cuentes…

– … y el capataz, un maldito inglés, tuvo la cara de preguntarme si conocía la diferencia entre…

Empujaron a Pat al interior del vehículo y le metieron en uno de los cubículos, que parecía el lavabo de un avión. Se sentó en el asiento de plástico cuando la puerta se cerró a su espalda.

Pat miró por la diminuta ventanilla cuadrada y, cuando el vehículo se desvió hacia el sur por Baker Street, comprendió que debían de llevarle a Belmarsh. Suspiró. «Al menos tienen una biblioteca bastante decente y puede que recupere mi antiguo trabajo en la cocina», pensó.

Cuando la Black Maria [2] frenó ante la entrada de la prisión, su sospecha se confirmó. Un gran tablón verde sujeto a la puerta de la cárcel anunciaba Belmarsh, y algún gracioso había sustituido bel por hell.**

La furgoneta entró a través de las puertas de barrotes dobles y después cruzó otras hasta detenerse en un patio desnudo.

Sacaron a doce presos del vehículo como si fueran ganado y los condujeron escalera arriba hasta la zona de presentación, donde esperaron en fila. Pat sonrió cuando le tocó el turno y vio quién estaba detrás del escritorio inscribiendo a los recién llegados.

– ¿Qué tal va esta agradable tarde, señor Jenkins? -preguntó.

El funcionario levantó la vista.

– No es posible que ya estemos en octubre -dijo.

– Desde luego que sí, señor Jenkins -confirmó Pat-, y le ruego que acepte mi pésame por su reciente pérdida.

– Mi reciente pérdida -repitió Jenkins-. ¿De qué estás hablando, Pat?

– Esos quince galeses que aparecieron en Dublín a principios de este año haciéndose pasar por un equipo de rugby.

– No tientes a la suerte, Pat.

– ¿Cómo voy a hacerlo, señor Jenkins, si confío en que me destine a mi antigua celda?

El funcionario recorrió con el dedo la lista de las celdas que había libres.

– Me temo que no, Pat -dijo con un suspiro exagerado-. Ya está reservada. Pero te pondré con el compañero adecuado para que pases bien tu primera noche -añadió, y se volvió hacia el guardián nocturno-. Acompaña a O’Flynn a la celda 119.

El guardián nocturno pareció vacilar, pero tras lanzar otra mirada al señor Jenkins se limitó a decir:

– Sígueme, Pat.

– ¿A quién ha elegido el señor Jenkins para que sea mi compañero de celda en esta ocasión?-preguntó Pat, mientras el funcionario le conducía a través del largo pasillo de ladrillo gris, hasta detenerse ante un primer conjunto de puertas con barrotes dobles-. ¿Es Jack el Destripador, o Michael Jackson?

– Pronto lo averiguarás -respondió el guardián nocturno, mientras se abrían las segundas puertas.

– ¿Le he contado alguna vez -preguntó Pat, mientras se dirigían a la planta baja del bloque B- lo que me pasó cuando fui a buscar trabajo a una obra de Liverpool y el capataz, un maldito inglés, tuvo la cara de preguntarme si conocía la diferencia entre una viga y una vigueta?

Pat esperó a que el funcionario contestara, cuando se detuvieron ante la celda número 119. El guardián introdujo una enorme llave en la cerradura.

– No, Pat, no me lo has contado -dijo, al tiempo que abría la pesada puerta-. ¿Cuál es la diferencia entre una viga y una vigueta? -preguntó.

Pat estaba a punto de responder, pero cuando miró hacia el interior de la celda se quedó en silencio un momento.

– Buenas noches, milord -dijo por segunda vez aquel día.

El guardián no esperó a la respuesta. Cerró la puerta de golpe y giró la llave en la cerradura.


Pat pasó el resto de la noche contándome con todo lujo de detalles lo que había ocurrido desde las dos de la madrugada anterior. Cuando llegó al final de su narración, me limité a preguntar:

– ¿Por qué octubre?

– Cuando se atrasan los relojes -explicó Pat-, prefiero estar en chirona, con tres comidas garantizadas al día y una celda con calefacción. Dormir al raso es agradable en verano, pero no tanto durante el invierno inglés.

– ¿Qué habrías hecho si el señor Perkins te hubiera condenado a un año? -pregunté.

– Me habría comportado como un caballero desde el primer día -contestó Pat- y me habrían soltado al cabo de seis meses. En este momento padecen un grave problema de masificación.

– Pero, si el señor Perkins hubiera mantenido su primera pena de tres meses, te habrían liberado en enero, en pleno invierno.

– Ni hablar -dijo Pat-.Justo antes de que me tocara salir, habrían encontrado una botella de Guinness en mi celda. Una falta que obliga al director a añadir tres meses más a la condena, con lo cual me habría quedado cómodamente en la cárcel hasta abril.

Reí.

– ¿Así piensas pasar el resto de tu vida? -pregunté.

– No hago previsiones a tan largo plazo -admitió Pat-. Con seis meses tengo suficiente -añadió, tras lo cual subió a la litera de arriba y apagó la luz.

– Buenas noches, Pat -dije, y apoyé la cabeza sobre la almohada.

– ¿Le he contado alguna vez lo que me pasó cuando fui a buscar trabajo a una obra de Liverpool? -preguntó Pat, justo cuando empezaba a dormirme.

– No -contesté.

– Bien, el capataz, un maldito inglés, y le ruego que no se dé por aludido… -agregó, y yo sonreí-, tuvo la cara dura de preguntarme si conocía la diferencia entre una viga y una vigueta.

– ¿La conoces?

– Por supuesto que sí. Joyce escribió Ulises y Goethe escribió Fausto.


Patrick O’Flynn murió de hipotermia el 23 de noviembre de 2005, mientras dormía bajo los arcos de Victoria Embankment, en el centro de Londres.

Su cuerpo fue descubierto por un joven agente a cien metros escasos del hotel Savoy.

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