Sobre gustos no hay nada escrito


Aparte del hecho de que habían ido juntos al colegio, tenían poco en común.

Gian Lorenzo Venici era un niño diligente desde el primer día que pisó la escuela, a los cinco años, en tanto Paolo Castelli conseguía llegar siempre tarde, incluso el día que empezó el colegio.

Gian Lorenzo se sentía a gusto en el aula, con los libros, trabajos y exámenes, donde eclipsaba a todos sus compañeros. Paolo conseguía los mismos resultados en el campo de fútbol, con un cambio de paso, una finta y un disparo a gol que seducían tanto a su propio equipo como al contrario. Ambos jóvenes continuaron sus estudios en Santa Cecilia, el instituto más prestigioso de Roma, donde pudieron exhibir sus talentos ante un público más amplio.

Cuando su formación escolar hubo terminado, ambos continuaron progresando en Roma: Gian Lorenzo entró en la universidad más antigua del país como becario, Paolo en el club de fútbol más antiguo del país como delantero. Aunque no se movían en los mismos círculos, cada uno estaba entera do de los logros del otro. Mientras Gian Lorenzo cosechaba honores en un campo, Paolo lo hacía en otro, y ambos lograban sus metas.

Después de acabar la universidad Gian Lorenzo empezó a trabajar con su padre en la galería Venici. De inmediato se dispuso a convertir aquellos años de estudio en algo más práctico, pues deseaba emular a su padre y llegar a ser el marchante de arte más respetado de Italia.

Cuando Gian Lorenzo inició su aprendizaje, Paolo ya era capitán de la Roma. Entre los vítores y la adulación de sus admiradores, condujo a su equipo hasta el campeonato y la gloria europeos. A Gian Lorenzo le bastaba echar un vistazo a las últimas páginas de cualquier periódico, casi a diario, para seguir las hazañas de su antiguo compañero de clase, y a los ecos de sociedad para descubrir cuál era la última belleza que iba de su brazo: otra diferencia entre ellos.

Gian Lorenzo no tardó en descubrir que en la profesión que había elegido la reputación a largo plazo no se construía sobre un objetivo aislado, sino a base de horas de investigación, combinadas con el buen juicio. Había heredado de su padre dos de las cualidades más importantes para un marchante de arte: un buen ojo y un buen olfato. Antonio Venici enseñó también a su hijo no solo a mirar, sino sobre todo dónde mirar cuando buscaba una obra maestra. El anciano solo comerciaba con los mejores ejemplos de la pintura y la escultura del Renacimiento, que nunca aparecían en el mercado abierto. A menos que una pieza fuera exclusiva, Antonio no salía de su galería. Su hijo siguió sus pasos. La galería solo compraba y vendía tres, tal vez cuatro, cuadros al año, pero aquellos maestros cambiaban de manos por el mismo precio que uno de los arietes de la Roma. Después de cuarenta años en el negocio el padre de Gian Lorenzo sabía no solo quién poseía las grandes colecciones, sino, más importante aún, quién deseaba o, mejor todavía, quién necesitaba desprenderse de una obra maestra.

Gian Lorenzo se abismó tanto en su trabajo que no se enteró de la lesión que Paolo Castelli había sufrido durante el partido de la Copa de Europa contra España. Este contratiempo apartó a Paolo de los campos de fútbol, así como de los periódicos, sobre todo cuando quedó claro que había llegado a la fecha límite de venta.

Paolo abandonó el escenario mundial justo cuando Gian Lorenzo entraba en él. Este empezó a viajar por toda Europa, como representante de la galería, en una búsqueda incesante de los ejemplos más singulares de la genialidad artística y, tras adquirir una obra maestra, de la persona que pudiera permitirse el lujo de comprarla.

Gian Lorenzo se preguntaba a menudo cómo le iba a Paolo desde que había dejado de jugar, porque la prensa ya no informaba de todos sus movimientos. Lo descubrió de la noche a la mañana cuando Paolo anunció su compromiso.

La pareja elegida por Paolo motivó que regresara a las primeras planas.

Angelina Porcelli era la única hija de Massimo Porcelli, presidente del fútbol club Roma y de Ulitox, la compañía farmacéutica más importante de Italia. «La boda de dos pesos pesados», anunciaba el titular de un tabloide.

Gian Lorenzo pasó a la página tres y descubrió el motivo de tal comentario. La futura esposa de Paolo medía metro ochenta y cinco; una ventaja para ser modelo, dirán ustedes, pero la comparación termina ahí, porque el otro dato personal que desvelaban los periodistas era su peso. Por lo visto, oscilaba entre ciento veinte y ciento cincuenta kilos, según informara un periódico serio o un tabloide.

Una imagen vale más que mil palabras. Gian Lorenzo examinó varias fotografías de Angelina y llegó a la conclusión de que solo Rubens habría pensado en ella como modelo. En todas las fotos de la futura esposa de Paolo, ni todo el talento desplegado por los modistos de Milán, los peluqueros de París o los joyeros de Londres, por no hablar de las legiones de entrenadores, dietistas y masajistas personales, era capaz de transformar su imagen de Hada de Azúcar en la de prima ballerina. Fuera cual fuese el ángulo elegido por los fotógrafos, y por muy considerados que intentaran ser (y algunos no lo eran), solo lograban subrayar la evidente diferencia entre ella y su prometido, sobre todo cuando posaba al lado del antiguo héroe de la Roma. La prensa italiana, claramente obsesionada por el tamaño de Angelina, no aportaba ninguna otra información de interés sobre ella.



Gian Lorenzo pasó a las páginas de arte y, cuando unas horas después entró en la galería, ya se había olvidado por completo de Paolo y su futura novia. Cuando abrió la puerta de su despacho, su secretaria le entregó una tarjeta de gran tamaño con membrete dorado en relieve. Gian Lorenzo echó un vistazo a la invitación.


El señor Massimo Porcelli

tiene el placer de invitar a



al enlace de su hija,

Angelina,

con el señor Paolo Castelli

en Villa Borghese.


Seis semanas después, Gian Lorenzo se sumó al millar de invitados que invadían los jardines de la Villa Borghese. Pronto quedó claro que el señor Porcelli estaba decidido a que su única hija disfrutara de una boda que ni ella ni todos los presentes olvidarían jamás.

El marco de los jardines Borghese, encaramados sobre una de las siete colinas que dominan Roma, con su impresionante villa de color terracota y crema, era la materia de la que están hechos los cuentos de hadas. Gian Lorenzo paseó por el recinto, admirando las esculturas y las fuentes, y de vez en cuando se encontraba con viejos amigos y compañeros de clase, a algunos de los cuales no veía desde los tiempos del colegio. Unos veinte minutos antes de que empezara la ceremonia, una docena de criados de librea tocados con pelucas blancas avanzaron entre la multitud. Pidieron a los invitados que ocuparan sus asientos en la rosaleda, puesto que la ceremonia estaba a punto de empezar.

Gian Lorenzo se sumó a la masa que se dirigía hacia una plataforma recién construida, con un semicírculo de asientos que rodeaban una tarima elevada con un altar en el centro. No era muy diferente de un estadio de fútbol, donde los sábados por la tarde se celebra otro tipo de culto. Su ojo de experto tomó buena nota de la magnífica vista de Roma, un paisaje realzado por un buen número de mujeres hermosas, todas ellas ataviadas con ropas que (sospechaba) nunca habían llevado antes y, en algunos casos, no volverían a llevar. El complemento de las damas eran hombres vestidos elegantemente con frac y camisa blanca, y solo el color de la corbata o pajarita delataba al pavo real que escondían. Gian Lorenzo paseó la vista alrededor y descubrió que estaba rodeado de políticos importantes, empresarios, actores, personajes de las revistas del corazón y muchos ex compañeros de equipo de Paolo.

El siguiente actor que ocupó su sitio en el escenario fue el propio Paolo, acompañado de su padrino. Gian Lorenzo cayó en la cuenta de que era un futbolista famoso, pero no recordaba su nombre. Cuando Paolo recorrió el sendero de hierba y entró en el campo de juego, Gian Lorenzo comprendió por qué las mujeres no le quitaban ojo. Paolo subió al escenario, ocupó su lugar a la derecha del altar y esperó a que llegara la novia.

Una orquesta de cuerda de cuarenta músicos, casi oculta entre los árboles que se alzaban detrás del altar, empezó a interpretar la marcha nupcial de Mendelssohn. El millar de invitados se levantaron de sus asientos y se volvieron para ver a la novia, que avanzaba lentamente por la gruesa alfombra de hierba, del brazo de su orgulloso padre.

– Qué vestido más bonito -dijo la dama que estaba delante de Gian Lorenzo.

Este asintió y, mientras contemplaba los metros de seda persa que formaban una magnífica cola detrás de Angelina, reprimió el único pensamiento que debía ocupar la mente cié todo el mundo. No obstante, la expresión de Angelina era la de una novia muy satisfecha con su suerte. Caminaba hacia el hombre que adoraba, consciente de que gran parte de las mujeres presentes habrían ocupado su lugar de muy buen grado:

Cuando Angelina subió los escalones que conducían al escenario, las tablas crujieron. El futuro marido sonrió y avanzó un paso hacia la novia. Ambos se volvieron hacia el cardenal Montagni, arzobispo de Nápoles. Algún invitado no consiguió reprimir una sonrisa cuando el cardenal se volvió hacia Paolo y preguntó:

– ¿Quieres a esta mujer como legítima esposa, para lo bueno y para lo malo, en la riqueza y en la pobreza…?

En cuanto los novios estuvieron unidos en santo matrimonio, Gian Lorenzo se dirigió hacia el Jardín Largo, donde se celebraría el banquete, que empezó con champán y risotto a la trufa blanca, y terminó con soufflé de chocolate y un Chateau d’Yquem. Gian Lorenzo apenas podía moverse cuando Paolo se levantó para contestar al discurso de su padrino.

– Soy el hombre más feliz del mundo -anunció, mientras se volvía hacia la resplandeciente novia-. He encontrado a la mujer de mi vida, y soy muy consciente de que debo de ser la envidia de todos los solteros presentes. -Un pensamiento con el que Gian Lorenzo no podía estar menos de acuerdo, pero apartó al instante de su mente aquella idea. Paolo continuó-: Yo fui el primer pretendiente que conquistó el corazón de Angelina. Ya no tendré que seguir buscando a la mujer perfecta, porque la he encontrado. Os ruego que os levantéis y me acompañéis en un brindis por Angelina, mi pequeño ángel.

Los congregados se pusieron en pie como un solo hombre y brindaron por Angelina. Hubo quien hasta murmulló: «Por su pequeño ángel».

Cuando los discursos terminaron, empezó el baile con otra orquesta, que había venido expresamente desde Nueva Orleans. Gian Lorenzo oyó que Angelina había dicho a papá en una ocasión que le gustaba el jazz.

Mientras la banda tocaba y el champán continuaba fluyendo, los recién casados avanzaron entre sus invitados, lo cual concedió a Gian Lorenzo un fugaz momento para agradecer a Paolo y a su novia que le hubieran invitado a un acontecimiento tan inolvidable.

– Medici habría quedado maravillado -dijo a la novia, y se inclinó para besar su mano.

Ella le dedicó una cálida sonrisa, pero no dijo nada.

– Seguiremos en contacto -anunció Paolo, mientras se alejaban-. A Angelina le fascina el arte y está pensando en iniciar su propia colección -fueron las últimas palabras que Gian Lorenzo oyó, antes de que Paolo se detuviera ante otro invitado.

Justo antes de que saliera el sol y empezara a servirse el desayuno, el señor y la señora Castelli partieron hacia el aeropuerto, mientras un millar de manos les despedían. Salieron de Villa Borghese con Paolo al volante de su último Ferrari, que no era el coche ideal para su esposa. Cuando llegaron al aeropuerto, Paolo continuó hasta una pista privada y detuvo el automóvil al lado de un jet Lear que esperaba a los dos pasajeros. Los recién casados dejaron el Ferrari estacionado en la pista, subieron por la escalerilla y desaparecieron en el interior del avión de papá. Unos minutos después de que se abrocharan los cinturones, el jet despegó en dirección a Acapulco, la primera etapa de su luna de miel de tres meses.

Pese a las palabras con las que Paolo se había despedido, cuando los Castelli regresaron de su luna de miel no hicieron el menor esfuerzo por seguir en contacto con Gian Lorenzo. Sin embargo, este se enteraba de sus proezas casi todos los días en los ecos de sociedad de la prensa nacional.

Un año después, leyó que se mudaban a Venecia, donde habían comprado el tipo de villa que aparece en las portadas, no en las páginas interiores, de las revistas de moda. Gian Lorenzo supuso que su viejo amigo y él no volverían a encontrarse nunca más.

Cuando Antonio Venici se jubiló, cedió de muy buena gana la responsabilidad de los negocios familiares a su hijo. Como nuevo propietario de la galería Venici, Gian Lorenzo pasaba la mitad del tiempo viajando por toda Europa en busca de aquel cuadro escurridizo que deja sin respiración a los coleccionistas y hace que estos no insulten al marchante con el menor amago de regatear.

Uno de dichos viajes fue a Venecia, para ver un Canaletto que pertenecía a la contessa Di Palma, una dama que, tras divorciarse de su tercer marido, y sin poseer ya el físico que garantí zara un cuarto, había decidido desprenderse de uno de sus tesoros. La única condición de la contessa era la prohibición de airear que estaba pasando por dificultades económicas pasajeras. Todos los principales marchantes de Italia estaban enterados de sus crecientes deudas y de los numerosos acreedores que la acosaban. Gian Lorenzo estaba muy agradecido de que la contessa le hubiera elegido como confidente.

Gian Lorenzo dedicó cierto tiempo a examinar la considerable colección de la contessa y llegó a la conclusión de que no solo tenía buen ojo para los hombres ricos. Después de acordar un precio por el Canaletto, expresó la esperanza de que aquello fuera el principio de una larga y fructífera amistad.

– Empecemos con una cena en el Harry’s Bar, querido -dijo la contessa, en cuanto tuvo en la mano el cheque de Gian Lorenzo.

Gian Lorenzo dudaba entre pedir un affogato o un espresso, cuando Paolo y Angelina entraron en el Harry’s Bar. Todo el mundo les siguió con la mirada, mientras el maitre les conducía con modales afectados hasta una mesa situada en 1111 rincón.

– He ahí alguien que podría permitirse el lujo de comprar toda mi colección -susurró la contessa.

– Sin duda -admitió Gian Lorenzo-, pero por desgracia Paolo solo colecciona coches raros.

– Y mujeres todavía más raras -comentó la contessa.

– No estoy muy seguro de que colecciona Angelina.

– Unos cuantos kilos de más cada año -apuntó la contessa-. Una vez, vino a tomar el té con mi segundo marido y se comió todas nuestras provisiones. Cuando se marchó, no quedaban ni las galletitas saladas.

– Bien, esta noche intentaremos ponernos a su altura -dijo Gian Lorenzo-. ¿Es cierto que el zabaglione es la especialidad del restaurante?

La contessa, que no estaba interesada por el zabaglione, siguió hablando sin hacer caso de la insinuación nada sutil de su acompañante.

– ¿Se imagina a esos dos en la cama?

A Gian Lorenzo le sorprendió que la contessa verbalizara una pregunta que él también se había planteado a menudo, pero sin atreverse a manifestarla. Lo peor fue cuando la contessa empezó a describir cosas que hasta aquel momento no habían pasado por la mente de Gian Lorenzo.

– ¿Cree que él se tumba sobre ella? -Gian Lorenzo se guardó su opinión-. Una proeza -continuó la mujer-; si lo hicieran al revés, seguro que ella le asfixiaba.

Gian Lorenzo no quería ni imaginar semejante situación, de modo que intentó cambiar de tema.

– Fuimos al mismo colegio. Un deportista nato.

– Tiene que serlo para satisfacerla.

– Incluso asistí a su boda -añadió él-. Una ocasión memorable, aunque dudo que después de tanto tiempo se acuerden de que fui uno de los invitados.

– ¿Le gustaría pasar el resto de su vida en compañía de ese ser, por más dinero que tenga? -preguntó la contessa sin prestar atención a las palabras de su acompañante.

– El dice que la adora -repuso Gian Lorenzo-. La llama su «pequeño ángel».

– En ese caso, no me gustaría coincidir con su idea de un gran ángel.

– Si no la quisiera -observó Gian Lorenzo-, siempre podría divorciarse de ella.

– Ni hablar -dijo la contessa-. Está claro que no sabe usted nada de su contrato prematrimonial.

– No -admitió Gian Lorenzo, y procuró disimular su interés.

– El padre de Angelina tenía la misma opinión que yo de ese futbolista acabado. El viejo Porcelli le obligó a firmar un acuerdo en el cual se estipula que, si Paolo se divorcia algún día de su hija, se queda sin nada. Paolo también se vio obligado a firmar un segundo documento, en el que se compromete a no revelar jamás el contenido del contrato prematrimonial a nadie, ni siquiera a Angelina.



– ¿Y cómo lo sabe usted? -preguntó Gian Lorenzo.

– Cuando se han firmado tantos contratos prematrimoniales como yo, se oyen cosas.

Gian Lorenzo rió y pidió la cuenta.

El maître sonrió.

– Ya está pagada, señor -dijo, y señaló con la cabeza en dirección a Paolo-. Cortesía de su antiguo amigo del colegio.

– Qué amable -dijo Gian Lorenzo.

– El dinero es de ella -le recordó la contessa.

– Discúlpeme un momento -dijo Gian Lorenzo-.Voy a darles las gracias antes de marchar.

Se levantó de su asiento y atravesó despacio el concurrido local.

– ¿Cómo estás?-saludó Paolo, quien se había puesto en pie mucho antes de que Gian Lorenzo llegara a su mesa-. Ya conoces a mi pequeño ángel, por supuesto -añadió, y se volvió con una sonrisa hacia su esposa-. Claro que, ¿cómo podrías haberla olvidado?

Gian Lorenzo tomó la mano de Angelina y la besó.

– Nunca olvidaré vuestra espléndida boda.

– Medici habría quedado maravillado -dijo Angelina.

Gian Lorenzo hizo una breve reverencia para agradecer a la mujer que recordara sus palabras.

– ¿Estás cenando con la contessa Di Palma?-preguntó Paolo-. Porque, en ese caso, posee algo que mi pequeño ángel desea. -Gian Lorenzo no hizo ningún comentario-. Espero, Gian Lorenzo, que sea una dienta, no una amiga, porque si mi pequeño ángel quiere algo no me detendré ante nada para conseguirlo. -Gian Lorenzo consideró prudente seguir guardando silencio. «No olvides», le había dicho en una ocasión su padre, «que solo los restauradores cierran tratos en los restaurantes… cuando te dan la cuenta»-.Y como es-una parcela que no domino -continuó Paolo-, y te consideran una de las principales autoridades de la nación, ¿serías tan amable de representar a Angelina en esta ocasión?

– Sería un placer -contestó Gian Lorenzo, mientras el maître depositaba ante la esposa de Paolo una tarta de chocolate, acompañada de un cuenco de crème fraíche.

– Excelente -dijo Paolo-. Seguiremos en contacto.

Gian Lorenzo sonrió y estrechó la mano de su viejo amigo. Recordaba muy bien la última ocasión en que Paolo había pronunciado aquellas mismas palabras, pero hay gente que considera esa frase una mera fórmula de cortesía. Gian Lorenzo se volvió hacia Angelina e inclinó la cabeza, para reunirse a continuación con la contessa.

– Temo que es hora de marcharnos -dijo Gian Lorenzo, al tiempo que consultaba su reloj-, sobre todo porque he de tomar el primer avión para Roma de la mañana.

– ¿Ha conseguido vender mi Canaletto a su amigo? -preguntó la contessa cuando se levantó.

– No -contestó Gian Lorenzo, mientras hacía un ademán en dirección a la mesa de Paolo-, pero ha dicho que seguiremos en contacto.

– ¿Lo harán?

– Es muy difícil -admitió Gian Lorenzo-, porque no me ha dado su número y sospecho que los señores Castelli no figuran en las Páginas Amarillas.

Gian Lorenzo tomó el primer vuelo a Roma de la mañana siguiente. El Canaletto le seguiría sin demasiadas prisas. En cuanto pisó la galería, su secretaria salió corriendo del despacho y barbotó:

– Paolo Castelli ha llamado dos veces esta mañana. Se disculpó por no haberle dado su número -añadió- y preguntó si sería tan amable de telefonearle en cuanto llegara.

Gian Lorenzo entró con calma en su despacho, se sentó ante el escritorio y procuró serenarse. Después tecleó el número que su secretaria había anotado. A la llamada contestó primero un mayordomo, el cual le pasó con una secretaria, quien por fin le puso con Paolo.

– Después de que te marcharas anoche mi pequeño ángel no habló de otra cosa -empezó Paolo-. No ha olvidado su visita a casa de la contessa, donde vio su magnífica colección de arte. Se preguntaba si el motivo de tu reunión con la contessa era…

– Creo que no es prudente hablar de esto por teléfono -interrumpió Gian Lorenzo, cuyo padre también le había enseñado que los tratos pocas veces se cierran por teléfono, sino casi siempre cara a cara. El cliente ha de ver el cuadro y después se le permite que lo tenga colgado en el salón de su casa durante varios días. Hay un momento crucial en que el comprador considera que el cuadro ya le pertenece. Es entonces cuando el marchante empieza a negociar el precio.

– En ese caso tendrás que volver a Venecia -dijo Paolo sin vacilar-.Te enviaré el avión privado.

Gian Lorenzo voló a Venecia el viernes siguiente. Un Rolls- Royce le esperaba en la pista para llevarle a Villa Rosa.

Un mayordomo recibió a Gian Lorenzo ante la puerta principal y después le condujo por una amplia escalinata de mármol hasta un conjunto de aposentos privados de paredes desnudas: el sueño de todo marchante de arte. Gian Lorenzo recordó la colección que su padre había reunido para los Agnelli durante un período de treinta años, y que ahora se consideraba una de las mejores en manos de un particular.

Gian Lorenzo pasó casi todo el sábado (entre comida y comida) visitando las ciento cuarenta y dos habitaciones de la Villa Rosa, acompañado de Angelina. Pronto descubrió que su anfitriona poseía muchas más cualidades de lo que él había imaginado.

Angelina demostró un verdadero interés por iniciar su colección de arte, y estaba claro que había visitado las galerías de todo el mundo. Gian Lorenzo se dio cuenta de que solo carecía de la valentía necesaria para llevar a la práctica sus convicciones (un problema que solían manifestar los hijos únicos de hombres que habían llegado a donde estaban gracias a sus propios esfuerzos), aunque no carecía de conocimientos ni, para sorpresa de Gian Lorenzo, de gusto. Se sintió culpable por haber llegado a conclusiones basadas únicamente en comentarios leídos en la prensa. Gian Lorenzo descubrió que disfrutaba de la compañía de Angelina, y hasta empezó a preguntarse qué podía ver en Paolo aquella joven tímida y reflexiva.

Aquella noche, mientras cenaban, se fijó en que Angelina siempre miraba a su marido con adoración, aunque pocas veces le interrumpía.

A la mañana siguiente, durante el desayuno, Angelina apenas pronunció palabra. Solo cuando Paolo le propuso que enseñara los jardines a su invitado, su pequeño ángel resucitó.

Angelina acompañó a Gian Lorenzo por el jardín de veinticuatro hectáreas, el cual no poseía objetos inmuebles, ni siquiera refugios donde pudieran descansar para refrescar su frente. Siempre que Gian Lorenzo hacía una sugerencia, ella reaccionaba con entusiasmo, pues estaba claro que solo esperaba la ocasión de dejarse guiar por su sabiduría.

Por la noche, durante la cena, Paolo confirmó que el deseo de su pequeño ángel era iniciar una gran colección en memoria de su difunto padre.

– Pero ¿por dónde empezar? -preguntó Paolo, al tiempo que tendía la mano sobre la mesa para tomar la de su esposa.

– ¿Canaletto, tal vez? -aventuró Gian Lorenzo.

Gian Lorenzo se pasó los cinco años siguientes viajando entre Roma y Venecia, mientras continuaba persuadiendo a la contessa de que vendiera cuadros, que luego colgaban en Villa Rosa. A medida que aparecían nuevas joyas, el apetito de Angelina se volvía cada vez más voraz. Gian Lorenzo tuvo que viajar a Estados Unidos, Rusia e incluso Colombia para satisfacer al «pequeño ángel» de Paolo. Parecía decidida a superar a Catalina la Grande.

Cada nueva obra maestra que Gian Lorenzo depositaba ante ella cautivaba aún más a Angelina: Canaletto, Caravaggio, Tintoretto, Bellini y Da Vinci se hallaban entre los autóctonos. Gian Lorenzo no solo empezó a llenar los pocos espacios libres que quedaban en la villa, sino que también aportó estatuas llegadas desde todos los rincones del mundo, que ocuparon un lugar entre los demás inmigrantes del inmenso jardín: Moore, Brancusi, Epstein, Miró, Giacometti y el favorito de Angelina: Botero.

Con cada nueva adquisición, Gian Lorenzo le regalaba un libro sobre el artista. Angelina los devoraba de una sentada y pedía más de inmediato. Gian Lorenzo tuvo que reconocer que se había convertido no solo en la dienta más importante de la galería, sino también en su más apasionada discípula: lo que había empezado como un coqueteo con el Canaletto, se estaba transformando a marchas forzadas en una relación promiscua con casi todos los grandes maestros de Europa. Y era de Gian Lorenzo de quien se esperaba que continuara suministrando nuevos amantes. Una característica más que Angelina compartía con Catalina la Grande.


Gian Lorenzo estaba visitando a un cliente de Barcelona, que por motivos fiscales tenía que desprenderse de un Murillo, El nacimiento de Cristo, cuando se enteró de la noticia. Consideraba que la cantidad solicitada por el cuadro era demasiado elevada, pero sabía que Angelina se plegaría a pagarla. Se hallaba en plena negociación, cuando su secretaria le llamó. Gian Lorenzo tomó el siguiente vuelo a Roma.



Todos los periódicos informaban, algunos con pelos y señales, de la muerte de Angelina Castelli. Un infarto generalizado cuando se encontraba en el jardín, intentando mover una de las estatuas.

Los tabloides, incapaces de llorar a la difunta ni un solo día, informaban a sus lectores en el segundo párrafo de que había legado toda su fortuna a su marido. Una fotografía de un sonriente Paolo (tomada mucho tiempo antes del fallecimiento) aparecía al lado del artículo.

Cuatro días después, Gian Lorenzo voló a Venecia para asistir al funeral.

La pequeña capilla que albergaban los jardines de la villa estaba abarrotada de familiares y amigos de Angelina, a algunos de los cuales Gian Lorenzo no veía desde el banquete de bodas, una generación antes.

Cuando los seis portadores del féretro entraron en la capilla y lo depositaron con delicadeza sobre las andas preparadas delante del altar, Paolo se desmoronó y lloró. Cuando terminó la ceremonia, Gian Lorenzo le dio el pésame y Paolo le aseguró que había enriquecido la vida de Angelina de una forma imposible de recompensar. Después manifestó su intención de continuar la colección en su memoria.

– Eso es lo que mi pequeño ángel habría deseado -explicó-, de manera que debo hacerlo.

Paolo no volvió a ponerse en contacto con él.


Gian Lorenzo estaba a punto de hundir una cuchara en un tarro de mermelada Oxford (otra costumbre que había heredado de su padre), cuando vio el titular. La cuchara permaneció alojada en el tarro, mientras leía las palabras por segunda vez. Quería asegurarse de que no había entendido mal el titular. Paolo había vuelto a las primeras planas, para declarar que era «amor a primera vista. Más información en la página 22».

Gian Lorenzo pasó a toda prisa las páginas hasta llegar a una columna que rara vez leía. «Habladurías de Roma, le contamos la verdad detrás de la historia». Paolo Castelli, ex capitán de la Roma y el noveno hombre más rico de Italia, iba a casarse de nuevo, tan solo cuatro años después de la muerte de su pequeño ángel. «Su apariencia engaña», afirmaba el titular. A continuación, el periódico aseguraba a sus lectores que no podía haber mayor contraste entre su primera esposa, Angelina, una multimillonaria, y Gina, una camarera de Nápoles de veinticuatro años, hija de un inspector de Hacienda.

Gian Lorenzo rió cuando vio la fotografía de Gina, consciente de que muchos amigos de Paolo no resistirían la tentación de tomarle el pelo.

Cada mañana, Gian Lorenzo se descubría leyendo Habladurías de Roma con la esperanza de averiguar algo más acerca de la inminente boda. Por lo visto la ceremonia se celebraría en la capilla de Villa Rosa, que solo tenía capacidad para albergar a unas doscientas personas, de modo que se invitaría a los familiares y algunos amigos. La novia ya no podía salir de su humilde casa sin que la persiguiera una legión de paparazzi. E1 novio había vuelto al gimnasio con la esperanza de perder unos kilos antes de la boda. Pero la mayor sorpresa de Gian Lorenzo llegó cuando Habladurías de Roma afirmó (una primicia) que el señor Gian Lorenzo Venici, el marchante de arte más importante de Roma y antiguo compañero de colegio de Paolo, se contaría entre los afortunados invitados.

La invitación llegó por correo a la mañana siguiente.


Gian Lorenzo voló a Venecia la noche antes de la ceremonia nupcial y se alojó en el hotel Cipriani. Al recordar la boda anterior decidió que lo más prudente sería tomar una cena ligera y acostarse pronto.

Se levantó temprano a la mañana siguiente y dedicó cierto tiempo a vestirse para la ocasión. Aun así, llegó a Villa Rosa mucho antes de que la ceremonia empezara. Le apetecía pasear entre las estatuas que sembraban el jardín y reencontrarse con viejos amigos. Donatello le sonrió. Moore tenía un aspecto majestuoso. Miró le hizo reír y Giacometti seguía alto y delga do, pero su favorita continuaba siendo la fuente que adornaba el centro del jardín. Diez años antes se había llevado cada pieza de la fuente, piedra a piedra, estatua a estatua, de un patio de Milán. El cazador fugitivo de Bellini parecía todavía más espléndido en su nuevo entorno. Gian Lorenzo se sintió especialmente complacido cuando vio que muchos otros invitados habían llegado con antelación, azuzados por la misma idea.

Un criado vestido con un elegante traje oscuro deambulaba entre los invitados y les indicaba amablemente que fueran pasando a la capilla, pues la ceremonia estaba a punto de empezar. Gian Lorenzo fue de los primeros en seguir su consejo, pues deseaba elegir un buen sitio para contemplar la llegada de la novia.

Encontró un asiento vacío junto al pasillo, hacia la mitad de las filas, que le permitiría contemplar sin obstáculos la ceremonia. El pequeño coro ya estaba en su sitio y había empezado a cantar las vísperas acompañado de un cuarteto de cuerda.

Cuando faltaban cinco minutos para las tres, Paolo y su padrino entraron en la capilla y avanzaron lentamente por el pasillo. Gian Lorenzo sabía que el padrino había sido un futbolista famoso, pero no recordaba su nombre. Ambos ocuparon sus asientos a un lado del altar, mientras esperaban a que apareciera la joven novia. Paolo estaba en forma, bronceado y delgado, y Gian Lorenzo observó que las mujeres todavía le miraban con ojos de adoración. Paolo no se fijaba en ellas, y una sonrisa que habría provocado algún comentario de Lewis Carroll no abandonaba su rostro.

Se elevaron murmullos de expectación cuando el cuarteto de cuerda empezó a interpretar la marcha nupcial para anunciar la llegada de la novia. La joven avanzó lentamente por el pasillo del brazo de su padre; los invitados contenían el aliento a su paso.

Gian Lorenzo oyó que se acercaba, de modo que se volvió para ver a Gina por primera vez. ¿Qué diría cuando alguien no invitado a la ceremonia le pidiera una descripción de la novia? ¿Debería hacer hincapié en su hermosa cabellera azabache, larga y espesa, o tal vez debería subrayar la tersura de su tez aceitunada, o incluso añadir algún comentario sobre el magnífico traje de novia, que tan bien recordaba? Tal vez Gian Lorenzo se limitaría a explicar a todos cuantos le preguntaran que enseguida había comprendido por qué Paolo había declarado que se trataba de amor a primera vista. La misma sonrisa tímida de Angelina, el mismo brillo entusiasta en los ojos, la misma bondad que irradiaba, o más bien, como Gian Lorenzo sospechaba, los periodistas solo informarían de que el antiguo vestido de novia de Angelina le sentaba a las mil maravillas, y de que los metros y metros de seda formaban una magnífica cola detrás ele la novia, mientras avanzaba lentamente hacia su amado.


Jeffrey Archer


Jeffrey Archer nació en 1940 y, después de más de ciento veinte millones de ejemplares vendidos, es uno de los autores de mayor éxito del mundo. Estudió en Oxford y, tras una prolongada carrera política en el Reino Unido, fue creado lord en 1992. Entre sus últimas novelas destacan El undécimo mandamiento (1998), En pocas palabras (2001), Juego del destino (2004) y La falsificación (2006), todas ellas publicadas en Grijalbo.

Actualmente vive en Londres y Cambridge. Está casado y tiene dos hijos.


***

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