El inspector jefe


Para qué quiere verme? -preguntó el inspector jefe.

– Dice que es un asunto personal.

– ¿Cuánto hace que salió de la cárcel?

La secretaria del inspector jefe miró el expediente de Raj Malik.

– Fue puesto en libertad hace seis semanas.

Naresh Kumar se puso en pie, echó hacia atrás la silla y empezó a pasear por la habitación, como hacía siempre que necesitaba reflexionar sobre un problema. Se había convencido (bien, casi) de que pasear por el despacho con regularidad significaba hacer un poco de ejercicio. Mucho había llovido desde los tiempos en que podía jugar un partido de hockey por la tarde, tres partidos de squash la misma noche, y después volver corriendo a la comisaría de policía. Con cada nuevo ascenso, le cosían más galones dorados en las hombreras y se amontonaban más centímetros alrededor de su cintura.

«Cuando me haya jubilado, tendré más tiempo libre y empezaré a entrenarme de nuevo», decía a su número dos, Anil Jan. Ninguno de los dos se lo creía.

El inspector jefe se detuvo para mirar por la ventana las calles populosas de Mumbai, catorce pisos más abajo. Diez millones de habitantes, que iban desde los más pobres hasta los más ricos del mundo. Desde mendigos a millonarios, y su deber era vigilarlos a todos. Su predecesor le había traspasado el cargo con las siguientes palabras: «A lo sumo, puede confiar en controlar el avispero». En menos de un año, cuando cediera la responsabilidad a su segundo, le daría el mismo consejo. Naresh Kumar había sido policía toda su vida, al igual que su padre antes que él, y lo que más le gustaba del trabajo era su absoluta incertidumbre. Hoy día no era diferente, aunque muchas cosas habían cambiado desde los tiempos en que podías dar un bofetón a un niño si le pillabas robando un mango. Si lo hacías, los padres te demandarían por agresión y el niño clamaría que necesitaba un abogado. Por suerte su ayudante, Añil Jan, había llegado a aceptar que las pistolas en la calle, los traficantes de drogas y la guerra contra el terrorismo formaban parte de la vida cotidiana de un policía.



Los pensamientos del inspector jefe volvieron a Raj Malik, un hombre al que había enviado a la cárcel tres veces durante los últimos treinta años. ¿Para qué querría verle? Solo había una manera de averiguarlo. Se volvió hacia su secretaria.

– Concierte una cita con Malik, pero concédale tan solo quince minutos.


El inspector jefe había olvidado su cita con Malik, hasta que su secretaria dejó un expediente sobre su escritorio minutos antes de la hora concertada.

– Si llega un minuto tarde -advirtió el inspector jefe-, anule la cita.

– Ya está esperando en el vestíbulo, señor -explicó la secretaria.

Kumar frunció el ceño y abrió el expediente. Echó un vistazo a los antecedentes delictivos de Malik, muchos de los cuales recordaba porque en dos ocasiones (la primera cuando era oficial, y la segunda, inspector recién ascendido) le había detenido.

Malik era un delincuente de guante blanco, absolutamente capaz de desempeñar un trabajo serio. No obstante, siendo muy joven había descubierto que poseía encanto y astucia suficientes para estafar a gente ingenua, sobre todo ancianas, grandes cantidades de dinero sin esforzarse demasiado.

Su primer timo no era desconocido en Mumbai. Lo único que necesitó fue una pequeña imprenta, papel de carta con membrete y una lista de viudas. En cuanto obtuvo esto último (después de leer cada día las necrológicas del Mumbai Times) puso manos a la obra. Se especializó en vender acciones de empresas de ultramar inexistentes. Esto le proporcionó unos ingresos regulares, hasta que intentó vender un paquete a la viuda de otro estafador.

Cuando Malik fue acusado, admitió haber estafado más de un millón de rupias, pero el inspector jefe sospechaba que había sido mucho más. Al fin y al cabo, ¿cuántas viudas estaban dispuestas a reconocer que habían cedido a los encantos de Malik? Malik fue condenado a cinco años en la cárcel de Pune y Kumar perdió contacto con él durante casi una década.

Malik volvió a la prisión tras ser detenido por vender pisos en un bloque de apartamentos edificado sobre un terreno que resultó ser un pantano. Esta vez, el juez le condenó a siete años. Transcurrió otra década.

El tercer delito de Malik fue todavía más ingenioso y le deparó una condena aún más larga. Se hizo pasar por corredor de seguros de vida. Por desgracia, las anualidades nunca vencían… salvo para Malik.

Su abogado señaló al juez que su cliente se había embolsado unos doce millones de rupias, pero, como apenas podía devolver el dinero a los que todavía vivían, el magistrado estimó que doce años sería una cantidad justa por aquella póliza en particular.

Cuando el inspector jefe hubo pasado la última página, aún no entendía muy bien por qué Malik quería verle. Apretó un botón que había debajo del escritorio para informar a su secretaria de que estaba preparado para recibir a la siguiente visita.

El inspector jefe Kumar alzó la vista cuando la puerta se abrió. Miró a un hombre al que apenas reconoció. Malik debía de ser diez años más joven que él, pero aparentaba su misma edad. Si bien el expediente de Malik afirmaba que medía metro setenta y dos y pesaba sesenta y ocho kilos, el hombre que entró en el despacho no encajaba con esa descripción.

El viejo estafador tenía la piel arrugada y seca, y la espalda encorvada, por lo que parecía haber encogido. Media vida entre rejas le había pasado factura. Llevaba una camisa blanca con el cuello y los puños raídos, y un traje que le quedaba ancho, tal vez confeccionado a medida mucho tiempo atrás. No era el hombre seguro de sí mismo al que el inspector jefe había detenido por primera vez treinta años antes, un hombre que siempre tenía una respuesta para todo.



Malik dirigió una débil sonrisa al inspector jefe cuando se detuvo ante él.

– Gracias por acceder a recibirme -dijo en un susurro. Hasta su voz había adelgazado.

El inspector jefe asintió y le indicó con un ademán que se sentara al otro lado del escritorio.

– Me espera una mañana de mucho trabajo, Malik, de modo que ve al grano.

– Por supuesto, señor -repuso Malik incluso antes de sentarse-. Es que estoy buscando empleo.

Al inspector jefe se le habían ocurrido diversos motivos por los que Malik podría querer verle, pero buscar empleo no se encontraba entre ellos.

– Antes de echarse a reír -continuó Malik-, permítame explicarle mi caso.

El inspector jefe se reclinó en la silla y juntó las yemas de los dedos, como si rezara en silencio.

– He pasado demasiados años de mi vida en la cárcel -empezó Malik. Hizo una pausa-. Acabo de cumplir cincuenta años, y le aseguro que no albergo el menor deseo de volver a pisarla.

El inspector jefe asintió, pero se reservó su opinión.

– La semana pasada, inspector -continuó Malik-, pronunció un discurso en la asamblea general anual de la Cámara de Comercio de Mumbai. Lo leí en el Times con gran interés. Explicó a los empresarios más importantes de esta ciudad que debían contratar a gente que había sido condenada a prisión, concederles una segunda oportunidad, pues, de lo contrario, se decantarían por lo más fácil y volverían a delinquir. Una idea que no pude por menos que aplaudir.

– Pero también indiqué -interrumpió el inspector jefe- que solo me refería a delincuentes sin antecedentes.

– A eso iba -repuso Malik-. Si usted considera que los delincuentes sin antecedentes tienen un problema, imagínese los que me encuentro yo cuando solicito trabajo.-Malik hizo una pausa y enderezó su corbata antes de continuar-. Si su discurso fue sincero, no pronunciado solo de cara a la galería, tal vez debería seguir su propio consejo y dar ejemplo.

– ¿En qué estás pensando?-preguntó el inspector jefe-. Porque no estás cualificado para el trabajo de policía, diría yo.

Malik hizo caso omiso del sarcasmo del inspector jefe y siguió hablando con osadía.

– En el mismo periódico que publicó su discurso, había un anuncio solicitando un archivero para su departamento de archivos policiales. Mi primer trabajo fue de administrativo en la compañía naviera P & O, en esta misma ciudad. Creo que, cuando consulte sus historiales, comprobará que llevé a cabo ese trabajo con entusiasmo y eficacia, y que me fui con un expediente sin mácula.

– Eso fue hace más de treinta años -repuso el inspector jefe, sin necesidad de consultar el expediente que tenía delante.

– Entonces, tendré que acabar mi vida profesional de la misma manera que la empecé -contestó Malik-, como archivero.

El inspector jefe permaneció un rato callado, mientras reflexionaba sobre la propuesta de Malik. Por fin se inclinó hacia él y apoyó las manos sobre el escritorio.

– Meditaré sobre tu petición, Malik. ¿Mi secretaria sabe cómo ponerse en contacto contigo?

– Sí, señor -contestó Malik, mientras se levantaba de la silla-. Por la noche se me puede localizar en el albergue de la YMCA de Victoria Street. -Hizo una pausa-. No tengo intenciones de mudarme en un futuro cercano.


Mientras almorzaba en el comedor de oficiales, el inspector jefe Kumar refirió a su ayudante la conversación que había mantenido con Malik.

Añil Jan estalló en carcajadas.

– Le ha salido el tiro por la culata, jefe -dijo con sentimiento.

– Así es -reconoció el inspector jefe, mientras se servía otra cucharada de arroz-. Cuando el año que viene me sustituya, este pequeño episodio le servirá para recordar las consecuencias de sus palabras, sobre todo cuando las pronuncia en público.

– ¿Significa eso que está pensando seriamente en contratar a ese hombre? -preguntó Jan mirando de hito en 'hito a su jefe.

– Es posible -contestó Kumar-. ¿No aprueba la idea?

– Es su último año de inspector jefe -le recordó Jan- y tiene una fama envidiable de honrado y competente. ¿Por qué se arriesga a echar por tierra una hoja de servicios excelente?

– Creo que exagera un poco -repuso Kumar-. Malik es un hombre destrozado, como usted mismo habría comprobado de haber estado presente en la entrevista de esta mañana.

– Un estafador siempre es un estafador -afirmó Jan-. Así que repito: ¿por qué se arriesga?

– Tal vez porque es lo correcto, dadas las circunstancias -contestó el inspector jefe-. Si rechazo a Malik, nadie volverá a molestarse en escuchar mi opinión.

– Pero el de archivero es un trabajo muy delicado -insistió Jan-. Malik tendría acceso a información que solo puede ver gente cuya discreción está fuera de toda duda.

– Ya he pensado en eso -dijo el inspector jefe-.Tenemos dos departamentos de archivos policiales: uno en este edificio, que, como acaba usted de indicar, es muy delicado, y otro situado en las afueras de la ciudad, que solo alberga casos cerrados, es decir, que ya se han resuelto o se han dejado de investigar.

– De todos modos, yo no me arriesgaría -aseguró Jan, mientras dejaba el cuchillo y el tenedor sobre el plato.

– He reducido los riesgos al mínimo -afirmó el inspector jefe-.Tendré a Malik a prueba durante un mes. Habrá un supervisor que no le quitará ojo y después me informará directamente a mí. Si Malik se pasa un pelo, volverá a la calle el mismo día.

– De todos modos, yo no me arriesgaría -repitió Jan.

El primer día del mes, Raj Malik se presentó a trabajar en el departamento de archivos policiales sito en el número 47 de Mahatma Drive, en las afueras de la ciudad. Su jornada laboral era de ocho de la mañana a seis de la tarde, seis días a la semana, con un salario de novecientas rupias al mes. La responsabilidad diaria de Malik consistía en trasladarse en bicicleta a todas las comisarías de policía del distrito exterior para recoger expedientes de casos cerrados. Después los entregaba a su supervisor, el cual los guardaba en el sótano, pues era poco probable que alguien quisiera consultarlos alguna vez.

Al final del primer mes el supervisor de Malik informó al inspector jefe, tal como habían acordado.

– Ojalá tuviera una docena de Maliks -dijo a su jefe-. A diferencia de los jóvenes de hoy día, siempre llega puntual, jamás alarga los descansos y nunca se queja cuando le pido algo que no entra en las atribuciones de su puesto de trabajo. Con su permiso -añadió el supervisor-, me gustaría subirle el sueldo a mil rupias al mes.

El segundo informe del supervisor fue todavía más entusiasta.

– La semana pasada, un empleado estuvo de baja; Malik asumió varias de sus responsabilidades y consiguió cubrir ambos puestos sin problemas.

El informe del supervisor al finalizar el tercer mes fue tan favorable que, cuando el inspector jefe pronunció un discurso en la cena anual del Rotary Club de Mumbai, no solo animó a sus miembros a tender una mano a los ex presidiarios, sino que además aseguró a los oyentes que había seguido su propio consejo y demostrado una de sus teorías predilectas: si se concede una verdadera oportunidad a un ex presidiario, no vuelve a delinquir.

Al día siguiente los titulares del Mumbai Times rezaban:


EL INSPECTOR JEFE DA EJEMPLO


Se informaba con todo detalle de las opiniones de Kumar, acompañadas de una foto de Raj Malik con el siguiente pie: «Un personaje reformado». El inspector jefe dejó el artículo sobre el escritorio de su ayudante.


Malik esperó a que su jefe se marchara a comer. Este siempre iba a casa después de las doce y pasaba una hora con su mujer. Malik aguardó a que el coche de su jefe desapareciera antes de bajar al sótano. Depositó una pila de papeles que había que archivar en un extremo del mostrador, por si alguien se presentaba sin anunciarse y le preguntaba qué estaba haciendo.

Después, se acercó a los viejos archivadores de madera, apilados unos encima de otros. Se agachó y abrió uno. Al cabo de nueve meses había llegado a la letra P, y aún no había descubierto al candidato ideal. Durante la semana anterior había examinado docenas de Patel y desechado a la mayoría por ser irrelevantes o de poco fuste para lo que tenía en mente; hasta que llegó a uno con las iniciales H. H.

Malik extrajo el grueso expediente del archivador, lo dejó sobre el mostrador y empezó a pasar las páginas despacio. No necesitó leer los datos por segunda vez para saber que había sacado el premio gordo.

Anotó el nombre, la dirección y el número de teléfono en una hoja de papel y devolvió el expediente a su lugar. Sonrió. Durante el descanso del té Malik llamaría al señor H. H. Patel para concertar una cita.


Pocas semanas antes de jubilarse, el inspector jefe Kumar se había olvidado por completo del prodigio; hasta que recibió una llamada del señor H. H. Patel, uno de los principales banqueros de la ciudad. El señor Patel solicitaba una reunión urgente con el inspector jefe para hablar de un asunto personal.

El inspector jefe Kumar consideraba a H. H. Patel no solo un amigo, sino además un hombre íntegro e incapaz de utilizar la palabra «urgente» sin un buen motivo.

Kumar se levantó del escritorio cuando el señor Patel entró en la habitación. Guió a su buen amigo hasta una cómoda butaca, en un rincón del despacho, y apretó el botón de debajo del escritorio. Momentos después, su secretaria apareció con una tetera y un plato de galletas Bath Oliver. La seguía el ayudante del inspector jefe.

– He pensado que sería prudente contar con la presencia de Añil Jan, H. H., pues me sustituirá dentro de unas semanas.

– Conozco su reputación, por supuesto -dijo el señor Patel al estrechar la mano de Jan-. Me alegro de que pueda acompañarnos.

La secretaria abandonó la habitación en cuanto hubo servido el té a los tres hombres. Cuando la puerta se cerró, el inspector jefe Kumar fue al grano.

– Has solicitado una entrevista urgente, H.H., por un asunto personal.

– Sí -confirmó Patel-. Pensé que deberías saber que ayer recibí la visita de alguien que afirma trabajar para ti.

El inspector jefe enarcó una ceja.

– Un tal señor Raj Malik.

– Es archivero de…

– A título personal, subrayó.

El inspector jefe empezó a dar palmaditas en el brazo de la butaca con la mano derecha, mientras Patel continuaba.

– Malik dijo que tenéis un expediente que demuestra que yo fui investigado por blanqueo de dinero.

– Así fue, H. H. -dijo el inspector jefe con su habitual sinceridad-. Después del 11-S el ministro del Interior me ordenó que investigara cualquier organización que manejara grandes cantidades de dinero en efectivo. Eso incluía casinos, hipódromos y, en tu caso, el Banco de Mumbai. Un miembro de mi equipo interrogó a tu jefe de caja y le explicó a qué debía estar atento, y yo mismo firmé el certificado de que todo estaba en regla.

– Recuerdo que me informaste en su momento -dijo Patel-, pero tu colega Malik…

– No es mi colega.

– … dijo que podía encargarse de la destrucción de mi expediente. -Hizo una pausa-. A cambio de una pequeña cantidad.

– ¿Qué dices que dijo? -preguntó Kumar, a punto de levantarse de un salto de la butaca.

– ¿De qué pequeña cantidad estamos hablando? -inquirió el subinspector con calma.

– Diez millones de rupias -contestó Patel.

– No sé qué decir, H. H. -murmuró el inspector jefe.

– No has de decir nada -repuso Patel-, porque en ningún momento pasó por mi mente que pudieras estar implica do en semejante estupidez, y así se lo expresé a Malik.

– Te lo agradezco -dijo el inspector jefe.

– No hace falta -repuso Patel-, pero pensé que otras personas, menos benévolas… -Hizo una pausa-. Sobre todo porque la visita de Malik se produjo cuando falta muy poco para tu jubilación… -Vaciló de nuevo-.Y si la prensa se enterara de la historia, podría dar lugar a malentendidos.

– Te agradezco tu preocupación, y la celeridad con la que has actuado -dijo Kumar-. Estaré en deuda contigo eterna mente.

– Solo quiero asegurarme de que esta ciudad estará en deuda contigo eternamente, y con toda la razón -dijo Patel-, para que cuando abandones el cargo lo hagas resplandeciente de gloria, en lugar de con interrogantes pendiendo sobre tu cabeza, los cuales, como sabemos, se mantendrían mucho después de tu jubilación.

El subinspector asintió, mientras Patel se levantaba.

– ¿Sabes una cosa, Naresh? -dijo Patel volviéndose hacia el inspector jefe-.Jamás habría accedido a ver a ese maldito hombre, si tú no le hubieras cubierto de alabanzas en el discurso que pronunciaste en el Rotary Club el mes pasado. Hasta me enseñó el artículo del Mumbai Times. En consecuencia, supuse que el sujeto había venido con tu beneplácito.-El señor Patel se volvió hacia Jan-. Le deseo suerte en su futuro cargo de inspector jefe -añadió, y le estrechó la mano-. No envidio el que tenga que sustituir a un hombre de tales excelencias.

Kumar sonrió por primera vez aquella mañana.

– Vuelvo enseguida -dijo el inspector jefe a su segundo, cuando salió del despacho para acompañar a Patel hasta la puerta.

El subinspector miró por la ventana mientras esperaba a su jefe. Comió una galleta en tanto reflexionaba sobre las posibles opciones. Cuando el inspector jefe regresó Jan sabía exactamente qué debían hacer. Pero ¿conseguiría convencer a su jefe en esta ocasión?

– Tendré a Malik detenido y encerrado dentro de una hora -dijo el inspector jefe, mientras descolgaba el teléfono de su escritorio.

– Me pregunto, señor -murmuró el subinspector Jan-, si es la mejor decisión, teniendo en cuenta las circunstancias…

– No tengo muchas opciones -aseguró el inspector jefe, mientras empezaba a marcar.

– Puede que tenga razón -dijo Jan-, pero antes de tomar una decisión tan irrevocable tal vez deberíamos pensar en cómo lo va a enfocar… -hizo una pausa- la prensa.

– Lo explotarán a fondo -dijo Kumar, que colgó el auricular y empezó a pasear por la habitación-. Les costará decidir si han de ahorcarme por ser un corrupto capaz de aceptar sobornos, o si me han de despedir por ser el ingenuo más rematado que jamás haya ocupado el cargo de inspector jefe. No quiero ni pensar en ninguna de ambas posibilidades.

– Pues ha de pensar en ellas -insistió Jan-, porque sus enemigos (y hasta los hombres buenos tienen enemigos) despellejarán con alegría a alguien capaz de aceptar sobornos, y sus amigos serán incapaces de negar la acusación de ingenuidad.

– Después de cuarenta años de servicios, sin duda la gente creerá…

– La gente cree lo que quiere creer -dijo Jan, confirmando así los peores temores del inspector jefe-, y usted no podrá enviar a la cárcel a Malik hasta que este haya tenido la oportunidad de aparecer ante un tribunal y contar al mundo su versión de la historia.

– ¿Quién va a creer a ese…?

– Cuando el río suena, agua lleva, susurrarán en los pasillos de los palacios de justicia, y eso no será nada comparado con los titulares de los periódicos de la mañana cuando Malik haya pasado un par de días en el estrado, interrogado por un aboga do cordial que le considera a usted un simple trampolín en su carrera.

Kumar siguió paseando por la habitación, sin decir nada.

– Permita que intente adivinar los titulares que seguirán a su interrogatorio.-Jan hizo una pausa-. «Inspector jefe acepta sobornos para destruir expedientes de sus amistades», sería el titular de The Times. Los tabloides serían un poco más gráficos: «Dinero de sobornos depositado en despacho del inspector jefe por un mensajero». O tal vez: «El inspector jefe Kumar emplea a ex presidiario para que le haga el trabajo sucio».

– Creo que ya me he hecho una idea -dijo el inspector jefe, mientras se dejaba caer en su butaca al lado dejan-. ¿Qué demonios debo hacer?

– Lo que siempre ha hecho en el pasado -respondió Jan-. Atenerse a las normas.

El inspector jefe miró a su segundo con expresión interrogante.

– ¿Qué ha pensado?

– Malik -gritó el supervisor a pleno pulmón, incluso antes de colgar el teléfono-. El inspector jefe Kumar quiere ver- te de inmediato.

– ¿Ha dicho por qué? -preguntó Malik nervioso.

– No. No suele hacerme confidencias -respondió el supervisor-, pero no te entretengas, porque es un hombre al que no le gusta esperar.

– Sí, señor -repuso Malik.



Cerró el expediente en el que había estado trabajando y lo dejó sobre el escritorio de su supervisor. Se encaminó hacia su taquilla, cogió las pinzas para los pantalones y abandonó el edificio sin pronunciar palabra. No empezó a temblar hasta que llegó a la acera. ¿Habían descubierto su último timo? Y eso que ni siquiera había salido bien. Retiró la cadena de la barandilla y empezó a pensar en sus posibilidades. ¿Debía huir o simplemente echarle cara al asunto? No le quedaban muchas opciones. Al fin y al cabo, ¿adónde huiría? Y, aunque decidiera escapar, le detendrían en cuestión de días, quizá de horas.

Malik se ciñó los bajos del pantalón con las pinzas, montó en su Raleigh Lenton de tercera mano y empezó a pedalear con parsimonia hacia el centro de la ciudad. Las calles estaban cubiertas de polvo marrón y atestadas de bicicletas, coches e innumerables personas que avanzaban en direcciones diferentes. Los incesantes bocinazos, la multitud de olores, el sol abrasador y el bullicio de la vida cotidiana atestiguaban que Mumbai era una ciudad distinta de todas las demás. Los vendedores callejeros extendían los brazos cuando Malik pasaba, con la intención de endosarle sus productos, mientras mendigos sin brazos corrían a su lado, lo cual no le ayudaba a avanzar. ¿Debía ser sincero y admitir lo que había hecho?

Pedaleó unos cuantos metros más. No, jamás hay que admitir nada; era una regla de oro que había aprendido después de largos años en la cárcel. Dio un bandazo para esquivar a una vaca y estuvo a punto de caer.

Actúa como si ellos no supieran nada hasta que te veas acorralado. Incluso entonces niégalo todo. Cuando dobló la siguiente esquina, la comisaría de policía apareció imponente ante él. Si iba a salir pitando, era ahora o nunca. Continuó pedaleando, hasta que se encontró a escasos metros de los escalones que ascendían hasta la entrada. Apretó con fuerza el freno hasta que la bicicleta aminoró la velocidad y se detuvo. Bajó y sujetó con candado su única posesión a la barandilla más cercana. Subió con parsimonia los escalones, pasó a través de las puertas giratorias y se encaminó nervioso hacia el mostrador de recepción. Dijo su nombre al oficial de servicio. Tal vez se trataba de un error.

– Tengo una cita con…

– Ah, sí -dijo el agente de servicio sin necesidad de consultar su lista, lo que no presagiaba nada bueno-. El inspector jefe le está esperando. Su despacho se encuentra en el piso catorce.

Malik se volvió y empezó a caminar hacia el ascensor, consciente de que el agente de servicio no le quitaba ojo ni un instante. Echó un vistazo a la entrada principal. Aquella era su última oportunidad de escapar, pensó, cuando las puertas del ascensor se abrieron. Entró en la abarrotada cabina, que efectuó varias paradas durante su interminable ascensión hasta el piso catorce. Cuando Malik llegó a su destino, sudaba profusamente, y su malestar no era debido al espacio apretujado ni a la falta de aire acondicionado.

Cuando las puertas se abrieron por fin, vio que estaba solo. Malik salió al único pasillo alfombrado de todo el edificio. Paseó la vista alrededor y entonces recordó su última visita. Se encaminó lentamente hacia el despacho que había al final del pasillo. Las palabras «Inspector jefe» estaban estarcidas con letras mayúsculas en la puerta.

Malik llamó muy suavemente con los nudillos. Tal vez había ocurrido algo importante y el inspector jefe había tenido que abandonar su despacho sin avisar. Oyó que una voz femenina le invitaba a entrar. Abrió la puerta y vio a la secretaria del inspector jefe sentada detrás de su mesa, tecleando muy deprisa. La mujer interrumpió su tarea en cuanto vio a Malik.

– El inspector jefe le está esperando -fueron sus únicas palabras. No sonrió ni frunció el ceño cuando se levantó de su silla. Tal vez desconocía el destino de Malik. La secretaria desapareció por una puerta y volvió a salir casi de inmediato-. El inspector jefe le recibirá ahora, señor Malik -dijo, y mantuvo la puerta abierta para dejarle pasar.

Malik entró en el despacho del inspector jefe, al que encontró sentado en su escritorio, con la vista baja, estudiando un expediente abierto. Levantó la cabeza y le miró a los ojos.

– Siéntate, Malik -dijo. Ni Raj ni señor; solo Malik.

Malik tomó asiento en la silla que había enfrente del inspector jefe. Guardó silencio e intentó disimular su nerviosismo, mientras veía cómo el segundero del reloj de la pared completaba un minuto.

– Malik -dijo al fin el inspector jefe, al tiempo que alzaba la vista de los papeles-, he estado leyendo el informe anual de tu supervisor.

Malik continuó en silencio. Sintió que una gota de sudor resbalaba por su nariz.

El inspector jefe bajó la vista de nuevo.

– Habla de tu trabajo en términos muy favorables -prosiguió Kumar- y solo tiene palabras de elogio para ti. Mucho mejor de lo que yo esperaba cuando te sentaste en esa silla hace un año. -El inspector jefe alzó la vista y sonrió-. De hecho, te recomienda para un ascenso.

– ¿Un ascenso? -preguntó Malik incrédulo.

– Sí, aunque no será fácil, porque en este momento no hay muchas vacantes. No obstante, creo que he encontrado un puesto muy adecuado a tus aptitudes.

– Oh, gracias, señor -dijo Malik, y se relajó por primera vez.

– Hay una vacante… -continuó el inspector jefe, mientras abría otro expediente y sonreía- de ayudante en el depósito de cadáveres municipal.

Extrajo una sola hoja de papel y empezó a leerla.

– Tu tarea consistiría en limpiar la sangre de las mesas de autopsia y fregar el suelo en cuanto los cadáveres hayan sido diseccionados y almacenados. Me han dicho que el hedor no es muy agradable, pero te proporcionarían una mascarilla, y no me cabe duda de que con el tiempo te acostumbrarías.-Continuó sonriendo a Malik-. El puesto conlleva el cargo de sub- supervisor, junto con el aumento de sueldo correspondiente. También significa otras ventajas, entre ellas, disponer de tu propia habitación justo encima del depósito de cadáveres; así que ya no tendrías que dormir en la YMCA. -El inspector jefe hizo una pausa-.Y si conservaras el puesto hasta los sesenta años, tendrías derecho a una modesta pensión. -El inspector jefe cerró el expediente y miró a Malik-. ¿Alguna pregunta?

– Solo una, señor -contestó Malik-, ¿Existe alguna otra opción?

– Oh, sí -respondió el inspector jefe-. Puedes pasar el resto de tu vida en la cárcel.

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