El hombre que robo su propia oficina postal


***

Principio

El juez Gray miró a los dos acusados que ocupaban el banquillo. Chris y Sue Haskins se habían declarado culpables del robo de doscientas cincuenta mil libras, propiedad de Correos, y de falsificar cuatro pasaportes.

El señor y la señora Haskins parecían tener la misma edad, algo poco sorprendente, puesto que habían ido al colegio juntos unos cuarenta años atrás. Podías cruzarte con ellos en la calle sin volverte a mirar. Chris medía un metro setenta y cinco; su cabello, ondulado y oscuro, comenzaba a encanecer, y le sobraban seis kilos como mínimo. Estaba muy erguido ante el banquillo y, aunque el traje se veía muy usado, la camisa estaba limpia y la corbata de rayas invitaba a pensar que era miembro de un club. En cuanto a sus zapatos, relucían como si les sacara brillo cada mañana. Su esposa, Sue, se hallaba a su lado. Su pulcro vestido floreado y el cómodo calzado denotaban una mujer ordenada y organizada; claro que ambos llevaban la clase de ropa que debían de ponerse para ir a la iglesia. Al fin y al cabo, consideraban que la ley era nada más y nada menos que una prolongación del Todopoderoso.

El juez Gray desvió su atención hacia el abogado de los señores Haskins, un joven al que habían elegido en función de sus honorarios antes que de la experiencia.

– Sin duda desea señalar que existen circunstancias atenuantes en este caso, señor Rodgers -observó el juez amablemente.

– Sí, señoría -admitió el recién licenciado abogado, al tiempo que se levantaba de su asiento. Le habría gustado explicar a su señoría que este era tan solo su segundo caso, pero no creía que su señoría lo considerara una circunstancia atenuante.

El juez Gray se retrepó en la silla, mientras se disponía a escuchar que el pobre señor Haskins había sido vapuleado por un padrastro cruel noche tras noche, y que la señora Haskins había sido violada por un tío malvado a una edad crítica, pero no. El señor Rodgers aseguró al tribunal que los Haskins eran vástagos de familias felices y equilibradas, y que habían ido al colegio juntos. Su única hija, Tracey, licenciada en la Universidad de Bristol, trabajaba ahora como agente de bienes raíces en Ashford. Una familia modélica.

El señor Rodgers echó un vistazo a su maletín antes de pasar a explicar cómo habían terminado los Haskins en el banquillo de los acusados. El juez Gray se sintió cada vez más intrigado por la historia y, cuando el abogado volvió a sentarse por fin, pensó que necesitaba más tiempo para reflexionar sobre la duración de la condena. Ordenó a los dos acusados que se presentaran ante él el lunes siguiente a las diez de la mañana, en cuyo momento ya habría tomado una decisión.

El señor Rodgers se levantó por segunda vez.

– Sin duda espera que conceda a sus clientes la libertad bajo fianza, ¿verdad? -preguntó el juez, al tiempo que enarcaba una ceja, y antes de que el sorprendido abogado pudiera contestar añadió-: Concedida.


Jasper Gray explicó a su mujer la grave situación en que se encontraban los señores Haskins el domingo mientras comían. Mucho antes de que el juez terminara de devorar sus costillas de cordero, Vanessa Gray le había ofrecido su opinión.

– Condénales a una hora de servicios comunitarios y después ordena a Correos que les devuelva toda su inversión -aconsejó, revelando un sentido común no siempre concedido al macho de la especie. Para ser justos con él, el juez dio la razón a su esposa, aunque le dijo que nunca podría emitir dicha sentencia-. ¿Por qué? -preguntó ella.

– Por los cuatro pasaportes.



Al juez Gray no le sorprendió encontrar a los señores Haskins en el banquillo de los acusados a las diez de la mañana del lunes siguiente. Al fin y al cabo, no eran delincuentes.

El juez levantó la cabeza, les miró y trató de adoptar un semblante serio.

– Ambos se han declarado culpables de los delitos de robo en una oficina postal y falsificación de cuatro pasaportes.-No se molestó en añadir adjetivos como ruines, atroces o vergonzosos, pues no los consideraba apropiados en esta ocasión-. En consecuencia, no me han dejado más opción que enviarles a la cárcel -continuó. El juez centró su atención en Chris Haskins-. No cabe duda de que es usted el instigador del delito y, teniendo eso en cuenta, le condenó a tres años de prisión.

Chris Haskins fue incapaz de disimular su sorpresa. El abogado le había dicho que no esperara menos de cinco años. Chris se abstuvo de decir: «Gracias, señoría».

A continuación el juez miró a la señora Haskins.

– Entiendo que su participación en esta conspiración debió de ser un acto de lealtad hacia su marido. Sin embargo, usted es muy consciente de la diferencia entre el bien y el mal, y por lo tanto la condeno a un año de prisión.

– Señoría -protestó Chris Haskins.

El juez Gray frunció el ceño por primera vez. No estaba acostumbrado a que le interrumpieran mientras dictaba sentencia.

– Señor Haskins, si abriga la intención de apelar contra esta sentencia…

– En absoluto, señoría -dijo Chris Haskins, interrumpiendo al juez por segunda vez-. Solo quería preguntarle si me permitiría cumplir la pena de mi mujer.

El juez Gray se quedó tan estupefacto por la petición que fue incapaz de encontrar una respuesta pertinente a una pregunta que jamás le habían planteado. Dio un golpe con el mazo, se levantó y salió a toda prisa de la sala del tribunal.

– Todo el mundo en pie -gritó un ujier.


Chris y Sue se conocieron en el patio de la escuela de Cleethorpes, una ciudad de la costa oriental de Inglaterra. Chris guardaba cola para que le dieran su cuarto de litro de leche, tal como había establecido el gobierno para escolares menores de dieciséis años. Sue era la supervisora del reparto. Su trabajo consistía en asegurarse de que todo el mundo recibía su ración. Cuando entregó la botellita a Chris, ninguno de los dos se paró a mirar al otro. Sue iba un curso por delante de Chris, de modo que pocas veces coincidían durante el día, excepto cuando él hacía la cola de la leche. A finales de año Sue aprobó la reválida y obtuvo una plaza en el instituto local. El septiembre siguiente, Chris siguió sus pasos y también entró en el instituto de Cleethorpes.

No mantuvieron la menor relación durante los años que pasaron en el instituto, hasta que Sue fue nombrada representante de los alumnos. Entonces Chris no pudo por menos de fijarse en ella, porque al final de la reunión matutina leía en voz alta las noticias del día relativas al instituto. Siempre que el nombre de Sue aparecía en las conversaciones de los chicos, «marimandona» era el adjetivo más utilizado (es curioso que las mujeres dotadas de autoridad reciban con frecuencia el apelativo de «marimandona», mientras que los hombres de posición equivalente se ven investidos de las cualidades del liderazgo).

Cuando Sue se marchó a finales de año, Chris volvió a olvidarse de ella. No siguió sus ilustres pasos como representante de los alumnos, pese a que gozó de un año positivo, según su criterio, pero poco estimulante. Jugó con el segundo equipo de criquet del instituto, quedó quinto en la carrera a campo traviesa contra el instituto de Grimsby y le fue lo bastante bien en los exámenes finales para que no fueran dignos de mención ni en un sentido ni en otro.

Chris, no bien hubo abandonado el instituto, recibió una carta del Ministerio de Defensa, en la cual se le ordenaba presentarse en la oficina de reclutamiento local para cumplir el servicio militar, un período de dos años obligatorio para todos los chicos de dieciocho años. Chris no tenía elección en la materia, salvo decantarse por el ejército, la armada o las fuerzas aéreas.

Eligió la RAF, y hasta dedicó un fugaz momento a preguntarse si le gustaría ser piloto de aviones a reacción. Una vez que hubo pasado el examen médico y rellenado todos los impresos necesarios en la oficina de reclutamiento de la localidad, el sargento de guardia le entregó un billete de tren para un lugar llamado Mablethorpe. Debía presentarse en el cuartel a las ocho de la mañana el primer día del mes siguiente.

Chris se sometió al adiestramiento básico, junto con otros ciento veinte reclutas, durante las doce semanas siguientes. Enseguida descubrió que solo un aspirante entre mil era elegido para ser piloto. Chris no fue ese uno entre mil. Al cabo de las doce semanas le dieron a elegir entre trabajar en la cantina, el comedor de oficiales u operaciones de vuelo. Optó por operaciones de vuelo y le destinaron a los almacenes.

Fue cuando se presentó en su puesto el lunes siguiente cuando volvió a encontrarse con Sue o, para ser más precisos, con la cabo Sue Smart. Como no podía ser de otro modo, estaba a la cabeza de la fila, esta vez dando instrucciones sobre el trabajo. Chris no reconoció al instante a su antigua compañera de estudios, vestida con el elegante uniforme azul y el pelo casi oculto bajo una gorra. En cualquier caso, estaba admirando sus piernas bien torneadas cuando ella dijo:

– Haskins, preséntese al intendente.

Chris levantó la cabeza. No había olvidado aquella voz.

– ¿Sue? -preguntó vacilante.

La cabo Smart levantó la vista de su tablilla y miró al recluta que había osado llamarla por su nombre. Reconoció el rostro, pero fue incapaz de identificarlo.

– Chris Haskins -dijo él.

– Ah, sí, Haskins -repitió ella, y vaciló antes de añadir-: preséntese al sargento Travis en los almacenes y él le informará sobre sus tareas.

– Sí, cabo -repuso Chris, y desapareció al instante en dirección a los almacenes. Mientras se alejaba, no se dio cuenta de que Sue le seguía con la mirada.

Chris no volvió a coincidir con la cabo Smart hasta su primer fin de semana de permiso. La vio sentada al otro extremo de un vagón de tren en el viaje de regreso a Cleethorpes. No hizo el menor intento de acercarse a ella e incluso fingió no haberla visto. Sin embargo, se descubrió alzando la vista de vez en cuando para admirar su esbelta figura. No recordaba que fuera tan guapa.

Cuando el tren paró en la estación de Cleethorpes, Chris vio que su madre hablaba con otra mujer. Supo al instante quién era: el mismo pelo rojo, la misma figura esbelta, las mismas…

– Hola, Chris -le saludó la señora Smart cuando se reunió con su madre en el andén-. ¿No iba Sue en el tren contigo?

– No me he fijado -contestó Chris, y en ese momento llegó Sue.

– Supongo que os veis a menudo, ahora que estáis en el mismo campamento -comentó la madre de Chris.

– La verdad es que no -dijo Sue procurando aparentar desinterés.

– Bien, será mejor que nos vayamos -dijo la señora Haskins-. He de preparar la cena a Chris y a su padre antes de que se vayan a ver el fútbol -explicó.

– ¿Te acordabas de él? -preguntó la señora Smart, cuando Chris y su madre se alejaron hacia la salida.

– ¿De Haskins el Presumido? -Sue vaciló-. No puedo decir que sí.

– Ah, así que te gusta, ¿eh? -dijo la madre de Sue con una sonrisa.


Cuando Chris subió al tren el domingo por la noche, Sue ya estaba sentada en su sitio, al final del vagón. Chris estaba a punto de pasar de largo y buscar un asiento en el siguiente vagón, cuando le oyó decir:

– Hola, Chris, ¿lo has pasado bien el fin de semana?

– No ha ido mal, cabo -respondió Chris, y se detuvo a mirarla-. Grimsby ganó a Lincoln por tres a uno, y me había olvidado de lo bueno que es el pescado frito con patatas fritas de Cleethorpes comparado con el del campamento.

Sue sonrió.

– ¿Quieres sentarte conmigo? -preguntó, y dio unas palmaditas en el asiento contiguo-. Creo que puedes llamarme Sue cuando no estemos en el cuartel.

Durante el viaje de regreso a Mablethorpe, Sue monopolizó la conversación, en parte porque Chris estaba fascinado por ella (¿podía ser la misma chica flacucha que le daba la leche cada mañana?), y en parte porque él sabía que la burbuja estallaría en cuanto pisaran el campamento. Los suboficiales no confraternizaban con la tropa.

Se separaron a las puertas del campamento y cada uno fue por su lado. Chris regresó al cuartel, mientras Sue se encaminaba hacia las dependencias de los suboficiales. Cuando Chris entró en su barracón para reunirse con sus compañeros, uno de ellos estaba presumiendo de la chica de la RAF con la que se había acostado. Hasta dio detalles concretos y describió cómo eran las bragas de la RAF.

– Azul oscuro, con una goma elástica gruesa -aseguró a sus hipnotizados oyentes.

Chris se tumbó en la cama y dejó de escuchar la improbable historia, mientras sus pensamientos volvían a Sue. Se preguntó cuánto tardaría en volver a verla.

No tanto como temía, porque, cuando fue a comer a la cantina al día siguiente, vio a Sue sentada en una esquina con un grupo de chicas del centro de operaciones. Tuvo ganas de acercarse a su mesa y, como David Niven, pedirle una cita sin más. Echaban una película de Doris Day en el Odeon y creía que a ella le gustaría, pero habría atravesado un campo sembrado de minas antes que interrumpirla a la vista de sus compañeros.

Chris eligió los platos en el mostrador: sopa de verduras, salchichas con patatas fritas y natillas. Fue con la bandeja al otro lado de la sala y se sentó con un grupo de compañeros. Estaba atacando las natillas, cuando sintió que una mano le tocaba el hombro. Se volvió y vio a Sue, que le sonreía. Todos los de la mesa dejaron de hablar. La cara de Chris se tiñó de rojo.

– ¿Haces algo el sábado por la noche? -preguntó ella. El rojo pasó a púrpura cuando Chris negó con la cabeza-. Estaba pensando en ir a ver Doris Day en el Oeste. -Hizo una pausa-. ¿Quieres acompañarme? -Chris asintió-. ¿Qué te parece si nos encontramos ante las puertas del campamento a las seis? -Otro gesto de asentimiento. Sue sonrió-. Hasta entonces, pues.

Chris se volvió y vio que sus amigos le miraban asombrados.

Chris no recordaba gran cosa de la película, porque se pasó casi todo el rato intentando reunir el valor necesario para rodear el hombro de Sue con el brazo. Ni siquiera lo logró cuando Howard Keel besó a Doris Day. Sin embargo, después de salir del cine y volver hacia el autobús que esperaba Sue cogió su mano.

– ¿Qué vas a hacer cuando hayas terminado el servicio militar? -preguntó Sue cuando el último autobús les llevó al campamento.

– Trabajar con mi padre en los autobuses, supongo -dijo Chris-. ¿Y tú?

– En cuanto haya servido tres años, he de decidir si quiero ser oficial y hacer carrera en la RAF.

– Espero que vuelvas a trabajar a Cleethorpes -soltó Chris.


Chris y Sue Haskins se casaron un año después en la iglesia parroquial de St. Aidan.


Tras la boda los novios se fueron en un coche alquilado a Newhaven con la intención de pasar la luna de miel en la costa meridional de Portugal. Después de unos cuantos días en el Algarve se quedaron sin dinero. Chris condujo el coche de vuelta a Cleethorpes, pero juró que regresarían a Albufeira en cuanto se lo pudieran permitir.

Chris y Sue empezaron su vida conyugal en tres habitaciones alquiladas en la planta baja de una casa con pared medianera de Jubilee Road. Los dos supervisores de la leche no podían ocultar su dicha a cualquiera que hablara con ellos.

Chris empezó a trabajar con su padre en los autobuses y se convirtió en conductor de la Creen Line Municipal Coach Company, mientras Sue entraba de aprendiza en una compañía de seguros local. Un año después, Sue dio a luz a Tracey y dejó el empleo para cuidar de su hija. Esto espoleó a Chris a trabajar con más ahínco en busca de un ascenso. Con algún que otro empujoncito de Sue, empezó a estudiar para el examen de promoción de la empresa. Cuatro años después, Chris ya era revisor. Todo iba bien en el hogar de los Haskins.

Cuando Tracey informó a su padre de que quería un poni para Navidad, él tuvo que indicar que no tenían jardín. Chris encontró una solución intermedia y el día en que Tracey cumplió siete años le regaló un perro labrador, al que pusieron el nombre de Cabo. La familia Haskins no deseaba nada más, y este habría sido el final de la historia si no hubieran despedido a Chris. Sucedió así.



La Creen Line Municipal Coach Company fue absorbida por la Hull Carriage Bus Company Con la fusión, la pérdida de empleos fue inevitable, y Chris se encontraba entre aquellos a quienes ofrecieron una indemnización por el despido. La alternativa que presentó la nueva dirección fue restituirle a su antiguo puesto de conductor. Chris rechazó la oferta. Estaba seguro de que encontraría otro empleo y por lo tanto aceptó el trato.

El dinero de la indemnización se esfumó al cabo de poco tiempo y, pese a la promesa de Ted Heath de un mundo feliz, Chris pronto descubrió que no era tan fácil encontrar otro trabajo en Cleethorpes. Sue no se quejaba nunca y, puesto que Tracey ya iba al colegio, aceptó un empleo a tiempo parcial en Parsons, el local de pescado frito y patatas fritas de la población. No solo les aportó un salario semanal, con el complemento de las propinas, sino que también permitió a Chris disfrutar de un buen plato de bacalao con patatas fritas cada día.

Chris continuaba buscando trabajo. Iba a la oficina de empleo todas las mañanas, excepto los viernes, cuando hacía una larga cola para recoger su mísero subsidio de desempleo. Después de doce meses de entrevistas fallidas y lo-sentimos-pero-no-reúne-los-requisitos-necesarios, llegó a angustiarse tanto que empezó a pensar seriamente en volver a su antiguo trabajo de conductor de autobuses. Sue le aseguraba que no tardaría mucho en ascender al puesto de revisor.

Entretanto Sue aceptó más responsabilidades en el local de pescado frito con patatas fritas y un año después se convirtió en ayudante del encargado. Una vez más, la historia habría podido llegar a su conclusión natural, pero en esta ocasión fue Sue quien recibió el aviso.


Advirtió a Chris, mientras cenaban pescado, de que los señores Parsons estaban pensando en la jubilación anticipada y querían poner en venta el local.

– ¿Cuánto esperan obtener?

– Oí al señor Parsons mencionar la cifra de cinco mil libras.

– Esperemos que los nuevos propietarios reconozcan lo bueno cuando lo vean -dijo Chris, y pinchó otra patata.

– Lo más probable es que los nuevos propietarios traigan su propio personal. No olvides lo que te pasó cuando absorbieron la empresa de autobuses.

Chris meditó sobre ello.

A las ocho y media de la mañana siguiente Sue salió de casa para llevar a Tracey al colegio antes de ir a trabajar. En cuanto se marcharon, Chris y Cabo fueron a dar su paseo matutino. El perro se quedó perplejo cuando su amo no se encaminó hacia la playa, donde podía disfrutar de sus acostumbrados correteos entre las olas, sino que tomó la dirección contraria, hacia el centro de la ciudad. Cabo trotó tras él fielmente, y terminó atado a una barandilla frente al Midland Bank de High Street.

El director del banco no pudo ocultar su sorpresa cuando el señor Haskins solicitó una entrevista para hablar de un proyecto empresarial. Examinó a toda prisa la cuenta bancaria conjunta de los señores Haskins y descubrió que se hallaban en posesión de diecisiete libras y doce chelines. Le agradó comprobar que nunca habían estado en números rojos, pese a que el señor Haskins llevaba más de un año en paro.

El director escuchó con benevolencia la propuesta de su cliente, pero meneó la cabeza con tristeza antes de que Chris hubiera llegado al final de su bien ensayado discurso.

– El banco no aceptaría semejante riesgo -explicó el director-, al menos mientras pueda ofrecernos tan pocas garantías subsidiarias. Ni siquiera tienen una casa en propiedad -señaló.

Chris le dio las gracias, le estrechó la mano y se marchó impertérrito.

Cruzó High Street, ató a Cabo a otra barandilla y entró en el Martins Bank. Chris tuvo que esperar un rato antes de que el director pudiera recibirle. Obtuvo la misma respuesta, pero al menos en esta ocasión el director le recomendó que consultara a Britannia Finance, una nueva empresa especializada en préstamos para la puesta en marcha de pequeños negocios. Chris le dio las gracias, salió del banco, desató a Cabo y se encaminaron de vuelta hacia Jubilee Road, adonde llegaron tan solo momentos antes de que Sue regresara a casa con la comida de Chris: bacalao con patatas fritas.

Después de comer Chris salió de casa y se dirigió a la cabina telefónica más cercana. Introdujo cuatro peniques en la ranura y apretó el botón A. La conversación duró menos de un minuto. Regresó a casa, pero no dijo a Sue con quién había concertado una cita para el día siguiente.

Al día siguiente Chris esperó a que Sue llevara a Tracey al colegio. Entonces volvió a su dormitorio. Se quitó los vaqueros y el jersey y los sustituyó por el traje que había llevado el día de su boda, una camisa color crema que solo se ponía los domingos para ir a la iglesia y una corbata que su suegra le había regalado por Navidad, una prenda que no había pensado utilizar jamás. Después sacó brillo a los zapatos hasta que incluso su antiguo sargento instructor habría reconocido que estaban aceptables. Se miró en el espejo con la esperanza de tener el aspecto del director en potencia de una nueva empresa. Dejó al perro en el jardín trasero y se dirigió hacia la ciudad.

Chris llegó con un cuarto de hora de adelanto a su cita con un tal señor Tremaine, el director de créditos de la compañía Britannia Finance. Le pidieron que tomara asiento en la sala de espera. Chris cogió un ejemplar del Financial Times por primera vez en su vida. No encontró las páginas deportivas. Quince minutos después, una secretaria le condujo hasta el despacho del señor Tremaine.

El ejecutivo escuchó con benevolencia la ambiciosa propuesta de Chris y después preguntó, tal como habían hecho los dos directores de banco:

– ¿Qué aval puede ofrecernos?

– Ninguno -contestó Chris sin picardía-.aparte del hecho de que mi esposa y yo trabajaremos todas las horas que estemos despiertos y que ella conoce el negocio.

Chris esperó a escuchar las numerosas razones por las que Britannia no podía aceptar su petición.

En cambio, el señor Tremaine preguntó:

– Como su esposa constituye la mitad de nuestra inversión, ¿qué opina de todo esto?

– Ni siquiera lo he hablado con ella todavía -contestó Chris.

– En tal caso, le aconsejo que lo haga -dijo el señor Tremaine-, y deprisa, porque antes de pensar en invertir en los señores Haskins tendremos que entrevistarnos con la señora Haskins para averiguar si es la mitad de buena de lo que usted afirma.

Chris dio la noticia a su mujer aquella noche, durante la cena. Sue se quedó sin habla. Un problema con el que Chris no se había encontrado en el pasado.

Una vez que el señor Tremaine conoció a la señora Haskins, fue solo cuestión de rellenar innumerables impresos antes de que Britannia Finance les concediera un préstamo de cinco mil libras. Un mes después, los señores Haskins dejaron las tres habitaciones de Jubilee Road para mudarse a un local de pescado frito con patatas fritas en Beach Street.


Nudo

Chris y Sue dedicaron su primer domingo a borrar el apellido PARSONS de la fachada de la tienda, y a pintar encima: HASKINS: nueva dirección. Sue empezó a enseñar a Chris la preparación de los ingredientes esenciales de la mezcla para rebozar. Si fuera tan sencillo, le recordó, no habría cola delante de una tienda, mientras su rival, unos pocos metros más allá, no tenía ni un cliente. Pasaron algunas semanas antes de que Chris pudiera garantizar que sus patatas fritas siempre estaban crujientes pero no duras o, peor aún, aceitosas. Mientras él envolvía el pescado y entregaba los sobrecitos con la sal y el vinagre, Sue, sentada delante de la caja registradora, cobraba. Por la noche Sue siempre ponía los libros de contabilidad al día, pero no subía a reunirse con Chris en su pequeño piso independiente hasta que la tienda quedaba inmaculada y podía verse la cara en la superficie del mostrador.

Siempre era la última en terminar, pero Chris era el primero que se levantaba por las mañanas. Estaba en pie a las cuatro de la madrugada, se ponía un viejo chándal y se dirigía hacia los muelles con Cabo. Volvía un par de horas más tarde, tras haber seleccionado las mejores piezas de bacalao, merluza, raya y platija momentos después de que los barcos pesqueros hubieran atracado con su captura matutina.

Aunque Cleethorpes contaba con varios locales de pescado frito con patatas fritas, pronto empezaron a formarse colas delante de Haskins, a veces incluso antes de que Sue hubiera dado la vuelta al letrero de «cerrado» para dejar entrar al primer cliente de la mañana. La cola nunca menguaba entre las once de la mañana y las tres de la tarde, ni desde las cinco de la tarde hasta las nueve de la noche, cuando por fin daban de nuevo la vuelta al letrero, pero no antes de servir al último cliente.


Al final de su primer año los Haskins habían obtenido unos beneficios superiores a novecientas libras. A medida que las colas se alargaban, disminuía la deuda con Britannia Finance, de tal manera que pudieron devolver el total del préstamo, con los debidos intereses, ocho meses antes de que finalizara el plazo de cinco años.

Durante la siguiente década, la reputación de los Haskins creció tanto en tierra como en mar, con el resultado de que Chris fue invitado a ingresar en el Rotary Club de Cleethorpes y Sue se convirtió en vicepresidenta de la Unión de Madres.

Con ocasión de su vigésimo aniversario de boda Sue y Chris volvieron a Portugal para disfrutar de una segunda luna de miel. Se alojaron en un hotel de cuatro estrellas durante quince días, y esta vez no regresaron a casa antes de lo previsto. Los señores Haskins volvieron a Albufeira cada verano durante los siguientes diez años. Gentes de costumbres.

Tracey salió del instituto de Cleethorpes para matricularse en la Universidad de Bristol, donde estudió dirección de empresas. La única tristeza en la vida de los Haskins fue la muerte de Cabo. Pero ya tenía catorce años.


Chris estaba tomando una copa con algunos compañeros del Rotary, cuando Dave Quenton, el director de la oficina postal más prestigiosa de la ciudad, le dijo que iba a trasladarse al Distrito de los Lagos y que pensaba vender su negocio.

Esta vez, Chris sí habló de su última propuesta a su esposa. Sue se quedó sorprendida de nuevo y, cuando se recuperó, necesitó formular varias preguntas antes de acceder a visitar por segunda vez Britannia Finance.

– ¿Cuánto tienen depositado en el Midland Bank? -inquirió el señor Tremaine, recién ascendido a director de créditos.

Sue consultó su libro mayor.

– Treinta y siete mil cuatrocientas ocho libras -contestó.

– ¿Y en cuánto valoran la tienda de pescado frito con patatas fritas? -fue la siguiente pregunta.

– Tendremos en consideración ofertas superiores a cien mil libras -dijo Sue con firmeza.

– ¿Y en cuánto está valorada la oficina de Correos, teniendo en cuenta que se halla en un lugar privilegiado?

– El señor Quenton dice que Correos aspira a conseguir doscientas setenta mil libras, pero asegura que la dejarían por un cuarto de millón si encuentran un candidato adecuado.

– Por lo tanto, necesitarán ustedes algo más de cien mil libras -calculó el analista sin necesidad de consultar el libro mayor. Hizo una pausa-. ¿Cuál fue la facturación de la oficina de Correos el año pasado?

– Doscientas treinta mil libras -contestó Sue.

– ¿Beneficios?

Una vez más, Sue tuvo que consultar sus cifras.

– Veintiséis mil cuatrocientas, pero eso no incluye la ventaja adicional de contar con un espacio habitable amplio, con contribuciones municipales e impuestos cubiertos en la declaración de renta anual. -Hizo una pausa-. Y esta vez, seríamos propietarios del inmueble.

– Si nuestros contables confirman esas cifras -dijo el señor Tremaine- y ustedes consiguen vender la tienda de pescado frito con patatas fritas por unas cien mil libras, no cabe duda de que parece una inversión segura. Pero… -Los dos clientes en potencia le miraron con aprensión-.Y siempre hay un pero cuando se trata de prestar dinero. El préstamo estaría sujeto a que la oficina de Correos mantuviera su categoría A. La propiedad en la zona se cotiza en la actualidad a unas veinte mil libras, de manera que el valor real de la oficina postal es el de un negocio, y solo si, lo repito, conserva la categoría A.

– Ha mantenido la categoría A desde hace treinta años -observó Chris-. ¿Por qué iba a cambiar en el futuro?

– Si yo pudiera predecir el futuro, señor Haskins -contestó el analista-Jamás haría una mala inversión, pero, como no puedo, tengo que correr algún riesgo de vez en cuando. Britannia invierte en gente, y en ese sentido ustedes no tienen nada que demostrar. -Sonrió-. Como en nuestra primera inversión, el préstamo ha de reembolsarse en plazos trimestrales durante un período de cinco años, y en esta ocasión, al tratarse de una cantidad importante, cobraremos cargos en concepto de interés por la propiedad.

– ¿Qué porcentaje? -preguntó Chris.

– El ocho y medio, con penalizaciones adicionales si los aumentos no se pagan a tiempo.

– Tendremos que meditar sobre su oferta con detenimiento -dijo Sue-. Le informaremos en cuanto hayamos tomado una decisión.

El señor Tremaine reprimió una sonrisa.


– ¿Qué es eso de la categoría A? -preguntó Sue, mientras volvían a toda prisa hacia la tienda con la esperanza de abrir a tiempo para recibir a su primer cliente.

– En la categoría A residen todos los beneficios -explicó Chris-. Cuentas de ahorro, pensiones, giros postales, impuestos de circulación y hasta billetes de la lotería nacional, todo lo cual garantiza unos pingües beneficios. Sin ellos, has de conformarte con licencias de televisión, sellos, facturas de electricidad y tal vez algunos ingresos adicionales si te dejan gestionar una tienda al mismo tiempo. Si fuera eso lo que ofrece el señor Quenton, sería mejor que continuáramos con la tienda de pescado frito con patatas fritas.

– ¿Existe algún peligro de perder la categoría A? -preguntó Sue.

– En absoluto -contestó Chris-, al menos eso me ha asegurado el director de zona, que es miembro del Rotary. Me dijo que nunca se ha hablado del asunto en la oficina central, y no te quepa duda de que Britannia se asegurará de que es así mucho antes de desprenderse de cien mil libras.

– Entonces, ¿crees que deberíamos seguir adelante?

– Con ciertas mejoras en sus condiciones -respondió Chris.

– ¿Por ejemplo?

– Bien, para empezar, no me cabe duda de que el señor Tremaine aceptará bajar hasta el ocho por ciento, ahora que los bancos de High Street han empezado también a invertir en proyectos empresariales, y no olvides que esta vez tendrá un porcentaje sobre la propiedad.

Los Haskins vendieron su tienda de pescado frito con patatas fritas por ciento doce mil libras, a las que añadieron otras treinta y ocho mil de su cuenta de crédito. Britannia les concedió un préstamo de cien mil libras al ocho por ciento. Enviaron un talón de doscientas cincuenta mil libras a la sede central de Correos en Londres.

– Ha llegado el momento de celebrarlo -dijo Chris.

– ¿Qué propones?-preguntó Sue-. Porque no podemos gastar más dinero.

– Iremos en coche a Ashford para pasar el fin de semana con nuestra hija… -Hizo una pausa-.Y de regreso…

– ¿Y de regreso? -repitió Sue.

– Nos pasaremos por la perrera de Battersea.

Un mes después, los señores Haskins y Sellos, otro labrador, esta vez negro, dejaron su tienda de pescado frito con patatas fritas de Beach Street para trasladarse a la oficina postal de categoría A de Victoria Crescent.


Chris y Sue no tardaron en volver al mismo horario de trabajo que no padecían desde que abrieron la tienda de pescado frito con patatas fritas. Durante los siguientes cinco años se abstuvieron de toda clase de lujos, incluso se quedaron sin ir de vacaciones, si bien pensaban con frecuencia en hacer otro viaje a Portugal, pero tendrían que aguardar hasta haber finalizado todos los pagos trimestrales a Britannia. Chris continuó ejerciendo sus responsabilidades en el Rotary Club, mientras Sue era nombrada presidenta de la Unión de Madres de Cleethorpes. Tracey ascendió a directora de obras y Sellos comía más que los tres juntos.

A los cuatro años los señores Haskins ganaron el premio Oficina Postal de Zona del Año y nueve meses después pagaron el último plazo a Britannia.

La junta directiva de Britannia invitó a Chris y Sue a comer en el hotel Royal para celebrar que ya eran propietarios de la oficina postal sin deber ni un penique.

– Aún hemos de recuperar nuestra inversión inicial -les recordó Chris-.Apenas doscientas cincuenta mil libras.

– Si continúan a este ritmo -apuntó el presidente de Britannia-, solamente tardarán cinco años más en lograrlo; entonces serán propietarios de un negocio que estará valorado en un millón.

– ¿Significa eso que soy millonario? -preguntó Chris.

– No -soltó Sue-. Nuestra cuenta corriente asciende a poco más de diez mil libras. Eres «diezmilero».

El presidente rió e invitó a la junta a alzar sus copas por Chris y Sue Haskins.

– Mis espías me han dicho, Chris -añadió el presidente-, que seguramente serás el siguiente presidente de nuestro Rotary local.

– Del dicho al hecho va mucho trecho -repuso Chris, y bajó la copa-; en todo caso, y no antes de que Sue ocupe el lugar que le corresponde en el comité de zona de la Unión de Madres. No les sorprenda que acabe siendo presidenta nacional -añadió con orgullo considerable.

– ¿Qué piensan hacer ahora? -preguntó el presidente.

– Ir un mes de vacaciones a Portugal -respondió Chris sin vacilar-. Después de cinco años de conformarnos con la playa de Cleethorpes y un plato de pescado frito con patatas fritas, creo que nos lo hemos ganado.

Este también habría sido un desenlace satisfactorio de nuestra historia, si la burocracia no hubiera intervenido de huevo; esta vez, mediante una carta que el director financiero de Correos dirigió a los señores Haskins. La encontraron sobre el felpudo cuando regresaron de Albufeira.


Oficina Central de Correos Old Street, 148 Londres EC1 V 9HQ


Estimados señores Haskins:

Correos está revaluando su cartera de propiedades, y a este fin vamos a introducir ciertos cambios en la categoría de algunos de sus establecimientos más antiguos.

En consecuencia, debo informarles de que la junta directiva ha llegado, a su pesar, a la conclusión de que ya no son necesarias dos instalaciones de categoría A en la zona de Cleethorpes. Mientras que la sucursal de High Street seguirá siendo una oficina de categoría A, la de Victoria Crescent descenderá a categoría B. Con el fin de que puedan proceder a los cambios necesarios, estos planes no entrarán en vigor hasta el 1 de enero del año que viene.

Esperamos continuar nuestra relación con ustedes.

Atentamente,



Director Financiero


– ¿Significa esto lo que yo creo? -preguntó Sue después de leer la carta por segunda vez.

– En resumidas cuentas, cariño -explicó Chris-, no existe la menor esperanza de que recuperemos nuestra inversión inicial de doscientas cincuenta mil libras, aunque siguiéramos trabajando el resto de nuestra vida.

– Entonces tendremos que poner a la venta la oficina postal.

– ¿Quién va a querer comprarla a ese precio -preguntó Chris-, cuando descubra que ya no es de categoría A?

– El hombre de Britannia nos aseguró que, en cuanto pagáramos la deuda, valdría un millón.

– Siempre que el negocio tuviera una facturación de quinientas mil libras y generara unos beneficios de unas ochenta mil al año -explicó Chris.

– Deberíamos consultar a nuestro abogado -dijo Sue.

Chris accedió a regañadientes, aunque albergaba escasas dudas acerca de la opinión de su abogado. La ley, les explicó este, no estaba de su parte, y por lo tanto no recomendaba que demandaran a Correos, pues no podía garantizar el resultado.

– Tal vez obtendrían una victoria moral -afirmó-, pero eso no mejoraría su saldo bancario.

La siguiente decisión de Chris y Sue fue poner en venta la oficina de Correos, pues querían averiguar si alguien se mostraba interesado. Una vez más, se demostró que Chris tenía razón: solo tres parejas se molestaron en echar un vistazo a la propiedad, y ninguna regresó cuando descubrieron que ya no era de categoría A.

– Yo diría -comentó Sue- que los jerifaltes de la sede central sabían muy bien que iban a rebajarnos de categoría mucho antes de embolsarse nuestro dinero, pero les convenía callarlo.

– Es posible que tengas razón -dijo Chris-, pero puedes estar segura de una cosa: no pusieron nada por escrito en su momento, de modo que nunca podremos demostrarlo.

– Tampoco nosotros pusimos nada por escrito.

– ¿Qué estás insinuando, cariño?

– ¿Cuánto nos han robado? -preguntó Sue.

– Bien, si te refieres a nuestra inversión inicial…

– Los ahorros de toda la vida, hasta el último penique que hemos ganado durante los últimos treinta años, por no hablar de nuestra pensión.

Chris guardó silencio y levantó la cabeza, mientras echaba cuentas.

– Sin incluir los beneficios que esperábamos en cuanto hubiéramos recuperado el capital…

– Sí, solo lo que nos han robado -repitió Sue.

– Algo más de doscientas cincuenta mil libras, sin contar los intereses -dijo Chris.

– ¿Y no hay la menor esperanza de que recuperemos algo de nuestra inversión inicial, ni aunque trabajáramos el resto de nuestra vida?

– Podríamos resumirlo así, cariño.

– En tal caso, mi intención es jubilarme el 1 de enero.

– ¿Y de qué esperas vivir el resto de tu vida? -inquirió Chris.

– De nuestra inversión inicial.

– ¿Cómo pretendes conseguirlo?

– Aprovechando nuestra intachable reputación.


Desenlace

Chris y Sue se despertaron temprano a la mañana siguiente. Al fin y al cabo, tenían mucho trabajo que hacer durante los tres meses siguientes si esperaban acumular el capital suficiente para jubilarse el 1 de enero. Sue advirtió a Chris de que serían necesarios meticulosos preparativos si querían que su plan se viera coronado por el éxito. Él se mostró de acuerdo. Ambos sabían que no podían correr el riesgo de apretar el botón hasta el segundo viernes de noviembre, cuando dispondrían de seis semanas de plazo para llevar a cabo sus propósitos (expresión de Chris) antes de que «esa gente de Londres» descubriera sus intenciones. Pero eso no significaba que no les aguardara un montón de preparativos en el ínterin. Para empezar, tenían que planear su huida, incluso antes de que se dispusieran a recuperar el dinero robado. Ninguno de los dos consideraba robo aquello en lo que estaban a punto de embarcarse.

Sue desdobló un mapa de Europa y lo extendió sobre el mostrador de la oficina postal. Analizaron las diversas opciones durante varios días y por fin se decantaron por Portugal, que ambos consideraban ideal para su jubilación anticipada. Durante sus numerosas visitas al Algarve siempre habían regresado a Albufeira, la ciudad en la que habían pasado su luna de miel abreviada y a la que habían vuelto en su décimo, vigésimo y muchos más aniversarios de boda. Incluso se habían prometido que allí se retirarían si ganaban la lotería.

Al día siguiente Sue compró una cinta de Portugués para principiantes, que oían cada mañana antes de desayunar; luego, por la noche, dedicaban una hora a examinar lo que habían aprendido. Les complació el comprobar que, a lo largo de los años, habían llegado a conocer el idioma más de lo que sospechaban. Aunque no lo hablaban con fluidez, tampoco eran principiantes. Ambos saltaron al poco tiempo a las cintas avanzadas.

– No podremos utilizar nuestros pasaportes -indicó Chris a su esposa, mientras se afeitaba una mañana-. Hemos de pensar en un cambio de identidad; de lo contrario, las autoridades caerían sobre nosotros en un abrir y cerrar de ojos.

– Ya he pensado en eso -afirmó Sue-, y deberíamos aprovechar la ventaja de trabajar en nuestra propia oficina postal.

Chris interrumpió su afeitado y se volvió para escuchar a su mujer.

– No olvides que ya hemos proporcionado todos los impresos necesarios a los clientes que desean obtener pasaportes.

Chris no la interrumpió mientras Sue explicaba cómo planeaba abandonar el país bajo nombre falso.

Chris lanzó una risita.

– Me dejaré barba -dijo, y guardó la navaja.

A lo largo de los años Chris y Sue habían entablado amistad con clientes que compraban con regularidad en la oficina postal. Cada uno escribió en una hoja de papel los nombres de los clientes que satisfacían los requisitos propuestos por Sue. Terminaron con una lista de dos docenas de candidatos: trece mujeres y once hombres. A partir de aquel momento, cada vez que uno de los confiados clientes entraba en la tienda, Chris o Sue iniciaba una conversación que solo tenía un propósito.

– ¿Pasará fuera la Navidad, señora Brewer?

– No, señora Haskins. Mi hijo y su mujer vendrán a casa en Nochebuena para que conozcamos a nuestra nueva nieta.

– Me alegro por usted, señora Brewer -repuso Sue-. Chris y yo estamos pensando en pasar las navidades en Estados Unidos.

– Qué emoción -dijo la señora Brewer-. Nunca he estado en el extranjero -admitió-, y mucho menos en América.

La señora Brewer había pasado a la segunda fase, pero no volvió a ser interrogada hasta su siguiente visita.

A finales de septiembre otros siete nombres se habían unido al de la señora Brewer en la preselección de candidatos: cuatro mujeres y tres hombres, todos de edades comprendidas entre los cincuenta y uno y los cincuenta y siete años, que solo tenían una cosa en común: nunca habían viajado al extranjero.

El siguiente problema que afrontaron los Haskins consistió en rellenar solicitudes de partidas de nacimiento. Esto requería interrogatorios más exhaustivos, y tanto Chris como Sue desistían en cuanto algún candidato mostraba la más leve señal de recelo. A principios de octubre habían reducido la lista a cuatro clientes que, sin sospechar nada, habían proporcionado su fecha y lugar de nacimiento, apellido de la madre y apellido del padre.

La siguiente visita de los Haskins fue al Boots de St. Peter s Avenue, donde se sentaron por turnos en un pequeño cubículo y obtuvieron varias tiras de fotografías, a dos libras y media cada una. Después Sue rellenó los impresos necesarios para solicitar pasaportes, a nombre de sus cuatro desprevenidos clientes. Escribió todos los datos pertinentes y adjuntó fotografías de ella y de Chris, junto con un giro postal de cuarenta y dos libras. Como director de la oficina postal, Chris se sintió muy satisfecho cuando estampó su firma auténtica al pie de cada impreso rellenado por Sue.

Las cuatro solicitudes se enviaron a la oficina de pasaportes de Petty France, a Londres, el lunes, jueves, viernes y sábado de la última semana de octubre.

El miércoles 11 de noviembre, el primer pasaporte llegó a Victoria Crescent, expedido a nombre del señor Reg Appleyard. Dos días después, apareció un segundo, para la señora Audrey Ramsbottom. Al día siguiente recibieron el de la señora Betty Brewer y por fin, una semana después, el del señor Stan Gerrard.



Sue ya había advertido a Chris de que deberían abandonar el país usando un par de pasaportes, de los que tendrían que deshacerse más adelante para utilizar el segundo par, pero no hasta que encontraran una casa en Albufeira.

Chris y Sue continuaron practicando su portugués siempre que estaban solos en la tienda, al tiempo que informaban a los clientes de que estarían ausentes durante el período navideño porque marchaban a Estados Unidos. Quienes preguntaban eran recompensados con respuestas como «una semana en San Francisco, seguida de unos días en Seattle».

En la segunda semana de noviembre, todo estaba dispuesto para apretar el botón de la Operación Devolución Dinero Garantizada.



A las nueve de la mañana del viernes Sue efectuó su llamada telefónica semanal a la oficina central. Dio su código personal antes de que la pasaran con previsión de gastos. La única diferencia fue que esta vez oyó latir su corazón. Repitió el código antes de informar al responsable de créditos de la cantidad de dinero que necesitaría la semana siguiente, una suma lo bastante elevada para permitirle compensar los reintegros de las cuentas de ahorros postales, pensiones y giros postales cobrados. Si bien un contable de la oficina central verificaba siempre los libros a finales de cada mes, en las semanas previas a Navidad se concedía un amplio margen de maniobra. En enero se procedía a una auditoría a fondo, pero ni Chris ni Sue tenían la intención de estar en enero a su disposición. Sue había presentado las cuentas cuadradas durante los últimos seis años y en la oficina central la consideraban una administradora modélica.

Sue tuvo que consultar los archivos para recordar la cantidad que había solicitado el año anterior: cuarenta mil libras, ochocientas más de las que había necesitado. Este año, pidió sesenta mil y esperó algún comentario del responsable de créditos, pero la voz de este no sonó ni sorprendida ni preocupada. El lunes siguiente, una furgoneta de seguridad entregó la cantidad acordada.

Durante la semana Chris y Sue atendieron todas las solicitudes de los clientes. Al fin y al cabo, su intención nunca había sido defraudar a sus clientes; aun así se encontraron con un superávit de veintiuna mil libras al finalizar la semana. Guardaron el dinero (solo billetes usados) en la caja fuerte, por si algún meticuloso funcionario de la oficina central decidía llevar a cabo una comprobación.

En cuanto Sue cerró la puerta de la oficina a las seis en punto y bajó las persianas, los dos se pusieron a hablar solo en portugués. Dedicaron el resto de la tarde y parte de la noche a rellenar solicitudes de giros postales, frotar tarjetas de rasca-rasca y escribir números en los billetes de lotería, cayendo dormidos a menudo mientras trabajaban.


Todas las mañanas, Chris se levantaba temprano y subía a su viejo Rover, acompañado tan solo de Sellos. Se desplazaba al norte, el este, el sur y el oeste: los lunes, Lincoln; los martes, Louth; los miércoles, Skegness; los jueves, Hull, y los viernes, Immingham, donde cobraba varios giros postales y recogía sus ganancias del rasca-rasca y los billetes de lotería, lo cual le permitía aportar a diario un complemento de varias libras a sus ahorros recién recuperados.

El último viernes de noviembre, la semana dos, Sue pidió setenta mil libras a la oficina central, de manera que el sábado siguiente pudieron añadir treinta y dos mil libras más a sus ingresos invisibles.

El primer viernes de diciembre, Sue aumentó su petición a ochenta mil libras y le sorprendió que la oficina central siguiera sin presentar la menor objeción. Al fin y al cabo, ¿no había sido Sue Haskins administradora del año, con una mención especial de la junta directiva? Un furgón de seguridad entregó toda la cantidad el lunes por la mañana.

Otra semana de beneficios en aumento permitió a Sue añadir treinta y nueve mil libras más al bote, sin que los demás jugadores de la mesa pidieran ver su mano. Contaban con un superávit de más de cien mil libras, amontonadas en pulcras pilas de billetes usados, que descansaban sobre los cuatro pasaportes sepultados al fondo de la caja fuerte.

Chris apenas dormía por las noches, mientras continuaba firmando innumerables giros postales, frotando montañas de rasca-rasca y, antes de acostarse, rellenando numerosos billetes de lotería con infinitas combinaciones. Durante el día visitaba cada oficina postal en ochenta kilómetros a la redonda para recoger sus ganancias pero, a pesar de su dedicación, la segunda semana de diciembre los señores Haskins solo habían recaudado un poco más de la mitad necesaria para recuperar las doscientas cincuenta mil libras que habían invertido de entrada.

Sue advirtió a Chris de que deberían exponerse a más peligros si querían recuperar toda la cantidad antes de Nochebuena.

El segundo viernes de diciembre, la semana cuatro, Sue llamó a la oficina central y pidió ciento quince mil libras.

– Van a tener una Navidad ajetreada -comentó una voz al otro extremo de la línea.

Primer indicio de sospechas, pensó Sue, pero había preparado bien el guión.

– No damos abasto -repuso-, pero recuerde que Cleethorpes es la ciudad costera con más jubilados.

– Cada día se aprende algo nuevo -dijo la voz al otro extremo de la línea, y añadió-: No se preocupe, recibirá el dinero el lunes. Siga trabajando así.

– Lo haré -prometió Sue, y, envalentonada por la conversación, solicitó ciento cuarenta mil libras para la semana anterior a Navidad, consciente de que cualquier cantidad superior a ciento cincuenta mil siempre necesitaba la autorización de la oficina central de Londres.


Cuando Sue bajó las persianas a las seis de la tarde del día de Nochebuena, los dos estaban agotados.

Sue fue la primera en recuperarse.

– No hay un momento que perder -recordó a su marido, mientras se dirigía hacia la repleta caja fuerte. Tecleó el código, abrió la puerta y retiró toda la cantidad de su cuenta corriente. Después depositó el dinero sobre el mostrador en pulcras pilas (billetes de cincuenta, veinte, diez y cinco) y se pusieron a contar el botín.

Chris comprobó la cifra final y confirmó que obraban en su poder doscientas sesenta y siete mil trescientas libras. Devolvieron diecisiete mil trescientas a la caja fuerte y cerraron la puerta. Al fin y al cabo, nunca había sido su intención obtener beneficios. Eso sería robar. Sue empezó a rodear con gomas elásticas cada millar, mientras Chris depositaba con todo cuidado los doscientos cincuenta fajos en una vieja bolsa de lona de la RAF. A las ocho estaban preparados para marcharse. Chris conectó la alarma, salió con sigilo por la puerta trasera y dejó la bolsa en el maletero del Rover, encima de las cuatro maletas que su mujer había preparado aquella mañana. Sue se subió al coche cuando Chris lo puso en marcha.

– Hemos olvidado algo -dijo Sue al cerrar la puerta.

– Sellos -dijeron al unísono.

Chris apagó el motor, salió del vehículo y volvió a la oficina de Correos. Tecleó el código de nuevo, desconectó la alarma y abrió la puerta trasera en busca de Sellos. Lo encontró dormido en la cocina, reacio a abandonar su cesta calentita y acomodarse en el asiento trasero del coche. ¿No sabían que era Nochebuena?

Chris volvió a instalar la alarma y cerró la puerta con llave por segunda vez.

A las ocho y diecinueve minutos los señores Haskins emprendieron viaje hacia Ashford, en Kent. Sue explicó que tenían cuatro días de tregua antes de que alguien reparara en su ausencia -el día de Navidad, San Esteban, domingo y lunes (festivo)-, hasta, en teoría, el martes por la mañana, en cuyo momento estarían viendo propiedades en el Algarve.

Apenas intercambiaron una palabra durante el largo viaje hacia Kent, ni siquiera en portugués. Sue no podía creer que lo habían conseguido y Chris estaba todavía más sorprendido.

– Aún no hemos vencido -le recordó Sue-, al menos hasta que lleguemos a Albufeira, y no olvide, señor Appleyard, que ya no nos llamamos como antes.

– ¿Viviendo en pecado después de tantos años, señora Brewer?

Chris detuvo el coche delante de la casa de su hija justo después de medianoche. Tracey abrió la puerta y saludó a su madre, mientras Chris sacaba una maleta y la bolsa de lona del maletero. Tracey nunca había visto a sus padres tan agotados y pensó que habían envejecido desde la última vez que estuvo con ellos en verano. Tal vez se debía al largo viaje. Les guió hasta la cocina, les invitó a sentarse y preparó té. Apenas hablaron y, cuando Tracey les envió a la cama, su padre no le permitió que cargara con la vieja bolsa de lona hasta la habitación de invitados.

Sue despertaba cada vez que oía un coche detenerse en la calle, y se preguntaba si llevaría las letras mayúsculas fluorescentes de policía. Chris esperaba que en cualquier momento sonara el timbre de la puerta y alguien subiera a la carrera por las escaleras para sacar la bolsa de lona de debajo de la cama, detenerles y conducirles a la comisaría de policía más próxima.

Después de una noche de insomnio se reunieron con Tracey en la cocina para desayunar.

– Feliz Navidad -dijo Tracey, y besó a ambos en la mejilla.

Ninguno de los dos reaccionó. ¿Habían olvidado que era Navidad? Ambos se mostraron avergonzados cuando vieron las dos cajas envueltas que su hija había dejado sobre la mesa. No se habían acordado de comprar a Tracey un regalo de Navidad y resolvieron darle dinero en metálico, algo que no hacían desde que era adolescente. Tracey confiaba en que aquel comportamiento tan peculiar obedeciera simplemente al ajetreo de Navidad y la emoción del viaje a Estados Unidos.

San Esteban salió algo mejor. Sue y Chris parecían más relajados, aunque de vez en cuando se sumían en largos silencios. Después de comer Tracey propuso que salieran con Sellos a dar un paseo por los Downs y tomar el aire. Durante el largo paseo uno de los dos iniciaba una frase, para luego callar. Pocos minutos después, el otro la terminaba.

El domingo por la mañana, Tracey pensó que tenían mucho mejor aspecto; incluso hablaron de su viaje a Estados Unidos. Sin embargo, dos cosas la desconcertaron. Cuando vio a sus padres bajar por la escalera con la bolsa de lona, seguidos de Sellos, habría jurado que hablaban en portugués. ¿Y por qué se llevaban a Sellos a Estados Unidos, cuando ella se había ofrecido a cuidar de él durante su ausencia?

La siguiente sorpresa llegó cuando se marcharon hacia Heathrow después de desayunar. Cuando su padre guardó la bolsa de lona y la maleta en el maletero del coche, se quedó sorprendida al ver otras tres maletas grandes. ¿Para qué tanto equipaje, si solo iban a estar dos semanas fuera?

Tracey les dijo adiós y siguió el automóvil con la mirada desde la acera. Cuando el viejo Rover llegó al final de la calle, torció a la derecha, en lugar de a la izquierda, en dirección contraria a Heathrow. Algo 110 iba bien. Tracey restó importancia al error, consciente de que lo corregirían mucho antes de llegar a la autovía.

Una vez en la autovía, Chris y Sue siguieron los letreros que indicaban el camino hacia Dover. Estaban cada vez más nerviosos a medida que transcurrían los minutos, conscientes de que ya no había vuelta atrás. Solo Sellos parecía estar disfrutando de la aventura, mientras miraba por la ventanilla trasera meneando la cola.

Una vez más, el señor Appleyard y la señora Brewer repasaron su plan. Cuando llegaron al puerto, Sue bajó del coche y se puso en la cola de pasajeros que esperaban para embarcar, mientras Chris conducía el Rover por la rampa hasta el transbordador. Habían acordado no volver a reunirse hasta que atracaran en Calais y Chris hubiera bajado al muelle.

Mientras Sue se quedó al pie de la pasarela, esperaba nerviosa en la cola al tiempo que veía el Rover avanzar poco a poco hacia la bodega. Su corazón se aceleró cuando vio a un agente de aduanas examinar el pasaporte de Chris, invitarle a salir del coche y quedarse a un lado. Tuvo que reprimir el impulso de echar a correr para escuchar la conversación. No podía arriesgarse a hacer eso, ahora que ya no estaban casados.

– Buenos días, señor Appleyard -dijo el agente de aduanas, y después de echar un vistazo a la parte trasera del vehículo añadió-: ¿Se lleva al perro de viaje al extranjero?

– Oh, sí -contestó Chris-. Nunca viajamos sin Sellos.

El agente de aduanas examinó el pasaporte del señor Appleyard con más detenimiento.

– No tiene los documentos necesarios para llevarse el perro al extranjero.

Chris sintió las gotas de sudor, que resbalaban por su frente. Los papeles de Sellos seguían sujetos al pasaporte del señor Haskins, que había dejado en la caja fuerte de Cleethorpes.

– Caramba -dijo Chris-. Me los habré dejado en casa.

– Mala suerte, señor. Espero que no tenga que viajar muy lejos, porque no hay otro transbordador hasta mañana a esta hora.

Chris lanzó una mirada de desesperación a su esposa antes de subir de nuevo al coche. Miró a Sellos, dormido como un tronco en el asiento trasero, ajeno al problema que estaba causando. Chris hizo girar el vehículo y se reunió con Sue, que, crispada, esperaba con impaciencia saber por qué no le habían dejado subir a bordo. En cuanto Chris le hubo explicado el problema, se limitó a decir:

– No podemos correr el riesgo de volver a Cleethorpes.

– Estoy de acuerdo -admitió Chris-.Tendremos que regresar a Ashford. Espero que podamos encontrar algún veterinario que trabaje en día festivo.

– Esto no entraba en nuestros planes -dijo Sue.

– Lo sé -repuso Chris-, pero no quiero abandonar a Sellos.

Ella asintió para indicar su conformidad.

Chris condujo el Rover hasta la carretera principal y empezó el viaje de regreso a Ashford. Los señores Haskins llegaron justo a tiempo de comer con su hija. Tracey se alegró de que sus padres pudieran pasar dos días más con ella, pero seguía sin entender por qué no querían dejar a Sellos con ella. Al fin y al cabo, no se marchaban para siempre.

Chris y Sue pasaron otro día poco comunicativo y otra noche más de insomnio en Ashford. Una bolsa de lona con un cuarto de millón de libras estaba escondida debajo de la cama.

El lunes, un veterinario del pueblo accedió a administrar a Sellos las inyecciones necesarias. Después sujetó un certificado al pasaporte del señor Appleyard, pero no a tiempo de que cogieran el último transbordador.

Los Haskins no pegaron ojo el lunes por la noche y, cuando las farolas de la calle se apagaron a la mañana siguiente, ambos sabían que no lograrían salirse con la suya. Prepararon un nuevo plan… en inglés.

A la mañana siguiente Chris y Sue se despidieron de su hija después de desayunar. Condujeron hasta el final de la calle y, para alivio de Tracey, giraron a la izquierda, no a la derecha, y se dirigieron hacia Cleethorpes. Cuando dejaron atrás la salida de Heathrow, su nuevo plan ya estaba en marcha.

– En cuanto lleguemos a casa -dijo Sue-, devolveremos todo el dinero a la caja de caudales.

– ¿Cómo explicaremos que nos hallamos en posesión de esa cantidad cuando el contable de Correos lleve a cabo la auditoría anual el mes que viene? -preguntó Chris.

– Cuando vengan a ver qué queda en la caja fuerte, a menos que pidamos más dinero, tendríamos que habernos desprendido de casi toda esa suma simplemente efectuando las transacciones habituales.

– ¿Y los giros postales que hemos hecho efectivos?

– Aún queda suficiente dinero en la caja para restituirlos -recordó Sue a su marido.

– ¿Y las tarjetas de rasca-rasca y los billetes de lotería?

– Tendremos que abonar la diferencia de nuestro bolsillo y así no se enterará nadie.

– Estoy de acuerdo -dijo Chris, que se mostró aliviado por primera vez desde hacía días. Luego se acordó de los pasaportes.

– Los destruiremos -afirmó Sue- en cuanto lleguemos a casa.

Cuando los Haskins cruzaron la frontera de Lincolnshire, habían tomado la decisión de seguir al frente de la oficina postal, pese a la pérdida de categoría. A Sue ya se le habían ocurrido varias ideas sobre productos que podrían vender, al tiempo que sacaban el mayor partido posible de lo que quedaba de su franquicia.

Una sonrisa se dibujó en los labios de Sue cuando Chris entró por fin en Victoria Crescent, sonrisa que se borró enseguida al ver las luces azules destellantes. Cuando el viejo Rover se detuvo, una docena de policías lo rodeó.

– Mierda -dijo Sue.

Un vocabulario inusitado para la presidenta de la Unión de

Madres, pensó Chris, pero, dadas las circunstancias, tenía que darle la razón.

Los señores Haskins fueron detenidos la noche del 29 de diciembre. Les condujeron a la comisaría de policía de Cleethorpes, donde les encerraron en sendas salas de interrogatorio. No hubo necesidad de recurrir al número del poli bueno y el poli malo, porque ambos confesaron de inmediato. Pasaron la noche en celdas separadas y a la mañana siguiente se les acusó del robo de doscientas cincuenta mil libras, propiedad de Correos, y de obtención fraudulenta de cuatro pasaportes.

Se declararon culpables de ambos cargos.


Sue Haskins salió de Moreton Hall tras cumplir cuatro meses de condena. Chris se reunió con ella un año después.

Mientras estaba en la cárcel, Chris urdió otro plan. Sin embargo, cuando salió en libertad, Britannia Finance no le respaldó; bien es verdad que el señor Tremaine se había jubilado.

Los señores Haskins vendieron su propiedad de Victoria Crescent por cien mil libras. Una semana después, subieron a su viejo Rover y se dirigieron a Dover, donde embarcaron en el transbordador tras presentar los pasaportes correctos. Una vez que hubieron encontrado un buen local en el paseo marítimo de Albufeira, abrieron una tienda de pescado frito con patatas fritas. Los Haskins aún no eran famosos entre los nativos, pero, con los cien mil ingleses que visitaban cada año el Algarve, nunca les faltaban clientes.

Yo fui uno de los que hicieron una pequeña inversión en el nuevo negocio, y me complace informar de que he recuperado hasta el último penique, con sus intereses. Un mundo curioso. Pero, como observó el juez Gray, los señores Haskins no eran delincuentes.

Solo una nota a pie de página. Sellos murió mientras Sue y Chris estaban en la cárcel.

Загрузка...