La sabiduría de Salomón


O cúpate de tus asuntos -fue el consejo de Carol.

– Pero es asunto mío -recordé a mi mujer cuando me metí en la cama-. Bob y yo somos amigos desde hace más de veinte años.

– Razón de más para que te guardes tus consejos -insistió ella.

– Es que esa chica no me cae bien -expliqué.

– Lo has dejado muy claro durante la cena -me recordó Carol, mientras apagaba la luz de su lado.

– Tú también eres consciente de que esto acabará en lágrimas.

– En ese caso tendrás que comprar una caja de Kleenex grande.

– Solo busca su dinero -murmuré.

– No tiene -repuso Carol-. Bob se gana bien la vida, pero eso no le coloca en la misma liga que Abramovich. [5]

– Es posible, pero mi deber de amigo es aconsejarle que no se case con ella.

– En este momento no quiere oírlo -aseguró Carol-, así que ni lo pienses.

– Explícame, oh, sabia -dije, mientras ahuecaba mi almohada-, por qué no.

Carol hizo caso omiso de mi sarcasmo.

– Si acaba en los tribunales con una demanda de divorcio, quedarás como un engreído. Si el matrimonio rezuma felicidad, él no te perdonará nunca… y ella tampoco.

– No tenía pensado decírselo a ella.

– Ella ya sabe muy bien cuál es tu opinión -dijo Carol-. Créeme.

– No durarán ni un año -predije.

En ese momento sonó el teléfono de mi mesilla. Lo descolgué rezando para que no fuera un paciente.

– Solo quiero hacerte una pregunta -dijo una voz que no necesitaba presentación.

– ¿Cuál es, Bob? -pregunté.

– ¿Serás mi padrino?


Bob Radford y yo nos conocimos en el hospital de St. Thomas cuando éramos internos. Para ser más preciso, entramos en contacto en el campo de rugby, cuando me placó justo en el momento en que yo pensaba que iba a marcar el tanto de la victoria. En aquellos días jugábamos en equipos contrarios.

Después de incorporarnos a Guy’s como médicos internos residentes entramos en el mismo equipo de rugby, y a mitad de semana jugábamos una partida de squash, que siempre ganaba él. Durante el último año compartimos vivienda en Lambeth. No hacía falta ir muy lejos para encontrar compañía femenina, pues en St. Thomas había más de tres mil enfermeras, la mayoría de las cuales quería sexo y, por algún misterioso motivo, consideraban que los médicos eran una apuesta segura. Los dos ardíamos en deseos de aprovechar nuestra nueva situación. Y entonces me enamoré.

Carol también era interna en Guy´s y durante nuestra primera cita dejó muy claro que no deseaba una relación a largo plazo. Sin embargo, subestimó mi único talento: la persistencia. Cedió por fin cuando le propuse matrimonio por novena vez.

Carol y yo nos casamos unos meses después de que ella obtuviera el título.

Bob tomó la dirección contraria. Siempre que le invitábamos a cenar, aparecía con una acompañante nueva. A veces yo confundía los nombres, una equivocación que Carol jamás cometía. No obstante, con el paso de los años hasta su apetito de nuevos manjares se moderó. Al fin y al cabo, los dos acabábamos de cumplir los cuarenta. Pero no contribuyó a aplacar sus ánimos el hecho de que el periodicucho de los estudiantes lo eligiera el soltero más apetecible del hospital, sobre todo porque su consulta privada era una de las más prósperas de Londres. Tenía un piso en Harley Street y estaba a salvo de los gastos que suelen relacionarse con la felicidad matrimonial. No obstante, daba la impresión de que eso había llegado a su fin.

Cuando Bob nos invitó a cenar para presentarnos a Fiona, a quien describió como la mujer con la que iba a pasar el resto de su vida, Carol y yo nos quedamos sorprendidos y complacidos. También nos sentimos un poco perplejos, porque no conseguíamos recordar el nombre de su última novia. Estábamos bastante seguros de que no era Fiona.



Cuando llegamos al restaurante, los vimos sentados al fondo de la sala, cogidos de la mano. Bob se levantó para saludarnos y de inmediato nos presentó a Fiona como la chica más maravillosa del mundo. Para ser justo con la mujer, ningún varón con sangre en las venas habría podido negar los atributos físicos de Fiona. Debía de medir un metro y setenta y tres centímetros, de los cuales setenta y cinco correspondían a las piernas, ensambladas a una figura perfeccionada sin duda en un gimnasio y con una dieta a base de lechuga y agua.

Nuestra conversación durante la cena fue bastante limitada, en parte porque Bob se pasó la mayor parte del rato mirando a Fiona de una forma que debería reservarse para los desnudos de Donatello. Al final de la velada yo había llegado a la conclusión de que Fiona acabaría costando lo mismo que un cuadro del mencionado pintor, y no solo porque leyó la lista de vinos de abajo arriba, pidió caviar de primero y, con una dulce sonrisa, pasta cubierta de trufa blanca.

A decir verdad, Fiona era la clase de rubia de piernas largas con la que cualquier hombre ansia toparse en un taburete del bar de un hotel, ya avanzada la noche y, preferiblemente, en otro continente. Soy incapaz de decirles su edad, pero durante la cena me enteré de que había estado casada tres veces antes de conocer a Bob. No obstante, nos aseguró que en esta ocasión había dado con el hombre ideal.

Me sentí muy aliviado de poder escapar aquella noche y, como ya se habrán dado cuenta, no tardé mucho en informar a mi esposa de la opinión que me merecía Fiona.


La boda se celebró tres meses después en el registro civil de Chelsea, en King’s Road. A la ceremonia asistieron varios amigos de Bob de St. Thomas y Guy’s, a algunos de los cuales yo no veía desde los tiempos en que jugábamos al rugby. No me pareció prudente indicar a Carol que Fiona no parecía tener amistades, al menos ninguna que deseara acudir a sus últimos esponsales.

Guardé silencio al lado de Bob cuando el responsable del registro entonó:

– Si alguno de los presentes tiene alguna razón para que esta boda no se celebre, que hable ahora o calle para siempre.

Me entraron ganas de dar mi opinión, pero Carol estaba demasiado cerca para correr ese riesgo. Debo confesar que Fiona estaba radiante en esa ocasión, no muy diferente de una pitón dispuesta a devorar un cordero… entero.

El banquete de bodas se celebró en el Lucio s de Fulham Road. El discurso del padrino habría sido más coherente si no hubiera tomado tanto champán, o de haberme creído siquiera una de las palabras que pronuncié.

Cuando me senté y recibí unos indulgentes aplausos, Carol no se inclinó hacia mí para felicitarme. La esquivé hasta que nos reunimos con los novios en la acera, delante del restaurante. Bob y Fiona se despidieron antes de subir a una limusina blanca que les conduciría a Heathrow. Allí tomarían un avión con destino a Acapulco, donde pasarían tres semanas de luna de miel. Ni el medio de transporte hasta Heathrow, que habría podido acomodar sin problemas a todos los invitados, ni el destino del viaje de novios habían sido elección de Bob. Una información que no transmití a Carol, pues sin duda me habría acusado de albergar prejuicios… y habría estado en lo cierto.


No puedo decir que viera mucho a Fiona durante su primer año de matrimonio, si bien Bob llamaba de vez en cuando, pero desde su consulta de Harley Street. Incluso llegamos a comer juntos en alguna ocasión, pero al parecer no lograba encontrar 1111 hueco para un partido vespertino de squash.

Durante dichas comidas Bob nunca dejaba de cantar las alabanzas de su notable esposa, como si conociera mi opinión sobre ella, aunque jamás expresé mis verdaderos sentimientos. Supongo que por ese motivo nunca nos invitaron a cenar a su casa y, cuando les invitábamos a la nuestra, Bob siempre ponía una excusa poco convincente, como que tenía que visitar a un paciente o que iba a estar fuera de la ciudad en esa noche concreta.


El cambio empezó de una forma sutil, casi imperceptible. Nuestras comidas adquirieron mayor regularidad, incluso jugábamos de vez en cuando un partido de squash, pero tal vez lo más relevante fue que cada vez hacía menos referencias a la inminente santificación de Fiona.

Fue poco después del fallecimiento de una tía de Bob, la señorita Muriel Pembleton, cuando el cambio se hizo mucho más evidente. Para ser sincero, yo ni siquiera sabía que Bob tenía una tía, y mucho menos que fuera el único heredero de Pembleton Electronics.

The Times revelaba que la señorita Pembleton había dejado poco más de siete millones de libras en acciones y propiedades, así como una colección de arte considerable. Con la excepción de alguna donación de escasa importancia a organizaciones caritativas, su sobrino se convirtió en el único beneficiario. Que Dios le bendiga, porque entrar en posesión de una fortuna tan sustanciosa no cambió en absoluto a Bob, pero no pudo decirse lo mismo de Fiona.


Cuando llamé a Bob para felicitarle por su buena suerte, no parecía muy animado. Preguntó si podíamos quedar para comer, porque deseaba que le aconsejara sobre un asunto personal.

Nos encontramos un par de horas después en un pub gastronómico cercano a Devonshire Place. Bob no habló de nada importante hasta después de que el camarero hubiera tomado nota, pero en cuanto sirvieron los entrantes, Fiona fue el único plato del menú. Aquella mañana había recibido una carta del bufete de abogados Abbott Crombie y Compañía, en la que se le anunciaba sin la menor ambigüedad que su esposa había solicitado el divorcio.

– Justo en el momento adecuado -observé sin el menor tacto.

– Y yo ni siquiera me di cuenta -dijo Bob.

– ¿Darte cuenta? -pregunté-. ¿De qué?

– De cómo Fiona cambió de actitud hacia mí poco después de conocer a tía Muriel. De hecho, esa misma noche, estaba literalmente colada por mí.



Recordé a Bob lo que Woody Allen había dicho sobre el tema. El señor Allen no entendía por qué Dios había concedido al hombre un pene y un cerebro, pero no la sangre suficiente para conectar los dos. Bob rió por primera vez aquel día, pero unos minutos después se sumió en un sombrío silencio lastimero.

– ¿Puedo ayudarte de alguna manera? -pregunté.

– Solo si conoces el nombre de algún abogado matrimonialista de primera -contestó Bob-, porque me han dicho que la señora Abbott tiene fama de chupar hasta la última gota de sangre en nombre de sus clientes, sobre todo después de la última ley a favor de las esposas que aprobaron los lores.

– La verdad es que no -dije-. Como llevo dieciséis años felizmente casado, creo que soy el hombre menos idóneo para aconsejarte. ¿Por qué no hablas con Peter Mitchell? Al fin y al cabo, con cuatro ex esposas, seguro que puede decirte cuál es el mejor abogado disponible.

– He llamado a Peter esta misma mañana -admitió Bob-. Siempre le ha representado la señora Abbott. Me ha dicho que ya es como de la familia.


Durante las semanas siguientes Bob y yo volvimos a jugar a squash con regularidad y empecé a ganarle por primera vez. Después cenaba con Carol y conmigo. Intentábamos evitar cualquier conversación relacionada con Fiona. Sin embargo, se le escapó que ella se negaba a abandonar el escenario con elegancia, incluso después de que le hubiera ofrecido la mitad de la herencia de tía Muriel.

A medida que las semanas se convertían en meses, Bob empezó a adelgazar, y sus rizos dorados encanecieron prematuramente. Por su parte, Fiona parecía cada vez más fuerte y salvaba cada nuevo obstáculo como un avezado purasangre. En lo tocante a la táctica, Fiona entendía muy bien el juego a largo plazo; claro que gozaba de la ventaja de haber conseguido en el pasado tres victorias, y no cabía duda de que esperaba la cuarta.


Debió de pasar un año hasta que Fiona aceptó por fin llegar a un acuerdo. Todas las propiedades de Bob se dividirían en dos partes iguales, y también asumiría las costas derivadas del litigio. Se fijó una fecha para la firma oficial. Accedí a ser testigo y a dar a Bob, como Carol lo describió, un apoyo moral que necesitaba mucho.

Ni siquiera llegué a quitar el capuchón de mi pluma, porque Fiona estalló en lágrimas mucho antes de que la señora Abbott hubiera leído las cláusulas. Afirmó que la habían tratado con crueldad y que por culpa de Bob había sufrido una crisis nerviosa. Después salió como una exhalación del despacho sin más palabras. Debo confesar que nunca había visto a Fiona menos nerviosa. Ni siquiera la señora Abbott pudo disimular su exasperación.

Harry Dexter, a quien Bob había elegido como abogado, le advirtió de que probablemente el problema desembocaría en una larga y cara batalla legal si no conseguía llegar a un acuerdo. El señor Dexter le informó por añadidura de que con frecuencia los jueces ordenaban a la parte acusada que sufragará los gastos de la parte perjudicada. Bob se encogió de hombros y no se molestó en contestar.


Una vez que ambas partes aceptaron que no se podía llegar a un acuerdo extrajudicial, se fijó una fecha para la vista.

El señor Dexter estaba decidido a rebatir las indignantes exigencias de Fiona con feroz encono, y al principio Bob siguió todas sus recomendaciones. Sin embargo, con cada nueva exigencia de la otra parte, la resolución de Bob flaqueaba, hasta que, como un boxeador noqueado, estuvo dispuesto a tirar la toalla. A medida que se acercaba el día de la vista, se deprimía cada vez más, y hasta empezó a decir: «¿Por qué no le doy todo, ya que es la única manera de que quede satisfecha?». Carol y yo intentamos animarle, pero con escaso éxito, y hasta al señor Dexter le costaba convencer a su cliente de que resistiera.

Ambos aseguramos a Bob que estaríamos en el palacio de justicia para apoyarle el día de la vista.


Carol y yo ocupamos nuestros sitios en la galería de la sala número tres, división matrimonial, el último jueves de junio, y esperamos a que se iniciara el juicio. A las diez menos diez los funcionarios del tribunal empezaron a entrar para ocupar sus asientos. Pocos minutos después llegó la señora Abbott, acompañada de Fiona. Miré a la demandante, que no llevaba joyas y vestía un traje negro más apropiado para un funeral: el de Bob.

Un momento después, apareció el señor Dexter, seguido de Bob. Se sentaron a la mesa que había al otro lado de la sala.

Cuando dieron las diez, mis peores temores se materializaron. Entró en la sala la jueza, que me recordó al instante a la enfermera de mi colegio, una tirana convencida de que el castigo no tenía por qué adecuarse al delito. La jueza ocupó su lugar en el tribunal y sonrió a la señora Abbott. Tal vez habían ido juntas a la universidad. La señora Abbott se levantó y le devolvió la sonrisa. Después procedió a combatir por cada objeto propiedad de Bob e incluso discutió quién debería quedarse con los gemelos de su universidad, diciendo que habían llegado al acuerdo de que todas las posesiones del señor Radford se dividirían a partes iguales y, por lo tanto, si él se quedaba un gemelo, su dienta tenía derecho al otro.

A medida que pasaban las horas, las exigencias de Fiona aumentaban. Al fin y al cabo, explicó la señora Abbott, ¿acaso su cliente no había renunciado a una vida feliz en Estados Unidos, con un lucrativo negocio familiar (algo que yo ignoraba hasta aquel momento), a fin de dedicarse en cuerpo y alma a su marido? Solo para descubrir que raras veces llegaba a casa antes de las ocho de la tarde, y solo después de haber ido a jugar al squash con sus amigos, y cuando por fin aparecía (la señora Abbott hizo una pausa), borracho, no quería probar la cena que ella había pasado horas preparando (nueva pausa), y cuando al fin se iban a la cama, no tardaba en sumirse en un sopor alcohólico. Me levanté para protestar, pero un alguacil me conminó a sentarme; de lo contrario, se me ordenaría abandonar la sala. Carol tiró con firmeza de mi chaqueta.

La señora Abbott llegó al final de sus exigencias, con la propuesta de que su dienta debía recibir la casa de campo (de tía Muriel), mientras a Bob se le permitiría conservar su aparta mentó de Londres; ella debía quedarse la villa de Caniles (de tía Muriel), mientras él podía continuar en su piso de Harley Street (alquilado). Por último la señora Abbott fijó su atención en la colección de arte de tía Muriel, que consideraba debía dividirse también en dos partes: para su dienta, el Monet, y para él, el Manguin; para su dienta, el Picasso, y para él, el Pasmore; para ella, el Bacon, etcétera. Cuando la señora Abbott se sentó por fin, la jueza Butler señaló que tal vez deberían concederse un descanso para comer.

Durante la comida, que quedó intacta, el señor Dexter, Carol y yo intentamos con valentía convencer a Bob de que debía luchar. Pero él no quiso hacernos caso.

– Si puedo conservar todo lo que tenía antes del fallecimiento de mi tía -insistió Bob-, me conformo.

El señor Dexter estaba seguro de que podía obtener mucho más, pero Bob no parecía demasiado interesado en oponer resistencia.

– Acabemos con esto de una vez -ordenó-. Procure no olvidar quién paga las costas.

Cuando volvimos a la sala a las dos de la tarde, la jueza se volvió hacia el abogado de Bob.

– ¿Qué tiene que decir sobre todo esto, señor Dexter? -preguntó.

– Estamos de acuerdo en proceder a la división de las posesiones de mi cliente, tal como ha propuesto la señora Abbott -contestó él con un suspiro exagerado.

– ¿Están de acuerdo en seguir las recomendaciones de la señora Abbott? -repitió la jueza con incredulidad.

Una vez más, el señor Dexter miró a Bob, quien se limitó a asentir, como un perro en el asiento trasero de un coche.

– Así sea -dijo la jueza Butler, incapaz de disimular su sorpresa.

Estaba a punto de dictar sentencia, cuando Fiona se puso a llorar. Se inclinó hacia la señora Abbott y le susurró algo al oído.

– Señora Abbott -dijo la jueza Butler, sin hacer caso de los sollozos de la demandante-, ¿puedo sancionar este acuerdo?

– Por lo visto no -respondió la señora Abbott, al tiempo que se levantaba con expresión algo avergonzada-. Al parecer mi dienta opina que este acuerdo favorece al acusado.

– ¿De veras? -preguntó la jueza Butler, y se volvió hacia Fiona.

La señora Abbott tocó el hombro de su dienta y le susurró algo al oído. Fiona se puso en pie al instante y permaneció con la cabeza gacha mientras la jueza hablaba.

– Señora Radford -empezó, con la vista clavada en Fiona-, ¿debo entender que ya no le gusta el acuerdo al que en su nombre ha llegado su abogada?

Fiona asintió tímidamente.

– En tal caso, voy a proponer una solución, que confío conduzca este caso a una rápida conclusión.

Fiona levantó la vista y sonrió con dulzura a la jueza, mientras Bob se hundía en su asiento.

– Tal vez sería más fácil, señora Radford, si usted confeccionara dos listas, para someterlas a la consideración del tribunal, en las cuales refleje lo que considera una división justa y equitativa de los bienes de su marido.

– Me parece bien, señoría -repuso Fiona con docilidad.

– Señor Dexter, ¿aprueba esta decisión? -preguntó la jueza al abogado de Bob.

– Sí, señoría -contestó él procurando disimular su exasperación.

– ¿Debo entender que esas son las instrucciones de su cliente?

El señor Dexter miró a Bob, quien ni siquiera se molestó en dar su opinión.

– Señora Abbott -prosiguió la jueza mirando a la abogada de Fiona-, quiero su palabra de que su dienta no rechazará el acuerdo.

– Puedo asegurarle, señoría, que lo aceptará sin vacilar -repuso la abogada de Fiona.

– Así sea -dijo la jueza Butler-. El juicio se aplaza hasta mañana a las diez, cuando examinaré las listas de la señora Radford.


Carol y yo salimos a cenar con Bob aquella noche. Un gesto estéril. Apenas abrió la boca para hablar o comer.

– Que se lo quede todo -dijo por fin, mientras tomábamos café-, porque será la única manera de deshacerme de esa mujer.

– Pero tu tía no te habría legado esa fortuna de haber sabido que esto acabaría así.

– Ni tía Muriel ni yo imaginábamos algo semejante -repuso Bob con resignación-. El sentido de la oportunidad de Fiona es irreprochable. Después de conocer a mi tía solo necesitó un mes para aceptar mi proposición de matrimonio.-Bob se volvió hacia mí con una mirada acusadora-. ¿Por qué no me aconsejaste que no me casara con ella? -preguntó.

Cuando la jueza entró en la sala a la mañana siguiente, todos los funcionarios estaban ya sentados. Los dos contrincantes se hallaban al lado de sus abogados. Todo el mundo se levantó e inclinó la cabeza cuando la jueza Butler tomó asiento, y solo la señora Abbott permaneció en pie.

– ¿Ha tenido su dienta tiempo suficiente para preparar las dos listas? -preguntó la jueza con la vista clavada en la abogada de Fiona.

– Desde luego, señoría; y ambas están preparadas para que las examine.

La jueza hizo una seña con la cabeza al secretario del tribunal. Este se acercó con parsimonia a la señora Abbott, quien le entregó las dos listas. A continuación el secretario volvió sobre sus pasos y se la tendió a la jueza.

La jueza Butler estudió con calma ambos inventarios. De vez en cuando meneaba la cabeza e incluso emitió algún que otro «hum», mientras la señora Abbott continuaba en pie. Cuando finalizó la lectura, se volvió hacia la mesa de los abogados.

– ¿Debo entender que ambas partes consideran que esta distribución de los bienes en cuestión es justa y equitativa? -preguntó.

– Sí, señoría -contestó con firmeza la señora Abbott en nombre de su cliente.

– Entiendo -dijo la jueza, y se volvió hacia el señor Dexter-. ¿Cuenta también con la aprobación de su cliente?

El señor Dexter vaciló.

– Sí, señoría -respondió por fin, incapaz de disimular la ironía de su voz.

– Así sea. -Fiona sonrió por primera vez desde el inicio de la vista. La jueza le devolvió la sonrisa-. Sin embargo, antes de dictar sentencia -continuó-, he de hacer una pregunta al señor Radford.

Bob miró a su abogado, antes de levantarse nervioso de su asiento. Alzó la vista hacia la jueza.

«¿Qué más puede pedir?», fue mi único pensamiento.

– Señor Radford -dijo la jueza-, todos hemos oído a su esposa declarar que considera justa y equitativa la distribución de sus bienes, que reflejan estas dos listas.

Bob bajó la cabeza y permaneció en silencio.

– Sin embargo, antes de dictar sentencia debo estar segura de que usted está de acuerdo con dicha apreciación.

Bob alzó la cabeza. Pareció vacilar un momento.

– Sí, señoría -contestó al fin.

– En ese caso, no me deja otra elección en este asunto -afirmó la jueza Butler. Hizo una pausa y miró a Fiona, que seguía sonriendo-. Como concedí a la señora Radford la oportunidad de preparar estas dos listas -continuó la jueza-, que a su juicio suponen una división justa y equitativa de sus bienes… -observó la jueza Butler, que se sintió complacida al ver que Fiona asentía-, también será justo y equitativo -añadió, al tiempo que se volvía hacia Bob- conceder al señor Radford la oportunidad de elegir cuál de las dos listas prefiere.

Загрузка...